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José y el <i>Theatro Americano</i>: maravillas de la Nueva España

José y el <i>Theatro Americano</i>: maravillas de la Nueva España

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
04
.
05
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Por encargo del rey Felipe V de España, Joseph Antonio de Villa-Señor y Sánchez realizó un compendio de datos geográficos, incluso místicos, de la Nueva España.

El único retrato que existe de José es un grabado en lámina donde se le muestra arrodillado y con los brazos extendidos hacia Felipe V, ofrendándole a su majestad todo lo propio: observaciones terrenales, el bosquejo de urbanizaciones apenas imaginadas, especulaciones cósmicas, su universo matemático, el universo entero en bandeja real. 

Su nombre completo era Joseph Antonio de Villa-Señor y Sánchez. En 1748 tenía casi 50 años y estaba casado con Josepha Velasco, sin hijos. La inteligencia de José lo había favorecido con la atención de sus superiores, que le solicitarían la proyección de varios planos, uno de ellos en los páramos de Texas, y otras tareas de suma delicadeza; así como con la amistad de grandes talentos, entre los que se contaba Jerónimo de Balbás, maestro escultor y arquitecto, quien por cierto trazó la estampa antes mencionada. 

Hasta ese momento, José se había desempeñado como contador de reales azogues del virreinato de la Nueva España, pero ahora dedicaba sus días a “sintetizar la consistencia del nuevo mundo”, actividad que realizaba gustosamente pues le “sirve de delicia”. 

Algunas mañanas atrás, a Felipe V le había amanecido el apetito de conocer mejor los dominios que gobernaba desde su cómoda lejanía, por lo que conminó a los virreyes a que lo actualizaran sobre los pormenores de su jurisdicción: nombres, número y calidad de los pueblos, naturaleza y estado de las misiones. En la Nueva España, el virrey Pedro Cebrián y Agustín comisionó la parte correspondiente a Francisco Sahagún, cronista presbítero de la Ciudad de México, y a nuestro José. Al poco, Sahagún, que en el fondo era más presbítero que cronista, abandonó la empresa para enfocarse en sus propios intereses, y así fue como José acabó levantando el censo con no más herramientas que un cuestionario redactado por él mismo, el cual viró a los gobernadores y alcaldes mayores del virreinato. 

Te recomendamos leer Práctica de purgadores de Alaíde Ventura.

José me interesa no solo porque los de Texas se hayan convertido, a últimas fechas, en los páramos que desaforadamente habito, sino también por mi convicción de que el inventario precede al invento. A riesgo de convertirme en la versión veracruzana de Joe Gould, que según la crónica de Joseph Mitchell pasaba más tiempo hablando de su novela que propiamente escribiéndola, confieso que mi proceso de investigación hasta ahora se ha limitado casi exclusivamente al gabinete. ¡Es que han escrito tanto y tan extenso estos señores!

El informe de José, intitulado Theatro Americano, contiene los datos geográficos y estadísticos que la Corona había pedido, acompañados de un despliegue de detalles precisos y “vivamente representados”, con los cuales su majestad habría podido formarse una idea del estado de las riquezas. José perseguía un estilo pulcro, sencillo, evitando las “antigüedades” y las “menudencias” ociosas que no informaran “a los estudiosos talentos”. Pretendía escribir apegado a los hechos, pero fracasó en disimular su entusiasmo. Es el mismo mal que me aqueja, la pulsión de la antropóloga: la furiosa e impostergable urgencia de contarle esto a alguien.

José trabajó la primera fase de la escritura desde su gabinete en la Ciudad de México, compendiando y editando las relaciones que las autoridades locales le enviaban desde los pueblos; infortunadamente, algunas carecían de las “particulares noticias” que él esperaba, y así fue como acabó pidiéndole al secretario don Francisco Fernández Molinillo que le facilitara los documentos administrativos con que complementar las entradas. Más adelante, también, José habrá emprendido la envidiable aventura de caminar lo caminable, pues solo así se explica la viveza de algunas descripciones. Por ejemplo, sobre las ásperas y pedregosas sendas del Sotavento veracruzano, cuya estrechura “abre escaleras en la misma piedra”, afirmó que no era creíble, sino para quien lo mirase, cómo podían las mulas subirlas y bajarlas. O quizá, simplemente, José tuviera vena de narrador y, no conforme con el vaciado de datos y cifras, haya confeccionado estas fichas postales para que siguieran consultándose por los siglos venideros, aun contra la voluntad de los muertos. 

Es que el Theatro Americano, contrario al espíritu divulgativo que parece emanar de él, no es una obra de consulta general, sino una misiva dirigida exclusivamente a su majestad el rey de España. Tras recibir la primera parte la compilación, Felipe V devolvió la advertencia de que esta no debería correr impresa entre el público: “Cuidéis de que no se venda ni reparta ejemplar alguno de ella”. La información contenida en sus páginas, caída en manos enemigas, resultaría en gran catástrofe; no por nada exploradores y cronistas se habían manejado siempre bajo un pacto de secrecía. En 1748, José se encontraba en el proceso de estampar el segundo tomo para enviárselo al recién coronado Fernando VI bajo el máximo recelo. De los 30 ejemplares que se imprimirían de cada tomo, algunos llegarían a España y acabarían almacenados en el archivo de Indias, mientras que otros se mantendrían a resguardo en la Colonia por si “las contingencias del mar”.

Siento envidia, sí, porque también anhelo navegar lo navegable. Debido a un inconveniente migratorio, en el que no abundaré acá, tuve que limitar la primera fase de mi escritura a los parámetros de Houston. Igual que José, devoré todas las fuentes que cayeron en mis interbibliotecarias manos; y, a mi manera, establecí correspondencia con las autoridades locales que me informaran de sus misiones; es decir, mis parientes y algunos investigadores que generosamente accedieron a orientarme. Sin embargo, la escritura depende de la materialidad del territorio, y ahora que el inconveniente se ha resuelto, me dirijo una vez más hacia la cuenca, dispuesta a mirarlo todo con ojos recién retornados. 

José, hombre de su tiempo, además de un vasallo fiel a la Corona y al virrey en turno, también era un criollo casado con una mestiza. Entre las líneas de su escritura se vislumbra un dejo de orgullo por el territorio donde le tocó nacer. Le interesaba que su majestad se enterara de lo abundante, vasto y fértil que era este pedazo de mundo, incluidos sus habitantes; de lo portentoso de la catedral metropolitana, con cuyos altares Jerónimo de Balbás se consagró como un maestro de primera línea. José incorporó en su lenguaje voces que no eran castellanas y que años después José Antonio Alzate criticaría porque “no reconocen idioma”. También se engolosinó en la proyección cósmico-matemática de la cartografía, al punto de errar algunas coordenadas; Manuel Orozco y Berra señalaría que el Theatro, aunque apreciable por las noticias que contiene y su valor informativo, “adolece de graves defectos científicos”.

Sin embargo, en 1748 ni Alzate ni Orozco y Berra, ni siquiera María del Carmen Velázquez, prologuista extraordinaire, y mucho menos yo éramos contempladas como posibles lectoras. El Theatro estaba pensado como un espectáculo privado, una correspondencia a la que nos asomamos en calidad de espías desde este futuro que será, a su vez, el pasado de alguien.

