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Marco Antonio Suástegui dedicó su vida a defender el río Papagayo y resistir la presa La Parota en Guerrero. En abril de 2025 fue asesinado.
Durante más de 20 años defendió a las comunidades rurales de Acapulco, Guerrero. Sobrevivió a la cárcel, la represión y la criminalización, hasta que tres balas acabaron con su lucha.
Solía decir Marco Antonio Suástegui que si pudiera volver a nacer, lo haría en la misma tierra en la que su madre lo alumbró en un petate, en la cabecera de los Bienes Comunales de Cacahuatepec, un pueblo de Guerrero que el río Papagayo divide en dos; la tierra que defendió por más de dos décadas, hasta que un ataque y tres balazos acabaron con su vida.
Era final de abril del 2024 cuando lo visité por primera vez en aquella comarca del Acapulco rural. "Nosotros siempre defendimos la tierra. Luego nos dimos cuenta de que también se querían llevar nuestra forma de vida, el agua, nuestros recursos naturales", me dijo entonces frente al paisaje fluvial que lo vio nacer y crecer.
A esta tierra se llega cruzando en panga y a remo, para después caminar una colina que lleva hasta la plaza central: un terruño donde los cerdos deambulan como perros callejeros y buscan la sombra al mediodía, cuando el sol castiga más fuerte. Desde los capiteles del campanario de la iglesia, coronados con sendas cruces, el templo vigila desde las alturas la cancha de básquet en la que Marco Antonio Suástegui jugaba de niño y que hoy está abandonada. Alrededor, en los cerros verdes, crecen limones, mangos, jamaica y ajonjolí. Aquí este incansable defensor del territorio y los derechos de los comuneros de la localidad de Cacahuatepec construyó una trinchera de resistencia popular hasta el final de sus días.
Su lucha comenzó hace más de dos décadas con la creación del Consejo de Ejidos y Comunidades Opuestas a la presa La Parota (Cecop). La construcción de este megaproyecto significaba el despojo de los recursos naturales y la violación de los derechos humanos de la comunidad; significaba la privación del agua del río para saciar la sed y alimentar sus cultivos y sus tierras.
Te recomendamos leer el perfil de la activista Anabela Carlón.
“Una presa que traería cambios de uso de suelo y de propiedad, que iba a obligar a la reubicación de tantas localidades asentadas en nuestra cuenca, pisoteando nuestros derechos agrarios y humanos”, me contó Marco Antonio con la mirada puesta en el horizonte mientras se ceñía su sombrero negro.
Con el rostro serio y moreno, que su barba rasurada exhibía entero, señaló con su dedo índice el curso alto del río y dibujó una cortina imaginaria entre los peñones de los dos cerros. Al fondo, las pálidas nubes enmarañaban un cielo azul. "Allí querían levantar el Proyecto de la Muerte", así indicó el lugar usando el nombre con el que había rebautizado a la presa.
Esta obra hidráulica se planeó a principios de los setenta como una de las tantas presas construidas por Comisión Federal de Electricidad (CFE), que hoy son más 60. Iba a producir energía para abastecer de electricidad al centro del país, “imponiéndose sobre los derechos de indígenas, campesinos, ejidatarios y comuneros”, denunció el guerrerense. “Las comunidades íbamos a ser desplazadas, privadas de nuestras costumbres y valores, de nuestra dignidad. Se nos iba a arrebatar nuestro hogar, nuestra forma de vida”.
Lejos de beneficiar a los habitantes de la región y representar una oportunidad para generar mayor bienestar en uno de los estados con más altos niveles de pobreza en el país, tal como el gobierno federal había anunciado, el Proyecto de la Muerte “sólo traería más desigualdad social y exclusión territorial, beneficiando en exclusivo a las grandes empresas nacionales y extranjeras”, me explicaba el campesino rebelde.

“De casi 200 metros de altura, la presa nos iba a matar de sed abajo, y de ahogamiento arriba. Pero no nos dejamos. ¡Porque amamos la vida y de ahí subsistimos!”, reivindicaba el activista con su figura en cuclillas a la orilla del río donde lavaba sus manos. Las suyas eran manos de campesino, manos fuertes, robustas, de uñas limpias, aunque nunca dejaron de acariciar la tierra.
“Todo el mundo trae una herencia”, me contaba Marco Antonio mientras me guiaba por las veredas de Cacahuatepec. "Mi abuelo fue comisariado de bienes comunales, mi apá también. Yo no soy autoridad, no tengo esa ambición, pero sí seguí la lucha de mis ancestros. Siempre nos opusimos a los caciques, al autoritarismo, esa es una herencia con la que se nace”.
Además del carácter de su abuelo, heredó el machete de cuerno de toro que siempre llevaba colgado al hombro en una funda de piel, elaborado en Ayutla, de esos que ya casi no se fabrican.
También heredó el ganado. "Mi familia se dedicó a la crianza y ordeña, a la elaboración de queso, leche, requesón, carne. En los noventa llegamos a tener 400 cabezas", dijo. Y a la siembra de maíz. “La milpa da identidad, la esencia de un campesino, de un comunero”, decía.
La piel morena, otra herencia de su abuelo y de su padre:
Soy afrodescendiente, parte de mi sangre es de la Costa Chica, de San Marcos hacia el interior. Mi abuela era negra, mi abuelo indígena. Aunque son pocos los lugares donde todavía se habla náhuatl y la mayoría de las comunidades hemos perdido la lengua, nos asumimos como comunidad indígena. Y como pueblos originarios que somos, fuimos históricamente perseguidos. Nosotros, los pinches indios, los que defendemos la biodiversidad, los que siempre defendimos el medioambiente.
Mientras avanzábamos por los senderos que corrían paralelos a la ribera de su río, Marco Antonio me relataba aquella batalla que llevaba toda una vida liderando contra el extractivismo en una región azotada por las injusticias: la pobreza, la inseguridad, las prácticas cacicales, el despojo de lo comunal, la construcción de una presa.
Una lucha que sigue viva
El megaproyecto, parte del Plan Puebla Panamá, ahora conocido como Programa de Integración y Desarrollo de Mesoamérica (PIDM), pretendía exportar grandes cantidades de energía eléctrica para abastecer el centro del país. El cierre del cauce del río dejaría sin agua por varios años a los habitantes alrededor de la ribera, destruyendo la naturaleza de la zona, arrebatándoles sus recursos.
Según documentaron algunas organizaciones, como el Centro de Derechos Humanos de la Montaña (Tlachinollan), el proyecto de la CFE implicaría la inundación de 17 000 hectáreas de selva, de 36 comunidades integradas en 16 núcleos agrarios, y el desplazamiento indirecto de hasta 75 000 personas.
“El Proyecto de la Muerte se planeó como un ecocidio: inundaría nuestras tierras de cultivo, nuestros caminos y veredas, iba a desalojar a miles y miles de campesinos río abajo”, me explicó Marco Antonio frente al paisaje donde iba a construirse. Hoy gracias a su lucha, los campesinos siguen cruzando cada día en panga el río, refrescan sus rostros en su agua fresca, conservan la tierra donde cultivan sus milpas y sus árboles frutales.
Las presas, aseguraba, “traen muchos desplazados y miseria. Las presas las llevan a los países pobres para que los poderosos reciban y comercialicen la energía. Mientras, los problemas y los desastres que generan se quedan en el sur”, denunciaba el guerrerense, quien formó parte del Movimiento Mexicano de Afectados por las Presas y en Defensa de los Ríos (MAPDER), y había leído las investigaciones sobre el tema del antropólogo estadounidense Patrick McCully.
En México, las organizaciones de derechos humanos calculan que unas 200 000 personas han sido desplazadas por la construcción de presas. Pero los campesinos de las tierras comunales de Cacahuatepec lograron evitar ese destino.

Cansados del abuso, el despojo y la discriminación un día decidieron levantarse. Fue en enero del 2003, cuando la CFE ingresó ilegalmente en sus tierras comunales para comenzar a ejecutar obras sin informar a los campesinos sobre la afectación que implicaría la construcción.
Unos meses después, el 28 de julio de ese año, se instaló un primer plantón para impedir el acceso a la zona a la CFE.
“Aquellos mafiosos contaban con el permiso de la Semarnat, de la Profepa, de la Comisión Federal del Agua, pero les faltaba el más importante: el de los dueños de la tierra, no tenían la aprobación de comuneros, la licencia social de nosotros, los campesinos”.
En el verano de 2003, en un paraje de Cacahuatepec conocido como El Fraile, se gestó el Cecop y el grito de guerra que pronto se extendería a otros territorios de México: “¡La tierra no se vende, se ama y se defiende!”.
Ve el fotoensayo Montaña roja: la vida entre los menguantes campos de amapola.
Esta reivindicación, surgida como una voz desesperada de los pueblos, se alzó junto a los machetes que los campesinos sacaron por primera vez. Así cambiaron el destino de las comunidades rurales de Acapulco y el de su líder, Marco Antonio.
“Desde entonces llevo 20 años procesado como un criminal, firmando cada viernes en el reclusorio”, decía el líder del Cecop al que le fabricaron delitos que no había cometido, como robo a empresarios gavilleros y distintos homicidios. El gobierno lo quiso convertir en un delincuente. Pero, cuanto más provocadores eran los ataques contra él, más legendario se tornaba su nombre y más admirable la lucha que tantas cicatrices le dejó: cuatro veces preso, vivir como un criminal, las peores torturas, los compañeros asesinados, los desaparecidos. Entre ellos, su hermano Vicente Iván Suastegui, que sigue sin paradero conocido y al que nunca dejó de buscar.
“Las desapariciones son muy dolorosas”, decía Marco Antonio al evocar aquel 5 de agosto de 2021, cuando su hermano, que también sirvió como uno de los dirigentes del movimiento de resistencia, salió a trabajar con su taxi y sujetos armados lo siguieron y se lo llevaron.
"Hasta la fecha no sabemos qué pasó con Vicente, pero lo seguimos buscando", me contó la segunda vez que lo visité en sus tierras, dos meses después del primer encuentro. En aquella ocasión, en una vereda de las montañas de Cacahuatepec, el guerrerense sacó un póster de la guantera de su furgoneta azul. Mientras desplegaba el cartel, hizo suya la consigna histórica del Comité ¡Eureka!, la que volvió a resonar por los 43 estudiantes de Ayotzinapa: “¡Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!”. El mismo grito que los comuneros del Cecop siguen lanzando por sus compañeros encarcelados y asesinados tras oponerse a la construcción de una presa.

La batalla por el territorio que llegó a tribunales
Ante la resistencia social para frenar la construcción de La Parota y mientras se amenazaba de muerte y criminalizaba a los opositores, la CFE recurrió a formas antijurídicas, a la compra de conciencias y de votos, y orquestó asambleas comunales y ejidales fraudulentas que violaban la ley agraria.
El 25 de abril de 2004, gobierno y autoridades ejidales compradas —traidores no solo de su gente sino de identidad porque quien vende su tierra es como si vendiera a su madre, según decía Marco Antonio— simularon una asamblea ejidal de urgencia para autorizar la construcción de la presa y desalojar el territorio. Consiguieron más de 2 000 firmas. “Pero eran falsificaciones, de gente que no era comunera, que se había ido a Estados Unidos hacía tiempo, de personas fallecidas. “Aquel día salieron a votar hasta los muertos”, recordaba el líder del Cecop.
La batalla sobre el territorio trascendió a los tribunales: “De los cinco juicios agrarios que llevamos con el Centro de Derechos Humanos de la Montaña (Tlachinollan), todos se ganaron. Ya no eran solo los indios que se oponían, sino un recurso legal”.
Los jueces dieron la razón a los campesinos, todos los convenios que el Comisariado había firmado en aquella asamblea fueron declarados nulos. No se iba a construir La Parota. “Y aquella sentencia reforzó la lucha. Pero también nos trajo la rotura del tejido social de nuestras comunidades. El gobierno y la CFE echaron a andar al pueblo contra el propio pueblo”.
Y entonces, en agosto del 2005, el gobierno lanzó una ola de represión y violencia.
“Hubo enfrentamientos a machetazos, a mí me tocó llevar en brazos a compañeros a balazos, heridos”. El episodio de aquella violenta jornada que Marco Antonio recordaba con mayor claridad era el primer muerto del Cecop: Tomás Cruz Zamora. El 27 de septiembre recibió un balazo en la cabeza. Habían sido las autoridades. “Era de la comunidad Huamuchitos. No se olvida algo así, el frío de su cuerpo. Se me murió en las manos y luego tuve que darle la noticia a su esposa, a sus hijos”.
Tampoco se olvidaba de la prisión, donde ingresó hasta cuatro veces, donde lo torturaron de forma salvaje. “Me arrancaron las uñas. Una, dos, tres. Primero a pisotones, luego con pinzas”, contaba.
La cárcel como un antes y un después: un paréntesis entre una vida y la que le sigue: “No solo te lastiman, ya nunca eres el mismo. Todavía sueño con ella. Me levanto en la madrugada y recuerdo el horrible sonido de la chicharra que sonaba cada una de esas noches a las tres de la mañana y ya no duermo. Pero, todo el dolor valió la pena, porque conseguimos frenar el Proyecto de la Muerte”.

