Ecuador se fue a la guerra

Ecuador se fue a la guerra

El diario El Universo y otros medios de comunicación ecuatorianos están en conflicto con el presidente Rafael Correa. Naturalmente, ninguno de ellos se queda callado.

Tiempo de lectura: 47 minutos

Diego Cornejo.

Diego Cornejo.

Diego Cornejo.

En el principio fue el verbo, y en el principio de esta historia hay dos hombres de verbo ágil y pugnaz. Ambos son oriundos de Guayaquil, Ecuador, y muestran orgullo de su gentilicio. Su contienda empezó hace tiempo por un pequeño altercado en 2005 y continuó en una lucha cada vez más amarga durante estos años hasta el pasado lunes 27 de febrero, cuando el más poderoso de estos dos hombres, llamado Rafael Correa, presidente de Ecuador, convocó a su gabinete de ministros y al cuerpo diplomático en pleno al Salón Amarillo del Palacio Carondelet para hacerles un importante anuncio que involucraba al otro hombre: Emilio Palacio, columnista político y jefe de la sección de Opinión del diario El Universo.

El anuncio del presidente se producía pocos días después de que la Corte Nacional de Justicia, de Ecuador, ratificara una sentencia condenatoria anterior que imponía a El Universo una multa de cuarenta millones de dólares y condenaba a tres años de cárcel a Carlos, Nicolás y César Pérez, directivos y dueños de El Universo. El máximo tribunal también condenó a Palacio a la misma pena. Pocos días antes, Juan Carlos Calderón y Christian Zurita, autores del libro El gran hermano, a quienes Correa también había demandado por diez millones de dólares, habían sido sentenciados a pagar un millón de dólares y cien mil más de gastos legales, pero sin pena de cárcel.

Pese a que Correa había demandado a título personal, desde el principio le dio a la querella el tono de una crucial cuestión de Estado, exigiendo que la majestad presidencial fuera restaurada. De manera que todo el proceso se presentó ante la justicia como el asunto personal de un ciudadano que, por cosas de la vida, es el presidente de la República.

El jefe de Estado se abrió paso entre una cortina de aplausos escoltado por dos ujieres. En la víspera circuló en Quito toda clase de rumores. Que la presión internacional lo había hecho retroceder. Que su popularidad caía en picada. Que, en realidad, él en secreto siempre supo que los perdonaría. Sin embargo, lo único cierto era que Correa estaba decidido a que su perdón no fuera confundido con un acto de contrición.

Frente al público, preguntó retóricamente: “¿Tiene el derecho a la comunicación una supremacía sobre los otros derechos?, ¿o refleja la supremacía del capital en los medios de comunicación?”.

Para que no quedara duda, aseguró que el juicio había cumplido los tres objetivos que se proponía: 1) Demostrar que El Universo mintió y no corrigió su mentira. 2) Evidenciar que el presidente no sólo era víctima de los malquerientes, sino del diario por el cual se instrumentó un linchamiento mediático. 3) Lograr que los ciudadanos de Ecuador superaran el miedo a una prensa “corrupta y abusiva”.

Apenas en el minuto veintiséis de los treinta y uno que duró su discurso, el primer mandatario retornó al punto principal: “Así como tomé la decisión de iniciar este juicio, he decidido ratificar algo que hace tiempo estaba decidido en mi corazón y que decidí también con familiares, amigos y compañeros cercanos: perdonar a los acusados concediéndoles la remisión de las condenas que merecidamente recibieron, incluyendo a la compañía El Universo. También he decidido que desistiré de la demanda que propuse en contra de los autores del libro El gran hermano, donde de la forma más infame se afirmó que conocía de los ilegales contratos de Fabricio Correa”.

Cuando terminó había en el aire una clara admonición: “Perdono, pero no olvido”. Correa habría querido tener la última palabra en la disputa, pero ése no fue el fin de la historia, sino el principio de otra.

Una semana después del “perdón sin olvido” llegué a Miami para entrevistar a dos de los protagonistas: Emilio Palacio y César Pérez, uno de los dueños del diario El Universo. Ambos hombres habían salido de Ecuador por temor a verse privados de su libertad por decisiones sesgadas a favor del presidente.

Pasadas las cinco y media de la tarde, Emilio Palacio y yo nos encontramos en un mall. Buscamos acomodarnos en un café Starbucks, pero terminamos sentados en un banco de parque rodeados de plantas artificiales, entre viejos en bermudas y mujeres con aires de modelo que empujaban cochecitos de bebé, de cuyas manillas colgaban las inmensas bolsas de las compras.

Palacio es un sesentón de estatura baja, de cabello canoso, que habla arrastrando levemente las erres. Sus primeras palabras fueron una advertencia: su desencuentro con Correa era de vieja data. Empezó cuando el entonces futuro presidente asumió el cargo como ministro de Finanzas del presidente Alfredo Palacio —de quien, por añadidura, Emilio Palacio es medio hermano—. Aquel día, Correa criticó la dolarización de la economía ecuatoriana vigente desde fines de los noventa. Palacio había oído bien al ministro y coincidía con él. Sin embargo, escribió en su editorial que los ministros de Finanzas debían “ser mudos”, para no desatar el nerviosismo de la población. El provocador título que le puso al artículo se explica por sí solo: “Bocazas”.

“Hasta ahora, Correa no me perdona ese artículo. Cada cierto tiempo lo vuelve a recordar: ‘Vieran a este señor majadero lo que me dijo’. He reconocido el error de ese título y le he pedido disculpas públicamente al presidente. Aparte de esa broma, el artículo es muy serio. Ahora, yo digo que le pido disculpas porque él interpretó el título como una ofensa, no porque sea una ofensa realmente”.

—”Bocazas” es un término grueso para alguien que se está iniciando en un cargo, ¿no es así?
—Por eso pedí disculpas. Pero era una broma. No era mi intención ofenderlo. Cuando lo recuerda se nota que está dolido…

En mayo de 2007, poco después de llegar a la Presidencia, Correa lo hizo invitar a un debate sobre libertad de expresión en Carondelet. También estaba el periodista Carlos Jijón, de Ecuavisa. Correa y Jijón discutían sobre otro titular de tintas cargadas, “Correa asaltó la Junta Bancaria”, del diario La Hora.

El titular aludía a una reunión en la que el mandatario había defenestrado a la junta de la Superintendencia de Bancos y Seguros para sustituirla por otra de su elección. Sentado frente a Jijón, el presidente adujo que lo habían acusado de ladrón, a lo que el periodista le respondió que estaba confundido porque “asaltar” también significaba tomar por asalto, en el sentido militar del término. Entonces Correa improvisó una disertación filológica en torno a la palabra “verga”. “¿Saben cómo se llaman los palos transversales en los mástiles de los veleros?, ¿saben cómo se llaman?”, preguntó al público. Alguien gritó: “Verga”. Correa atajó la palabra para decirle a Jijón: “Entonces, Jijón, la vez que yo te diga ándate a la casa de la v…, no te he insultado… Por favor, ¡no seamos ingenuos!”.

—Está todo en YouTube. Deberías mirarlo —me sugirió Palacio.

Estupenda idea. De modo muy abreviado, esto es lo que muestra el video: refiriéndose a la crisis bancaria de los años noventa, el presidente ataca a los medios diciendo que fueron cómplices del mayor robo de la historia del país. Un Palacio visiblemente alterado toma el micrófono para refutarlo. La prensa sí denunció el asalto, y gracias a ella los ecuatorianos, incluido Correa, se enteraron de lo que sucedía. Luego lo increpa: ¿por qué no hizo Correa la denuncia desde la academia? El presidente hace lo imposible por mantener una sonrisa incómoda y toma el micrófono. En sus libros sí denunció el robo, dice. La confrontación entre los hombres escala. El moderador del debate le pide calma a Palacio. Éste le dice que lo deje hablar y no sea malcriado. Pocos segundos después, Palacio se dirige a un público para preguntarle si la prensa debe dejar que el presidente mienta. Correa replica que no sea ridículo. El columnista dice que el presidente es un ególatra que ignora el papel social de la prensa. También que el fruto económico de las demandas contra los medios será para su goce personal y el de su familia. Correa le advierte que no se meta con su familia y amenaza con sacarlo de la mesa. En medio de gran agitación, el periodista y el presidente se interrumpen mutuamente a voz en cuello. Palacio pierde los estribos y Correa no soporta más. Acto seguido, ordena expulsar a Palacio llamándolo majadero.

“Ése fue el principio de todo el lío”. La conclusión de Palacio es que el presidente le había tendido una trampa para humillarlo públicamente. “Correa dice que es así porque es guayaquileño. Pues yo también, y no te mando a la casa de la verga. Digo las cosas de frente, y a él le dije que tenía un ego del tamaño de una casa. Eso no es una ofensa”.

—Bueno, depende.
—No, no. A los adjetivos calificativos peyorativos el Diccionario de la Real Academia de la Lengua los tiene clasificados.

Palacio reitera que el problema de Correa es un ego desmedido. “Quiere que lo alaben y lo ensalcen”, dijo. Pero, al mismo tiempo, sostiene orgulloso: “Al único que no le ha ganado es a mí. Necesita derrotarme”.

Al día siguiente de ver a Palacio, me reuní con César Pérez, propietario del diario El Universo junto con sus hermanos Carlos y Nicolás, quienes como él fueron sentenciados a tres años de prisión por haber contribuido con la supuesta injuria cometida por Palacio contra el presidente Correa en su artículo “No a las mentiras”, publicado en El Universo el 6 de febrero de 2011.

Pérez me esperaba en un anodino hotel de paso, de esos que abundan en Miami, donde se había alojado con su familia dos semanas antes. Pérez roza los cuarenta y pico. Su cabello rubio y ojos azules hacen pensar en sus antepasados europeos. Habla de manera tan serena que parece más de la sierra que de la costa, donde está anclado El Universo. Había salido de Ecuador en forma abrupta, tras el acoso de masas enardecidas de seguidores del gobierno durante las audiencias del juicio.

Un día, una seguidora de Correa le gritó a su mujer: “¡Eres una corrupta! ¡Tus hijos también van a nacer corruptos!”. “En ese momento entendí que los gritos de la señora sólo se podían deber a dos cosas: o le habían pagado para provocar o era un grito propio y la semilla de odio de Correa ya había germinado”.