Escéptico ante lo que contraviniera las enseñanzas del dogma, José se permitió la relatoría de sucesos extraños, explicables solo mediante una suerte de fe extendida, audaz y hasta riesgosa. En la cuenca del río Papaloapan, “ahora llamado Alvarado, el primero que descubrió el famoso Cortés”, ubicó por lo menos diez trapiches que son de mi interés, en los que se producía mucha azúcar y piloncillo, al tiempo que describió dos peculiaridades dignas de mencionar. La primera, que la iglesia que “el vulgo llama de Cozamaloapan”, templo de primorosa arquitectura dedicado a la milagrosa imagen de nuestra señora de la Soledad, tenía un origen tan antiguo que incluso precedía a la Conquista, puesto que fue “figurado en un arcoíris que nacía en la orilla del río inmediato a la población, y terminaba sobre la ciudad de México”. Este arcoíris, acotó, “permaneció doce años, que fueron los que le contaron hasta la entrada de Cortés, y ejecutada la conquista desapareció, apareciendo la soberana imagen, arcoíris de la paz y la gracia, anunciando al imperio mexicano la cesación del diluvio de idolatría”. 

La segunda, que en Otatitlán, Veracruz, había un decente y primoroso templo en el que se veneraba la milagrosísima imagen de Cristo crucificado. El origen del Cristo, testimoniado en el archivo de la cofradía, databa de más de cien años, cuando un indio había cortado una “tofa” de cedro que se llevó a su casa, deseoso de hallar un diestro escultor que le hiciera una imagen de la Virgen. 

Con ese deseo vivió algunos años y un día que se hallaba devotamente ansioso por conseguir su intento, llegaron a su casa dos mancebos hermosos, de gallarda presencia, que sabían muy bien el arte de escultura. Propúsoles el indio el deseo que mucho tiempo había permanecido en su corazón: el de tener una devota imagen de nuestra señora la Santísima Virgen. Ajustose con ellos y los hospedó en el jacal o choza donde tenía el madero. Dioles primero la paga y les previno el alimento necesario por el primero día. Volvió al siguiente a visitarlos por ver si habían principiado la obra y halló la tofa convertida en la prodigiosa efigie de Cristo resucitado, retocada y perfectamente acabada. 

“Prodigio de la gracia y omnipotencia divina”, ¿palabras de José o del copista de la cofradía? Imposible saberlo, pues el testimonio original, al que historiadores más serios llamarían fuente primaria, estaba destinado a perderse. Cuenta José que dice la fuente que los escultores desaparecieron dejando allí el dinero y la refacción. “Ángeles serían, por las circunstancias del prodigio y el desinterés en dos cosas que tanto apetecen los hombres”. La única evidencia que sobrevive es el informe, esta misiva secreta que se convertiría en material de archivo. Toda escritura alberga esa potencialidad. 

Le pregunto a mi tío Eduardo, carpintero y oriundo de aquellos parajes, qué palabra habrá pasado a sustituir aquella de “tofa”. Según mi mal entrenada intuición paleográfica, debería ser “tosa”, pero mi tío aventura que, más bien, pudiera ser “troza”, una troza de cedro. Tengo mis dudas porque la tipografía no deja espacio suficiente para apretar un carácter extra, pero concedo. Mi tío es experto en maderas, y aun suponiendo que yo lo fuera en palabras, la materia antecede al concepto, esa es una verdad tan antigua como los árboles. “Pero el Cristo de Otatitlán es negro”, dice mi tío, erigido ahora en fuente primaria, “por lo cual no puede ser cedro. Habría que ver qué madera era, suponiendo que sea natural y no pintado, ahí dice retocada…”.

Te podría interesar el análisis de Alaíde Ventura sobre el extraño caso de Alexis St. Martin

José, de gran sensibilidad y astucia, supo valorar cuánto del pasado se escondía en el presente, su presente. En cambio, adelantó poco del nuestro, lo que no quiere decir que no lo considerara al momento de escribir. Como toda escritura, la suya albergaba una presunción de futuro, pero él no tenía manera de prever, por ejemplo, que el Cristo de Otatitlán se oscurecería al punto de adorarse bajo el nombre de “Cristo negro”, ni que su templo, El Santuario, sería tan venerado que acabaría robándose el topónimo.

Tampoco llegaría a enterarse que una noche de 1967, una falla en el sistema eléctrico de la catedral metropolitana provocaría el incendio que consumió varias de las piezas más emblemáticas del virreinato, entre ellas una gran parte del altar del perdón. Ni que el altar de los reyes se mantendría intacto, con sus estípites churriguerescos balbasianos, y que continuaría siendo referente del barroco novohispano muchísimos años después de que este pedazo de mundo se independizara de España.

Que escasearían los arcoíris de 12 años, lo que no quiere decir que se extinguieran.

Que al Papaloapan se le seguiría llamando Papaloapan, por lo menos en mi novela.

“¿Sabes qué, Ala? —dice mi tío— Si estaban en la cuenca, sí debe ser cedro, Cedrela odorata, y el término retocada ha de referirse a la aplicación de algún acabado que la ennegreció, pues en esos rumbos no hay madera de color negro. Ahora que vengas te enseño…”.

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El Theatro Americano, de José de Villaseñor está disponible en línea, pero se disfruta más en la edición de Trillas de 1992, gracias al maravilloso prólogo de María del Carmen Velázquez.

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Por encargo del rey Felipe V de España, Joseph Antonio de Villa-Señor y Sánchez realizó un compendio de datos geográficos, incluso místicos, de la Nueva España.

El único retrato que existe de José es un grabado en lámina donde se le muestra arrodillado y con los brazos extendidos hacia Felipe V, ofrendándole a su majestad todo lo propio: observaciones terrenales, el bosquejo de urbanizaciones apenas imaginadas, especulaciones cósmicas, su universo matemático, el universo entero en bandeja real. 

Su nombre completo era Joseph Antonio de Villa-Señor y Sánchez. En 1748 tenía casi 50 años y estaba casado con Josepha Velasco, sin hijos. La inteligencia de José lo había favorecido con la atención de sus superiores, que le solicitarían la proyección de varios planos, uno de ellos en los páramos de Texas, y otras tareas de suma delicadeza; así como con la amistad de grandes talentos, entre los que se contaba Jerónimo de Balbás, maestro escultor y arquitecto, quien por cierto trazó la estampa antes mencionada. 

Hasta ese momento, José se había desempeñado como contador de reales azogues del virreinato de la Nueva España, pero ahora dedicaba sus días a “sintetizar la consistencia del nuevo mundo”, actividad que realizaba gustosamente pues le “sirve de delicia”. 

Algunas mañanas atrás, a Felipe V le había amanecido el apetito de conocer mejor los dominios que gobernaba desde su cómoda lejanía, por lo que conminó a los virreyes a que lo actualizaran sobre los pormenores de su jurisdicción: nombres, número y calidad de los pueblos, naturaleza y estado de las misiones. En la Nueva España, el virrey Pedro Cebrián y Agustín comisionó la parte correspondiente a Francisco Sahagún, cronista presbítero de la Ciudad de México, y a nuestro José. Al poco, Sahagún, que en el fondo era más presbítero que cronista, abandonó la empresa para enfocarse en sus propios intereses, y así fue como José acabó levantando el censo con no más herramientas que un cuestionario redactado por él mismo, el cual viró a los gobernadores y alcaldes mayores del virreinato. 

Te recomendamos leer Práctica de purgadores de Alaíde Ventura.

José me interesa no solo porque los de Texas se hayan convertido, a últimas fechas, en los páramos que desaforadamente habito, sino también por mi convicción de que el inventario precede al invento. A riesgo de convertirme en la versión veracruzana de Joe Gould, que según la crónica de Joseph Mitchell pasaba más tiempo hablando de su novela que propiamente escribiéndola, confieso que mi proceso de investigación hasta ahora se ha limitado casi exclusivamente al gabinete. ¡Es que han escrito tanto y tan extenso estos señores!

