Lucrecia Martel: El ojo extraterrestre

El ojo extraterrestre

Mónica Yemayel
Fotografía de Félix Busso


La cineasta argentina Lucrecia Martel ha encontrado en el cine, una forma de cuestionar la realidad. En entrevista, la directora habla sobre su cine y su búsqueda constante por romper las reglas.

Tiempo de lectura: 29 minutos

Es una de las directoras latinoamericanas más prestigiosas de su generación. Se dio a conocer con La Ciénaga, en 2001, una película que fue aclamada por la crítica en todo el mundo. A través de su trabajo en el cine, ha capturado su  manera de cuestionar la realidad. Su más reciente película, Zama, está basada en la novela del escritor Antonio Di Benedetto. La cinta es protagonizada por el mexicano Daniel Giménez Cacho. El rodaje, además de tomarle años, estuvo repleto de dificultades épicas. Martel es una artista que no se conforma y que busca romper las reglas establecidas en cada una de sus películas.

“Soy ama de casa.
Y hago algunas películas.
No soy cinéfila. No sé nada de cine.
Nací en 1966, a mil quinientos kilómetros de Buenos Aires.
En Salta, noroeste argentino.
A los 19 años me fui.
Empecé a hacer cine por confusión.
Observando a mi alrededor.
Todo estaba ahí. En mi familia.
No creerme una celebridad es fácil.
El mundo que me importa está en Salta.
Y en Salta no me dan bola.
Para mi familia es lo mismo hacer cine que criar chanchos.
Creo que Zama sí les gustó.
Tuve cáncer. Algunos me decían: ‘¡Fue por Zama!’.
Por el esfuerzo extremo.
¡Pero si yo estaba feliz! Estaba filmando de nuevo.
En ese estado terminé la película. Así llegué al final.
Pienso volver a Salta. Construir mi casa en el monte.
La vejez tiene bastante de periferia, ¿no?
Y yo quiero aprovecharme de eso.”
Extractos de las conversaciones con la cineasta argentina Lucrecia Martel durante el verano austral de 2018.

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El viaje a la ciudad norteña de Salta en ómnibus desde Buenos Aires toma un día entero. Se fundó en 1582 y en sus tierras perduran, como en ninguna otra parte del país, la arquitectura colonial española y el patrimonio precolombino. Las lluvias de este verano fueron torrenciales y los cerros que rodean la ciudad están verdes como hace años no se veía.

—Pasá, pasá, Pichona, hoy tengo uno de esos días… —dice la madre de Lucrecia Martel—. Hay una nuera que tiene unos perritos peludos que, cuando los dejan solos, los más fuertes se comen al más débil. Y yo me puse a pensar en que mi jauría me está queriendo echar de este mundo… Esperá que apago la radio.

Cae la tarde. Es marzo, ya no hace tanto calor y la humedad se soporta.

—¿Ves aquel? —dice señalando el Cerro de la Virgen a través de la ventana de su cocina—. Es donde se aparece la Virgen.

Los habitantes la vieron por primera vez en 1990 y en 2001 construyeron en la cima una capilla en su honor. Ese año, Lucrecia Martel estrenó su ópera prima que lleva el nombre de un pueblito cercano, La Ciénaga. En la cinta, una familia numerosa pasa el verano en una finca; la madre tiene un accidente al borde de la piscina, se corta el pecho con los vidrios de su copa de vino rota, y una prima llega con su familia —también numerosa— para ayudarla mientras se recupera. Una de las hijas de la mujer accidentada es una adolescente de mirada extrañada dispuesta a ver lo que los otros no y a meter el dedo en la llaga. Se llama Momi. En una escena, mientras está tumbada en la cama con la mucama —una chica de rasgos indígenas de la que parece estar enamorada—, en la televisión se transmite un reportaje a los vecinos que han visto a la Virgen. Pero como ocurrirá siempre en el cine de Lucrecia Martel, la escena se desentiende de los hechos —tal y como fueron contados antes— para proponer otra versión de la realidad: en lugar de aparecer en el cerro, la Virgen de la película aparece arriba del techo de una casa humilde, cerca del tanque de agua, entre los cables de luz y la ropa colgada secándose al sol.

La casa de la madre de Martel es grande, confortable y austera. Lucrecia vivió aquí durante su adolescencia y hasta que se fue de Salta, a los 19 años.

—Esta es la Lupita. La trajimos con la Pelusa desde México. ¡No sabés lo que fue ese viaje!

La imagen de la Virgen de Guadalupe mide más de un metro y tiene su altar en la cocina. La Pelusa —o la Pelu— es Lucrecia Martel, y a su madre le dicen la Bochi. Cumplió 77 años, es ágil, inquieta, le gusta conversar. Su padre era militar y su madre —Nicolasa— una mujer muy católica, perteneciente a una familia acomodada de Salta, que hipnotizaba a todo el mundo contando historias de terror. A comienzos de los sesenta, la madre de Lucrecia Martel ingresó a la universidad para estudiar filosofía, militó en una agrupación humanista, defendió las causas indígenas y conoció a su marido, Ferdi, un estudiante destacado en ciencias, hijo de una española humilde, viuda y disciplinada. Se casaron cuando tenían 24 años y abandonaron sus carreras. Él puso una pinturería; ella se dedicó a la familia.

—Nos llenamos de hijos en un santiamén. La Lola, mi hija mayor, nació en 1965 y de ahí todos seguiditos, hasta los últimos dos que son mellizos. La Pelu es la segunda de los siete.

A los 69 años, la madre de Lucrecia Martel se inscribió en un taller literario, pero lo dejó hace unos meses. Se quedó sin entusiasmo, y por eso, ahora, su hija se preocupa por ella. El living está apenas iluminado y las paredes cubiertas de cuadros con paisajes oscuros que pintó Nicolasa, fallecida en 1985.

—Era una gran narradora de historias de terror. Te juraba que había sido testigo de la aparición del diablo, del jinete sin cabeza, de la Virgen. Se apropiaba de los cuentos de otros y los convertía en hechos verídicos. Mis hijos se aterraban pero siempre le pedían más. La Pelu se acurrucaba sobre su pecho y se quedaba dormida. Uno que le gustaba mucho era el de “La gallina degollada”.

