La travesía de los laosianos

La travesía de los laosianos

Tras la Guerra de Vietnam, 266 familias tuvieron que abandonar Laos para buscar refugio en la Argentina de Rafael Videla. Ésta es su historia.

Tiempo de lectura: 31 minutos

Nang Ceribumchomb lavaba la ropa de su familia en el octavo río más largo del mundo. El Mekong nace en la meseta tibetana de Qinghai, China, baja 4,880 kilómetros a través de rápidos, cascadas y remansos, atraviesa Myanmar, Tailandia, Laos, Camboya y Vietnam y desagua en el mar de China Meridional. Ese día impreciso de 1976, la mujer hizo lo mismo que todos los demás: cargó en un fuentón cuanta ropa pudo y trajinó el trecho corto hasta la orilla. Caía la noche sobre Savannakhet, la pequeña ciudad de Laos donde vivía. En ese tramo, el Mekong era apodado Mae Nam Kong: ‘madre de todas las aguas’. Era ancho, manso y sucio, y la bruma que subía de él al atardecer desdibujaba la selva de Tailandia, en la orilla opuesta. Empezó a fregar las prendas de su marido y su bebé recién nacido, Nikho, que estaban con ella. Pero la labor era una coartada. Habían decidido cruzar el río en canoa esa misma noche para reunirse con sus tres hijos mayores, que habían partido unos años antes con su abuelo, el padre de Nang, cuando el cruce aún era posible, y tenía noticias de que vivían en el templo budista de un pueblo perdido de Tailandia.

La Guerra de Vietnam había terminado el año anterior, en 1975, con la derrota de Vietnam del Sur y la retirada de Estados Unidos. Y el régimen comunista del Pathet Lao, asumido el poder en Laos después de la guerra, había cerrado las fronteras para que no escaparan los traidores que se habían alistado para los “americanos”. Sus guardias patrullaban la costa y no titubeaban en hacer blanco en quienes intentaban cruzar el río.
A menudo, flotaban cadáveres a la deriva como maderos sueltos.

Nang Ceribumchomb miró hacia todos lados y no vio a nadie. Subió a la canoa con su marido y su hijo. Los remos se hundieron en la noche cerrada y, por un rato que le pareció eterno, sólo oyó el rumor del agua. Tenían que pasar la mitad del río: la frontera invisible con Tailandia.

—Fue con canoa. Yo venir la día a poner ropa en tachos como fue lavar ropa. Demasiado, mucho miedo: si encontrar te mata —relata Nang con su rudimientario español cuarenta años después, sentada en su casa de Posadas, a 1,000 kilómetros de Buenos Aires y dos del Río Paraná.

Nang vive en la Colonia laosiana, un predio cerrado con veinte casas chatas dispuestas en rectángulo y orientadas hacia un gran cobertizo central, en las afueras de Posadas, frente al aeropuerto. La suya es modesta: un solo ambiente sin revoque interior, techo y tirantes de madera. De una de las paredes cuelgan un reloj, una tijera, un cesto de mimbre, un rollo de cable y una bolsa de tela negra, sin lógica ni armonía, como quien amontona reliquias recuperadas de un naufragio. Hay una mesa baja (la sala), otra más alta con mantel plástico (el comedor), y una cama, separada del resto por un cortinado naranja (la habitación). En esta casa, construida por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en 1985, lo único que es lo que dice ser es el baño.

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