Pérez y sus hermanos examinaron el panorama y decidieron que era tiempo de salir para dar a conocer su situación lo más internacionalmente posible.

Piensa que la estrategia de crear presión desde afuera ayudó a que Correa diera un paso atrás. “El perdón es un alivio, porque de lo contrario El Universo iba a quebrar. O Correa, utilizando la figura del presidente, iba a expropiar las acciones. O bien, podía quedarse con el diario como individuo. Por eso, tomo al pie de la letra las palabras del presidente: fue un perdón sin olvido. Se ha cerrado un capítulo de un libro muy largo que todavía está por escribirse. Por nuestro lado es el libro de la defensa de las libertades y, por el lado del presidente, es el libro del absurdo de ofenderse por cada opinión contraria a él, el libro de la intolerancia a la opinión ajena”.

Pérez me dijo esto haciendo énfasis con sus manos. Le pregunté quién era Correa para él, y si había algún problema previo a la disputa con Palacio que pudiera explicar la decisión de enfrentarlos hasta las últimas consecuencias y a riesgo de su popularidad. Comenzó por decirme que, como presidente, Correa tiene muchos méritos en salud, educación e infraestructura. También dijo que él y sus hermanos no se explicaban qué había desatado su ira, si durante la campaña presidencial quien tenía mala relación con la prensa era el candidato Álvaro Noboa y no Correa. “En el área de los medios le faltó mucho kilometraje para entender que un funcionario público está expuesto a la crítica. Sus asesores piensan igualito y se retroalimentan. Y no hay nadie que los oriente”.

Para Pérez, la prueba más clara de esta falta de entendimiento es el uso de Correa del artículo de desacato contra el diario La Hora. “Ni siquiera los militares que lo crearon lo utilizaron. Pero Correa dijo que lo usaría cuantas veces fueran necesarias”. Al igual que Palacio, Pérez recordó el título del artículo de la discordia: “Correa asaltó la Junta Bancaria”, y resaltó que la palabra “asaltó” había sido usada en sentido figurado.

Le repliqué a Pérez que esos “sentidos figurados” pueden ser fatales cuando se dice que alguien asaltó una junta bancaria o que es un matón. Ésas son expresiones demasiado fuertes para dejarlas libres a la ambigüedad de un diccionario, le comenté. “Claro, claro —titubeó—. Pero son expresiones delicadas que responden a hechos sumamente fuertes y violentos por parte de quien ejerce el poder. Es el ciudadano que ve que el presidente entra a las ocho de la mañana a una institución [la Junta Bancaria] que supuestamente es independiente del poder político, interrumpe una sesión y se pone a tomar decisiones, tras lo cual dice que su director es un inepto y lo arrastra públicamente en su honra. Ante ese acto, se usan palabras fuertes que tratan de describir una situación”, dijo Pérez.

Poco después su atención giró hacia la columna “No a las mentiras”, de Emilio Palacio, que motivó la demanda de Correa. “No a las mentiras” se refiere a los acontecimientos tras la revuelta policial-militar del 30 de septiembre de 2010, día en que Correa vivió su bautizo de fuego al tratar de intervenir en un acuartelamiento policial en protesta a la reforma de la Ley del Servicio Público, impuesta por el Ejecutivo, que eliminaba las condecoraciones y honores a la policía a cambio de mejoras salariales de largo plazo. Esa mañana, el presidente se aventó al Regimiento Quito Núm. 1 para tratar de convencer a los efectivos de que depusieran su actitud. En lugar de eso, encontró una muchedumbre soliviantada vociferando y quemando llantas. El presidente intentó mediar sin éxito. Trató de retirarse y se vio atrapado entre disparos y nubes de gas lacrimógeno. Con un ataque de asfixia fue llevado al hospital que hay a un costado del regimiento, donde según el testimonio del propio presidente, la muchedumbre hostil lo mantuvo secuestrado.

En buena parte de Quito, el día había comenzado con tranquilidad. Pero poco después del acuartelamiento, los policías tomaron la Asamblea Nacional. El día se fue calentando conforme pasaban las horas. A las nueve y quince de la mañana, cuatrocientos efectivos de la Fuerza Aérea Ecuatoriana se unieron a la policía y tomaron el Aeropuerto Internacional Mariscal Sucre, lo que en Ecuador es considerado el signo inequívoco de un golpe de Estado. El ministro de la Defensa, sin embargo, negoció con los sublevados del Ejército y logró que desistieran. La refriega la continuó el Regimiento Quito, donde Correa había firmado un decreto de Estado de Excepción para activar el Plan de Control de Orden Público y la Operación Rescate, que lo sacó del hospital por la noche. Durante el enfrentamiento entre la policía y las fuerzas de élite del Ejército, encargadas del rescate, hubo diez muertos y muchos heridos, pero la cosa no pasó a mayores. La tesis del golpe, promovida por Correa, nunca se aclaró satisfactoriamente. Al menos, nunca se identificó a una camarilla de conjurados como operadores y autores intelectuales. La ley, el orden y la autoridad presidencial volvieron a instalarse en el país. Y es por eso que muchos dicen que el 30-S no fue intento de golpe, sino un río revuelto en el que más de uno quiso pescar.

“No a las mentiras” se refiere a las intenciones de Correa de indultar a los detenidos por el motín. Palacio dice que es imposible demostrar una conspiración y por lo tanto conocer la verdad, entre otras razones porque los proyectiles extraídos de los cadáveres han desaparecido. Pero ése es sólo el argumento. Palacio aprovecha para conminar a Correa a que en vez de un indulto procure una amnistía para los indiciados, ya que, en un futuro hipotético, “un nuevo presidente, quizás enemigo suyo, podría llevarlo ante una corte penal por haber ordenado fuego a discreción y sin previo aviso contra un hospital lleno de civiles y gente inocente”.

Frases más, frases menos, ésa es la proposición. Pero Palacio la presentó en un tono camorrero y bravucón refiriéndose al presidente como Dictador —con mayúscula y nueve veces— y criminal. La sentenciosa advertencia de la línea final, “Los crímenes de lesa humanidad, que no lo olvide, no prescriben”, da el cariz de su arrogancia.

Le pregunté a Pérez si el calificativo de dictador no fue usado con ligereza por Palacio, habida de que Correa fue elegido por el voto popular. “¿Cuál es la responsabilidad de un medio como El Universo en la construcción de un ambiente de opinión más llevadero?”, añadí.

En ese punto, Pérez demoró un momento buscando una expresión apropiada. “Somos humanos y podemos cometer excesos. Puedes decir que hay una responsabilidad del medio”. Acto seguido, añadió que él no estaba de acuerdo con la columna de Palacio, pero que a fin de cuentas lo defendía porque Palacio no había hecho otra cosa que hablar crudamente sobre los abusos cometidos por el presidente. Pérez sostuvo que Correa manipuló con descaro los hechos para favorecer su versión de la historia . “El presidente lleva cinco años acusando de todo a la prensa y a los periodistas. Y no con esa subjetividad que tú señalas en el artículo de Emilio, sino desde el poder y con todo el peso que eso implica. A mí me ha nombrado con nombre y apellido. De mi hermano ha hecho públicos sus impuestos diciendo que no los paga. Ésa es una manipulación horrenda porque sólo hace públicos los impuestos personales de mi hermano, pero no dice nada sobre los elevados impuestos que paga por la empresa y que son lo importante. Hay una acusación sin sustento y una manipulación desde el poder para arrastrar nuestra honra. De modo que si vamos a analizar las cosas desde la pureza del lenguaje, diciendo que las palabras pueden prestarse a malinterpretaciones, utilicemos el mismo criterio para exponer las expresiones crudas y groseras que el presidente utiliza”.

Ése es un tema en particular susceptible, vistas las asimetrías que hay entre el poder de un presidente y el de un medio, por poderoso que sea. Y Correa no es cualquier presidente. Ha reformado la Constitución, un presidente que por su influencia tiene a la justicia de su lado, como hizo patente la velocidad con que se desarrolló el juicio en un país marcado por la lentitud y morosidad de sus tribunales. Aunque parezca ocioso, quise aclarar si hubo la oportunidad de una conciliación que evitara el tortuoso juicio. En la primera instancia —refirió Pérez— se le ofreció al presidente un desagravio por medio de la publicación en El Universo de una disculpa. “¿Sabes lo que dijo?”, preguntó Pérez con los ojos muy abiertos, como si lo que estaba por decir lo mantuviera aún asombrado. “Se acabó el tiempo de caballeros… Ya pasó… Ya pasó el tiempo de caballeros”.

En Ecuador, en las refriegas entre funcionarios del Estado y medios privados se suelen mezclar las hormonas con los purismos lingüísticos y los desatinos de la prensa con el amor propio. La dignidad y el honor familiar rivalizan con la razón y el sentido común. Sin embargo, el asunto va mucho más allá de una pelea personal. Si la sentencia contra Palacio y los directivos de El Universo se hubiera ejecutado, el diario quizás hubiese quebrado, ya que los cuarenta millones de dólares impuestos por el tribunal superaban el valor nominal de la empresa El Universo, estimado en treinta millones de dólares. Las batallas individuales son sólo una parte del gran esquema de una guerra mediática. Y aunque según sus detractores, Correa fue obligado a retroceder, el daño ya estaba hecho. Correa ha dejado claro que con su autoridad no se juega y que aquel que lo haga será castigado. Los correazos contra El Universo y los autores de El gran hermano son como los hematomas internos: no se ven pero causan estragos.

Aunque algunos periodistas y editores siguieran haciendo su trabajo, se les había enviado la nítida señal de que la guerra mediática en el país de la mitad del mundo no iba a cesar. Al menos ésa fue la impresión que me llevé cuando partí de Miami rumbo a Quito.

RUMBO A LAS SABATINAS
El avión aterrizó luego de una pirueta que lo hizo corcovear varias veces en la pista hasta detenerse de golpe. De noche, la ciudad recibe al viajero silenciosa y despejada. Pero en la mañana hay un tránsito endemoniado en sus largas y sinuosas avenidas. El tráfico es el de una economía vibrante: construcciones por todos lados, autos nuevos —signo de que hay money circulando— y enormes centros comerciales que sugieren un consumo generalizado.