Perseguido sin tregua
Marco Antonio fue detenido por primera vez en 2004. “A mí primero me encarceló René Juárez Cisneros, priista. Luego me encarceló Zeferino Torreblanca Galindo, en el 2006, quien nos acusó falsamente a los del Cecop de robo y secuestro, giró órdenes de aprehensión. Y ahí comenzó el miedo en la gente”.
Casi una década después, en 2014, el gobernador Ángel Heladio Aguirre Rivero mandó a Marco Antonio y a otros luchadores sociales a un penal de máxima seguridad en Nayarit. Ahí el activista pasó un año y medio entre rejas, incomunicado y muy lejos de su familia.
“Fue muy humillante, allí había gente de 'La Tuta”, contó Marco Antonio, haciendo referencia a Servando Gómez Martínez, líder del grupo criminal conocido como Caballeros Templarios. "Y allá me metieron a mí, en una celda oscura desde la que no podía ver la luz del día. Me daban de comer tres tortillitas de plástico al día”, recordaba aquel episodio de su vida en el que perdió la mitad de los 100 kilos que pesaba.
Hay dos números que lo acompañaron como parte de su destino. Ambos con un 5 por delante. Uno, el 5735, es el número del crotal de uno de sus primeros becerros, y que portaba siempre como un llavero: “El de la res que más quise”, confesaba.
El segundo, el 5148 que lo identificaba como reo en la cárcel de Nayarit. “El número de un criminal en aquella prisión donde me amarraron como un perro. Yo creo que ni al Chapo Guzmán le hicieron eso. Pero, a pesar de aquel miserable trato, mis compañeros y yo nunca nos redoblamos, resistimos y conseguimos salir”.
Sin embargo, años después de su liberación, el 7 de enero de 2018, el entonces gobernador de Guerrero, Héctor Astudillo Flores, inició otra ola de persecución y represión contra los comuneros del Acapulco campesino.
“Fuimos detenidos de forma arbitraria por un operativo violento donde fueron asesinados tres integrantes del Cecop”, explicaba Marco Antonio. Entre los arrestados de aquella persecución política también estaba su hermano Vicente. En el trayecto a la Fiscalía los torturaron para obligarlos a declararse culpables. Pero ellos se negaron. El precio de mostrar aquella valentía resultó muy alto.
“Fue muy triste estar tanto tiempo lejos de la familia y de mi tierra. Yo tenía 25 años cuando comencé en esa lucha. Mi primera hija nació cuando yo estaba en el penal, y no pude verla crecer. El ser humano no debería vivir con odio ni con rencor, pero yo vivo con ellos”, confesó Marco Antonio, quien, si volviera a nacer, encararía la misma lucha. Esa que tantas cicatrices le dejó: cuatro veces preso, vivir como un criminal, las peores torturas, los compañeros asesinados, los desaparecidos. Toda una vida de lucha por la defensa del territorio, sobre el que todavía se ciernen un sinfín de amenazas.

El líder del Cecop advertía que, de todos los problemas que se cebaban en su Acapulco rural, la inseguridad y el agua eran los más graves, y estaban entrelazados: no podía entenderse uno sin el otro.
“No es posible que nuestras comunidades sigan viviendo en los cerros sin agua, que vivan con un río contaminado. El agua es para los humanos, para los animales, las plantas, para la tierra. ¡Pero se está usando para actividades extractivistas!”, denunciaba.
Y luego llegó la devastación de la naturaleza, las sequías por el cambio climático, los huracanes que arrasaron la región y se llevaron los medios de subsistencia de los campesinos. Después de Otis, contaba el activista, había nacido una nueva etapa para el movimiento, para rescatar a Cacahuatepec del olvido en el que se encontraban las comunidades: sin centros de salud, sin carreteras, sin buena alimentación, sin vivienda, sin baños.
Cuando lo visité por primera vez, justo hace un año, frente al paisaje fluvial que forma el río Papagayo, donde quisieron construir la presa La Parota, Marco Antonio compartió el futuro que quería para el Cecop: su anhelo era que la organización se centrara en reconstruir el tejido social que vino a romper la CFE con su Proyecto de la Muerte. “Queremos recuperar la paz social de una manera estratégica, para que en nuestras comunidades no haya ni ganadores ni vencidos porque todavía quedan resquicios de enemistad, padres con hijos, entre hermanos, sobrinos contra sus tíos”, advertía.
Otra de sus voluntades era encontrar estrategias para que el movimiento de resistencia creado hace más de dos décadas ilusionara a las nuevas generaciones. “En los jóvenes reside mi esperanza. Que la herencia de conocimiento aprendida de la lucha social sobreviva, que ellos tomen el relevo. Y que se dé más visibilidad a las mujeres. ¡Sin ellas nunca hubiéramos ganado esta batalla ni las que quedan!”, recordaba el hombre que, si volviera a nacer, encararía la misma lucha. La que tantas cicatrices le dejó: cuatro veces preso, vivir como un criminal, las peores torturas, los compañeros asesinados, los desaparecidos.
Pero en esta nueva etapa para el Cepoc, aseguraba, querían evadir la violencia: “No queremos ya una lucha armada, aunque siempre traigamos el machete, nuestro fiel compañero, nuestro inseparable”, me contaba con una mano aferrada al que heredó de su abuelo. “Queremos la paz, la dignidad y la justicia. ¡Todavía hoy somos perseguidos! Todavía hay compañeros que siguen presos, desaparecidos, como mi hermano Vicente, al que llevamos años buscando”.

La lucha seguía y vivía, evocaba a cada rato el líder social, en alerta siempre por una presa que consiguió frenar, pero que aún estaba al acecho. “Mientras el río siga corriendo, la amenaza de la Presa de la Muerte sigue latente porque en el agua, en la vida, ellos tienen fijados sus ojos”, me dijo, arrodillado ante el afluente. A su espalda, entre las veredas alrededor de la ribera y las palmeras cocoteras, se elevaban las montañas blancas: ese “oro gris” que maquinarias pesadas extraen cada día de la región bajo dominio de unas pocas familias.
Después de más de dos décadas de sublevación para frenar la construcción de la presa, las gravilleras se convirtieron en uno de los enemigos más devastadores de la región, al apropiarse de los recursos pétreos del río Papagayo. “Llegan y se lo llevan todo, los miserables esos. La grava, la arena, la piedra bola y la lama, el granzón…”, denunciaba Marco Antonio.
En 2007 el Cecop logró detener un par de gravilleras con la organización de consultas públicas. Sin embargo, las empresas clandestinas siguen operando, drenando el río, aquel que da vida a las comunidades de la zona rural de Acapulco. El crimen organizado, contaba el guerrerense, también amenazaba los recursos naturales de la región.
“Después de sufrir por la presa, después de pagar con tanta sangre, no nos vamos a rendir. El Cecop va a seguir para traer mejor vida a los pueblos. Las tierras de Cacahuatepec siempre se defendieron y nunca dejaremos de hacerlo”, juraba. Marco Antonio confiaba en que un día, no muy lejano, de sus tierras se diría que triunfó el pueblo: comunidades victoriosas, guardianes de un territorio al que quisieron despojar de sus recursos y su gente.
“Pero no pudieron. Y no me voy a ir nunca de mi tierra. Nunca la voy a abandonar, aunque me cueste la vida”, prometía el activista justo un año antes de ser asesinado.
El ataque sucedió el 18 de abril, un Viernes Santo, en la playa Icacos de Acapulco. Fueron tres balazos: uno en el hombro, otro en el pulmón; el más grave le perforó el estómago. A pesar de la presencia de autoridades policiales en la zona, más de 4 000 elementos de la Guardia Nacional, nadie socorrió a Marco Antonio. Tras el ataque, una máquina mantuvo su respiración de forma artificial durante siete largos días y sus noches. El líder del Cecop se debatió entre la vida y la muerte en la sala de un hospital, hasta que el 25 de abril, uno de los líderes sociales más importantes del estado de Guerrero y de México, cerró los ojos al mundo.
Un día después de su fallecimiento, compañeros, campesinos y organizaciones sociales esperaban del otro lado del río Papagayo la panga que llevaba su féretro para despedirlo. Entre ovaciones, aplausos y lamentos desgarradores, se escuchaban los clamores por aquel hombre que cautivaba masas y que devolvió la dignidad a los suyos: el heredero de un linaje de defensores del territorio, de los bienes comunales de Cacahuatepec: “¡Marco, amigo, el pueblo está contigo!”.
Y, fiel a sus principios y a su conciencia, a los que nunca traicionó. Marco Antonio se fue cumpliendo con aquella promesa: nunca abandonar la tierra que amó y defendió, aunque le costara la misma vida.

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Durante más de 20 años defendió a las comunidades rurales de Acapulco, Guerrero. Sobrevivió a la cárcel, la represión y la criminalización, hasta que tres balas acabaron con su lucha.
Solía decir Marco Antonio Suástegui que si pudiera volver a nacer, lo haría en la misma tierra en la que su madre lo alumbró en un petate, en la cabecera de los Bienes Comunales de Cacahuatepec, un pueblo de Guerrero que el río Papagayo divide en dos; la tierra que defendió por más de dos décadas, hasta que un ataque y tres balazos acabaron con su vida.
Era final de abril del 2024 cuando lo visité por primera vez en aquella comarca del Acapulco rural. "Nosotros siempre defendimos la tierra. Luego nos dimos cuenta de que también se querían llevar nuestra forma de vida, el agua, nuestros recursos naturales", me dijo entonces frente al paisaje fluvial que lo vio nacer y crecer.
A esta tierra se llega cruzando en panga y a remo, para después caminar una colina que lleva hasta la plaza central: un terruño donde los cerdos deambulan como perros callejeros y buscan la sombra al mediodía, cuando el sol castiga más fuerte. Desde los capiteles del campanario de la iglesia, coronados con sendas cruces, el templo vigila desde las alturas la cancha de básquet en la que Marco Antonio Suástegui jugaba de niño y que hoy está abandonada. Alrededor, en los cerros verdes, crecen limones, mangos, jamaica y ajonjolí. Aquí este incansable defensor del territorio y los derechos de los comuneros de la localidad de Cacahuatepec construyó una trinchera de resistencia popular hasta el final de sus días.
Su lucha comenzó hace más de dos décadas con la creación del Consejo de Ejidos y Comunidades Opuestas a la presa La Parota (Cecop). La construcción de este megaproyecto significaba el despojo de los recursos naturales y la violación de los derechos humanos de la comunidad; significaba la privación del agua del río para saciar la sed y alimentar sus cultivos y sus tierras.
Te recomendamos leer el perfil de la activista Anabela Carlón.
“Una presa que traería cambios de uso de suelo y de propiedad, que iba a obligar a la reubicación de tantas localidades asentadas en nuestra cuenca, pisoteando nuestros derechos agrarios y humanos”, me contó Marco Antonio con la mirada puesta en el horizonte mientras se ceñía su sombrero negro.
Con el rostro serio y moreno, que su barba rasurada exhibía entero, señaló con su dedo índice el curso alto del río y dibujó una cortina imaginaria entre los peñones de los dos cerros. Al fondo, las pálidas nubes enmarañaban un cielo azul. "Allí querían levantar el Proyecto de la Muerte", así indicó el lugar usando el nombre con el que había rebautizado a la presa.
Esta obra hidráulica se planeó a principios de los setenta como una de las tantas presas construidas por Comisión Federal de Electricidad (CFE), que hoy son más 60. Iba a producir energía para abastecer de electricidad al centro del país, “imponiéndose sobre los derechos de indígenas, campesinos, ejidatarios y comuneros”, denunció el guerrerense. “Las comunidades íbamos a ser desplazadas, privadas de nuestras costumbres y valores, de nuestra dignidad. Se nos iba a arrebatar nuestro hogar, nuestra forma de vida”.
Lejos de beneficiar a los habitantes de la región y representar una oportunidad para generar mayor bienestar en uno de los estados con más altos niveles de pobreza en el país, tal como el gobierno federal había anunciado, el Proyecto de la Muerte “sólo traería más desigualdad social y exclusión territorial, beneficiando en exclusivo a las grandes empresas nacionales y extranjeras”, me explicaba el campesino rebelde.