En el cuento del uruguayo Horacio Quiroga, un matrimonio padece el nacimiento de una seguidilla de hijos “idiotas”, hasta que por fin nace una niña sana y hermosa. Pasa el tiempo y un día la niña trepa sobre una pila de muebles para llegar hasta lo más alto de un muro y poder ver qué sucede al otro lado. El desenlace horroroso se desencadena a partir de ese instante. Esa misma imagen —un niño trepado a una escalera que está apoyada sobre una pared para intentar ver hacia el otro lado del muro— es una de las imágenes finales de La Ciénaga. El clima de esos cuentos que Lucrecia Martel escuchaba en brazos de su abuela Nicolasa está vivo en sus películas. No ocurre lo mismo con los argumentos, que se desvían de la línea del tiempo, desdibujan los espacios y nunca terminan de cerrar.

Lucrecia Martel vivió los primeros años de su vida en una casa humilde, con un pasillo largo que desembocaba en un patio abierto con los cuartos alrededor. Ahora es un negocio de ropa, justo enfrente del mercado más grande y popular de Salta, al que ella regresa cada vez que puede —cinco, seis, siete veces al año— para escuchar las conversaciones de los puesteros.

A comienzos de los setenta, la familia se mudó a un edificio de monoblocks, apartado y con terrenos baldíos rodeados de cerros, una escenografía ideal para el juego preferido de Lucrecia: imitar las películas de vaqueros que veía en televisión. Después de unos años, cuando la pinturería de su padre comenzó a expandirse, llegaron a esta casa en un barrio elegante de Salta. Por esa época, 1976, también compraron una finca en La Calderilla, en las afueras de la ciudad. Lucrecia Martel tenía diez años cuando los paisajes de sus fines de semana empezaron a ser caminos de cornisa, montes temerarios, zonas desérticas, acequias, ríos bravos, parajes, pueblos con nombres como La Ciénaga, Rey Muerto, Rosario de la Frontera; todos futuros escenarios de sus rodajes.

Sobre la mesa baja del living hay una bandeja con masitas y una jarra de agua. Y sobre una silla, una máscara que parece un pájaro.

—Es el disfraz de los indios de Zama. Me lo trajo la Pelu de regalo. Yo sé que ella siempre anda pensando en que no pude terminar mi carrera de filosofía, y en las cosas que dejé. Yo profesaba un amor muy grande por los pueblos originarios. Tenía una colección de sus instrumentos musicales. Un día mi mamá me gritó: “¿Pero qué te pasa a vos, hijita, con esos indios?”. Salí y, cuando volví, no había quedado ni uno en pie.

Ahora piensa distinto. Sospecha que los reclamos de las comunidades indígenas están contaminados de intereses políticos. Está en las antípodas del pensamiento de su hija y no son pocas las veces que la familia se zambulle en largas discusiones políticas.

Suena el teléfono. Es la Lola, su hija mayor. Quiere saber si está todo bien y le pregunta si vio las masitas que dejó en el living. La Lola está un poco ofendida. Le regaló a su madre El mono en el remolino —el diario de rodaje de Zama, escrito por Selva Almada—, pero hace unos días llegó de Buenos Aires una pariente y como la Bochi no tenía nada para regalarle, le dio el libro.

—¿Sabés que al día de hoy mis otros hijos me siguen echando en cara la preferencia por la Pelusa? Yo los freno y les digo: es lo que hace una madre con el hijo más débil. No sabés lo que era, una ratita. Parecía un changuito, tan chiquita y con esos pelos que ni siquiera ahora se los deja en paz, siempre toqueteándoselos. Y aquel accidente terrible que tuvo.

Viajaba con su tío por un camino de cornisa, el automóvil rodó por un precipicio y Lucrecia, que tenía cinco años, no sufrió heridas graves, pero a partir de ese momento dejó de hablar. Permaneció muda, sin comer ni dormir, los ojos bien abiertos. En el norte existe la creencia de que un susto puede separar el cuerpo del alma. Una curandera se encerró con la niña durante horas susurrándole palabras al oído. Al segundo día, Lucrecia volvió a hablar, pidió algo para comer y esa noche durmió en paz.

Vivía en su mundo de juego desde la mañana a la noche. Salía con la ropa de los hermanos, borceguíes del padre, los pelos revueltos, la cartuchera con sus revólveres calzada en la cintura. Una tardecita entró a la cocina con su hermano más chico de la mano.

—“Nos vamos de casa” —me dijo—. Les arreglé los gorros y los despedí en la puerta. El corazón me daba vuelta de miedo. Miré el reloj y pensé: “Si en dos horas no vuelven, llamo a la policía para que los salgan a buscar”.

Vuelve a sonar el teléfono. Otro de sus hijos pregunta si está todo bien. En un ratito, pasa a comer algo.

—Era una chiquita de una maldad… Vos avísame si me voy de tema. Una vez, se ahorcó una vecina. ¿Sabés qué hizo esta desgraciada? Armó un muñeco enorme y lo colgó de la ducha para que alguno se muriera del susto. A las estatuas de unos monjes les ataba un hilito en los pies y cuando yo aparecía los empezaba a mover. Con los hermanos era un demonio. Lo que ella quería tenía que hacerse rápido y bien. Tenía unos bracitos que eran látigos y cuando se enojaba volaban los cachetazos.

Un tío sacerdote le hizo conocer la mitología, el griego y el latín. Lenguas que sólo se enseñaban en el Bachillerato Humanista Moderno. Un colegio ultracatólico y de tradición elitista que estaba lejos de ser el que los padres querían para sus hijos.

—Aunque me enfermaban las diferencias de clase, yo no la iba a detener. ¡Más de un gobernador de Salta salió de ahí! Todo un chiquero de apariencias. Mejor ni te digo las prácticas de las mujeres para llegar vírgenes al matrimonio. La Pelu se interesaba por todo. Era alumna de cuadro de honor. Radical y desafiante. Desde chiquita yo la miraba y pensaba: Salta le queda chica.

En 2001, unos días antes del estreno de La Ciénaga, fue a ver a sus padres. Les pidió que estuviesen solos. Tenía 35 años, hacía más de diez que se había enamorado de una chica por primera vez, y la relación con su familia no era fluida.

