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Donde viven los monstruos

Donde viven los monstruos

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ilustración realizada por la niña Mariana Duarte Rangel.
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Tiempo de Lectura: 00 min

Los infantes terribles en algunas obras literarias de William Golding a Ōe Kenzaburō son una advertencia contra las sociedades contemporáneas, que premian la sumisión y se ensañan con la rebeldía.

Aquella noche, Max se comportó particularmente mal. Vestido con su traje de Lobo Feroz —villano eficaz y ecuménico de la literatura infantil—, hizo fechorías por toda la casa; incluso se atrevió a amenazar a su madre: “¡Te voy a comer!”, le gritó, luego de que ella intentara reprenderlo. El castigo no se hizo esperar: lo enviaron a su cuarto, obligado a dormir sin cenar. Cualquier niño normal —al menos eso esperamos los adultos—, hubiera permanecido silencioso y obediente, reflexionaría sobre sus actos y saldría a la mañana siguiente transformado en una persona más empática y mejor comportada. Pero Max no es un niño normal —¿quién lo es?—, y no se conformó con ese destino, sino que fue aún más allá en el sendero de la desobediencia: esperó a que su habitación se transformara en una espesa jungla, subió a un bote y se embarcó durante un larguísimo año por las aguas misteriosas de la imaginación hasta llegar a una isla ignota y peligrosa. Finalmente, allá donde viven los monstruos, Max fue reconocido como el rey. 

En la literatura, el cine y el arte en general, los infantes terribles como Max aparecen como espejo de nuestras necesidades sentimentales y filosóficas. Quizá por esta razón tantos autores de siglos pasados reflejaron en sus obras a niños con cualidades negativas. Más cerca del siglo XXI, algunas obras literarias han reproducido otra serie de personajes infantiles inclinados hacia la maldad: niños malignos y terribles que aparecen como adversarios del protagonista —casi siempre adulto—, capaces de causar daño a sí mismos y a sus semejantes. Esta versión del personaje infantil —si bien no me resulta errada o reprobable, pues ha generado personajes memorables— nos permite profundizar ahora en un vicio de carácter que cada día se visibiliza más en nuestros tiempos: la misopedia, paidofobia o niñofobia, esto es, el miedo (o repudio o, de plano, desprecio) a los niños. 

En este sentido llaman mi atención tres obras que reflejan personajes infantiles problemáticos y cómo sus tramas, símbolos o personajes denuncian un creciente desprecio de la sociedad hacia sus infantes: Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak; El señor de las moscas, de William Golding, y Arrancad las semillas, fusilad a los niños, de Ōe Kenzaburō. En cada una de ellas, la figura infantil aparece rodeada de cierta monstruosidad y, en un primer vistazo, podría parecer que los autores lanzan una advertencia inequívoca sobre lo real y temible de la maldad infantil. Por mi parte, propongo otra lectura: una que nos permita observar a los personajes como víctimas de esquemas sociales que no contemplan las infancias y que fuerzan a los niños a “madurar” de formas violentas.

La isla de la desobediencia

Cuando Maurice Sendak publicó Donde viven los monstruos (Where the Wild Things Are, 1963), “la infancia era algo de lo cual se salía al madurar, salvo por aquellas experiencias traumáticas y otros recuerdos, tanto únicos como mundanos, que uno cargaba a lo largo de la vida”, según expresa John Cech en su artículo “Maurice Sendak and Where the wild things are: A Legacy of Transformation” (p. 104). El niño no era sino un simulacro de la existencia, un ser siempre “en proceso” de convertirse en otra cosa más maleable y cómoda. Este tipo de pensamiento podría parecer cruel, pero se encuentra en muchas expresiones —incluso las bienintencionadas— de nuestra habla cotidiana, aún en nuestros días. Por ejemplo, para la directora del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, Mónica González Contró, decir que los niños son el futuro “es como decir que no son relevantes ahora, y que lo que importa es que los cuidemos para que después sean buenos ciudadanos. Eso es absolutamente contrario al enfoque de derechos”. Es una realidad que las sociedades están planeadas por y para los adultos; aún más, la mayoría de los esquemas de gobernanza y vida civil se encuentran lejos del alcance de los niños: el niño es extranjero en su tierra, una otredad inmediata en camino a la domesticación —o algo peor. 

No son pocos los autores de literatura infantil que han pecado de complacencia con estas ideas, y por ello es posible encontrar personajes sosos, pasivos, que se limitan a reaccionar a las experiencias que los subyugan y, cuando mucho, se permiten aprender de ellas cuando ya es muy tarde. De lo contrario, lo único que les espera es el castigo: Caperucita es devorada por no seguir el buen consejo de su madre; Pedro pierde su rebaño por mentirles a los villanos y jugar con su confianza. El castigo a la desobediencia siempre es grande. Y qué decir de los que habitan las páginas o las pantallas de cine, propuestos por las grandes empresas de entretenimiento infantil. La infancia es un espacio sumamente incómodo para cierto sector de la sociedad: el que valora el orden y las buenas costumbres. 

La belleza de Max, como personaje literario, se sustenta en su contraposición a lo anterior: no solo es un niño desobediente, sino un niño capaz de expresar emociones negativas con toda intensidad, y de encontrar paz en ellas. Un niño que no solo es capaz de gritarle a su madre, sino que además se premia con un viaje extraordinario y, además, se corona como el rey de las cosas salvajes. Este último adjetivo es clave: ser salvaje, ingobernable, inconforme con la norma social, son todas cualidades propias de la infancia que podemos encontrar en muchos héroes tanto de fábulas antiguas como de relatos contemporáneos.  

En su discurso de recepción del Premio Caldecott, el propio Sendak expresaría:

Son los juegos necesarios que los niños deben inventar para combatir una terrible realidad de la infancia: su vulnerabilidad al miedo, la ira, el odio y la frustración; todas esas emociones que forman parte de sus vidas y que solo pueden percibir como fuerzas ingobernables y peligrosas. Para dominar estas fuerzas, los niños recurren a la fantasía: ese mundo imaginario donde las situaciones emocionales perturbadoras se resuelven a su entera satisfacción. A través de la fantasía, Max, el héroe de mi libro, descarga su ira contra su madre y regresa al mundo real somnoliento, hambriento y en paz con su madre.

¿Nos ha arrebatado la norma social nuestra capacidad de expresarnos emocionalmente? Si les negamos las emociones negativas, ¿cómo esperamos que los niños se protejan y combatan la violencia que envuelve las realidades contemporáneas? ¿Cuántos de nosotros deberíamos aprender, como Max, que las emociones negativas son parte importante de nuestra paz mental? 

El mensaje situado al centro de Donde viven los monstruos tiene relación precisamente con la necesidad de abrazar esas emociones negativas, como características esenciales de una niñez sana. Para George R. Bodmer, autor del artículo “Maurice Sendak: The Child as Artist”, los monstruos de Max no son sino representaciones de los aspectos más salvajes de su personalidad, que resultan difíciles de controlar para él (2014, p. 101). Con el fin de alcanzar la madurez emocional, nos dice Sendak, a veces es necesario crear nuestros propios monstruos y reinar sobre ellos. De acuerdo con esto, la isla de los monstruos está lejos de ser un lugar de abyección: se trata de un destino que todos deberíamos visitar eventualmente, por nuestro propio bien. 

Si bien Max se ha sostenido como un prototipo para cierto tipo de personajes infantiles, he señalado antes que su construcción estuvo precedida por otros infantes terribles que poblaron la literatura. Probablemente, el ejemplo más icónico se encuentre en la célebre novela de William Golding, El señor de las moscas, que repasaremos a continuación. 

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El germen de la maldad

El señor de las moscas (Lord of the Flies, 1954) es la primera novela de William Golding. En apenas unas cuantas décadas se constituyó en uno de los clásicos de la literatura contemporánea. El título surge a partir del nombre Belcebú, el cual deriva de la voz hebrea בַּעַל זְבוּב (Ba'al Zəḇūḇ) y que significa literalmente: “El señor de las moscas”. Este nombre, por cierto, se trata de una burla o parodia del nombre original de una deidad cananea llamada בַּעַל זְבוּל (Ba‘al Zəvûl), cuyo significado sería “El señor de los Cielos”. La transformación en el nombre resulta importante en la novela pues plantea, desde el título mismo, la dualidad que se encarna en los protagonistas: por un lado, la promesa de la salvación y la vida; por el otro, el acecho de la muerte y la corrupción espiritual. 

El argumento de esta novela es tan peculiar que ha sido parodiada por varios programas televisivos, siendo probablemente las versiones más famosas el episodio 14 de la temporada 9 de Los Simpson, titulado “Das Bus”; y el episodio 12 de la temporada 2 de South Park, titulado “South Park: Clubhouses”. Golding plantea la historia de un grupo de niños que viajan en un avión durante un conflicto bélico que no se nombra pero que, por sus cualidades, probablemente sea una nueva guerra mundial, plagada de armamentos nucleares. El avión es derribado y, con ello, el grupo queda varado en una isla desierta. A partir de entonces, los niños intentarán reconstruir una sociedad para sí mismos basada en dos sistemas de valores: por un lado, la razón, la justicia y la ley; por el otro, la supervivencia del más fuerte, la fuerza y la barbarie. 