“De casi 200 metros de altura, la presa nos iba a matar de sed abajo, y de ahogamiento arriba. Pero no nos dejamos. ¡Porque amamos la vida y de ahí subsistimos!”, reivindicaba el activista con su figura en cuclillas a la orilla del río donde lavaba sus manos. Las suyas eran manos de campesino, manos fuertes, robustas, de uñas limpias, aunque nunca dejaron de acariciar la tierra.
“Todo el mundo trae una herencia”, me contaba Marco Antonio mientras me guiaba por las veredas de Cacahuatepec. "Mi abuelo fue comisariado de bienes comunales, mi apá también. Yo no soy autoridad, no tengo esa ambición, pero sí seguí la lucha de mis ancestros. Siempre nos opusimos a los caciques, al autoritarismo, esa es una herencia con la que se nace”.
Además del carácter de su abuelo, heredó el machete de cuerno de toro que siempre llevaba colgado al hombro en una funda de piel, elaborado en Ayutla, de esos que ya casi no se fabrican.
También heredó el ganado. "Mi familia se dedicó a la crianza y ordeña, a la elaboración de queso, leche, requesón, carne. En los noventa llegamos a tener 400 cabezas", dijo. Y a la siembra de maíz. “La milpa da identidad, la esencia de un campesino, de un comunero”, decía.
La piel morena, otra herencia de su abuelo y de su padre:
Soy afrodescendiente, parte de mi sangre es de la Costa Chica, de San Marcos hacia el interior. Mi abuela era negra, mi abuelo indígena. Aunque son pocos los lugares donde todavía se habla náhuatl y la mayoría de las comunidades hemos perdido la lengua, nos asumimos como comunidad indígena. Y como pueblos originarios que somos, fuimos históricamente perseguidos. Nosotros, los pinches indios, los que defendemos la biodiversidad, los que siempre defendimos el medioambiente.
Mientras avanzábamos por los senderos que corrían paralelos a la ribera de su río, Marco Antonio me relataba aquella batalla que llevaba toda una vida liderando contra el extractivismo en una región azotada por las injusticias: la pobreza, la inseguridad, las prácticas cacicales, el despojo de lo comunal, la construcción de una presa.
Una lucha que sigue viva
El megaproyecto, parte del Plan Puebla Panamá, ahora conocido como Programa de Integración y Desarrollo de Mesoamérica (PIDM), pretendía exportar grandes cantidades de energía eléctrica para abastecer el centro del país. El cierre del cauce del río dejaría sin agua por varios años a los habitantes alrededor de la ribera, destruyendo la naturaleza de la zona, arrebatándoles sus recursos.
Según documentaron algunas organizaciones, como el Centro de Derechos Humanos de la Montaña (Tlachinollan), el proyecto de la CFE implicaría la inundación de 17 000 hectáreas de selva, de 36 comunidades integradas en 16 núcleos agrarios, y el desplazamiento indirecto de hasta 75 000 personas.
“El Proyecto de la Muerte se planeó como un ecocidio: inundaría nuestras tierras de cultivo, nuestros caminos y veredas, iba a desalojar a miles y miles de campesinos río abajo”, me explicó Marco Antonio frente al paisaje donde iba a construirse. Hoy gracias a su lucha, los campesinos siguen cruzando cada día en panga el río, refrescan sus rostros en su agua fresca, conservan la tierra donde cultivan sus milpas y sus árboles frutales.
Las presas, aseguraba, “traen muchos desplazados y miseria. Las presas las llevan a los países pobres para que los poderosos reciban y comercialicen la energía. Mientras, los problemas y los desastres que generan se quedan en el sur”, denunciaba el guerrerense, quien formó parte del Movimiento Mexicano de Afectados por las Presas y en Defensa de los Ríos (MAPDER), y había leído las investigaciones sobre el tema del antropólogo estadounidense Patrick McCully.
En México, las organizaciones de derechos humanos calculan que unas 200 000 personas han sido desplazadas por la construcción de presas. Pero los campesinos de las tierras comunales de Cacahuatepec lograron evitar ese destino.

Cansados del abuso, el despojo y la discriminación un día decidieron levantarse. Fue en enero del 2003, cuando la CFE ingresó ilegalmente en sus tierras comunales para comenzar a ejecutar obras sin informar a los campesinos sobre la afectación que implicaría la construcción.
Unos meses después, el 28 de julio de ese año, se instaló un primer plantón para impedir el acceso a la zona a la CFE.
“Aquellos mafiosos contaban con el permiso de la Semarnat, de la Profepa, de la Comisión Federal del Agua, pero les faltaba el más importante: el de los dueños de la tierra, no tenían la aprobación de comuneros, la licencia social de nosotros, los campesinos”.
En el verano de 2003, en un paraje de Cacahuatepec conocido como El Fraile, se gestó el Cecop y el grito de guerra que pronto se extendería a otros territorios de México: “¡La tierra no se vende, se ama y se defiende!”.
Ve el fotoensayo Montaña roja: la vida entre los menguantes campos de amapola.
Esta reivindicación, surgida como una voz desesperada de los pueblos, se alzó junto a los machetes que los campesinos sacaron por primera vez. Así cambiaron el destino de las comunidades rurales de Acapulco y el de su líder, Marco Antonio.
“Desde entonces llevo 20 años procesado como un criminal, firmando cada viernes en el reclusorio”, decía el líder del Cecop al que le fabricaron delitos que no había cometido, como robo a empresarios gavilleros y distintos homicidios. El gobierno lo quiso convertir en un delincuente. Pero, cuanto más provocadores eran los ataques contra él, más legendario se tornaba su nombre y más admirable la lucha que tantas cicatrices le dejó: cuatro veces preso, vivir como un criminal, las peores torturas, los compañeros asesinados, los desaparecidos. Entre ellos, su hermano Vicente Iván Suastegui, que sigue sin paradero conocido y al que nunca dejó de buscar.
“Las desapariciones son muy dolorosas”, decía Marco Antonio al evocar aquel 5 de agosto de 2021, cuando su hermano, que también sirvió como uno de los dirigentes del movimiento de resistencia, salió a trabajar con su taxi y sujetos armados lo siguieron y se lo llevaron.
"Hasta la fecha no sabemos qué pasó con Vicente, pero lo seguimos buscando", me contó la segunda vez que lo visité en sus tierras, dos meses después del primer encuentro. En aquella ocasión, en una vereda de las montañas de Cacahuatepec, el guerrerense sacó un póster de la guantera de su furgoneta azul. Mientras desplegaba el cartel, hizo suya la consigna histórica del Comité ¡Eureka!, la que volvió a resonar por los 43 estudiantes de Ayotzinapa: “¡Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!”. El mismo grito que los comuneros del Cecop siguen lanzando por sus compañeros encarcelados y asesinados tras oponerse a la construcción de una presa.

La batalla por el territorio que llegó a tribunales
Ante la resistencia social para frenar la construcción de La Parota y mientras se amenazaba de muerte y criminalizaba a los opositores, la CFE recurrió a formas antijurídicas, a la compra de conciencias y de votos, y orquestó asambleas comunales y ejidales fraudulentas que violaban la ley agraria.
El 25 de abril de 2004, gobierno y autoridades ejidales compradas —traidores no solo de su gente sino de identidad porque quien vende su tierra es como si vendiera a su madre, según decía Marco Antonio— simularon una asamblea ejidal de urgencia para autorizar la construcción de la presa y desalojar el territorio. Consiguieron más de 2 000 firmas. “Pero eran falsificaciones, de gente que no era comunera, que se había ido a Estados Unidos hacía tiempo, de personas fallecidas. “Aquel día salieron a votar hasta los muertos”, recordaba el líder del Cecop.
La batalla sobre el territorio trascendió a los tribunales: “De los cinco juicios agrarios que llevamos con el Centro de Derechos Humanos de la Montaña (Tlachinollan), todos se ganaron. Ya no eran solo los indios que se oponían, sino un recurso legal”.
Los jueces dieron la razón a los campesinos, todos los convenios que el Comisariado había firmado en aquella asamblea fueron declarados nulos. No se iba a construir La Parota. “Y aquella sentencia reforzó la lucha. Pero también nos trajo la rotura del tejido social de nuestras comunidades. El gobierno y la CFE echaron a andar al pueblo contra el propio pueblo”.
Y entonces, en agosto del 2005, el gobierno lanzó una ola de represión y violencia.
“Hubo enfrentamientos a machetazos, a mí me tocó llevar en brazos a compañeros a balazos, heridos”. El episodio de aquella violenta jornada que Marco Antonio recordaba con mayor claridad era el primer muerto del Cecop: Tomás Cruz Zamora. El 27 de septiembre recibió un balazo en la cabeza. Habían sido las autoridades. “Era de la comunidad Huamuchitos. No se olvida algo así, el frío de su cuerpo. Se me murió en las manos y luego tuve que darle la noticia a su esposa, a sus hijos”.
Tampoco se olvidaba de la prisión, donde ingresó hasta cuatro veces, donde lo torturaron de forma salvaje. “Me arrancaron las uñas. Una, dos, tres. Primero a pisotones, luego con pinzas”, contaba.
La cárcel como un antes y un después: un paréntesis entre una vida y la que le sigue: “No solo te lastiman, ya nunca eres el mismo. Todavía sueño con ella. Me levanto en la madrugada y recuerdo el horrible sonido de la chicharra que sonaba cada una de esas noches a las tres de la mañana y ya no duermo. Pero, todo el dolor valió la pena, porque conseguimos frenar el Proyecto de la Muerte”.

Perseguido sin tregua
Marco Antonio fue detenido por primera vez en 2004. “A mí primero me encarceló René Juárez Cisneros, priista. Luego me encarceló Zeferino Torreblanca Galindo, en el 2006, quien nos acusó falsamente a los del Cecop de robo y secuestro, giró órdenes de aprehensión. Y ahí comenzó el miedo en la gente”.
Casi una década después, en 2014, el gobernador Ángel Heladio Aguirre Rivero mandó a Marco Antonio y a otros luchadores sociales a un penal de máxima seguridad en Nayarit. Ahí el activista pasó un año y medio entre rejas, incomunicado y muy lejos de su familia.
“Fue muy humillante, allí había gente de 'La Tuta”, contó Marco Antonio, haciendo referencia a Servando Gómez Martínez, líder del grupo criminal conocido como Caballeros Templarios. "Y allá me metieron a mí, en una celda oscura desde la que no podía ver la luz del día. Me daban de comer tres tortillitas de plástico al día”, recordaba aquel episodio de su vida en el que perdió la mitad de los 100 kilos que pesaba.
Hay dos números que lo acompañaron como parte de su destino. Ambos con un 5 por delante. Uno, el 5735, es el número del crotal de uno de sus primeros becerros, y que portaba siempre como un llavero: “El de la res que más quise”, confesaba.
El segundo, el 5148 que lo identificaba como reo en la cárcel de Nayarit. “El número de un criminal en aquella prisión donde me amarraron como un perro. Yo creo que ni al Chapo Guzmán le hicieron eso. Pero, a pesar de aquel miserable trato, mis compañeros y yo nunca nos redoblamos, resistimos y conseguimos salir”.
Sin embargo, años después de su liberación, el 7 de enero de 2018, el entonces gobernador de Guerrero, Héctor Astudillo Flores, inició otra ola de persecución y represión contra los comuneros del Acapulco campesino.
“Fuimos detenidos de forma arbitraria por un operativo violento donde fueron asesinados tres integrantes del Cecop”, explicaba Marco Antonio. Entre los arrestados de aquella persecución política también estaba su hermano Vicente. En el trayecto a la Fiscalía los torturaron para obligarlos a declararse culpables. Pero ellos se negaron. El precio de mostrar aquella valentía resultó muy alto.
“Fue muy triste estar tanto tiempo lejos de la familia y de mi tierra. Yo tenía 25 años cuando comencé en esa lucha. Mi primera hija nació cuando yo estaba en el penal, y no pude verla crecer. El ser humano no debería vivir con odio ni con rencor, pero yo vivo con ellos”, confesó Marco Antonio, quien, si volviera a nacer, encararía la misma lucha. Esa que tantas cicatrices le dejó: cuatro veces preso, vivir como un criminal, las peores torturas, los compañeros asesinados, los desaparecidos. Toda una vida de lucha por la defensa del territorio, sobre el que todavía se ciernen un sinfín de amenazas.

El líder del Cecop advertía que, de todos los problemas que se cebaban en su Acapulco rural, la inseguridad y el agua eran los más graves, y estaban entrelazados: no podía entenderse uno sin el otro.
“No es posible que nuestras comunidades sigan viviendo en los cerros sin agua, que vivan con un río contaminado. El agua es para los humanos, para los animales, las plantas, para la tierra. ¡Pero se está usando para actividades extractivistas!”, denunciaba.
Y luego llegó la devastación de la naturaleza, las sequías por el cambio climático, los huracanes que arrasaron la región y se llevaron los medios de subsistencia de los campesinos. Después de Otis, contaba el activista, había nacido una nueva etapa para el movimiento, para rescatar a Cacahuatepec del olvido en el que se encontraban las comunidades: sin centros de salud, sin carreteras, sin buena alimentación, sin vivienda, sin baños.
Cuando lo visité por primera vez, justo hace un año, frente al paisaje fluvial que forma el río Papagayo, donde quisieron construir la presa La Parota, Marco Antonio compartió el futuro que quería para el Cecop: su anhelo era que la organización se centrara en reconstruir el tejido social que vino a romper la CFE con su Proyecto de la Muerte. “Queremos recuperar la paz social de una manera estratégica, para que en nuestras comunidades no haya ni ganadores ni vencidos porque todavía quedan resquicios de enemistad, padres con hijos, entre hermanos, sobrinos contra sus tíos”, advertía.
Otra de sus voluntades era encontrar estrategias para que el movimiento de resistencia creado hace más de dos décadas ilusionara a las nuevas generaciones. “En los jóvenes reside mi esperanza. Que la herencia de conocimiento aprendida de la lucha social sobreviva, que ellos tomen el relevo. Y que se dé más visibilidad a las mujeres. ¡Sin ellas nunca hubiéramos ganado esta batalla ni las que quedan!”, recordaba el hombre que, si volviera a nacer, encararía la misma lucha. La que tantas cicatrices le dejó: cuatro veces preso, vivir como un criminal, las peores torturas, los compañeros asesinados, los desaparecidos.
Pero en esta nueva etapa para el Cepoc, aseguraba, querían evadir la violencia: “No queremos ya una lucha armada, aunque siempre traigamos el machete, nuestro fiel compañero, nuestro inseparable”, me contaba con una mano aferrada al que heredó de su abuelo. “Queremos la paz, la dignidad y la justicia. ¡Todavía hoy somos perseguidos! Todavía hay compañeros que siguen presos, desaparecidos, como mi hermano Vicente, al que llevamos años buscando”.