—Quería prepararnos. Por las escenas que íbamos a ver en el cine, tan cercanas a nuestra familia, y porque se insinuaba el tema de la homosexualidad. Ese día nos dijo que era gay. Yo la miré y le dije: “¡Pero hija, yo lo sé desde que tenías 7 años!”. No sabés la paz que le di. Como decía San Pablo, es más lo que no se ve que lo que se ve.

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Las conversaciones con Lucrecia Martel fueron en su departamento del barrio porteño de Villa Crespo, donde hay estatuas de vírgenes y maquetas de barcos, un taller con herramientas, bibliotecas con más libros de filosofía que de ficción, un sillón antiguo de dentista, cintas de películas, un hogar cargado de leña y cajas vacías de habanos, ropa interior de mujer colgada de las barandas que llevan al entrepiso, cuadernos, lapiceras, bocetos, olor a café recién hecho, vasos con hielo y agua, fuentes con racimos de uvas verdes recién lavadas, aroma a incienso al anochecer. No hay, en cambio, una sola fotografía que alimente la vanidad. Ni siquiera del mural gigante que se pintó el año pasado durante el Festival Internacional de Cine en Montevideo, Uruguay, en el que su figura se ve junto a las de Fellini, Hitchcock y Buñuel. Ella, inconfundible, con sus anteojos vintage de puntas angulosas, delgadísima, la piel pálida, y el cabello largo, suelto y de color castaño claro.

El departamento pudo comprarlo en 2005 gracias a su segunda película, La niña santa (2004). Lo eligió por las lucarnas en el techo que le dejan ver el cielo. Si fuera por ella viviría a la intemperie. Lagartija, le decía su madre, porque solía encontrarla estirada al sol sobre las piedras hirvientes. El dinero que ganó con su ópera prima, La Ciénaga (2001), se consumió en medio de la peor crisis económica argentina cuando los dólares que los ahorristas tenían en los bancos mutaron en pesos devaluados. Su tercera película fue La mujer sin cabeza (2008).

Los tres guiones fueron escritos por ella, las tres películas fueron filmadas en Salta y en todas, siempre, algo inesperado altera la cosmología familiar. Los personajes ven tambalear la vida que se han armado, pero, aunque desciende sobre ellos un magma de malos presagios, no reaccionan. En La Ciénaga es un accidente doméstico que sufre la madre de una familia numerosa. En La niña santa es un médico que llega a un pueblo y se aloja en un hotel donde la dueña vive con su hija adolescente, alumna de un colegio religioso. En La mujer sin cabeza es un accidente en una ruta desierta y el encubrimiento familiar para ocultar la culpa y la tragedia. Su nueva película, Zama (2017), está basada en la novela homónima que el escritor argentino Antonio Di Benedetto publicó en 1956. Diego de Zama es un funcionario español olvidado entre los indios de las colonias de América que espera, en vano, que sus superiores autoricen su retorno a su tierra y su familia. Igual que los demás personajes de Lucrecia Martel —sólo que ahora a fines del siglo xviii—, Diego de Zama es incapaz de tomar las riendas de su vida, ha dejado su destino en manos de otros. La identidad que se ha impuesto a sí mismo y que le han impuesto los demás es su cárcel.

A Zama llegó en bancarrota después de haber trabajado años en la adaptación de El Eternauta, la historieta —emblemática— del argentino Héctor Germán Oesterheld. Un proyecto complejo que no llegó a filmarse pero que no se aparta de su cabeza; la fantasía de la refundación de Buenos Aires en un mundo de ciencia ficción.

Es un día de febrero. Lucrecia Martel sirve vasos de agua con hielo y enciende un puro porque es lo único que le calma el calor. Se sienta en un sillón de cuero oscuro enfrente de un gran ventanal con una vista al cielo abierto, se enrosca el pelo entre los dedos y cambia de posición según la intensidad de lo que quiere comunicar.

—¿Viste? En las fotos siempre parezco más gordita, porque tengo la cara rellena y además ando siempre con estas ropas sueltas.

Está vestida con un pantalón pescador ancho de algodón negro y una camisa blanca. No usa maquillaje y los anteojos —una protección necesaria para sus retinas delicadas— se los quitará sólo para buscar en su computadora una filmación de la Quebrada de Las Flechas.

—Está cerca de Salta y es lo más parecido al desierto de Atacama que conozco. Parece un planeta extraterrestre. Un lugar muy metafísico donde sólo sos vos y el universo. Conocí el desierto a los 11 años y supe que era el mejor lugar en el mundo. ¡Juli, vení que te presento!

Esquivando un par de valijas sin desarmar, aparece una mujer joven, secándose las manos con un repasador. La cabellera negra enroscada en un rodete.

—Mucho gusto —dice, y se retira discretamente.

Julieta Laso es cantante de tango, la voz de la orquesta La Fernández Fierro y la pareja de Lucrecia Martel desde hace dos años. Acaban de llegar de viaje y en unos días vuelven a partir. La gira por la presentación de Zama es exigente y a eso se suma la agenda de talleres y conferencias.

—No imaginé que viviría de dar clases. No sé nada de cine. Las técnicas para filmar se aprenden en cuatro meses. El resto es inventar un lenguaje personal. Yo explico mis experimentos. Tal vez pueden servirle a alguien para pensar cómo armar su propio artefacto.

En su vida, el cine es un vehículo para comunicar sus ideas y reflexionar sobre una realidad que es aceptada como la única posible.

—Si un extraterrestre llega a la Tierra y ve a unas personas almorzando una comida abundante y bien servida, y en la esquina ve a otras buscando qué comer en un tacho de basura, no comprendería la situación. Porque el extraterrestre no fue preformado —como todos nosotros— para aceptar con naturalidad lo inaceptable. Lo que yo intento con mis películas es que en esa realidad aparezca una fisura. Que el espectador se perturbe y diga: “Ah, mirá vos. Ahí hay un conflicto”. Que por un instante mire con ojos de extraterrestre.

Admite la dificultad de su propósito con una sonrisa piadosa. No le preocupa el fracaso. Es intentarlo o dedicarse a otra cosa.

