Aura Estrada, la crónica del luto de Francisco Goldman - Gatopardo
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Aura Estrada

La crónica del luto de Francisco Goldman

Tiempo de lectura: 17 minutos

El novelista Francisco Goldman se casó con Aura Estrada en 2005. Casi dos años después, una ola arrastró a Aura durante unas vacaciones en una playa de Oaxaca. Aura murió. Francisco escribió Say Her Name, la novela que hace la crónica del luto del escritor, un dolor sin fondo. Presentamos un adelanto del libro que comienza a circular en español este mes con el sello de Sexto Piso.


Cada vez que Aura se despedía de su madre, así fuera en el aeropuerto de la ciudad de México, o tan sólo para salir del departamento por la noche o, incluso, al separarse tras comer en un restaurante, su madre alzaba la mano y hacía la señal de la cruz para bendecirla mientras susurraba una breve plegaria para pedirle a la Virgen de Guadalupe que protegiera a su hija.

* * *

Los ajolotes son una especie de salamandra que nunca abandona su estado de larva, algo así como renacuajos que nunca se convierten en ranas. Solían abundar en los lagos que rodeaban la antigua ciudad de México y eran uno de los platillos favoritos de los aztecas. Hasta hace poco, se decía que los ajolotes aún vivían en los salobres canales de Xochimilco, pero en realidad se encuentran casi extintos, incluso ahí. Tan sólo sobreviven en acuarios, laboratorios y zoológicos.

Aura gustaba del cuento breve de Julio Cortázar sobre un hombre tan fascinado por los ajolotes del Jardin des Plantes de París que acaba por convertirse en uno. Cada día, incluso tres veces por día, el hombre anónimo de ese cuento visita el Jardin des Plantes para observar a los extraños animalitos apretados en su acuario, ver sus cuerpos translúcidos y lechosos, sus delicadas colas de lagarto, sus caras aztecas triangulares, planas y rosadas, las patas diminutas con dedos casi humanos, los ramitos que brotan de sus branquias, el brillo dorado de sus ojos, la manera en que casi no se mueven y de vez en cuando agitan las branquias o se echan a nadar con una sola ondulación del cuerpo. Parecen tan extraños que el hombre se convence de que no son sólo animales, sino que guardan una misteriosa relación con él, que están confinados en silencio al interior de sus cuerpos, pero de alguna manera le suplican con sus pulsantes ojos dorados que los salve. Un día, el hombre está observando a los ajolotes como de costumbre, con el rostro muy cerca del acuario, pero justo a la mitad de esa oración el “yo” se encuentra ahora en el interior de la pecera y observa al hombre a través del cristal. La transición sucede tal cual. El cuento termina con el ajolote que alberga la esperanza de haberle comunicado algo al hombre, de haber enlazado las calladas soledades de ambos y de que la razón por la que el hombre ya no visita el acuario sea que está en algún lugar escribiendo un cuento sobre lo que significa ser un ajolote.

La primera vez que Aura y yo viajamos juntos a París, unos cinco meses después de que se mudara conmigo, ella quería ir al Jardin des Plantes para ver a los ajolotes de Cortázar más que cualquier otra cosa. Aura había estado en París antes, pero había descubierto el cuento de Cortázar recientemente. Uno hubiera pensado que la única razón por la que habíamos volado a París era para ver a los ajolotes, aunque en realidad Aura tenía una entrevista en la Sorbona porque estaba considerando dejar Columbia. Fuimos al Jardin de Plantes durante nuestra primera tarde y pagamos para entrar a su pequeño zoológico del siglo XIX. Frente a la entrada de la casa de los anfibios, o vivarium, había un cartel con información en francés sobre los anfibios y las especies en peligro de extinción, ilustrado con la imagen de un ajolote de branquias rojas en perfil, que mostraba la alegre cara extraterrestre y los brazos y manos de mono albino. En el interior, los tanques formaban una fila que bordeaba la habitación, pequeños rectángulos iluminados, empotrados en las paredes, cada uno enmarcaba un hábitat húmedo un tanto diferente: musgo, helechos, rocas, ramas, estanques. Fuimos tanque por tanque, mientras leíamos las cédulas: había varias especies de salamandras, tritones y ranas, pero ningún ajolote. Recorrimos la habitación de nuevo, en caso de que no los hubiéramos visto. Al final, Aura fue a donde se encontraba el guardia, un hombre uniformado de edad adulta, y le preguntó dónde estaban los ajolotes. El hombre no sabía nada de los ajolotes, pero algo en la expresión del rostro de Aura pareció darle que pensar y le pidió que aguardara un momento. Salió de la sala y volvió un momento después acompañado de una mujer un poco más joven que él y vestida con una bata azul de laboratorio. La mujer y Aura intercambiaron murmullos en francés, así que no pude entender lo que decían, pero la mujer tenía una expresión animada y cordial. Cuando salimos, Aura se detuvo un momento con cara de asombro. Luego me dijo que la mujer recordaba a los ajolotes, que incluso llegó a decir que los extrañaba, pero que se los habían llevado años atrás y ahora se encontraban en el laboratorio de cierta universidad. Aura llevaba su abrigo de lana color gris carbón y una bufanda de lana blanca alrededor del cuello. Algunos mechones de su liso cabello negro enmarcaban en desorden la redondez de las mejillas suaves, enrojecidas como si las hubiera quemado el frío, aunque en realidad no hacía mucho frío. Unas cuantas lágrimas saladas, no un torrente, se desbordaron de sus ojos anegados y resbalaron por sus mejillas.

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