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Adelanto del libro <i>Malacría</i> de Elisa Díaz Castelo

Adelanto del libro <i>Malacría</i> de Elisa Díaz Castelo

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Fotografía de
Realización de
Ilustración de
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Esta novela funciona como un pequeño fresco de la experiencia femenina en la sociedad mexicana del siglo XX y los albores del XXI. A la manera de las tragedias clásicas, en esta historia intergeneracional se plantea una interrogante: ¿no es aquello que pareciera protegernos de revivir el trauma lo que termina por alojarnos precisamente en él?
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Tiempo de Lectura: 00 min

¿Cómo inciden en el presente los pasados que nos habitan, incluso aquellos de los que no tenemos conocimiento alguno? <i>Malacría</i>, la primera novela de Elisa Díaz Castelo, indaga en estos terrenos a través de la historia intergeneracional de tres mujeres y el hilo de violencia que las atraviesa.

La abuela tuvo el mal tino de morirse en el cumpleaños de su única hija. Era uno de esos días de calor inmundo justo antes de la temporada de lluvias, cuando la ciudad no se parece a sí misma: a los árboles se les nota menguados, en las jardineras brotan hierbas amarillentas y se mueren las plantas que crecen en las fisuras del asfalto. La ciudad se parece a sí misma, decidió Ele, sólo durante las lluvias, especialmente en esos aguaceros de las cinco de la tarde que empapan transeúntes y desmadran el tráfico, especialmente después de esos aguaceros, cuando el mundo despejado refulge a su pesar, cada hoja verde y limpia y como recién creada, cada cable brillante y negro, la calle casi vuelta espejo y el olor del asfalto húmedo. Antes de la lluvia, la ciudad pesa menos, es como un recuerdo borroneado, difuso, cubierto por una tenue capa de polvo.

El día del cumpleaños de su madre y de la muerte de su abuela, Ele salió a conseguir las velas para el pastel de chocolate del Costco que compraban cada año. A pesar del calor. Caminó siempre del lado de la sombra. Cuando volvió, la casa estaba transformada. Su madre había cerrado las cortinas del cuarto de la abuela para que no entrara el insidioso sol de media tarde y Ele, en el umbral, tardó un rato en acostumbrar sus ojos a la oscuridad. El cuarto parecía habitado sólo por la voz de su madre, vuelve, mamá, vuelve y el olor penetrante a medicamentos se intensificaba por el calor. Poco a poco emergieron, como de un agua oscura, los movimientos, los cuerpos. Ele aún tenía las velas del pastel en la mano. Pasaron muchas horas. Pasaron meses y años. Ella guarda todavía, en su casa, esas velas. Como si no se hubiera cumplido ese cumpleaños, como si su madre, a partir de la muerte de la abuela, hubiera dejado de avanzar en el tiempo o su nacimiento se hubiera anulado del todo.

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Ele se convirtió en una coleccionista de ruinas. Los domingos por la tarde salía a caminar por la ciudad después de la lluvia, deteniéndose frente a casas a punto de desplomarse, edificios a medio derruir, terrenos arrasados. Les tomaba fotos y se las mandaba a Perla, su mamá. Era un juego. O algo parecido.

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El día en que su madre desapareció, Ele le había enviado una foto de la casona sobre Cozumel. Venida abajo casi por completo, conservaba intacta sólo su fachada espléndida, que parecía mantenerse en pie gracias a un improbable acto de equilibrismo. La luz del atardecer la volvía dorada y dibujaba sobre ella la sombra de un árbol. A través de sus ventanas abiertas, que de milagro retenían sus marcos blancos, se veía directamente un cielo azul oscuro, crepuscular. A Ele le extrañó que su madre, atenta hasta la compulsión a su WhatsApp, no abriera el mensaje, pero no pensó demasiado en ello.

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Cuando era niña, vivían frente a una casa abandonada: una construcción de los años cuarenta cuya reja, barroca y floral, estaba oxidada por completo. Siempre que caminaban de ese lado de la calle, Ele se asomaba con curiosidad mientras repasaba los bucles de la herrería con el índice, que quedaba manchado de un color ocre, similar a la sangre. Un domingo, su mamá notó que la puerta de metal no estaba cerrada con llave y la miró con media sonrisa. Cuando la miraba así, era como si fueran hermanas. La ilusión duraba poco, pero hacía a la niña inmensamente feliz. Una vez dentro, recorrieron el patio, observaron la hierba que crecía entre los bloques de concreto y se asomaron al charco formado en una esquina, amplio como un lago, donde se reflejaban las nubes. Ele rompió el cielo con sus botas para la lluvia. Luego se acercaron a la puerta principal, cuya madera se había hinchado tanto por los ciclos anuales de tormentas y sequías que la cerradura estaba botada. Así que entraron. Las recibió primero ese olor vivo a madera empapada y luego la sala, vacía con excepción de unas pilas de periódico en una esquina, un montón de basura junto a la ventana y fragmentos de un espejo roto esparcidos por el piso, que reflejaban por trozos a la niña y a la mujer. Un ojo, una mano, el cabello, la rodilla. Sus cuerpos atomizados. Entonces las recorrió un hedor a podrido y otro más bajo y punzante, algo que no sabían reconocer pero que no era bueno. Años después, Ele pensaría que no fueron sólo ellas quienes entraron en la casa sino que ésta, a su vez, entró en ellas.

—Aquí huele a epilepsia —dijo su mamá mientras tomaba la mano pequeña y pegajosa de su hija—. Vámonos.

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La abuela Cecilia tuvo epilepsia, del tipo que en francés llaman grand mal. A Ele siempre le horrorizó y le fascinó a la vez ese nombre tan amplio. ¿Cómo se siente no sólo padecer el mal, sino que se trate de un mal enorme, abstracto? La abuela decía que no se sentía nada. Puro vacío. ¿Negro? No, ni siquiera negro, porque el negro está demasiado lleno de sí mismo. ¿Blanco? No, demasiado brillante. Antes de un episodio, la abuela tenía extrañas alucinaciones olfativas.

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Huele al corcho de una botella de vino.

Huele a pestañas quemadas.

Huele al cuero cabelludo de mi tío Magdaleno.

Huele a la madera de un lápiz al que le acaban de sacar punta.

Huele al óxido que crece en las orillas de un espejo.

Huele al agua podrida de un florero de tumba.

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Cuando empezaba con eso, la recostaban sobre la cama o la alfombra y le colocaban un cojín bajo la cabeza. Luego era cuestión de esperar. Perla sostenía su frente mientras la abuela se zarandeaba como si quisiera escapar de su propio cuerpo. Ya casi, mamá, ya casi. A Ele le parecía curioso que su mamá llamara a la suya siempre por su nombre, Cecilia, y sólo le dijera mamá cuando no podía escucharla.

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Aunque nunca regresaron a esa casa abandonada, su amor por las ruinas se convirtió en un terreno familiar al que podían volver cuando había problemas entre ellas. Quizá por eso, después de que murió la abuela y Ele, harta de pelear con su madre, se fue de la casa para siempre, adquirió la costumbre de fotografiar casas abandonadas y mandarle las imágenes por mensaje. Ruinas como banderas blancas en la batalla.

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PERKEFT

Entro al cuarto de mamá. Es oscuro como una tumba y tiene tres ventanas alargadas y angostas, tres ranuras pegadas al techo por donde se cuela una luz tenue y sucia. Mamá está sentada en la cómoda blanca, frente al espejo. Se coloca en el pelo, casi rojo de tan castaño, unos rulos calientes. Reconozco ese olor áspero de cabello quemado y puedo ver el vapor que se levanta en torno a su cabeza como un velo que cae hacia arriba. Me siento a su lado y observo sus manos pequeñas sostener un rulo de los extremos y colocarlo en un mechón desobediente. Intento tocarlo, liso y suave ahora, del color de la sangre en la penumbra. No me toques, me dice, me vas a descomponer. Las pestañas postizas esperan en su estuche como dos insectos de muchas patas.

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La primera vez que Ele escuchó el teléfono, no contestó. Odiaba las llamadas. Dejó que el timbre del aparato temblara en el aire hasta extinguirse. Más tarde habría de preguntarse, en un arranque de superstición poco característico, si el mensaje hubiera sido distinto de haber contestado la primera vez. Un ejecutivo intentando venderle una tarjeta de crédito. Una tía lejana felicitándola por su santo. O su mamá en persona, su voz áspera, rogándole que no olvidara dejarle un balde de agua limpia a los gatos que vivían en el estacionamiento público al lado de su departamento.

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Una hora más tarde volvió a insistir el teléfono. Esta vez, el sonido rugoso la trajo de vuelta al mundo, cada timbre alumbró como una linterna de cansada luz amarilla las distintas partes del departamento. Aquí, cajas desordenadas y abiertas, con el nombre de ella escrito; aquí, en esa esquina, las otras cajas, marcadas con el nombre de él (Mateo) en la letra de ella; aquí, el piso pelado, sin muebles ni alfombra; aquí, una cafetera eléctrica sobre una máquina de coser Singer; aquí, la pecera vacía contra la pared y, junto, el viejo escritorio de la abuela, su superficie marcada por las órbitas tenues de infinitas tazas de café o quizá la misma, colocada una y otra vez durante años hasta crear un sistema solar excéntrico, desordenado. Sobre él, montañas de papeles diversos, un lápiz sin punta, libros abiertos bocabajo y una computadora de teclas desgastadas. Sentada al escritorio estaba Ele, en el centro de todo pero lejos, como una astronauta que se sostiene a su nave y a su mundo por un único cable umbilical.

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Esta vez contestó. Se levantó de su escritorio para alcanzar el teléfono, colocado sobre el piso en una de las esquinas del cuarto. Llevaba todo el día sin hablar y tuvo que rescatar su voz, dormida en las profundidades de su estómago, y jalarla de vuelta hasta su cuello. ¿Bueno? Palabra tan vacía. Del otro lado de la línea reconoció a Jeni, la novia de su madre. Al principio, sorprendida por recibir esa llamada, la atribuyó al cumpleaños de Perla, que era dentro de un par de días. Quizá su novia quería celebrarla de alguna manera inesperada, cosa que su madre sin duda detestaría. Pero la desmintió el tono de Jeni. Su voz, de por sí pequeña y aguda, se había vuelto un suspiro sin aire. Hablaba un español cortado como café negro por la leche condensada de su acento.

—No está. No está tu mamá. Desde la mañana. Pensé que… aunque la busqué, no… En la mañana no y luego… No ha vuelto en todo el día…

Su mamá había vuelto a irse. Ele se recargó sobre la orilla del escritorio y miró por la ventana. El árbol frente a su edificio tapaba casi toda la vista, pero a ella le gustaba eso. No ver la calle ni a los peatones ni los autos. Sólo el verde de la copa. Aunque la temporada de lluvias se había adelantado ese año, las orillas de las hojas se notaban marchitas desde hace algunas semanas. Como si un incendio localizado hubiera desgastado sólo los bordes de cada una de ellas. Ele pegó tres dedos contra el vidrio frío y abrió la ventana. Del otro lado del teléfono, Jeni hablaba en ráfagas de palabras indistintas. Ya era de noche, pero la fronda permanecía encendida por dentro por el efecto de una de las luces de la calle. El árbol, a esas horas, manaba su propia luz.

Ele escuchó contra las sienes el fluir acelerado de su sangre. Cerró los ojos un instante y se tapó la cara con la palma de la mano que tenía libre. Moviendo casi imperceptiblemente los dedos contra su rostro, comenzó a contar las desapariciones de su madre. Un pulgar, un índice, un anular. Era la vez dedocorazón y, sin embargo. No podía acostumbrarse a eso.

—¿Estás escuchando? —preguntó entonces la voz de Jeni.

—Cuatro veces —murmuró Ele, en automático.

—¿Cuatro qué?

—Nada —mintió—. Estoy contando. ¿Hace cuántas horas dices que la viste por última vez?

—A las siete de la mañana o alrededor… salió del cuarto a darle de comer a los perros… No volvió después de eso.

Ele apretó el teléfono contra el oído. Escuchaba la respiración erizada de Jeni contra la bocina. Extendió la mano y arrancó una hoja del árbol. Comenzó a triturarla entre los dedos.

—Pero ¿por qué no me avisaste? Son las nueve de la noche —La voz de Ele, a pesar del reclamo, sonaba apagada, como si hablara desde debajo de la tierra.

—Todavía ocho y medio —Jeni tenía una fijación con la puntualidad que se volvía compulsiva cuando estaba nerviosa—. Además, no recogías el teléfono.

Ele ignoró ese argumento irrebatible, aunque calcado del inglés. Vio la hora en su celular.

—Más de doce horas sin aparecer y no me dijiste.

Luego pensó en el trabajo. Le faltaba todavía más de la mitad y la entrega era pronto, en dos días. Una extensión, pensó, inevitable. Como lo era también la cara larga de su jefe en la próxima junta y sus calcetas altas y el olor a café quemado en la oficina. Por lo menos entonces, pensó, estaría ya de vuelta. Su madre. Ella. Ambas. Por lo menos entonces, quiso creer, ya habría pasado todo. Ya no tendría este dolor ácido en la base del estómago. Y le pareció poca cosa la jeta de su jefe y sus calcetas altas y ese café asqueroso que se tomaba casi de un trago aunque le quemara la garganta.

—Trece horas —suspiró Jeni—. Pensé que volverá en cualquier momento ahora… Todavía creo que va…

Ele cerró de golpe la ventana. Sintió un sabor oxidado en la boca y supo que se había mordido de nuevo, sin darse cuenta. De pequeña lo hizo tantas veces que vivió habituada a esa llaga invisible dentro de la boca, a ese sabor íntimo y oscuro.

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—Abuela, ¿cómo se siente cuando vuelves, después del episodio?

—Se siente como si pudiera mirarme desde afuera, como si yo no fuera yo y me observara.

Cecilia era muy vanidosa, después de un episodio lo primero que hacía era llevarse una mano cóncava al cabello y alisarse el crepé. Sabía con exactitud dónde estaba despeinada como si, en efecto, pudiera mirarse desde afuera o tuviera un sexto sentido sólo útil en lo referente al cabello. O como si en lo último que hubiera pensado antes del ataque fuera el ángulo exacto en el que recargaba la cabeza sobre la almohada. Aceptaba a duras penas el apoyo de su hija o de su nieta para incorporarse, le temblaban las manos transparentes, cubiertas de venas de un color azul hipnotizante. Ele las recorría con el índice como si fueran ríos subterráneos.

—¿Cómo desde afuera? ¿Como si no fueras tú?

—No, otra persona no —le decía a la niña y quitaba la mano—. Es demasiado quieta la mirada.

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A veces, en las tardes tediosas de sus doce años, Ele se acostaba bocarriba en el sillón de la sala, doblaba los brazos bajo la cabeza, cerraba los ojos y se imaginaba desde afuera. Al principio era difícil, pero fue haciendo práctica, cada vez más, hasta que logró distinguir el tono de su piel bronceada por el sol, la textura lisa del envés de los codos, brillante por una leve capa de sudor, las rodillas, cada uno de los dedos de los pies, la piel pálida bajo las uñas, los lóbulos de las orejas, el cabello caoba y, por último, lo más difícil: su propio rostro concentrado. Ele se hizo experta en el arte de mirarse desde afuera, tanto que se le volvió un vicio y, al final, aprendió a vivir en ese sitio, alejada de su propio cuerpo.

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Las primeras veces que Ele se miró desde afuera

Cuando la abuela, confundida y rabiosa en los prolegómenos de la demencia, le aventó a Perla el pesado cenicero de metal en forma de gato sin quitarse de la boca el puro panetela.

Cuando Ele se echó a llorar a moco tendido porque no podía contestar un ejercicio de matemáticas y su mamá le dijo: ¿Qué hice mal para tener una hija como tú? No esperes que te quiera, Ele. Te tolero, sí, pero ¿quererte? Entonces Ele vio perfectamente cómo sus propias manos perdían peso y se le secaban las lágrimas de golpe. Sin decir palabra, dio media vuelta, salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado. Como si fuera el amor de su madre lo que la hubiera hecho sólida hasta entonces, lo que la hubiera dotado de la primera persona y, al desvanecerse, Ele hubiera perdido su subjetividad, volviéndose ajena para sí misma.

Cuando murió la abuela, en el velorio. Mirarse desde afuera la ayudó a no llorar, a vigilarse, a no ser ella misma o a serlo un poco menos.

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En algún punto, Ele perdió a la primera persona, olvidó cómo habitarse y aprendió a verse desde afuera. Se miraba desde otro sitio como quien ve llover. Su cuerpo. Títere de angustia y armazón de manías. Verbo sin sujeto que se viste de negro. Sólo a veces la música la traía de vuelta, sólo a veces las manos de Mateo.

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Sostenía con tal fuerza el teléfono que las falanges de sus dedos palidecieron.

—¿Cuándo fue la última vez que la viste? —le preguntó a Jeni.

Perla se había levantado antes del amanecer, le dijo la voz en el teléfono. Lo sabía porque escuchó sus pies sobre el piso, el martilleo de las croquetas contra el plato de aluminio y luego la reja de metal de la entrada cerrándose y, aunque le pareció raro que Perla saliera a esa hora de la casa, Jeni volvió a quedarse dormida. A Ele le enfureció saber que Jeni había sido capaz de volver a conciliar el sueño después, pero luego pensó que no tenía nada de raro. Jeni no sabía de las desapariciones. Llegó a sus vidas luego de todo eso.

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Poco después de la muerte de la abuela, a Perla le dio por irse todo el día. Llegaba a la casa de noche, cansada, y se resistía a contestar preguntas. Era difícil discutir con ella a su regreso, estaba más acelerada y cortante que de costumbre.

—Dediqué mi vida a cuidar a los otros; a tu abuela desde siempre, desde que yo era niña, incluso, de hecho. Aunque ya ves que yo de eso no hablo, así que ni preguntes. Luego te cuidé a ti, que tampoco fue coser y cantar, y después, cuando ya veía la luz al final del túnel, tu abuela nos salió con el domingo siete de la demencia. Ni Florence Nightingale me hubiera mantenido el paso, hija. A veces necesito un poco de tiempo, es todo.

—Podrías haber avisado —le contestaba Ele.

—Ya sabes que, cuando no estoy, es porque estoy en lo mío. En mi proyecto. Algunas mujeres se dedican a la jardinería, otras tejen chambritas para nietos que no tienen, yo estoy haciendo mi investigación. Dame chance.

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Ele sabía algo sobre la investigación y sabía, también, que no era conveniente preguntar mucho más. Como con tantos otros desequilibrios psíquicos, éste tomó raíz cuando su madre comenzó a escribir la tesis. Perla era intérprete y, hacía poco menos de una década, decidió volver a la universidad para realizar un posgrado, especializándose en el costado filosófico de una teoría lingüística llamada externalismo semántico. Ni siquiera a Ele, que había estudiado Letras, le quedaba tan claro de qué iba ese asunto, pues parecía participar más de las matemáticas o la lógica, de sus aseveraciones tajantes, que de la lengua y sus infinitos matices y ambigüedades. Así fue como Perla llegó a la teoría de la tierra gemela. Se trataba de un experimento mental, propuesto por Hilary Putnam en El significado de «significado», donde se postula la existencia hipotética de un planeta igual al nuestro, idéntico en cada aspecto excepto en una sola cosa: la composición del agua. A partir de esta premisa, el filólogo llegaba a una serie de conclusiones sin duda interesantes sobre la naturaleza del lenguaje. Perla, obsesionada con esta idea, le había dedicado años de su vida.

Hasta ahí, todo era muy normal. El problema fue que la tesis de Perla no terminó nunca. Se volvió cada vez más especulativa e inconexa y ese planeta gemelo, al que Perla denominaba Daemonia, dejó de ser una mera herramienta teórica. Poco a poco, el cuerpo celeste tomó en el panorama psíquico de su madre una existencia más que hipotética, hasta adquirir una realidad contundente, una gravosa gravedad, un diámetro exacto y una ubicación concreta en el espacio exterior. Por las noches, Perla estudiaba las curvaturas de las órbitas, intentaba localizarlo en el mapa celeste, hablaba de él sin condicional, como si existiera de verdad allá afuera, como si estuviera, casi, al alcance de la mano.

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Ele pasó a visitarla por última vez dos meses antes. Su madre se había roto el brazo derecho y no toleraba el descanso recetado por los médicos ni el yeso, que limitaba su movilidad. La encontró sentada en su silla plegable en el patio, de espaldas a ella y a la casa, mirando la barda cubierta de enredaderas. Estaba rodeada por tres de sus perros falderos, que dormían profundamente bajo el sol: Melatonina, Rivotril y, por supuesto, Valeriana. A Melatonina le faltaba un ojo, Rivotril quedó ciego después de una severa crisis de sarna y Valeriana, una salchicha feroz, se había roto la columna y se movía a todos lados en una andadera que Jeni había construido a partir de una carriola. Todos los perros que Jeni y Perla adoptaron juntas tenían nombres de medicamentos para dormir pues Perla era muy insomne y había descubierto, gracias a su pareja, que le resultaba más fácil conciliar el sueño cuando los perros pasaban la noche con ellas, dormidos sobre la colcha. Son mi secreto para dormir mejor, bromeaba.

