Sandra

Sandra

Julia Cooke
Ilustraciones de Charles Glaubitz

Éste es un capítulo del libro The Other Side of Paradise, Life in Cuba, que la autora, Julia Cooke, publicará en Estados Unidos. Cuenta la historia de una cubana y sus intentos por obtener un poco más de su vida en La Habana.

Tiempo de lectura: 25 minutos

Estaba paseando por el restaurante Floridita, pasando tiempo en la zona de burdeles, las máquinas tragamonedas derramando ríos de dólares de plata, el teatro Shangai, donde por un dólar y veinticinco centavos se podía ver un espectáculo de desnudos sumamente obsceno, y en los intermedios ver las películas para adultos más pornográficas del mundo. Y de pronto se me ocurrió que esta extraordinaria ciudad, donde todos los vicios estaban tolerados y todas las transacciones eran posibles, se hallaba el verdadero telón de fondo de mi novela”.—Graham Greene, en Nuestro hombre en La Habana

Si de algo sabía Sandra era del cabello. Lo conocía de la raíz a la punta. En la escuela de belleza había aprendido 
la forma de la cabeza humana y que lo mejor que se puede hacer al cortar su cabello es seccionar el cráneo en octavos, me dijo cuando la conocí por primera vez. Sus largas uñas rojas brillaron mientras sostenía las manos frente a ella para hacerme una demostración en un cliente imaginario. Sus anillos de oro destellaron. Una vez que se cansó de las técnicas de corte de pelo, sacudió las manos y sus dedos echaron chispas como fuegos artificiales en la noche espesa.

Esa noche me reuní en la esquina del Malecón y Paseo con Juan, quien me quería presentar a Sandra. Tras darle la mano a un grupo de músicos ambulantes con gorras de béisbol con lentejuelas plateadas, él les preguntó si habían visto a la China, el apodo que le ganaron a Sandra sus ojos rasgados. Nos sentamos junto al agua y en diez minutos Sandra cruzó la calle hacia nosotros, con pasos largos y decididos; sacudiendo la cabeza para liberar a su pelo de los pendientes con adornos y viéndonos con los ojos entrecerrados, como si tuviéramos una cámara que tomara fotos para Vogue. Juan me presentó, diciendo que estaba haciendo investigación para un libro y yo expliqué el resto 
—luego él se fue en busca de cigarros y desapareció. Sandra me lanzó una aguda mirada, observando mis sandalias y mi cara desnuda mientras yo me apoyaba en el dique que me llegaba hasta la cintura. Ella se trepó junto a mí y yo le ofrecí la lata extra de cerveza Cristal que había comprado. Cuando habló, su voz era ronca y baja, y me hizo pensar más en Nueva Jersey que en Cuba.

Sandra, como algunas de las otras chicas que pasan el tiempo donde estábamos sentadas, en el Malecón con Paseo, llevaba ropa de moda de la que apenas te tapa: shorts diminutos con dos “C” entrecruzadas en los bolsillos traseros, tacones brillantes, brasieres que se asoman debajo de las camisetas sin mangas y playeras que exponen los vientres. Ella misma se pintaba el largo pelo de un negro azulado y se delineaba los labios con el mismo lápiz oscuro que usaba alrededor de los ojos porque las bodegas no habían traído rojo en meses. Sus uñas plásticas eran gruesas y susurrantes en las puntas; me tomó del antebrazo cuando cruzábamos la calle de camino al baño, esquivando los autos que pasaban a toda prisa por la curva de Paseo. Tomamos el camino largo para evitar a los policías que acechaban en las sombras sobre el camellón de la intersección, atentos a las actividades ilícitas. “Los autos aquí te pasan por encima. Y si es él —Sandra alzó la barbilla y pasó la mano por debajo para imitar una barba, el gesto universal para referirse a Fidel Castro— ni se detiene. Te atropella y se siguen de largo”.

Los clubes y bares en los hoteles se imponían en las intersecciones —el moderno Riviera, el reluciente Meliá Cohiba, el Jazz Café—, pero como pocos cubanos podían darse el lujo de entrar a tomar unos tragos, los turistas que querían conocerlos se reunían junto al mar. Todos, cubanos y extranjeros, amaban el malecón para sentarse de frente al océano y a Miami y sentir la brisa en las espinillas desnudas, o para volverse hacia la ciudad y mirar pasar a los ruidosos autos viejos; o, después de una larga noche en los bares, ver la orilla del mar cuando comienza a separarse de un cielo brillante. En las noches sin luna, podías dar tu aprobación a los hombres en camiseta que atrapaban peces con las líneas casi invisibles que se salían de las bobinas en la banqueta. En los días calurosos, veías a los niños saltar desde el muro hacia la marea alta, que se encogían al mismo tiempo que sus brazos giraban rápidamente más allá de las rocas que surgen del océano como riscos.

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