—Esa perturbación no se construye con el lenguaje de Hollywood, porque cualquier crítica que hagas con ese lenguaje hegemónico queda transformada en papas fritas. Por eso hay que desconfiar de lo que enseñan las escuelas de cine: comienzo, nudo y desenlace; causa-consecuencia; el pasado atrás y el futuro adelante. Una máquina de repetición. Yo no creo en eso. En mi vida las cosas nunca ocurrieron así. Hay que inventar artificios, ser irreverente, deconstruir la realidad, mirar con frescura y buscar formas originales para discutir el pasado y el presente.

Cuando era chica se sumergía en una piscina. Le gustaba quedarse en el fondo escuchando los sonidos ambiguos que llegaban desde el exterior y permanecía así hasta que el ahogo la hacía emerger. Así concibe la sala de cine, como una gran piscina vacía, un gran cubo en 3D atravesado por ondas, vibraciones y sonidos capaces de comunicar y provocar emociones. Martel rompe la línea del tiempo, se desentiende de los espacios definidos, oculta más de lo que muestra, dibuja con los sonidos; susurros, frases incompletas, tonos, ritmos, superposiciones, mezclas de lenguas, ruidos de la naturaleza.

Ahora unas amigas la esperan para ir a comer. Levanta de la mesa las copas y el cenicero y los lleva a la cocina.

—Soy el ejemplo viviente de que para hacer cine no se necesita más que una vida, una familia, estar atenta. Construí mis herramientas desde un lugar de ignorancia, de una chica del interior, clase media, que no tenía una familia con una biblioteca con las últimas tendencias del pensamiento. Desde un lugar muy provinciano y chico me construí mi artefacto. Y me liberé de la persecución de la verdad para esa construcción. Todo lo que yo filmo es mentira.

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Hasta cuarto grado fue mala alumna, y llorona. Siempre alguna compañerita le hacía notar que era la peor de todas. Pero una vez llegó al aula una maestra suplente que preguntó: “¿Quién de ustedes leyó un libro?”. Lucrecia Martel levantó la mano: “Yo leí ‘El Quijote’ ”. Una versión para niños regalo de su abuela Nicolasa. Tenía 9 años y su tío, un joven sacerdote, estaba viviendo por un tiempo en su casa. Tirados sobre la cama, lo escuchó hablar del origen de las palabras. “Subasta”, del latín subhastatio, bajo la lanza, y empezaba el cuento: cuando los romanos regresaban victoriosos de sus guerras clavaban una lanza en la tierra para señalar el lugar donde repartirían el botín de los derrotados. ¿Entonces detrás de las palabras se escondían escenas? Su tío le dijo que las lenguas muertas sólo se enseñaban en el Bachillerato Humanista Moderno, que podía ingresar en sexto grado y que el examen era exigente. Lo escuchó y comenzó a prepararse.

—El día de ingreso nos preguntaron por qué habíamos elegido ese colegio. Todos respondían: porque mi hermano vino acá, mi mamá tal cosa y mi papá tal otra. Cuando dije: “Quiero estudiar latín y griego” me miraron como si fuera un mamarracho, como diciendo: “Ah, esta chica no sabe que acá se viene para ‘pertenecer a la sociedad’ ”. Ahí despegué. Empecé a leer mitología y encontré un mundo. La lectura era un plan secreto, prohibido. Imaginate, en esa provincia y en ese colegio y yo leyendo el mito de Pasífae, que se enamora de un buey y consigue que le construyan un aparataje para tener sexo con el animal. La lectura me destrozó el mundo “del deber ser” que tenía alrededor.

También tenía un herbario escondido como si fuera un diario íntimo y hacía disecciones de plantas con base en sus ideas.

—Ese espíritu de juego lo convertí en un sistema que incorporé a todo lo que hice después.

Los ventanales del departamento de Villa Crespo están abiertos. Es de noche. Lucrecia Martel celebra la brisa que llega, fresca. Tiene puesto un vestido de algodón negro con una falda larga y acampanada, y unas zapatillas de cuero oscuro. Sirve vino y enciende un cigarro.

Como era muy buena alumna en ciencias, se había instalado la creencia de que ese sería su destino universitario. Pero también le interesaba la literatura. Dudaba. Sus compañeras se preparaban para ser abogadas, arquitectas o maestras jardineras, y miembros del Opus Dei. Un día de 1984 acompañó a su padre a Buenos Aires. La ciudad brillaba tras el fin de la dictadura militar que había comenzado en 1976 y terminado en 1983. En el cine se proyectaba Camila. Una historia real y trágica de amor entre un sacerdote y una joven de la alta sociedad porteña. Un éxito rotundo, una película escrita y dirigida por María Luisa Bemberg, y producida por Lita Stantic —que sería, años después, productora de algunas películas de Lucrecia Martel—.

—Pensé que el cine era un trabajo de mujeres. Supongo que esa confusión se me quedó grabada. A veces la historia se da así, por confusiones.

En la Universidad de Salta se inscribió en Humanidades y en la de Tucumán —una provincia cercana— en Ingeniería química y Zootecnia. Padecía la incertidumbre. No sabía qué hacer. Mientras se decidía empezó a criar chanchos. Tenía doce. Los criaba, mataba y vendía. Pensaba que así sería su vida. Un promedio de venta de dos unidades por meses le dejó claro que no era una empresaria de chanchos. Por esos días, la Universidad Católica comenzó a difundir en Salta una carrera de Publicidad que se cursaba en Buenos Aires. El programa combinaba creatividad y técnica; pensó que podría funcionar. Su familia la apoyó creyendo que en unos meses estaría de regreso. Armaron el viaje; viviría en casa de una tía.

—Cuando entré a la Universidad Católica y vi la foto del Papa pensé: ni en pedo de nuevo algo católico. Perdí la fe a los 15 años. Era voluntaria de un grupo de Acción Católica y un día me vi, con un pulovercito color beige que decía Dior y una cadenita dorada, hablando en contra del aborto ante unas minas vivísimas que ya eran madres. Yo, que no sabía lo que era coger, les estaba dando cátedra. Imaginate cómo me miraban. Ahí pensé: “¿Qué es esta pavada?”. Mi papá es ateo y mi mamá cree en la parte más benigna de la iglesia, las vírgenes. Eso ayudó a que fuera más fácil distanciarme de la fe.