A las diez y media me esperaba Janeth Hinostroza en su oficina, pero llegué con media hora de atraso por mi desconocimiento de la ciudad. Me recibió con aire familiar diciéndome que menos mal que llegaba tarde porque había estado ocupada toda la mañana. Hinostroza es una rubia de penetrantes ojos azules, bastante más alta que el promedio de las ecuatorianas y de porte atlético impactante que hace pensar en la leyenda de las amazonas. Pero también es una periodista con veinte años de experiencia en televisión y una carrera hecha en el periodismo de investigación. Aquella mañana llevaba unas botas hasta la rodilla y una chaqueta con pintas de leopardo. En su dedo índice izquierdo tenía un grueso anillo Bulgari con el que no dejaba de jugar mientras conversaba.

El rostro de Hinostroza es reconocido en muchos hogares ecuatorianos por un programa televisivo de periodismo de investigación llamado 180 Grados. Se hizo aún más notorio cuando pasó a conducir el segmento de opinión del noticiero La Mañana 24 Horas y el informativo 30 Plus. Según ella misma, hasta hace año y medio, era una pacífica periodista de investigación a la que todos querían. Su tormento comenzó al reemplazar a Jorge Ortiz, un famoso presentador que tuvo que dejar el canal Teleamazonas por supuestas presiones gubernamentales. “Hasta entonces no se habían fijado en mí. Un día Correa iba por la calle en su caravana saludando como reina de belleza a su pueblo y buscando en Riobamba votos para la consulta popular por el ‘Sí’, cuando una señora lo insultó. No sé qué le dijo, pero él paró la caravana, se bajó del carro e increpó a la señora. Yo creo que por más “barriga verde” que le digan a un presidente no debe ponerse de tú a tú con un ciudadano. Correa aseguró que la señora había ofendido la majestad del presidente insultándolo y sacándole el dedo. La hizo meter presa”.

Hinostroza se sorprende de mi incredulidad ante lo que me cuenta. Pero la historia prosigue. Desde la cárcel, la señora dijo que no le había sacado el dedo, que sólo le había dicho: “Abajo Correa” y que no votaría por él. Correa dijo que cuando la señora le pidiera perdón la soltarían. Después de diez horas de mantenerse en su puesto, la señora no tuvo más remedio que hacerlo. “Episodios parecidos han ocurrido con tres o cuatro ciudadanos. Ver a alguien así de arrogante y ensalzado en el poder me indignó. En la mañana sacamos la noticia con la señora, y yo, en mi espacio de opinión comento que no es posible que a un ciudadano lo metan preso por no estar de acuerdo con el presidente. La metieron presa por decir ‘No’, dije. Desde ese día he sido objeto de cualquier clase de ataques por parte de Correa”.

Desde entonces se encontró en una esquina opuesta al presidente, quien comenzó a mencionarla en su programa sabatino Enlace Ciudadano. También se hicieron frecuentes las cadenas nacionales para desacreditarla. “En las cadenas, el gobierno interrumpe mi espacio para dar su punto de vista sobre lo que yo estoy diciendo y, obviamente, no siempre lo hace con altura, lo que sería muy bienvenido de mi parte. Por sus prejuicios hacia la mujer, me llama ‘esta presentadora’, pensando que yo no soy periodista. O me dice de modo despectivo ‘la coloradita pelucona de Teleamazonas’, para llamarme rubia ignorante. La gente no ve bien que use todo su poder contra una periodista que conocen de toda la vida y han visto crecer en la pantalla. Pero al final, aunque no lo necesito ni me gusta, tengo que agradecérselo. Mientras más me insulta, más popular me vuelve y más suben mis ratings. Creo que él y su equipo ya se dieron cuenta, porque ha dejado de meterse conmigo”.

Luego de conversar con Hinostroza fui a un almuerzo organizado por un muy buen amigo. Estábamos mi amigo, una artista del medio cultural, una funcionaria pública y yo. La artista y la funcionaria debatieron sobre si el primer mandatario era de izquierda o no. La funcionaria hizo una razonable defensa de mejoras sustanciales en la calidad de vida de mucha gente y dijo que el gobierno hacía un esfuerzo muy serio por discutir ampliamente los temas de interés público.

Ambas mujeres coincidían en que los juicios contra periodistas y medios habían minado la credibilidad del presidente. La funcionaria dijo: “Con esos casos perdimos todos. Los jueces se descalificaron mostrándose como lo que son. Correa quedó como un autoritario. Ganó Palacio, un político camuflado”. La artista puntualizó: “El problema de Correa es que mete a todos en el mismo saco. Su revolución ciudadana es realmente una revolución mediática y él es un producto publicitario: guapo, encantador e inteligente”.

Si Correa cree que la autoridad presidencial es endeble y necesita ser asentada con firmeza es con buenas razones. En la última década, siete presidentes pasaron por Carondelet y ninguno terminó su mandato. Cada dos o tres años a lo sumo había una revuelta popular o un golpe que los derribaba. El país salía de un presidente y estrenaba otro. La historia se repetía. La amenaza estaba siempre ahí, insoportable. Durante todo este periodo, los medios privados cometieron faltas y excesos. Sólo Correa logró conjurarla y lo hizo mediante la renovación valiente de la Constitución y con programas sociales que son ampliamente reconocidos. Pero según varios opositores con los que hablé también lo ha hecho concentrando poder, depurando las filas del movimiento Alianza PAIS de potenciales adversarios e influyendo sobre la justicia, lo que ha dado origen a varios escándalos. Su anhelo de controlar los medios entraría en ese esquema. Pero todavía no ha podido hacerlo.

PLÁSTICO
El primer correísta a toda prueba que conocí fue Tony Vera, jefe operativo de Enlace Ciudadano, el show presidencial de Correa, transmitido todos los sábados por Ecuador TV, la televisora pública, creada en 2007 por el gobierno de Correa con fondos del Banco de Desarrollo Económico y Social de Venezuela. Al igual que Aló, Presidente para Hugo Chávez, Enlace Ciudadano —también conocido con “las sabatinas”— ha sido el portaviones desde el cual se han difundido la gestión de gobierno y el estilo personal de Correa.

Vera es jovial y un buen conversador. Su edad me resultó difícil de precisar. Me dio un aventón hasta el Coliseo de Amaguaña, donde la mañana del sábado 10 de marzo se celebraría el Enlace Ciudadano. Junto a nosotros iba José Torres, su asistente. Salimos de Quito por la avenida Simón Bolívar, una amplia carretera en muy buen estado que avanza por el Valle de los Chillos. A nuestro lado se desplegaba un hermoso paisaje montañoso de vegetación baja. Al volante, Vera decía que antes de Correa la carretera era una superficie lunar. “Cuando el país estaba en manos del tristemente célebre Jamil Mahuad, éramos presa de la corrupción. Correa le ha dado a los que menos tienen y ha creado un espíritu positivo de lo que somos para que no nos dejemos de los explotadores y los malos empleadores”.

Les comenté las quejas por la creciente inseguridad y la aparición del sicariato en un país conocido por sus costumbres pacíficas. “Los críticos del gobierno sobredimensionan ciertos temas. La inseguridad es el pan de cada día de la crónica roja en televisión”, dijo Torres. Vera, que iba pendiente de la carretera, contrapunteó: “El gobierno ha hecho un trabajo efectivo, inclusive ha capturado siete de los diez nombres de la lista de los más buscados”.

Para ambos, Correa es un campeón del pueblo. “Ahora, por ejemplo, todos pueden ir al Palacio de Carondelet, porque el presidente dijo: ‘Ésta es su casa’, y así es. La gente se siente incluida”, alegó Vera. Y continuó haciendo un elogio de las maravillas de su país, como “el santuario viviente de Galápagos”.

En Amaguaña, el sol aparecía y desaparecía entre nubes tan bajas que se podían alcanzar con la mano. El pueblo estaba de feria a la espera del líder. Los vendedores ambulantes pasaban ofreciendo chucherías, mazorcas y choclos. Algunos padres deambulaban con sus hijos en hombros. Había pancartas en honor al visitante: “Juntas de Administración de Agua Potable y Riego da la Bienvenida”, “En 5 años 900 mil ecuatorianos dejaron de ser pobres”.

Al fondo, un DJ anuncia “una canción para Correa”:

Por millones de pruebas has
pasado
por el bien del país.
Tú eres nuestro amigo
y sin perder la fe
estamos contigo, Rafael.
Sabemos que la patria es de
todos,
y lo has dicho de muchos modos.
Estamos contigo, Rafael.

La canta un dúo plañidero. “Viva Rafael Correa. Viva”, remata en tono más triste que la pobreza andina. La gente de Amaguaña y sus alrededores aguarda bajo un toldo escuchando canciones de protesta enlatadas por una pequeña banda que es parte del show de Correa. De pronto se anuncia la caravana presidencial. Se ve al presidente asomado por el techo corredizo de una inmensa camioneta Toyota: chaqueta caqui, polo azul marino, lentes oscuros, facciones viriles, sonrisa dentífrica, brazo en alto saludando al pueblo que se asoma en los balcones. Al bajar se quita los lentes y pasa revista con sus ojos verdes. A dos metros de distancia proyecta una absoluta confianza en sí mismo.

La multitud lo asedia, y él corresponde: abraza, hace high five, besa niños en la frente. Disfruta pero no se derrite en la masa, en verdadero éxtasis, como sucedía con el Chávez de antaño. En el público, a mi lado, hay una niña que agita una banderita. La madre, una joven muy delgada de veintiséis años, permanece impertérrita. Viendo su actitud, le saco conversación. Viene de la parroquia Conocoto, una población aledaña, y trabaja en una plantación de rosas. Al rato le pregunto si está contenta de ver al presidente. “Estoy aquí porque en la guardería de mi hija nos dijeron que pasarían asistencia y si no estábamos nos pondrían una multa”.