La lucha seguía y vivía, evocaba a cada rato el líder social, en alerta siempre por una presa que consiguió frenar, pero que aún estaba al acecho. “Mientras el río siga corriendo, la amenaza de la Presa de la Muerte sigue latente porque en el agua, en la vida, ellos tienen fijados sus ojos”, me dijo, arrodillado ante el afluente. A su espalda, entre las veredas alrededor de la ribera y las palmeras cocoteras, se elevaban las montañas blancas: ese “oro gris” que maquinarias pesadas extraen cada día de la región bajo dominio de unas pocas familias.
Después de más de dos décadas de sublevación para frenar la construcción de la presa, las gravilleras se convirtieron en uno de los enemigos más devastadores de la región, al apropiarse de los recursos pétreos del río Papagayo. “Llegan y se lo llevan todo, los miserables esos. La grava, la arena, la piedra bola y la lama, el granzón…”, denunciaba Marco Antonio.
En 2007 el Cecop logró detener un par de gravilleras con la organización de consultas públicas. Sin embargo, las empresas clandestinas siguen operando, drenando el río, aquel que da vida a las comunidades de la zona rural de Acapulco. El crimen organizado, contaba el guerrerense, también amenazaba los recursos naturales de la región.
“Después de sufrir por la presa, después de pagar con tanta sangre, no nos vamos a rendir. El Cecop va a seguir para traer mejor vida a los pueblos. Las tierras de Cacahuatepec siempre se defendieron y nunca dejaremos de hacerlo”, juraba. Marco Antonio confiaba en que un día, no muy lejano, de sus tierras se diría que triunfó el pueblo: comunidades victoriosas, guardianes de un territorio al que quisieron despojar de sus recursos y su gente.
“Pero no pudieron. Y no me voy a ir nunca de mi tierra. Nunca la voy a abandonar, aunque me cueste la vida”, prometía el activista justo un año antes de ser asesinado.
El ataque sucedió el 18 de abril, un Viernes Santo, en la playa Icacos de Acapulco. Fueron tres balazos: uno en el hombro, otro en el pulmón; el más grave le perforó el estómago. A pesar de la presencia de autoridades policiales en la zona, más de 4 000 elementos de la Guardia Nacional, nadie socorrió a Marco Antonio. Tras el ataque, una máquina mantuvo su respiración de forma artificial durante siete largos días y sus noches. El líder del Cecop se debatió entre la vida y la muerte en la sala de un hospital, hasta que el 25 de abril, uno de los líderes sociales más importantes del estado de Guerrero y de México, cerró los ojos al mundo.
Un día después de su fallecimiento, compañeros, campesinos y organizaciones sociales esperaban del otro lado del río Papagayo la panga que llevaba su féretro para despedirlo. Entre ovaciones, aplausos y lamentos desgarradores, se escuchaban los clamores por aquel hombre que cautivaba masas y que devolvió la dignidad a los suyos: el heredero de un linaje de defensores del territorio, de los bienes comunales de Cacahuatepec: “¡Marco, amigo, el pueblo está contigo!”.
Y, fiel a sus principios y a su conciencia, a los que nunca traicionó. Marco Antonio se fue cumpliendo con aquella promesa: nunca abandonar la tierra que amó y defendió, aunque le costara la misma vida.

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Marco Antonio Suástegui dedicó su vida a defender el río Papagayo y resistir la presa La Parota en Guerrero. En abril de 2025 fue asesinado.
Durante más de 20 años defendió a las comunidades rurales de Acapulco, Guerrero. Sobrevivió a la cárcel, la represión y la criminalización, hasta que tres balas acabaron con su lucha.
Solía decir Marco Antonio Suástegui que si pudiera volver a nacer, lo haría en la misma tierra en la que su madre lo alumbró en un petate, en la cabecera de los Bienes Comunales de Cacahuatepec, un pueblo de Guerrero que el río Papagayo divide en dos; la tierra que defendió por más de dos décadas, hasta que un ataque y tres balazos acabaron con su vida.
Era final de abril del 2024 cuando lo visité por primera vez en aquella comarca del Acapulco rural. "Nosotros siempre defendimos la tierra. Luego nos dimos cuenta de que también se querían llevar nuestra forma de vida, el agua, nuestros recursos naturales", me dijo entonces frente al paisaje fluvial que lo vio nacer y crecer.
A esta tierra se llega cruzando en panga y a remo, para después caminar una colina que lleva hasta la plaza central: un terruño donde los cerdos deambulan como perros callejeros y buscan la sombra al mediodía, cuando el sol castiga más fuerte. Desde los capiteles del campanario de la iglesia, coronados con sendas cruces, el templo vigila desde las alturas la cancha de básquet en la que Marco Antonio Suástegui jugaba de niño y que hoy está abandonada. Alrededor, en los cerros verdes, crecen limones, mangos, jamaica y ajonjolí. Aquí este incansable defensor del territorio y los derechos de los comuneros de la localidad de Cacahuatepec construyó una trinchera de resistencia popular hasta el final de sus días.
Su lucha comenzó hace más de dos décadas con la creación del Consejo de Ejidos y Comunidades Opuestas a la presa La Parota (Cecop). La construcción de este megaproyecto significaba el despojo de los recursos naturales y la violación de los derechos humanos de la comunidad; significaba la privación del agua del río para saciar la sed y alimentar sus cultivos y sus tierras.
Te recomendamos leer el perfil de la activista Anabela Carlón.
“Una presa que traería cambios de uso de suelo y de propiedad, que iba a obligar a la reubicación de tantas localidades asentadas en nuestra cuenca, pisoteando nuestros derechos agrarios y humanos”, me contó Marco Antonio con la mirada puesta en el horizonte mientras se ceñía su sombrero negro.
Con el rostro serio y moreno, que su barba rasurada exhibía entero, señaló con su dedo índice el curso alto del río y dibujó una cortina imaginaria entre los peñones de los dos cerros. Al fondo, las pálidas nubes enmarañaban un cielo azul. "Allí querían levantar el Proyecto de la Muerte", así indicó el lugar usando el nombre con el que había rebautizado a la presa.
Esta obra hidráulica se planeó a principios de los setenta como una de las tantas presas construidas por Comisión Federal de Electricidad (CFE), que hoy son más 60. Iba a producir energía para abastecer de electricidad al centro del país, “imponiéndose sobre los derechos de indígenas, campesinos, ejidatarios y comuneros”, denunció el guerrerense. “Las comunidades íbamos a ser desplazadas, privadas de nuestras costumbres y valores, de nuestra dignidad. Se nos iba a arrebatar nuestro hogar, nuestra forma de vida”.
Lejos de beneficiar a los habitantes de la región y representar una oportunidad para generar mayor bienestar en uno de los estados con más altos niveles de pobreza en el país, tal como el gobierno federal había anunciado, el Proyecto de la Muerte “sólo traería más desigualdad social y exclusión territorial, beneficiando en exclusivo a las grandes empresas nacionales y extranjeras”, me explicaba el campesino rebelde.

“De casi 200 metros de altura, la presa nos iba a matar de sed abajo, y de ahogamiento arriba. Pero no nos dejamos. ¡Porque amamos la vida y de ahí subsistimos!”, reivindicaba el activista con su figura en cuclillas a la orilla del río donde lavaba sus manos. Las suyas eran manos de campesino, manos fuertes, robustas, de uñas limpias, aunque nunca dejaron de acariciar la tierra.
“Todo el mundo trae una herencia”, me contaba Marco Antonio mientras me guiaba por las veredas de Cacahuatepec. "Mi abuelo fue comisariado de bienes comunales, mi apá también. Yo no soy autoridad, no tengo esa ambición, pero sí seguí la lucha de mis ancestros. Siempre nos opusimos a los caciques, al autoritarismo, esa es una herencia con la que se nace”.
Además del carácter de su abuelo, heredó el machete de cuerno de toro que siempre llevaba colgado al hombro en una funda de piel, elaborado en Ayutla, de esos que ya casi no se fabrican.
También heredó el ganado. "Mi familia se dedicó a la crianza y ordeña, a la elaboración de queso, leche, requesón, carne. En los noventa llegamos a tener 400 cabezas", dijo. Y a la siembra de maíz. “La milpa da identidad, la esencia de un campesino, de un comunero”, decía.
La piel morena, otra herencia de su abuelo y de su padre:
Soy afrodescendiente, parte de mi sangre es de la Costa Chica, de San Marcos hacia el interior. Mi abuela era negra, mi abuelo indígena. Aunque son pocos los lugares donde todavía se habla náhuatl y la mayoría de las comunidades hemos perdido la lengua, nos asumimos como comunidad indígena. Y como pueblos originarios que somos, fuimos históricamente perseguidos. Nosotros, los pinches indios, los que defendemos la biodiversidad, los que siempre defendimos el medioambiente.
Mientras avanzábamos por los senderos que corrían paralelos a la ribera de su río, Marco Antonio me relataba aquella batalla que llevaba toda una vida liderando contra el extractivismo en una región azotada por las injusticias: la pobreza, la inseguridad, las prácticas cacicales, el despojo de lo comunal, la construcción de una presa.
Una lucha que sigue viva
El megaproyecto, parte del Plan Puebla Panamá, ahora conocido como Programa de Integración y Desarrollo de Mesoamérica (PIDM), pretendía exportar grandes cantidades de energía eléctrica para abastecer el centro del país. El cierre del cauce del río dejaría sin agua por varios años a los habitantes alrededor de la ribera, destruyendo la naturaleza de la zona, arrebatándoles sus recursos.
Según documentaron algunas organizaciones, como el Centro de Derechos Humanos de la Montaña (Tlachinollan), el proyecto de la CFE implicaría la inundación de 17 000 hectáreas de selva, de 36 comunidades integradas en 16 núcleos agrarios, y el desplazamiento indirecto de hasta 75 000 personas.
“El Proyecto de la Muerte se planeó como un ecocidio: inundaría nuestras tierras de cultivo, nuestros caminos y veredas, iba a desalojar a miles y miles de campesinos río abajo”, me explicó Marco Antonio frente al paisaje donde iba a construirse. Hoy gracias a su lucha, los campesinos siguen cruzando cada día en panga el río, refrescan sus rostros en su agua fresca, conservan la tierra donde cultivan sus milpas y sus árboles frutales.
Las presas, aseguraba, “traen muchos desplazados y miseria. Las presas las llevan a los países pobres para que los poderosos reciban y comercialicen la energía. Mientras, los problemas y los desastres que generan se quedan en el sur”, denunciaba el guerrerense, quien formó parte del Movimiento Mexicano de Afectados por las Presas y en Defensa de los Ríos (MAPDER), y había leído las investigaciones sobre el tema del antropólogo estadounidense Patrick McCully.
En México, las organizaciones de derechos humanos calculan que unas 200 000 personas han sido desplazadas por la construcción de presas. Pero los campesinos de las tierras comunales de Cacahuatepec lograron evitar ese destino.

Cansados del abuso, el despojo y la discriminación un día decidieron levantarse. Fue en enero del 2003, cuando la CFE ingresó ilegalmente en sus tierras comunales para comenzar a ejecutar obras sin informar a los campesinos sobre la afectación que implicaría la construcción.
Unos meses después, el 28 de julio de ese año, se instaló un primer plantón para impedir el acceso a la zona a la CFE.
“Aquellos mafiosos contaban con el permiso de la Semarnat, de la Profepa, de la Comisión Federal del Agua, pero les faltaba el más importante: el de los dueños de la tierra, no tenían la aprobación de comuneros, la licencia social de nosotros, los campesinos”.
En el verano de 2003, en un paraje de Cacahuatepec conocido como El Fraile, se gestó el Cecop y el grito de guerra que pronto se extendería a otros territorios de México: “¡La tierra no se vende, se ama y se defiende!”.
Ve el fotoensayo Montaña roja: la vida entre los menguantes campos de amapola.
Esta reivindicación, surgida como una voz desesperada de los pueblos, se alzó junto a los machetes que los campesinos sacaron por primera vez. Así cambiaron el destino de las comunidades rurales de Acapulco y el de su líder, Marco Antonio.
“Desde entonces llevo 20 años procesado como un criminal, firmando cada viernes en el reclusorio”, decía el líder del Cecop al que le fabricaron delitos que no había cometido, como robo a empresarios gavilleros y distintos homicidios. El gobierno lo quiso convertir en un delincuente. Pero, cuanto más provocadores eran los ataques contra él, más legendario se tornaba su nombre y más admirable la lucha que tantas cicatrices le dejó: cuatro veces preso, vivir como un criminal, las peores torturas, los compañeros asesinados, los desaparecidos. Entre ellos, su hermano Vicente Iván Suastegui, que sigue sin paradero conocido y al que nunca dejó de buscar.
“Las desapariciones son muy dolorosas”, decía Marco Antonio al evocar aquel 5 de agosto de 2021, cuando su hermano, que también sirvió como uno de los dirigentes del movimiento de resistencia, salió a trabajar con su taxi y sujetos armados lo siguieron y se lo llevaron.
"Hasta la fecha no sabemos qué pasó con Vicente, pero lo seguimos buscando", me contó la segunda vez que lo visité en sus tierras, dos meses después del primer encuentro. En aquella ocasión, en una vereda de las montañas de Cacahuatepec, el guerrerense sacó un póster de la guantera de su furgoneta azul. Mientras desplegaba el cartel, hizo suya la consigna histórica del Comité ¡Eureka!, la que volvió a resonar por los 43 estudiantes de Ayotzinapa: “¡Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!”. El mismo grito que los comuneros del Cecop siguen lanzando por sus compañeros encarcelados y asesinados tras oponerse a la construcción de una presa.

