Graciela Iturbide, fotógrafa mexicana de mirada inigualable

La mirada interior de Iturbide

Perfil de Graciela Iturbide, una de las grandes fotógrafas mexicanas de todos los tiempos y artista fundamental de las últimas décadas.

Tiempo de lectura: 15 minutos

En el panteón de Dolores, Hidalgo, una familia compuesta por cuatro niñas, dos mujeres y un hombre transporta el ataúd que contiene a un “angelito” (un niño muerto ataviado como tal). Graciela Iturbide les pide permiso para fotografiar su procesión rumbo al entierro. Desde la muerte de su hija Claudia, cuando ésta apenas tenía seis años de edad, Iturbide se dedicó a perseguir con su cámara este tipo de escenas: cadáveres de niños vestidos con ropajes blancos al interior de un ataúd. Era una repetición compulsiva y lúgubre del impulso de muerte que la tenía encadenada. Camino al sepulcro una figura se interpuso en el trayecto: un cadáver “a medio camino”, dice Iturbide, les impuso un alto. El hombre “a medio camino” era en realidad una osamenta cubierta de polvo en una postura imposible para un ser vivo; aún conservaba sus pantalones de mezclilla y unos zapatos negros.

“En ese momento sentí que la muerte me estaba diciendo: ‘Ya basta, Graciela. Suficiente’”, recuerda la fotógrafa, que finca en ese instante el momento en el que concluye una obsesión que la aquejó durante años tras su pérdida. Los símbolos —la muerte, las máscaras, los velos, las aves— son el abecedario con el que Iturbide teje la gramática de su vida y obra. Este heraldo del inframundo llegó para anunciarle que el duelo, ese instante de dolor detenido, entraba en una nueva fase y ella podía seguir adelante.

biografía graciela iturbide fotógrafa mexicana ganadora del premio hasselblad

Secuencia en el panteón de Dolores, en Hidalgo. Iturbide se topó una osamenta camino al entierro de un “angelito” (1978).

* * *

Graciela Iturbide nació en 1942 —año en el que murió Tina Modotti—, la mayor de una familia de trece hermanos. Hija de dos padres católicos y conservadores, vivió recluida en un internado del Sagrado Corazón durante su adolescencia. “Ahí —dice Iturbide— aprendí mucho acerca de la soledad.” Devoró libros del Siglo de Oro y cultivó lo que según el filósofo Miguel Morey quizá sea el conocimiento más importante de todos: saber acompañarse. Recién salida del internado, apenas a los veinte años de edad contrajo matrimonio y pronto tuvo tres hijos: Manuel, Claudia y Mauricio. De espíritu bravo, Iturbide nunca se resignó al lugar que su época deparaba para la mujer. Su cabeza, infectada por el virus de la curiosidad, buscó pronto una emancipación de las cadenas de un país radicalmente conservador. Tres documentos que Graciela conserva muestran el vuelco fascinante que le dio a su vida: un telegrama del Papa que da cuenta de su matrimonio por la iglesia con Manuel Rocha, un carnet del Partido Comunista revela su proceso de liberación, y el primer premio que recibió en Francia por su obra fotográfica, el derrotero de una vida consagrada a la fotografía.

¿Cómo te llevabas con tu padre?, indago. “Supongo que bien, aunque pronto se percató de que entre sus filas había una oveja descarriada. Me decía ‘No vengas a meter aquí malas ideas’. Especialmente cuando me vinculé al Partido Comunista. Ayudaba y escondía guerrilleros, ya sabes”, me cuenta entre risas. “Eventualmente hasta me dieron una tarjeta del Partido Comunista, que por cierto nunca pedí. Me la dio Arnoldo Martínez Verdugo, a quien quise mucho y que era el secretario general del partido, porque lo escondí tres días en mi casa. De mí no sospechaban porque era una niña burguesa. Y yo le dije ‘Pero por qué me dan el carnet, ¿que tal que soy una espía?’. Además, yo iba a las clases de marxismo y no entendía nada”, rememora divertida la primera fotógrafa mexicana en recibir el Premio Internacional de la Fundación Hasselblad, en Suecia, en el 2008.

Aunque en un comienzo Graciela quería ser escritora, fue la radio, un instrumento que acompañó a la cámara fotográfica como vehículo de expresión de las primeras vanguardias posrevolucionarias de México, la que le trazó el camino a seguir: escuchó un promocional del CUEC (Centro Universitario de Estudios Cinematográficos) anunciando a los aspirantes de la escuela de cine que el primer ejercicio para los alumnos sería realizar un cortometraje con un pañuelo. “Yo ya me imaginaba con mi pañuelo volando por las calles, ya tenía hasta mi guión. Apliqué y me aceptaron.”

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