Sobre la chimenea hay una imagen de una Virgen que brilla en la oscuridad con un nimbo de colores fluorescentes. En el interior de la chimenea, otra Virgen se recuesta sobre un tronco. Es Filomena, la santa de los barcos. No sabe de qué material está hecha pero es un milagro que resista el fuego sin derretirse. Ella no cree en la Virgen; cree en los que creen en la Virgen.

—Me fui de Salta a los 19 años porque, en parte, refundarse es tomar distancia. Las convenciones sociales te marcan una identidad. Es una enredadera que hay que salir a machetear. ¿Quiero esto para mí? ¿Soy esto que se espera de mí? La identidad es una cárcel. Hay que estar alerta y saber que es una construcción; cuando ya no sirve, hay que inventarse una nueva.

Desde el exterior llega el sonido agitado de un día viernes. Es una zona con bares y hay algunas parrillas con mesas en las veredas.

—El sentido de la vida es una cosa muy delicada. Si no encontrás una alternativa, si no tenés la fuerza para ir en busca de eso…
Y son muchas horas de trabajo extra.

Se escuchan bocinazos. Cada tanto, el ruido de los aviones volando bajo en dirección al Aeroparque.

—Veo a mi mamá, que se casó embarazada. Creo que fue así, porque no es un tema que se hable en la familia y nunca logramos que lo confiesen. No creo que fuera su plan tener tantos hijos y abandonar su carrera. Y ahora siente una soledad, una desazón, me escribe y me pregunta por el sentido de la vida. Hace dos años, cuando me enfermé, parecía que me iba a ir antes que ella, y eso me dio cierta autoridad para hablar del tema. Yo le digo: “Vieja, todos nos levantamos con ese vacío y durante el día hay que construir el sentido; no es algo que te viene dado o que vas a aprender en un taller literario.” Hay una cosa que es fundamental saber: el sentido de la vida es algo muy personal que no se resuelve por la preocupación y el cuidado y el trabajo por otro.

Descartada la carrera de Publicidad, fue su madre quien le sugirió que estudiara Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires. Le hizo caso. Y agregó Animación en el Instituto de Arte Cinematográfico de Avellaneda. No quería descuidar sus intereses por lo técnico y lo creativo. En Salta, para hacer veinte cuadras la llevaban en auto; en su nueva vida, cruzaba la ciudad en colectivo y subte, de noche y de día, mirando por el cuadro de la ventanilla. Sólo eso ya era una aventura. Pronto consiguió una de las selectivas vacantes en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (ENERC).

—En Comunicación tenía una profesora, Patricia Terrero, murió a los 45 años, era gay, muy cálida, como una madre. Me dio mi primer trabajo cuando yo creía que era incapaz de conseguir uno. “Vas a ir a las bibliotecas a investigar y tomar notas para mí”, me dijo un día, y con eso me reveló lo pequeño que es el tabique de la imposibilidad: es una pared, pero esa pared es un papel, hacés “pluf” y ya no está más. Otro profesor que recuerdo es Narciso Benbenaste. Con él escuché por primera vez hablar de John Austin, un filósofo del lenguaje que dice que la palabra es acto. Fue revelador. Pensar que una palabra desencadena una serie de acontecimientos y preforma la realidad. Mi interés por el lenguaje comenzó ahí.

Leía y empezaba a producir cortometrajes. Uno, de sus tiempos de estudiante, se llama La otra (1984). En un club nocturno, mientras se prepara para salir a cantar tangos, un hombre va disfrazándose de mujer mientras habla de su vida como transformista.

El primer premio se lo otorgó el Instituto Nacional de Cinematografía y Artes Audiovisuales (INCAA), en 1995, por Rey Muerto. El cortometraje integró “Historias Breves I”, una selección de filmaciones de jóvenes cineastas renovadores que daría origen al “nuevo cine argentino”. El corto es un western violento que narra el plan de escape de una mujer maltratada por su marido en un pueblito de Salta. La crítica subrayó en aquel momento el uso de un lenguaje que traía al cine las formas del habla en el norte argentino.

Rey Muerto le señaló la posibilidad de pensar en un largometraje. Sus compañeros la alentaban. No era cinéfila, pero el cine de Pedro Almodóvar le marcó una dirección que ella no había considerado. Su obra le resultó familiar, la ironía y ternura en los personajes, las referencias a la madre y las hermanas, la actriz Chus Lampreave, tan parecida a su abuela paterna. Sintió que el material que la rodeaba —su provincia natal, su familia— podía ser una película. “El resto del cine me llevaba a mirar hacia otro lado”, dijo en enero de 2018, durante una presentación de Zama, en España. “Y él me llevaba a mirar a mi familia.”

Todo estaba ahí. Desempolvó sus cuadernos, diarios, filmaciones caseras. Tomó notas, presentó su guion al concurso de cine independiente del Sundance Institute, ganó y filmó La Ciénaga. David Oubiña, autor del libro Estudio crítico sobre La Ciénaga, en una entrevista publicada en espaciocine.wordpress.com, decía: “Todas las películas cuentan una historia. La Ciénaga también. Sólo que no lo hace a la manera del cine clásico norteamericano, donde hay una línea principal muy definida y líneas secundarias. Si hay una trama es porque hay una especie de red. La película avanza como un camalote por el río, como una especie de masa informe que va pasando de un lado al otro. Los personajes están a merced de fuerzas naturales y sobrenaturales. Eligen desentenderse en esa especie de anestesiamiento en el que viven. Esperan que venga algo desde afuera a condenarlos o salvarlos”.

—En La Ciénaga tuvo un gran peso lo que pasaba en una casa que visitaba con mi abuela Nicolasa. Era muy oscura y ahí vivía la Carlota. Era enorme, medio pelada, y estaba siempre en cama. Acercarse a saludarla ya era una cosa de miedo. Vivía con sus hijas, una hermana y su sobrina —una mujer bellísima encerrada en esa oscuridad, con unos peinados y una piel impecables—. Todas abandonadas por sus hombres. A una le faltaba un diente y se cubría el agujero con una pastillita blanca. ¡Eran señoras de clase media alta! Yo tenía 9 años y no me perdía detalle. Conectaba con ese modo de no decir que tiene toda familia. Muchos años después supe que esa señora nunca estuvo enferma. Era renga. Pero las hijas, que no tenían nada que hacer, se inventaron como trabajo a una madre enferma. Y ahí estaba la Carlota transformada en una cosa que no se movería más de la cama. Nadie sospechó que no estaba enferma. Era una actuación muy sólida que cerraba por todos lados; cerraba en el mundo de las personas que se construyen una vida que parece menos peligrosa. Pero esa vida te ofrece menos felicidad. Y ese es el problema.

