Abuelos indignados

Abuelos indignados

El blanco era la sede principal en Barcelona del Banco Santander, la entidad financiera más solvente de España. Los dieciséis convocados para dar el golpe convinieron reunirse en la céntrica Plaza de Cataluña, a escasos cincuenta metros de su objetivo, el número cinco del Paseo de Gracia, una de las calles más caras de la […]

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El blanco era la sede principal en Barcelona del Banco Santander, la entidad financiera más solvente de España. Los dieciséis convocados para dar el golpe convinieron reunirse en la céntrica Plaza de Cataluña, a escasos cincuenta metros de su objetivo, el número cinco del Paseo de Gracia, una de las calles más caras de la nación ibérica —la quinta en el ranking de la consultora inmobiliaria Cushman & Wakefield—, no sólo por el precio de los alquileres, también por las exclusivas marcas que allí tienen sus tiendas, como Louis Vuitton, Cartier, Tiffany & Co., Yves Saint Laurent, Bulgari, Armani. Días antes, tres de ellos habían visitado el banco en distintas ocasiones para reconocer el terreno y no dejar nada al azar. Observaron minuciosamente la rutina de los empleados y agentes de seguridad y prestaron especial atención a las barreras que tenían que traspasar.

A la hora acordada, las once de la mañana, el grupo se dirigió con paso firme hacia su meta. Seis de ellos se quedaron en la puerta de la calle y los otros diez ingresaron simulando ser clientes. Cruzaron primero las imponentes puertas de madera y cristal que preceden al elegante recibidor de arquitectura neoclásica, para luego franquear la puerta automática que abre paso al hall principal. Formaron un círculo discreto en medio del luminoso salón y rápidamente hurgaron entre sus ropas, en las que llevaban ocultas las cartulinas amarillas que blandieron frente a empleados y clientes mientras gritaban:
—¡No es una crisis, es una estafa!
—¡Rescate para la ciudadanía y no para los bancos!
—¡Esta deuda no la pagamos!

Al percatarse del alboroto, uno de los dos agentes de seguridad de turno se acercó a los imprevistos manifestantes y, con inusitada delicadeza, les dijo:
—Por favor, señores, sin hacer mucho escándalo.

Ellos ni se inmutaron. Allí estaba un insólito grupo de mujeres y hombres de casi setenta años, bien plantados y con ropa y zapatos cómodos para aguantar el tiempo que hiciera falta, porque a esa edad no es sencillo soportar mucho tiempo de pie.

En la puerta del banco ya se había formado jaleo. Una muchedumbre, azuzada por los compañeros de los manifestantes que se habían quedado en la retaguardia, hacía eco de la protesta y algunos periodistas aparecieron alertados por las redes sociales de que un grupo de “abuelos” había tomado el Santander.

El reloj marcaba las 14:30 del jueves 27 de octubre de 2011. Habían transcurrido tres horas y media desde que la oficina bancaria había sido invadida. Sorprendentemente, hasta ese momento, nadie se había atrevido a preguntar qué querían ni hasta cuándo pretendían estar allí los ocupantes. Obligada por las circunstancias, la circunspecta subdirectora de la oficina dio el paso:
—¿Hasta qué hora pensáis quedaros? Es que a las tres cerramos y me gustaría saber si necesitáis agua o comida, por si os vais a quedar mucho tiempo —les dijo.
—Mire, sólo queremos entregarle un manifiesto, leerlo y nos marchamos —fue la respuesta.

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