El informe de José, intitulado Theatro Americano, contiene los datos geográficos y estadísticos que la Corona había pedido, acompañados de un despliegue de detalles precisos y “vivamente representados”, con los cuales su majestad habría podido formarse una idea del estado de las riquezas. José perseguía un estilo pulcro, sencillo, evitando las “antigüedades” y las “menudencias” ociosas que no informaran “a los estudiosos talentos”. Pretendía escribir apegado a los hechos, pero fracasó en disimular su entusiasmo. Es el mismo mal que me aqueja, la pulsión de la antropóloga: la furiosa e impostergable urgencia de contarle esto a alguien.

José trabajó la primera fase de la escritura desde su gabinete en la Ciudad de México, compendiando y editando las relaciones que las autoridades locales le enviaban desde los pueblos; infortunadamente, algunas carecían de las “particulares noticias” que él esperaba, y así fue como acabó pidiéndole al secretario don Francisco Fernández Molinillo que le facilitara los documentos administrativos con que complementar las entradas. Más adelante, también, José habrá emprendido la envidiable aventura de caminar lo caminable, pues solo así se explica la viveza de algunas descripciones. Por ejemplo, sobre las ásperas y pedregosas sendas del Sotavento veracruzano, cuya estrechura “abre escaleras en la misma piedra”, afirmó que no era creíble, sino para quien lo mirase, cómo podían las mulas subirlas y bajarlas. O quizá, simplemente, José tuviera vena de narrador y, no conforme con el vaciado de datos y cifras, haya confeccionado estas fichas postales para que siguieran consultándose por los siglos venideros, aun contra la voluntad de los muertos. 

Es que el Theatro Americano, contrario al espíritu divulgativo que parece emanar de él, no es una obra de consulta general, sino una misiva dirigida exclusivamente a su majestad el rey de España. Tras recibir la primera parte la compilación, Felipe V devolvió la advertencia de que esta no debería correr impresa entre el público: “Cuidéis de que no se venda ni reparta ejemplar alguno de ella”. La información contenida en sus páginas, caída en manos enemigas, resultaría en gran catástrofe; no por nada exploradores y cronistas se habían manejado siempre bajo un pacto de secrecía. En 1748, José se encontraba en el proceso de estampar el segundo tomo para enviárselo al recién coronado Fernando VI bajo el máximo recelo. De los 30 ejemplares que se imprimirían de cada tomo, algunos llegarían a España y acabarían almacenados en el archivo de Indias, mientras que otros se mantendrían a resguardo en la Colonia por si “las contingencias del mar”.

Siento envidia, sí, porque también anhelo navegar lo navegable. Debido a un inconveniente migratorio, en el que no abundaré acá, tuve que limitar la primera fase de mi escritura a los parámetros de Houston. Igual que José, devoré todas las fuentes que cayeron en mis interbibliotecarias manos; y, a mi manera, establecí correspondencia con las autoridades locales que me informaran de sus misiones; es decir, mis parientes y algunos investigadores que generosamente accedieron a orientarme. Sin embargo, la escritura depende de la materialidad del territorio, y ahora que el inconveniente se ha resuelto, me dirijo una vez más hacia la cuenca, dispuesta a mirarlo todo con ojos recién retornados. 

José, hombre de su tiempo, además de un vasallo fiel a la Corona y al virrey en turno, también era un criollo casado con una mestiza. Entre las líneas de su escritura se vislumbra un dejo de orgullo por el territorio donde le tocó nacer. Le interesaba que su majestad se enterara de lo abundante, vasto y fértil que era este pedazo de mundo, incluidos sus habitantes; de lo portentoso de la catedral metropolitana, con cuyos altares Jerónimo de Balbás se consagró como un maestro de primera línea. José incorporó en su lenguaje voces que no eran castellanas y que años después José Antonio Alzate criticaría porque “no reconocen idioma”. También se engolosinó en la proyección cósmico-matemática de la cartografía, al punto de errar algunas coordenadas; Manuel Orozco y Berra señalaría que el Theatro, aunque apreciable por las noticias que contiene y su valor informativo, “adolece de graves defectos científicos”.

Sin embargo, en 1748 ni Alzate ni Orozco y Berra, ni siquiera María del Carmen Velázquez, prologuista extraordinaire, y mucho menos yo éramos contempladas como posibles lectoras. El Theatro estaba pensado como un espectáculo privado, una correspondencia a la que nos asomamos en calidad de espías desde este futuro que será, a su vez, el pasado de alguien.

Escéptico ante lo que contraviniera las enseñanzas del dogma, José se permitió la relatoría de sucesos extraños, explicables solo mediante una suerte de fe extendida, audaz y hasta riesgosa. En la cuenca del río Papaloapan, “ahora llamado Alvarado, el primero que descubrió el famoso Cortés”, ubicó por lo menos diez trapiches que son de mi interés, en los que se producía mucha azúcar y piloncillo, al tiempo que describió dos peculiaridades dignas de mencionar. La primera, que la iglesia que “el vulgo llama de Cozamaloapan”, templo de primorosa arquitectura dedicado a la milagrosa imagen de nuestra señora de la Soledad, tenía un origen tan antiguo que incluso precedía a la Conquista, puesto que fue “figurado en un arcoíris que nacía en la orilla del río inmediato a la población, y terminaba sobre la ciudad de México”. Este arcoíris, acotó, “permaneció doce años, que fueron los que le contaron hasta la entrada de Cortés, y ejecutada la conquista desapareció, apareciendo la soberana imagen, arcoíris de la paz y la gracia, anunciando al imperio mexicano la cesación del diluvio de idolatría”. 

La segunda, que en Otatitlán, Veracruz, había un decente y primoroso templo en el que se veneraba la milagrosísima imagen de Cristo crucificado. El origen del Cristo, testimoniado en el archivo de la cofradía, databa de más de cien años, cuando un indio había cortado una “tofa” de cedro que se llevó a su casa, deseoso de hallar un diestro escultor que le hiciera una imagen de la Virgen. 

Con ese deseo vivió algunos años y un día que se hallaba devotamente ansioso por conseguir su intento, llegaron a su casa dos mancebos hermosos, de gallarda presencia, que sabían muy bien el arte de escultura. Propúsoles el indio el deseo que mucho tiempo había permanecido en su corazón: el de tener una devota imagen de nuestra señora la Santísima Virgen. Ajustose con ellos y los hospedó en el jacal o choza donde tenía el madero. Dioles primero la paga y les previno el alimento necesario por el primero día. Volvió al siguiente a visitarlos por ver si habían principiado la obra y halló la tofa convertida en la prodigiosa efigie de Cristo resucitado, retocada y perfectamente acabada. 

“Prodigio de la gracia y omnipotencia divina”, ¿palabras de José o del copista de la cofradía? Imposible saberlo, pues el testimonio original, al que historiadores más serios llamarían fuente primaria, estaba destinado a perderse. Cuenta José que dice la fuente que los escultores desaparecieron dejando allí el dinero y la refacción. “Ángeles serían, por las circunstancias del prodigio y el desinterés en dos cosas que tanto apetecen los hombres”. La única evidencia que sobrevive es el informe, esta misiva secreta que se convertiría en material de archivo. Toda escritura alberga esa potencialidad. 

Le pregunto a mi tío Eduardo, carpintero y oriundo de aquellos parajes, qué palabra habrá pasado a sustituir aquella de “tofa”. Según mi mal entrenada intuición paleográfica, debería ser “tosa”, pero mi tío aventura que, más bien, pudiera ser “troza”, una troza de cedro. Tengo mis dudas porque la tipografía no deja espacio suficiente para apretar un carácter extra, pero concedo. Mi tío es experto en maderas, y aun suponiendo que yo lo fuera en palabras, la materia antecede al concepto, esa es una verdad tan antigua como los árboles. “Pero el Cristo de Otatitlán es negro”, dice mi tío, erigido ahora en fuente primaria, “por lo cual no puede ser cedro. Habría que ver qué madera era, suponiendo que sea natural y no pintado, ahí dice retocada…”.