Ele miró a Perla. Su madre recargaba el yeso sobre el descansabrazos a la altura del codo y tenía la mano erguida y tiesa en un ángulo improbable, como si se estuviera despidiendo de alguien con desgana. Entonces notó el humo. Entre los dedos de su brazo enyesado, Perla sostenía uno de sus asquerosos cigarros de menta y, justo entonces, movió todo el torso hacia adelante para darle una calada larga. Ele no dijo nada. No esta vez. Se aproximó en silencio, para no despertar a los perros, y se sentó en la silla de junto. Platicaron. No recuerda haber hablado de Mateo, pero sin duda

lo hizo porque Perla recargó el torso contra la silla de metal forjado, echó hacia atrás la cabeza y exhaló largamente. Sus palabras olían a menta miserable y a hartazgo.

—Ay, Ele. —Perla, de lentes negros, miraba directamente al cielo—. ¿Por qué no adoptas una mascota? Ya deja de obsesionarte con los hombres, es decir, con el género, pero también, un poco, con los hombres, como en el hombre, como en la humanidad. Hay mejores especies que la nuestra, te lo aseguro. Personas no humanas, como les ha dado por decir ahora o, volviendo a los viejos clásicos, hermano lobo hermano perro luna sol y todo eso. ¿Qué pasó con tu pez? ¿Se te volvió pescado?

Ele olvidó sus propias palabras por la desazón de escuchar las de su madre. Estaba hablando así de nuevo, como antes. Demasiado rápida, demasiado extraña en sus asociaciones. Fuga de ideas, lo llamaba el psiquiatra y a Ele siempre le había parecido curioso ese término. En lugar de huida, en la palabra fuga ella escuchaba el fuego. Pensaba en un incendio forestal y en su avance azaroso y destructor. Las palabras que su madre usaba en esos momentos no iluminaban lo nombrado, le prendían fuego. No eran la luz que revela la presencia de los objetos sino una llama que quema todo lo que toca. Escuchaba a su madre y sentía sobre su propia lengua el sabor de la ceniza. La voz de Perla era el sonido de un incendio lejano.

—Aunque eso de los peces, yo no sé si cuenten como mascotas —continuó su madre y Ele notó que su yeso estaba un poco sucio y desgastado y que su suéter tenía un agujero a la altura de la clavícula y que sobre su regazo descansaba uno de los gigantes cuadernos contables de su abuela—. No pueden verse más que a sí mismos. Son un poco como nosotros, no podemos ver más allá de nuestras propias narices. Es decir, allá, del otro lado del sol, puede existir la otra tierra, idéntica a la nuestra, con réplicas exactas de ti y de mí, de Jeni y hasta de Valeriana. Pero vivimos aquí como si nada, no tenemos manera de comprobarlo, no podemos ir y ver el otro lado del sol. No todavía. Somos una raza miope, de cortas miras. Somos peores que los peces atrapados en sus peceras. Porque, además, dicen que las paredes de las peceras, los vidrios, para ellos son espejos, ¿te imaginas? Sólo se miran repetidos cien veces, sin para dónde. Además, no sé si cuenten como talismanes. Los peces, digo. ¿Sabes que la palabra «mascota» está vinculada al concepto de los talismanes? Valeriana, ahí como la ves, echada bajo el sol y bien dormidota, es mi talismán y… pero bueno, me estoy dejando llevar. Es que de estas cosas prefiero no hablarle a Jeni. No sé… es mejor no saber demasiado. ¿Qué ves? ¿Esto? Son los cuadernos de Cecilia. Ya que ando bien mermada y no puedo casi ni salir me puse a esto, a ordenar la casa, y decidí ver qué hago con sus libretas. ¿Te imaginas que ahí, del otro lado, en Daemonia, lo único distinto no sea el agua sino la historia de la vida de mi madre?

Ele extendió el brazo y tomó la mano de su madre en la suya. Se mordió el labio y se prometió que la visitaría, por lo menos, una vez por semana. No lo hizo.

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Su madre tenía la fantasía de rescatar ruinas, de salvar cuando menos la fachada: es que mira esos rosetones y esos angelitos, el hierro forjado de la puerta principal. A Ele, en cambio, le gustaban las casas tal cual estaban, dilapidadas, expuestas a la entropía, llenas de periódicos viejos, libros abandonados, hierbas aferradas a cualquier hendidura. Le parecían más francas, pues alojaban con una elegancia casi brutal el paso del tiempo. No se resistían, como las casas todavía habitadas, a su propia destrucción. Pero con su madre era distinto. A ella la llamaban las cosas destruidas porque las veía plenas de posibilidades: ahí podríamos poner la cocina, ahí quedaría tan bien un arco, esa bañera es totalmente reutilizable. A Perla le dolía y le entusiasmaba lo abandonado, no podía más que desear arreglarlo, consolar a los objetos, si es que a los objetos les duele estar rotos.

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Una soleada mañana de domingo, hace años, Ele fue al bosque con su mamá. Caminaron junto al río de los Dinamos con sus sándwiches en una bolsa de plástico del súper. No habían visto un alma en kilómetros. Entonces, a lo lejos, escucharon una camada de ladridos dispares que parecían provenir de todos lados y las rodeó una flotilla de perros cimarrones.

Dieciséis colmillos.

El sonido de mandíbulas que se cierran.

Treinta y dos almohadillas.

Dieciséis ojos.

En esa ocasión no le ayudó su técnica de hacer listas: acababa de describir a una criatura salida de un cuento de Lovecraft. El sonido de su corazón competía con el volumen de los ladridos y era casi tan desordenado. Perla, en cambio, con una voz que temblaba no por miedo sino por auténtica aflicción, dijo:

—Ay, no, pobrecitos. —Ele la miró incrédula mientras los perros mostraban los colmillos a su alrededor—. Están hambreados.

Su madre procedió a extraer de la bolsa de plástico los sándwiches que Ele había hecho con esmero y a lanzarle trozos a cada uno.

—No, tú ya comiste —le dijo al enorme perro que encabezaba la manada mientras utilizaba el dorso de la mano para alejarlo de la comida con delicadeza y algo de arrepentimiento—. Lástima, no hay suficiente para todos.

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Mensaje de voz

Mateo, perdón, hola, soy yo, lo siento, ya sé que habíamos dicho que no nos llamaríamos, pero mi mamá no está bien y, bueno, no sólo no está bien, no está, en absoluto, es decir, desapareció de nuevo, como antes, y no sabemos dónde anda y estoy nerviosa, márcame cuando puedas, ¿por favor?, ¿podrías?, estaré atenta, voy a poner esto en sonido, por favor, cualquier cosa, aquí estoy, perdón y gracias, ¿me llamas?

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Bajo su mensaje de voz enviado, apareció una sola y tenue palomita gris.

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Ele escuchó a los perros en cuanto se detuvo frente a la puerta de su madre, sus uñas contra el piso de baldosas del patio y luego sus ladridos disparejos, algunos profundos, densos y otros afilados y punzantes. A lo lejos, distinguió el giro oxidado y tosco de unas pequeñas llantas. Era Valeriana, en su silla de ruedas rústica. Reconoció su ladrido entre los otros: se internaba hasta lo más profundo del oído, punzocortante como una aguja de metal caliente. No era necesario tocar, ya lo sabía. Los ladridos hacían las veces del timbre en esa casa. Jeni abrió la puerta unos centímetros y asomó su rostro, coronado por un corte de honguito como de niño de los ochenta. Su piel blanca se había irritado por las lágrimas y, contra el borde rojo de sus párpados, sus ojos azules y redondos brillaban más que de costumbre bajo la luz eléctrica.

—¿Alguna noticia? —preguntó Ele.

Jeni abrió más la puerta. Vestía un conjunto de pantalones caqui y una camisa cuyas mangas enrolladas dejaban ver la piel pálida y pecosa de sus antebrazos. La ropa que elegía le quedaba siempre un poco grande, una o dos tallas, como si no fuera de verdad suya, sino heredada de algún hermano hipotético, y ella nadaba dentro de tanta tela, acentuando su baja estatura y su cuerpo breve y sinuoso.

—Iba a preguntar lo mismo, pero… —respondió con rapidez sombría, mientras se inclinaba a sostener del suéter a Valeriana para que Ele entrara sin peligro. La novia de su madre se notaba revitalizada por la angustia, doblemente viva.

—Nada —dijo Ele soportando con estoicismo los lengüetazos de dos grandes perros en sus tobillos. A unos metros de ella, Valeriana le ladraba, trazando una media luna imaginaria sobre el piso del patio con sus rueditas.

—Eres tarde… —continuó Jeni y en su mano temblaba una taza de café. Su cuerpo puntual, casi minimalista, se movía con una determinación errática y sus frases empezaban con una energía inusual y se quedaban sin ímpetu a media oración, desembocando en un silencio desconcertante.

—Ha estado más inquieta que de costumbre desde que se fue… —se disculpó Jeni, señalando con la cabeza a Valeriana. —Ella extraña mucho a… —Luego, dirigiéndose a la perra e impostando la voz, preguntó en inglés—: You miss your mommy, don’t you?

Jeni le echó a Ele una mirada de soslayo, apenada, pero ésta ni se inmutó: desde hacía mucho había aprendido a ver a los perros como hermanos postizos con quienes guardaba distintos grados de familiaridad o ninguna en absoluto.

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Tanto Jeni como Perla le tenían especial cariño a Valeriana. Ya que a Ele le resultaba imposible encontrar nada de encantador en esa salchicha inválida con halitosis, lo atribuía a que la mascota había fungido como celestina inconsciente de la relación. Si no fuera por ella, su mamá y Jeni ni se hubieran conocido. Sucedió hacía poco más de cinco años, Perla y Ele iban en camino a un desayuno en Toks. En el trayecto, Ele notó, unos metros más adelante sobre el asfalto del Periférico, un objeto en apariencia inanimado. Perla le pidió a Ele que manejara más lento y su hija procuraba convencerla de que era una bolsa de basura cuando el cuerpo hasta entonces inerte movió la cola. Era un perro. Un perro que casi dejaba de serlo.

—Detén el coche —indicó Perla.

—¿Aquí? ¿A la mitad del Periférico?

—Sí. Aquí. A la mitad del Periférico.

Por suerte era sábado por la mañana. El tráfico, más ligero que de costumbre, le permitió orillarse y detenerse y los conductores, un poco menos neuróticos que entre semana, no le mentaron la madre. Bastó con un par de miradas asesinas desde detrás de vidrios polarizados. Perla tomó una toalla morada del asiento trasero y, aunque el coche aún no se había parado del todo, abrió la puerta y se bajó de un salto. Extendiendo la toalla para que los automóviles se detuvieran, logró cruzar hasta el carril central, envolvió con un solo y diestro movimiento al perro moribundo y se dirigió de vuelta al coche. Con un ademán, le indicó a Ele que abriera la ventana del conductor y le entregó el envoltorio sanguinolento.

—¿Sigue vivo? —preguntó Ele.

—No sé —contestó Perla mientras tomaba su lugar en el asiento del copiloto—, no me puse a tomarle el pulso.

Perla desenvolvió la toalla con cuidado sobre su regazo y ahí estaba Valeriana, una perrita salchicha con la columna totalmente triturada pero con unos ojos redondos y saltones vivísimos, como si guardaran toda la vida que se había escapado del resto de su cuerpo. Miraba a Perla con absoluta devoción. Olvidado el desayuno, cambiaron de rumbo y se dirigieron a la veterinaria más cercana. En la sala de espera aguardaba su turno una mujer rubia, diminuta, rodeada de cinco perros rescatados. El lugar estaba casi vacío a esa hora, pero, en lugar de sentarse en una de las sillas de plástico azules, la mujer esperaba recargada contra la pared. Era Jeni. Su madre, con la perra en brazos y la mirada fija, se dejó llegar hasta la recepción y relató lo sucedido. Dijo que venía a darle la eutanasia. Entonces Jeni se separó de la pared y caminó hasta la perrita con pasos silenciosos, se inclinó sobre el animal y colocó una mano titubeante sobre el bulto ensangrentado.

—Pienso que el perro puede vivir… —dijo, su voz densa con la melaza del acento.

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Con autorización de la editorial Sexto Piso, publicamos un adelanto de la novela Malacría (2025), de la escritora mexicana Elisa Díaz Castelo.

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Adelanto del libro <i>Malacría</i> de Elisa Díaz Castelo

Adelanto del libro <i>Malacría</i> de Elisa Díaz Castelo

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¿Cómo inciden en el presente los pasados que nos habitan, incluso aquellos de los que no tenemos conocimiento alguno? <i>Malacría</i>, la primera novela de Elisa Díaz Castelo, indaga en estos terrenos a través de la historia intergeneracional de tres mujeres y el hilo de violencia que las atraviesa.

La abuela tuvo el mal tino de morirse en el cumpleaños de su única hija. Era uno de esos días de calor inmundo justo antes de la temporada de lluvias, cuando la ciudad no se parece a sí misma: a los árboles se les nota menguados, en las jardineras brotan hierbas amarillentas y se mueren las plantas que crecen en las fisuras del asfalto. La ciudad se parece a sí misma, decidió Ele, sólo durante las lluvias, especialmente en esos aguaceros de las cinco de la tarde que empapan transeúntes y desmadran el tráfico, especialmente después de esos aguaceros, cuando el mundo despejado refulge a su pesar, cada hoja verde y limpia y como recién creada, cada cable brillante y negro, la calle casi vuelta espejo y el olor del asfalto húmedo. Antes de la lluvia, la ciudad pesa menos, es como un recuerdo borroneado, difuso, cubierto por una tenue capa de polvo.

El día del cumpleaños de su madre y de la muerte de su abuela, Ele salió a conseguir las velas para el pastel de chocolate del Costco que compraban cada año. A pesar del calor. Caminó siempre del lado de la sombra. Cuando volvió, la casa estaba transformada. Su madre había cerrado las cortinas del cuarto de la abuela para que no entrara el insidioso sol de media tarde y Ele, en el umbral, tardó un rato en acostumbrar sus ojos a la oscuridad. El cuarto parecía habitado sólo por la voz de su madre, vuelve, mamá, vuelve y el olor penetrante a medicamentos se intensificaba por el calor. Poco a poco emergieron, como de un agua oscura, los movimientos, los cuerpos. Ele aún tenía las velas del pastel en la mano. Pasaron muchas horas. Pasaron meses y años. Ella guarda todavía, en su casa, esas velas. Como si no se hubiera cumplido ese cumpleaños, como si su madre, a partir de la muerte de la abuela, hubiera dejado de avanzar en el tiempo o su nacimiento se hubiera anulado del todo.

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Ele se convirtió en una coleccionista de ruinas. Los domingos por la tarde salía a caminar por la ciudad después de la lluvia, deteniéndose frente a casas a punto de desplomarse, edificios a medio derruir, terrenos arrasados. Les tomaba fotos y se las mandaba a Perla, su mamá. Era un juego. O algo parecido.

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El día en que su madre desapareció, Ele le había enviado una foto de la casona sobre Cozumel. Venida abajo casi por completo, conservaba intacta sólo su fachada espléndida, que parecía mantenerse en pie gracias a un improbable acto de equilibrismo. La luz del atardecer la volvía dorada y dibujaba sobre ella la sombra de un árbol. A través de sus ventanas abiertas, que de milagro retenían sus marcos blancos, se veía directamente un cielo azul oscuro, crepuscular. A Ele le extrañó que su madre, atenta hasta la compulsión a su WhatsApp, no abriera el mensaje, pero no pensó demasiado en ello.

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Cuando era niña, vivían frente a una casa abandonada: una construcción de los años cuarenta cuya reja, barroca y floral, estaba oxidada por completo. Siempre que caminaban de ese lado de la calle, Ele se asomaba con curiosidad mientras repasaba los bucles de la herrería con el índice, que quedaba manchado de un color ocre, similar a la sangre. Un domingo, su mamá notó que la puerta de metal no estaba cerrada con llave y la miró con media sonrisa. Cuando la miraba así, era como si fueran hermanas. La ilusión duraba poco, pero hacía a la niña inmensamente feliz. Una vez dentro, recorrieron el patio, observaron la hierba que crecía entre los bloques de concreto y se asomaron al charco formado en una esquina, amplio como un lago, donde se reflejaban las nubes. Ele rompió el cielo con sus botas para la lluvia. Luego se acercaron a la puerta principal, cuya madera se había hinchado tanto por los ciclos anuales de tormentas y sequías que la cerradura estaba botada. Así que entraron. Las recibió primero ese olor vivo a madera empapada y luego la sala, vacía con excepción de unas pilas de periódico en una esquina, un montón de basura junto a la ventana y fragmentos de un espejo roto esparcidos por el piso, que reflejaban por trozos a la niña y a la mujer. Un ojo, una mano, el cabello, la rodilla. Sus cuerpos atomizados. Entonces las recorrió un hedor a podrido y otro más bajo y punzante, algo que no sabían reconocer pero que no era bueno. Años después, Ele pensaría que no fueron sólo ellas quienes entraron en la casa sino que ésta, a su vez, entró en ellas.

—Aquí huele a epilepsia —dijo su mamá mientras tomaba la mano pequeña y pegajosa de su hija—. Vámonos.

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La abuela Cecilia tuvo epilepsia, del tipo que en francés llaman grand mal. A Ele siempre le horrorizó y le fascinó a la vez ese nombre tan amplio. ¿Cómo se siente no sólo padecer el mal, sino que se trate de un mal enorme, abstracto? La abuela decía que no se sentía nada. Puro vacío. ¿Negro? No, ni siquiera negro, porque el negro está demasiado lleno de sí mismo. ¿Blanco? No, demasiado brillante. Antes de un episodio, la abuela tenía extrañas alucinaciones olfativas.

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Huele al corcho de una botella de vino.

Huele a pestañas quemadas.

Huele al cuero cabelludo de mi tío Magdaleno.

Huele a la madera de un lápiz al que le acaban de sacar punta.

Huele al óxido que crece en las orillas de un espejo.

Huele al agua podrida de un florero de tumba.

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Cuando empezaba con eso, la recostaban sobre la cama o la alfombra y le colocaban un cojín bajo la cabeza. Luego era cuestión de esperar. Perla sostenía su frente mientras la abuela se zarandeaba como si quisiera escapar de su propio cuerpo. Ya casi, mamá, ya casi. A Ele le parecía curioso que su mamá llamara a la suya siempre por su nombre, Cecilia, y sólo le dijera mamá cuando no podía escucharla.

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Aunque nunca regresaron a esa casa abandonada, su amor por las ruinas se convirtió en un terreno familiar al que podían volver cuando había problemas entre ellas. Quizá por eso, después de que murió la abuela y Ele, harta de pelear con su madre, se fue de la casa para siempre, adquirió la costumbre de fotografiar casas abandonadas y mandarle las imágenes por mensaje. Ruinas como banderas blancas en la batalla.

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PERKEFT

Entro al cuarto de mamá. Es oscuro como una tumba y tiene tres ventanas alargadas y angostas, tres ranuras pegadas al techo por donde se cuela una luz tenue y sucia. Mamá está sentada en la cómoda blanca, frente al espejo. Se coloca en el pelo, casi rojo de tan castaño, unos rulos calientes. Reconozco ese olor áspero de cabello quemado y puedo ver el vapor que se levanta en torno a su cabeza como un velo que cae hacia arriba. Me siento a su lado y observo sus manos pequeñas sostener un rulo de los extremos y colocarlo en un mechón desobediente. Intento tocarlo, liso y suave ahora, del color de la sangre en la penumbra. No me toques, me dice, me vas a descomponer. Las pestañas postizas esperan en su estuche como dos insectos de muchas patas.

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La primera vez que Ele escuchó el teléfono, no contestó. Odiaba las llamadas. Dejó que el timbre del aparato temblara en el aire hasta extinguirse. Más tarde habría de preguntarse, en un arranque de superstición poco característico, si el mensaje hubiera sido distinto de haber contestado la primera vez. Un ejecutivo intentando venderle una tarjeta de crédito. Una tía lejana felicitándola por su santo. O su mamá en persona, su voz áspera, rogándole que no olvidara dejarle un balde de agua limpia a los gatos que vivían en el estacionamiento público al lado de su departamento.