La batalla por el territorio que llegó a tribunales
Ante la resistencia social para frenar la construcción de La Parota y mientras se amenazaba de muerte y criminalizaba a los opositores, la CFE recurrió a formas antijurídicas, a la compra de conciencias y de votos, y orquestó asambleas comunales y ejidales fraudulentas que violaban la ley agraria.
El 25 de abril de 2004, gobierno y autoridades ejidales compradas —traidores no solo de su gente sino de identidad porque quien vende su tierra es como si vendiera a su madre, según decía Marco Antonio— simularon una asamblea ejidal de urgencia para autorizar la construcción de la presa y desalojar el territorio. Consiguieron más de 2 000 firmas. “Pero eran falsificaciones, de gente que no era comunera, que se había ido a Estados Unidos hacía tiempo, de personas fallecidas. “Aquel día salieron a votar hasta los muertos”, recordaba el líder del Cecop.
La batalla sobre el territorio trascendió a los tribunales: “De los cinco juicios agrarios que llevamos con el Centro de Derechos Humanos de la Montaña (Tlachinollan), todos se ganaron. Ya no eran solo los indios que se oponían, sino un recurso legal”.
Los jueces dieron la razón a los campesinos, todos los convenios que el Comisariado había firmado en aquella asamblea fueron declarados nulos. No se iba a construir La Parota. “Y aquella sentencia reforzó la lucha. Pero también nos trajo la rotura del tejido social de nuestras comunidades. El gobierno y la CFE echaron a andar al pueblo contra el propio pueblo”.
Y entonces, en agosto del 2005, el gobierno lanzó una ola de represión y violencia.
“Hubo enfrentamientos a machetazos, a mí me tocó llevar en brazos a compañeros a balazos, heridos”. El episodio de aquella violenta jornada que Marco Antonio recordaba con mayor claridad era el primer muerto del Cecop: Tomás Cruz Zamora. El 27 de septiembre recibió un balazo en la cabeza. Habían sido las autoridades. “Era de la comunidad Huamuchitos. No se olvida algo así, el frío de su cuerpo. Se me murió en las manos y luego tuve que darle la noticia a su esposa, a sus hijos”.
Tampoco se olvidaba de la prisión, donde ingresó hasta cuatro veces, donde lo torturaron de forma salvaje. “Me arrancaron las uñas. Una, dos, tres. Primero a pisotones, luego con pinzas”, contaba.
La cárcel como un antes y un después: un paréntesis entre una vida y la que le sigue: “No solo te lastiman, ya nunca eres el mismo. Todavía sueño con ella. Me levanto en la madrugada y recuerdo el horrible sonido de la chicharra que sonaba cada una de esas noches a las tres de la mañana y ya no duermo. Pero, todo el dolor valió la pena, porque conseguimos frenar el Proyecto de la Muerte”.

Perseguido sin tregua
Marco Antonio fue detenido por primera vez en 2004. “A mí primero me encarceló René Juárez Cisneros, priista. Luego me encarceló Zeferino Torreblanca Galindo, en el 2006, quien nos acusó falsamente a los del Cecop de robo y secuestro, giró órdenes de aprehensión. Y ahí comenzó el miedo en la gente”.
Casi una década después, en 2014, el gobernador Ángel Heladio Aguirre Rivero mandó a Marco Antonio y a otros luchadores sociales a un penal de máxima seguridad en Nayarit. Ahí el activista pasó un año y medio entre rejas, incomunicado y muy lejos de su familia.
“Fue muy humillante, allí había gente de 'La Tuta”, contó Marco Antonio, haciendo referencia a Servando Gómez Martínez, líder del grupo criminal conocido como Caballeros Templarios. "Y allá me metieron a mí, en una celda oscura desde la que no podía ver la luz del día. Me daban de comer tres tortillitas de plástico al día”, recordaba aquel episodio de su vida en el que perdió la mitad de los 100 kilos que pesaba.
Hay dos números que lo acompañaron como parte de su destino. Ambos con un 5 por delante. Uno, el 5735, es el número del crotal de uno de sus primeros becerros, y que portaba siempre como un llavero: “El de la res que más quise”, confesaba.
El segundo, el 5148 que lo identificaba como reo en la cárcel de Nayarit. “El número de un criminal en aquella prisión donde me amarraron como un perro. Yo creo que ni al Chapo Guzmán le hicieron eso. Pero, a pesar de aquel miserable trato, mis compañeros y yo nunca nos redoblamos, resistimos y conseguimos salir”.
Sin embargo, años después de su liberación, el 7 de enero de 2018, el entonces gobernador de Guerrero, Héctor Astudillo Flores, inició otra ola de persecución y represión contra los comuneros del Acapulco campesino.
“Fuimos detenidos de forma arbitraria por un operativo violento donde fueron asesinados tres integrantes del Cecop”, explicaba Marco Antonio. Entre los arrestados de aquella persecución política también estaba su hermano Vicente. En el trayecto a la Fiscalía los torturaron para obligarlos a declararse culpables. Pero ellos se negaron. El precio de mostrar aquella valentía resultó muy alto.
“Fue muy triste estar tanto tiempo lejos de la familia y de mi tierra. Yo tenía 25 años cuando comencé en esa lucha. Mi primera hija nació cuando yo estaba en el penal, y no pude verla crecer. El ser humano no debería vivir con odio ni con rencor, pero yo vivo con ellos”, confesó Marco Antonio, quien, si volviera a nacer, encararía la misma lucha. Esa que tantas cicatrices le dejó: cuatro veces preso, vivir como un criminal, las peores torturas, los compañeros asesinados, los desaparecidos. Toda una vida de lucha por la defensa del territorio, sobre el que todavía se ciernen un sinfín de amenazas.

El líder del Cecop advertía que, de todos los problemas que se cebaban en su Acapulco rural, la inseguridad y el agua eran los más graves, y estaban entrelazados: no podía entenderse uno sin el otro.
“No es posible que nuestras comunidades sigan viviendo en los cerros sin agua, que vivan con un río contaminado. El agua es para los humanos, para los animales, las plantas, para la tierra. ¡Pero se está usando para actividades extractivistas!”, denunciaba.
Y luego llegó la devastación de la naturaleza, las sequías por el cambio climático, los huracanes que arrasaron la región y se llevaron los medios de subsistencia de los campesinos. Después de Otis, contaba el activista, había nacido una nueva etapa para el movimiento, para rescatar a Cacahuatepec del olvido en el que se encontraban las comunidades: sin centros de salud, sin carreteras, sin buena alimentación, sin vivienda, sin baños.
Cuando lo visité por primera vez, justo hace un año, frente al paisaje fluvial que forma el río Papagayo, donde quisieron construir la presa La Parota, Marco Antonio compartió el futuro que quería para el Cecop: su anhelo era que la organización se centrara en reconstruir el tejido social que vino a romper la CFE con su Proyecto de la Muerte. “Queremos recuperar la paz social de una manera estratégica, para que en nuestras comunidades no haya ni ganadores ni vencidos porque todavía quedan resquicios de enemistad, padres con hijos, entre hermanos, sobrinos contra sus tíos”, advertía.
Otra de sus voluntades era encontrar estrategias para que el movimiento de resistencia creado hace más de dos décadas ilusionara a las nuevas generaciones. “En los jóvenes reside mi esperanza. Que la herencia de conocimiento aprendida de la lucha social sobreviva, que ellos tomen el relevo. Y que se dé más visibilidad a las mujeres. ¡Sin ellas nunca hubiéramos ganado esta batalla ni las que quedan!”, recordaba el hombre que, si volviera a nacer, encararía la misma lucha. La que tantas cicatrices le dejó: cuatro veces preso, vivir como un criminal, las peores torturas, los compañeros asesinados, los desaparecidos.
Pero en esta nueva etapa para el Cepoc, aseguraba, querían evadir la violencia: “No queremos ya una lucha armada, aunque siempre traigamos el machete, nuestro fiel compañero, nuestro inseparable”, me contaba con una mano aferrada al que heredó de su abuelo. “Queremos la paz, la dignidad y la justicia. ¡Todavía hoy somos perseguidos! Todavía hay compañeros que siguen presos, desaparecidos, como mi hermano Vicente, al que llevamos años buscando”.

La lucha seguía y vivía, evocaba a cada rato el líder social, en alerta siempre por una presa que consiguió frenar, pero que aún estaba al acecho. “Mientras el río siga corriendo, la amenaza de la Presa de la Muerte sigue latente porque en el agua, en la vida, ellos tienen fijados sus ojos”, me dijo, arrodillado ante el afluente. A su espalda, entre las veredas alrededor de la ribera y las palmeras cocoteras, se elevaban las montañas blancas: ese “oro gris” que maquinarias pesadas extraen cada día de la región bajo dominio de unas pocas familias.
Después de más de dos décadas de sublevación para frenar la construcción de la presa, las gravilleras se convirtieron en uno de los enemigos más devastadores de la región, al apropiarse de los recursos pétreos del río Papagayo. “Llegan y se lo llevan todo, los miserables esos. La grava, la arena, la piedra bola y la lama, el granzón…”, denunciaba Marco Antonio.
En 2007 el Cecop logró detener un par de gravilleras con la organización de consultas públicas. Sin embargo, las empresas clandestinas siguen operando, drenando el río, aquel que da vida a las comunidades de la zona rural de Acapulco. El crimen organizado, contaba el guerrerense, también amenazaba los recursos naturales de la región.
“Después de sufrir por la presa, después de pagar con tanta sangre, no nos vamos a rendir. El Cecop va a seguir para traer mejor vida a los pueblos. Las tierras de Cacahuatepec siempre se defendieron y nunca dejaremos de hacerlo”, juraba. Marco Antonio confiaba en que un día, no muy lejano, de sus tierras se diría que triunfó el pueblo: comunidades victoriosas, guardianes de un territorio al que quisieron despojar de sus recursos y su gente.
“Pero no pudieron. Y no me voy a ir nunca de mi tierra. Nunca la voy a abandonar, aunque me cueste la vida”, prometía el activista justo un año antes de ser asesinado.
El ataque sucedió el 18 de abril, un Viernes Santo, en la playa Icacos de Acapulco. Fueron tres balazos: uno en el hombro, otro en el pulmón; el más grave le perforó el estómago. A pesar de la presencia de autoridades policiales en la zona, más de 4 000 elementos de la Guardia Nacional, nadie socorrió a Marco Antonio. Tras el ataque, una máquina mantuvo su respiración de forma artificial durante siete largos días y sus noches. El líder del Cecop se debatió entre la vida y la muerte en la sala de un hospital, hasta que el 25 de abril, uno de los líderes sociales más importantes del estado de Guerrero y de México, cerró los ojos al mundo.
Un día después de su fallecimiento, compañeros, campesinos y organizaciones sociales esperaban del otro lado del río Papagayo la panga que llevaba su féretro para despedirlo. Entre ovaciones, aplausos y lamentos desgarradores, se escuchaban los clamores por aquel hombre que cautivaba masas y que devolvió la dignidad a los suyos: el heredero de un linaje de defensores del territorio, de los bienes comunales de Cacahuatepec: “¡Marco, amigo, el pueblo está contigo!”.
Y, fiel a sus principios y a su conciencia, a los que nunca traicionó. Marco Antonio se fue cumpliendo con aquella promesa: nunca abandonar la tierra que amó y defendió, aunque le costara la misma vida.

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Durante más de 20 años defendió a las comunidades rurales de Acapulco, Guerrero. Sobrevivió a la cárcel, la represión y la criminalización, hasta que tres balas acabaron con su lucha.
Solía decir Marco Antonio Suástegui que si pudiera volver a nacer, lo haría en la misma tierra en la que su madre lo alumbró en un petate, en la cabecera de los Bienes Comunales de Cacahuatepec, un pueblo de Guerrero que el río Papagayo divide en dos; la tierra que defendió por más de dos décadas, hasta que un ataque y tres balazos acabaron con su vida.
Era final de abril del 2024 cuando lo visité por primera vez en aquella comarca del Acapulco rural. "Nosotros siempre defendimos la tierra. Luego nos dimos cuenta de que también se querían llevar nuestra forma de vida, el agua, nuestros recursos naturales", me dijo entonces frente al paisaje fluvial que lo vio nacer y crecer.
A esta tierra se llega cruzando en panga y a remo, para después caminar una colina que lleva hasta la plaza central: un terruño donde los cerdos deambulan como perros callejeros y buscan la sombra al mediodía, cuando el sol castiga más fuerte. Desde los capiteles del campanario de la iglesia, coronados con sendas cruces, el templo vigila desde las alturas la cancha de básquet en la que Marco Antonio Suástegui jugaba de niño y que hoy está abandonada. Alrededor, en los cerros verdes, crecen limones, mangos, jamaica y ajonjolí. Aquí este incansable defensor del territorio y los derechos de los comuneros de la localidad de Cacahuatepec construyó una trinchera de resistencia popular hasta el final de sus días.
Su lucha comenzó hace más de dos décadas con la creación del Consejo de Ejidos y Comunidades Opuestas a la presa La Parota (Cecop). La construcción de este megaproyecto significaba el despojo de los recursos naturales y la violación de los derechos humanos de la comunidad; significaba la privación del agua del río para saciar la sed y alimentar sus cultivos y sus tierras.
Te recomendamos leer el perfil de la activista Anabela Carlón.
“Una presa que traería cambios de uso de suelo y de propiedad, que iba a obligar a la reubicación de tantas localidades asentadas en nuestra cuenca, pisoteando nuestros derechos agrarios y humanos”, me contó Marco Antonio con la mirada puesta en el horizonte mientras se ceñía su sombrero negro.
Con el rostro serio y moreno, que su barba rasurada exhibía entero, señaló con su dedo índice el curso alto del río y dibujó una cortina imaginaria entre los peñones de los dos cerros. Al fondo, las pálidas nubes enmarañaban un cielo azul. "Allí querían levantar el Proyecto de la Muerte", así indicó el lugar usando el nombre con el que había rebautizado a la presa.
Esta obra hidráulica se planeó a principios de los setenta como una de las tantas presas construidas por Comisión Federal de Electricidad (CFE), que hoy son más 60. Iba a producir energía para abastecer de electricidad al centro del país, “imponiéndose sobre los derechos de indígenas, campesinos, ejidatarios y comuneros”, denunció el guerrerense. “Las comunidades íbamos a ser desplazadas, privadas de nuestras costumbres y valores, de nuestra dignidad. Se nos iba a arrebatar nuestro hogar, nuestra forma de vida”.
Lejos de beneficiar a los habitantes de la región y representar una oportunidad para generar mayor bienestar en uno de los estados con más altos niveles de pobreza en el país, tal como el gobierno federal había anunciado, el Proyecto de la Muerte “sólo traería más desigualdad social y exclusión territorial, beneficiando en exclusivo a las grandes empresas nacionales y extranjeras”, me explicaba el campesino rebelde.