Bülent Diken y Carsten Bagge Laustsen, autores del artículo “From War to War: Lord of the Flies as the Sociology of Spite”, expresan que ambos sistemas tienen una conexión directa con la realidad política de mediados del siglo XX: por un lado, Ralph representa la utopía democrática, cuyo objetivo es mantener cierto sentido de disciplina y organización que permita a los niños mantener una esperanza de rescate y supervivencia, representados por la flama que mantienen encendida para llamar la atención de algún avión. Por el otro se encuentra Jack, del grupo de cazadores, quien encarna la violencia fascista, cuyo objetivo es formar una tribu donde predomine el miedo y la violencia como mecanismos para empoderarse y establecer su propio régimen sobre la isla. “Las dos topologías coexisten, y por lo tanto sería un error ver una de ellas como algo más cercano a la naturaleza, más verdadera o más reveladora que la otra; por esta razón siempre se mantiene un frágil balance entre ambas” (2006, pp. 431-432).

He escuchado a muchos lectores de El señor de las moscas referirse a la novela como una ventana que nos permite vislumbrar la maldad infantil. Nuevamente, esta visión no hace sino revelar una predisposición de los lectores a creer, como Maquiavelo, que el ser humano es vil por naturaleza y que la realidad no hace sino recrudecer esta condición: “los niños son crueles” parece ser el axioma más socorrido por este sistema de ideas que, nuevamente, le atribuye a la niñez ciertas cualidades morales propias del mundo adulto. No obstante, considero que la novela de Golding admite otra lectura, una que va más allá de los sistemas sociales pactados por los dos grupos de niños y que tiene que ver con la pérdida de la inocencia.  

Esto se observa a lo largo de todo el texto, pero queda expresado con mayor claridad en la escena de la muerte de Simon. Cuando Simon acude a la guarida del Señor de las Moscas —la cabeza de cerdo clavada en una estaca que aterra y maravilla a los personajes—, sufre una experiencia mística que le permite establecer un diálogo con la criatura. La escena resulta indispensable para entender el mensaje filosófico que la obra plantea sobre la maldad:

—Bueno, entonces —dijo el Señor de las Moscas— será mejor que te vayas a jugar con los otros. Piensan que estás loco. ¿No querrás que Ralph piense que estás loco, no es cierto? ¿Te gusta mucho Ralph, no es cierto? Y Piggy, y Jack. 
La cabeza de Simon estaba ligeramente torcida hacia arriba. No podía apartar los ojos, y el Señor de las Moscas colgaba en el espacio, ante él.
—¿Qué haces aquí solo? ¿No me tienes miedo?
Simon meneó la cabeza.
—No hay nadie que pueda ayudarte. Solo yo. Y yo soy la Bestia.
Simon movió trabajosamente la boca, y pronunció algunas audibles palabras.
—Una cabeza de cerdo en un palo.
—¡Qué ocurrencia pensar que la Bestia es algo que se puede cazar y matar! —dijo la cabeza. Durante un momento o dos, en la selva y todos los otros sitios apenas visibles en la oscuridad, se oyeron los ecos de una parodia de risa—. ¿Lo sabes, no es cierto? Soy parte de ti. ¿Soy la razón por la que nadie puede irse, y las cosas son como son? (p. 118)

Luego de este singular encuentro, Simon hace un descubrimiento vital: la Bestia que han temido durante la novela no es una criatura real, sino que se trata del cuerpo del paracaidista muerto. Simon entiende que su deber es informar a los otros niños, que esta revelación tendrá repercusiones en el frágil statu quo de la sociedad que han conformado y que el raciocinio y la alianza son la única forma de salir de aquel horror. Por desgracia, él mismo se encuentra al borde del delirio y, para cuando llega al lado de sus compañeros, su estado es tan precario que no logra articular palabra.

Los otros niños, por su parte, se encuentran en medio de una ceremonia tribal. El ímpetu de tormenta y el clima general de paranoia y miedo que han propiciado los sumergen en un frenesí primitivo y violento. Cuando ven llegar a Simon envuelto en el paracaídas, lo confunden con la “Bestia” y, en su furia y terror, lo atacan y terminan con su vida en total brutalidad. “—¡Mátala! ¡Degüéllala! ¡Desángrala!”, gritan enloquecidos. La muerte de Simon no termina con la violencia de los niños, sino que se vuelve el punto más álgido en donde la inocencia y la razón desaparecen definitivamente para dar paso a un régimen brutal que, por cierto, resulta una evidente crítica a la brutalidad de la guerra, que el propio Golding vivió en carne propia. ¿Existe acaso un territorio más propio de la adultez que la guerra?

La crueldad expresada en la novela de Golding tiene como característica esencial cierta horizontalidad: los niños son crueles con los niños. En el final de la obra, la llegada del oficial de la Marina aparece como un símbolo de la autoridad madura y ordenada que representa el rescate, no solo físico, sino también moral de los personajes. Me parece que, solo en este aspecto, Golding subordina —incluso subestima— a las infancias a un orden “adulto”. Esto no ocurre de la misma manera en la novela de Ōe, en donde niños y adolescentes además de padecer la crueldad propia, estarán sujetos a la voluntad de un orden adulto que los teme, los segrega y, conforme avanza la historia, termina por aniquilarlos. 

Ilustración realizada por el niño Fernando Duarte Rangel.

Arrancar la mala yerba

El tema de la guerra y sus consecuencias en las comunidades rurales de Japón se encuentra en el centro de la obra de Ōe Kenzaburō. Desde su primera obra, 飼育 (Shiiku, “la captura”, nouvelle de largo aliento traducida por Anagrama como La presa, 1994), podemos observar cómo la presencia de un soldado afroamericano altera por completo la dinámica social en una pequeña aldea, y lleva a todos sus habitantes —desde los niños hasta los ancianos— a replantearse lo que saben sobre la vida en comunidad, la política regional y la piedad. 

En Arrancad las semillas, fusilad a los niños (芽むしり仔撃ち, Memushiri kouchi, 1958) —curiosamente, también la primera novela del japonés— Ōe retoma las mismas preocupaciones pero, en esta ocasión, el que irrumpe en la vida tranquila de los aldeanos no es un soldado enemigo, sino un grupo de niños y jóvenes de un reformatorio que, debido a los constantes bombardeos y a la situación problemática en la que se encontraban, son evacuados a una lejana aldea de montaña. La integración de los jóvenes al nuevo paisaje trae muchos inconvenientes: los aldeanos no han pedido esto y, desde el principio, se muestran reacios a aceptar a los nuevos habitantes, a pesar de que los jóvenes fueron recluidos en una bodega en una zona alejada del pueblo. 

La violencia padecida se hace patente desde el inicio de la novela, cuando nos enteramos de que dos de los miembros del contingente escapan, pero son pronto capturados por los aldeanos y golpeados brutalmente. Esta escena obliga a los demás jóvenes —y a los lectores— a entender que no son refugiados, sino prisioneros en la nueva realidad que los convoca. A partir de este punto, la larga lista de abusos padecidos no hace sino crecer y pronto, con la llegada de una epidemia, su encierro alcanzará tintes macabros. 

En este punto, el autor nos regala una de las escenas más crueles y memorables de la novela, en la cual observamos a los niños cavando tumbas para los muertos de la aldea: 

Como ya nos habíamos acostumbrado a cavar tumbas, la tarea se hizo con facilidad. Trabajamos divididos en dos grupos: los que manejaban la azada y los que sacaban la tierra. Si salían bichos de la tierra, los aplastábamos inmediatamente de un pisotón. I y los demás debían de tener dificultades para convencer a la niña sentada junto al cadáver tendido en el almacén, porque tardaban en volver. Pasado un buen rato, se oyeron gritos procedentes del camino adoquinado. Dejé los últimos toques del trabajo a mis compañeros y subí por el sendero, donde empezaba a secarse el barro que se había formado al deshelarse la escarcha.
Al cabo, mis compañeros aparecieron por el camino adoquinado. Minami y unos cuantos más llevaban a hombros el cadáver envuelto en una manta y una tela blanca, como si trasladaran a una ternera que se hubiera roto una pata y no pudiera moverse. Los que no soportaban directamente su peso ayudaban a los demás estirando los brazos cuanto podían. A cierta distancia los seguía la niña, que no apartaba los ojos de los restos mortales de su madre, e I, que se inclinaba hacia ella y le hablaba. El cortejo pasó ante mí. Y llegó la niña, pálida, con los labios cortados y los ojos anegados en lágrimas. Pasó sin prestarme atención, con la vista fija en el cadáver de su madre y los hombros temblorosos a causa de los sollozos.
—Mira, no hay más remedio, está muerta —le decía I en tono afectuoso y consolador—. Tu madre ha muerto, ¿no? Huele mal, hay que enterrarla.

La escena está cargada de cierta belleza, e incluso podemos observar que algunos de los personajes, como I, actúan con piedad cuando intentan consolar a la niña de la aldea que, al morir su madre, se ha convertido en una paria más, como ellos. La niña representa también una de las críticas más puntuales y graves sobre el fenómeno de la guerra y su efecto en las familias japonesas, la encarnación del sufrimiento infantil ante la tragedia, cuya experiencia marca tanto a los protagonistas como al lector. 