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Una hora más tarde volvió a insistir el teléfono. Esta vez, el sonido rugoso la trajo de vuelta al mundo, cada timbre alumbró como una linterna de cansada luz amarilla las distintas partes del departamento. Aquí, cajas desordenadas y abiertas, con el nombre de ella escrito; aquí, en esa esquina, las otras cajas, marcadas con el nombre de él (Mateo) en la letra de ella; aquí, el piso pelado, sin muebles ni alfombra; aquí, una cafetera eléctrica sobre una máquina de coser Singer; aquí, la pecera vacía contra la pared y, junto, el viejo escritorio de la abuela, su superficie marcada por las órbitas tenues de infinitas tazas de café o quizá la misma, colocada una y otra vez durante años hasta crear un sistema solar excéntrico, desordenado. Sobre él, montañas de papeles diversos, un lápiz sin punta, libros abiertos bocabajo y una computadora de teclas desgastadas. Sentada al escritorio estaba Ele, en el centro de todo pero lejos, como una astronauta que se sostiene a su nave y a su mundo por un único cable umbilical.

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Esta vez contestó. Se levantó de su escritorio para alcanzar el teléfono, colocado sobre el piso en una de las esquinas del cuarto. Llevaba todo el día sin hablar y tuvo que rescatar su voz, dormida en las profundidades de su estómago, y jalarla de vuelta hasta su cuello. ¿Bueno? Palabra tan vacía. Del otro lado de la línea reconoció a Jeni, la novia de su madre. Al principio, sorprendida por recibir esa llamada, la atribuyó al cumpleaños de Perla, que era dentro de un par de días. Quizá su novia quería celebrarla de alguna manera inesperada, cosa que su madre sin duda detestaría. Pero la desmintió el tono de Jeni. Su voz, de por sí pequeña y aguda, se había vuelto un suspiro sin aire. Hablaba un español cortado como café negro por la leche condensada de su acento.

—No está. No está tu mamá. Desde la mañana. Pensé que… aunque la busqué, no… En la mañana no y luego… No ha vuelto en todo el día…

Su mamá había vuelto a irse. Ele se recargó sobre la orilla del escritorio y miró por la ventana. El árbol frente a su edificio tapaba casi toda la vista, pero a ella le gustaba eso. No ver la calle ni a los peatones ni los autos. Sólo el verde de la copa. Aunque la temporada de lluvias se había adelantado ese año, las orillas de las hojas se notaban marchitas desde hace algunas semanas. Como si un incendio localizado hubiera desgastado sólo los bordes de cada una de ellas. Ele pegó tres dedos contra el vidrio frío y abrió la ventana. Del otro lado del teléfono, Jeni hablaba en ráfagas de palabras indistintas. Ya era de noche, pero la fronda permanecía encendida por dentro por el efecto de una de las luces de la calle. El árbol, a esas horas, manaba su propia luz.

Ele escuchó contra las sienes el fluir acelerado de su sangre. Cerró los ojos un instante y se tapó la cara con la palma de la mano que tenía libre. Moviendo casi imperceptiblemente los dedos contra su rostro, comenzó a contar las desapariciones de su madre. Un pulgar, un índice, un anular. Era la vez dedocorazón y, sin embargo. No podía acostumbrarse a eso.

—¿Estás escuchando? —preguntó entonces la voz de Jeni.

—Cuatro veces —murmuró Ele, en automático.

—¿Cuatro qué?

—Nada —mintió—. Estoy contando. ¿Hace cuántas horas dices que la viste por última vez?

—A las siete de la mañana o alrededor… salió del cuarto a darle de comer a los perros… No volvió después de eso.

Ele apretó el teléfono contra el oído. Escuchaba la respiración erizada de Jeni contra la bocina. Extendió la mano y arrancó una hoja del árbol. Comenzó a triturarla entre los dedos.

—Pero ¿por qué no me avisaste? Son las nueve de la noche —La voz de Ele, a pesar del reclamo, sonaba apagada, como si hablara desde debajo de la tierra.

—Todavía ocho y medio —Jeni tenía una fijación con la puntualidad que se volvía compulsiva cuando estaba nerviosa—. Además, no recogías el teléfono.

Ele ignoró ese argumento irrebatible, aunque calcado del inglés. Vio la hora en su celular.

—Más de doce horas sin aparecer y no me dijiste.

Luego pensó en el trabajo. Le faltaba todavía más de la mitad y la entrega era pronto, en dos días. Una extensión, pensó, inevitable. Como lo era también la cara larga de su jefe en la próxima junta y sus calcetas altas y el olor a café quemado en la oficina. Por lo menos entonces, pensó, estaría ya de vuelta. Su madre. Ella. Ambas. Por lo menos entonces, quiso creer, ya habría pasado todo. Ya no tendría este dolor ácido en la base del estómago. Y le pareció poca cosa la jeta de su jefe y sus calcetas altas y ese café asqueroso que se tomaba casi de un trago aunque le quemara la garganta.

—Trece horas —suspiró Jeni—. Pensé que volverá en cualquier momento ahora… Todavía creo que va…

Ele cerró de golpe la ventana. Sintió un sabor oxidado en la boca y supo que se había mordido de nuevo, sin darse cuenta. De pequeña lo hizo tantas veces que vivió habituada a esa llaga invisible dentro de la boca, a ese sabor íntimo y oscuro.

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—Abuela, ¿cómo se siente cuando vuelves, después del episodio?

—Se siente como si pudiera mirarme desde afuera, como si yo no fuera yo y me observara.

Cecilia era muy vanidosa, después de un episodio lo primero que hacía era llevarse una mano cóncava al cabello y alisarse el crepé. Sabía con exactitud dónde estaba despeinada como si, en efecto, pudiera mirarse desde afuera o tuviera un sexto sentido sólo útil en lo referente al cabello. O como si en lo último que hubiera pensado antes del ataque fuera el ángulo exacto en el que recargaba la cabeza sobre la almohada. Aceptaba a duras penas el apoyo de su hija o de su nieta para incorporarse, le temblaban las manos transparentes, cubiertas de venas de un color azul hipnotizante. Ele las recorría con el índice como si fueran ríos subterráneos.

—¿Cómo desde afuera? ¿Como si no fueras tú?

—No, otra persona no —le decía a la niña y quitaba la mano—. Es demasiado quieta la mirada.

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A veces, en las tardes tediosas de sus doce años, Ele se acostaba bocarriba en el sillón de la sala, doblaba los brazos bajo la cabeza, cerraba los ojos y se imaginaba desde afuera. Al principio era difícil, pero fue haciendo práctica, cada vez más, hasta que logró distinguir el tono de su piel bronceada por el sol, la textura lisa del envés de los codos, brillante por una leve capa de sudor, las rodillas, cada uno de los dedos de los pies, la piel pálida bajo las uñas, los lóbulos de las orejas, el cabello caoba y, por último, lo más difícil: su propio rostro concentrado. Ele se hizo experta en el arte de mirarse desde afuera, tanto que se le volvió un vicio y, al final, aprendió a vivir en ese sitio, alejada de su propio cuerpo.

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Las primeras veces que Ele se miró desde afuera

Cuando la abuela, confundida y rabiosa en los prolegómenos de la demencia, le aventó a Perla el pesado cenicero de metal en forma de gato sin quitarse de la boca el puro panetela.

Cuando Ele se echó a llorar a moco tendido porque no podía contestar un ejercicio de matemáticas y su mamá le dijo: ¿Qué hice mal para tener una hija como tú? No esperes que te quiera, Ele. Te tolero, sí, pero ¿quererte? Entonces Ele vio perfectamente cómo sus propias manos perdían peso y se le secaban las lágrimas de golpe. Sin decir palabra, dio media vuelta, salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado. Como si fuera el amor de su madre lo que la hubiera hecho sólida hasta entonces, lo que la hubiera dotado de la primera persona y, al desvanecerse, Ele hubiera perdido su subjetividad, volviéndose ajena para sí misma.

Cuando murió la abuela, en el velorio. Mirarse desde afuera la ayudó a no llorar, a vigilarse, a no ser ella misma o a serlo un poco menos.

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En algún punto, Ele perdió a la primera persona, olvidó cómo habitarse y aprendió a verse desde afuera. Se miraba desde otro sitio como quien ve llover. Su cuerpo. Títere de angustia y armazón de manías. Verbo sin sujeto que se viste de negro. Sólo a veces la música la traía de vuelta, sólo a veces las manos de Mateo.

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Sostenía con tal fuerza el teléfono que las falanges de sus dedos palidecieron.

—¿Cuándo fue la última vez que la viste? —le preguntó a Jeni.

Perla se había levantado antes del amanecer, le dijo la voz en el teléfono. Lo sabía porque escuchó sus pies sobre el piso, el martilleo de las croquetas contra el plato de aluminio y luego la reja de metal de la entrada cerrándose y, aunque le pareció raro que Perla saliera a esa hora de la casa, Jeni volvió a quedarse dormida. A Ele le enfureció saber que Jeni había sido capaz de volver a conciliar el sueño después, pero luego pensó que no tenía nada de raro. Jeni no sabía de las desapariciones. Llegó a sus vidas luego de todo eso.

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Poco después de la muerte de la abuela, a Perla le dio por irse todo el día. Llegaba a la casa de noche, cansada, y se resistía a contestar preguntas. Era difícil discutir con ella a su regreso, estaba más acelerada y cortante que de costumbre.

—Dediqué mi vida a cuidar a los otros; a tu abuela desde siempre, desde que yo era niña, incluso, de hecho. Aunque ya ves que yo de eso no hablo, así que ni preguntes. Luego te cuidé a ti, que tampoco fue coser y cantar, y después, cuando ya veía la luz al final del túnel, tu abuela nos salió con el domingo siete de la demencia. Ni Florence Nightingale me hubiera mantenido el paso, hija. A veces necesito un poco de tiempo, es todo.

—Podrías haber avisado —le contestaba Ele.

—Ya sabes que, cuando no estoy, es porque estoy en lo mío. En mi proyecto. Algunas mujeres se dedican a la jardinería, otras tejen chambritas para nietos que no tienen, yo estoy haciendo mi investigación. Dame chance.

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Ele sabía algo sobre la investigación y sabía, también, que no era conveniente preguntar mucho más. Como con tantos otros desequilibrios psíquicos, éste tomó raíz cuando su madre comenzó a escribir la tesis. Perla era intérprete y, hacía poco menos de una década, decidió volver a la universidad para realizar un posgrado, especializándose en el costado filosófico de una teoría lingüística llamada externalismo semántico. Ni siquiera a Ele, que había estudiado Letras, le quedaba tan claro de qué iba ese asunto, pues parecía participar más de las matemáticas o la lógica, de sus aseveraciones tajantes, que de la lengua y sus infinitos matices y ambigüedades. Así fue como Perla llegó a la teoría de la tierra gemela. Se trataba de un experimento mental, propuesto por Hilary Putnam en El significado de «significado», donde se postula la existencia hipotética de un planeta igual al nuestro, idéntico en cada aspecto excepto en una sola cosa: la composición del agua. A partir de esta premisa, el filólogo llegaba a una serie de conclusiones sin duda interesantes sobre la naturaleza del lenguaje. Perla, obsesionada con esta idea, le había dedicado años de su vida.

Hasta ahí, todo era muy normal. El problema fue que la tesis de Perla no terminó nunca. Se volvió cada vez más especulativa e inconexa y ese planeta gemelo, al que Perla denominaba Daemonia, dejó de ser una mera herramienta teórica. Poco a poco, el cuerpo celeste tomó en el panorama psíquico de su madre una existencia más que hipotética, hasta adquirir una realidad contundente, una gravosa gravedad, un diámetro exacto y una ubicación concreta en el espacio exterior. Por las noches, Perla estudiaba las curvaturas de las órbitas, intentaba localizarlo en el mapa celeste, hablaba de él sin condicional, como si existiera de verdad allá afuera, como si estuviera, casi, al alcance de la mano.

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Ele pasó a visitarla por última vez dos meses antes. Su madre se había roto el brazo derecho y no toleraba el descanso recetado por los médicos ni el yeso, que limitaba su movilidad. La encontró sentada en su silla plegable en el patio, de espaldas a ella y a la casa, mirando la barda cubierta de enredaderas. Estaba rodeada por tres de sus perros falderos, que dormían profundamente bajo el sol: Melatonina, Rivotril y, por supuesto, Valeriana. A Melatonina le faltaba un ojo, Rivotril quedó ciego después de una severa crisis de sarna y Valeriana, una salchicha feroz, se había roto la columna y se movía a todos lados en una andadera que Jeni había construido a partir de una carriola. Todos los perros que Jeni y Perla adoptaron juntas tenían nombres de medicamentos para dormir pues Perla era muy insomne y había descubierto, gracias a su pareja, que le resultaba más fácil conciliar el sueño cuando los perros pasaban la noche con ellas, dormidos sobre la colcha. Son mi secreto para dormir mejor, bromeaba.

Ele miró a Perla. Su madre recargaba el yeso sobre el descansabrazos a la altura del codo y tenía la mano erguida y tiesa en un ángulo improbable, como si se estuviera despidiendo de alguien con desgana. Entonces notó el humo. Entre los dedos de su brazo enyesado, Perla sostenía uno de sus asquerosos cigarros de menta y, justo entonces, movió todo el torso hacia adelante para darle una calada larga. Ele no dijo nada. No esta vez. Se aproximó en silencio, para no despertar a los perros, y se sentó en la silla de junto. Platicaron. No recuerda haber hablado de Mateo, pero sin duda

lo hizo porque Perla recargó el torso contra la silla de metal forjado, echó hacia atrás la cabeza y exhaló largamente. Sus palabras olían a menta miserable y a hartazgo.

—Ay, Ele. —Perla, de lentes negros, miraba directamente al cielo—. ¿Por qué no adoptas una mascota? Ya deja de obsesionarte con los hombres, es decir, con el género, pero también, un poco, con los hombres, como en el hombre, como en la humanidad. Hay mejores especies que la nuestra, te lo aseguro. Personas no humanas, como les ha dado por decir ahora o, volviendo a los viejos clásicos, hermano lobo hermano perro luna sol y todo eso. ¿Qué pasó con tu pez? ¿Se te volvió pescado?

Ele olvidó sus propias palabras por la desazón de escuchar las de su madre. Estaba hablando así de nuevo, como antes. Demasiado rápida, demasiado extraña en sus asociaciones. Fuga de ideas, lo llamaba el psiquiatra y a Ele siempre le había parecido curioso ese término. En lugar de huida, en la palabra fuga ella escuchaba el fuego. Pensaba en un incendio forestal y en su avance azaroso y destructor. Las palabras que su madre usaba en esos momentos no iluminaban lo nombrado, le prendían fuego. No eran la luz que revela la presencia de los objetos sino una llama que quema todo lo que toca. Escuchaba a su madre y sentía sobre su propia lengua el sabor de la ceniza. La voz de Perla era el sonido de un incendio lejano.

—Aunque eso de los peces, yo no sé si cuenten como mascotas —continuó su madre y Ele notó que su yeso estaba un poco sucio y desgastado y que su suéter tenía un agujero a la altura de la clavícula y que sobre su regazo descansaba uno de los gigantes cuadernos contables de su abuela—. No pueden verse más que a sí mismos. Son un poco como nosotros, no podemos ver más allá de nuestras propias narices. Es decir, allá, del otro lado del sol, puede existir la otra tierra, idéntica a la nuestra, con réplicas exactas de ti y de mí, de Jeni y hasta de Valeriana. Pero vivimos aquí como si nada, no tenemos manera de comprobarlo, no podemos ir y ver el otro lado del sol. No todavía. Somos una raza miope, de cortas miras. Somos peores que los peces atrapados en sus peceras. Porque, además, dicen que las paredes de las peceras, los vidrios, para ellos son espejos, ¿te imaginas? Sólo se miran repetidos cien veces, sin para dónde. Además, no sé si cuenten como talismanes. Los peces, digo. ¿Sabes que la palabra «mascota» está vinculada al concepto de los talismanes? Valeriana, ahí como la ves, echada bajo el sol y bien dormidota, es mi talismán y… pero bueno, me estoy dejando llevar. Es que de estas cosas prefiero no hablarle a Jeni. No sé… es mejor no saber demasiado. ¿Qué ves? ¿Esto? Son los cuadernos de Cecilia. Ya que ando bien mermada y no puedo casi ni salir me puse a esto, a ordenar la casa, y decidí ver qué hago con sus libretas. ¿Te imaginas que ahí, del otro lado, en Daemonia, lo único distinto no sea el agua sino la historia de la vida de mi madre?

Ele extendió el brazo y tomó la mano de su madre en la suya. Se mordió el labio y se prometió que la visitaría, por lo menos, una vez por semana. No lo hizo.

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Su madre tenía la fantasía de rescatar ruinas, de salvar cuando menos la fachada: es que mira esos rosetones y esos angelitos, el hierro forjado de la puerta principal. A Ele, en cambio, le gustaban las casas tal cual estaban, dilapidadas, expuestas a la entropía, llenas de periódicos viejos, libros abandonados, hierbas aferradas a cualquier hendidura. Le parecían más francas, pues alojaban con una elegancia casi brutal el paso del tiempo. No se resistían, como las casas todavía habitadas, a su propia destrucción. Pero con su madre era distinto. A ella la llamaban las cosas destruidas porque las veía plenas de posibilidades: ahí podríamos poner la cocina, ahí quedaría tan bien un arco, esa bañera es totalmente reutilizable. A Perla le dolía y le entusiasmaba lo abandonado, no podía más que desear arreglarlo, consolar a los objetos, si es que a los objetos les duele estar rotos.

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Una soleada mañana de domingo, hace años, Ele fue al bosque con su mamá. Caminaron junto al río de los Dinamos con sus sándwiches en una bolsa de plástico del súper. No habían visto un alma en kilómetros. Entonces, a lo lejos, escucharon una camada de ladridos dispares que parecían provenir de todos lados y las rodeó una flotilla de perros cimarrones.

Dieciséis colmillos.

El sonido de mandíbulas que se cierran.

Treinta y dos almohadillas.

Dieciséis ojos.

En esa ocasión no le ayudó su técnica de hacer listas: acababa de describir a una criatura salida de un cuento de Lovecraft. El sonido de su corazón competía con el volumen de los ladridos y era casi tan desordenado. Perla, en cambio, con una voz que temblaba no por miedo sino por auténtica aflicción, dijo:

—Ay, no, pobrecitos. —Ele la miró incrédula mientras los perros mostraban los colmillos a su alrededor—. Están hambreados.

Su madre procedió a extraer de la bolsa de plástico los sándwiches que Ele había hecho con esmero y a lanzarle trozos a cada uno.

—No, tú ya comiste —le dijo al enorme perro que encabezaba la manada mientras utilizaba el dorso de la mano para alejarlo de la comida con delicadeza y algo de arrepentimiento—. Lástima, no hay suficiente para todos.

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Mensaje de voz

Mateo, perdón, hola, soy yo, lo siento, ya sé que habíamos dicho que no nos llamaríamos, pero mi mamá no está bien y, bueno, no sólo no está bien, no está, en absoluto, es decir, desapareció de nuevo, como antes, y no sabemos dónde anda y estoy nerviosa, márcame cuando puedas, ¿por favor?, ¿podrías?, estaré atenta, voy a poner esto en sonido, por favor, cualquier cosa, aquí estoy, perdón y gracias, ¿me llamas?

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Bajo su mensaje de voz enviado, apareció una sola y tenue palomita gris.

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Ele escuchó a los perros en cuanto se detuvo frente a la puerta de su madre, sus uñas contra el piso de baldosas del patio y luego sus ladridos disparejos, algunos profundos, densos y otros afilados y punzantes. A lo lejos, distinguió el giro oxidado y tosco de unas pequeñas llantas. Era Valeriana, en su silla de ruedas rústica. Reconoció su ladrido entre los otros: se internaba hasta lo más profundo del oído, punzocortante como una aguja de metal caliente. No era necesario tocar, ya lo sabía. Los ladridos hacían las veces del timbre en esa casa. Jeni abrió la puerta unos centímetros y asomó su rostro, coronado por un corte de honguito como de niño de los ochenta. Su piel blanca se había irritado por las lágrimas y, contra el borde rojo de sus párpados, sus ojos azules y redondos brillaban más que de costumbre bajo la luz eléctrica.

—¿Alguna noticia? —preguntó Ele.

Jeni abrió más la puerta. Vestía un conjunto de pantalones caqui y una camisa cuyas mangas enrolladas dejaban ver la piel pálida y pecosa de sus antebrazos. La ropa que elegía le quedaba siempre un poco grande, una o dos tallas, como si no fuera de verdad suya, sino heredada de algún hermano hipotético, y ella nadaba dentro de tanta tela, acentuando su baja estatura y su cuerpo breve y sinuoso.