Al fondo, la banda canta “Sólo le pido a Dios”, de León Gieco. Correa da los últimos apretones y abrazos. Cuando se acerca al tinglado, se oye: “Ella era una chica plástica de esas que van por ahí […]”. El presidente se entusiasma y toma el micrófono para unirse al coro. “Se ven las caras, se ven las caras, vaya, pero nunca el corazón. Recuerda que el plástico se derrite / si le da de lleno el sol”. Sube los escalones de la tarima con pasos enérgicos y mira el reloj. Saluda al cantante: “Gracias al maestro Milton Paredes y la Samoa Band. Nos quedan cuatro minutos”. Y pide que le pongan de nuevo la canción. Esta vez, él es la voz principal. El presidente es desafinado, se le van los gallos y pierde la letra, pero la está pasando rebién. “Diciendo a su hijo de cinco años: / ‘No juegues con niños de color extraño’. Viva Rubén Blades. Ecuatoriano: “nunca vendas tu destino por el oro ni la comodidad […] No te dejes confundir, busca el fondo y su razón. / Recuerda, se ven las caras, pero nunca el corazón”.

Las siguientes tres horas transcurren lentamente entre la rendición de cuentas, comentarios sobre la actualidad, planes de gobierno, lluvias intermitentes y, por supuesto, críticas a la prensa.

Mientras habla, Correa debe hacer malabares con tres temas calientes: las protestas indígenas por la minería a gran escala, los reclamos de la oposición política y el enfrentamiento con los medios. Tiene, además, que convencer al público de que sus proyectos desarrollistas son lo mejor para el futuro de Ecuador. Para hacer todo con efectividad juega a no sólo ser economista, sino también geólogo, geógrafo, historiador. Habla del bosque protector invitando a acampar en el Pasochoa. De ahí pasa a mencionar la restaurada hacienda Catahuango, a unos quince kilómetros al sur de Quito, que perteneció a Manuelita Sáenz —la famosa amante de El Libertador—, para luego desacreditar la marcha indígena que en ese momento se dirige a Quito para pedir la anulación de los contratos mineros firmados en flamante acto en el Salón Amarillo, días antes.

El presidente cree que una oportunidad de desarrollo está en juego. Pero el pueblo ecuatoriano está orgulloso de su biodiversidad y es consciente de que cualquier intervención masiva en su medio ambiente puede tener consecuencias ambientales y sociales desastrosas, como ya lo probaron las explotaciones petroleras en el sur del país. “Esto no es para el gobierno. Es para el futuro”, dice. En otro momento, da una vuelta de tuerca: “No podemos ser mendigos sentados en un trono de oro. Asumo la responsabilidad”.

Su propósito de conseguir nuevas fuentes de ingreso para financiar el desarrollo se ha visto torpedeado desde varios flancos, entre otros el de su antiguo ministro de Energía y Minas y ex presidente de la Asamblea Constituyente, Alberto Acosta, quien es considerado unánimemente el ideólogo de la Revolución Ciudadana. Al referirse a Acosta, Correa dispara adjetivos: “payaso” y “politiquero”.

Aunque el público está compuesto de doscientas o trescientas personas a lo sumo y quizá poco conectadas con el tema, él sabe que está siendo visto por muchísimas más. Los medios son un coliseo romano en el que se decide quien muere… y quien vive. Correa está en su arena como un gladiador esperando al próximo contrincante. “La burguesía cree que el folclor es negarle la oportunidad y el progreso a otras personas […] Decirle no a la minería, es decirle sí a la pobreza”. Luego ofrece ante las cámaras una presentación sobre cómo el impacto ambiental de la minería será reducido. Se muestra orgulloso de su capacidad explicativa y de su estilo tecnocrático de economista y Philosophy Doctor. “Seamos serios. Seamos técnicos”.

Entonces, exaltado, lanzó una arenga para entusiasmar a la masa. “A esta revolución no la detiene nada”. Ni siquiera, “una izquierda infantil, con plumas y ponchos, la izquierda corrupta”, dijo aludiendo a los indígenas y las organizaciones progresistas que están en su contra. Un grupo de asistentes lo interrumpe. “El pueblo unido jamás será vencido”. Es demasiado evidente que se trata de una coreografía enlatada. “Viva el presidente de la República. Reelección. Reelección”. La mayoría de los presentes ni siquiera se anima a aplaudir.

Pasa revista a otras muchas cosas. Pero, en realidad, los momentos estelares son los ataques a la prensa. Arremete con motivos o sin ellos, dedicándole varios minutos y a veces personalizando. “Sabemos lo que preparan los medios de comunicación […] Se trata de minorías poderosas que no representan a nadie”, clama. Luego se refiere, sin mencionarlos, a los dueños de El Universo: “Quienes heredaron una imprenta y la pusieron a nombre de una empresa fantasma en las Islas Caimán”.

Más adelante protesta burlonamente el titular de primera plana de ese día en El Universo: “Bajó la popularidad de Correa 8 puntos”. Con la esperanza de desacreditar a quienes dicen que su popularidad ha descendido, dio rápidas estocadas de economista contra la muestra estadística sobre la que se basaba la encuesta. Enseguida embistió contra la Sociedad Interamericana de Prensa señalando su complicidad con regímenes de facto en épocas anteriores y su actual conjura contra los progresistas.

Pero el plato fuerte del día era un titular desplegado del diario El Comercio, según el cual el Ejército advertía que el narcotráfico podía desbordarse. De acuerdo con el presidente, la noticia era una manipulación fuera de contexto, ya que lo que El Comercio llamaba “un alarmante informe sobre el crimen organizado” era en realidad el Reporte de Responsabilidad Social de las Fuerzas Armadas. Vociferando, decía que de las doscientas cincuenta páginas del informe, el diario había entresacado nueve líneas referidas al narcotráfico para presentarlas como una gran noticia. En un sentido técnico, sensu stricto, tenía razón. Pero usaba el argumento como una fórmula retórica típica: descalificar al mensajero para no tener que vérselas con el mensaje. En este caso, un tema que perturba no sólo a los medios, sino al común de los ecuatorianos.

EN EL MINISTERIO DE LA VERDAD
Al finalizar Enlace Ciudadano, me pidieron esperar a Fernando Alvarado, secretario de Comunicación del Gobierno, en su vehículo oficial. Cuando abrí la puerta de la Toyota Land Cruiser de 2011 y traté de cerrarla, casi me disloco el hombro. “Este carro tiene una tonelada de blindaje y es más seguro que la bóveda de un banco”, me dijo el chofer. Pensé que sólo ahora empezaba a entender el poder de Correa.
Al entrar al carro, Alvarado dijo que el equipo de trabajo estaba hambriento y que en vez de volver directamente pararíamos en algún comedero de la carretera.

Alvarado es un hombre de piel tostada y porte atlético y juvenil que ha mantenido gracias a rutinas de ejercicio y a las escapadas a la playa para revivir su pasado surfista. De manera oficial, es el encargado de llevar adelante la política de comunicación del gobierno. Pero según sus contrarios, ésa sería una sutileza definitoria para lo que en realidad es: el brazo ejecutor de la guerra sucia contra los medios y los periodistas. Por eso me sorprendió encontrar a alguien que mostraba un carácter sencillo, afable y expansivo.

Pese a la lluvia, el carro se desplazaba a gran velocidad por una carretera estrecha y sinuosa al borde de un desfiladero desde donde se divisaba la alongada Quito. Mientras los motociclistas del convoy abrían paso entre el tráfico, le pregunté por qué tanta escolta, y dijo que habían extremado las medidas a causa de los eventos del 30 de septiembre de 2010. Aquel día logró llegar a Ecuador TV escondido en una furgoneta y ordenó una cadena de televisión que enlazó a todos los canales del país por más de siete horas ininterrumpidas. “El propósito era que hablaran todos los que querían apoyar la democracia”.

Al llegar a la sede de la Secretaría Nacional de Comunicación, en el edificio de Medios Oficiales, Alvarado me dio un breve tour. El piso de la Secom está dividido en compartimientos dedicados a distintas actividades y medios. Aunque era sábado, todos trabajaban como en un día normal, pues debían reponer un feriado. Lo que más me llamó la atención fue el espacio de una pared en la que se alineaban uno tras otros diez televisores ultraplanos con los cuales un equipo de analistas monitoreaba las televisoras públicas y privadas. Unos metros más allá, una sección de análisis político. Todo el lugar tenía un ambiguo ambiente, a medio camino entre la bulliciosa redacción de un periódico y un ministerio público.

La Secom es el cerebro operativo de la plataforma mediática del gobierno, el lugar donde se desarrolla la estrategia para contrarrestar los medios privados que han sido identificados como blancos fijos o de oportunidad contra quienes dirigir la artillería de los medios públicos. Y aquí, la palabra artillería tiene un sentido literal. Desde que en 2008, cuando el gobierno tomara posesión de los dos canales de televisión que eran propiedad del Grupo Isaías, consorcio económico intervenido, los medios públicos no han dejado de expandirse. Hoy cuenta con varias televisoras de alcance nacional, estaciones de radio, periódicos, revistas y una agencia pública de noticias. Según el Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés), Correa ha usado esta amplia red no sólo para difundir su obra de gobierno, sino también para atacar, desprestigiar e intimidar a sus críticos.

Al final nos sentamos en su amplia oficina, donde las figuritas del Chavo del Ocho conviven con bustos del Che Guevara y camionetas miniatura (una Hummer y una ranchera) que atesora como nostalgias del surf. Sin rodeos, Alvarado me expuso su versión del enfrentamiento con los medios. “No se podía llevar adelante un proceso de cambios tan profundo, como el que Correa quería, sin la polarización”. Según él, hasta la llegada de la Revolución Ciudadana, Ecuador estaba controlado por una oligarquía servida de un pequeño grupo de medios con grandes audiencias. La relación entre ambos, según Alvarado, era “incestuosa”. Esos medios negociaban inmensos contratos como los de compañías telefónicas, papeles de la deuda e intereses petroleros. En resumen, para Alvarado, la cuestión es simple: los medios se habrían convertido en agentes políticos que usaban su poder para someter al gobierno. “Los medios, la partidocracia y los banqueros corruptos eran una misma banda”, sentenció sin dejar lugar a réplica.

