La Isla después de Castro

La Isla después de Castro

Los intelectuales de Cuba hablan sobre el futuro, tras la muerte del líder revolucionario. Con o sin Fidel Castro, La Habana se encuentra hoy en movimiento.

Tiempo de lectura: 31 minutos

Para entrar a ver Los últimos días de La Habana, del director Fernando Pérez, afuera del cine Yara hay una fila que da la vuelta a la manzana. Bajo el sol cubano, aún en diciembre, la espera podría parecer eterna, pero en esta isla el tiempo transcurre muy sutilmente. Es el penúltimo día del Festival de Cine Latinoamericano de La Habana en su edición de 2016. Al final de la cola, hay un anciano con una prótesis dental que se le desprende cada pocas palabras, pero tiene dominada la maña de recolocarla de inmediato con la lengua. Debe tener alrededor de ochenta años y ha visto ya 32 películas de la muestra. Sabe de lo que habla cuando dice que la espera, si es que logramos entrar, valdrá la pena.

La Habana es una ciudad donde los cubanos de a pie se apropian de su festival y abarrotan las salas de cine, por el que pagan la simbólica suma de dos pesos cubanos (0.07 dólares). Por suerte, el cine Yara, que conserva su fachada prácticamente intacta desde 1947,  tiene más de 1 500 asientos. Quince minutos más tarde se suma a la fila otra anciana. Está vestida completamente de blanco y peinada con un chongo de lado, que se sostiene con dos grandes pinzas plateadas cubiertas de diamantina. En los párpados lleva sombras de colores morado y rosa intensos, y en las mejillas, dos marcados círculos rosados. Sobre la blusa, un pin con forma de gallo. Su voz es potente y su risa contagiosa. Al verla llegar, un joven que también espera en la fila le dice de inmediato: “Yo a ti te conozco.” Ella sigue con lo que cree que es una broma: “¡Es verdad, fuimos novios hace mucho tiempo!” Él es un muy joven psicólogo, y resulta que sí, se conocen, porque ella fue su paciente hace algún tiempo. Tras varias frases juguetonas de pronto lo recuerda y grita: “¡Claro! ¡Tú eres Ramsés, mi faraón!” La espera se va entre conversaciones sobre cine, postres y problemas de salud. Cerca de una hora después, la fila se mueve y las butacas comienzan a ocuparse. Los cubanos comentan en voz alta cada escena con la persona de junto, se ríen a carcajadas de los parlamentos simpáticos; aplauden cuando creen que la película ha terminado y cuando de verdad terminó.

Ha pasado menos de un mes de la muerte de Fidel Castro, el 25 de noviembre de 2016, y sus respectivos nueve días de duelo nacional. Después del cine, ya de regreso en el apartamento de Ramsés y su novia Marina, donde rentan un cuarto a turistas a través de Airbnb, Ramsés recuerda que durante esos días todos los canales de televisión siguieron de principio a fin la ruta de las cenizas de Castro rumbo a Santiago. “En todo ese tiempo no pasaron ni un solo monito para los niños, ¿puedes creerlo?”, pregunta alzando la voz. “Yo antes era fidelísima, pero he tenido muchos desencantos. Tantos, que no puedo contártelos ahora,” dice Marina mientras prepara la comida. “Llegó un día donde dije: basta con la agonía. Desde entonces no me meto en problemas y vivo una vida tranquila. Cuando me enteré de que Fidel había muerto no me dio ni alegría ni tristeza”. Aunque el apartamento no es suyo sino de una amiga española que se los presta para rentar, Ramsés y Marina son una pareja con suerte, pues en la mayoría de los hogares cubanos viven dos, tres y hasta cuatro generaciones de una familia.

Ese mismo día por la mañana, Marina volvió asoleada tras pasar mucho tiempo en otra fila, la de la tienda. Como hace varios días, no había huevo, pero trajo algo de pollo, puré de tomate, un paquete de pasta y un par de cosas más para la comida de la semana. Por ello pagó alrededor de 18 CUCS, el peso cubano convertible, en paridad con el dólar. La cifra, cercana a los cuatrocientos pesos mexicanos, es más de la mitad de su sueldo mensual como dentista, que es de unos 32 CUCS al mes. Ramsés gana algo similar como psicólogo, pero hace tiempo que los dos, al igual que la mayoría de los cubanos asalariados, le perdieron sentido a presentarse a trabajar. Con rentar un par de noches su habitación adicional superan su sueldo mensual. Además, ofrecen desayunos, comidas y cenas muy ricas y a buen precio para los clientes que prefieren la experiencia de la comida casera. Este se ha convertido en su verdadero trabajo, y demanda de tiempo completo. Cuando uno limpia, otro cocina, y cuando uno sale, el otro entretiene y responde las dudas de los clientes con un sentido del humor y generosidad infinitas. En sus clínicas los empleados idearon un sistema para cubrirse unos a otros, de tal modo que todos tengan tiempo de trabajar por fuera para subsistir, ya que en Cuba nadie vive de su salario “oficial.” Si un paciente llega buscando ser atendido y encuentra el consultorio vacío de especialistas, ya volverá al día siguiente. Cuba es esa isla donde hay dos monedas y una vale veinticuatro veces más que la otra. Es también la isla donde los taxistas ganan más que los médicos.

El centro de salud donde Marina trabaja como dentista fue por un tiempo una “clínica internacional”, título que ganó gracias a un convenio entre Cuba y Venezuela. Durante el periodo que duró el intercambio, la clínica gozó de presupuesto, tecnología y atención muy superiores a las del resto de la isla. Cuando se desató la crisis en Venezuela y el convenio terminó, bajó también la clientela. “Como los venezolanos dejaron de venir, había cada vez menos trabajo. Ahí se atendían los hijos de los Castro, pero yo nunca logré que recibieran a nadie de mi familia, ni llevarme para ellos una sola medicina”, cuenta Marina, con el rostro descompuesto. Seguramente era este uno de los desencantos a los que se refería.

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