Te podría interesar el análisis de Alaíde Ventura sobre el extraño caso de Alexis St. Martin

José, de gran sensibilidad y astucia, supo valorar cuánto del pasado se escondía en el presente, su presente. En cambio, adelantó poco del nuestro, lo que no quiere decir que no lo considerara al momento de escribir. Como toda escritura, la suya albergaba una presunción de futuro, pero él no tenía manera de prever, por ejemplo, que el Cristo de Otatitlán se oscurecería al punto de adorarse bajo el nombre de “Cristo negro”, ni que su templo, El Santuario, sería tan venerado que acabaría robándose el topónimo.

Tampoco llegaría a enterarse que una noche de 1967, una falla en el sistema eléctrico de la catedral metropolitana provocaría el incendio que consumió varias de las piezas más emblemáticas del virreinato, entre ellas una gran parte del altar del perdón. Ni que el altar de los reyes se mantendría intacto, con sus estípites churriguerescos balbasianos, y que continuaría siendo referente del barroco novohispano muchísimos años después de que este pedazo de mundo se independizara de España.

Que escasearían los arcoíris de 12 años, lo que no quiere decir que se extinguieran.

Que al Papaloapan se le seguiría llamando Papaloapan, por lo menos en mi novela.

“¿Sabes qué, Ala? —dice mi tío— Si estaban en la cuenca, sí debe ser cedro, Cedrela odorata, y el término retocada ha de referirse a la aplicación de algún acabado que la ennegreció, pues en esos rumbos no hay madera de color negro. Ahora que vengas te enseño…”.

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Por encargo del rey Felipe V de España, Joseph Antonio de Villa-Señor y Sánchez realizó un compendio de datos geográficos, incluso místicos, de la Nueva España.

El único retrato que existe de José es un grabado en lámina donde se le muestra arrodillado y con los brazos extendidos hacia Felipe V, ofrendándole a su majestad todo lo propio: observaciones terrenales, el bosquejo de urbanizaciones apenas imaginadas, especulaciones cósmicas, su universo matemático, el universo entero en bandeja real. 

Su nombre completo era Joseph Antonio de Villa-Señor y Sánchez. En 1748 tenía casi 50 años y estaba casado con Josepha Velasco, sin hijos. La inteligencia de José lo había favorecido con la atención de sus superiores, que le solicitarían la proyección de varios planos, uno de ellos en los páramos de Texas, y otras tareas de suma delicadeza; así como con la amistad de grandes talentos, entre los que se contaba Jerónimo de Balbás, maestro escultor y arquitecto, quien por cierto trazó la estampa antes mencionada. 

Hasta ese momento, José se había desempeñado como contador de reales azogues del virreinato de la Nueva España, pero ahora dedicaba sus días a “sintetizar la consistencia del nuevo mundo”, actividad que realizaba gustosamente pues le “sirve de delicia”. 

Algunas mañanas atrás, a Felipe V le había amanecido el apetito de conocer mejor los dominios que gobernaba desde su cómoda lejanía, por lo que conminó a los virreyes a que lo actualizaran sobre los pormenores de su jurisdicción: nombres, número y calidad de los pueblos, naturaleza y estado de las misiones. En la Nueva España, el virrey Pedro Cebrián y Agustín comisionó la parte correspondiente a Francisco Sahagún, cronista presbítero de la Ciudad de México, y a nuestro José. Al poco, Sahagún, que en el fondo era más presbítero que cronista, abandonó la empresa para enfocarse en sus propios intereses, y así fue como José acabó levantando el censo con no más herramientas que un cuestionario redactado por él mismo, el cual viró a los gobernadores y alcaldes mayores del virreinato. 

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José me interesa no solo porque los de Texas se hayan convertido, a últimas fechas, en los páramos que desaforadamente habito, sino también por mi convicción de que el inventario precede al invento. A riesgo de convertirme en la versión veracruzana de Joe Gould, que según la crónica de Joseph Mitchell pasaba más tiempo hablando de su novela que propiamente escribiéndola, confieso que mi proceso de investigación hasta ahora se ha limitado casi exclusivamente al gabinete. ¡Es que han escrito tanto y tan extenso estos señores!

El informe de José, intitulado Theatro Americano, contiene los datos geográficos y estadísticos que la Corona había pedido, acompañados de un despliegue de detalles precisos y “vivamente representados”, con los cuales su majestad habría podido formarse una idea del estado de las riquezas. José perseguía un estilo pulcro, sencillo, evitando las “antigüedades” y las “menudencias” ociosas que no informaran “a los estudiosos talentos”. Pretendía escribir apegado a los hechos, pero fracasó en disimular su entusiasmo. Es el mismo mal que me aqueja, la pulsión de la antropóloga: la furiosa e impostergable urgencia de contarle esto a alguien.

José trabajó la primera fase de la escritura desde su gabinete en la Ciudad de México, compendiando y editando las relaciones que las autoridades locales le enviaban desde los pueblos; infortunadamente, algunas carecían de las “particulares noticias” que él esperaba, y así fue como acabó pidiéndole al secretario don Francisco Fernández Molinillo que le facilitara los documentos administrativos con que complementar las entradas. Más adelante, también, José habrá emprendido la envidiable aventura de caminar lo caminable, pues solo así se explica la viveza de algunas descripciones. Por ejemplo, sobre las ásperas y pedregosas sendas del Sotavento veracruzano, cuya estrechura “abre escaleras en la misma piedra”, afirmó que no era creíble, sino para quien lo mirase, cómo podían las mulas subirlas y bajarlas. O quizá, simplemente, José tuviera vena de narrador y, no conforme con el vaciado de datos y cifras, haya confeccionado estas fichas postales para que siguieran consultándose por los siglos venideros, aun contra la voluntad de los muertos. 

Es que el Theatro Americano, contrario al espíritu divulgativo que parece emanar de él, no es una obra de consulta general, sino una misiva dirigida exclusivamente a su majestad el rey de España. Tras recibir la primera parte la compilación, Felipe V devolvió la advertencia de que esta no debería correr impresa entre el público: “Cuidéis de que no se venda ni reparta ejemplar alguno de ella”. La información contenida en sus páginas, caída en manos enemigas, resultaría en gran catástrofe; no por nada exploradores y cronistas se habían manejado siempre bajo un pacto de secrecía. En 1748, José se encontraba en el proceso de estampar el segundo tomo para enviárselo al recién coronado Fernando VI bajo el máximo recelo. De los 30 ejemplares que se imprimirían de cada tomo, algunos llegarían a España y acabarían almacenados en el archivo de Indias, mientras que otros se mantendrían a resguardo en la Colonia por si “las contingencias del mar”.

Siento envidia, sí, porque también anhelo navegar lo navegable. Debido a un inconveniente migratorio, en el que no abundaré acá, tuve que limitar la primera fase de mi escritura a los parámetros de Houston. Igual que José, devoré todas las fuentes que cayeron en mis interbibliotecarias manos; y, a mi manera, establecí correspondencia con las autoridades locales que me informaran de sus misiones; es decir, mis parientes y algunos investigadores que generosamente accedieron a orientarme. Sin embargo, la escritura depende de la materialidad del territorio, y ahora que el inconveniente se ha resuelto, me dirijo una vez más hacia la cuenca, dispuesta a mirarlo todo con ojos recién retornados. 