“¿Cómo politizábamos al ciudadano común, haciéndolo participar en un cambio revolucionario en paz? ¿Cómo cambiabas tú esto, si no identificabas a un grupo como los interesados en mantener un statu quo de beneficios y privilegios que caracterizan su forma de vida versus los cambios profundos que teníamos que hacer y que sabíamos que los iba a afectar?”. Había que polarizar. Después, me diría que la política es un ring en el que hay que vencer al contrario. “Tienes que derrotarlo en sus aspiraciones, intereses y privilegios. Tienes que ubicar al contrario en la otra esquina. Allí está la polarización”.

La polarización fue una ambiciosa estrategia concertada y se mantendrá a largo plazo. Hace cuatro años y medio, el presidente le pidió que le presentara su visión de los medios en el país. Alvarado mostró un mapa mediático con la situación de los medios grandes y pequeños. Su colofón era que la información estaba secuestrada por los grandes medios. “¿Por qué secuestrada?”, le pregunté al ver que usaba un lenguaje al menos igual de beligerante que sus contrapartes en los medios privados. “Digamos que estaba en unas pocas manos, para no usar un lenguaje peyorativo”.

Sin embargo, la conclusión a la que llegó frente al presidente fue que esos medios no defendían la comunicación per se, sino sus negocios e influencia. Eran, dijo, como “una maleza que había que limpiar”. Y continuó: “Le dije al presidente que la maleza siempre está allí, y siempre iba estar, y que en consecuencia sólo tenía dos caminos: darle espacio y negociar con ellos, lo que implicaba dejar la maleza crecer, podándola sólo de vez en cuando […] El otro camino era sacarlos de la cancha”. Alvarado recuerda haberle dicho al presidente: “Pero para eso tiene que cortar la maleza y podarla todos los días porque no se va a morir. Luego tiene que sembrar flores y frutos, lo que significa fortalecer los medios regionales para que haya pluralismo. Si no lo hace, la maleza regresará y lo tapará”.

Correa respondió que él quería limpiar la maleza y sembrar el prado con flores, a lo que Alvarado replicó: “Usted sabe que siempre va a crecer y, al final, las cosas quedarán igual”. Correa dijo: “No creo que las cosas queden igual. Me voy por la jardinería constante. Al final, la sociedad va a discriminar mejor y los medios entenderán que no deben mentir”. Sólo atiné a preguntar qué buscaba en el fondo Correa. “La verdad: que no se mienta, que no se injurie, que no se deshonre”.

Alvarado me despidió con gran amabilidad y con la promesa de tramitar una entrevista con el presidente. Pero sus analogías me dejaron una impresión de ambigüedad. Era fácil entender el deseo de fomentar el pluralismo en los medios como parte de los altos objetivos de cambio social. Pero ¿no eran los métodos y el lenguaje de la cruzada del gobierno contra periodistas y medios una versión extrema de aquellos mismos problemas que se quería conjurar?, ¿cumplía el gobierno de Correa con lo que exigía a los otros?

EL GRAN HERMANO
Al día siguiente visité la Plaza de la Independencia y el Palacio Carondelet en el hermoso y pequeño centro colonial de Quito. No había concentraciones o protestas. Parecía un país sin mayores conflictos, pero en algunas paredes había grafitis, con las iniciales en rojo y el resto de las letras en negro, que recordaban lo contrario: “Complot / Internacional / Contra / Democracias / Humanistas”.

Aludían a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que, junto con la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Organización de Estados Americanos (OEA), ha alertado sobre la erosión de la libertad de prensa como una seria amenaza a la democracia en Ecuador. Durante el proceso de las demandas a El Universo y a los autores de El gran hermano, la CIDH realizó una serie de audiencias y emitió medidas de protección a favor de los gerentes de El Universo como Christian Zurita y Juan Carlos Calderón, autores del libro. La comunidad internacional, a través de la Comisión de Derechos Humanos (CDH), de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), también ha pedido al gobierno no criminalizar la libertad de expresión. Todo esto, a los ojos oficiales, significa una sola cosa: intromisión en los asuntos internos. Aun más: Correa ha puesto a la OEA y la CIDH en la lista de quienes complotan contra los gobiernos progresistas. En su coro participan Evo Morales y Hugo Chávez. Cristina Kirchner, quien también libra una guerra contra algunos medios privados, ha sido más cautelosa. Sería impopular atacar a la CIDH, uno de los mayores apoyos contra la Junta Militar en los años setenta y ochenta.

Al caer la tarde del domingo, me encontré con Zurita en un café. Quizá por algún reflejo condicionado buscamos una mesa casi oculta, donde nadie nos pudiera oír ni ver. Zurita llevaba dos años sumido en una ciénaga judicial y sabía que cuando el presidente lo ha declarado a uno su enemigo, ninguna discreción puede ser suficiente. Hasta apenas diez días antes de nuestro encuentro, cuando Correa lo perdonó, debía pagarle al presidente un millón de dólares, monto que le llevaría décadas de trabajo honesto ganar.

La historia de El gran hermano tiene ingredientes de un best seller de intrigas palaciegas. Fabricio, de cincuenta y dos años, hermano mayor de Correa y uno de sus lugartenientes durante la campaña presidencial de 2006, era un empresario medio cuando su hermano ganó las elecciones. De acuerdo con Zurita, estaba además quebrado. Pero tras breves meses de Correa en el gobierno, se había convertido en una fuerza económica emergente. Por medio de terceros, se vinculaba a jugosos contratos con el gobierno que iban desde infraestructura hasta minería. De acuerdo con Zurita, su súbito e ilícito enriquecimiento era un secreto a voces.

Calderón y Zurita comenzaron a investigarlo a principios de 2008, pero no fue sino hasta casi un año más tarde cuando, al tropezarse con una demanda contra Fabricio Correa y una empresa minera canadiense llamada Ivanhoe, encontraron el hilo para desenredar la madeja de los contratos públicos adjudicados discrecionalmente.

Lo que El gran hermano muestra es el funcionamiento de una red de amiguismo y nepotismo en las alturas del gobierno central de Ecuador. Esta red se las arregló para pagar y darse el vuelto mediante contrataciones opacas en las que participaban ministros, asesores y contratistas con vínculos familiares directos unos con otros, en abierta trasgresión de las leyes de contratación pública. En el caso de Fabricio, este esquema solía operar por medio de un holding de maletín, compuesto de distintas compañías contratistas, algunas radicadas en Panamá.

Cuando estalla el escándalo, el presidente hizo lo lógico: ordenó que se cancelaran los contratos, pidió una investigación y la creación de una veeduría para determinar la forma en que se realizaron y sus montos. El presidente dijo que no conocía las contrataciones de su hermano y que había ordenado a sus subalternos no hacer negocios con Fabricio. Mientras que la Fiscalía determinó que los contratos superaban los cien millones de dólares, la veeduría estableció que eran mayores a trescientos millones y que el presidente al menos estaba al tanto de que Fabricio contrataba con el Estado.

En una entrevista de varias horas de Calderón con Fabricio, éste afirmó que su hermano sí conocía sus manejos. Incluso dio detalles de conversaciones en las que ambos hablaron de un posible contrato para la distribución de un purificador de agua para el sector público. Zurita cuenta que cuando se planteó la adjudicación petrolera a Ivanhoe, “Correa metió la mano y dijo ‘denles'”. Apunta también que los Correa actuaron por doble vía: “Mientras el presidente les daba los contratos, Fabricio negociaba con las empresas”. La pregunta que la gente se hace es si los hermanos Correa fueron mutua y deliberadamente cómplices en el chanchullo. “Nosotros lo dejamos en evidencia en el libro. Lo que sucedió con Ivanhoe es lo más grave en hechos de corrupción que ha pasado en el país: una empresa sin experiencia, patrimonio o capacidad para enfrentar un proyecto así, le es adjudicado un contrato millonario bajo la promesa de convertir un crudo extrapesado en liviano con una tecnología que no ha sido ni siquiera probada”.

Cuando tiempo después hablé en Guayaquil con Fabricio Correa, desmintió gran parte de lo que dicen Calderón y Zurita. Le pregunté en particular sobre un contrato para venderle al gobierno un purificador de agua patentado por Fabricio Correa y del que supuestamente el presidente sabía. “Yo le pedí autorización a mi hermano para hacer un préstamo en la Corporación Financiera Nacional y él me dijo: ‘Así como no tienes que tener privilegios, tampoco tienes que tener desventajas. Si quieres haz el préstamo’. Pero luego como que reflexionó y me pidió que no lo comercializara. Y ahí tengo embodegados quinientos aparatejos de esos”. Casi sin pausa, añadió: “Lo que dice esta gente es mala fe. Y están bien demandados. Yo no los he demandado por no hacerlos víctimas”. Cuando le dije que ellos sostenían que sí lo había dicho, me preguntó: “¿Dónde está la grabación? Ellos dicen que la tienen y yo la quiero escuchar”. Pero la realidad es que la grabación original se encuentra en resguardo del diario El Expreso. Una copia consta como prueba del juicio, además de una transcripción total hecha por un perito designado por el juzgado.

La furia de Rafael Correa contra Calderón y Zurita tiene que ver con el daño que estas denuncias le pueden haber hecho no tanto a su gran popularidad como a su credibilidad. En el Enlace Ciudadano 125, Correa comentó haberse reunido con las autoridades de control para poner freno al favorecimiento en los contratos y estableció una norma jurídica para prohibir que familiares de funcionarios contraten con el Estado. Sin embargo, lo hizo a su manera: con abierta reticencia y en medio de una verdadera rabieta pública en la que machacaba con obstinación sus lemas de guerra: “Los periodista payasos y los medios porquería”.

Para Zurita, Correa ha manipulado el tema de la ley y los contratos para disminuir el impacto de la investigación periodística y poder controlar mejor cualquier problema detrás del escenario. Le pedí que me comentara las razones de los improperios contra la prensa. “Es una estrategia dura —me dijo—. La prensa es la presa fácil. Todos los días comete errores, lo que es explotado por el gobierno de modo publicitario de acuerdo con sus necesidades”.

BIPOLAR
Aunque en Ecuador hay problemas más graves que el que se hable mal del gobierno, ninguno parece dolerle más al presidente.