Además de lo anterior, la escena del entierro nos permite entender hasta qué punto la sociedad de la novela ha segregado a los jóvenes protagonistas. Para entender mejor lo anterior, es importante explicar que el trabajo de sepultar cadáveres, en Japón, se considera como algo “impuro”, indigno de llevar a cabo por una persona respetable. Tradicionalmente, los sepultureros pertenecían a un sector social conocido como 部落民 (burakumin, “gente de la aldea”), que congrega a las clases sociales más bajas por motivos ocupacionales más que étnicos. Los burakumin se ocupaban de aquellas profesiones que ningún habitante quería realizar: trabajadores de mataderos, carniceros, curtidores, sepultureros y verdugos, entre otras profesiones. Debido a lo anterior, sufrieron el ostracismo dentro de sus comunidades e, incluso en la actualidad, podemos observar cierta discriminación hacia las personas que llevan a cabo este tipo de trabajos.1

Al darles a los niños el oficio de sepultureros, el mensaje de Ōe resulta claro: se encuentran en el punto más bajo de la sociedad y, por lo tanto, los aldeanos pueden justificar cualquier clase de maltrato. Cuando el pueblo se ve asolado por la peste, la gente no duda en encerrarlos en la bodega y largarse del sitio, abandonándolos a su suerte. Este abandono no solo es una medida física, sino también simbólica: como son jóvenes problemáticos, incluso criminales pues salieron de un reformatorio, la persecución y la violencia física se vuelven herramientas factibles y justificables. Por mi parte, considero que en este actuar hay una denuncia adicional: se trata de destacar nuestro inútil intento social de “controlar” a los jóvenes, y de mostrar que siempre es más difícil separar, contener y erradicar a las infancias incómodas que crear una sociedad que las integre de forma adecuada. 

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No quiero terminar este texto sin conectar la anterior idea con una obra que, a mi parecer, lleva la misopedia a un nivel radical y, sin embargo, arroja luz sobre nuestra manera de relacionarnos con las infancias. En la película Battle Royale (バトル・ロワイアル, 2001), del director Kinji Fukasaku —basada en la novela homónima de Kōshun Takami—, nos encontramos con una sociedad japonesa distópica. En el argumento seguimos al joven Shūya Nanahara, quien vive en una época donde la población japonesa ha alcanzado un número insostenible. Para empeorar las cosas, la juventud está fuera de control: el caos y la violencia reina en las escuelas. Como una medida para reducir la población y contener las juventudes delincuentes, el gobierno ha tenido una idea fabulosa: cada año, se selecciona una clase de preparatoria al azar para participar en el juego conocido como Battle Royale. Las reglas son simples, se le entrega a cada uno de los compañeros de clase una mochila con cierto equipo, agua, ropa y un arma al azar —desde una cuchara hasta una ametralladora—; luego se les libera en una isla desierta. A partir de ese momento, los jugadores tienen un par de días para aniquilar a sus compañeros. El que quede con vida —y solo podrá ser uno— será el ganador del juego, y se llevará la gloria y la libertad a casa. 

De acuerdo con Marc Walkow, autor del artículo “The History of postwar Japan as told by a radical anarchist”, Fukasaku encontró en la Segunda Guerra Mundial la inspiración para llevar a cabo su película, lo que nos muestra ya un patrón en los autores analizados. En el caso del director japonés contamos con la siguiente anécdota:

Un episodio decisivo en su vida ocurrió cerca del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando la fábrica de municiones donde él y sus compañeros de clase trabajaban fue bombardeada por la artillería naval estadounidense, y a él y a sus amigos se les asignó la tarea de recoger los restos de sus compañeros de trabajo fallecidos. Como el propio director relató en muchas entrevistas, el trauma residual de esta experiencia influyó en la ira y la violencia de lo que se convertiría en su última película. (2016, p. 54)

En el centro de la “crueldad infantil” representada en la obra, encontramos una realidad traumática y violenta que arroja a los niños a situaciones que no comprenden y que, en cualquier circunstancia, no les competen. Esta sensación de abandono y desesperanza se ve reflejada con toda claridad en Shūya, así como en la mayoría de los compañeros de clase que deben padecer la muerte de sus amigos, así como la propia. La película fue prohibida en varios países, y Toei paró su distribución durante varios años debido al fuerte contenido. Sin embargo, nada de esto impidió que se volviera un clásico indiscutible del cine, y una de las críticas más certeras del papel que las sociedades contemporáneas tienen reservado para sus juventudes: un rol sacrificial, de objetos de consumo y de desecho. 

¿Qué tanto se diferencian las desavenencias del pequeño Max del salvajismo brutal de Jack? ¿Hasta dónde los temores padecidos por Ralph emulan a los del joven Shūya, en su intento por escapar de una realidad violenta que no entiende? Aunque descritos en distintos niveles y para públicos diferentes, en el centro de las obras analizadas en este texto —desde Sendak hasta Fukasaku— encontramos el mismo dilema: los mecanismos sociales contemporáneos parecen ofrecer solo dos opciones para la infancia: la domesticación o el ostracismo. Y en la supuesta crueldad de los niños se encuentran los rasgos inequívocos de una sociedad capaz de educar para la crueldad y la violencia. 

Cuando termina su historia, Max se embarca de regreso a casa, dejando atrás la isla de los monstruos. Se sube a la barca, se despide de sus nuevos amigos que han hecho todo lo posible por mantenerlo en aquel sitio. Luego navega un largo año por las aguas de la imaginación, se interna en la selva y vuelve a su cuarto, en donde lo espera, sí, la cena todavía caliente que su madre ha dejado para él. 

Al igual que Max, los infantes terribles que campean en estas obras no son sino una advertencia contra las sociedades contemporáneas, que premian la sumisión y se ensañan con la rebeldía. De tal suerte, probablemente el mensaje más concreto de estas obras se relacione no con el temor que provocan los niños, sino con la necesidad de nutrir esa “naturaleza” desobediente. Hay que decirlo con claridad: la desobediencia está llena de esperanza, pues en ella se encuentra el germen de cualquier revolución. 

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1 Un ejemplo de lo anterior se encuentra en la cinta おくりびと (Okuribito, “el que envía”, 2008), obra cúspide del director Yōjirō Takita que llegó a las salas mexicanas como Violines en el cielo; en ella, podemos observar la vida de un joven chelista que debe buscar trabajo en su pueblo luego de ser despedido de la orquesta donde trabajaba. Lamentablemente para él, en su pueblo no hay orquestas, y el único trabajo que encuentra es en una funeraria; a partir de este momento, deberá luchar contra los prejuicios —los propios, los de la gente a su alrededor—, mientras intenta ganarse la vida y dignificar una profesión indispensable para cualquier sociedad del mundo.

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Referencias:

Bodmer, G. R. (2014). Maurice Sendak: The Child as Artist. PMLA, 129(1), 101–103.

Cech, J. (2014). Maurice Sendak and “Where the Wild Things Are”: A Legacy of Transformation. PMLA, 129(1), 104–106.

Diken, B., & Laustsen, C. B. (2006). From War to War: Lord of the Flies as the Sociology of Spite. Alternatives: Global, Local, Political, 31(4), 431–452.

Golding, W. (2022). El señor de las moscas (Carmen Vergara, Trad.). Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1954)

Ōe, K. (2008). Arrancad las semillas, fusilad a los niños (M. Wandenbergh, Trad.). Anagrama. (Obra original publicada en 1958)

Sendak, M. (2020). Donde viven los monstruos (A. Gervás, Trad.). Kalandraka. (Obra original publicada en 1963)

Walkow, M. (2016). The History of postwar Japan as told by a radical anarchist. Film Comment, 52(1), 52–59.

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Los infantes terribles en algunas obras literarias de William Golding a Ōe Kenzaburō son una advertencia contra las sociedades contemporáneas, que premian la sumisión y se ensañan con la rebeldía.

Aquella noche, Max se comportó particularmente mal. Vestido con su traje de Lobo Feroz —villano eficaz y ecuménico de la literatura infantil—, hizo fechorías por toda la casa; incluso se atrevió a amenazar a su madre: “¡Te voy a comer!”, le gritó, luego de que ella intentara reprenderlo. El castigo no se hizo esperar: lo enviaron a su cuarto, obligado a dormir sin cenar. Cualquier niño normal —al menos eso esperamos los adultos—, hubiera permanecido silencioso y obediente, reflexionaría sobre sus actos y saldría a la mañana siguiente transformado en una persona más empática y mejor comportada. Pero Max no es un niño normal —¿quién lo es?—, y no se conformó con ese destino, sino que fue aún más allá en el sendero de la desobediencia: esperó a que su habitación se transformara en una espesa jungla, subió a un bote y se embarcó durante un larguísimo año por las aguas misteriosas de la imaginación hasta llegar a una isla ignota y peligrosa. Finalmente, allá donde viven los monstruos, Max fue reconocido como el rey. 

