Una carta para Carlos Monsiváis

Una carta para Carlos Monsiváis

Para recordar los 80 años del nacimiento de Carlos Monsiváis, esta carta explora las influencias del cronista en la generación actual.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Le escribí a Carlos Monsiváis hace una década para felicitarlo por sus 70 años y para contarle que renunciaba al periódico Reforma, en donde trabajaba como reportero. Me contestó con una calidez que le agradezco todavía: “me extrañaba tu ausencia en Reforma, así que saber de ti me proporcionó un gusto redoblado (…) El aprendizaje en Reforma termina en tiempo limitado así que actuaste con la prontitud debida. Cuando quieras llámame y nos tomamos un café, un abrazo, Carlos”.

Al poco tiempo me fui de México a estudiar y le prometí buscarlo a mi vuelta, pero mientras yo estaba en Europa Monsiváis murió.

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Una tarde de 2005 sonó el teléfono. Te llama Carlos Monsiváis, me dijo Lalo, el auxiliar de redacción. Había leído una nota mía sobre la Santa Muerte y me pedía prestados los documentos en los que me había basado. Le ofrecí llevárselos a su casa esa misma tarde pero prefirió visitarme en la redacción. “Ya va para adentro Monsiváis”, me advirtió Lalo al otro día. Los mecanismos de seguridad se derritieron ante su presencia. Monsiváis entró como Pedro por su casa, se resbaló en el mármol recién pulido y, como desquite, me dijo al oído: “es el edificio más exquisitamente feo que tenemos”. (La redacción del diario Reforma ocupa un edificio en estilo neoclásico cerca del metro Zapata).

Nos sentamos en la mesa del snack (en Reforma el staff se reúne en el snack para revisar el budget), unas mesas donde se bebían jugo de naranja y café. Me contó que había estudiado en una escuela de cuáqueros en Guanajuato y que sus primeras lecturas habían sido las Escrituras en la versión del protestantismo barroco de Casiodoro Reina y Cipriano de Valera.

A partir de entonces iniciamos una extraña amistad que se mecía en el péndulo de su temperamento. Llegó el 2006, las marchas de López Obrador en el Zócalo. Sonaba mi celular: “Emiliano, quiero consultarte qué le respondo a los periodistas, que me están preguntando sobre el plantón”. Era un halago su pregunta y no recuerdo si yo le respondía algo más que lugares comunes. Cuando yo lo buscaba a veces me tomaba el teléfono y a veces me contestaba su tío, su abuelita o su secretaria para decirme que no estaba. Era Carlos, por supuesto, cuando no quería tomar la llamada. Para tomar café nos encontrábamos en El Péndulo de la Zona Rosa.

–Emiliano era reportero de Reforma pero ahora canta en los camiones — le decía a sus amigos.

“No me hables de usted”, me pedía. “No me digas maestro”, “¿en qué quedamos con lo de maestro?” A Monsiváis sólo le gustaba que le dijeran Carlos.

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Ahora que Carlos cumpliría 80 años me he estado preguntando por qué la generación de cronistas que tenemos entre 30 y cuarenta y tantos años estamos —creo— poco influidos por Carlos Monsiváis. Pienso en estupendos escritores como Marcela Turati, Daniela Rea, John Gibler, Diego Osorno, Alejandro Almazán y muchos más. Aventuro una respuesta: nosotros nos sentimos llamados por las urgencias del momento. Nos marcó, cuando adolescentes, casi niños, el levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Ahí, la llamada Sociedad Civil, un personaje que tanto cronicó Monsiváis, paró la guerra. Carlos fue el cronista de la segunda mitad del siglo XX: la hegemonía del PRI, Televisa, Octavio Paz y su imperio cultural. Tragedias que se repitieron como farsas: el Nuevo PRI, la agudeza crítica de Enrique Krauze y la Rosa de Guadalupe. Monsiváis tuvo un gran tema: las multitudes. El gran tema de mi generación: las fosas clandestinas. De las multitudes en las calles a las multitudes enterradas.

La indignación nos hizo contestatarios, mientras que, políticamente, Monsiváis era un gradualista. Juan Villoro ha escrito que algunas de sus posiciones, ahora, sonarían hasta conservadoras. Pienso que no hubiera exigido juicio a un presidente de la República (y nosotros lo demandamos respecto de Calderón). Se burlaba de la cultura política del PRI pero no proponía su derrocamiento. Sabía que el régimen, cuando estaba herido, disponía de los tanques militares y del recuerdo sangriento de Tlatelolco.

Monsiváis era, ante todo, un estilo. Un estilo forjado en la lectura infatigable que transparenta a San Juan de la Cruz, Neruda, los liberales del siglo XIX. Entre mis contemporáneos no hay ningún estilista, cuando menos no todavía. Pocos han hecho su propia voz, como Alejandro Almazán o Daniela Rea. Y su sujeto narrativo era de una enorme complejidad: las masas. Es cierto que se ocupa a veces de personajes concretos, el Santo, algún pintor popular u olvidado, pero lo suyo son las colectividades, ya sea en la Basílica, en un concierto o adorando al Niño Fidencio. Los periodistas narrativos de mi generación elegimos sujetos más asibles: narcos, víctimas, migrantes, defensores de derechos humanos, policías comunitarios.