Tan es así que muchos periódicos habían dado ese domingo 10 de marzo un lugar destacado al comunicado de la Asociación Ecuatoriana de Editores de Periódico (AEDEP), cuyos miembros llamaban al gobierno a una tregua en la guerra mediática para atender el sufrimiento y la angustia de millones de ecuatorianos y concentrar energías en el combate contra el crimen organizado, el narcotráfico y el sicariato. “Hay momentos en que, por la trascendencia de lo que está en juego, debemos saber separar la paja del trigo —y continuaba—, ¿se puede decir, ante esta realidad —heredada en buena medida por el gobierno del presidente Rafael Correa— que los medios de comunicación son el peor mal para el Ecuador, como sostiene la propaganda oficial?, ¿puede el gobierno seguir manteniendo tamaño desatino ante las evidencias?”.

El director ejecutivo de la AEDEP es Diego Cornejo, un periodista veterano, novelista y pintor, en sus sesenta y pico, flaco y con una cabellera cenicienta peinada a golpes de viento. Lleva sobre sus hombros lo que él llama “la posición de resistencia de la prensa”. Lo vi en una oficina desangelada del World Trade Center de Quito. Cornejo habla con una marcada ronquera, pero sus juicios son firmes y, con frecuencia, tajantes. Quise saber por qué, a su juicio, Correa estaba enfrascado en la guerra mediática. Sin pensarlo mucho, despachó que el presidente estaba obsesionado con los medios y que esto obedecía a una condición patológica. “¿Cuál?”, inquirí. “Aunque no soy psiquiatra, creo que si hablas con un psiquiatra probablemente te pueda hacer un perfil del presidente como una personalidad bipolar”.

Había escuchado especulaciones semejantes de la oposición venezolana atribuyendo la sed de poder y el autoritarismo de Hugo Chávez a supuestos trastornos de personalidad. Sin embargo, nunca me parecieron suficiente para entender la guerra mediática y su íntima conexión con el poder. “¿No impide ese tipo de juicios ver más allá de Correa para entender qué sucede en el fondo?”, pregunté. “Se conjugan una obsesión personal con un interés de su proyecto político que, de cualquier modo, él personaliza muy profundamente, porque aquí de manera evidente hay un proyecto político que gira en torno a su personalidad. Como él mismo ha dicho, los juicios contra El Universo, Palacio y los autores de El gran hermano fueron una decisión que él le impuso a su grupo y su partido, corriendo todo el costo político que eso podía conllevar. Quería darle una lección a los payasos y los dueños del circo o a los sicarios de tinta, como él llama a los periodistas críticos. Así que su personalidad impone políticas y ritmos. No puedo asegurar que imponga procedimientos porque en los juicios los hay viciados y escandalosos, como no permitir a los autores de El gran hermano la presentación de más de veinte pruebas. O admitir como prueba de un supuesto ‘daño espiritual’ la propia declaración del presidente alegando sentirse lastimado espiritualmente”.

Para Cornejo, los veredictos condenatorios representan un antes y un después en la dinámica de la prensa y la opinión pública de Ecuador. En su parecer, el problema de fondo es la falta de independencia de la justicia y los atropellos a la ley. “La gran pedagogía que deja el proceso es que el presidente no pudo probar que hay corrupción en la prensa, más allá de los delitos que puede haber en cualquier prensa y que él pretende que sean castigados penalmente y no civilmente. Y el aprendizaje que ha sacado el país es que los jueces dependen de manera peligrosa del presidente de la República”.

Ahora, sin embargo, pese al perdón, ha quedado activado un mecanismo de control e intimidación que no será fácil desactivar. Por ejemplo, Zurita y su esposa han recibido tuits y llamadas anónimas intimidándolos. Cornejo mismo ha sido víctima de la guerra sucia. Meses atrás, por medio de una intensa campaña de video —pasquines transmitidos en cadena nacional—, se le asoció con Gustavo Lemus, torturador del régimen de León Febres-Cordero.

Cornejo declaró no haber conocido nunca a Lemus, excepto por un breve intercambio en la Corte Interamericana de Derechos Humanos a fines del año pasado. “Presumo que fui víctima de una trampa para reescribir mi biografía”. Su esposa también ha recibido amenazas y ha sido desprestigiada de forma pública por poner en circulación en internet correos contra Correa.

Para Cornejo todos los puentes entre los medios privados y el gobierno han sido volados. Eso entraña gran peligro, pues la prensa ha quedado desautorizada y desprotegida judicialmente. En cualquier momento, periodistas y editores pueden ser enjuiciados o atacados desde alguno de los varios frentes en su contra. Pero más allá de los juicios hay razones sociales para estar preocupados por una prensa intimidada. Cornejo menciona la espiral de violencia que se vive en las provincias de Manta y Guayaquil, donde a diario hay cinco o seis muertos por el sicariato, la delincuencia común y el crimen político. Cita el caso de El Diario, de Manabí, que ha denunciado el narcotráfico local y que a cambio recibe amenazas y bombas. El gobierno ha hecho poco para llevar a los responsables ante la ley. “Por otro lado, si un medio recoge una información que viene de Italia sobre el contrabando de cocaína en la valija diplomática, el canciller Ricardo Patiño dice que se ha iniciado un linchamiento moral. Todo se reduce a calificar a los medios de golpistas. ¿Cómo no informar sobre eso? Es impensable que en tres meses, el gobierno no haya establecido quién puso la cocaína en la valija. ¡Hay que informar!”.

¿Y qué hay de los medios públicos? Es decir, ¿qué posición tienen frente a la guerra mediática?

Orlando Pérez, director del periódico oficial El Telégrafo, piensa que el conflicto entre los medios privados y el gobierno se ha salido completamente de curso. En su opinión, el juicio de Correa contra Palacio y El Universo pudo haberse resuelto sin ni siquiera haberse planteado, si Palacio reconocía que había sido un error decir que el presidente había ordenado matar inocentes. “Una acusación así es muy fuerte y no se puede presentar sin sustanciarla en todos sus elementos. Palacio le dio un valor político a su comentario, y no ayudó a esclarecer lo que realmente pasó. A la larga, eso nos metió en una situación insoportable para todos. Si él hubiera tenido las pruebas, no hubiera pasado lo que pasó. El presidente, por su condición y su forma de ser, tomó eso como un reto político clave. En el juicio se levantaron banderas políticas y se comenzó a hablar de la libertad de expresión, dejando de lado el problema de origen. Allí se trastocó todo. Y la demanda económica introdujo una nueva distorsión. El dinero fue un elemento corrosivo en la discusión, porque se habló de honor, algo que supuestamente no tiene precio, pero cuando tocaron el bolsillo, la gente chilló”.

Pérez es una de las contadas voces que escuché asumir los errores de su bando político y oponerse de forma abierta a iniciativas de Correa, como el temido Código de la Democracia —normativa que en dos platos obligará taxativamente a los medios a una información política igualitaria en época de elecciones.

Para gran sorpresa mía, Pérez estaba de acuerdo con la propuesta de tregua de la AEDEP. ¿Hay voluntad política para acabar con la guerra mediática? “El gobierno se ha caracterizado por ser reactivo, de modo que si no se ve obligado a reaccionar, bajará la guardia. De hecho puedes comprobar que cuando Correa es menos atacado durante la semana, se dedica más a los problemas del país”, me dijo Pérez.

En su entrevista, Cornejo me había hecho un comentario sobre los problemas de corrupción y violencia que parecían una respuesta a Pérez: “Cuando la prensa hace preguntas incómodas, se dice que hacemos proselitismo político. ¿Cómo manejar una agenda informativa así sin ser críticos?”.

ENTRE PODERES Y EGOS
A fines de abril volví a Quito para entrevistar al presidente Correa. No hace falta decir que muchas cosas permanecían igual, como si estuvieran dominadas por una órbita fija. Pero otras habían evolucionado de manera favorable. En particular, la situación de los autores de El gran hermano. Hasta el 17 de abril, el perdón, presentado como una condonación de la deuda, había quedado como un cabo suelto, pues no se podía condonar una deuda que no había sido sancionada con una sentencia firme. Parecía que todo iba a comenzar otra vez. Pero los abogados de Correa emitieron un documento en el que se comprendía el perdón, “como el desistimiento y archivo de la causa”. Así me lo contó Christian Zurita, quien se veía genuinamente aliviado por no deberle un millón de dólares al presidente. A sus ojos, sin embargo, la historia no concluiría antes de resolver un nuevo y escandaloso giro, todavía sin solución.

Ese giro es éste: la ex juez Mónica Encalada, que conoció el expediente del caso en la primera instancia del proceso y ya había denunciado presiones para que inclinara la balanza a favor del presidente, había consignado en la Fiscalía un video en el que aparece Juan Paredes, juez que sentenció a favor de Correa, alegando que Gutemberg Vera, abogado del presidente, lo había sobornado con promesas. Antes, la defensa de Paredes había negado la reunión con Encalada y la existencia del video. Pero el video sí existe. Y en él, Paredes mide sus palabras y trata de callarse ante las preguntas y fintas de Encalada. Sin embargo, al hablar deja entrever que Vera le había entregado redactada la sentencia contra Palacio, El Universo y sus directivos. Admite también que la multa preestablecida era de sesenta millones de dólares, pero que él la había bajado a cuarenta millones. La defensa se quedaría con 5% de la multa. Con pesadumbre, Paredes expresó estar en “un río” en el que no podía devolverse, y se mostró receloso de no haber recibido aún la promoción ofrecida por el leguleyo del presidente.

De modo que llegué a Quito con la mente hecha un mar de preguntas y la necesidad de escoger sólo unas pocas para hacerle al presidente Correa durante nuestra entrevista en pocas horas. Esa noche, sin embargo, un correo electrónico me avisó que la entrevista se había pospuesto del lunes 30 de abril al viernes 4 de mayo.