José, hombre de su tiempo, además de un vasallo fiel a la Corona y al virrey en turno, también era un criollo casado con una mestiza. Entre las líneas de su escritura se vislumbra un dejo de orgullo por el territorio donde le tocó nacer. Le interesaba que su majestad se enterara de lo abundante, vasto y fértil que era este pedazo de mundo, incluidos sus habitantes; de lo portentoso de la catedral metropolitana, con cuyos altares Jerónimo de Balbás se consagró como un maestro de primera línea. José incorporó en su lenguaje voces que no eran castellanas y que años después José Antonio Alzate criticaría porque “no reconocen idioma”. También se engolosinó en la proyección cósmico-matemática de la cartografía, al punto de errar algunas coordenadas; Manuel Orozco y Berra señalaría que el Theatro, aunque apreciable por las noticias que contiene y su valor informativo, “adolece de graves defectos científicos”.

Sin embargo, en 1748 ni Alzate ni Orozco y Berra, ni siquiera María del Carmen Velázquez, prologuista extraordinaire, y mucho menos yo éramos contempladas como posibles lectoras. El Theatro estaba pensado como un espectáculo privado, una correspondencia a la que nos asomamos en calidad de espías desde este futuro que será, a su vez, el pasado de alguien.

Escéptico ante lo que contraviniera las enseñanzas del dogma, José se permitió la relatoría de sucesos extraños, explicables solo mediante una suerte de fe extendida, audaz y hasta riesgosa. En la cuenca del río Papaloapan, “ahora llamado Alvarado, el primero que descubrió el famoso Cortés”, ubicó por lo menos diez trapiches que son de mi interés, en los que se producía mucha azúcar y piloncillo, al tiempo que describió dos peculiaridades dignas de mencionar. La primera, que la iglesia que “el vulgo llama de Cozamaloapan”, templo de primorosa arquitectura dedicado a la milagrosa imagen de nuestra señora de la Soledad, tenía un origen tan antiguo que incluso precedía a la Conquista, puesto que fue “figurado en un arcoíris que nacía en la orilla del río inmediato a la población, y terminaba sobre la ciudad de México”. Este arcoíris, acotó, “permaneció doce años, que fueron los que le contaron hasta la entrada de Cortés, y ejecutada la conquista desapareció, apareciendo la soberana imagen, arcoíris de la paz y la gracia, anunciando al imperio mexicano la cesación del diluvio de idolatría”. 

La segunda, que en Otatitlán, Veracruz, había un decente y primoroso templo en el que se veneraba la milagrosísima imagen de Cristo crucificado. El origen del Cristo, testimoniado en el archivo de la cofradía, databa de más de cien años, cuando un indio había cortado una “tofa” de cedro que se llevó a su casa, deseoso de hallar un diestro escultor que le hiciera una imagen de la Virgen. 

Con ese deseo vivió algunos años y un día que se hallaba devotamente ansioso por conseguir su intento, llegaron a su casa dos mancebos hermosos, de gallarda presencia, que sabían muy bien el arte de escultura. Propúsoles el indio el deseo que mucho tiempo había permanecido en su corazón: el de tener una devota imagen de nuestra señora la Santísima Virgen. Ajustose con ellos y los hospedó en el jacal o choza donde tenía el madero. Dioles primero la paga y les previno el alimento necesario por el primero día. Volvió al siguiente a visitarlos por ver si habían principiado la obra y halló la tofa convertida en la prodigiosa efigie de Cristo resucitado, retocada y perfectamente acabada. 

“Prodigio de la gracia y omnipotencia divina”, ¿palabras de José o del copista de la cofradía? Imposible saberlo, pues el testimonio original, al que historiadores más serios llamarían fuente primaria, estaba destinado a perderse. Cuenta José que dice la fuente que los escultores desaparecieron dejando allí el dinero y la refacción. “Ángeles serían, por las circunstancias del prodigio y el desinterés en dos cosas que tanto apetecen los hombres”. La única evidencia que sobrevive es el informe, esta misiva secreta que se convertiría en material de archivo. Toda escritura alberga esa potencialidad. 

Le pregunto a mi tío Eduardo, carpintero y oriundo de aquellos parajes, qué palabra habrá pasado a sustituir aquella de “tofa”. Según mi mal entrenada intuición paleográfica, debería ser “tosa”, pero mi tío aventura que, más bien, pudiera ser “troza”, una troza de cedro. Tengo mis dudas porque la tipografía no deja espacio suficiente para apretar un carácter extra, pero concedo. Mi tío es experto en maderas, y aun suponiendo que yo lo fuera en palabras, la materia antecede al concepto, esa es una verdad tan antigua como los árboles. “Pero el Cristo de Otatitlán es negro”, dice mi tío, erigido ahora en fuente primaria, “por lo cual no puede ser cedro. Habría que ver qué madera era, suponiendo que sea natural y no pintado, ahí dice retocada…”.

Te podría interesar el análisis de Alaíde Ventura sobre el extraño caso de Alexis St. Martin

José, de gran sensibilidad y astucia, supo valorar cuánto del pasado se escondía en el presente, su presente. En cambio, adelantó poco del nuestro, lo que no quiere decir que no lo considerara al momento de escribir. Como toda escritura, la suya albergaba una presunción de futuro, pero él no tenía manera de prever, por ejemplo, que el Cristo de Otatitlán se oscurecería al punto de adorarse bajo el nombre de “Cristo negro”, ni que su templo, El Santuario, sería tan venerado que acabaría robándose el topónimo.

Tampoco llegaría a enterarse que una noche de 1967, una falla en el sistema eléctrico de la catedral metropolitana provocaría el incendio que consumió varias de las piezas más emblemáticas del virreinato, entre ellas una gran parte del altar del perdón. Ni que el altar de los reyes se mantendría intacto, con sus estípites churriguerescos balbasianos, y que continuaría siendo referente del barroco novohispano muchísimos años después de que este pedazo de mundo se independizara de España.

Que escasearían los arcoíris de 12 años, lo que no quiere decir que se extinguieran.

Que al Papaloapan se le seguiría llamando Papaloapan, por lo menos en mi novela.

“¿Sabes qué, Ala? —dice mi tío— Si estaban en la cuenca, sí debe ser cedro, Cedrela odorata, y el término retocada ha de referirse a la aplicación de algún acabado que la ennegreció, pues en esos rumbos no hay madera de color negro. Ahora que vengas te enseño…”.

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El Theatro Americano, de José de Villaseñor está disponible en línea, pero se disfruta más en la edición de Trillas de 1992, gracias al maravilloso prólogo de María del Carmen Velázquez.

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José y el <i>Theatro Americano</i>: maravillas de la Nueva España

José y el <i>Theatro Americano</i>: maravillas de la Nueva España

04
.
05
.
25
2025
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
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Por encargo del rey Felipe V de España, Joseph Antonio de Villa-Señor y Sánchez realizó un compendio de datos geográficos, incluso místicos, de la Nueva España.

El único retrato que existe de José es un grabado en lámina donde se le muestra arrodillado y con los brazos extendidos hacia Felipe V, ofrendándole a su majestad todo lo propio: observaciones terrenales, el bosquejo de urbanizaciones apenas imaginadas, especulaciones cósmicas, su universo matemático, el universo entero en bandeja real. 

Su nombre completo era Joseph Antonio de Villa-Señor y Sánchez. En 1748 tenía casi 50 años y estaba casado con Josepha Velasco, sin hijos. La inteligencia de José lo había favorecido con la atención de sus superiores, que le solicitarían la proyección de varios planos, uno de ellos en los páramos de Texas, y otras tareas de suma delicadeza; así como con la amistad de grandes talentos, entre los que se contaba Jerónimo de Balbás, maestro escultor y arquitecto, quien por cierto trazó la estampa antes mencionada. 

Hasta ese momento, José se había desempeñado como contador de reales azogues del virreinato de la Nueva España, pero ahora dedicaba sus días a “sintetizar la consistencia del nuevo mundo”, actividad que realizaba gustosamente pues le “sirve de delicia”. 