Momi, la hija adolescente de mirada extrañada, el personaje de La Ciénaga que mete el dedo en la llaga, es la que increpa a su madre diciéndole que si sigue así, se va a quedar postrada, encerrada, sin poder salir. Y Tali, la prima que llega a ayudar, mientras comenta quién de sus conocidos ha visto a la Virgen, dice: “Cada uno ve lo que puede”.

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Rolling Stone de Argentina dijo de Zama: “No se trata de un hueso fácil de roer. Martel entrega su creación más abstracta, más inasible, más misteriosa. Zama es una de esas películas que pide a gritos varias visiones (y audiciones) para lograr desenterrar todos o, al menos, la mayoría de sus secretos. Un clásico autoral del futuro”. Y The Guardian, del Reino Unido: “Espero que Martel no tenga que esperar otros nueve años antes de que haga su próxima película. Zama puede ser su obra maestra del campo izquierdo. Una imagen anticuada, sensual y extraña, con una nota de amenaza y un aire de malaria.” La crítica especializada ha escrito docenas de páginas alabando a Zama. Fue elegida para representar a Argentina en los premios Oscar y Goya, y seleccionada como mejor película de 2017 por sesenta críticos del país.

Sin embargo, de la reciente gira por Europa, Lucrecia Martel llegó harta y herida. Hubo periodistas que sugirieron —en algunas de las casi cincuenta entrevistas que dio en enero y febrero— lo que otros sólo comentan en off. Que la película es aburrida, no se entiende, que exagera el uso de “fuegos artificiales”.

Lucrecia Martel se abriga, se pone un saco liviano sobre el vestido de algodón negro, mezcla hojas de eucaliptus e incienso y las enciende. Conversa mientras prepara té de coca con miel en la cocina.

—Ya no intento aclarar los malos entendidos. Tengo que escuchar cosas que son como pequeños insultos. Es curioso cómo le exigimos al cine y a la literatura que sean comprensibles. Cuando la mayor parte de las cosas que nos pasan son, justamente, incomprensibles. ¡La existencia es incomprensible! Te etiquetan diciéndote que hacés cine de autor, demasiado inteligente, sólo para una intelectualidad iluminada. Ese pensamiento responde a un sistema intelectual hegemónico que ha formateado el último siglo; cualquier alternativa es “cosita rara”. No lo es. Es sólo otra forma de contar las cosas. Y yo creo que necesitamos de todas.

Deja sobre la mesa una bandeja con el termo y los tazones.

—El que cree que se puede hacer cine pensando en los festivales no tiene idea de lo que es el cine ni los festivales. Los festivales son un no-lugar. No hay nada ahí. No hay personas, hay industria. Si un director tiene esa estrategia, no resiste, desaparece. ¡Además yo no tengo ninguna estrategia! ¡No hago cine para los festivales! Hago películas cuando tengo algo para decir. El cine no es mi vida. Cada uno se cocina en una ollita muy chica y la mía es mi familia, mis amigos, mi soledad y tener la valentía para enfrentar eso.

Suena el timbre del portero eléctrico.

—Debe ser Mery. ¿Podés abrir, Juli? —le pregunta a Julieta Laso, que prepara algo en la cocina.

Mery es María Alché, la actriz de La niña santa, pero también amiga y quien más la conoce en el plano profesional. En los últimos años, compartió sus proyectos desmesurados. Una expedición en barco por el Río de la Plata, la adaptación de El Eternauta y de Zama, y un proyecto en proceso que lleva siete años de investigación sobre el asesinato de un líder indígena del norte argentino y del que, por ahora y como un desvío, emergió un cortometraje —Leguas (2009)— que cuestiona la enseñanza en las comunidades indígenas.

Se escuchan voces en la puerta de entrada. Lucrecia Martel llama a María Alché. Quiere presentarla pero ella se escurre por el pasillo en dirección a la cocina.

La idea de filmar la novela tuvo desde el inicio una aura épica que remitía a Herzog y su película Aguirre, la ira de Dios. La exigencia física de un rodaje itinerante por territorios salvajes del noreste argentino para construir una ficción de época; aquel desenlace con el conquistador Lope de Aguirre enfermo de soledad en una balsa a la deriva, y el final que Martel le concede a su Diego de Zama también navegando en balsa las aguas del río. La necesidad de cubrir un presupuesto de más de tres millones de dólares y una directora empeñada en que la lengua original de la película fueran las lenguas de la región.

—Hace unos días me crucé con algunos intelectuales de este país. Primero me dijeron que Zama les gustó. Y a los dos minutos, uno ya me estaba diciendo cuánto le preocupaba que yo hubiese tenido que complacer a tantos productores. ¡Mirá vos, la única lectura que es capaz de hacer ese tipo! En vez de pensar: esta mina logró hacer una película de las que ya no se hacen. En vez de ver cómo fui capaz de sostener un discurso personal en un mar de tantas imposibilidades, de tantas personas involucradas en el financiamiento: él pensó que mi discurso era para complacer a los productores. Es una falta de respeto.

Apaga el cigarro y dice que la están esperando para cenar.

entrevista Lucrecia Martel, int2

***

—Lucrecia lee mucho a Spinoza, un filósofo judío del 1600, que en Ética postula que perseguir la felicidad es un deber ético de cada persona. Que hay contactos que producen potencia de obrar y otros que producen potencia de no obrar. Que hay que acercarse a los primeros. Para ella el cine es eso. Una experiencia, el modo de estar, hacer y pronunciarse en sociedad.