La mañana del 4 de mayo, día de mi entrevista con Correa, desperté muy temprano. Con los ojos fijos en el techo, me mantuve absorto pensando en que la verdad de lo sucedido, tanto con los contratos como el 30 de septiembre —y tal vez con otros conflictos recientes en el país—, había quedado atrapada en un ovillo de versiones, casi imposible de desenredar: un laberinto en el que sólo los poderosos se mueven con habilidad. Pero no los periodistas. En una realidad polarizada, no hay transparencia. Los periodistas que intentan servir de información a la opinión pública se ven también atrapados en el fuego cruzado entre poderes y egos, mayores o menores, pero que comparten en común la determinación encarnizada de no someterse a ninguna autoridad o institución que los controle. Por lo mismo, la reacción más normal ante la investigación periodística es hacerla blanco de descalificaciones. Lo menos costoso para esos egos y poderes es atacar a los informadores. Los meten gustosos a todos en el mismo saco: mentirosos, corruptos. Y tratan de acallarlos, máxime cuando lo que está en juego es la supremacía sobre la realidad. La más mínima pérdida de control los pone paranoicos, pues creen que debilita sus posiciones frente al pueblo. Y, por supuesto, esto no excluye tampoco a algunos medios privados. Es sólo una guerra sin tregua en la que no hay lugar para nada parecido al bien común.

Tal vez por tener en la mente estos pensamientos, horas después, aquella misma mañana, me dirigía al Palacio Carondelet con cierta aprensión. No quería hablar con Rafael Correa sólo como el portavoz de una versión oficial. Mi propósito era llegarle al hombre sensible, al líder político y al estadista con el objeto de escribir una semblanza. Pero también debía escrutar los motivos de su bronca con la prensa y su ataque sistemático contra algunos medios.

¡NO SEAMOS INGENUOS!
En el salón Protocolar de Carondelet, un cuarto de altos techos de madera y muebles Luis XVI, los ordenanzas por fin anunciaron la llegada del presidente. Correa saludó con un fuerte apretón de manos. Poco después estábamos sentados uno frente al otro. El presidente es un interlocutor muy rápido y agudo, que responde sin titubeos, casi siempre yendo al grano del tema, y es muy cuidadoso de hacerse entender, aun cuando prefiere hablar en un plural mayestático que por momentos hace confundir los sujetos. Puesto que había mucho que abarcar, dejé el tema de los medios para el final.

—Hace cuatro años y medio, el ministro Fernando Alvarado le hizo una presentación sobre el estado de los medios privados en Ecuador. Una de las conclusiones es que debía “podar la maleza”, es decir, mantener los medios bajo control. ¿Qué más puede comentarme?
—Llegué al gobierno sin mucha antipatía hacia los medios, pero la estrategia de los medios es deslegitimar a todos, para ser ellos la única referencia. Así se han mantenido en el poder y han sido los árbitros del bien y el mal. Los negocios de medios no son tan rentables en sí mismos, pero dan poder. Y con poder han extorsionado a gobiernos, han mantenido otros negocios. Se les ha hecho concesiones, han gozado de exoneración de impuestos para el papel periódico —lo que sólo tenían las medicinas y los insumos agrícolas—. Unos privilegios horrorosos. Los presidentes tenían que iniciar su gobierno almorzando con los dueños y los directores de los periódicos. Sus familiares tenían que ser embajadores. Este presidente no hizo nada de eso. Rompió los esquemas.

Correa siguió hablando: “Estábamos en esta lucha por crear una nueva Asamblea Constituyente, y la asamblea, ilegalmente, no quería dejar pasar la nueva asamblea que había sido aprobada por voto popular y tenía que decidir en Consejo Nacional Electoral. Estábamos en tremenda lucha. Los unos por hacer cumplir la voluntad popular y los otros por mantener sus privilegios”.

El presidente comenzó a subir la voz y a elevar su nivel de histrionismo para parodiar a los barones ecuatorianos de la prensa. “Y saca un comunicado la AEDEP con su estrategia de siempre: diciendo que llama a las partes a calmarse, para buscar el bien común. Es decir, ponían a todo el mundo en la misma canasta: quienes defendían la voluntad popular y quienes defendían sus corruptos privilegios. Nos reunimos con el buró político y dijimos: ‘Si dejamos pasar esto, nos dominarán todo el gobierno’. Porque ésa es la estrategia: colocarnos a todos en la misma canasta, todos grises, para ser ellos la única referencia. Así que tenemos que enfrentarlos con toda energía y decirles verdaderamente lo que son. Al día siguiente vinieron aquí unos estudiantes y les dijimos: ‘Éstos son unos corruptos, señores’. Ellos saben bien que nosotros estamos dando la vida por cumplir con la voluntad popular y, para mantenerse como la referencia y deslegitimar a todos los que no sean ellos, nos ponen al igual que el resto. Y ahí iniciamos una lucha…”.

En este punto, el presidente Correa pronunció una de las fórmulas favoritas de cualquier líder: “No nos equivocamos. Porque créame que antes un gobierno no aguantaba dos periodicazos de El Universo. Nosotros hemos aguantado doscientos de todos los periódicos juntos, y los que han perdido credibilidad son ellos. Por supuesto es una lucha desgastante, durísima. Cada mañana nos levantamos pensando ‘¿hoy cuál será la gran mentira que habrán inventado los medios?’. Los sesgos son terribles. Acabo de inaugurar el puente más moderno de Ecuador, en la Amazonia, donde antes había sólo puentes de madera. ¡Vaya, vea qué periódico lo sacó en primera página, y eso que es un acontecimiento histórico! Todo es un sesgo, una manipulación descarada. Pero ha valido la pena porque, si no, hoy no estuviéramos aquí”.

La contundente introducción me hizo ver que en la visión del presidente no había espacio para ninguna clase de armisticio con los medios. Sin embargo, aludí a los juicios recientes.

—”Perdón sin olvido”, dijo usted. ¿A qué se refiere?, ¿cree usted que viene un nuevo momento a partir del perdón?
—Oiga, yo puedo perdonar en mi corazón, pero no me pida que tenga alzhéimer. Y peor a nivel social, porque eso es condenarnos a ser víctimas de los mismos victimarios. No hay que ser tontos, pues. Se perdonó porque nunca busqué la condena. Siempre les dije: si ustedes reconocen su error, todo el proceso legal para, etcétera. Pero no lo quisieron hacer, de soberbios. Los vencimos en tres instancias, demostramos que son unos calumniadores. A mí no me interesaba recibir veinte centavos ni mandar preso a nadie, se les perdonó. Pero no olvidemos para no condenarnos a repetir los mismos errores. No seamos torpes.

—¿Cree usted que ese momento abre un compás para una relación más distendida?
—No. La pugna con los medios de comunicación continuará hasta el último día de mi gobierno. Y he aprendido tanto de esto, de este poder, de su corruptela, de sus contactos, incluso internacionales, de su capacidad de manipulación. Resulta que ahora se atenta contra los derechos humanos de los dueños de los periódicos. Resulta que se persigue a los periodistas y no que los periodistas persiguen a los políticos honestos. Cuando ellos dicen cualquier cosa es libertad de expresión. Cuando usted les responde es un atentado contra la libertad de expresión. Se quejan de que tienen hijos. ¿Uno, acaso, no tiene hijos?, ¿me explico?

El presidente hacía gala de sus reconocidas dotes de argumentador y también de su famosa vehemencia, pues a estas alturas su discurso había pasado de un tono analítico a otro exaltado. “Es una vanidad, un egocentrismo y una mentalidad de que ellos son lo único que importa en el mundo. Esta lucha creo que va a ser por el resto de mi vida, porque cuando salga de la Presidencia quiero estudiar mucho más el problema del poder. Y la contradicción que hay en que un grupo privado esté proveyendo ‘derechos’, porque si fueran corbatas no me preocuparía así fueran monopolios o fueran mediocres. Pero, ¡que provean derechos! Imagínese usted lo que sería la administración de justicia provista por agentes privados. Sería terrible”.

Mientras lo oía asentía con la cabeza porque lo que decía era razonable. Pero al mismo tiempo pensaba en lo que pasa cuando un dirigente y su grupo dictan de manera unilateral las directrices de la comunicación y las ponen al servicio de un proyecto político. Poco a poco, la opinión pública se vuelve un campo de barricadas en una batalla sin fin. Lo he visto suceder en Venezuela, donde los medios privados han sido censurados de muchas formas, y la plataforma de medios públicos gira en torno a Chávez y el combate de sus adversarios. Nunca el resultado va a favor del ciudadano ni es otro que la miseria propagandística. Invariablemente la sociedad termina dividida y debilitada.

El tema no concluiría ahí, sino por la tarde, tras reanudar la entrevista después de una pausa de dos horas. Sin embargo, en aquel momento debía abrirle paso a la pregunta más difícil del encuentro.

—La juez Mónica Encalada, quien estuvo primero a cargo del caso de Correa contra El Universo, presentó un video en el que incrimina a sus abogados en una sentencia arreglada. Usted ha ofrecido todas las garantías para que esa denuncia sea procesada y al mismo tiempo ha dicho que los involucrados ya sabrán defenderse. ¿Cree usted posible haber sido víctima de una maniobra de sus abogados, hecha a sus espaldas para ganar el juicio?, ¿hay para usted la posibilidad, así sea remota, de que esto haya sucedido o lo considera imposible?
—No creo. Que se investigue lo que quieran. Creo en verdad [en referencia a la denuncia de Encalada] que es una patraña mal elaborada. ¿Usted vio el video?
—Sí.

—¿Usted leyó la transcripción del video?
—Parte de la transcripción.
—Bueno, lo que le conviene a los medios, pues, sintetizándolo todo.
—Vi el video y le puedo decir mi opinión: el juez reconoce que fue una sentencia arreglada por sus abogados.

—¿En qué parte lo reconoce?
—Dice que él recibió el pen drive.
—El pen drive que se pasaban de juez a juez. Ese juicio lo tuvieron seis o siete jueces. Que es lo que siempre he manifestado.

—Mi impresión, presidente, es que sí hubo un arreglo.
—Respeto mucho su impresión, pero yo también lo he visto —el mandatario sube notablemente la voz—. Lo que hay es una patraña hecha de muy mala fe, porque eso no fue filmado con un celular, sino con una cámara especial, enviada por el abogado. Un abogado que ni siquiera es el abogado de El Universo, sino un abogado pillo que tiene el diario El Universo, que nos odia, ¿no?, que manipula a esta señora (ojalá sea sólo una manipulación y no haya dinero de por medio) que envían para tenderle una trampa a ese juez (pronuncia por lo menos doce veces el nombre del abogado Gutemberg Vera, trata de inducirlo a decir [al juez] que le han bajado la sentencia y nunca lo reconoce).