“De casi 200 metros de altura, la presa nos iba a matar de sed abajo, y de ahogamiento arriba. Pero no nos dejamos. ¡Porque amamos la vida y de ahí subsistimos!”, reivindicaba el activista con su figura en cuclillas a la orilla del río donde lavaba sus manos. Las suyas eran manos de campesino, manos fuertes, robustas, de uñas limpias, aunque nunca dejaron de acariciar la tierra.
“Todo el mundo trae una herencia”, me contaba Marco Antonio mientras me guiaba por las veredas de Cacahuatepec. "Mi abuelo fue comisariado de bienes comunales, mi apá también. Yo no soy autoridad, no tengo esa ambición, pero sí seguí la lucha de mis ancestros. Siempre nos opusimos a los caciques, al autoritarismo, esa es una herencia con la que se nace”.
Además del carácter de su abuelo, heredó el machete de cuerno de toro que siempre llevaba colgado al hombro en una funda de piel, elaborado en Ayutla, de esos que ya casi no se fabrican.
También heredó el ganado. "Mi familia se dedicó a la crianza y ordeña, a la elaboración de queso, leche, requesón, carne. En los noventa llegamos a tener 400 cabezas", dijo. Y a la siembra de maíz. “La milpa da identidad, la esencia de un campesino, de un comunero”, decía.
La piel morena, otra herencia de su abuelo y de su padre:
Soy afrodescendiente, parte de mi sangre es de la Costa Chica, de San Marcos hacia el interior. Mi abuela era negra, mi abuelo indígena. Aunque son pocos los lugares donde todavía se habla náhuatl y la mayoría de las comunidades hemos perdido la lengua, nos asumimos como comunidad indígena. Y como pueblos originarios que somos, fuimos históricamente perseguidos. Nosotros, los pinches indios, los que defendemos la biodiversidad, los que siempre defendimos el medioambiente.
Mientras avanzábamos por los senderos que corrían paralelos a la ribera de su río, Marco Antonio me relataba aquella batalla que llevaba toda una vida liderando contra el extractivismo en una región azotada por las injusticias: la pobreza, la inseguridad, las prácticas cacicales, el despojo de lo comunal, la construcción de una presa.
Una lucha que sigue viva
El megaproyecto, parte del Plan Puebla Panamá, ahora conocido como Programa de Integración y Desarrollo de Mesoamérica (PIDM), pretendía exportar grandes cantidades de energía eléctrica para abastecer el centro del país. El cierre del cauce del río dejaría sin agua por varios años a los habitantes alrededor de la ribera, destruyendo la naturaleza de la zona, arrebatándoles sus recursos.
Según documentaron algunas organizaciones, como el Centro de Derechos Humanos de la Montaña (Tlachinollan), el proyecto de la CFE implicaría la inundación de 17 000 hectáreas de selva, de 36 comunidades integradas en 16 núcleos agrarios, y el desplazamiento indirecto de hasta 75 000 personas.
“El Proyecto de la Muerte se planeó como un ecocidio: inundaría nuestras tierras de cultivo, nuestros caminos y veredas, iba a desalojar a miles y miles de campesinos río abajo”, me explicó Marco Antonio frente al paisaje donde iba a construirse. Hoy gracias a su lucha, los campesinos siguen cruzando cada día en panga el río, refrescan sus rostros en su agua fresca, conservan la tierra donde cultivan sus milpas y sus árboles frutales.
Las presas, aseguraba, “traen muchos desplazados y miseria. Las presas las llevan a los países pobres para que los poderosos reciban y comercialicen la energía. Mientras, los problemas y los desastres que generan se quedan en el sur”, denunciaba el guerrerense, quien formó parte del Movimiento Mexicano de Afectados por las Presas y en Defensa de los Ríos (MAPDER), y había leído las investigaciones sobre el tema del antropólogo estadounidense Patrick McCully.
En México, las organizaciones de derechos humanos calculan que unas 200 000 personas han sido desplazadas por la construcción de presas. Pero los campesinos de las tierras comunales de Cacahuatepec lograron evitar ese destino.

Cansados del abuso, el despojo y la discriminación un día decidieron levantarse. Fue en enero del 2003, cuando la CFE ingresó ilegalmente en sus tierras comunales para comenzar a ejecutar obras sin informar a los campesinos sobre la afectación que implicaría la construcción.
Unos meses después, el 28 de julio de ese año, se instaló un primer plantón para impedir el acceso a la zona a la CFE.
“Aquellos mafiosos contaban con el permiso de la Semarnat, de la Profepa, de la Comisión Federal del Agua, pero les faltaba el más importante: el de los dueños de la tierra, no tenían la aprobación de comuneros, la licencia social de nosotros, los campesinos”.
En el verano de 2003, en un paraje de Cacahuatepec conocido como El Fraile, se gestó el Cecop y el grito de guerra que pronto se extendería a otros territorios de México: “¡La tierra no se vende, se ama y se defiende!”.
Ve el fotoensayo Montaña roja: la vida entre los menguantes campos de amapola.
Esta reivindicación, surgida como una voz desesperada de los pueblos, se alzó junto a los machetes que los campesinos sacaron por primera vez. Así cambiaron el destino de las comunidades rurales de Acapulco y el de su líder, Marco Antonio.
“Desde entonces llevo 20 años procesado como un criminal, firmando cada viernes en el reclusorio”, decía el líder del Cecop al que le fabricaron delitos que no había cometido, como robo a empresarios gavilleros y distintos homicidios. El gobierno lo quiso convertir en un delincuente. Pero, cuanto más provocadores eran los ataques contra él, más legendario se tornaba su nombre y más admirable la lucha que tantas cicatrices le dejó: cuatro veces preso, vivir como un criminal, las peores torturas, los compañeros asesinados, los desaparecidos. Entre ellos, su hermano Vicente Iván Suastegui, que sigue sin paradero conocido y al que nunca dejó de buscar.
“Las desapariciones son muy dolorosas”, decía Marco Antonio al evocar aquel 5 de agosto de 2021, cuando su hermano, que también sirvió como uno de los dirigentes del movimiento de resistencia, salió a trabajar con su taxi y sujetos armados lo siguieron y se lo llevaron.
"Hasta la fecha no sabemos qué pasó con Vicente, pero lo seguimos buscando", me contó la segunda vez que lo visité en sus tierras, dos meses después del primer encuentro. En aquella ocasión, en una vereda de las montañas de Cacahuatepec, el guerrerense sacó un póster de la guantera de su furgoneta azul. Mientras desplegaba el cartel, hizo suya la consigna histórica del Comité ¡Eureka!, la que volvió a resonar por los 43 estudiantes de Ayotzinapa: “¡Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!”. El mismo grito que los comuneros del Cecop siguen lanzando por sus compañeros encarcelados y asesinados tras oponerse a la construcción de una presa.

La batalla por el territorio que llegó a tribunales
Ante la resistencia social para frenar la construcción de La Parota y mientras se amenazaba de muerte y criminalizaba a los opositores, la CFE recurrió a formas antijurídicas, a la compra de conciencias y de votos, y orquestó asambleas comunales y ejidales fraudulentas que violaban la ley agraria.
El 25 de abril de 2004, gobierno y autoridades ejidales compradas —traidores no solo de su gente sino de identidad porque quien vende su tierra es como si vendiera a su madre, según decía Marco Antonio— simularon una asamblea ejidal de urgencia para autorizar la construcción de la presa y desalojar el territorio. Consiguieron más de 2 000 firmas. “Pero eran falsificaciones, de gente que no era comunera, que se había ido a Estados Unidos hacía tiempo, de personas fallecidas. “Aquel día salieron a votar hasta los muertos”, recordaba el líder del Cecop.
La batalla sobre el territorio trascendió a los tribunales: “De los cinco juicios agrarios que llevamos con el Centro de Derechos Humanos de la Montaña (Tlachinollan), todos se ganaron. Ya no eran solo los indios que se oponían, sino un recurso legal”.
Los jueces dieron la razón a los campesinos, todos los convenios que el Comisariado había firmado en aquella asamblea fueron declarados nulos. No se iba a construir La Parota. “Y aquella sentencia reforzó la lucha. Pero también nos trajo la rotura del tejido social de nuestras comunidades. El gobierno y la CFE echaron a andar al pueblo contra el propio pueblo”.
Y entonces, en agosto del 2005, el gobierno lanzó una ola de represión y violencia.
“Hubo enfrentamientos a machetazos, a mí me tocó llevar en brazos a compañeros a balazos, heridos”. El episodio de aquella violenta jornada que Marco Antonio recordaba con mayor claridad era el primer muerto del Cecop: Tomás Cruz Zamora. El 27 de septiembre recibió un balazo en la cabeza. Habían sido las autoridades. “Era de la comunidad Huamuchitos. No se olvida algo así, el frío de su cuerpo. Se me murió en las manos y luego tuve que darle la noticia a su esposa, a sus hijos”.
Tampoco se olvidaba de la prisión, donde ingresó hasta cuatro veces, donde lo torturaron de forma salvaje. “Me arrancaron las uñas. Una, dos, tres. Primero a pisotones, luego con pinzas”, contaba.
La cárcel como un antes y un después: un paréntesis entre una vida y la que le sigue: “No solo te lastiman, ya nunca eres el mismo. Todavía sueño con ella. Me levanto en la madrugada y recuerdo el horrible sonido de la chicharra que sonaba cada una de esas noches a las tres de la mañana y ya no duermo. Pero, todo el dolor valió la pena, porque conseguimos frenar el Proyecto de la Muerte”.

Perseguido sin tregua
Marco Antonio fue detenido por primera vez en 2004. “A mí primero me encarceló René Juárez Cisneros, priista. Luego me encarceló Zeferino Torreblanca Galindo, en el 2006, quien nos acusó falsamente a los del Cecop de robo y secuestro, giró órdenes de aprehensión. Y ahí comenzó el miedo en la gente”.
Casi una década después, en 2014, el gobernador Ángel Heladio Aguirre Rivero mandó a Marco Antonio y a otros luchadores sociales a un penal de máxima seguridad en Nayarit. Ahí el activista pasó un año y medio entre rejas, incomunicado y muy lejos de su familia.
“Fue muy humillante, allí había gente de 'La Tuta”, contó Marco Antonio, haciendo referencia a Servando Gómez Martínez, líder del grupo criminal conocido como Caballeros Templarios. "Y allá me metieron a mí, en una celda oscura desde la que no podía ver la luz del día. Me daban de comer tres tortillitas de plástico al día”, recordaba aquel episodio de su vida en el que perdió la mitad de los 100 kilos que pesaba.
Hay dos números que lo acompañaron como parte de su destino. Ambos con un 5 por delante. Uno, el 5735, es el número del crotal de uno de sus primeros becerros, y que portaba siempre como un llavero: “El de la res que más quise”, confesaba.
El segundo, el 5148 que lo identificaba como reo en la cárcel de Nayarit. “El número de un criminal en aquella prisión donde me amarraron como un perro. Yo creo que ni al Chapo Guzmán le hicieron eso. Pero, a pesar de aquel miserable trato, mis compañeros y yo nunca nos redoblamos, resistimos y conseguimos salir”.
Sin embargo, años después de su liberación, el 7 de enero de 2018, el entonces gobernador de Guerrero, Héctor Astudillo Flores, inició otra ola de persecución y represión contra los comuneros del Acapulco campesino.
“Fuimos detenidos de forma arbitraria por un operativo violento donde fueron asesinados tres integrantes del Cecop”, explicaba Marco Antonio. Entre los arrestados de aquella persecución política también estaba su hermano Vicente. En el trayecto a la Fiscalía los torturaron para obligarlos a declararse culpables. Pero ellos se negaron. El precio de mostrar aquella valentía resultó muy alto.
“Fue muy triste estar tanto tiempo lejos de la familia y de mi tierra. Yo tenía 25 años cuando comencé en esa lucha. Mi primera hija nació cuando yo estaba en el penal, y no pude verla crecer. El ser humano no debería vivir con odio ni con rencor, pero yo vivo con ellos”, confesó Marco Antonio, quien, si volviera a nacer, encararía la misma lucha. Esa que tantas cicatrices le dejó: cuatro veces preso, vivir como un criminal, las peores torturas, los compañeros asesinados, los desaparecidos. Toda una vida de lucha por la defensa del territorio, sobre el que todavía se ciernen un sinfín de amenazas.