—Iba a preguntar lo mismo, pero… —respondió con rapidez sombría, mientras se inclinaba a sostener del suéter a Valeriana para que Ele entrara sin peligro. La novia de su madre se notaba revitalizada por la angustia, doblemente viva.

—Nada —dijo Ele soportando con estoicismo los lengüetazos de dos grandes perros en sus tobillos. A unos metros de ella, Valeriana le ladraba, trazando una media luna imaginaria sobre el piso del patio con sus rueditas.

—Eres tarde… —continuó Jeni y en su mano temblaba una taza de café. Su cuerpo puntual, casi minimalista, se movía con una determinación errática y sus frases empezaban con una energía inusual y se quedaban sin ímpetu a media oración, desembocando en un silencio desconcertante.

—Ha estado más inquieta que de costumbre desde que se fue… —se disculpó Jeni, señalando con la cabeza a Valeriana. —Ella extraña mucho a… —Luego, dirigiéndose a la perra e impostando la voz, preguntó en inglés—: You miss your mommy, don’t you?

Jeni le echó a Ele una mirada de soslayo, apenada, pero ésta ni se inmutó: desde hacía mucho había aprendido a ver a los perros como hermanos postizos con quienes guardaba distintos grados de familiaridad o ninguna en absoluto.

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Tanto Jeni como Perla le tenían especial cariño a Valeriana. Ya que a Ele le resultaba imposible encontrar nada de encantador en esa salchicha inválida con halitosis, lo atribuía a que la mascota había fungido como celestina inconsciente de la relación. Si no fuera por ella, su mamá y Jeni ni se hubieran conocido. Sucedió hacía poco más de cinco años, Perla y Ele iban en camino a un desayuno en Toks. En el trayecto, Ele notó, unos metros más adelante sobre el asfalto del Periférico, un objeto en apariencia inanimado. Perla le pidió a Ele que manejara más lento y su hija procuraba convencerla de que era una bolsa de basura cuando el cuerpo hasta entonces inerte movió la cola. Era un perro. Un perro que casi dejaba de serlo.

—Detén el coche —indicó Perla.

—¿Aquí? ¿A la mitad del Periférico?

—Sí. Aquí. A la mitad del Periférico.

Por suerte era sábado por la mañana. El tráfico, más ligero que de costumbre, le permitió orillarse y detenerse y los conductores, un poco menos neuróticos que entre semana, no le mentaron la madre. Bastó con un par de miradas asesinas desde detrás de vidrios polarizados. Perla tomó una toalla morada del asiento trasero y, aunque el coche aún no se había parado del todo, abrió la puerta y se bajó de un salto. Extendiendo la toalla para que los automóviles se detuvieran, logró cruzar hasta el carril central, envolvió con un solo y diestro movimiento al perro moribundo y se dirigió de vuelta al coche. Con un ademán, le indicó a Ele que abriera la ventana del conductor y le entregó el envoltorio sanguinolento.

—¿Sigue vivo? —preguntó Ele.

—No sé —contestó Perla mientras tomaba su lugar en el asiento del copiloto—, no me puse a tomarle el pulso.

Perla desenvolvió la toalla con cuidado sobre su regazo y ahí estaba Valeriana, una perrita salchicha con la columna totalmente triturada pero con unos ojos redondos y saltones vivísimos, como si guardaran toda la vida que se había escapado del resto de su cuerpo. Miraba a Perla con absoluta devoción. Olvidado el desayuno, cambiaron de rumbo y se dirigieron a la veterinaria más cercana. En la sala de espera aguardaba su turno una mujer rubia, diminuta, rodeada de cinco perros rescatados. El lugar estaba casi vacío a esa hora, pero, en lugar de sentarse en una de las sillas de plástico azules, la mujer esperaba recargada contra la pared. Era Jeni. Su madre, con la perra en brazos y la mirada fija, se dejó llegar hasta la recepción y relató lo sucedido. Dijo que venía a darle la eutanasia. Entonces Jeni se separó de la pared y caminó hasta la perrita con pasos silenciosos, se inclinó sobre el animal y colocó una mano titubeante sobre el bulto ensangrentado.

—Pienso que el perro puede vivir… —dijo, su voz densa con la melaza del acento.

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Con autorización de la editorial Sexto Piso, publicamos un adelanto de la novela Malacría (2025), de la escritora mexicana Elisa Díaz Castelo.

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Adelanto del libro <i>Malacría</i> de Elisa Díaz Castelo

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Esta novela funciona como un pequeño fresco de la experiencia femenina en la sociedad mexicana del siglo XX y los albores del XXI. A la manera de las tragedias clásicas, en esta historia intergeneracional se plantea una interrogante: ¿no es aquello que pareciera protegernos de revivir el trauma lo que termina por alojarnos precisamente en él?
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¿Cómo inciden en el presente los pasados que nos habitan, incluso aquellos de los que no tenemos conocimiento alguno? <i>Malacría</i>, la primera novela de Elisa Díaz Castelo, indaga en estos terrenos a través de la historia intergeneracional de tres mujeres y el hilo de violencia que las atraviesa.

La abuela tuvo el mal tino de morirse en el cumpleaños de su única hija. Era uno de esos días de calor inmundo justo antes de la temporada de lluvias, cuando la ciudad no se parece a sí misma: a los árboles se les nota menguados, en las jardineras brotan hierbas amarillentas y se mueren las plantas que crecen en las fisuras del asfalto. La ciudad se parece a sí misma, decidió Ele, sólo durante las lluvias, especialmente en esos aguaceros de las cinco de la tarde que empapan transeúntes y desmadran el tráfico, especialmente después de esos aguaceros, cuando el mundo despejado refulge a su pesar, cada hoja verde y limpia y como recién creada, cada cable brillante y negro, la calle casi vuelta espejo y el olor del asfalto húmedo. Antes de la lluvia, la ciudad pesa menos, es como un recuerdo borroneado, difuso, cubierto por una tenue capa de polvo.

El día del cumpleaños de su madre y de la muerte de su abuela, Ele salió a conseguir las velas para el pastel de chocolate del Costco que compraban cada año. A pesar del calor. Caminó siempre del lado de la sombra. Cuando volvió, la casa estaba transformada. Su madre había cerrado las cortinas del cuarto de la abuela para que no entrara el insidioso sol de media tarde y Ele, en el umbral, tardó un rato en acostumbrar sus ojos a la oscuridad. El cuarto parecía habitado sólo por la voz de su madre, vuelve, mamá, vuelve y el olor penetrante a medicamentos se intensificaba por el calor. Poco a poco emergieron, como de un agua oscura, los movimientos, los cuerpos. Ele aún tenía las velas del pastel en la mano. Pasaron muchas horas. Pasaron meses y años. Ella guarda todavía, en su casa, esas velas. Como si no se hubiera cumplido ese cumpleaños, como si su madre, a partir de la muerte de la abuela, hubiera dejado de avanzar en el tiempo o su nacimiento se hubiera anulado del todo.

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Ele se convirtió en una coleccionista de ruinas. Los domingos por la tarde salía a caminar por la ciudad después de la lluvia, deteniéndose frente a casas a punto de desplomarse, edificios a medio derruir, terrenos arrasados. Les tomaba fotos y se las mandaba a Perla, su mamá. Era un juego. O algo parecido.

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El día en que su madre desapareció, Ele le había enviado una foto de la casona sobre Cozumel. Venida abajo casi por completo, conservaba intacta sólo su fachada espléndida, que parecía mantenerse en pie gracias a un improbable acto de equilibrismo. La luz del atardecer la volvía dorada y dibujaba sobre ella la sombra de un árbol. A través de sus ventanas abiertas, que de milagro retenían sus marcos blancos, se veía directamente un cielo azul oscuro, crepuscular. A Ele le extrañó que su madre, atenta hasta la compulsión a su WhatsApp, no abriera el mensaje, pero no pensó demasiado en ello.

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Cuando era niña, vivían frente a una casa abandonada: una construcción de los años cuarenta cuya reja, barroca y floral, estaba oxidada por completo. Siempre que caminaban de ese lado de la calle, Ele se asomaba con curiosidad mientras repasaba los bucles de la herrería con el índice, que quedaba manchado de un color ocre, similar a la sangre. Un domingo, su mamá notó que la puerta de metal no estaba cerrada con llave y la miró con media sonrisa. Cuando la miraba así, era como si fueran hermanas. La ilusión duraba poco, pero hacía a la niña inmensamente feliz. Una vez dentro, recorrieron el patio, observaron la hierba que crecía entre los bloques de concreto y se asomaron al charco formado en una esquina, amplio como un lago, donde se reflejaban las nubes. Ele rompió el cielo con sus botas para la lluvia. Luego se acercaron a la puerta principal, cuya madera se había hinchado tanto por los ciclos anuales de tormentas y sequías que la cerradura estaba botada. Así que entraron. Las recibió primero ese olor vivo a madera empapada y luego la sala, vacía con excepción de unas pilas de periódico en una esquina, un montón de basura junto a la ventana y fragmentos de un espejo roto esparcidos por el piso, que reflejaban por trozos a la niña y a la mujer. Un ojo, una mano, el cabello, la rodilla. Sus cuerpos atomizados. Entonces las recorrió un hedor a podrido y otro más bajo y punzante, algo que no sabían reconocer pero que no era bueno. Años después, Ele pensaría que no fueron sólo ellas quienes entraron en la casa sino que ésta, a su vez, entró en ellas.

—Aquí huele a epilepsia —dijo su mamá mientras tomaba la mano pequeña y pegajosa de su hija—. Vámonos.

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La abuela Cecilia tuvo epilepsia, del tipo que en francés llaman grand mal. A Ele siempre le horrorizó y le fascinó a la vez ese nombre tan amplio. ¿Cómo se siente no sólo padecer el mal, sino que se trate de un mal enorme, abstracto? La abuela decía que no se sentía nada. Puro vacío. ¿Negro? No, ni siquiera negro, porque el negro está demasiado lleno de sí mismo. ¿Blanco? No, demasiado brillante. Antes de un episodio, la abuela tenía extrañas alucinaciones olfativas.

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Huele al corcho de una botella de vino.

Huele a pestañas quemadas.

Huele al cuero cabelludo de mi tío Magdaleno.

Huele a la madera de un lápiz al que le acaban de sacar punta.

Huele al óxido que crece en las orillas de un espejo.

Huele al agua podrida de un florero de tumba.

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Cuando empezaba con eso, la recostaban sobre la cama o la alfombra y le colocaban un cojín bajo la cabeza. Luego era cuestión de esperar. Perla sostenía su frente mientras la abuela se zarandeaba como si quisiera escapar de su propio cuerpo. Ya casi, mamá, ya casi. A Ele le parecía curioso que su mamá llamara a la suya siempre por su nombre, Cecilia, y sólo le dijera mamá cuando no podía escucharla.

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Aunque nunca regresaron a esa casa abandonada, su amor por las ruinas se convirtió en un terreno familiar al que podían volver cuando había problemas entre ellas. Quizá por eso, después de que murió la abuela y Ele, harta de pelear con su madre, se fue de la casa para siempre, adquirió la costumbre de fotografiar casas abandonadas y mandarle las imágenes por mensaje. Ruinas como banderas blancas en la batalla.

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PERKEFT

Entro al cuarto de mamá. Es oscuro como una tumba y tiene tres ventanas alargadas y angostas, tres ranuras pegadas al techo por donde se cuela una luz tenue y sucia. Mamá está sentada en la cómoda blanca, frente al espejo. Se coloca en el pelo, casi rojo de tan castaño, unos rulos calientes. Reconozco ese olor áspero de cabello quemado y puedo ver el vapor que se levanta en torno a su cabeza como un velo que cae hacia arriba. Me siento a su lado y observo sus manos pequeñas sostener un rulo de los extremos y colocarlo en un mechón desobediente. Intento tocarlo, liso y suave ahora, del color de la sangre en la penumbra. No me toques, me dice, me vas a descomponer. Las pestañas postizas esperan en su estuche como dos insectos de muchas patas.

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La primera vez que Ele escuchó el teléfono, no contestó. Odiaba las llamadas. Dejó que el timbre del aparato temblara en el aire hasta extinguirse. Más tarde habría de preguntarse, en un arranque de superstición poco característico, si el mensaje hubiera sido distinto de haber contestado la primera vez. Un ejecutivo intentando venderle una tarjeta de crédito. Una tía lejana felicitándola por su santo. O su mamá en persona, su voz áspera, rogándole que no olvidara dejarle un balde de agua limpia a los gatos que vivían en el estacionamiento público al lado de su departamento.

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Una hora más tarde volvió a insistir el teléfono. Esta vez, el sonido rugoso la trajo de vuelta al mundo, cada timbre alumbró como una linterna de cansada luz amarilla las distintas partes del departamento. Aquí, cajas desordenadas y abiertas, con el nombre de ella escrito; aquí, en esa esquina, las otras cajas, marcadas con el nombre de él (Mateo) en la letra de ella; aquí, el piso pelado, sin muebles ni alfombra; aquí, una cafetera eléctrica sobre una máquina de coser Singer; aquí, la pecera vacía contra la pared y, junto, el viejo escritorio de la abuela, su superficie marcada por las órbitas tenues de infinitas tazas de café o quizá la misma, colocada una y otra vez durante años hasta crear un sistema solar excéntrico, desordenado. Sobre él, montañas de papeles diversos, un lápiz sin punta, libros abiertos bocabajo y una computadora de teclas desgastadas. Sentada al escritorio estaba Ele, en el centro de todo pero lejos, como una astronauta que se sostiene a su nave y a su mundo por un único cable umbilical.

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Esta vez contestó. Se levantó de su escritorio para alcanzar el teléfono, colocado sobre el piso en una de las esquinas del cuarto. Llevaba todo el día sin hablar y tuvo que rescatar su voz, dormida en las profundidades de su estómago, y jalarla de vuelta hasta su cuello. ¿Bueno? Palabra tan vacía. Del otro lado de la línea reconoció a Jeni, la novia de su madre. Al principio, sorprendida por recibir esa llamada, la atribuyó al cumpleaños de Perla, que era dentro de un par de días. Quizá su novia quería celebrarla de alguna manera inesperada, cosa que su madre sin duda detestaría. Pero la desmintió el tono de Jeni. Su voz, de por sí pequeña y aguda, se había vuelto un suspiro sin aire. Hablaba un español cortado como café negro por la leche condensada de su acento.

—No está. No está tu mamá. Desde la mañana. Pensé que… aunque la busqué, no… En la mañana no y luego… No ha vuelto en todo el día…

Su mamá había vuelto a irse. Ele se recargó sobre la orilla del escritorio y miró por la ventana. El árbol frente a su edificio tapaba casi toda la vista, pero a ella le gustaba eso. No ver la calle ni a los peatones ni los autos. Sólo el verde de la copa. Aunque la temporada de lluvias se había adelantado ese año, las orillas de las hojas se notaban marchitas desde hace algunas semanas. Como si un incendio localizado hubiera desgastado sólo los bordes de cada una de ellas. Ele pegó tres dedos contra el vidrio frío y abrió la ventana. Del otro lado del teléfono, Jeni hablaba en ráfagas de palabras indistintas. Ya era de noche, pero la fronda permanecía encendida por dentro por el efecto de una de las luces de la calle. El árbol, a esas horas, manaba su propia luz.

Ele escuchó contra las sienes el fluir acelerado de su sangre. Cerró los ojos un instante y se tapó la cara con la palma de la mano que tenía libre. Moviendo casi imperceptiblemente los dedos contra su rostro, comenzó a contar las desapariciones de su madre. Un pulgar, un índice, un anular. Era la vez dedocorazón y, sin embargo. No podía acostumbrarse a eso.

—¿Estás escuchando? —preguntó entonces la voz de Jeni.

—Cuatro veces —murmuró Ele, en automático.

—¿Cuatro qué?

—Nada —mintió—. Estoy contando. ¿Hace cuántas horas dices que la viste por última vez?

—A las siete de la mañana o alrededor… salió del cuarto a darle de comer a los perros… No volvió después de eso.

Ele apretó el teléfono contra el oído. Escuchaba la respiración erizada de Jeni contra la bocina. Extendió la mano y arrancó una hoja del árbol. Comenzó a triturarla entre los dedos.

—Pero ¿por qué no me avisaste? Son las nueve de la noche —La voz de Ele, a pesar del reclamo, sonaba apagada, como si hablara desde debajo de la tierra.

—Todavía ocho y medio —Jeni tenía una fijación con la puntualidad que se volvía compulsiva cuando estaba nerviosa—. Además, no recogías el teléfono.

Ele ignoró ese argumento irrebatible, aunque calcado del inglés. Vio la hora en su celular.

—Más de doce horas sin aparecer y no me dijiste.

Luego pensó en el trabajo. Le faltaba todavía más de la mitad y la entrega era pronto, en dos días. Una extensión, pensó, inevitable. Como lo era también la cara larga de su jefe en la próxima junta y sus calcetas altas y el olor a café quemado en la oficina. Por lo menos entonces, pensó, estaría ya de vuelta. Su madre. Ella. Ambas. Por lo menos entonces, quiso creer, ya habría pasado todo. Ya no tendría este dolor ácido en la base del estómago. Y le pareció poca cosa la jeta de su jefe y sus calcetas altas y ese café asqueroso que se tomaba casi de un trago aunque le quemara la garganta.

—Trece horas —suspiró Jeni—. Pensé que volverá en cualquier momento ahora… Todavía creo que va…

Ele cerró de golpe la ventana. Sintió un sabor oxidado en la boca y supo que se había mordido de nuevo, sin darse cuenta. De pequeña lo hizo tantas veces que vivió habituada a esa llaga invisible dentro de la boca, a ese sabor íntimo y oscuro.

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—Abuela, ¿cómo se siente cuando vuelves, después del episodio?

—Se siente como si pudiera mirarme desde afuera, como si yo no fuera yo y me observara.

Cecilia era muy vanidosa, después de un episodio lo primero que hacía era llevarse una mano cóncava al cabello y alisarse el crepé. Sabía con exactitud dónde estaba despeinada como si, en efecto, pudiera mirarse desde afuera o tuviera un sexto sentido sólo útil en lo referente al cabello. O como si en lo último que hubiera pensado antes del ataque fuera el ángulo exacto en el que recargaba la cabeza sobre la almohada. Aceptaba a duras penas el apoyo de su hija o de su nieta para incorporarse, le temblaban las manos transparentes, cubiertas de venas de un color azul hipnotizante. Ele las recorría con el índice como si fueran ríos subterráneos.

—¿Cómo desde afuera? ¿Como si no fueras tú?

—No, otra persona no —le decía a la niña y quitaba la mano—. Es demasiado quieta la mirada.

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A veces, en las tardes tediosas de sus doce años, Ele se acostaba bocarriba en el sillón de la sala, doblaba los brazos bajo la cabeza, cerraba los ojos y se imaginaba desde afuera. Al principio era difícil, pero fue haciendo práctica, cada vez más, hasta que logró distinguir el tono de su piel bronceada por el sol, la textura lisa del envés de los codos, brillante por una leve capa de sudor, las rodillas, cada uno de los dedos de los pies, la piel pálida bajo las uñas, los lóbulos de las orejas, el cabello caoba y, por último, lo más difícil: su propio rostro concentrado. Ele se hizo experta en el arte de mirarse desde afuera, tanto que se le volvió un vicio y, al final, aprendió a vivir en ese sitio, alejada de su propio cuerpo.

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Las primeras veces que Ele se miró desde afuera

Cuando la abuela, confundida y rabiosa en los prolegómenos de la demencia, le aventó a Perla el pesado cenicero de metal en forma de gato sin quitarse de la boca el puro panetela.

Cuando Ele se echó a llorar a moco tendido porque no podía contestar un ejercicio de matemáticas y su mamá le dijo: ¿Qué hice mal para tener una hija como tú? No esperes que te quiera, Ele. Te tolero, sí, pero ¿quererte? Entonces Ele vio perfectamente cómo sus propias manos perdían peso y se le secaban las lágrimas de golpe. Sin decir palabra, dio media vuelta, salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado. Como si fuera el amor de su madre lo que la hubiera hecho sólida hasta entonces, lo que la hubiera dotado de la primera persona y, al desvanecerse, Ele hubiera perdido su subjetividad, volviéndose ajena para sí misma.

Cuando murió la abuela, en el velorio. Mirarse desde afuera la ayudó a no llorar, a vigilarse, a no ser ella misma o a serlo un poco menos.

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En algún punto, Ele perdió a la primera persona, olvidó cómo habitarse y aprendió a verse desde afuera. Se miraba desde otro sitio como quien ve llover. Su cuerpo. Títere de angustia y armazón de manías. Verbo sin sujeto que se viste de negro. Sólo a veces la música la traía de vuelta, sólo a veces las manos de Mateo.

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Sostenía con tal fuerza el teléfono que las falanges de sus dedos palidecieron.