En la literatura, el cine y el arte en general, los infantes terribles como Max aparecen como espejo de nuestras necesidades sentimentales y filosóficas. Quizá por esta razón tantos autores de siglos pasados reflejaron en sus obras a niños con cualidades negativas. Más cerca del siglo XXI, algunas obras literarias han reproducido otra serie de personajes infantiles inclinados hacia la maldad: niños malignos y terribles que aparecen como adversarios del protagonista —casi siempre adulto—, capaces de causar daño a sí mismos y a sus semejantes. Esta versión del personaje infantil —si bien no me resulta errada o reprobable, pues ha generado personajes memorables— nos permite profundizar ahora en un vicio de carácter que cada día se visibiliza más en nuestros tiempos: la misopedia, paidofobia o niñofobia, esto es, el miedo (o repudio o, de plano, desprecio) a los niños. 

En este sentido llaman mi atención tres obras que reflejan personajes infantiles problemáticos y cómo sus tramas, símbolos o personajes denuncian un creciente desprecio de la sociedad hacia sus infantes: Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak; El señor de las moscas, de William Golding, y Arrancad las semillas, fusilad a los niños, de Ōe Kenzaburō. En cada una de ellas, la figura infantil aparece rodeada de cierta monstruosidad y, en un primer vistazo, podría parecer que los autores lanzan una advertencia inequívoca sobre lo real y temible de la maldad infantil. Por mi parte, propongo otra lectura: una que nos permita observar a los personajes como víctimas de esquemas sociales que no contemplan las infancias y que fuerzan a los niños a “madurar” de formas violentas.

La isla de la desobediencia

Cuando Maurice Sendak publicó Donde viven los monstruos (Where the Wild Things Are, 1963), “la infancia era algo de lo cual se salía al madurar, salvo por aquellas experiencias traumáticas y otros recuerdos, tanto únicos como mundanos, que uno cargaba a lo largo de la vida”, según expresa John Cech en su artículo “Maurice Sendak and Where the wild things are: A Legacy of Transformation” (p. 104). El niño no era sino un simulacro de la existencia, un ser siempre “en proceso” de convertirse en otra cosa más maleable y cómoda. Este tipo de pensamiento podría parecer cruel, pero se encuentra en muchas expresiones —incluso las bienintencionadas— de nuestra habla cotidiana, aún en nuestros días. Por ejemplo, para la directora del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, Mónica González Contró, decir que los niños son el futuro “es como decir que no son relevantes ahora, y que lo que importa es que los cuidemos para que después sean buenos ciudadanos. Eso es absolutamente contrario al enfoque de derechos”. Es una realidad que las sociedades están planeadas por y para los adultos; aún más, la mayoría de los esquemas de gobernanza y vida civil se encuentran lejos del alcance de los niños: el niño es extranjero en su tierra, una otredad inmediata en camino a la domesticación —o algo peor. 

No son pocos los autores de literatura infantil que han pecado de complacencia con estas ideas, y por ello es posible encontrar personajes sosos, pasivos, que se limitan a reaccionar a las experiencias que los subyugan y, cuando mucho, se permiten aprender de ellas cuando ya es muy tarde. De lo contrario, lo único que les espera es el castigo: Caperucita es devorada por no seguir el buen consejo de su madre; Pedro pierde su rebaño por mentirles a los villanos y jugar con su confianza. El castigo a la desobediencia siempre es grande. Y qué decir de los que habitan las páginas o las pantallas de cine, propuestos por las grandes empresas de entretenimiento infantil. La infancia es un espacio sumamente incómodo para cierto sector de la sociedad: el que valora el orden y las buenas costumbres. 

La belleza de Max, como personaje literario, se sustenta en su contraposición a lo anterior: no solo es un niño desobediente, sino un niño capaz de expresar emociones negativas con toda intensidad, y de encontrar paz en ellas. Un niño que no solo es capaz de gritarle a su madre, sino que además se premia con un viaje extraordinario y, además, se corona como el rey de las cosas salvajes. Este último adjetivo es clave: ser salvaje, ingobernable, inconforme con la norma social, son todas cualidades propias de la infancia que podemos encontrar en muchos héroes tanto de fábulas antiguas como de relatos contemporáneos.  

En su discurso de recepción del Premio Caldecott, el propio Sendak expresaría:

Son los juegos necesarios que los niños deben inventar para combatir una terrible realidad de la infancia: su vulnerabilidad al miedo, la ira, el odio y la frustración; todas esas emociones que forman parte de sus vidas y que solo pueden percibir como fuerzas ingobernables y peligrosas. Para dominar estas fuerzas, los niños recurren a la fantasía: ese mundo imaginario donde las situaciones emocionales perturbadoras se resuelven a su entera satisfacción. A través de la fantasía, Max, el héroe de mi libro, descarga su ira contra su madre y regresa al mundo real somnoliento, hambriento y en paz con su madre.

¿Nos ha arrebatado la norma social nuestra capacidad de expresarnos emocionalmente? Si les negamos las emociones negativas, ¿cómo esperamos que los niños se protejan y combatan la violencia que envuelve las realidades contemporáneas? ¿Cuántos de nosotros deberíamos aprender, como Max, que las emociones negativas son parte importante de nuestra paz mental? 

El mensaje situado al centro de Donde viven los monstruos tiene relación precisamente con la necesidad de abrazar esas emociones negativas, como características esenciales de una niñez sana. Para George R. Bodmer, autor del artículo “Maurice Sendak: The Child as Artist”, los monstruos de Max no son sino representaciones de los aspectos más salvajes de su personalidad, que resultan difíciles de controlar para él (2014, p. 101). Con el fin de alcanzar la madurez emocional, nos dice Sendak, a veces es necesario crear nuestros propios monstruos y reinar sobre ellos. De acuerdo con esto, la isla de los monstruos está lejos de ser un lugar de abyección: se trata de un destino que todos deberíamos visitar eventualmente, por nuestro propio bien. 

Si bien Max se ha sostenido como un prototipo para cierto tipo de personajes infantiles, he señalado antes que su construcción estuvo precedida por otros infantes terribles que poblaron la literatura. Probablemente, el ejemplo más icónico se encuentre en la célebre novela de William Golding, El señor de las moscas, que repasaremos a continuación. 

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El germen de la maldad

El señor de las moscas (Lord of the Flies, 1954) es la primera novela de William Golding. En apenas unas cuantas décadas se constituyó en uno de los clásicos de la literatura contemporánea. El título surge a partir del nombre Belcebú, el cual deriva de la voz hebrea בַּעַל זְבוּב (Ba'al Zəḇūḇ) y que significa literalmente: “El señor de las moscas”. Este nombre, por cierto, se trata de una burla o parodia del nombre original de una deidad cananea llamada בַּעַל זְבוּל (Ba‘al Zəvûl), cuyo significado sería “El señor de los Cielos”. La transformación en el nombre resulta importante en la novela pues plantea, desde el título mismo, la dualidad que se encarna en los protagonistas: por un lado, la promesa de la salvación y la vida; por el otro, el acecho de la muerte y la corrupción espiritual. 

El argumento de esta novela es tan peculiar que ha sido parodiada por varios programas televisivos, siendo probablemente las versiones más famosas el episodio 14 de la temporada 9 de Los Simpson, titulado “Das Bus”; y el episodio 12 de la temporada 2 de South Park, titulado “South Park: Clubhouses”. Golding plantea la historia de un grupo de niños que viajan en un avión durante un conflicto bélico que no se nombra pero que, por sus cualidades, probablemente sea una nueva guerra mundial, plagada de armamentos nucleares. El avión es derribado y, con ello, el grupo queda varado en una isla desierta. A partir de entonces, los niños intentarán reconstruir una sociedad para sí mismos basada en dos sistemas de valores: por un lado, la razón, la justicia y la ley; por el otro, la supervivencia del más fuerte, la fuerza y la barbarie. 

Bülent Diken y Carsten Bagge Laustsen, autores del artículo “From War to War: Lord of the Flies as the Sociology of Spite”, expresan que ambos sistemas tienen una conexión directa con la realidad política de mediados del siglo XX: por un lado, Ralph representa la utopía democrática, cuyo objetivo es mantener cierto sentido de disciplina y organización que permita a los niños mantener una esperanza de rescate y supervivencia, representados por la flama que mantienen encendida para llamar la atención de algún avión. Por el otro se encuentra Jack, del grupo de cazadores, quien encarna la violencia fascista, cuyo objetivo es formar una tribu donde predomine el miedo y la violencia como mecanismos para empoderarse y establecer su propio régimen sobre la isla. “Las dos topologías coexisten, y por lo tanto sería un error ver una de ellas como algo más cercano a la naturaleza, más verdadera o más reveladora que la otra; por esta razón siempre se mantiene un frágil balance entre ambas” (2006, pp. 431-432).

He escuchado a muchos lectores de El señor de las moscas referirse a la novela como una ventana que nos permite vislumbrar la maldad infantil. Nuevamente, esta visión no hace sino revelar una predisposición de los lectores a creer, como Maquiavelo, que el ser humano es vil por naturaleza y que la realidad no hace sino recrudecer esta condición: “los niños son crueles” parece ser el axioma más socorrido por este sistema de ideas que, nuevamente, le atribuye a la niñez ciertas cualidades morales propias del mundo adulto. No obstante, considero que la novela de Golding admite otra lectura, una que va más allá de los sistemas sociales pactados por los dos grupos de niños y que tiene que ver con la pérdida de la inocencia.  