El líder del Cecop advertía que, de todos los problemas que se cebaban en su Acapulco rural, la inseguridad y el agua eran los más graves, y estaban entrelazados: no podía entenderse uno sin el otro.
“No es posible que nuestras comunidades sigan viviendo en los cerros sin agua, que vivan con un río contaminado. El agua es para los humanos, para los animales, las plantas, para la tierra. ¡Pero se está usando para actividades extractivistas!”, denunciaba.
Y luego llegó la devastación de la naturaleza, las sequías por el cambio climático, los huracanes que arrasaron la región y se llevaron los medios de subsistencia de los campesinos. Después de Otis, contaba el activista, había nacido una nueva etapa para el movimiento, para rescatar a Cacahuatepec del olvido en el que se encontraban las comunidades: sin centros de salud, sin carreteras, sin buena alimentación, sin vivienda, sin baños.
Cuando lo visité por primera vez, justo hace un año, frente al paisaje fluvial que forma el río Papagayo, donde quisieron construir la presa La Parota, Marco Antonio compartió el futuro que quería para el Cecop: su anhelo era que la organización se centrara en reconstruir el tejido social que vino a romper la CFE con su Proyecto de la Muerte. “Queremos recuperar la paz social de una manera estratégica, para que en nuestras comunidades no haya ni ganadores ni vencidos porque todavía quedan resquicios de enemistad, padres con hijos, entre hermanos, sobrinos contra sus tíos”, advertía.
Otra de sus voluntades era encontrar estrategias para que el movimiento de resistencia creado hace más de dos décadas ilusionara a las nuevas generaciones. “En los jóvenes reside mi esperanza. Que la herencia de conocimiento aprendida de la lucha social sobreviva, que ellos tomen el relevo. Y que se dé más visibilidad a las mujeres. ¡Sin ellas nunca hubiéramos ganado esta batalla ni las que quedan!”, recordaba el hombre que, si volviera a nacer, encararía la misma lucha. La que tantas cicatrices le dejó: cuatro veces preso, vivir como un criminal, las peores torturas, los compañeros asesinados, los desaparecidos.
Pero en esta nueva etapa para el Cepoc, aseguraba, querían evadir la violencia: “No queremos ya una lucha armada, aunque siempre traigamos el machete, nuestro fiel compañero, nuestro inseparable”, me contaba con una mano aferrada al que heredó de su abuelo. “Queremos la paz, la dignidad y la justicia. ¡Todavía hoy somos perseguidos! Todavía hay compañeros que siguen presos, desaparecidos, como mi hermano Vicente, al que llevamos años buscando”.

La lucha seguía y vivía, evocaba a cada rato el líder social, en alerta siempre por una presa que consiguió frenar, pero que aún estaba al acecho. “Mientras el río siga corriendo, la amenaza de la Presa de la Muerte sigue latente porque en el agua, en la vida, ellos tienen fijados sus ojos”, me dijo, arrodillado ante el afluente. A su espalda, entre las veredas alrededor de la ribera y las palmeras cocoteras, se elevaban las montañas blancas: ese “oro gris” que maquinarias pesadas extraen cada día de la región bajo dominio de unas pocas familias.
Después de más de dos décadas de sublevación para frenar la construcción de la presa, las gravilleras se convirtieron en uno de los enemigos más devastadores de la región, al apropiarse de los recursos pétreos del río Papagayo. “Llegan y se lo llevan todo, los miserables esos. La grava, la arena, la piedra bola y la lama, el granzón…”, denunciaba Marco Antonio.
En 2007 el Cecop logró detener un par de gravilleras con la organización de consultas públicas. Sin embargo, las empresas clandestinas siguen operando, drenando el río, aquel que da vida a las comunidades de la zona rural de Acapulco. El crimen organizado, contaba el guerrerense, también amenazaba los recursos naturales de la región.
“Después de sufrir por la presa, después de pagar con tanta sangre, no nos vamos a rendir. El Cecop va a seguir para traer mejor vida a los pueblos. Las tierras de Cacahuatepec siempre se defendieron y nunca dejaremos de hacerlo”, juraba. Marco Antonio confiaba en que un día, no muy lejano, de sus tierras se diría que triunfó el pueblo: comunidades victoriosas, guardianes de un territorio al que quisieron despojar de sus recursos y su gente.
“Pero no pudieron. Y no me voy a ir nunca de mi tierra. Nunca la voy a abandonar, aunque me cueste la vida”, prometía el activista justo un año antes de ser asesinado.
El ataque sucedió el 18 de abril, un Viernes Santo, en la playa Icacos de Acapulco. Fueron tres balazos: uno en el hombro, otro en el pulmón; el más grave le perforó el estómago. A pesar de la presencia de autoridades policiales en la zona, más de 4 000 elementos de la Guardia Nacional, nadie socorrió a Marco Antonio. Tras el ataque, una máquina mantuvo su respiración de forma artificial durante siete largos días y sus noches. El líder del Cecop se debatió entre la vida y la muerte en la sala de un hospital, hasta que el 25 de abril, uno de los líderes sociales más importantes del estado de Guerrero y de México, cerró los ojos al mundo.
Un día después de su fallecimiento, compañeros, campesinos y organizaciones sociales esperaban del otro lado del río Papagayo la panga que llevaba su féretro para despedirlo. Entre ovaciones, aplausos y lamentos desgarradores, se escuchaban los clamores por aquel hombre que cautivaba masas y que devolvió la dignidad a los suyos: el heredero de un linaje de defensores del territorio, de los bienes comunales de Cacahuatepec: “¡Marco, amigo, el pueblo está contigo!”.
Y, fiel a sus principios y a su conciencia, a los que nunca traicionó. Marco Antonio se fue cumpliendo con aquella promesa: nunca abandonar la tierra que amó y defendió, aunque le costara la misma vida.

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Marco Antonio Suástegui dedicó su vida a defender el río Papagayo y resistir la presa La Parota en Guerrero. En abril de 2025 fue asesinado.
Durante más de 20 años defendió a las comunidades rurales de Acapulco, Guerrero. Sobrevivió a la cárcel, la represión y la criminalización, hasta que tres balas acabaron con su lucha.
Solía decir Marco Antonio Suástegui que si pudiera volver a nacer, lo haría en la misma tierra en la que su madre lo alumbró en un petate, en la cabecera de los Bienes Comunales de Cacahuatepec, un pueblo de Guerrero que el río Papagayo divide en dos; la tierra que defendió por más de dos décadas, hasta que un ataque y tres balazos acabaron con su vida.
Era final de abril del 2024 cuando lo visité por primera vez en aquella comarca del Acapulco rural. "Nosotros siempre defendimos la tierra. Luego nos dimos cuenta de que también se querían llevar nuestra forma de vida, el agua, nuestros recursos naturales", me dijo entonces frente al paisaje fluvial que lo vio nacer y crecer.
A esta tierra se llega cruzando en panga y a remo, para después caminar una colina que lleva hasta la plaza central: un terruño donde los cerdos deambulan como perros callejeros y buscan la sombra al mediodía, cuando el sol castiga más fuerte. Desde los capiteles del campanario de la iglesia, coronados con sendas cruces, el templo vigila desde las alturas la cancha de básquet en la que Marco Antonio Suástegui jugaba de niño y que hoy está abandonada. Alrededor, en los cerros verdes, crecen limones, mangos, jamaica y ajonjolí. Aquí este incansable defensor del territorio y los derechos de los comuneros de la localidad de Cacahuatepec construyó una trinchera de resistencia popular hasta el final de sus días.
Su lucha comenzó hace más de dos décadas con la creación del Consejo de Ejidos y Comunidades Opuestas a la presa La Parota (Cecop). La construcción de este megaproyecto significaba el despojo de los recursos naturales y la violación de los derechos humanos de la comunidad; significaba la privación del agua del río para saciar la sed y alimentar sus cultivos y sus tierras.
Te recomendamos leer el perfil de la activista Anabela Carlón.
“Una presa que traería cambios de uso de suelo y de propiedad, que iba a obligar a la reubicación de tantas localidades asentadas en nuestra cuenca, pisoteando nuestros derechos agrarios y humanos”, me contó Marco Antonio con la mirada puesta en el horizonte mientras se ceñía su sombrero negro.
Con el rostro serio y moreno, que su barba rasurada exhibía entero, señaló con su dedo índice el curso alto del río y dibujó una cortina imaginaria entre los peñones de los dos cerros. Al fondo, las pálidas nubes enmarañaban un cielo azul. "Allí querían levantar el Proyecto de la Muerte", así indicó el lugar usando el nombre con el que había rebautizado a la presa.
Esta obra hidráulica se planeó a principios de los setenta como una de las tantas presas construidas por Comisión Federal de Electricidad (CFE), que hoy son más 60. Iba a producir energía para abastecer de electricidad al centro del país, “imponiéndose sobre los derechos de indígenas, campesinos, ejidatarios y comuneros”, denunció el guerrerense. “Las comunidades íbamos a ser desplazadas, privadas de nuestras costumbres y valores, de nuestra dignidad. Se nos iba a arrebatar nuestro hogar, nuestra forma de vida”.
Lejos de beneficiar a los habitantes de la región y representar una oportunidad para generar mayor bienestar en uno de los estados con más altos niveles de pobreza en el país, tal como el gobierno federal había anunciado, el Proyecto de la Muerte “sólo traería más desigualdad social y exclusión territorial, beneficiando en exclusivo a las grandes empresas nacionales y extranjeras”, me explicaba el campesino rebelde.

“De casi 200 metros de altura, la presa nos iba a matar de sed abajo, y de ahogamiento arriba. Pero no nos dejamos. ¡Porque amamos la vida y de ahí subsistimos!”, reivindicaba el activista con su figura en cuclillas a la orilla del río donde lavaba sus manos. Las suyas eran manos de campesino, manos fuertes, robustas, de uñas limpias, aunque nunca dejaron de acariciar la tierra.
“Todo el mundo trae una herencia”, me contaba Marco Antonio mientras me guiaba por las veredas de Cacahuatepec. "Mi abuelo fue comisariado de bienes comunales, mi apá también. Yo no soy autoridad, no tengo esa ambición, pero sí seguí la lucha de mis ancestros. Siempre nos opusimos a los caciques, al autoritarismo, esa es una herencia con la que se nace”.
Además del carácter de su abuelo, heredó el machete de cuerno de toro que siempre llevaba colgado al hombro en una funda de piel, elaborado en Ayutla, de esos que ya casi no se fabrican.
También heredó el ganado. "Mi familia se dedicó a la crianza y ordeña, a la elaboración de queso, leche, requesón, carne. En los noventa llegamos a tener 400 cabezas", dijo. Y a la siembra de maíz. “La milpa da identidad, la esencia de un campesino, de un comunero”, decía.
La piel morena, otra herencia de su abuelo y de su padre:
Soy afrodescendiente, parte de mi sangre es de la Costa Chica, de San Marcos hacia el interior. Mi abuela era negra, mi abuelo indígena. Aunque son pocos los lugares donde todavía se habla náhuatl y la mayoría de las comunidades hemos perdido la lengua, nos asumimos como comunidad indígena. Y como pueblos originarios que somos, fuimos históricamente perseguidos. Nosotros, los pinches indios, los que defendemos la biodiversidad, los que siempre defendimos el medioambiente.
Mientras avanzábamos por los senderos que corrían paralelos a la ribera de su río, Marco Antonio me relataba aquella batalla que llevaba toda una vida liderando contra el extractivismo en una región azotada por las injusticias: la pobreza, la inseguridad, las prácticas cacicales, el despojo de lo comunal, la construcción de una presa.
Una lucha que sigue viva
El megaproyecto, parte del Plan Puebla Panamá, ahora conocido como Programa de Integración y Desarrollo de Mesoamérica (PIDM), pretendía exportar grandes cantidades de energía eléctrica para abastecer el centro del país. El cierre del cauce del río dejaría sin agua por varios años a los habitantes alrededor de la ribera, destruyendo la naturaleza de la zona, arrebatándoles sus recursos.
Según documentaron algunas organizaciones, como el Centro de Derechos Humanos de la Montaña (Tlachinollan), el proyecto de la CFE implicaría la inundación de 17 000 hectáreas de selva, de 36 comunidades integradas en 16 núcleos agrarios, y el desplazamiento indirecto de hasta 75 000 personas.
“El Proyecto de la Muerte se planeó como un ecocidio: inundaría nuestras tierras de cultivo, nuestros caminos y veredas, iba a desalojar a miles y miles de campesinos río abajo”, me explicó Marco Antonio frente al paisaje donde iba a construirse. Hoy gracias a su lucha, los campesinos siguen cruzando cada día en panga el río, refrescan sus rostros en su agua fresca, conservan la tierra donde cultivan sus milpas y sus árboles frutales.
Las presas, aseguraba, “traen muchos desplazados y miseria. Las presas las llevan a los países pobres para que los poderosos reciban y comercialicen la energía. Mientras, los problemas y los desastres que generan se quedan en el sur”, denunciaba el guerrerense, quien formó parte del Movimiento Mexicano de Afectados por las Presas y en Defensa de los Ríos (MAPDER), y había leído las investigaciones sobre el tema del antropólogo estadounidense Patrick McCully.
En México, las organizaciones de derechos humanos calculan que unas 200 000 personas han sido desplazadas por la construcción de presas. Pero los campesinos de las tierras comunales de Cacahuatepec lograron evitar ese destino.