En un bar de Buenos Aires, un día de verano, María Alché, la protagonista de La niña santa, dice que conoció a Lucrecia Martel en 2002, durante el casting de la película. Ahora tiene 33 años y parece apenas mayor que la adolescente que protagonizó el film. Rubia, de rulos suaves similares a los de Lucrecia Martel y con unos anteojos que también se parecen a los de la directora, de aquella película recuerda que ella —una chica judía, porteña y egresada del Colegio Nacional Buenos Aires, el más prestigioso colegio público de la Argentina—, de pronto tenía que transformarse en una adolescente salteña, hipercatólica y de 15 años. Lucrecia Martel la mandó a infiltrarse en las iglesias, tomar clases de catecismo y leer a místicas del medioevo. En el film, un médico prestigioso llega a un pueblo. Sale a caminar, ve un espectáculo callejero, se acerca, se coloca detrás de una adolescente y apoya su cuerpo contra el de la chica. Ella, una estudiante de colegio católico, recibe ese acto como una misión enviada por Dios para salvar a ese hombre del pecado.

No ensayaban demasiado, tenían largas charlas, Lucrecia Martel daba instrucciones precisas y antes de filmar les contaba historias de terror.

Comenzaron a hacerse amigas en 2004 cuando viajaron juntas para presentar La niña santa en el Festival de Cannes. Lucrecia Martel vivía entonces cerca del Delta del Río de la Plata. Se asociaron a un club de remo y empezaron a salir en sus botes con otras amigas. Se internaban en canales apartados y conversaban con los isleños.

—Lucrecia se interesó por ese mundo y su forma de investigar no conoce los límites. Es demencial. Se compró un barquito de madera, el Cosmos, y con el tiempo fuimos ideando una expedición. Tomamos un curso de navegación, entrevistamos a hidrógrafos, especialistas en flora, fauna, historia. Estuvimos años planeando el viaje pero no se daba el momento.

En 2008 se estrenó La mujer sin cabeza. A Lucrecia Martel la había impactado el caso de una joven que atropelló a una persona y no se detuvo a auxiliarla. Poco después se descubrió la minuciosa estrategia familiar para encubrir el delito. ¿Se podía olvidar sin consecuencias? ¿Era posible hacer un recorte y tachar de la memoria sólo la parte que se quiere olvidar? Martel pensó en su familia, en cuántos recuerdos se perdieron porque, al querer borrar un acontecimiento, se borró también lo que había alrededor. Muchos ven en esta película el final de una trilogía dedicada a las mujeres y a Salta.

Lo que siguió fue sumergirse en El Eternauta y el género de ciencia ficción. Esa historieta comienza con una nevada tóxica que destruye todo lo que
toca. Después, llega la invasión de seres extraterrestres que deciden instalar el centro de control en la ciudad de Buenos Aires. Sólo unos pocos sobreviven y organizan la resistencia desde allí.

María Alché trabajó junto a Lucrecia Martel en el proceso de adaptación.

—Concretábamos algo del guion y al día siguiente me decía que no servía. ¡Me daba bronca! ¡Yo había dormido cinco horas! ¿En qué momento había dado vuelta la cosa? Tiene esa cabeza. No te deja reaccionar. Estás hablando pavadas y sale con una reflexión brillante. Está conmigo, su amiga, y a la vez está captando algo inatrapable. Te transmite el convencimiento de que —sea lo que sea— puede hacerse mejor. Te dice: hay que intentar de nuevo. Y uno dice: no se puede. Y ella insiste y ejerce un poder que te envuelve. La seguís en su delirio. Y al final, sale mejor. Y eso desata un entusiasmo muy increíble.

El proyecto de El Eternauta fracasó y las lanzó, como a los sobrevivientes de la historieta, a una huida de la ciudad por las aguas del Río Paraná. Prepararon el Cosmos y partieron en una travesía de meses, desde Buenos Aires hasta Asunción del Paraguay, a una velocidad de entre 10 y 30 km por hora. Era 2010. Lucrecia Martel leyó en ese viaje la novela de Antonio Di Benedetto y ya no pudo desprenderse del impacto que tuvo en ella. Trabajaron años en una investigación desesperante. María Alché recuerda que por momentos creía que iba a enloquecer.

—Los proyectos duran años y se van cruzando como capas tectónicas. La expedición por el Río de la Plata con El Eternauta, El Eternauta con Zama, Zama con el caso del asesinato del líder indígena. Llevamos siete años investigando pero Lucrecia no encuentra cómo hacer que esa muerte no sea la representación de una más entre tantas otras. A mí me angustia, pero ella no tiene apuro. Admiro esa parte de ella. No necesita demostrar nada, no está pendiente del ambiente del cine o el arte.

Cuando estuvo enferma, apenas terminó el tratamiento, se fue a Salta.

—Yo la visitaba en la finca de La Calderilla. Me decía que no le temía a la muerte, que había hecho en su vida todo lo que quiso. “Cuando esté muy mal me voy a ir a caminar al desierto, a ver las estrellas hasta que me caiga al piso.” Estaba muy débil, pero insistía en hacer expediciones a un cerro que está dentro de la propiedad. Quería construir su casa en la cima y se la pasaba estudiando cuál era la mejor forma para abrir el camino. La Lola nos decía que estábamos locas, que nos iban a comer las garrapatas. Era todo un camino encrespado, había que hachar para avanzar entre las enredaderas y los arbustos, eran unas subidas medio locas. Un día nos perdimos y tuvieron que ir a buscarnos. En una de esas subidas, me dijo: “No encuentro nada en el mundo que no sea interesante”.

entrevista Lucrecia Martel, int1

***

Breve reseña de mi familia.

La Bochi. Fue muy generosa con su tiempo durante toda nuestra infancia. Demasiado generosa. No tiene sentido común, eso nos dio mucha libertad. Prefiere
inventar que acordarse.

Papi. Escucha más que habla. Eso siempre se agradece. No crió a sus hijas como mujeres, es raro en el norte. Nos hizo muy fuertes.

La Lola. Es bruja, bruja buena. Una de las personas más buenas que conozco.

La Perica. Es muy graciosa, es muy severa pero nada necia. Es dura y tiene un corazón de oro.

Javier. No conozco a nadie con una memoria así. Recuerda las cosas con día y hora. Un lector de historia voraz. Mi mejor amigo en la infancia.

Álvaro. Es un tipo muy mesurado, muy sensible y padeció un poco a la familia, pero de una generosidad intelectual enorme. No conoce la envidia.

Negro. Puede distinguir todos los pájaros por su trino. Reconoce un animal entre decenas de la misma especie. Un padre increíble.