Esto se observa a lo largo de todo el texto, pero queda expresado con mayor claridad en la escena de la muerte de Simon. Cuando Simon acude a la guarida del Señor de las Moscas —la cabeza de cerdo clavada en una estaca que aterra y maravilla a los personajes—, sufre una experiencia mística que le permite establecer un diálogo con la criatura. La escena resulta indispensable para entender el mensaje filosófico que la obra plantea sobre la maldad:

—Bueno, entonces —dijo el Señor de las Moscas— será mejor que te vayas a jugar con los otros. Piensan que estás loco. ¿No querrás que Ralph piense que estás loco, no es cierto? ¿Te gusta mucho Ralph, no es cierto? Y Piggy, y Jack. 
La cabeza de Simon estaba ligeramente torcida hacia arriba. No podía apartar los ojos, y el Señor de las Moscas colgaba en el espacio, ante él.
—¿Qué haces aquí solo? ¿No me tienes miedo?
Simon meneó la cabeza.
—No hay nadie que pueda ayudarte. Solo yo. Y yo soy la Bestia.
Simon movió trabajosamente la boca, y pronunció algunas audibles palabras.
—Una cabeza de cerdo en un palo.
—¡Qué ocurrencia pensar que la Bestia es algo que se puede cazar y matar! —dijo la cabeza. Durante un momento o dos, en la selva y todos los otros sitios apenas visibles en la oscuridad, se oyeron los ecos de una parodia de risa—. ¿Lo sabes, no es cierto? Soy parte de ti. ¿Soy la razón por la que nadie puede irse, y las cosas son como son? (p. 118)

Luego de este singular encuentro, Simon hace un descubrimiento vital: la Bestia que han temido durante la novela no es una criatura real, sino que se trata del cuerpo del paracaidista muerto. Simon entiende que su deber es informar a los otros niños, que esta revelación tendrá repercusiones en el frágil statu quo de la sociedad que han conformado y que el raciocinio y la alianza son la única forma de salir de aquel horror. Por desgracia, él mismo se encuentra al borde del delirio y, para cuando llega al lado de sus compañeros, su estado es tan precario que no logra articular palabra.

Los otros niños, por su parte, se encuentran en medio de una ceremonia tribal. El ímpetu de tormenta y el clima general de paranoia y miedo que han propiciado los sumergen en un frenesí primitivo y violento. Cuando ven llegar a Simon envuelto en el paracaídas, lo confunden con la “Bestia” y, en su furia y terror, lo atacan y terminan con su vida en total brutalidad. “—¡Mátala! ¡Degüéllala! ¡Desángrala!”, gritan enloquecidos. La muerte de Simon no termina con la violencia de los niños, sino que se vuelve el punto más álgido en donde la inocencia y la razón desaparecen definitivamente para dar paso a un régimen brutal que, por cierto, resulta una evidente crítica a la brutalidad de la guerra, que el propio Golding vivió en carne propia. ¿Existe acaso un territorio más propio de la adultez que la guerra?

La crueldad expresada en la novela de Golding tiene como característica esencial cierta horizontalidad: los niños son crueles con los niños. En el final de la obra, la llegada del oficial de la Marina aparece como un símbolo de la autoridad madura y ordenada que representa el rescate, no solo físico, sino también moral de los personajes. Me parece que, solo en este aspecto, Golding subordina —incluso subestima— a las infancias a un orden “adulto”. Esto no ocurre de la misma manera en la novela de Ōe, en donde niños y adolescentes además de padecer la crueldad propia, estarán sujetos a la voluntad de un orden adulto que los teme, los segrega y, conforme avanza la historia, termina por aniquilarlos. 

Ilustración realizada por el niño Fernando Duarte Rangel.

Arrancar la mala yerba

El tema de la guerra y sus consecuencias en las comunidades rurales de Japón se encuentra en el centro de la obra de Ōe Kenzaburō. Desde su primera obra, 飼育 (Shiiku, “la captura”, nouvelle de largo aliento traducida por Anagrama como La presa, 1994), podemos observar cómo la presencia de un soldado afroamericano altera por completo la dinámica social en una pequeña aldea, y lleva a todos sus habitantes —desde los niños hasta los ancianos— a replantearse lo que saben sobre la vida en comunidad, la política regional y la piedad. 

En Arrancad las semillas, fusilad a los niños (芽むしり仔撃ち, Memushiri kouchi, 1958) —curiosamente, también la primera novela del japonés— Ōe retoma las mismas preocupaciones pero, en esta ocasión, el que irrumpe en la vida tranquila de los aldeanos no es un soldado enemigo, sino un grupo de niños y jóvenes de un reformatorio que, debido a los constantes bombardeos y a la situación problemática en la que se encontraban, son evacuados a una lejana aldea de montaña. La integración de los jóvenes al nuevo paisaje trae muchos inconvenientes: los aldeanos no han pedido esto y, desde el principio, se muestran reacios a aceptar a los nuevos habitantes, a pesar de que los jóvenes fueron recluidos en una bodega en una zona alejada del pueblo. 

La violencia padecida se hace patente desde el inicio de la novela, cuando nos enteramos de que dos de los miembros del contingente escapan, pero son pronto capturados por los aldeanos y golpeados brutalmente. Esta escena obliga a los demás jóvenes —y a los lectores— a entender que no son refugiados, sino prisioneros en la nueva realidad que los convoca. A partir de este punto, la larga lista de abusos padecidos no hace sino crecer y pronto, con la llegada de una epidemia, su encierro alcanzará tintes macabros. 

En este punto, el autor nos regala una de las escenas más crueles y memorables de la novela, en la cual observamos a los niños cavando tumbas para los muertos de la aldea: 

Como ya nos habíamos acostumbrado a cavar tumbas, la tarea se hizo con facilidad. Trabajamos divididos en dos grupos: los que manejaban la azada y los que sacaban la tierra. Si salían bichos de la tierra, los aplastábamos inmediatamente de un pisotón. I y los demás debían de tener dificultades para convencer a la niña sentada junto al cadáver tendido en el almacén, porque tardaban en volver. Pasado un buen rato, se oyeron gritos procedentes del camino adoquinado. Dejé los últimos toques del trabajo a mis compañeros y subí por el sendero, donde empezaba a secarse el barro que se había formado al deshelarse la escarcha.
Al cabo, mis compañeros aparecieron por el camino adoquinado. Minami y unos cuantos más llevaban a hombros el cadáver envuelto en una manta y una tela blanca, como si trasladaran a una ternera que se hubiera roto una pata y no pudiera moverse. Los que no soportaban directamente su peso ayudaban a los demás estirando los brazos cuanto podían. A cierta distancia los seguía la niña, que no apartaba los ojos de los restos mortales de su madre, e I, que se inclinaba hacia ella y le hablaba. El cortejo pasó ante mí. Y llegó la niña, pálida, con los labios cortados y los ojos anegados en lágrimas. Pasó sin prestarme atención, con la vista fija en el cadáver de su madre y los hombros temblorosos a causa de los sollozos.
—Mira, no hay más remedio, está muerta —le decía I en tono afectuoso y consolador—. Tu madre ha muerto, ¿no? Huele mal, hay que enterrarla.

La escena está cargada de cierta belleza, e incluso podemos observar que algunos de los personajes, como I, actúan con piedad cuando intentan consolar a la niña de la aldea que, al morir su madre, se ha convertido en una paria más, como ellos. La niña representa también una de las críticas más puntuales y graves sobre el fenómeno de la guerra y su efecto en las familias japonesas, la encarnación del sufrimiento infantil ante la tragedia, cuya experiencia marca tanto a los protagonistas como al lector. 

Además de lo anterior, la escena del entierro nos permite entender hasta qué punto la sociedad de la novela ha segregado a los jóvenes protagonistas. Para entender mejor lo anterior, es importante explicar que el trabajo de sepultar cadáveres, en Japón, se considera como algo “impuro”, indigno de llevar a cabo por una persona respetable. Tradicionalmente, los sepultureros pertenecían a un sector social conocido como 部落民 (burakumin, “gente de la aldea”), que congrega a las clases sociales más bajas por motivos ocupacionales más que étnicos. Los burakumin se ocupaban de aquellas profesiones que ningún habitante quería realizar: trabajadores de mataderos, carniceros, curtidores, sepultureros y verdugos, entre otras profesiones. Debido a lo anterior, sufrieron el ostracismo dentro de sus comunidades e, incluso en la actualidad, podemos observar cierta discriminación hacia las personas que llevan a cabo este tipo de trabajos.1

Al darles a los niños el oficio de sepultureros, el mensaje de Ōe resulta claro: se encuentran en el punto más bajo de la sociedad y, por lo tanto, los aldeanos pueden justificar cualquier clase de maltrato. Cuando el pueblo se ve asolado por la peste, la gente no duda en encerrarlos en la bodega y largarse del sitio, abandonándolos a su suerte. Este abandono no solo es una medida física, sino también simbólica: como son jóvenes problemáticos, incluso criminales pues salieron de un reformatorio, la persecución y la violencia física se vuelven herramientas factibles y justificables. Por mi parte, considero que en este actuar hay una denuncia adicional: se trata de destacar nuestro inútil intento social de “controlar” a los jóvenes, y de mostrar que siempre es más difícil separar, contener y erradicar a las infancias incómodas que crear una sociedad que las integre de forma adecuada. 