Cansados del abuso, el despojo y la discriminación un día decidieron levantarse. Fue en enero del 2003, cuando la CFE ingresó ilegalmente en sus tierras comunales para comenzar a ejecutar obras sin informar a los campesinos sobre la afectación que implicaría la construcción.
Unos meses después, el 28 de julio de ese año, se instaló un primer plantón para impedir el acceso a la zona a la CFE.
“Aquellos mafiosos contaban con el permiso de la Semarnat, de la Profepa, de la Comisión Federal del Agua, pero les faltaba el más importante: el de los dueños de la tierra, no tenían la aprobación de comuneros, la licencia social de nosotros, los campesinos”.
En el verano de 2003, en un paraje de Cacahuatepec conocido como El Fraile, se gestó el Cecop y el grito de guerra que pronto se extendería a otros territorios de México: “¡La tierra no se vende, se ama y se defiende!”.
Ve el fotoensayo Montaña roja: la vida entre los menguantes campos de amapola.
Esta reivindicación, surgida como una voz desesperada de los pueblos, se alzó junto a los machetes que los campesinos sacaron por primera vez. Así cambiaron el destino de las comunidades rurales de Acapulco y el de su líder, Marco Antonio.
“Desde entonces llevo 20 años procesado como un criminal, firmando cada viernes en el reclusorio”, decía el líder del Cecop al que le fabricaron delitos que no había cometido, como robo a empresarios gavilleros y distintos homicidios. El gobierno lo quiso convertir en un delincuente. Pero, cuanto más provocadores eran los ataques contra él, más legendario se tornaba su nombre y más admirable la lucha que tantas cicatrices le dejó: cuatro veces preso, vivir como un criminal, las peores torturas, los compañeros asesinados, los desaparecidos. Entre ellos, su hermano Vicente Iván Suastegui, que sigue sin paradero conocido y al que nunca dejó de buscar.
“Las desapariciones son muy dolorosas”, decía Marco Antonio al evocar aquel 5 de agosto de 2021, cuando su hermano, que también sirvió como uno de los dirigentes del movimiento de resistencia, salió a trabajar con su taxi y sujetos armados lo siguieron y se lo llevaron.
"Hasta la fecha no sabemos qué pasó con Vicente, pero lo seguimos buscando", me contó la segunda vez que lo visité en sus tierras, dos meses después del primer encuentro. En aquella ocasión, en una vereda de las montañas de Cacahuatepec, el guerrerense sacó un póster de la guantera de su furgoneta azul. Mientras desplegaba el cartel, hizo suya la consigna histórica del Comité ¡Eureka!, la que volvió a resonar por los 43 estudiantes de Ayotzinapa: “¡Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!”. El mismo grito que los comuneros del Cecop siguen lanzando por sus compañeros encarcelados y asesinados tras oponerse a la construcción de una presa.

La batalla por el territorio que llegó a tribunales
Ante la resistencia social para frenar la construcción de La Parota y mientras se amenazaba de muerte y criminalizaba a los opositores, la CFE recurrió a formas antijurídicas, a la compra de conciencias y de votos, y orquestó asambleas comunales y ejidales fraudulentas que violaban la ley agraria.
El 25 de abril de 2004, gobierno y autoridades ejidales compradas —traidores no solo de su gente sino de identidad porque quien vende su tierra es como si vendiera a su madre, según decía Marco Antonio— simularon una asamblea ejidal de urgencia para autorizar la construcción de la presa y desalojar el territorio. Consiguieron más de 2 000 firmas. “Pero eran falsificaciones, de gente que no era comunera, que se había ido a Estados Unidos hacía tiempo, de personas fallecidas. “Aquel día salieron a votar hasta los muertos”, recordaba el líder del Cecop.
La batalla sobre el territorio trascendió a los tribunales: “De los cinco juicios agrarios que llevamos con el Centro de Derechos Humanos de la Montaña (Tlachinollan), todos se ganaron. Ya no eran solo los indios que se oponían, sino un recurso legal”.
Los jueces dieron la razón a los campesinos, todos los convenios que el Comisariado había firmado en aquella asamblea fueron declarados nulos. No se iba a construir La Parota. “Y aquella sentencia reforzó la lucha. Pero también nos trajo la rotura del tejido social de nuestras comunidades. El gobierno y la CFE echaron a andar al pueblo contra el propio pueblo”.
Y entonces, en agosto del 2005, el gobierno lanzó una ola de represión y violencia.
“Hubo enfrentamientos a machetazos, a mí me tocó llevar en brazos a compañeros a balazos, heridos”. El episodio de aquella violenta jornada que Marco Antonio recordaba con mayor claridad era el primer muerto del Cecop: Tomás Cruz Zamora. El 27 de septiembre recibió un balazo en la cabeza. Habían sido las autoridades. “Era de la comunidad Huamuchitos. No se olvida algo así, el frío de su cuerpo. Se me murió en las manos y luego tuve que darle la noticia a su esposa, a sus hijos”.
Tampoco se olvidaba de la prisión, donde ingresó hasta cuatro veces, donde lo torturaron de forma salvaje. “Me arrancaron las uñas. Una, dos, tres. Primero a pisotones, luego con pinzas”, contaba.
La cárcel como un antes y un después: un paréntesis entre una vida y la que le sigue: “No solo te lastiman, ya nunca eres el mismo. Todavía sueño con ella. Me levanto en la madrugada y recuerdo el horrible sonido de la chicharra que sonaba cada una de esas noches a las tres de la mañana y ya no duermo. Pero, todo el dolor valió la pena, porque conseguimos frenar el Proyecto de la Muerte”.

Perseguido sin tregua
Marco Antonio fue detenido por primera vez en 2004. “A mí primero me encarceló René Juárez Cisneros, priista. Luego me encarceló Zeferino Torreblanca Galindo, en el 2006, quien nos acusó falsamente a los del Cecop de robo y secuestro, giró órdenes de aprehensión. Y ahí comenzó el miedo en la gente”.
Casi una década después, en 2014, el gobernador Ángel Heladio Aguirre Rivero mandó a Marco Antonio y a otros luchadores sociales a un penal de máxima seguridad en Nayarit. Ahí el activista pasó un año y medio entre rejas, incomunicado y muy lejos de su familia.
“Fue muy humillante, allí había gente de 'La Tuta”, contó Marco Antonio, haciendo referencia a Servando Gómez Martínez, líder del grupo criminal conocido como Caballeros Templarios. "Y allá me metieron a mí, en una celda oscura desde la que no podía ver la luz del día. Me daban de comer tres tortillitas de plástico al día”, recordaba aquel episodio de su vida en el que perdió la mitad de los 100 kilos que pesaba.
Hay dos números que lo acompañaron como parte de su destino. Ambos con un 5 por delante. Uno, el 5735, es el número del crotal de uno de sus primeros becerros, y que portaba siempre como un llavero: “El de la res que más quise”, confesaba.
El segundo, el 5148 que lo identificaba como reo en la cárcel de Nayarit. “El número de un criminal en aquella prisión donde me amarraron como un perro. Yo creo que ni al Chapo Guzmán le hicieron eso. Pero, a pesar de aquel miserable trato, mis compañeros y yo nunca nos redoblamos, resistimos y conseguimos salir”.
Sin embargo, años después de su liberación, el 7 de enero de 2018, el entonces gobernador de Guerrero, Héctor Astudillo Flores, inició otra ola de persecución y represión contra los comuneros del Acapulco campesino.
“Fuimos detenidos de forma arbitraria por un operativo violento donde fueron asesinados tres integrantes del Cecop”, explicaba Marco Antonio. Entre los arrestados de aquella persecución política también estaba su hermano Vicente. En el trayecto a la Fiscalía los torturaron para obligarlos a declararse culpables. Pero ellos se negaron. El precio de mostrar aquella valentía resultó muy alto.
“Fue muy triste estar tanto tiempo lejos de la familia y de mi tierra. Yo tenía 25 años cuando comencé en esa lucha. Mi primera hija nació cuando yo estaba en el penal, y no pude verla crecer. El ser humano no debería vivir con odio ni con rencor, pero yo vivo con ellos”, confesó Marco Antonio, quien, si volviera a nacer, encararía la misma lucha. Esa que tantas cicatrices le dejó: cuatro veces preso, vivir como un criminal, las peores torturas, los compañeros asesinados, los desaparecidos. Toda una vida de lucha por la defensa del territorio, sobre el que todavía se ciernen un sinfín de amenazas.

El líder del Cecop advertía que, de todos los problemas que se cebaban en su Acapulco rural, la inseguridad y el agua eran los más graves, y estaban entrelazados: no podía entenderse uno sin el otro.
“No es posible que nuestras comunidades sigan viviendo en los cerros sin agua, que vivan con un río contaminado. El agua es para los humanos, para los animales, las plantas, para la tierra. ¡Pero se está usando para actividades extractivistas!”, denunciaba.
Y luego llegó la devastación de la naturaleza, las sequías por el cambio climático, los huracanes que arrasaron la región y se llevaron los medios de subsistencia de los campesinos. Después de Otis, contaba el activista, había nacido una nueva etapa para el movimiento, para rescatar a Cacahuatepec del olvido en el que se encontraban las comunidades: sin centros de salud, sin carreteras, sin buena alimentación, sin vivienda, sin baños.
Cuando lo visité por primera vez, justo hace un año, frente al paisaje fluvial que forma el río Papagayo, donde quisieron construir la presa La Parota, Marco Antonio compartió el futuro que quería para el Cecop: su anhelo era que la organización se centrara en reconstruir el tejido social que vino a romper la CFE con su Proyecto de la Muerte. “Queremos recuperar la paz social de una manera estratégica, para que en nuestras comunidades no haya ni ganadores ni vencidos porque todavía quedan resquicios de enemistad, padres con hijos, entre hermanos, sobrinos contra sus tíos”, advertía.
Otra de sus voluntades era encontrar estrategias para que el movimiento de resistencia creado hace más de dos décadas ilusionara a las nuevas generaciones. “En los jóvenes reside mi esperanza. Que la herencia de conocimiento aprendida de la lucha social sobreviva, que ellos tomen el relevo. Y que se dé más visibilidad a las mujeres. ¡Sin ellas nunca hubiéramos ganado esta batalla ni las que quedan!”, recordaba el hombre que, si volviera a nacer, encararía la misma lucha. La que tantas cicatrices le dejó: cuatro veces preso, vivir como un criminal, las peores torturas, los compañeros asesinados, los desaparecidos.
Pero en esta nueva etapa para el Cepoc, aseguraba, querían evadir la violencia: “No queremos ya una lucha armada, aunque siempre traigamos el machete, nuestro fiel compañero, nuestro inseparable”, me contaba con una mano aferrada al que heredó de su abuelo. “Queremos la paz, la dignidad y la justicia. ¡Todavía hoy somos perseguidos! Todavía hay compañeros que siguen presos, desaparecidos, como mi hermano Vicente, al que llevamos años buscando”.

La lucha seguía y vivía, evocaba a cada rato el líder social, en alerta siempre por una presa que consiguió frenar, pero que aún estaba al acecho. “Mientras el río siga corriendo, la amenaza de la Presa de la Muerte sigue latente porque en el agua, en la vida, ellos tienen fijados sus ojos”, me dijo, arrodillado ante el afluente. A su espalda, entre las veredas alrededor de la ribera y las palmeras cocoteras, se elevaban las montañas blancas: ese “oro gris” que maquinarias pesadas extraen cada día de la región bajo dominio de unas pocas familias.
Después de más de dos décadas de sublevación para frenar la construcción de la presa, las gravilleras se convirtieron en uno de los enemigos más devastadores de la región, al apropiarse de los recursos pétreos del río Papagayo. “Llegan y se lo llevan todo, los miserables esos. La grava, la arena, la piedra bola y la lama, el granzón…”, denunciaba Marco Antonio.
En 2007 el Cecop logró detener un par de gravilleras con la organización de consultas públicas. Sin embargo, las empresas clandestinas siguen operando, drenando el río, aquel que da vida a las comunidades de la zona rural de Acapulco. El crimen organizado, contaba el guerrerense, también amenazaba los recursos naturales de la región.
“Después de sufrir por la presa, después de pagar con tanta sangre, no nos vamos a rendir. El Cecop va a seguir para traer mejor vida a los pueblos. Las tierras de Cacahuatepec siempre se defendieron y nunca dejaremos de hacerlo”, juraba. Marco Antonio confiaba en que un día, no muy lejano, de sus tierras se diría que triunfó el pueblo: comunidades victoriosas, guardianes de un territorio al que quisieron despojar de sus recursos y su gente.
“Pero no pudieron. Y no me voy a ir nunca de mi tierra. Nunca la voy a abandonar, aunque me cueste la vida”, prometía el activista justo un año antes de ser asesinado.
El ataque sucedió el 18 de abril, un Viernes Santo, en la playa Icacos de Acapulco. Fueron tres balazos: uno en el hombro, otro en el pulmón; el más grave le perforó el estómago. A pesar de la presencia de autoridades policiales en la zona, más de 4 000 elementos de la Guardia Nacional, nadie socorrió a Marco Antonio. Tras el ataque, una máquina mantuvo su respiración de forma artificial durante siete largos días y sus noches. El líder del Cecop se debatió entre la vida y la muerte en la sala de un hospital, hasta que el 25 de abril, uno de los líderes sociales más importantes del estado de Guerrero y de México, cerró los ojos al mundo.
Un día después de su fallecimiento, compañeros, campesinos y organizaciones sociales esperaban del otro lado del río Papagayo la panga que llevaba su féretro para despedirlo. Entre ovaciones, aplausos y lamentos desgarradores, se escuchaban los clamores por aquel hombre que cautivaba masas y que devolvió la dignidad a los suyos: el heredero de un linaje de defensores del territorio, de los bienes comunales de Cacahuatepec: “¡Marco, amigo, el pueblo está contigo!”.
Y, fiel a sus principios y a su conciencia, a los que nunca traicionó. Marco Antonio se fue cumpliendo con aquella promesa: nunca abandonar la tierra que amó y defendió, aunque le costara la misma vida.

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