—Pero [el juez] dice haber bajado la sentencia de sesenta a cuarenta millones de dólares.
—No. Se equivocó —ahora acalorado—. Mis abogados querían ochenta millones. ¿Pero dónde dice que le enviaron la sentencia? Por el contrario. ¿Te has reunido con Gutemberg? No. ¿Has visto a Gutemberg? No. El otro día me lo encontré almorzando. Mire, validez jurídica, eso no tiene ninguna. Ese proceso comenzó con un disco duro robado. Con un “experto” que manipuló ese mismo disco duro y que fue contratado por los propios acusadores. Su testigo principal, la juez Encalada, fue acusada de prevaricato por los propios abogados de El Universo, quienes en audiencia le dijeron de corrupta para arriba. Sorpresivamente, unos meses después cambia toda su posición para acusar a mis abogados, cuando ella era la acusada de El Universo y por un video absolutamente ilegal, que no demuestra absolutamente nada. Pero insisto, que sigan investigando lo que les dé la gana. Yo no tengo ningún problema.

—Le pregunto, finalmente, ¿qué pasa si se demuestra que hubo algún tipo de arreglo incluso a sus espaldas?
—Bueno, que se investigue y se sancione a quien se tenga que sancionar. Pero eso no desmerece la sentencia ratificada en tres instancias. Y lo que dice el juez Paredes es: “Yo hice la sentencia. Yo la hice”. Eso es lo que dice ese video.

Así concluyó la entrevista. O eso parecía. Correa fue al baño y al regresar me dijo: “Y Boris, usted está equivocado. Ya lo verá”. A pesar de la rotunda admonición, minutos después, durante la sesión de fotos, se mostró gentil, y sugirió seguir conversando después de almorzar con su hijo Miguel.

Cuando nos volvimos a ver, estaba encantador, y la vehemencia se había convertido en pasión argumentativa. Repasamos la visión de la comunicación que expuso en su sonado discurso de la Universidad de Columbia. “Es gracioso: nunca he visto tantas contradicciones como cuando se quiere defender la libertad de expresión. Cuando a uno le dicen cualquier cosa los periodistas es libertad de expresión, cuando uno responde es atentado contra la libertad de expresión. En todo caso, yo creo que la comunicación es un derecho humano. Es un concepto mucho más amplio que la simple información. Tenemos derecho a recibir información veraz, transparente, honesta, objetiva. Ése es fundamentalmente el rol de los medios de comunicación. Pero la comunicación social es algo más. Es transmitir ideas, interactuar, es expresar libremente mi pensamiento. Y todo el mundo tiene el derecho de hacerlo. Pero tiene también el deber de responsabilizarse de lo que dice, de lo que hace. Y eso es lo que quiere obstaculizar cierta prensa corrupta, que en vez de libertad de expresión quiere tener libertad de extorsión. O irresponsabilidad de expresión. Eso ya no es libertad y sería terrible para la sociedad y para la propia democracia. La libertad de expresión no es patrimonio de unos negocios dedicados a la comunicación. Aquí seis familias nos manejan los medios nacionales. Lo que sabemos o lo que dejamos de saber depende de la voluntad de esas familias. Y no nos engañemos, desde que se inventó la imprenta, la libertad de prensa es la voluntad del dueño de la imprenta. Esto puede ser mitigado con ética y profesionalismo, pero esos elementos son justamente lo que más brilla por su ausencia en realidades como la ecuatoriana”.

Haciendo gala de su elocuencia pedagógica, explicó cómo los medios de comunicación masivos habían cambiado el mundo contemporáneo por medio de la difusión de valores. De ahí proviene su gran poder. “Ese poder que puede ser tan benigno, también puede hacer mucho mal”. Recordó que Benedicto XVI alertaba sobre el problema de que prive el lucro sobre el derecho a estar comunicado. Y concluyó: “Cuando haya conflicto entre el bien común y el lucro, por definición van a optar por lo segundo”.

—Pero lo opuesto también es válido. Cuando hay un Estado que controla los medios termina favoreciéndose a sí mismo y no al bien común —le respondí.
—Y yo estoy totalmente de acuerdo. ¿Quién ha dicho lo contrario? Me alegro que usted argumente, porque muchos no argumentan y sólo por presentarle la reflexión que les he presentado dicen que es un ataque a la libertad de expresión. Me recuerda eso a la época de la Colonia, donde, para mantenernos colonizados, se decía que criticar al rey era criticar a Dios. Acá criticar esos negocios, vulgares negocios dedicados a la comunicación, es criticar la libertad de expresión.

Más adelante, razonó: “El poder mediático, generalmente en América Latina, ha superado al poder político, lo ha condicionado y sometido. Y los políticos que no nos sometemos a ese poder, somos perseguidos e injuriados. La persecución viene del otro lado. Para qué se engañan”.

Correa siente que los medios y los periodistas no sólo lo han calumniado a él, sino que han satanizado al Estado y la política. De acuerdo con la idea que tiene de la comunicación social, los medios privados y los periodistas deben ser combatidos en la arena pública y también controlados mediante regulaciones estatales. Sin embargo, no parece considerar el costo tremendo que para una sociedad es tener medios y periodistas amordazados por el temor a las represalias del poder.

—No siempre desde el Estado, he ahí el problema —repliqué.
—¿Es que quién más?
—Los medios podrían colaborar con el Estado a crear instancias de supervisión y control independientes.
—Primero veo no al burro volando, sino a la manada volando —dijo el presidente—. No se engañe, por favor. ¡Autorregulación!

A estas alturas, el diálogo era tenso como una cuerda de violín.
—Usted me mencionaba el rol del periodista —dijo—. Como profesión, maravilloso, lo que más necesitamos es buenos periodistas. El mayor peligro para la libertad de expresión, mi querido Boris, no son los políticos diabólicos, no es el presidente Correa. Son los malos periodistas que disfrazados detrás de un micrófono o con un tintero cobardemente hacen política con mala fe y defienden intereses privados. Eso no es legítimo. Eso hay que discutirlo. Aquí se ha llegado a defender hasta las mentiras más atroces: acusarme a mí de haber ordenado desde un hospital disparar sin previo aviso contra una multitud desarmada. Eso se dice en nombre de la libertad de expresión. Se defienden hasta mentiras. ¿En qué mundo estamos? ¡Por Dios!

Con esta invocación inapelable selló el tema de los medios. Durante unos minutos hablamos a gusto de otras cosas. Cuando el encuentro tocó su fin, el presidente se despidió dedicándome su libro Ecuador: de Banana Republic a la No República. Un instante después estaba concentrado en sus tareas.

Rumbo al aeropuerto recordé que, al conocer a Chávez, Gabriel García Márquez había quedado con el estremecimiento de haber estado con dos hombres opuestos. A mí también me asaltó la sensación de que acababa de conocer a un hombre de convicciones y pasiones tan intensas como antagónicas. Uno era el líder nacionalista y carismático que asumía con decisión el gran ideal de sacar adelante a su país contra viento y marea, pero en democracia. Otro, un político frío, astuto y pragmático, tentado por las mieles del poder absoluto a convertirse en el árbitro supremo de los destinos de sus compatriotas. Cualquiera de los dos que termine por imponerse le imprimirá su nombre a la historia ecuatoriana, para bien o para mal.

POSDATA (15-6-2012)
Aunque usted no lo crea: ¡el honor, el honor!

Hacía ya casi dos semanas que había enviado la nota de más arriba cuando Correa, en persona, hincó sus dientes otra vez contra la prensa. En una intervención televisada el 12 de junio emitió uno de esos juicios, tan suyos, que en partes suenan muy lógicos y agudos, pero que en conjunto carecen de coherencia, y siempre parecen sospechosos de una intolerancia personal al escrutinio que no tiene nada que ver con el “mandato soberano” en que supuestamente se basan. En resumen, llamó a boicotear la prensa privada —”corrupta” y “mercantilista”— recomendando a los lectores no comprar periódicos ni ver noticieros televisivos para no llenar los bolsillos de los mercaderes de la comunicación. A la vez llamó al gabinete y funcionarios de gobierno a no ofrecerles información. Dicho y hecho: al día siguiente, el ministro Fernando Alvarado anunció que los “medios privados y mercantilistas, que han sido una barrera al desarrollo y cambio profundo del país, no van a ser alimentados con versiones de funcionarios de este gobierno”. Siendo así, se trataría nada menos que de una censura previa oficializada en directa violación ya no de acuerdos internacionales, sino del artículo 18 de la Constitución de la República de Ecuador de 2008. Como suele suceder, detrás de los aleteos inquisidores del gobierno ecuatoriano hay denuncias de corrupción formuladas por El Universo y que apuntan por lo menos a tráfico de influencias por medio del propio ministro Fernando Alvarado y su entorno familiar. De forma predecible, en su defensa, Alvarado invocó no la verdad y los hechos, sino el honor familiar zaherido. El boicot ordenado por Correa es un mal argumento basado en un manojo de medias verdades. Los medios pueden necesitar regulaciones, pero no es verdad que impidiéndoles hacer su trabajo se garantice una mejor prensa. Lo que sí se garantiza es la mediocridad de una plataforma de medios oficialistas sumisa y obediente a las líneas del amo del gobierno. Y también garantiza una ciudadanía más desinformada. Es posible que la pretención de silenciar a la prensa se alcance por medio de campañas hechas de medias verdades que repetidas mil veces pueden llegar a ser creídas. Y ése es el interés de fondo, porque los poderosos saben que, como dijo Monsiváis, “a un sistema lo renuevan y reactivan las conductas de quienes no lo creen amenazado y lo protegen con su ingenuidad”. ¡Se ha visto tantas veces! Lo que nunca podrán lograr es que la repetición de esas medias verdades se convierta en “la verdad”. Y la verdad es que, pese a lo imperfecta que sea, sin una prensa crítica y libre no hay democracia.  //

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