Algunas mañanas atrás, a Felipe V le había amanecido el apetito de conocer mejor los dominios que gobernaba desde su cómoda lejanía, por lo que conminó a los virreyes a que lo actualizaran sobre los pormenores de su jurisdicción: nombres, número y calidad de los pueblos, naturaleza y estado de las misiones. En la Nueva España, el virrey Pedro Cebrián y Agustín comisionó la parte correspondiente a Francisco Sahagún, cronista presbítero de la Ciudad de México, y a nuestro José. Al poco, Sahagún, que en el fondo era más presbítero que cronista, abandonó la empresa para enfocarse en sus propios intereses, y así fue como José acabó levantando el censo con no más herramientas que un cuestionario redactado por él mismo, el cual viró a los gobernadores y alcaldes mayores del virreinato. 

Te recomendamos leer Práctica de purgadores de Alaíde Ventura.

José me interesa no solo porque los de Texas se hayan convertido, a últimas fechas, en los páramos que desaforadamente habito, sino también por mi convicción de que el inventario precede al invento. A riesgo de convertirme en la versión veracruzana de Joe Gould, que según la crónica de Joseph Mitchell pasaba más tiempo hablando de su novela que propiamente escribiéndola, confieso que mi proceso de investigación hasta ahora se ha limitado casi exclusivamente al gabinete. ¡Es que han escrito tanto y tan extenso estos señores!

El informe de José, intitulado Theatro Americano, contiene los datos geográficos y estadísticos que la Corona había pedido, acompañados de un despliegue de detalles precisos y “vivamente representados”, con los cuales su majestad habría podido formarse una idea del estado de las riquezas. José perseguía un estilo pulcro, sencillo, evitando las “antigüedades” y las “menudencias” ociosas que no informaran “a los estudiosos talentos”. Pretendía escribir apegado a los hechos, pero fracasó en disimular su entusiasmo. Es el mismo mal que me aqueja, la pulsión de la antropóloga: la furiosa e impostergable urgencia de contarle esto a alguien.

José trabajó la primera fase de la escritura desde su gabinete en la Ciudad de México, compendiando y editando las relaciones que las autoridades locales le enviaban desde los pueblos; infortunadamente, algunas carecían de las “particulares noticias” que él esperaba, y así fue como acabó pidiéndole al secretario don Francisco Fernández Molinillo que le facilitara los documentos administrativos con que complementar las entradas. Más adelante, también, José habrá emprendido la envidiable aventura de caminar lo caminable, pues solo así se explica la viveza de algunas descripciones. Por ejemplo, sobre las ásperas y pedregosas sendas del Sotavento veracruzano, cuya estrechura “abre escaleras en la misma piedra”, afirmó que no era creíble, sino para quien lo mirase, cómo podían las mulas subirlas y bajarlas. O quizá, simplemente, José tuviera vena de narrador y, no conforme con el vaciado de datos y cifras, haya confeccionado estas fichas postales para que siguieran consultándose por los siglos venideros, aun contra la voluntad de los muertos. 

Es que el Theatro Americano, contrario al espíritu divulgativo que parece emanar de él, no es una obra de consulta general, sino una misiva dirigida exclusivamente a su majestad el rey de España. Tras recibir la primera parte la compilación, Felipe V devolvió la advertencia de que esta no debería correr impresa entre el público: “Cuidéis de que no se venda ni reparta ejemplar alguno de ella”. La información contenida en sus páginas, caída en manos enemigas, resultaría en gran catástrofe; no por nada exploradores y cronistas se habían manejado siempre bajo un pacto de secrecía. En 1748, José se encontraba en el proceso de estampar el segundo tomo para enviárselo al recién coronado Fernando VI bajo el máximo recelo. De los 30 ejemplares que se imprimirían de cada tomo, algunos llegarían a España y acabarían almacenados en el archivo de Indias, mientras que otros se mantendrían a resguardo en la Colonia por si “las contingencias del mar”.

Siento envidia, sí, porque también anhelo navegar lo navegable. Debido a un inconveniente migratorio, en el que no abundaré acá, tuve que limitar la primera fase de mi escritura a los parámetros de Houston. Igual que José, devoré todas las fuentes que cayeron en mis interbibliotecarias manos; y, a mi manera, establecí correspondencia con las autoridades locales que me informaran de sus misiones; es decir, mis parientes y algunos investigadores que generosamente accedieron a orientarme. Sin embargo, la escritura depende de la materialidad del territorio, y ahora que el inconveniente se ha resuelto, me dirijo una vez más hacia la cuenca, dispuesta a mirarlo todo con ojos recién retornados. 

José, hombre de su tiempo, además de un vasallo fiel a la Corona y al virrey en turno, también era un criollo casado con una mestiza. Entre las líneas de su escritura se vislumbra un dejo de orgullo por el territorio donde le tocó nacer. Le interesaba que su majestad se enterara de lo abundante, vasto y fértil que era este pedazo de mundo, incluidos sus habitantes; de lo portentoso de la catedral metropolitana, con cuyos altares Jerónimo de Balbás se consagró como un maestro de primera línea. José incorporó en su lenguaje voces que no eran castellanas y que años después José Antonio Alzate criticaría porque “no reconocen idioma”. También se engolosinó en la proyección cósmico-matemática de la cartografía, al punto de errar algunas coordenadas; Manuel Orozco y Berra señalaría que el Theatro, aunque apreciable por las noticias que contiene y su valor informativo, “adolece de graves defectos científicos”.

Sin embargo, en 1748 ni Alzate ni Orozco y Berra, ni siquiera María del Carmen Velázquez, prologuista extraordinaire, y mucho menos yo éramos contempladas como posibles lectoras. El Theatro estaba pensado como un espectáculo privado, una correspondencia a la que nos asomamos en calidad de espías desde este futuro que será, a su vez, el pasado de alguien.

Escéptico ante lo que contraviniera las enseñanzas del dogma, José se permitió la relatoría de sucesos extraños, explicables solo mediante una suerte de fe extendida, audaz y hasta riesgosa. En la cuenca del río Papaloapan, “ahora llamado Alvarado, el primero que descubrió el famoso Cortés”, ubicó por lo menos diez trapiches que son de mi interés, en los que se producía mucha azúcar y piloncillo, al tiempo que describió dos peculiaridades dignas de mencionar. La primera, que la iglesia que “el vulgo llama de Cozamaloapan”, templo de primorosa arquitectura dedicado a la milagrosa imagen de nuestra señora de la Soledad, tenía un origen tan antiguo que incluso precedía a la Conquista, puesto que fue “figurado en un arcoíris que nacía en la orilla del río inmediato a la población, y terminaba sobre la ciudad de México”. Este arcoíris, acotó, “permaneció doce años, que fueron los que le contaron hasta la entrada de Cortés, y ejecutada la conquista desapareció, apareciendo la soberana imagen, arcoíris de la paz y la gracia, anunciando al imperio mexicano la cesación del diluvio de idolatría”. 

La segunda, que en Otatitlán, Veracruz, había un decente y primoroso templo en el que se veneraba la milagrosísima imagen de Cristo crucificado. El origen del Cristo, testimoniado en el archivo de la cofradía, databa de más de cien años, cuando un indio había cortado una “tofa” de cedro que se llevó a su casa, deseoso de hallar un diestro escultor que le hiciera una imagen de la Virgen. 

Con ese deseo vivió algunos años y un día que se hallaba devotamente ansioso por conseguir su intento, llegaron a su casa dos mancebos hermosos, de gallarda presencia, que sabían muy bien el arte de escultura. Propúsoles el indio el deseo que mucho tiempo había permanecido en su corazón: el de tener una devota imagen de nuestra señora la Santísima Virgen. Ajustose con ellos y los hospedó en el jacal o choza donde tenía el madero. Dioles primero la paga y les previno el alimento necesario por el primero día. Volvió al siguiente a visitarlos por ver si habían principiado la obra y halló la tofa convertida en la prodigiosa efigie de Cristo resucitado, retocada y perfectamente acabada. 

