Plácido Domingo: Los claroscuros de una voz infoconfundible - Gatopardo

Plácido Domingo: Los claroscuros de una voz inconfundible

Es difícil, incluso para él, determinar la primera vez que pisó un escenario, porque nació en una familia de artistas y nadie sabe cuándo empezó a cantar pequeños papeles en las zarzuelas de la compañía que dirigían sus padres.

Tiempo de lectura: 29 minutos

Cuando faltan tres horas para que cumpla setenta años, Plácido Domingo comienza a caminar por una pared.

Sobre el escenario del Teatro Real de Madrid está representando su papel número 134, el héroe griego Orestes, en una puesta en escena despojada, lúgubre, conceptual de la ópera Ifigenia en Táuride, de Christoph Willibald Gluck. El compositor, contemporáneo de Mozart, es una doble novedad para Domingo. Hace apenas dos años incorporó esta obra en su repertorio, y el papel es para una voz de barítono, más grave que su habitual registro de tenor.

La historia de esta ópera se basa en una tragedia griega sobre la familia de Agamenón, el rey que comandó las tropas que destruyeron Troya en La Ilíada. Para que los barcos griegos pudieran marchar a Troya, Agamenón ordenó sacrificar a los dioses a su hija Ifigenia. Pero ella se salvó y acabó en la isla de Táuride, transformada en sacerdotisa con la cruel misión de matar a los extranjeros que cayeran en sus playas. Como buena tragedia, quien aparece es su hermano Orestes (el personaje que interpreta Domingo), pero no se reconocen entre sí. Ifigenia siente una fuerza poderosa que la empuja a no matar al extranjero, pero Orestes viene de cometer un crimen, y quiere morir.

Éste es el momento en que un Plácido Domingo increíblemente ágil es levantado por las Euménides, una docena de bailarinas de largas melenas rubias, descalzas y vestidas con túnicas. Lo elevan sobre sus cabezas y lo acercan, horizontal, a una de las paredes negras que rodean el escenario vacío. En esa extraña e incómoda posición, sostenido por las bailarinas, mientras sus pies avanzan por la pared, el cantante clama: “¡Tened piedad! ¡Dioses crueles!“.

Su voz es inconfundible y muy pocas tienen esa cualidad. Tal vez la de María Callas, la de Luciano Pavarotti, la del viejo Caruso. Pero, entre las miles de voces de los cantantes de hoy,  la única que se identifica de inmediato es la de Plácido Domingo. Se ha oscurecido, ha perdido algo de brillo en los agudos, no prolonga tan gloriosamente las notas como antaño, pero es la del mejor tenor del siglo XX, según una encuesta reciente entre expertos de la BBC. Y esa cara contraída en la máscara trágica de Orestes es la del mejor actor de la historia de la ópera, cuyo Otelo fue elogiado y envidiado por el mismísimo Laurence Olivier.

¿Pero por qué sigue cantando en el umbral de los setenta años? ¿Y por qué no se limita a los recitales en los que podría volver una y otra vez sobre sus viejos éxitos si es posible, con micrófono, como hizo en sus últimos años su rival Luciano Pavarotti?

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