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No quiero terminar este texto sin conectar la anterior idea con una obra que, a mi parecer, lleva la misopedia a un nivel radical y, sin embargo, arroja luz sobre nuestra manera de relacionarnos con las infancias. En la película Battle Royale (バトル・ロワイアル, 2001), del director Kinji Fukasaku —basada en la novela homónima de Kōshun Takami—, nos encontramos con una sociedad japonesa distópica. En el argumento seguimos al joven Shūya Nanahara, quien vive en una época donde la población japonesa ha alcanzado un número insostenible. Para empeorar las cosas, la juventud está fuera de control: el caos y la violencia reina en las escuelas. Como una medida para reducir la población y contener las juventudes delincuentes, el gobierno ha tenido una idea fabulosa: cada año, se selecciona una clase de preparatoria al azar para participar en el juego conocido como Battle Royale. Las reglas son simples, se le entrega a cada uno de los compañeros de clase una mochila con cierto equipo, agua, ropa y un arma al azar —desde una cuchara hasta una ametralladora—; luego se les libera en una isla desierta. A partir de ese momento, los jugadores tienen un par de días para aniquilar a sus compañeros. El que quede con vida —y solo podrá ser uno— será el ganador del juego, y se llevará la gloria y la libertad a casa. 

De acuerdo con Marc Walkow, autor del artículo “The History of postwar Japan as told by a radical anarchist”, Fukasaku encontró en la Segunda Guerra Mundial la inspiración para llevar a cabo su película, lo que nos muestra ya un patrón en los autores analizados. En el caso del director japonés contamos con la siguiente anécdota:

Un episodio decisivo en su vida ocurrió cerca del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando la fábrica de municiones donde él y sus compañeros de clase trabajaban fue bombardeada por la artillería naval estadounidense, y a él y a sus amigos se les asignó la tarea de recoger los restos de sus compañeros de trabajo fallecidos. Como el propio director relató en muchas entrevistas, el trauma residual de esta experiencia influyó en la ira y la violencia de lo que se convertiría en su última película. (2016, p. 54)

En el centro de la “crueldad infantil” representada en la obra, encontramos una realidad traumática y violenta que arroja a los niños a situaciones que no comprenden y que, en cualquier circunstancia, no les competen. Esta sensación de abandono y desesperanza se ve reflejada con toda claridad en Shūya, así como en la mayoría de los compañeros de clase que deben padecer la muerte de sus amigos, así como la propia. La película fue prohibida en varios países, y Toei paró su distribución durante varios años debido al fuerte contenido. Sin embargo, nada de esto impidió que se volviera un clásico indiscutible del cine, y una de las críticas más certeras del papel que las sociedades contemporáneas tienen reservado para sus juventudes: un rol sacrificial, de objetos de consumo y de desecho. 

¿Qué tanto se diferencian las desavenencias del pequeño Max del salvajismo brutal de Jack? ¿Hasta dónde los temores padecidos por Ralph emulan a los del joven Shūya, en su intento por escapar de una realidad violenta que no entiende? Aunque descritos en distintos niveles y para públicos diferentes, en el centro de las obras analizadas en este texto —desde Sendak hasta Fukasaku— encontramos el mismo dilema: los mecanismos sociales contemporáneos parecen ofrecer solo dos opciones para la infancia: la domesticación o el ostracismo. Y en la supuesta crueldad de los niños se encuentran los rasgos inequívocos de una sociedad capaz de educar para la crueldad y la violencia. 

Cuando termina su historia, Max se embarca de regreso a casa, dejando atrás la isla de los monstruos. Se sube a la barca, se despide de sus nuevos amigos que han hecho todo lo posible por mantenerlo en aquel sitio. Luego navega un largo año por las aguas de la imaginación, se interna en la selva y vuelve a su cuarto, en donde lo espera, sí, la cena todavía caliente que su madre ha dejado para él. 

Al igual que Max, los infantes terribles que campean en estas obras no son sino una advertencia contra las sociedades contemporáneas, que premian la sumisión y se ensañan con la rebeldía. De tal suerte, probablemente el mensaje más concreto de estas obras se relacione no con el temor que provocan los niños, sino con la necesidad de nutrir esa “naturaleza” desobediente. Hay que decirlo con claridad: la desobediencia está llena de esperanza, pues en ella se encuentra el germen de cualquier revolución. 

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1 Un ejemplo de lo anterior se encuentra en la cinta おくりびと (Okuribito, “el que envía”, 2008), obra cúspide del director Yōjirō Takita que llegó a las salas mexicanas como Violines en el cielo; en ella, podemos observar la vida de un joven chelista que debe buscar trabajo en su pueblo luego de ser despedido de la orquesta donde trabajaba. Lamentablemente para él, en su pueblo no hay orquestas, y el único trabajo que encuentra es en una funeraria; a partir de este momento, deberá luchar contra los prejuicios —los propios, los de la gente a su alrededor—, mientras intenta ganarse la vida y dignificar una profesión indispensable para cualquier sociedad del mundo.

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Referencias:

Bodmer, G. R. (2014). Maurice Sendak: The Child as Artist. PMLA, 129(1), 101–103.

Cech, J. (2014). Maurice Sendak and “Where the Wild Things Are”: A Legacy of Transformation. PMLA, 129(1), 104–106.

Diken, B., & Laustsen, C. B. (2006). From War to War: Lord of the Flies as the Sociology of Spite. Alternatives: Global, Local, Political, 31(4), 431–452.

Golding, W. (2022). El señor de las moscas (Carmen Vergara, Trad.). Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1954)

Ōe, K. (2008). Arrancad las semillas, fusilad a los niños (M. Wandenbergh, Trad.). Anagrama. (Obra original publicada en 1958)

Sendak, M. (2020). Donde viven los monstruos (A. Gervás, Trad.). Kalandraka. (Obra original publicada en 1963)

Walkow, M. (2016). The History of postwar Japan as told by a radical anarchist. Film Comment, 52(1), 52–59.

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Donde viven los monstruos

Donde viven los monstruos

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Ilustración de
Traducción de
Ilustración realizada por la niña Mariana Duarte Rangel.
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Los infantes terribles en algunas obras literarias de William Golding a Ōe Kenzaburō son una advertencia contra las sociedades contemporáneas, que premian la sumisión y se ensañan con la rebeldía.

Aquella noche, Max se comportó particularmente mal. Vestido con su traje de Lobo Feroz —villano eficaz y ecuménico de la literatura infantil—, hizo fechorías por toda la casa; incluso se atrevió a amenazar a su madre: “¡Te voy a comer!”, le gritó, luego de que ella intentara reprenderlo. El castigo no se hizo esperar: lo enviaron a su cuarto, obligado a dormir sin cenar. Cualquier niño normal —al menos eso esperamos los adultos—, hubiera permanecido silencioso y obediente, reflexionaría sobre sus actos y saldría a la mañana siguiente transformado en una persona más empática y mejor comportada. Pero Max no es un niño normal —¿quién lo es?—, y no se conformó con ese destino, sino que fue aún más allá en el sendero de la desobediencia: esperó a que su habitación se transformara en una espesa jungla, subió a un bote y se embarcó durante un larguísimo año por las aguas misteriosas de la imaginación hasta llegar a una isla ignota y peligrosa. Finalmente, allá donde viven los monstruos, Max fue reconocido como el rey. 

En la literatura, el cine y el arte en general, los infantes terribles como Max aparecen como espejo de nuestras necesidades sentimentales y filosóficas. Quizá por esta razón tantos autores de siglos pasados reflejaron en sus obras a niños con cualidades negativas. Más cerca del siglo XXI, algunas obras literarias han reproducido otra serie de personajes infantiles inclinados hacia la maldad: niños malignos y terribles que aparecen como adversarios del protagonista —casi siempre adulto—, capaces de causar daño a sí mismos y a sus semejantes. Esta versión del personaje infantil —si bien no me resulta errada o reprobable, pues ha generado personajes memorables— nos permite profundizar ahora en un vicio de carácter que cada día se visibiliza más en nuestros tiempos: la misopedia, paidofobia o niñofobia, esto es, el miedo (o repudio o, de plano, desprecio) a los niños. 

En este sentido llaman mi atención tres obras que reflejan personajes infantiles problemáticos y cómo sus tramas, símbolos o personajes denuncian un creciente desprecio de la sociedad hacia sus infantes: Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak; El señor de las moscas, de William Golding, y Arrancad las semillas, fusilad a los niños, de Ōe Kenzaburō. En cada una de ellas, la figura infantil aparece rodeada de cierta monstruosidad y, en un primer vistazo, podría parecer que los autores lanzan una advertencia inequívoca sobre lo real y temible de la maldad infantil. Por mi parte, propongo otra lectura: una que nos permita observar a los personajes como víctimas de esquemas sociales que no contemplan las infancias y que fuerzan a los niños a “madurar” de formas violentas.