—¿Cuándo fue la última vez que la viste? —le preguntó a Jeni.

Perla se había levantado antes del amanecer, le dijo la voz en el teléfono. Lo sabía porque escuchó sus pies sobre el piso, el martilleo de las croquetas contra el plato de aluminio y luego la reja de metal de la entrada cerrándose y, aunque le pareció raro que Perla saliera a esa hora de la casa, Jeni volvió a quedarse dormida. A Ele le enfureció saber que Jeni había sido capaz de volver a conciliar el sueño después, pero luego pensó que no tenía nada de raro. Jeni no sabía de las desapariciones. Llegó a sus vidas luego de todo eso.

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Poco después de la muerte de la abuela, a Perla le dio por irse todo el día. Llegaba a la casa de noche, cansada, y se resistía a contestar preguntas. Era difícil discutir con ella a su regreso, estaba más acelerada y cortante que de costumbre.

—Dediqué mi vida a cuidar a los otros; a tu abuela desde siempre, desde que yo era niña, incluso, de hecho. Aunque ya ves que yo de eso no hablo, así que ni preguntes. Luego te cuidé a ti, que tampoco fue coser y cantar, y después, cuando ya veía la luz al final del túnel, tu abuela nos salió con el domingo siete de la demencia. Ni Florence Nightingale me hubiera mantenido el paso, hija. A veces necesito un poco de tiempo, es todo.

—Podrías haber avisado —le contestaba Ele.

—Ya sabes que, cuando no estoy, es porque estoy en lo mío. En mi proyecto. Algunas mujeres se dedican a la jardinería, otras tejen chambritas para nietos que no tienen, yo estoy haciendo mi investigación. Dame chance.

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Ele sabía algo sobre la investigación y sabía, también, que no era conveniente preguntar mucho más. Como con tantos otros desequilibrios psíquicos, éste tomó raíz cuando su madre comenzó a escribir la tesis. Perla era intérprete y, hacía poco menos de una década, decidió volver a la universidad para realizar un posgrado, especializándose en el costado filosófico de una teoría lingüística llamada externalismo semántico. Ni siquiera a Ele, que había estudiado Letras, le quedaba tan claro de qué iba ese asunto, pues parecía participar más de las matemáticas o la lógica, de sus aseveraciones tajantes, que de la lengua y sus infinitos matices y ambigüedades. Así fue como Perla llegó a la teoría de la tierra gemela. Se trataba de un experimento mental, propuesto por Hilary Putnam en El significado de «significado», donde se postula la existencia hipotética de un planeta igual al nuestro, idéntico en cada aspecto excepto en una sola cosa: la composición del agua. A partir de esta premisa, el filólogo llegaba a una serie de conclusiones sin duda interesantes sobre la naturaleza del lenguaje. Perla, obsesionada con esta idea, le había dedicado años de su vida.

Hasta ahí, todo era muy normal. El problema fue que la tesis de Perla no terminó nunca. Se volvió cada vez más especulativa e inconexa y ese planeta gemelo, al que Perla denominaba Daemonia, dejó de ser una mera herramienta teórica. Poco a poco, el cuerpo celeste tomó en el panorama psíquico de su madre una existencia más que hipotética, hasta adquirir una realidad contundente, una gravosa gravedad, un diámetro exacto y una ubicación concreta en el espacio exterior. Por las noches, Perla estudiaba las curvaturas de las órbitas, intentaba localizarlo en el mapa celeste, hablaba de él sin condicional, como si existiera de verdad allá afuera, como si estuviera, casi, al alcance de la mano.

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Ele pasó a visitarla por última vez dos meses antes. Su madre se había roto el brazo derecho y no toleraba el descanso recetado por los médicos ni el yeso, que limitaba su movilidad. La encontró sentada en su silla plegable en el patio, de espaldas a ella y a la casa, mirando la barda cubierta de enredaderas. Estaba rodeada por tres de sus perros falderos, que dormían profundamente bajo el sol: Melatonina, Rivotril y, por supuesto, Valeriana. A Melatonina le faltaba un ojo, Rivotril quedó ciego después de una severa crisis de sarna y Valeriana, una salchicha feroz, se había roto la columna y se movía a todos lados en una andadera que Jeni había construido a partir de una carriola. Todos los perros que Jeni y Perla adoptaron juntas tenían nombres de medicamentos para dormir pues Perla era muy insomne y había descubierto, gracias a su pareja, que le resultaba más fácil conciliar el sueño cuando los perros pasaban la noche con ellas, dormidos sobre la colcha. Son mi secreto para dormir mejor, bromeaba.

Ele miró a Perla. Su madre recargaba el yeso sobre el descansabrazos a la altura del codo y tenía la mano erguida y tiesa en un ángulo improbable, como si se estuviera despidiendo de alguien con desgana. Entonces notó el humo. Entre los dedos de su brazo enyesado, Perla sostenía uno de sus asquerosos cigarros de menta y, justo entonces, movió todo el torso hacia adelante para darle una calada larga. Ele no dijo nada. No esta vez. Se aproximó en silencio, para no despertar a los perros, y se sentó en la silla de junto. Platicaron. No recuerda haber hablado de Mateo, pero sin duda

lo hizo porque Perla recargó el torso contra la silla de metal forjado, echó hacia atrás la cabeza y exhaló largamente. Sus palabras olían a menta miserable y a hartazgo.

—Ay, Ele. —Perla, de lentes negros, miraba directamente al cielo—. ¿Por qué no adoptas una mascota? Ya deja de obsesionarte con los hombres, es decir, con el género, pero también, un poco, con los hombres, como en el hombre, como en la humanidad. Hay mejores especies que la nuestra, te lo aseguro. Personas no humanas, como les ha dado por decir ahora o, volviendo a los viejos clásicos, hermano lobo hermano perro luna sol y todo eso. ¿Qué pasó con tu pez? ¿Se te volvió pescado?

Ele olvidó sus propias palabras por la desazón de escuchar las de su madre. Estaba hablando así de nuevo, como antes. Demasiado rápida, demasiado extraña en sus asociaciones. Fuga de ideas, lo llamaba el psiquiatra y a Ele siempre le había parecido curioso ese término. En lugar de huida, en la palabra fuga ella escuchaba el fuego. Pensaba en un incendio forestal y en su avance azaroso y destructor. Las palabras que su madre usaba en esos momentos no iluminaban lo nombrado, le prendían fuego. No eran la luz que revela la presencia de los objetos sino una llama que quema todo lo que toca. Escuchaba a su madre y sentía sobre su propia lengua el sabor de la ceniza. La voz de Perla era el sonido de un incendio lejano.

—Aunque eso de los peces, yo no sé si cuenten como mascotas —continuó su madre y Ele notó que su yeso estaba un poco sucio y desgastado y que su suéter tenía un agujero a la altura de la clavícula y que sobre su regazo descansaba uno de los gigantes cuadernos contables de su abuela—. No pueden verse más que a sí mismos. Son un poco como nosotros, no podemos ver más allá de nuestras propias narices. Es decir, allá, del otro lado del sol, puede existir la otra tierra, idéntica a la nuestra, con réplicas exactas de ti y de mí, de Jeni y hasta de Valeriana. Pero vivimos aquí como si nada, no tenemos manera de comprobarlo, no podemos ir y ver el otro lado del sol. No todavía. Somos una raza miope, de cortas miras. Somos peores que los peces atrapados en sus peceras. Porque, además, dicen que las paredes de las peceras, los vidrios, para ellos son espejos, ¿te imaginas? Sólo se miran repetidos cien veces, sin para dónde. Además, no sé si cuenten como talismanes. Los peces, digo. ¿Sabes que la palabra «mascota» está vinculada al concepto de los talismanes? Valeriana, ahí como la ves, echada bajo el sol y bien dormidota, es mi talismán y… pero bueno, me estoy dejando llevar. Es que de estas cosas prefiero no hablarle a Jeni. No sé… es mejor no saber demasiado. ¿Qué ves? ¿Esto? Son los cuadernos de Cecilia. Ya que ando bien mermada y no puedo casi ni salir me puse a esto, a ordenar la casa, y decidí ver qué hago con sus libretas. ¿Te imaginas que ahí, del otro lado, en Daemonia, lo único distinto no sea el agua sino la historia de la vida de mi madre?

Ele extendió el brazo y tomó la mano de su madre en la suya. Se mordió el labio y se prometió que la visitaría, por lo menos, una vez por semana. No lo hizo.

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Su madre tenía la fantasía de rescatar ruinas, de salvar cuando menos la fachada: es que mira esos rosetones y esos angelitos, el hierro forjado de la puerta principal. A Ele, en cambio, le gustaban las casas tal cual estaban, dilapidadas, expuestas a la entropía, llenas de periódicos viejos, libros abandonados, hierbas aferradas a cualquier hendidura. Le parecían más francas, pues alojaban con una elegancia casi brutal el paso del tiempo. No se resistían, como las casas todavía habitadas, a su propia destrucción. Pero con su madre era distinto. A ella la llamaban las cosas destruidas porque las veía plenas de posibilidades: ahí podríamos poner la cocina, ahí quedaría tan bien un arco, esa bañera es totalmente reutilizable. A Perla le dolía y le entusiasmaba lo abandonado, no podía más que desear arreglarlo, consolar a los objetos, si es que a los objetos les duele estar rotos.

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Una soleada mañana de domingo, hace años, Ele fue al bosque con su mamá. Caminaron junto al río de los Dinamos con sus sándwiches en una bolsa de plástico del súper. No habían visto un alma en kilómetros. Entonces, a lo lejos, escucharon una camada de ladridos dispares que parecían provenir de todos lados y las rodeó una flotilla de perros cimarrones.

Dieciséis colmillos.

El sonido de mandíbulas que se cierran.

Treinta y dos almohadillas.

Dieciséis ojos.

En esa ocasión no le ayudó su técnica de hacer listas: acababa de describir a una criatura salida de un cuento de Lovecraft. El sonido de su corazón competía con el volumen de los ladridos y era casi tan desordenado. Perla, en cambio, con una voz que temblaba no por miedo sino por auténtica aflicción, dijo:

—Ay, no, pobrecitos. —Ele la miró incrédula mientras los perros mostraban los colmillos a su alrededor—. Están hambreados.

Su madre procedió a extraer de la bolsa de plástico los sándwiches que Ele había hecho con esmero y a lanzarle trozos a cada uno.

—No, tú ya comiste —le dijo al enorme perro que encabezaba la manada mientras utilizaba el dorso de la mano para alejarlo de la comida con delicadeza y algo de arrepentimiento—. Lástima, no hay suficiente para todos.

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Mensaje de voz

Mateo, perdón, hola, soy yo, lo siento, ya sé que habíamos dicho que no nos llamaríamos, pero mi mamá no está bien y, bueno, no sólo no está bien, no está, en absoluto, es decir, desapareció de nuevo, como antes, y no sabemos dónde anda y estoy nerviosa, márcame cuando puedas, ¿por favor?, ¿podrías?, estaré atenta, voy a poner esto en sonido, por favor, cualquier cosa, aquí estoy, perdón y gracias, ¿me llamas?

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Bajo su mensaje de voz enviado, apareció una sola y tenue palomita gris.

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Ele escuchó a los perros en cuanto se detuvo frente a la puerta de su madre, sus uñas contra el piso de baldosas del patio y luego sus ladridos disparejos, algunos profundos, densos y otros afilados y punzantes. A lo lejos, distinguió el giro oxidado y tosco de unas pequeñas llantas. Era Valeriana, en su silla de ruedas rústica. Reconoció su ladrido entre los otros: se internaba hasta lo más profundo del oído, punzocortante como una aguja de metal caliente. No era necesario tocar, ya lo sabía. Los ladridos hacían las veces del timbre en esa casa. Jeni abrió la puerta unos centímetros y asomó su rostro, coronado por un corte de honguito como de niño de los ochenta. Su piel blanca se había irritado por las lágrimas y, contra el borde rojo de sus párpados, sus ojos azules y redondos brillaban más que de costumbre bajo la luz eléctrica.

—¿Alguna noticia? —preguntó Ele.

Jeni abrió más la puerta. Vestía un conjunto de pantalones caqui y una camisa cuyas mangas enrolladas dejaban ver la piel pálida y pecosa de sus antebrazos. La ropa que elegía le quedaba siempre un poco grande, una o dos tallas, como si no fuera de verdad suya, sino heredada de algún hermano hipotético, y ella nadaba dentro de tanta tela, acentuando su baja estatura y su cuerpo breve y sinuoso.

—Iba a preguntar lo mismo, pero… —respondió con rapidez sombría, mientras se inclinaba a sostener del suéter a Valeriana para que Ele entrara sin peligro. La novia de su madre se notaba revitalizada por la angustia, doblemente viva.

—Nada —dijo Ele soportando con estoicismo los lengüetazos de dos grandes perros en sus tobillos. A unos metros de ella, Valeriana le ladraba, trazando una media luna imaginaria sobre el piso del patio con sus rueditas.

—Eres tarde… —continuó Jeni y en su mano temblaba una taza de café. Su cuerpo puntual, casi minimalista, se movía con una determinación errática y sus frases empezaban con una energía inusual y se quedaban sin ímpetu a media oración, desembocando en un silencio desconcertante.

—Ha estado más inquieta que de costumbre desde que se fue… —se disculpó Jeni, señalando con la cabeza a Valeriana. —Ella extraña mucho a… —Luego, dirigiéndose a la perra e impostando la voz, preguntó en inglés—: You miss your mommy, don’t you?

Jeni le echó a Ele una mirada de soslayo, apenada, pero ésta ni se inmutó: desde hacía mucho había aprendido a ver a los perros como hermanos postizos con quienes guardaba distintos grados de familiaridad o ninguna en absoluto.

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Tanto Jeni como Perla le tenían especial cariño a Valeriana. Ya que a Ele le resultaba imposible encontrar nada de encantador en esa salchicha inválida con halitosis, lo atribuía a que la mascota había fungido como celestina inconsciente de la relación. Si no fuera por ella, su mamá y Jeni ni se hubieran conocido. Sucedió hacía poco más de cinco años, Perla y Ele iban en camino a un desayuno en Toks. En el trayecto, Ele notó, unos metros más adelante sobre el asfalto del Periférico, un objeto en apariencia inanimado. Perla le pidió a Ele que manejara más lento y su hija procuraba convencerla de que era una bolsa de basura cuando el cuerpo hasta entonces inerte movió la cola. Era un perro. Un perro que casi dejaba de serlo.

—Detén el coche —indicó Perla.

—¿Aquí? ¿A la mitad del Periférico?

—Sí. Aquí. A la mitad del Periférico.

Por suerte era sábado por la mañana. El tráfico, más ligero que de costumbre, le permitió orillarse y detenerse y los conductores, un poco menos neuróticos que entre semana, no le mentaron la madre. Bastó con un par de miradas asesinas desde detrás de vidrios polarizados. Perla tomó una toalla morada del asiento trasero y, aunque el coche aún no se había parado del todo, abrió la puerta y se bajó de un salto. Extendiendo la toalla para que los automóviles se detuvieran, logró cruzar hasta el carril central, envolvió con un solo y diestro movimiento al perro moribundo y se dirigió de vuelta al coche. Con un ademán, le indicó a Ele que abriera la ventana del conductor y le entregó el envoltorio sanguinolento.

—¿Sigue vivo? —preguntó Ele.

—No sé —contestó Perla mientras tomaba su lugar en el asiento del copiloto—, no me puse a tomarle el pulso.

Perla desenvolvió la toalla con cuidado sobre su regazo y ahí estaba Valeriana, una perrita salchicha con la columna totalmente triturada pero con unos ojos redondos y saltones vivísimos, como si guardaran toda la vida que se había escapado del resto de su cuerpo. Miraba a Perla con absoluta devoción. Olvidado el desayuno, cambiaron de rumbo y se dirigieron a la veterinaria más cercana. En la sala de espera aguardaba su turno una mujer rubia, diminuta, rodeada de cinco perros rescatados. El lugar estaba casi vacío a esa hora, pero, en lugar de sentarse en una de las sillas de plástico azules, la mujer esperaba recargada contra la pared. Era Jeni. Su madre, con la perra en brazos y la mirada fija, se dejó llegar hasta la recepción y relató lo sucedido. Dijo que venía a darle la eutanasia. Entonces Jeni se separó de la pared y caminó hasta la perrita con pasos silenciosos, se inclinó sobre el animal y colocó una mano titubeante sobre el bulto ensangrentado.

—Pienso que el perro puede vivir… —dijo, su voz densa con la melaza del acento.

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Con autorización de la editorial Sexto Piso, publicamos un adelanto de la novela Malacría (2025), de la escritora mexicana Elisa Díaz Castelo.

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Adelanto del libro <i>Malacría</i> de Elisa Díaz Castelo

Adelanto del libro <i>Malacría</i> de Elisa Díaz Castelo

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2025
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¿Cómo inciden en el presente los pasados que nos habitan, incluso aquellos de los que no tenemos conocimiento alguno? <i>Malacría</i>, la primera novela de Elisa Díaz Castelo, indaga en estos terrenos a través de la historia intergeneracional de tres mujeres y el hilo de violencia que las atraviesa.

La abuela tuvo el mal tino de morirse en el cumpleaños de su única hija. Era uno de esos días de calor inmundo justo antes de la temporada de lluvias, cuando la ciudad no se parece a sí misma: a los árboles se les nota menguados, en las jardineras brotan hierbas amarillentas y se mueren las plantas que crecen en las fisuras del asfalto. La ciudad se parece a sí misma, decidió Ele, sólo durante las lluvias, especialmente en esos aguaceros de las cinco de la tarde que empapan transeúntes y desmadran el tráfico, especialmente después de esos aguaceros, cuando el mundo despejado refulge a su pesar, cada hoja verde y limpia y como recién creada, cada cable brillante y negro, la calle casi vuelta espejo y el olor del asfalto húmedo. Antes de la lluvia, la ciudad pesa menos, es como un recuerdo borroneado, difuso, cubierto por una tenue capa de polvo.

El día del cumpleaños de su madre y de la muerte de su abuela, Ele salió a conseguir las velas para el pastel de chocolate del Costco que compraban cada año. A pesar del calor. Caminó siempre del lado de la sombra. Cuando volvió, la casa estaba transformada. Su madre había cerrado las cortinas del cuarto de la abuela para que no entrara el insidioso sol de media tarde y Ele, en el umbral, tardó un rato en acostumbrar sus ojos a la oscuridad. El cuarto parecía habitado sólo por la voz de su madre, vuelve, mamá, vuelve y el olor penetrante a medicamentos se intensificaba por el calor. Poco a poco emergieron, como de un agua oscura, los movimientos, los cuerpos. Ele aún tenía las velas del pastel en la mano. Pasaron muchas horas. Pasaron meses y años. Ella guarda todavía, en su casa, esas velas. Como si no se hubiera cumplido ese cumpleaños, como si su madre, a partir de la muerte de la abuela, hubiera dejado de avanzar en el tiempo o su nacimiento se hubiera anulado del todo.

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Ele se convirtió en una coleccionista de ruinas. Los domingos por la tarde salía a caminar por la ciudad después de la lluvia, deteniéndose frente a casas a punto de desplomarse, edificios a medio derruir, terrenos arrasados. Les tomaba fotos y se las mandaba a Perla, su mamá. Era un juego. O algo parecido.

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El día en que su madre desapareció, Ele le había enviado una foto de la casona sobre Cozumel. Venida abajo casi por completo, conservaba intacta sólo su fachada espléndida, que parecía mantenerse en pie gracias a un improbable acto de equilibrismo. La luz del atardecer la volvía dorada y dibujaba sobre ella la sombra de un árbol. A través de sus ventanas abiertas, que de milagro retenían sus marcos blancos, se veía directamente un cielo azul oscuro, crepuscular. A Ele le extrañó que su madre, atenta hasta la compulsión a su WhatsApp, no abriera el mensaje, pero no pensó demasiado en ello.

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Cuando era niña, vivían frente a una casa abandonada: una construcción de los años cuarenta cuya reja, barroca y floral, estaba oxidada por completo. Siempre que caminaban de ese lado de la calle, Ele se asomaba con curiosidad mientras repasaba los bucles de la herrería con el índice, que quedaba manchado de un color ocre, similar a la sangre. Un domingo, su mamá notó que la puerta de metal no estaba cerrada con llave y la miró con media sonrisa. Cuando la miraba así, era como si fueran hermanas. La ilusión duraba poco, pero hacía a la niña inmensamente feliz. Una vez dentro, recorrieron el patio, observaron la hierba que crecía entre los bloques de concreto y se asomaron al charco formado en una esquina, amplio como un lago, donde se reflejaban las nubes. Ele rompió el cielo con sus botas para la lluvia. Luego se acercaron a la puerta principal, cuya madera se había hinchado tanto por los ciclos anuales de tormentas y sequías que la cerradura estaba botada. Así que entraron. Las recibió primero ese olor vivo a madera empapada y luego la sala, vacía con excepción de unas pilas de periódico en una esquina, un montón de basura junto a la ventana y fragmentos de un espejo roto esparcidos por el piso, que reflejaban por trozos a la niña y a la mujer. Un ojo, una mano, el cabello, la rodilla. Sus cuerpos atomizados. Entonces las recorrió un hedor a podrido y otro más bajo y punzante, algo que no sabían reconocer pero que no era bueno. Años después, Ele pensaría que no fueron sólo ellas quienes entraron en la casa sino que ésta, a su vez, entró en ellas.