Colo. Un tipo adorable, un científico loco. De una honestidad desesperante. Incapaz de forzar a nadie en su favor.

Son mis mejores amigos, no pensamos igual, pero si hubiera una catástrofe sería la gente que preferirías cerca. Ahora, si tenés que organizar una fiesta, no es la familia ideal.”

entrevista Lucrecia Martel, int7

***

La cocina de la casa de los Martel parece otra con todos los comensales sentados a la mesa y la Lupita iluminada detrás de una de las cabeceras. Sólo está ausente Álvaro, que vive a cuatro horas de viaje.

—¿Tiembla la tierra o me parece a mí? —dice la Bochi y señala la lámpara que se mece por el viento.

Alguien abrió la puerta. Es la Lola con las bandejas de empanadas. Javier sirve vino. Ferdi y el Negro observan callados. Javier propone que el padre hable y el Colo le pide que no quiera ser el director de orquesta. Lola cuida que no se escape ninguna frase inconveniente. Hablan todos juntos, se superponen las voces, no se entiende bien qué se dice y al final rematan con una broma.

—¿Vamos a contar la preferencia de la vieja por la Pelu?

El Negro interrumpe a Javier.

—Me acuerdo cuando el viejo y yo acompañamos a la Pelu a Cuba. Entramos a un salón que parecía un zoológico. Todos esperando que ella hable como si fuese la portadora de la verdad revelada. Yo pensé: qué va a decir este mamarracho ahora, de qué se va a disfrazar. Pero cuando empezó a hablar, era la Pelu de siempre, diciendo las mismas huevadas que dice acá.

—¿Sabés cómo le decimos? —pregunta el Javier—. La Todóloga. Porque opina de todo como si supiera.

—La Pelu es una provocadora, te desafía y te obliga a dudar de lo que das por tan cierto —dice la Perica.

—Corresponde señalar que fuimos sus primeros actores —dice Javier—. El viejo había comprado una filmadora y ella estaba todo el día con la camarita. ¿Se acuerdan cómo rompía las bolas?

—Nadie quería actuar, pero te envolvía y sin darte cuenta ya estabas metido en su juego —dice el Colo.

La Bochi quiere salir en defensa de su hija pero no la dejan. Javier se pone de pie, apoya sus manos en la espalda de su madre y dice que, antes de tomar la fotografía grupal que hay que enviarle a la Pelu por WhatsApp, él quiere hacer un anuncio.

—Esta noche, vieja, en honor a las influencias que la Nicolasa y vos han ejercido sobre tu hija preferida, nombramos a la Pelu, formalmente, tu heredera.

Una voz sobresale en el barullo.

—Yo nunca hablé de esto con la Pelu —dice la Perica—… pero ella tenía una necesidad de experimentar un montón de cosas que acá, en Salta, eran impensables, cuestionarse más allá de lo cuestionable, romper paradigmas y estructuras. Y lo hizo. Se fue a los 19 años. Cuando alguno de nosotros viajaba a Buenos Aires, volvía con la novedad, la estupidez, la locura en la que andaba. Pero ninguno le siguió demasiado los pasos. Hubo una distancia grande. Hay que decirlo. Fue así. Pero fue una distancia que era necesaria para que ella pudiera fundarse, construirse y ser quien quería ser.

La Bochi quiere decir algo pero esta vez la Perica se impone.

—Fue la enfermedad que tuvo hace dos años lo que nos permitió conocer el mundo que ella logró armar y que nos era tan ajeno. El Colo le dio el diagnóstico, no esperaba encontrar un tumor de útero. Lo que ella hizo fue admirable. En una situación tan límite decidió vivir con más intensidad que nunca. Frente a la mala noticia, a lo inoportuna que fue, porque tuvo que suspender la edición de Zama, tomó la enfermedad como una oportunidad. Puso en práctica un humor negro que no nos dejaba caer en emociones más peligrosas. Hacía bromas espantosas. Nos mandó un mensaje con la noticia y enseguida armó un cronograma con turnos de una semana para que cada hermano fuera a cuidarla. Ella, siempre tan autosuficiente, nos dijo: “Atiéndanme”. Nos involucró a todos. Su plan era muy preciso: llevar a su familia a su mundo. Inventaba planes todo el tiempo. No podía hacerlos pero los imaginaba. Nos divertimos. Increíblemente, todos nos divertimos a su lado.

***

Comienza marzo y en el living del departamento de Villa Crespo las valijas están listas para un nuevo viaje. Dictará talleres en México, Brasil y el Caribe. Tiene hambre. Va hasta la cocina y regresa con una fuente de uvas blancas.

Zama ya era una película sobre la muerte cuando me enfermé. Lo había decidido cinco años antes, cuando leí la novela. Iba a ser una película sobre el tiempo visto por el que ya no tiene más tiempo. Nada puede resistir la comparación con la novela. Pero Zama me había impactado de una manera definitiva y no podía hacer otra cosa que entregarme. Por eso la decisión de hacer la película fue también la decisión de aceptar el escarnio público. Y me chupaba un huevo. No se puede vivir con miedo a los juicios temerarios. Siempre tuve la sensación de que si hay que caer, hay que caerse rotundamente. No un poquito. Hay que irse a la mierda. Y me parece que las mujeres, en general, tenemos entrenamiento.

Su hermano, el Colo, le dio el diagnóstico en febrero de 2016. Hizo el tratamiento en Buenos Aires y a fines de 2016 viajó a Salta para recuperarse y terminar la edición de la película.

—Se habían terminado las urgencias, los plazos. Ya nadie esperaba nada. Así llegué al final de Zama. Todo lo que ya era riesgo y atrevimiento se potenció en un espacio de enorme libertad. No tenía que explicar nada a nadie. Decir “no” a la esperanza ya no era algo aterrador. Era la liberación ¡No esperes nada! Esperar es la cárcel.

Va a hacia la cocina y regresa con un Tupperware en la mano, un envase de plástico transparente que no quiere olvidarse de meter en la valija.

—Pensaba construirme algo más artístico para explicar mi teoría de la sala de cine como un cubo en 3D. Pero decidí que voy a dar mis clases con un Tupper. Así no quedan dudas de que para hacer cine lo que se necesita está en la cocina.


 

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