La isla de la desobediencia

Cuando Maurice Sendak publicó Donde viven los monstruos (Where the Wild Things Are, 1963), “la infancia era algo de lo cual se salía al madurar, salvo por aquellas experiencias traumáticas y otros recuerdos, tanto únicos como mundanos, que uno cargaba a lo largo de la vida”, según expresa John Cech en su artículo “Maurice Sendak and Where the wild things are: A Legacy of Transformation” (p. 104). El niño no era sino un simulacro de la existencia, un ser siempre “en proceso” de convertirse en otra cosa más maleable y cómoda. Este tipo de pensamiento podría parecer cruel, pero se encuentra en muchas expresiones —incluso las bienintencionadas— de nuestra habla cotidiana, aún en nuestros días. Por ejemplo, para la directora del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, Mónica González Contró, decir que los niños son el futuro “es como decir que no son relevantes ahora, y que lo que importa es que los cuidemos para que después sean buenos ciudadanos. Eso es absolutamente contrario al enfoque de derechos”. Es una realidad que las sociedades están planeadas por y para los adultos; aún más, la mayoría de los esquemas de gobernanza y vida civil se encuentran lejos del alcance de los niños: el niño es extranjero en su tierra, una otredad inmediata en camino a la domesticación —o algo peor. 

No son pocos los autores de literatura infantil que han pecado de complacencia con estas ideas, y por ello es posible encontrar personajes sosos, pasivos, que se limitan a reaccionar a las experiencias que los subyugan y, cuando mucho, se permiten aprender de ellas cuando ya es muy tarde. De lo contrario, lo único que les espera es el castigo: Caperucita es devorada por no seguir el buen consejo de su madre; Pedro pierde su rebaño por mentirles a los villanos y jugar con su confianza. El castigo a la desobediencia siempre es grande. Y qué decir de los que habitan las páginas o las pantallas de cine, propuestos por las grandes empresas de entretenimiento infantil. La infancia es un espacio sumamente incómodo para cierto sector de la sociedad: el que valora el orden y las buenas costumbres. 

La belleza de Max, como personaje literario, se sustenta en su contraposición a lo anterior: no solo es un niño desobediente, sino un niño capaz de expresar emociones negativas con toda intensidad, y de encontrar paz en ellas. Un niño que no solo es capaz de gritarle a su madre, sino que además se premia con un viaje extraordinario y, además, se corona como el rey de las cosas salvajes. Este último adjetivo es clave: ser salvaje, ingobernable, inconforme con la norma social, son todas cualidades propias de la infancia que podemos encontrar en muchos héroes tanto de fábulas antiguas como de relatos contemporáneos.  

En su discurso de recepción del Premio Caldecott, el propio Sendak expresaría:

Son los juegos necesarios que los niños deben inventar para combatir una terrible realidad de la infancia: su vulnerabilidad al miedo, la ira, el odio y la frustración; todas esas emociones que forman parte de sus vidas y que solo pueden percibir como fuerzas ingobernables y peligrosas. Para dominar estas fuerzas, los niños recurren a la fantasía: ese mundo imaginario donde las situaciones emocionales perturbadoras se resuelven a su entera satisfacción. A través de la fantasía, Max, el héroe de mi libro, descarga su ira contra su madre y regresa al mundo real somnoliento, hambriento y en paz con su madre.

¿Nos ha arrebatado la norma social nuestra capacidad de expresarnos emocionalmente? Si les negamos las emociones negativas, ¿cómo esperamos que los niños se protejan y combatan la violencia que envuelve las realidades contemporáneas? ¿Cuántos de nosotros deberíamos aprender, como Max, que las emociones negativas son parte importante de nuestra paz mental? 

El mensaje situado al centro de Donde viven los monstruos tiene relación precisamente con la necesidad de abrazar esas emociones negativas, como características esenciales de una niñez sana. Para George R. Bodmer, autor del artículo “Maurice Sendak: The Child as Artist”, los monstruos de Max no son sino representaciones de los aspectos más salvajes de su personalidad, que resultan difíciles de controlar para él (2014, p. 101). Con el fin de alcanzar la madurez emocional, nos dice Sendak, a veces es necesario crear nuestros propios monstruos y reinar sobre ellos. De acuerdo con esto, la isla de los monstruos está lejos de ser un lugar de abyección: se trata de un destino que todos deberíamos visitar eventualmente, por nuestro propio bien. 

Si bien Max se ha sostenido como un prototipo para cierto tipo de personajes infantiles, he señalado antes que su construcción estuvo precedida por otros infantes terribles que poblaron la literatura. Probablemente, el ejemplo más icónico se encuentre en la célebre novela de William Golding, El señor de las moscas, que repasaremos a continuación. 

Te recomendamos leer: La comida chatarra y el Rojo 3, ¿veneno para la infancia en las escuelas de México?

El germen de la maldad

El señor de las moscas (Lord of the Flies, 1954) es la primera novela de William Golding. En apenas unas cuantas décadas se constituyó en uno de los clásicos de la literatura contemporánea. El título surge a partir del nombre Belcebú, el cual deriva de la voz hebrea בַּעַל זְבוּב (Ba'al Zəḇūḇ) y que significa literalmente: “El señor de las moscas”. Este nombre, por cierto, se trata de una burla o parodia del nombre original de una deidad cananea llamada בַּעַל זְבוּל (Ba‘al Zəvûl), cuyo significado sería “El señor de los Cielos”. La transformación en el nombre resulta importante en la novela pues plantea, desde el título mismo, la dualidad que se encarna en los protagonistas: por un lado, la promesa de la salvación y la vida; por el otro, el acecho de la muerte y la corrupción espiritual. 

El argumento de esta novela es tan peculiar que ha sido parodiada por varios programas televisivos, siendo probablemente las versiones más famosas el episodio 14 de la temporada 9 de Los Simpson, titulado “Das Bus”; y el episodio 12 de la temporada 2 de South Park, titulado “South Park: Clubhouses”. Golding plantea la historia de un grupo de niños que viajan en un avión durante un conflicto bélico que no se nombra pero que, por sus cualidades, probablemente sea una nueva guerra mundial, plagada de armamentos nucleares. El avión es derribado y, con ello, el grupo queda varado en una isla desierta. A partir de entonces, los niños intentarán reconstruir una sociedad para sí mismos basada en dos sistemas de valores: por un lado, la razón, la justicia y la ley; por el otro, la supervivencia del más fuerte, la fuerza y la barbarie. 

Bülent Diken y Carsten Bagge Laustsen, autores del artículo “From War to War: Lord of the Flies as the Sociology of Spite”, expresan que ambos sistemas tienen una conexión directa con la realidad política de mediados del siglo XX: por un lado, Ralph representa la utopía democrática, cuyo objetivo es mantener cierto sentido de disciplina y organización que permita a los niños mantener una esperanza de rescate y supervivencia, representados por la flama que mantienen encendida para llamar la atención de algún avión. Por el otro se encuentra Jack, del grupo de cazadores, quien encarna la violencia fascista, cuyo objetivo es formar una tribu donde predomine el miedo y la violencia como mecanismos para empoderarse y establecer su propio régimen sobre la isla. “Las dos topologías coexisten, y por lo tanto sería un error ver una de ellas como algo más cercano a la naturaleza, más verdadera o más reveladora que la otra; por esta razón siempre se mantiene un frágil balance entre ambas” (2006, pp. 431-432).

He escuchado a muchos lectores de El señor de las moscas referirse a la novela como una ventana que nos permite vislumbrar la maldad infantil. Nuevamente, esta visión no hace sino revelar una predisposición de los lectores a creer, como Maquiavelo, que el ser humano es vil por naturaleza y que la realidad no hace sino recrudecer esta condición: “los niños son crueles” parece ser el axioma más socorrido por este sistema de ideas que, nuevamente, le atribuye a la niñez ciertas cualidades morales propias del mundo adulto. No obstante, considero que la novela de Golding admite otra lectura, una que va más allá de los sistemas sociales pactados por los dos grupos de niños y que tiene que ver con la pérdida de la inocencia.  

Esto se observa a lo largo de todo el texto, pero queda expresado con mayor claridad en la escena de la muerte de Simon. Cuando Simon acude a la guarida del Señor de las Moscas —la cabeza de cerdo clavada en una estaca que aterra y maravilla a los personajes—, sufre una experiencia mística que le permite establecer un diálogo con la criatura. La escena resulta indispensable para entender el mensaje filosófico que la obra plantea sobre la maldad:

—Bueno, entonces —dijo el Señor de las Moscas— será mejor que te vayas a jugar con los otros. Piensan que estás loco. ¿No querrás que Ralph piense que estás loco, no es cierto? ¿Te gusta mucho Ralph, no es cierto? Y Piggy, y Jack. 
La cabeza de Simon estaba ligeramente torcida hacia arriba. No podía apartar los ojos, y el Señor de las Moscas colgaba en el espacio, ante él.
—¿Qué haces aquí solo? ¿No me tienes miedo?
Simon meneó la cabeza.
—No hay nadie que pueda ayudarte. Solo yo. Y yo soy la Bestia.
Simon movió trabajosamente la boca, y pronunció algunas audibles palabras.
—Una cabeza de cerdo en un palo.
—¡Qué ocurrencia pensar que la Bestia es algo que se puede cazar y matar! —dijo la cabeza. Durante un momento o dos, en la selva y todos los otros sitios apenas visibles en la oscuridad, se oyeron los ecos de una parodia de risa—. ¿Lo sabes, no es cierto? Soy parte de ti. ¿Soy la razón por la que nadie puede irse, y las cosas son como son? (p. 118)

Luego de este singular encuentro, Simon hace un descubrimiento vital: la Bestia que han temido durante la novela no es una criatura real, sino que se trata del cuerpo del paracaidista muerto. Simon entiende que su deber es informar a los otros niños, que esta revelación tendrá repercusiones en el frágil statu quo de la sociedad que han conformado y que el raciocinio y la alianza son la única forma de salir de aquel horror. Por desgracia, él mismo se encuentra al borde del delirio y, para cuando llega al lado de sus compañeros, su estado es tan precario que no logra articular palabra.