—Aquí huele a epilepsia —dijo su mamá mientras tomaba la mano pequeña y pegajosa de su hija—. Vámonos.

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La abuela Cecilia tuvo epilepsia, del tipo que en francés llaman grand mal. A Ele siempre le horrorizó y le fascinó a la vez ese nombre tan amplio. ¿Cómo se siente no sólo padecer el mal, sino que se trate de un mal enorme, abstracto? La abuela decía que no se sentía nada. Puro vacío. ¿Negro? No, ni siquiera negro, porque el negro está demasiado lleno de sí mismo. ¿Blanco? No, demasiado brillante. Antes de un episodio, la abuela tenía extrañas alucinaciones olfativas.

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Huele al corcho de una botella de vino.

Huele a pestañas quemadas.

Huele al cuero cabelludo de mi tío Magdaleno.

Huele a la madera de un lápiz al que le acaban de sacar punta.

Huele al óxido que crece en las orillas de un espejo.

Huele al agua podrida de un florero de tumba.

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Cuando empezaba con eso, la recostaban sobre la cama o la alfombra y le colocaban un cojín bajo la cabeza. Luego era cuestión de esperar. Perla sostenía su frente mientras la abuela se zarandeaba como si quisiera escapar de su propio cuerpo. Ya casi, mamá, ya casi. A Ele le parecía curioso que su mamá llamara a la suya siempre por su nombre, Cecilia, y sólo le dijera mamá cuando no podía escucharla.

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Aunque nunca regresaron a esa casa abandonada, su amor por las ruinas se convirtió en un terreno familiar al que podían volver cuando había problemas entre ellas. Quizá por eso, después de que murió la abuela y Ele, harta de pelear con su madre, se fue de la casa para siempre, adquirió la costumbre de fotografiar casas abandonadas y mandarle las imágenes por mensaje. Ruinas como banderas blancas en la batalla.

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PERKEFT

Entro al cuarto de mamá. Es oscuro como una tumba y tiene tres ventanas alargadas y angostas, tres ranuras pegadas al techo por donde se cuela una luz tenue y sucia. Mamá está sentada en la cómoda blanca, frente al espejo. Se coloca en el pelo, casi rojo de tan castaño, unos rulos calientes. Reconozco ese olor áspero de cabello quemado y puedo ver el vapor que se levanta en torno a su cabeza como un velo que cae hacia arriba. Me siento a su lado y observo sus manos pequeñas sostener un rulo de los extremos y colocarlo en un mechón desobediente. Intento tocarlo, liso y suave ahora, del color de la sangre en la penumbra. No me toques, me dice, me vas a descomponer. Las pestañas postizas esperan en su estuche como dos insectos de muchas patas.

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La primera vez que Ele escuchó el teléfono, no contestó. Odiaba las llamadas. Dejó que el timbre del aparato temblara en el aire hasta extinguirse. Más tarde habría de preguntarse, en un arranque de superstición poco característico, si el mensaje hubiera sido distinto de haber contestado la primera vez. Un ejecutivo intentando venderle una tarjeta de crédito. Una tía lejana felicitándola por su santo. O su mamá en persona, su voz áspera, rogándole que no olvidara dejarle un balde de agua limpia a los gatos que vivían en el estacionamiento público al lado de su departamento.

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Una hora más tarde volvió a insistir el teléfono. Esta vez, el sonido rugoso la trajo de vuelta al mundo, cada timbre alumbró como una linterna de cansada luz amarilla las distintas partes del departamento. Aquí, cajas desordenadas y abiertas, con el nombre de ella escrito; aquí, en esa esquina, las otras cajas, marcadas con el nombre de él (Mateo) en la letra de ella; aquí, el piso pelado, sin muebles ni alfombra; aquí, una cafetera eléctrica sobre una máquina de coser Singer; aquí, la pecera vacía contra la pared y, junto, el viejo escritorio de la abuela, su superficie marcada por las órbitas tenues de infinitas tazas de café o quizá la misma, colocada una y otra vez durante años hasta crear un sistema solar excéntrico, desordenado. Sobre él, montañas de papeles diversos, un lápiz sin punta, libros abiertos bocabajo y una computadora de teclas desgastadas. Sentada al escritorio estaba Ele, en el centro de todo pero lejos, como una astronauta que se sostiene a su nave y a su mundo por un único cable umbilical.

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Esta vez contestó. Se levantó de su escritorio para alcanzar el teléfono, colocado sobre el piso en una de las esquinas del cuarto. Llevaba todo el día sin hablar y tuvo que rescatar su voz, dormida en las profundidades de su estómago, y jalarla de vuelta hasta su cuello. ¿Bueno? Palabra tan vacía. Del otro lado de la línea reconoció a Jeni, la novia de su madre. Al principio, sorprendida por recibir esa llamada, la atribuyó al cumpleaños de Perla, que era dentro de un par de días. Quizá su novia quería celebrarla de alguna manera inesperada, cosa que su madre sin duda detestaría. Pero la desmintió el tono de Jeni. Su voz, de por sí pequeña y aguda, se había vuelto un suspiro sin aire. Hablaba un español cortado como café negro por la leche condensada de su acento.

—No está. No está tu mamá. Desde la mañana. Pensé que… aunque la busqué, no… En la mañana no y luego… No ha vuelto en todo el día…

Su mamá había vuelto a irse. Ele se recargó sobre la orilla del escritorio y miró por la ventana. El árbol frente a su edificio tapaba casi toda la vista, pero a ella le gustaba eso. No ver la calle ni a los peatones ni los autos. Sólo el verde de la copa. Aunque la temporada de lluvias se había adelantado ese año, las orillas de las hojas se notaban marchitas desde hace algunas semanas. Como si un incendio localizado hubiera desgastado sólo los bordes de cada una de ellas. Ele pegó tres dedos contra el vidrio frío y abrió la ventana. Del otro lado del teléfono, Jeni hablaba en ráfagas de palabras indistintas. Ya era de noche, pero la fronda permanecía encendida por dentro por el efecto de una de las luces de la calle. El árbol, a esas horas, manaba su propia luz.

Ele escuchó contra las sienes el fluir acelerado de su sangre. Cerró los ojos un instante y se tapó la cara con la palma de la mano que tenía libre. Moviendo casi imperceptiblemente los dedos contra su rostro, comenzó a contar las desapariciones de su madre. Un pulgar, un índice, un anular. Era la vez dedocorazón y, sin embargo. No podía acostumbrarse a eso.

—¿Estás escuchando? —preguntó entonces la voz de Jeni.

—Cuatro veces —murmuró Ele, en automático.

—¿Cuatro qué?

—Nada —mintió—. Estoy contando. ¿Hace cuántas horas dices que la viste por última vez?

—A las siete de la mañana o alrededor… salió del cuarto a darle de comer a los perros… No volvió después de eso.

Ele apretó el teléfono contra el oído. Escuchaba la respiración erizada de Jeni contra la bocina. Extendió la mano y arrancó una hoja del árbol. Comenzó a triturarla entre los dedos.

—Pero ¿por qué no me avisaste? Son las nueve de la noche —La voz de Ele, a pesar del reclamo, sonaba apagada, como si hablara desde debajo de la tierra.

—Todavía ocho y medio —Jeni tenía una fijación con la puntualidad que se volvía compulsiva cuando estaba nerviosa—. Además, no recogías el teléfono.

Ele ignoró ese argumento irrebatible, aunque calcado del inglés. Vio la hora en su celular.

—Más de doce horas sin aparecer y no me dijiste.

Luego pensó en el trabajo. Le faltaba todavía más de la mitad y la entrega era pronto, en dos días. Una extensión, pensó, inevitable. Como lo era también la cara larga de su jefe en la próxima junta y sus calcetas altas y el olor a café quemado en la oficina. Por lo menos entonces, pensó, estaría ya de vuelta. Su madre. Ella. Ambas. Por lo menos entonces, quiso creer, ya habría pasado todo. Ya no tendría este dolor ácido en la base del estómago. Y le pareció poca cosa la jeta de su jefe y sus calcetas altas y ese café asqueroso que se tomaba casi de un trago aunque le quemara la garganta.

—Trece horas —suspiró Jeni—. Pensé que volverá en cualquier momento ahora… Todavía creo que va…

Ele cerró de golpe la ventana. Sintió un sabor oxidado en la boca y supo que se había mordido de nuevo, sin darse cuenta. De pequeña lo hizo tantas veces que vivió habituada a esa llaga invisible dentro de la boca, a ese sabor íntimo y oscuro.

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—Abuela, ¿cómo se siente cuando vuelves, después del episodio?

—Se siente como si pudiera mirarme desde afuera, como si yo no fuera yo y me observara.

Cecilia era muy vanidosa, después de un episodio lo primero que hacía era llevarse una mano cóncava al cabello y alisarse el crepé. Sabía con exactitud dónde estaba despeinada como si, en efecto, pudiera mirarse desde afuera o tuviera un sexto sentido sólo útil en lo referente al cabello. O como si en lo último que hubiera pensado antes del ataque fuera el ángulo exacto en el que recargaba la cabeza sobre la almohada. Aceptaba a duras penas el apoyo de su hija o de su nieta para incorporarse, le temblaban las manos transparentes, cubiertas de venas de un color azul hipnotizante. Ele las recorría con el índice como si fueran ríos subterráneos.

—¿Cómo desde afuera? ¿Como si no fueras tú?

—No, otra persona no —le decía a la niña y quitaba la mano—. Es demasiado quieta la mirada.

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A veces, en las tardes tediosas de sus doce años, Ele se acostaba bocarriba en el sillón de la sala, doblaba los brazos bajo la cabeza, cerraba los ojos y se imaginaba desde afuera. Al principio era difícil, pero fue haciendo práctica, cada vez más, hasta que logró distinguir el tono de su piel bronceada por el sol, la textura lisa del envés de los codos, brillante por una leve capa de sudor, las rodillas, cada uno de los dedos de los pies, la piel pálida bajo las uñas, los lóbulos de las orejas, el cabello caoba y, por último, lo más difícil: su propio rostro concentrado. Ele se hizo experta en el arte de mirarse desde afuera, tanto que se le volvió un vicio y, al final, aprendió a vivir en ese sitio, alejada de su propio cuerpo.

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Las primeras veces que Ele se miró desde afuera

Cuando la abuela, confundida y rabiosa en los prolegómenos de la demencia, le aventó a Perla el pesado cenicero de metal en forma de gato sin quitarse de la boca el puro panetela.

Cuando Ele se echó a llorar a moco tendido porque no podía contestar un ejercicio de matemáticas y su mamá le dijo: ¿Qué hice mal para tener una hija como tú? No esperes que te quiera, Ele. Te tolero, sí, pero ¿quererte? Entonces Ele vio perfectamente cómo sus propias manos perdían peso y se le secaban las lágrimas de golpe. Sin decir palabra, dio media vuelta, salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado. Como si fuera el amor de su madre lo que la hubiera hecho sólida hasta entonces, lo que la hubiera dotado de la primera persona y, al desvanecerse, Ele hubiera perdido su subjetividad, volviéndose ajena para sí misma.

Cuando murió la abuela, en el velorio. Mirarse desde afuera la ayudó a no llorar, a vigilarse, a no ser ella misma o a serlo un poco menos.

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En algún punto, Ele perdió a la primera persona, olvidó cómo habitarse y aprendió a verse desde afuera. Se miraba desde otro sitio como quien ve llover. Su cuerpo. Títere de angustia y armazón de manías. Verbo sin sujeto que se viste de negro. Sólo a veces la música la traía de vuelta, sólo a veces las manos de Mateo.

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Sostenía con tal fuerza el teléfono que las falanges de sus dedos palidecieron.

—¿Cuándo fue la última vez que la viste? —le preguntó a Jeni.

Perla se había levantado antes del amanecer, le dijo la voz en el teléfono. Lo sabía porque escuchó sus pies sobre el piso, el martilleo de las croquetas contra el plato de aluminio y luego la reja de metal de la entrada cerrándose y, aunque le pareció raro que Perla saliera a esa hora de la casa, Jeni volvió a quedarse dormida. A Ele le enfureció saber que Jeni había sido capaz de volver a conciliar el sueño después, pero luego pensó que no tenía nada de raro. Jeni no sabía de las desapariciones. Llegó a sus vidas luego de todo eso.

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Poco después de la muerte de la abuela, a Perla le dio por irse todo el día. Llegaba a la casa de noche, cansada, y se resistía a contestar preguntas. Era difícil discutir con ella a su regreso, estaba más acelerada y cortante que de costumbre.

—Dediqué mi vida a cuidar a los otros; a tu abuela desde siempre, desde que yo era niña, incluso, de hecho. Aunque ya ves que yo de eso no hablo, así que ni preguntes. Luego te cuidé a ti, que tampoco fue coser y cantar, y después, cuando ya veía la luz al final del túnel, tu abuela nos salió con el domingo siete de la demencia. Ni Florence Nightingale me hubiera mantenido el paso, hija. A veces necesito un poco de tiempo, es todo.

—Podrías haber avisado —le contestaba Ele.

—Ya sabes que, cuando no estoy, es porque estoy en lo mío. En mi proyecto. Algunas mujeres se dedican a la jardinería, otras tejen chambritas para nietos que no tienen, yo estoy haciendo mi investigación. Dame chance.

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Ele sabía algo sobre la investigación y sabía, también, que no era conveniente preguntar mucho más. Como con tantos otros desequilibrios psíquicos, éste tomó raíz cuando su madre comenzó a escribir la tesis. Perla era intérprete y, hacía poco menos de una década, decidió volver a la universidad para realizar un posgrado, especializándose en el costado filosófico de una teoría lingüística llamada externalismo semántico. Ni siquiera a Ele, que había estudiado Letras, le quedaba tan claro de qué iba ese asunto, pues parecía participar más de las matemáticas o la lógica, de sus aseveraciones tajantes, que de la lengua y sus infinitos matices y ambigüedades. Así fue como Perla llegó a la teoría de la tierra gemela. Se trataba de un experimento mental, propuesto por Hilary Putnam en El significado de «significado», donde se postula la existencia hipotética de un planeta igual al nuestro, idéntico en cada aspecto excepto en una sola cosa: la composición del agua. A partir de esta premisa, el filólogo llegaba a una serie de conclusiones sin duda interesantes sobre la naturaleza del lenguaje. Perla, obsesionada con esta idea, le había dedicado años de su vida.

Hasta ahí, todo era muy normal. El problema fue que la tesis de Perla no terminó nunca. Se volvió cada vez más especulativa e inconexa y ese planeta gemelo, al que Perla denominaba Daemonia, dejó de ser una mera herramienta teórica. Poco a poco, el cuerpo celeste tomó en el panorama psíquico de su madre una existencia más que hipotética, hasta adquirir una realidad contundente, una gravosa gravedad, un diámetro exacto y una ubicación concreta en el espacio exterior. Por las noches, Perla estudiaba las curvaturas de las órbitas, intentaba localizarlo en el mapa celeste, hablaba de él sin condicional, como si existiera de verdad allá afuera, como si estuviera, casi, al alcance de la mano.

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Ele pasó a visitarla por última vez dos meses antes. Su madre se había roto el brazo derecho y no toleraba el descanso recetado por los médicos ni el yeso, que limitaba su movilidad. La encontró sentada en su silla plegable en el patio, de espaldas a ella y a la casa, mirando la barda cubierta de enredaderas. Estaba rodeada por tres de sus perros falderos, que dormían profundamente bajo el sol: Melatonina, Rivotril y, por supuesto, Valeriana. A Melatonina le faltaba un ojo, Rivotril quedó ciego después de una severa crisis de sarna y Valeriana, una salchicha feroz, se había roto la columna y se movía a todos lados en una andadera que Jeni había construido a partir de una carriola. Todos los perros que Jeni y Perla adoptaron juntas tenían nombres de medicamentos para dormir pues Perla era muy insomne y había descubierto, gracias a su pareja, que le resultaba más fácil conciliar el sueño cuando los perros pasaban la noche con ellas, dormidos sobre la colcha. Son mi secreto para dormir mejor, bromeaba.

Ele miró a Perla. Su madre recargaba el yeso sobre el descansabrazos a la altura del codo y tenía la mano erguida y tiesa en un ángulo improbable, como si se estuviera despidiendo de alguien con desgana. Entonces notó el humo. Entre los dedos de su brazo enyesado, Perla sostenía uno de sus asquerosos cigarros de menta y, justo entonces, movió todo el torso hacia adelante para darle una calada larga. Ele no dijo nada. No esta vez. Se aproximó en silencio, para no despertar a los perros, y se sentó en la silla de junto. Platicaron. No recuerda haber hablado de Mateo, pero sin duda

lo hizo porque Perla recargó el torso contra la silla de metal forjado, echó hacia atrás la cabeza y exhaló largamente. Sus palabras olían a menta miserable y a hartazgo.

—Ay, Ele. —Perla, de lentes negros, miraba directamente al cielo—. ¿Por qué no adoptas una mascota? Ya deja de obsesionarte con los hombres, es decir, con el género, pero también, un poco, con los hombres, como en el hombre, como en la humanidad. Hay mejores especies que la nuestra, te lo aseguro. Personas no humanas, como les ha dado por decir ahora o, volviendo a los viejos clásicos, hermano lobo hermano perro luna sol y todo eso. ¿Qué pasó con tu pez? ¿Se te volvió pescado?

Ele olvidó sus propias palabras por la desazón de escuchar las de su madre. Estaba hablando así de nuevo, como antes. Demasiado rápida, demasiado extraña en sus asociaciones. Fuga de ideas, lo llamaba el psiquiatra y a Ele siempre le había parecido curioso ese término. En lugar de huida, en la palabra fuga ella escuchaba el fuego. Pensaba en un incendio forestal y en su avance azaroso y destructor. Las palabras que su madre usaba en esos momentos no iluminaban lo nombrado, le prendían fuego. No eran la luz que revela la presencia de los objetos sino una llama que quema todo lo que toca. Escuchaba a su madre y sentía sobre su propia lengua el sabor de la ceniza. La voz de Perla era el sonido de un incendio lejano.

—Aunque eso de los peces, yo no sé si cuenten como mascotas —continuó su madre y Ele notó que su yeso estaba un poco sucio y desgastado y que su suéter tenía un agujero a la altura de la clavícula y que sobre su regazo descansaba uno de los gigantes cuadernos contables de su abuela—. No pueden verse más que a sí mismos. Son un poco como nosotros, no podemos ver más allá de nuestras propias narices. Es decir, allá, del otro lado del sol, puede existir la otra tierra, idéntica a la nuestra, con réplicas exactas de ti y de mí, de Jeni y hasta de Valeriana. Pero vivimos aquí como si nada, no tenemos manera de comprobarlo, no podemos ir y ver el otro lado del sol. No todavía. Somos una raza miope, de cortas miras. Somos peores que los peces atrapados en sus peceras. Porque, además, dicen que las paredes de las peceras, los vidrios, para ellos son espejos, ¿te imaginas? Sólo se miran repetidos cien veces, sin para dónde. Además, no sé si cuenten como talismanes. Los peces, digo. ¿Sabes que la palabra «mascota» está vinculada al concepto de los talismanes? Valeriana, ahí como la ves, echada bajo el sol y bien dormidota, es mi talismán y… pero bueno, me estoy dejando llevar. Es que de estas cosas prefiero no hablarle a Jeni. No sé… es mejor no saber demasiado. ¿Qué ves? ¿Esto? Son los cuadernos de Cecilia. Ya que ando bien mermada y no puedo casi ni salir me puse a esto, a ordenar la casa, y decidí ver qué hago con sus libretas. ¿Te imaginas que ahí, del otro lado, en Daemonia, lo único distinto no sea el agua sino la historia de la vida de mi madre?

Ele extendió el brazo y tomó la mano de su madre en la suya. Se mordió el labio y se prometió que la visitaría, por lo menos, una vez por semana. No lo hizo.