“Prodigio de la gracia y omnipotencia divina”, ¿palabras de José o del copista de la cofradía? Imposible saberlo, pues el testimonio original, al que historiadores más serios llamarían fuente primaria, estaba destinado a perderse. Cuenta José que dice la fuente que los escultores desaparecieron dejando allí el dinero y la refacción. “Ángeles serían, por las circunstancias del prodigio y el desinterés en dos cosas que tanto apetecen los hombres”. La única evidencia que sobrevive es el informe, esta misiva secreta que se convertiría en material de archivo. Toda escritura alberga esa potencialidad. 

Le pregunto a mi tío Eduardo, carpintero y oriundo de aquellos parajes, qué palabra habrá pasado a sustituir aquella de “tofa”. Según mi mal entrenada intuición paleográfica, debería ser “tosa”, pero mi tío aventura que, más bien, pudiera ser “troza”, una troza de cedro. Tengo mis dudas porque la tipografía no deja espacio suficiente para apretar un carácter extra, pero concedo. Mi tío es experto en maderas, y aun suponiendo que yo lo fuera en palabras, la materia antecede al concepto, esa es una verdad tan antigua como los árboles. “Pero el Cristo de Otatitlán es negro”, dice mi tío, erigido ahora en fuente primaria, “por lo cual no puede ser cedro. Habría que ver qué madera era, suponiendo que sea natural y no pintado, ahí dice retocada…”.

Te podría interesar el análisis de Alaíde Ventura sobre el extraño caso de Alexis St. Martin

José, de gran sensibilidad y astucia, supo valorar cuánto del pasado se escondía en el presente, su presente. En cambio, adelantó poco del nuestro, lo que no quiere decir que no lo considerara al momento de escribir. Como toda escritura, la suya albergaba una presunción de futuro, pero él no tenía manera de prever, por ejemplo, que el Cristo de Otatitlán se oscurecería al punto de adorarse bajo el nombre de “Cristo negro”, ni que su templo, El Santuario, sería tan venerado que acabaría robándose el topónimo.

Tampoco llegaría a enterarse que una noche de 1967, una falla en el sistema eléctrico de la catedral metropolitana provocaría el incendio que consumió varias de las piezas más emblemáticas del virreinato, entre ellas una gran parte del altar del perdón. Ni que el altar de los reyes se mantendría intacto, con sus estípites churriguerescos balbasianos, y que continuaría siendo referente del barroco novohispano muchísimos años después de que este pedazo de mundo se independizara de España.

Que escasearían los arcoíris de 12 años, lo que no quiere decir que se extinguieran.

Que al Papaloapan se le seguiría llamando Papaloapan, por lo menos en mi novela.

“¿Sabes qué, Ala? —dice mi tío— Si estaban en la cuenca, sí debe ser cedro, Cedrela odorata, y el término retocada ha de referirse a la aplicación de algún acabado que la ennegreció, pues en esos rumbos no hay madera de color negro. Ahora que vengas te enseño…”.

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José y el <i>Theatro Americano</i>: maravillas de la Nueva España

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Por encargo del rey Felipe V de España, Joseph Antonio de Villa-Señor y Sánchez realizó un compendio de datos geográficos, incluso místicos, de la Nueva España.

Texto de
Fotografía de
Realización de
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Traducción de

El único retrato que existe de José es un grabado en lámina donde se le muestra arrodillado y con los brazos extendidos hacia Felipe V, ofrendándole a su majestad todo lo propio: observaciones terrenales, el bosquejo de urbanizaciones apenas imaginadas, especulaciones cósmicas, su universo matemático, el universo entero en bandeja real. 

Su nombre completo era Joseph Antonio de Villa-Señor y Sánchez. En 1748 tenía casi 50 años y estaba casado con Josepha Velasco, sin hijos. La inteligencia de José lo había favorecido con la atención de sus superiores, que le solicitarían la proyección de varios planos, uno de ellos en los páramos de Texas, y otras tareas de suma delicadeza; así como con la amistad de grandes talentos, entre los que se contaba Jerónimo de Balbás, maestro escultor y arquitecto, quien por cierto trazó la estampa antes mencionada. 

Hasta ese momento, José se había desempeñado como contador de reales azogues del virreinato de la Nueva España, pero ahora dedicaba sus días a “sintetizar la consistencia del nuevo mundo”, actividad que realizaba gustosamente pues le “sirve de delicia”. 

Algunas mañanas atrás, a Felipe V le había amanecido el apetito de conocer mejor los dominios que gobernaba desde su cómoda lejanía, por lo que conminó a los virreyes a que lo actualizaran sobre los pormenores de su jurisdicción: nombres, número y calidad de los pueblos, naturaleza y estado de las misiones. En la Nueva España, el virrey Pedro Cebrián y Agustín comisionó la parte correspondiente a Francisco Sahagún, cronista presbítero de la Ciudad de México, y a nuestro José. Al poco, Sahagún, que en el fondo era más presbítero que cronista, abandonó la empresa para enfocarse en sus propios intereses, y así fue como José acabó levantando el censo con no más herramientas que un cuestionario redactado por él mismo, el cual viró a los gobernadores y alcaldes mayores del virreinato. 

Te recomendamos leer Práctica de purgadores de Alaíde Ventura.

José me interesa no solo porque los de Texas se hayan convertido, a últimas fechas, en los páramos que desaforadamente habito, sino también por mi convicción de que el inventario precede al invento. A riesgo de convertirme en la versión veracruzana de Joe Gould, que según la crónica de Joseph Mitchell pasaba más tiempo hablando de su novela que propiamente escribiéndola, confieso que mi proceso de investigación hasta ahora se ha limitado casi exclusivamente al gabinete. ¡Es que han escrito tanto y tan extenso estos señores!

El informe de José, intitulado Theatro Americano, contiene los datos geográficos y estadísticos que la Corona había pedido, acompañados de un despliegue de detalles precisos y “vivamente representados”, con los cuales su majestad habría podido formarse una idea del estado de las riquezas. José perseguía un estilo pulcro, sencillo, evitando las “antigüedades” y las “menudencias” ociosas que no informaran “a los estudiosos talentos”. Pretendía escribir apegado a los hechos, pero fracasó en disimular su entusiasmo. Es el mismo mal que me aqueja, la pulsión de la antropóloga: la furiosa e impostergable urgencia de contarle esto a alguien.

José trabajó la primera fase de la escritura desde su gabinete en la Ciudad de México, compendiando y editando las relaciones que las autoridades locales le enviaban desde los pueblos; infortunadamente, algunas carecían de las “particulares noticias” que él esperaba, y así fue como acabó pidiéndole al secretario don Francisco Fernández Molinillo que le facilitara los documentos administrativos con que complementar las entradas. Más adelante, también, José habrá emprendido la envidiable aventura de caminar lo caminable, pues solo así se explica la viveza de algunas descripciones. Por ejemplo, sobre las ásperas y pedregosas sendas del Sotavento veracruzano, cuya estrechura “abre escaleras en la misma piedra”, afirmó que no era creíble, sino para quien lo mirase, cómo podían las mulas subirlas y bajarlas. O quizá, simplemente, José tuviera vena de narrador y, no conforme con el vaciado de datos y cifras, haya confeccionado estas fichas postales para que siguieran consultándose por los siglos venideros, aun contra la voluntad de los muertos. 