A nosotros nos alcanzó la guerra contra el narco, o la militarización, como se le quiera llamar a la crisis de derechos humanos que se desató a fines de 2006. Nos sentimos cronistas urgentes. La guerra (aparentemente) no ocurría en la Ciudad de México. Le dimos la espalda a la metrópoli justo cuando se gentrificaba, cuando se aceleraba el proceso de expulsión de los pobres a los barrios periféricos. Había que contar la historia de los asesinados, los desplazados, los desaparecidos, los migrantes centroamericanos sometidos al terror de la esclavitud y el exterminio. Hablamos desde la arrogancia del sacrificio y del riesgo, nos llamamos “corresponsales de guerra en nuestra propia tierra”, nos convertimos en mitad reporteros y mitad activistas, o más activistas que cronistas, y entonces empezamos a mirar la realidad con los lentes de quien denuncia, o protesta, o lucha: algunos ya no vimos los conflictos internos de los movimientos sociales ni sus contradicciones.

La muerte canonizaba a las personas: ser víctima no era una categoría legal sino sobre todo moral. En ese viaje nos compramos fácilmente la versión de que toda violencia era resultado de la lucha de cárteles. Y pasaron algunos años y simplemente la guerra pasó de moda. Seguía habiendo muertos, más y más muertos, pero se volvió trendy hablar de corrupción y no de guerra. Y eran todos estos temas tan graves, tan importantes, tan solemnes, que era insoportable pensar en reírnos. El sentido del humor, salvo la honrosa excepción de Alejandro Almazán, nos estaba vetado, ¡nosotros queríamos descubrir el hilo negro, la mano que mecía la cuna, el complot contra México! Buscamos a los expertos para que nos dieran teorías que explicaran el dolor. Carlos Monsiváis, por el contrario, no hacía teoría, no se preocupaba por las grandes generalizaciones. No buscaba explicar sino entender, no pretendía convencer sino escarnecer. Y era ante todo un cronista de la vitalidad: de la vitalidad de la sexualidad, de la cultura popular, del lenguaje. Era un retratista de las emociones, y esa fuerza la trasladaba a su prosa, quizá la prosa más pulida y concentrada del siglo XX entre los cronistas.

En la guerra contra el narco ya no hubo Sociedad Civil que la parara. Monsiváis ya no cronicó el Movimiento por La Paz con Justicia y Dignidad. ¿Habría incluido la retórica poética de Javier Sicilia en su pitorreo semanal de “Por mi madre, bohemios”?

Su figura era abrumadora: salía en Televisa, escribía en Teleguía y en cuanta revista lo convocara. Algunas de sus páginas en los periódicos eran aburridas, o solemnes, o irrelevantes. La lectura de “Por mi madre, bohemios”, su columna en Proceso, terminaba por cansar. Los chistes de la R resultaban repetitivos, forzados, inocuos. El Monsiváis de los medios oscurecía al Monsiváis de los libros, el que realmente había que leer: al que retrató los setenta y el régimen del PRI, el que reflexionó sobre la reacción social a los sismos del 85, al cronista del Santo, las explosiones de San Juanico, los feligreses de la Guadalupana, y las peleas de JC Chávez. Acaso por eso mis contemporáneos buscaron influencias fuera de México. En lugar de adoptar a Monsi como modelo, miramos hasta Polonia y tomamos a Kapuscinski: un corresponsal de guerra en casi todas las guerras de su tiempo.

Monsiváis en 2006 se atrevió a criticar al Rayito de Esperanza. Apoyó públicamente a López Obrador pero se distanció de él tras el plantón en el Paseo de la Reforma. Le pidió que las tiendas de campaña se subieran a las banquetas para no obstruir la circulación. Hasta donde supe, fue de los pocos intelectuales de izquierda que se atrevió a criticar al candidato presidencial. Doce años después estamos en un momento en que la una buena parte de la inteligencia progre está rendida ante López Obrador, ¿qué hubiera dicho Monsiváis de la alianza con el PES, con Manuel Espino y el Yunque de Guanajuato, con Napito y Germán Martínez y Cuauhtémoc Blanco?

Carlos, creo que te debemos, o cuando menos yo, muchísimo aprendizaje. La disciplina intelectual, el sentido del humor, la distancia. Recuperar tus temas: la Ciudad de México, la vitalidad de la religión, del relajo, del sexo, de la música. A tener un estilo propio, a cultivar la prosa. Eres el maestro en el que no quisimos reconocernos y el que tiene más que enseñarnos ahora. Nos toca volver a ser más alumnos de Monsiváis y menos de los lugares comunes de nuestra época. Carlos, no te busqué a tiempo para un último café, me fui del país y mientras estuve lejos, moriste. Te lo acepto ahora, ya no en persona pero sí con tus libros, y para decirte y asumirte, aunque no quieras, como Maestro.

El autor conversó sobre Monsiváis basado en este texto el 6 de mayo de 2018 en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes.

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