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Su madre tenía la fantasía de rescatar ruinas, de salvar cuando menos la fachada: es que mira esos rosetones y esos angelitos, el hierro forjado de la puerta principal. A Ele, en cambio, le gustaban las casas tal cual estaban, dilapidadas, expuestas a la entropía, llenas de periódicos viejos, libros abandonados, hierbas aferradas a cualquier hendidura. Le parecían más francas, pues alojaban con una elegancia casi brutal el paso del tiempo. No se resistían, como las casas todavía habitadas, a su propia destrucción. Pero con su madre era distinto. A ella la llamaban las cosas destruidas porque las veía plenas de posibilidades: ahí podríamos poner la cocina, ahí quedaría tan bien un arco, esa bañera es totalmente reutilizable. A Perla le dolía y le entusiasmaba lo abandonado, no podía más que desear arreglarlo, consolar a los objetos, si es que a los objetos les duele estar rotos.

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Una soleada mañana de domingo, hace años, Ele fue al bosque con su mamá. Caminaron junto al río de los Dinamos con sus sándwiches en una bolsa de plástico del súper. No habían visto un alma en kilómetros. Entonces, a lo lejos, escucharon una camada de ladridos dispares que parecían provenir de todos lados y las rodeó una flotilla de perros cimarrones.

Dieciséis colmillos.

El sonido de mandíbulas que se cierran.

Treinta y dos almohadillas.

Dieciséis ojos.

En esa ocasión no le ayudó su técnica de hacer listas: acababa de describir a una criatura salida de un cuento de Lovecraft. El sonido de su corazón competía con el volumen de los ladridos y era casi tan desordenado. Perla, en cambio, con una voz que temblaba no por miedo sino por auténtica aflicción, dijo:

—Ay, no, pobrecitos. —Ele la miró incrédula mientras los perros mostraban los colmillos a su alrededor—. Están hambreados.

Su madre procedió a extraer de la bolsa de plástico los sándwiches que Ele había hecho con esmero y a lanzarle trozos a cada uno.

—No, tú ya comiste —le dijo al enorme perro que encabezaba la manada mientras utilizaba el dorso de la mano para alejarlo de la comida con delicadeza y algo de arrepentimiento—. Lástima, no hay suficiente para todos.

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Mensaje de voz

Mateo, perdón, hola, soy yo, lo siento, ya sé que habíamos dicho que no nos llamaríamos, pero mi mamá no está bien y, bueno, no sólo no está bien, no está, en absoluto, es decir, desapareció de nuevo, como antes, y no sabemos dónde anda y estoy nerviosa, márcame cuando puedas, ¿por favor?, ¿podrías?, estaré atenta, voy a poner esto en sonido, por favor, cualquier cosa, aquí estoy, perdón y gracias, ¿me llamas?

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Bajo su mensaje de voz enviado, apareció una sola y tenue palomita gris.

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Ele escuchó a los perros en cuanto se detuvo frente a la puerta de su madre, sus uñas contra el piso de baldosas del patio y luego sus ladridos disparejos, algunos profundos, densos y otros afilados y punzantes. A lo lejos, distinguió el giro oxidado y tosco de unas pequeñas llantas. Era Valeriana, en su silla de ruedas rústica. Reconoció su ladrido entre los otros: se internaba hasta lo más profundo del oído, punzocortante como una aguja de metal caliente. No era necesario tocar, ya lo sabía. Los ladridos hacían las veces del timbre en esa casa. Jeni abrió la puerta unos centímetros y asomó su rostro, coronado por un corte de honguito como de niño de los ochenta. Su piel blanca se había irritado por las lágrimas y, contra el borde rojo de sus párpados, sus ojos azules y redondos brillaban más que de costumbre bajo la luz eléctrica.

—¿Alguna noticia? —preguntó Ele.

Jeni abrió más la puerta. Vestía un conjunto de pantalones caqui y una camisa cuyas mangas enrolladas dejaban ver la piel pálida y pecosa de sus antebrazos. La ropa que elegía le quedaba siempre un poco grande, una o dos tallas, como si no fuera de verdad suya, sino heredada de algún hermano hipotético, y ella nadaba dentro de tanta tela, acentuando su baja estatura y su cuerpo breve y sinuoso.

—Iba a preguntar lo mismo, pero… —respondió con rapidez sombría, mientras se inclinaba a sostener del suéter a Valeriana para que Ele entrara sin peligro. La novia de su madre se notaba revitalizada por la angustia, doblemente viva.

—Nada —dijo Ele soportando con estoicismo los lengüetazos de dos grandes perros en sus tobillos. A unos metros de ella, Valeriana le ladraba, trazando una media luna imaginaria sobre el piso del patio con sus rueditas.

—Eres tarde… —continuó Jeni y en su mano temblaba una taza de café. Su cuerpo puntual, casi minimalista, se movía con una determinación errática y sus frases empezaban con una energía inusual y se quedaban sin ímpetu a media oración, desembocando en un silencio desconcertante.

—Ha estado más inquieta que de costumbre desde que se fue… —se disculpó Jeni, señalando con la cabeza a Valeriana. —Ella extraña mucho a… —Luego, dirigiéndose a la perra e impostando la voz, preguntó en inglés—: You miss your mommy, don’t you?

Jeni le echó a Ele una mirada de soslayo, apenada, pero ésta ni se inmutó: desde hacía mucho había aprendido a ver a los perros como hermanos postizos con quienes guardaba distintos grados de familiaridad o ninguna en absoluto.

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Tanto Jeni como Perla le tenían especial cariño a Valeriana. Ya que a Ele le resultaba imposible encontrar nada de encantador en esa salchicha inválida con halitosis, lo atribuía a que la mascota había fungido como celestina inconsciente de la relación. Si no fuera por ella, su mamá y Jeni ni se hubieran conocido. Sucedió hacía poco más de cinco años, Perla y Ele iban en camino a un desayuno en Toks. En el trayecto, Ele notó, unos metros más adelante sobre el asfalto del Periférico, un objeto en apariencia inanimado. Perla le pidió a Ele que manejara más lento y su hija procuraba convencerla de que era una bolsa de basura cuando el cuerpo hasta entonces inerte movió la cola. Era un perro. Un perro que casi dejaba de serlo.

—Detén el coche —indicó Perla.

—¿Aquí? ¿A la mitad del Periférico?

—Sí. Aquí. A la mitad del Periférico.

Por suerte era sábado por la mañana. El tráfico, más ligero que de costumbre, le permitió orillarse y detenerse y los conductores, un poco menos neuróticos que entre semana, no le mentaron la madre. Bastó con un par de miradas asesinas desde detrás de vidrios polarizados. Perla tomó una toalla morada del asiento trasero y, aunque el coche aún no se había parado del todo, abrió la puerta y se bajó de un salto. Extendiendo la toalla para que los automóviles se detuvieran, logró cruzar hasta el carril central, envolvió con un solo y diestro movimiento al perro moribundo y se dirigió de vuelta al coche. Con un ademán, le indicó a Ele que abriera la ventana del conductor y le entregó el envoltorio sanguinolento.

—¿Sigue vivo? —preguntó Ele.

—No sé —contestó Perla mientras tomaba su lugar en el asiento del copiloto—, no me puse a tomarle el pulso.

Perla desenvolvió la toalla con cuidado sobre su regazo y ahí estaba Valeriana, una perrita salchicha con la columna totalmente triturada pero con unos ojos redondos y saltones vivísimos, como si guardaran toda la vida que se había escapado del resto de su cuerpo. Miraba a Perla con absoluta devoción. Olvidado el desayuno, cambiaron de rumbo y se dirigieron a la veterinaria más cercana. En la sala de espera aguardaba su turno una mujer rubia, diminuta, rodeada de cinco perros rescatados. El lugar estaba casi vacío a esa hora, pero, en lugar de sentarse en una de las sillas de plástico azules, la mujer esperaba recargada contra la pared. Era Jeni. Su madre, con la perra en brazos y la mirada fija, se dejó llegar hasta la recepción y relató lo sucedido. Dijo que venía a darle la eutanasia. Entonces Jeni se separó de la pared y caminó hasta la perrita con pasos silenciosos, se inclinó sobre el animal y colocó una mano titubeante sobre el bulto ensangrentado.

—Pienso que el perro puede vivir… —dijo, su voz densa con la melaza del acento.

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Con autorización de la editorial Sexto Piso, publicamos un adelanto de la novela Malacría (2025), de la escritora mexicana Elisa Díaz Castelo.

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Esta novela funciona como un pequeño fresco de la experiencia femenina en la sociedad mexicana del siglo XX y los albores del XXI. A la manera de las tragedias clásicas, en esta historia intergeneracional se plantea una interrogante: ¿no es aquello que pareciera protegernos de revivir el trauma lo que termina por alojarnos precisamente en él?

Adelanto del libro <i>Malacría</i> de Elisa Díaz Castelo

Adelanto del libro <i>Malacría</i> de Elisa Díaz Castelo

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¿Cómo inciden en el presente los pasados que nos habitan, incluso aquellos de los que no tenemos conocimiento alguno? <i>Malacría</i>, la primera novela de Elisa Díaz Castelo, indaga en estos terrenos a través de la historia intergeneracional de tres mujeres y el hilo de violencia que las atraviesa.

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Realización de
Ilustración de
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La abuela tuvo el mal tino de morirse en el cumpleaños de su única hija. Era uno de esos días de calor inmundo justo antes de la temporada de lluvias, cuando la ciudad no se parece a sí misma: a los árboles se les nota menguados, en las jardineras brotan hierbas amarillentas y se mueren las plantas que crecen en las fisuras del asfalto. La ciudad se parece a sí misma, decidió Ele, sólo durante las lluvias, especialmente en esos aguaceros de las cinco de la tarde que empapan transeúntes y desmadran el tráfico, especialmente después de esos aguaceros, cuando el mundo despejado refulge a su pesar, cada hoja verde y limpia y como recién creada, cada cable brillante y negro, la calle casi vuelta espejo y el olor del asfalto húmedo. Antes de la lluvia, la ciudad pesa menos, es como un recuerdo borroneado, difuso, cubierto por una tenue capa de polvo.

El día del cumpleaños de su madre y de la muerte de su abuela, Ele salió a conseguir las velas para el pastel de chocolate del Costco que compraban cada año. A pesar del calor. Caminó siempre del lado de la sombra. Cuando volvió, la casa estaba transformada. Su madre había cerrado las cortinas del cuarto de la abuela para que no entrara el insidioso sol de media tarde y Ele, en el umbral, tardó un rato en acostumbrar sus ojos a la oscuridad. El cuarto parecía habitado sólo por la voz de su madre, vuelve, mamá, vuelve y el olor penetrante a medicamentos se intensificaba por el calor. Poco a poco emergieron, como de un agua oscura, los movimientos, los cuerpos. Ele aún tenía las velas del pastel en la mano. Pasaron muchas horas. Pasaron meses y años. Ella guarda todavía, en su casa, esas velas. Como si no se hubiera cumplido ese cumpleaños, como si su madre, a partir de la muerte de la abuela, hubiera dejado de avanzar en el tiempo o su nacimiento se hubiera anulado del todo.

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Ele se convirtió en una coleccionista de ruinas. Los domingos por la tarde salía a caminar por la ciudad después de la lluvia, deteniéndose frente a casas a punto de desplomarse, edificios a medio derruir, terrenos arrasados. Les tomaba fotos y se las mandaba a Perla, su mamá. Era un juego. O algo parecido.

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El día en que su madre desapareció, Ele le había enviado una foto de la casona sobre Cozumel. Venida abajo casi por completo, conservaba intacta sólo su fachada espléndida, que parecía mantenerse en pie gracias a un improbable acto de equilibrismo. La luz del atardecer la volvía dorada y dibujaba sobre ella la sombra de un árbol. A través de sus ventanas abiertas, que de milagro retenían sus marcos blancos, se veía directamente un cielo azul oscuro, crepuscular. A Ele le extrañó que su madre, atenta hasta la compulsión a su WhatsApp, no abriera el mensaje, pero no pensó demasiado en ello.

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Cuando era niña, vivían frente a una casa abandonada: una construcción de los años cuarenta cuya reja, barroca y floral, estaba oxidada por completo. Siempre que caminaban de ese lado de la calle, Ele se asomaba con curiosidad mientras repasaba los bucles de la herrería con el índice, que quedaba manchado de un color ocre, similar a la sangre. Un domingo, su mamá notó que la puerta de metal no estaba cerrada con llave y la miró con media sonrisa. Cuando la miraba así, era como si fueran hermanas. La ilusión duraba poco, pero hacía a la niña inmensamente feliz. Una vez dentro, recorrieron el patio, observaron la hierba que crecía entre los bloques de concreto y se asomaron al charco formado en una esquina, amplio como un lago, donde se reflejaban las nubes. Ele rompió el cielo con sus botas para la lluvia. Luego se acercaron a la puerta principal, cuya madera se había hinchado tanto por los ciclos anuales de tormentas y sequías que la cerradura estaba botada. Así que entraron. Las recibió primero ese olor vivo a madera empapada y luego la sala, vacía con excepción de unas pilas de periódico en una esquina, un montón de basura junto a la ventana y fragmentos de un espejo roto esparcidos por el piso, que reflejaban por trozos a la niña y a la mujer. Un ojo, una mano, el cabello, la rodilla. Sus cuerpos atomizados. Entonces las recorrió un hedor a podrido y otro más bajo y punzante, algo que no sabían reconocer pero que no era bueno. Años después, Ele pensaría que no fueron sólo ellas quienes entraron en la casa sino que ésta, a su vez, entró en ellas.

—Aquí huele a epilepsia —dijo su mamá mientras tomaba la mano pequeña y pegajosa de su hija—. Vámonos.

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La abuela Cecilia tuvo epilepsia, del tipo que en francés llaman grand mal. A Ele siempre le horrorizó y le fascinó a la vez ese nombre tan amplio. ¿Cómo se siente no sólo padecer el mal, sino que se trate de un mal enorme, abstracto? La abuela decía que no se sentía nada. Puro vacío. ¿Negro? No, ni siquiera negro, porque el negro está demasiado lleno de sí mismo. ¿Blanco? No, demasiado brillante. Antes de un episodio, la abuela tenía extrañas alucinaciones olfativas.

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Huele al corcho de una botella de vino.

Huele a pestañas quemadas.

Huele al cuero cabelludo de mi tío Magdaleno.

Huele a la madera de un lápiz al que le acaban de sacar punta.

Huele al óxido que crece en las orillas de un espejo.

Huele al agua podrida de un florero de tumba.

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Cuando empezaba con eso, la recostaban sobre la cama o la alfombra y le colocaban un cojín bajo la cabeza. Luego era cuestión de esperar. Perla sostenía su frente mientras la abuela se zarandeaba como si quisiera escapar de su propio cuerpo. Ya casi, mamá, ya casi. A Ele le parecía curioso que su mamá llamara a la suya siempre por su nombre, Cecilia, y sólo le dijera mamá cuando no podía escucharla.

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Aunque nunca regresaron a esa casa abandonada, su amor por las ruinas se convirtió en un terreno familiar al que podían volver cuando había problemas entre ellas. Quizá por eso, después de que murió la abuela y Ele, harta de pelear con su madre, se fue de la casa para siempre, adquirió la costumbre de fotografiar casas abandonadas y mandarle las imágenes por mensaje. Ruinas como banderas blancas en la batalla.

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PERKEFT

Entro al cuarto de mamá. Es oscuro como una tumba y tiene tres ventanas alargadas y angostas, tres ranuras pegadas al techo por donde se cuela una luz tenue y sucia. Mamá está sentada en la cómoda blanca, frente al espejo. Se coloca en el pelo, casi rojo de tan castaño, unos rulos calientes. Reconozco ese olor áspero de cabello quemado y puedo ver el vapor que se levanta en torno a su cabeza como un velo que cae hacia arriba. Me siento a su lado y observo sus manos pequeñas sostener un rulo de los extremos y colocarlo en un mechón desobediente. Intento tocarlo, liso y suave ahora, del color de la sangre en la penumbra. No me toques, me dice, me vas a descomponer. Las pestañas postizas esperan en su estuche como dos insectos de muchas patas.

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La primera vez que Ele escuchó el teléfono, no contestó. Odiaba las llamadas. Dejó que el timbre del aparato temblara en el aire hasta extinguirse. Más tarde habría de preguntarse, en un arranque de superstición poco característico, si el mensaje hubiera sido distinto de haber contestado la primera vez. Un ejecutivo intentando venderle una tarjeta de crédito. Una tía lejana felicitándola por su santo. O su mamá en persona, su voz áspera, rogándole que no olvidara dejarle un balde de agua limpia a los gatos que vivían en el estacionamiento público al lado de su departamento.

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Una hora más tarde volvió a insistir el teléfono. Esta vez, el sonido rugoso la trajo de vuelta al mundo, cada timbre alumbró como una linterna de cansada luz amarilla las distintas partes del departamento. Aquí, cajas desordenadas y abiertas, con el nombre de ella escrito; aquí, en esa esquina, las otras cajas, marcadas con el nombre de él (Mateo) en la letra de ella; aquí, el piso pelado, sin muebles ni alfombra; aquí, una cafetera eléctrica sobre una máquina de coser Singer; aquí, la pecera vacía contra la pared y, junto, el viejo escritorio de la abuela, su superficie marcada por las órbitas tenues de infinitas tazas de café o quizá la misma, colocada una y otra vez durante años hasta crear un sistema solar excéntrico, desordenado. Sobre él, montañas de papeles diversos, un lápiz sin punta, libros abiertos bocabajo y una computadora de teclas desgastadas. Sentada al escritorio estaba Ele, en el centro de todo pero lejos, como una astronauta que se sostiene a su nave y a su mundo por un único cable umbilical.

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Esta vez contestó. Se levantó de su escritorio para alcanzar el teléfono, colocado sobre el piso en una de las esquinas del cuarto. Llevaba todo el día sin hablar y tuvo que rescatar su voz, dormida en las profundidades de su estómago, y jalarla de vuelta hasta su cuello. ¿Bueno? Palabra tan vacía. Del otro lado de la línea reconoció a Jeni, la novia de su madre. Al principio, sorprendida por recibir esa llamada, la atribuyó al cumpleaños de Perla, que era dentro de un par de días. Quizá su novia quería celebrarla de alguna manera inesperada, cosa que su madre sin duda detestaría. Pero la desmintió el tono de Jeni. Su voz, de por sí pequeña y aguda, se había vuelto un suspiro sin aire. Hablaba un español cortado como café negro por la leche condensada de su acento.

—No está. No está tu mamá. Desde la mañana. Pensé que… aunque la busqué, no… En la mañana no y luego… No ha vuelto en todo el día…

Su mamá había vuelto a irse. Ele se recargó sobre la orilla del escritorio y miró por la ventana. El árbol frente a su edificio tapaba casi toda la vista, pero a ella le gustaba eso. No ver la calle ni a los peatones ni los autos. Sólo el verde de la copa. Aunque la temporada de lluvias se había adelantado ese año, las orillas de las hojas se notaban marchitas desde hace algunas semanas. Como si un incendio localizado hubiera desgastado sólo los bordes de cada una de ellas. Ele pegó tres dedos contra el vidrio frío y abrió la ventana. Del otro lado del teléfono, Jeni hablaba en ráfagas de palabras indistintas. Ya era de noche, pero la fronda permanecía encendida por dentro por el efecto de una de las luces de la calle. El árbol, a esas horas, manaba su propia luz.

Ele escuchó contra las sienes el fluir acelerado de su sangre. Cerró los ojos un instante y se tapó la cara con la palma de la mano que tenía libre. Moviendo casi imperceptiblemente los dedos contra su rostro, comenzó a contar las desapariciones de su madre. Un pulgar, un índice, un anular. Era la vez dedocorazón y, sin embargo. No podía acostumbrarse a eso.

—¿Estás escuchando? —preguntó entonces la voz de Jeni.

—Cuatro veces —murmuró Ele, en automático.

—¿Cuatro qué?

—Nada —mintió—. Estoy contando. ¿Hace cuántas horas dices que la viste por última vez?

—A las siete de la mañana o alrededor… salió del cuarto a darle de comer a los perros… No volvió después de eso.

Ele apretó el teléfono contra el oído. Escuchaba la respiración erizada de Jeni contra la bocina. Extendió la mano y arrancó una hoja del árbol. Comenzó a triturarla entre los dedos.

—Pero ¿por qué no me avisaste? Son las nueve de la noche —La voz de Ele, a pesar del reclamo, sonaba apagada, como si hablara desde debajo de la tierra.

—Todavía ocho y medio —Jeni tenía una fijación con la puntualidad que se volvía compulsiva cuando estaba nerviosa—. Además, no recogías el teléfono.

Ele ignoró ese argumento irrebatible, aunque calcado del inglés. Vio la hora en su celular.

—Más de doce horas sin aparecer y no me dijiste.