Es que el Theatro Americano, contrario al espíritu divulgativo que parece emanar de él, no es una obra de consulta general, sino una misiva dirigida exclusivamente a su majestad el rey de España. Tras recibir la primera parte la compilación, Felipe V devolvió la advertencia de que esta no debería correr impresa entre el público: “Cuidéis de que no se venda ni reparta ejemplar alguno de ella”. La información contenida en sus páginas, caída en manos enemigas, resultaría en gran catástrofe; no por nada exploradores y cronistas se habían manejado siempre bajo un pacto de secrecía. En 1748, José se encontraba en el proceso de estampar el segundo tomo para enviárselo al recién coronado Fernando VI bajo el máximo recelo. De los 30 ejemplares que se imprimirían de cada tomo, algunos llegarían a España y acabarían almacenados en el archivo de Indias, mientras que otros se mantendrían a resguardo en la Colonia por si “las contingencias del mar”.

Siento envidia, sí, porque también anhelo navegar lo navegable. Debido a un inconveniente migratorio, en el que no abundaré acá, tuve que limitar la primera fase de mi escritura a los parámetros de Houston. Igual que José, devoré todas las fuentes que cayeron en mis interbibliotecarias manos; y, a mi manera, establecí correspondencia con las autoridades locales que me informaran de sus misiones; es decir, mis parientes y algunos investigadores que generosamente accedieron a orientarme. Sin embargo, la escritura depende de la materialidad del territorio, y ahora que el inconveniente se ha resuelto, me dirijo una vez más hacia la cuenca, dispuesta a mirarlo todo con ojos recién retornados. 

José, hombre de su tiempo, además de un vasallo fiel a la Corona y al virrey en turno, también era un criollo casado con una mestiza. Entre las líneas de su escritura se vislumbra un dejo de orgullo por el territorio donde le tocó nacer. Le interesaba que su majestad se enterara de lo abundante, vasto y fértil que era este pedazo de mundo, incluidos sus habitantes; de lo portentoso de la catedral metropolitana, con cuyos altares Jerónimo de Balbás se consagró como un maestro de primera línea. José incorporó en su lenguaje voces que no eran castellanas y que años después José Antonio Alzate criticaría porque “no reconocen idioma”. También se engolosinó en la proyección cósmico-matemática de la cartografía, al punto de errar algunas coordenadas; Manuel Orozco y Berra señalaría que el Theatro, aunque apreciable por las noticias que contiene y su valor informativo, “adolece de graves defectos científicos”.

Sin embargo, en 1748 ni Alzate ni Orozco y Berra, ni siquiera María del Carmen Velázquez, prologuista extraordinaire, y mucho menos yo éramos contempladas como posibles lectoras. El Theatro estaba pensado como un espectáculo privado, una correspondencia a la que nos asomamos en calidad de espías desde este futuro que será, a su vez, el pasado de alguien.

Escéptico ante lo que contraviniera las enseñanzas del dogma, José se permitió la relatoría de sucesos extraños, explicables solo mediante una suerte de fe extendida, audaz y hasta riesgosa. En la cuenca del río Papaloapan, “ahora llamado Alvarado, el primero que descubrió el famoso Cortés”, ubicó por lo menos diez trapiches que son de mi interés, en los que se producía mucha azúcar y piloncillo, al tiempo que describió dos peculiaridades dignas de mencionar. La primera, que la iglesia que “el vulgo llama de Cozamaloapan”, templo de primorosa arquitectura dedicado a la milagrosa imagen de nuestra señora de la Soledad, tenía un origen tan antiguo que incluso precedía a la Conquista, puesto que fue “figurado en un arcoíris que nacía en la orilla del río inmediato a la población, y terminaba sobre la ciudad de México”. Este arcoíris, acotó, “permaneció doce años, que fueron los que le contaron hasta la entrada de Cortés, y ejecutada la conquista desapareció, apareciendo la soberana imagen, arcoíris de la paz y la gracia, anunciando al imperio mexicano la cesación del diluvio de idolatría”. 

La segunda, que en Otatitlán, Veracruz, había un decente y primoroso templo en el que se veneraba la milagrosísima imagen de Cristo crucificado. El origen del Cristo, testimoniado en el archivo de la cofradía, databa de más de cien años, cuando un indio había cortado una “tofa” de cedro que se llevó a su casa, deseoso de hallar un diestro escultor que le hiciera una imagen de la Virgen. 

Con ese deseo vivió algunos años y un día que se hallaba devotamente ansioso por conseguir su intento, llegaron a su casa dos mancebos hermosos, de gallarda presencia, que sabían muy bien el arte de escultura. Propúsoles el indio el deseo que mucho tiempo había permanecido en su corazón: el de tener una devota imagen de nuestra señora la Santísima Virgen. Ajustose con ellos y los hospedó en el jacal o choza donde tenía el madero. Dioles primero la paga y les previno el alimento necesario por el primero día. Volvió al siguiente a visitarlos por ver si habían principiado la obra y halló la tofa convertida en la prodigiosa efigie de Cristo resucitado, retocada y perfectamente acabada. 

“Prodigio de la gracia y omnipotencia divina”, ¿palabras de José o del copista de la cofradía? Imposible saberlo, pues el testimonio original, al que historiadores más serios llamarían fuente primaria, estaba destinado a perderse. Cuenta José que dice la fuente que los escultores desaparecieron dejando allí el dinero y la refacción. “Ángeles serían, por las circunstancias del prodigio y el desinterés en dos cosas que tanto apetecen los hombres”. La única evidencia que sobrevive es el informe, esta misiva secreta que se convertiría en material de archivo. Toda escritura alberga esa potencialidad. 

Le pregunto a mi tío Eduardo, carpintero y oriundo de aquellos parajes, qué palabra habrá pasado a sustituir aquella de “tofa”. Según mi mal entrenada intuición paleográfica, debería ser “tosa”, pero mi tío aventura que, más bien, pudiera ser “troza”, una troza de cedro. Tengo mis dudas porque la tipografía no deja espacio suficiente para apretar un carácter extra, pero concedo. Mi tío es experto en maderas, y aun suponiendo que yo lo fuera en palabras, la materia antecede al concepto, esa es una verdad tan antigua como los árboles. “Pero el Cristo de Otatitlán es negro”, dice mi tío, erigido ahora en fuente primaria, “por lo cual no puede ser cedro. Habría que ver qué madera era, suponiendo que sea natural y no pintado, ahí dice retocada…”.

Te podría interesar el análisis de Alaíde Ventura sobre el extraño caso de Alexis St. Martin

José, de gran sensibilidad y astucia, supo valorar cuánto del pasado se escondía en el presente, su presente. En cambio, adelantó poco del nuestro, lo que no quiere decir que no lo considerara al momento de escribir. Como toda escritura, la suya albergaba una presunción de futuro, pero él no tenía manera de prever, por ejemplo, que el Cristo de Otatitlán se oscurecería al punto de adorarse bajo el nombre de “Cristo negro”, ni que su templo, El Santuario, sería tan venerado que acabaría robándose el topónimo.

Tampoco llegaría a enterarse que una noche de 1967, una falla en el sistema eléctrico de la catedral metropolitana provocaría el incendio que consumió varias de las piezas más emblemáticas del virreinato, entre ellas una gran parte del altar del perdón. Ni que el altar de los reyes se mantendría intacto, con sus estípites churriguerescos balbasianos, y que continuaría siendo referente del barroco novohispano muchísimos años después de que este pedazo de mundo se independizara de España.

Que escasearían los arcoíris de 12 años, lo que no quiere decir que se extinguieran.

Que al Papaloapan se le seguiría llamando Papaloapan, por lo menos en mi novela.

“¿Sabes qué, Ala? —dice mi tío— Si estaban en la cuenca, sí debe ser cedro, Cedrela odorata, y el término retocada ha de referirse a la aplicación de algún acabado que la ennegreció, pues en esos rumbos no hay madera de color negro. Ahora que vengas te enseño…”.

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