Luego pensó en el trabajo. Le faltaba todavía más de la mitad y la entrega era pronto, en dos días. Una extensión, pensó, inevitable. Como lo era también la cara larga de su jefe en la próxima junta y sus calcetas altas y el olor a café quemado en la oficina. Por lo menos entonces, pensó, estaría ya de vuelta. Su madre. Ella. Ambas. Por lo menos entonces, quiso creer, ya habría pasado todo. Ya no tendría este dolor ácido en la base del estómago. Y le pareció poca cosa la jeta de su jefe y sus calcetas altas y ese café asqueroso que se tomaba casi de un trago aunque le quemara la garganta.

—Trece horas —suspiró Jeni—. Pensé que volverá en cualquier momento ahora… Todavía creo que va…

Ele cerró de golpe la ventana. Sintió un sabor oxidado en la boca y supo que se había mordido de nuevo, sin darse cuenta. De pequeña lo hizo tantas veces que vivió habituada a esa llaga invisible dentro de la boca, a ese sabor íntimo y oscuro.

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—Abuela, ¿cómo se siente cuando vuelves, después del episodio?

—Se siente como si pudiera mirarme desde afuera, como si yo no fuera yo y me observara.

Cecilia era muy vanidosa, después de un episodio lo primero que hacía era llevarse una mano cóncava al cabello y alisarse el crepé. Sabía con exactitud dónde estaba despeinada como si, en efecto, pudiera mirarse desde afuera o tuviera un sexto sentido sólo útil en lo referente al cabello. O como si en lo último que hubiera pensado antes del ataque fuera el ángulo exacto en el que recargaba la cabeza sobre la almohada. Aceptaba a duras penas el apoyo de su hija o de su nieta para incorporarse, le temblaban las manos transparentes, cubiertas de venas de un color azul hipnotizante. Ele las recorría con el índice como si fueran ríos subterráneos.

—¿Cómo desde afuera? ¿Como si no fueras tú?

—No, otra persona no —le decía a la niña y quitaba la mano—. Es demasiado quieta la mirada.

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A veces, en las tardes tediosas de sus doce años, Ele se acostaba bocarriba en el sillón de la sala, doblaba los brazos bajo la cabeza, cerraba los ojos y se imaginaba desde afuera. Al principio era difícil, pero fue haciendo práctica, cada vez más, hasta que logró distinguir el tono de su piel bronceada por el sol, la textura lisa del envés de los codos, brillante por una leve capa de sudor, las rodillas, cada uno de los dedos de los pies, la piel pálida bajo las uñas, los lóbulos de las orejas, el cabello caoba y, por último, lo más difícil: su propio rostro concentrado. Ele se hizo experta en el arte de mirarse desde afuera, tanto que se le volvió un vicio y, al final, aprendió a vivir en ese sitio, alejada de su propio cuerpo.

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Las primeras veces que Ele se miró desde afuera

Cuando la abuela, confundida y rabiosa en los prolegómenos de la demencia, le aventó a Perla el pesado cenicero de metal en forma de gato sin quitarse de la boca el puro panetela.

Cuando Ele se echó a llorar a moco tendido porque no podía contestar un ejercicio de matemáticas y su mamá le dijo: ¿Qué hice mal para tener una hija como tú? No esperes que te quiera, Ele. Te tolero, sí, pero ¿quererte? Entonces Ele vio perfectamente cómo sus propias manos perdían peso y se le secaban las lágrimas de golpe. Sin decir palabra, dio media vuelta, salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado. Como si fuera el amor de su madre lo que la hubiera hecho sólida hasta entonces, lo que la hubiera dotado de la primera persona y, al desvanecerse, Ele hubiera perdido su subjetividad, volviéndose ajena para sí misma.

Cuando murió la abuela, en el velorio. Mirarse desde afuera la ayudó a no llorar, a vigilarse, a no ser ella misma o a serlo un poco menos.

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En algún punto, Ele perdió a la primera persona, olvidó cómo habitarse y aprendió a verse desde afuera. Se miraba desde otro sitio como quien ve llover. Su cuerpo. Títere de angustia y armazón de manías. Verbo sin sujeto que se viste de negro. Sólo a veces la música la traía de vuelta, sólo a veces las manos de Mateo.

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Sostenía con tal fuerza el teléfono que las falanges de sus dedos palidecieron.

—¿Cuándo fue la última vez que la viste? —le preguntó a Jeni.

Perla se había levantado antes del amanecer, le dijo la voz en el teléfono. Lo sabía porque escuchó sus pies sobre el piso, el martilleo de las croquetas contra el plato de aluminio y luego la reja de metal de la entrada cerrándose y, aunque le pareció raro que Perla saliera a esa hora de la casa, Jeni volvió a quedarse dormida. A Ele le enfureció saber que Jeni había sido capaz de volver a conciliar el sueño después, pero luego pensó que no tenía nada de raro. Jeni no sabía de las desapariciones. Llegó a sus vidas luego de todo eso.

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Poco después de la muerte de la abuela, a Perla le dio por irse todo el día. Llegaba a la casa de noche, cansada, y se resistía a contestar preguntas. Era difícil discutir con ella a su regreso, estaba más acelerada y cortante que de costumbre.

—Dediqué mi vida a cuidar a los otros; a tu abuela desde siempre, desde que yo era niña, incluso, de hecho. Aunque ya ves que yo de eso no hablo, así que ni preguntes. Luego te cuidé a ti, que tampoco fue coser y cantar, y después, cuando ya veía la luz al final del túnel, tu abuela nos salió con el domingo siete de la demencia. Ni Florence Nightingale me hubiera mantenido el paso, hija. A veces necesito un poco de tiempo, es todo.

—Podrías haber avisado —le contestaba Ele.

—Ya sabes que, cuando no estoy, es porque estoy en lo mío. En mi proyecto. Algunas mujeres se dedican a la jardinería, otras tejen chambritas para nietos que no tienen, yo estoy haciendo mi investigación. Dame chance.

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Ele sabía algo sobre la investigación y sabía, también, que no era conveniente preguntar mucho más. Como con tantos otros desequilibrios psíquicos, éste tomó raíz cuando su madre comenzó a escribir la tesis. Perla era intérprete y, hacía poco menos de una década, decidió volver a la universidad para realizar un posgrado, especializándose en el costado filosófico de una teoría lingüística llamada externalismo semántico. Ni siquiera a Ele, que había estudiado Letras, le quedaba tan claro de qué iba ese asunto, pues parecía participar más de las matemáticas o la lógica, de sus aseveraciones tajantes, que de la lengua y sus infinitos matices y ambigüedades. Así fue como Perla llegó a la teoría de la tierra gemela. Se trataba de un experimento mental, propuesto por Hilary Putnam en El significado de «significado», donde se postula la existencia hipotética de un planeta igual al nuestro, idéntico en cada aspecto excepto en una sola cosa: la composición del agua. A partir de esta premisa, el filólogo llegaba a una serie de conclusiones sin duda interesantes sobre la naturaleza del lenguaje. Perla, obsesionada con esta idea, le había dedicado años de su vida.

Hasta ahí, todo era muy normal. El problema fue que la tesis de Perla no terminó nunca. Se volvió cada vez más especulativa e inconexa y ese planeta gemelo, al que Perla denominaba Daemonia, dejó de ser una mera herramienta teórica. Poco a poco, el cuerpo celeste tomó en el panorama psíquico de su madre una existencia más que hipotética, hasta adquirir una realidad contundente, una gravosa gravedad, un diámetro exacto y una ubicación concreta en el espacio exterior. Por las noches, Perla estudiaba las curvaturas de las órbitas, intentaba localizarlo en el mapa celeste, hablaba de él sin condicional, como si existiera de verdad allá afuera, como si estuviera, casi, al alcance de la mano.

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Ele pasó a visitarla por última vez dos meses antes. Su madre se había roto el brazo derecho y no toleraba el descanso recetado por los médicos ni el yeso, que limitaba su movilidad. La encontró sentada en su silla plegable en el patio, de espaldas a ella y a la casa, mirando la barda cubierta de enredaderas. Estaba rodeada por tres de sus perros falderos, que dormían profundamente bajo el sol: Melatonina, Rivotril y, por supuesto, Valeriana. A Melatonina le faltaba un ojo, Rivotril quedó ciego después de una severa crisis de sarna y Valeriana, una salchicha feroz, se había roto la columna y se movía a todos lados en una andadera que Jeni había construido a partir de una carriola. Todos los perros que Jeni y Perla adoptaron juntas tenían nombres de medicamentos para dormir pues Perla era muy insomne y había descubierto, gracias a su pareja, que le resultaba más fácil conciliar el sueño cuando los perros pasaban la noche con ellas, dormidos sobre la colcha. Son mi secreto para dormir mejor, bromeaba.

Ele miró a Perla. Su madre recargaba el yeso sobre el descansabrazos a la altura del codo y tenía la mano erguida y tiesa en un ángulo improbable, como si se estuviera despidiendo de alguien con desgana. Entonces notó el humo. Entre los dedos de su brazo enyesado, Perla sostenía uno de sus asquerosos cigarros de menta y, justo entonces, movió todo el torso hacia adelante para darle una calada larga. Ele no dijo nada. No esta vez. Se aproximó en silencio, para no despertar a los perros, y se sentó en la silla de junto. Platicaron. No recuerda haber hablado de Mateo, pero sin duda

lo hizo porque Perla recargó el torso contra la silla de metal forjado, echó hacia atrás la cabeza y exhaló largamente. Sus palabras olían a menta miserable y a hartazgo.

—Ay, Ele. —Perla, de lentes negros, miraba directamente al cielo—. ¿Por qué no adoptas una mascota? Ya deja de obsesionarte con los hombres, es decir, con el género, pero también, un poco, con los hombres, como en el hombre, como en la humanidad. Hay mejores especies que la nuestra, te lo aseguro. Personas no humanas, como les ha dado por decir ahora o, volviendo a los viejos clásicos, hermano lobo hermano perro luna sol y todo eso. ¿Qué pasó con tu pez? ¿Se te volvió pescado?

Ele olvidó sus propias palabras por la desazón de escuchar las de su madre. Estaba hablando así de nuevo, como antes. Demasiado rápida, demasiado extraña en sus asociaciones. Fuga de ideas, lo llamaba el psiquiatra y a Ele siempre le había parecido curioso ese término. En lugar de huida, en la palabra fuga ella escuchaba el fuego. Pensaba en un incendio forestal y en su avance azaroso y destructor. Las palabras que su madre usaba en esos momentos no iluminaban lo nombrado, le prendían fuego. No eran la luz que revela la presencia de los objetos sino una llama que quema todo lo que toca. Escuchaba a su madre y sentía sobre su propia lengua el sabor de la ceniza. La voz de Perla era el sonido de un incendio lejano.

—Aunque eso de los peces, yo no sé si cuenten como mascotas —continuó su madre y Ele notó que su yeso estaba un poco sucio y desgastado y que su suéter tenía un agujero a la altura de la clavícula y que sobre su regazo descansaba uno de los gigantes cuadernos contables de su abuela—. No pueden verse más que a sí mismos. Son un poco como nosotros, no podemos ver más allá de nuestras propias narices. Es decir, allá, del otro lado del sol, puede existir la otra tierra, idéntica a la nuestra, con réplicas exactas de ti y de mí, de Jeni y hasta de Valeriana. Pero vivimos aquí como si nada, no tenemos manera de comprobarlo, no podemos ir y ver el otro lado del sol. No todavía. Somos una raza miope, de cortas miras. Somos peores que los peces atrapados en sus peceras. Porque, además, dicen que las paredes de las peceras, los vidrios, para ellos son espejos, ¿te imaginas? Sólo se miran repetidos cien veces, sin para dónde. Además, no sé si cuenten como talismanes. Los peces, digo. ¿Sabes que la palabra «mascota» está vinculada al concepto de los talismanes? Valeriana, ahí como la ves, echada bajo el sol y bien dormidota, es mi talismán y… pero bueno, me estoy dejando llevar. Es que de estas cosas prefiero no hablarle a Jeni. No sé… es mejor no saber demasiado. ¿Qué ves? ¿Esto? Son los cuadernos de Cecilia. Ya que ando bien mermada y no puedo casi ni salir me puse a esto, a ordenar la casa, y decidí ver qué hago con sus libretas. ¿Te imaginas que ahí, del otro lado, en Daemonia, lo único distinto no sea el agua sino la historia de la vida de mi madre?

Ele extendió el brazo y tomó la mano de su madre en la suya. Se mordió el labio y se prometió que la visitaría, por lo menos, una vez por semana. No lo hizo.

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Su madre tenía la fantasía de rescatar ruinas, de salvar cuando menos la fachada: es que mira esos rosetones y esos angelitos, el hierro forjado de la puerta principal. A Ele, en cambio, le gustaban las casas tal cual estaban, dilapidadas, expuestas a la entropía, llenas de periódicos viejos, libros abandonados, hierbas aferradas a cualquier hendidura. Le parecían más francas, pues alojaban con una elegancia casi brutal el paso del tiempo. No se resistían, como las casas todavía habitadas, a su propia destrucción. Pero con su madre era distinto. A ella la llamaban las cosas destruidas porque las veía plenas de posibilidades: ahí podríamos poner la cocina, ahí quedaría tan bien un arco, esa bañera es totalmente reutilizable. A Perla le dolía y le entusiasmaba lo abandonado, no podía más que desear arreglarlo, consolar a los objetos, si es que a los objetos les duele estar rotos.

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Una soleada mañana de domingo, hace años, Ele fue al bosque con su mamá. Caminaron junto al río de los Dinamos con sus sándwiches en una bolsa de plástico del súper. No habían visto un alma en kilómetros. Entonces, a lo lejos, escucharon una camada de ladridos dispares que parecían provenir de todos lados y las rodeó una flotilla de perros cimarrones.

Dieciséis colmillos.

El sonido de mandíbulas que se cierran.

Treinta y dos almohadillas.

Dieciséis ojos.

En esa ocasión no le ayudó su técnica de hacer listas: acababa de describir a una criatura salida de un cuento de Lovecraft. El sonido de su corazón competía con el volumen de los ladridos y era casi tan desordenado. Perla, en cambio, con una voz que temblaba no por miedo sino por auténtica aflicción, dijo:

—Ay, no, pobrecitos. —Ele la miró incrédula mientras los perros mostraban los colmillos a su alrededor—. Están hambreados.

Su madre procedió a extraer de la bolsa de plástico los sándwiches que Ele había hecho con esmero y a lanzarle trozos a cada uno.

—No, tú ya comiste —le dijo al enorme perro que encabezaba la manada mientras utilizaba el dorso de la mano para alejarlo de la comida con delicadeza y algo de arrepentimiento—. Lástima, no hay suficiente para todos.

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Mensaje de voz

Mateo, perdón, hola, soy yo, lo siento, ya sé que habíamos dicho que no nos llamaríamos, pero mi mamá no está bien y, bueno, no sólo no está bien, no está, en absoluto, es decir, desapareció de nuevo, como antes, y no sabemos dónde anda y estoy nerviosa, márcame cuando puedas, ¿por favor?, ¿podrías?, estaré atenta, voy a poner esto en sonido, por favor, cualquier cosa, aquí estoy, perdón y gracias, ¿me llamas?

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Bajo su mensaje de voz enviado, apareció una sola y tenue palomita gris.

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Ele escuchó a los perros en cuanto se detuvo frente a la puerta de su madre, sus uñas contra el piso de baldosas del patio y luego sus ladridos disparejos, algunos profundos, densos y otros afilados y punzantes. A lo lejos, distinguió el giro oxidado y tosco de unas pequeñas llantas. Era Valeriana, en su silla de ruedas rústica. Reconoció su ladrido entre los otros: se internaba hasta lo más profundo del oído, punzocortante como una aguja de metal caliente. No era necesario tocar, ya lo sabía. Los ladridos hacían las veces del timbre en esa casa. Jeni abrió la puerta unos centímetros y asomó su rostro, coronado por un corte de honguito como de niño de los ochenta. Su piel blanca se había irritado por las lágrimas y, contra el borde rojo de sus párpados, sus ojos azules y redondos brillaban más que de costumbre bajo la luz eléctrica.

—¿Alguna noticia? —preguntó Ele.

Jeni abrió más la puerta. Vestía un conjunto de pantalones caqui y una camisa cuyas mangas enrolladas dejaban ver la piel pálida y pecosa de sus antebrazos. La ropa que elegía le quedaba siempre un poco grande, una o dos tallas, como si no fuera de verdad suya, sino heredada de algún hermano hipotético, y ella nadaba dentro de tanta tela, acentuando su baja estatura y su cuerpo breve y sinuoso.

—Iba a preguntar lo mismo, pero… —respondió con rapidez sombría, mientras se inclinaba a sostener del suéter a Valeriana para que Ele entrara sin peligro. La novia de su madre se notaba revitalizada por la angustia, doblemente viva.

—Nada —dijo Ele soportando con estoicismo los lengüetazos de dos grandes perros en sus tobillos. A unos metros de ella, Valeriana le ladraba, trazando una media luna imaginaria sobre el piso del patio con sus rueditas.

—Eres tarde… —continuó Jeni y en su mano temblaba una taza de café. Su cuerpo puntual, casi minimalista, se movía con una determinación errática y sus frases empezaban con una energía inusual y se quedaban sin ímpetu a media oración, desembocando en un silencio desconcertante.

—Ha estado más inquieta que de costumbre desde que se fue… —se disculpó Jeni, señalando con la cabeza a Valeriana. —Ella extraña mucho a… —Luego, dirigiéndose a la perra e impostando la voz, preguntó en inglés—: You miss your mommy, don’t you?

Jeni le echó a Ele una mirada de soslayo, apenada, pero ésta ni se inmutó: desde hacía mucho había aprendido a ver a los perros como hermanos postizos con quienes guardaba distintos grados de familiaridad o ninguna en absoluto.

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Tanto Jeni como Perla le tenían especial cariño a Valeriana. Ya que a Ele le resultaba imposible encontrar nada de encantador en esa salchicha inválida con halitosis, lo atribuía a que la mascota había fungido como celestina inconsciente de la relación. Si no fuera por ella, su mamá y Jeni ni se hubieran conocido. Sucedió hacía poco más de cinco años, Perla y Ele iban en camino a un desayuno en Toks. En el trayecto, Ele notó, unos metros más adelante sobre el asfalto del Periférico, un objeto en apariencia inanimado. Perla le pidió a Ele que manejara más lento y su hija procuraba convencerla de que era una bolsa de basura cuando el cuerpo hasta entonces inerte movió la cola. Era un perro. Un perro que casi dejaba de serlo.

—Detén el coche —indicó Perla.

—¿Aquí? ¿A la mitad del Periférico?

—Sí. Aquí. A la mitad del Periférico.

Por suerte era sábado por la mañana. El tráfico, más ligero que de costumbre, le permitió orillarse y detenerse y los conductores, un poco menos neuróticos que entre semana, no le mentaron la madre. Bastó con un par de miradas asesinas desde detrás de vidrios polarizados. Perla tomó una toalla morada del asiento trasero y, aunque el coche aún no se había parado del todo, abrió la puerta y se bajó de un salto. Extendiendo la toalla para que los automóviles se detuvieran, logró cruzar hasta el carril central, envolvió con un solo y diestro movimiento al perro moribundo y se dirigió de vuelta al coche. Con un ademán, le indicó a Ele que abriera la ventana del conductor y le entregó el envoltorio sanguinolento.

—¿Sigue vivo? —preguntó Ele.

—No sé —contestó Perla mientras tomaba su lugar en el asiento del copiloto—, no me puse a tomarle el pulso.

Perla desenvolvió la toalla con cuidado sobre su regazo y ahí estaba Valeriana, una perrita salchicha con la columna totalmente triturada pero con unos ojos redondos y saltones vivísimos, como si guardaran toda la vida que se había escapado del resto de su cuerpo. Miraba a Perla con absoluta devoción. Olvidado el desayuno, cambiaron de rumbo y se dirigieron a la veterinaria más cercana. En la sala de espera aguardaba su turno una mujer rubia, diminuta, rodeada de cinco perros rescatados. El lugar estaba casi vacío a esa hora, pero, en lugar de sentarse en una de las sillas de plástico azules, la mujer esperaba recargada contra la pared. Era Jeni. Su madre, con la perra en brazos y la mirada fija, se dejó llegar hasta la recepción y relató lo sucedido. Dijo que venía a darle la eutanasia. Entonces Jeni se separó de la pared y caminó hasta la perrita con pasos silenciosos, se inclinó sobre el animal y colocó una mano titubeante sobre el bulto ensangrentado.

—Pienso que el perro puede vivir… —dijo, su voz densa con la melaza del acento.

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Con autorización de la editorial Sexto Piso, publicamos un adelanto de la novela Malacría (2025), de la escritora mexicana Elisa Díaz Castelo.

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