Los otros niños, por su parte, se encuentran en medio de una ceremonia tribal. El ímpetu de tormenta y el clima general de paranoia y miedo que han propiciado los sumergen en un frenesí primitivo y violento. Cuando ven llegar a Simon envuelto en el paracaídas, lo confunden con la “Bestia” y, en su furia y terror, lo atacan y terminan con su vida en total brutalidad. “—¡Mátala! ¡Degüéllala! ¡Desángrala!”, gritan enloquecidos. La muerte de Simon no termina con la violencia de los niños, sino que se vuelve el punto más álgido en donde la inocencia y la razón desaparecen definitivamente para dar paso a un régimen brutal que, por cierto, resulta una evidente crítica a la brutalidad de la guerra, que el propio Golding vivió en carne propia. ¿Existe acaso un territorio más propio de la adultez que la guerra?

La crueldad expresada en la novela de Golding tiene como característica esencial cierta horizontalidad: los niños son crueles con los niños. En el final de la obra, la llegada del oficial de la Marina aparece como un símbolo de la autoridad madura y ordenada que representa el rescate, no solo físico, sino también moral de los personajes. Me parece que, solo en este aspecto, Golding subordina —incluso subestima— a las infancias a un orden “adulto”. Esto no ocurre de la misma manera en la novela de Ōe, en donde niños y adolescentes además de padecer la crueldad propia, estarán sujetos a la voluntad de un orden adulto que los teme, los segrega y, conforme avanza la historia, termina por aniquilarlos. 

Ilustración realizada por el niño Fernando Duarte Rangel.

Arrancar la mala yerba

El tema de la guerra y sus consecuencias en las comunidades rurales de Japón se encuentra en el centro de la obra de Ōe Kenzaburō. Desde su primera obra, 飼育 (Shiiku, “la captura”, nouvelle de largo aliento traducida por Anagrama como La presa, 1994), podemos observar cómo la presencia de un soldado afroamericano altera por completo la dinámica social en una pequeña aldea, y lleva a todos sus habitantes —desde los niños hasta los ancianos— a replantearse lo que saben sobre la vida en comunidad, la política regional y la piedad. 

En Arrancad las semillas, fusilad a los niños (芽むしり仔撃ち, Memushiri kouchi, 1958) —curiosamente, también la primera novela del japonés— Ōe retoma las mismas preocupaciones pero, en esta ocasión, el que irrumpe en la vida tranquila de los aldeanos no es un soldado enemigo, sino un grupo de niños y jóvenes de un reformatorio que, debido a los constantes bombardeos y a la situación problemática en la que se encontraban, son evacuados a una lejana aldea de montaña. La integración de los jóvenes al nuevo paisaje trae muchos inconvenientes: los aldeanos no han pedido esto y, desde el principio, se muestran reacios a aceptar a los nuevos habitantes, a pesar de que los jóvenes fueron recluidos en una bodega en una zona alejada del pueblo. 

La violencia padecida se hace patente desde el inicio de la novela, cuando nos enteramos de que dos de los miembros del contingente escapan, pero son pronto capturados por los aldeanos y golpeados brutalmente. Esta escena obliga a los demás jóvenes —y a los lectores— a entender que no son refugiados, sino prisioneros en la nueva realidad que los convoca. A partir de este punto, la larga lista de abusos padecidos no hace sino crecer y pronto, con la llegada de una epidemia, su encierro alcanzará tintes macabros. 

En este punto, el autor nos regala una de las escenas más crueles y memorables de la novela, en la cual observamos a los niños cavando tumbas para los muertos de la aldea: 

Como ya nos habíamos acostumbrado a cavar tumbas, la tarea se hizo con facilidad. Trabajamos divididos en dos grupos: los que manejaban la azada y los que sacaban la tierra. Si salían bichos de la tierra, los aplastábamos inmediatamente de un pisotón. I y los demás debían de tener dificultades para convencer a la niña sentada junto al cadáver tendido en el almacén, porque tardaban en volver. Pasado un buen rato, se oyeron gritos procedentes del camino adoquinado. Dejé los últimos toques del trabajo a mis compañeros y subí por el sendero, donde empezaba a secarse el barro que se había formado al deshelarse la escarcha.
Al cabo, mis compañeros aparecieron por el camino adoquinado. Minami y unos cuantos más llevaban a hombros el cadáver envuelto en una manta y una tela blanca, como si trasladaran a una ternera que se hubiera roto una pata y no pudiera moverse. Los que no soportaban directamente su peso ayudaban a los demás estirando los brazos cuanto podían. A cierta distancia los seguía la niña, que no apartaba los ojos de los restos mortales de su madre, e I, que se inclinaba hacia ella y le hablaba. El cortejo pasó ante mí. Y llegó la niña, pálida, con los labios cortados y los ojos anegados en lágrimas. Pasó sin prestarme atención, con la vista fija en el cadáver de su madre y los hombros temblorosos a causa de los sollozos.
—Mira, no hay más remedio, está muerta —le decía I en tono afectuoso y consolador—. Tu madre ha muerto, ¿no? Huele mal, hay que enterrarla.

La escena está cargada de cierta belleza, e incluso podemos observar que algunos de los personajes, como I, actúan con piedad cuando intentan consolar a la niña de la aldea que, al morir su madre, se ha convertido en una paria más, como ellos. La niña representa también una de las críticas más puntuales y graves sobre el fenómeno de la guerra y su efecto en las familias japonesas, la encarnación del sufrimiento infantil ante la tragedia, cuya experiencia marca tanto a los protagonistas como al lector. 

Además de lo anterior, la escena del entierro nos permite entender hasta qué punto la sociedad de la novela ha segregado a los jóvenes protagonistas. Para entender mejor lo anterior, es importante explicar que el trabajo de sepultar cadáveres, en Japón, se considera como algo “impuro”, indigno de llevar a cabo por una persona respetable. Tradicionalmente, los sepultureros pertenecían a un sector social conocido como 部落民 (burakumin, “gente de la aldea”), que congrega a las clases sociales más bajas por motivos ocupacionales más que étnicos. Los burakumin se ocupaban de aquellas profesiones que ningún habitante quería realizar: trabajadores de mataderos, carniceros, curtidores, sepultureros y verdugos, entre otras profesiones. Debido a lo anterior, sufrieron el ostracismo dentro de sus comunidades e, incluso en la actualidad, podemos observar cierta discriminación hacia las personas que llevan a cabo este tipo de trabajos.1

Al darles a los niños el oficio de sepultureros, el mensaje de Ōe resulta claro: se encuentran en el punto más bajo de la sociedad y, por lo tanto, los aldeanos pueden justificar cualquier clase de maltrato. Cuando el pueblo se ve asolado por la peste, la gente no duda en encerrarlos en la bodega y largarse del sitio, abandonándolos a su suerte. Este abandono no solo es una medida física, sino también simbólica: como son jóvenes problemáticos, incluso criminales pues salieron de un reformatorio, la persecución y la violencia física se vuelven herramientas factibles y justificables. Por mi parte, considero que en este actuar hay una denuncia adicional: se trata de destacar nuestro inútil intento social de “controlar” a los jóvenes, y de mostrar que siempre es más difícil separar, contener y erradicar a las infancias incómodas que crear una sociedad que las integre de forma adecuada. 

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No quiero terminar este texto sin conectar la anterior idea con una obra que, a mi parecer, lleva la misopedia a un nivel radical y, sin embargo, arroja luz sobre nuestra manera de relacionarnos con las infancias. En la película Battle Royale (バトル・ロワイアル, 2001), del director Kinji Fukasaku —basada en la novela homónima de Kōshun Takami—, nos encontramos con una sociedad japonesa distópica. En el argumento seguimos al joven Shūya Nanahara, quien vive en una época donde la población japonesa ha alcanzado un número insostenible. Para empeorar las cosas, la juventud está fuera de control: el caos y la violencia reina en las escuelas. Como una medida para reducir la población y contener las juventudes delincuentes, el gobierno ha tenido una idea fabulosa: cada año, se selecciona una clase de preparatoria al azar para participar en el juego conocido como Battle Royale. Las reglas son simples, se le entrega a cada uno de los compañeros de clase una mochila con cierto equipo, agua, ropa y un arma al azar —desde una cuchara hasta una ametralladora—; luego se les libera en una isla desierta. A partir de ese momento, los jugadores tienen un par de días para aniquilar a sus compañeros. El que quede con vida —y solo podrá ser uno— será el ganador del juego, y se llevará la gloria y la libertad a casa. 

De acuerdo con Marc Walkow, autor del artículo “The History of postwar Japan as told by a radical anarchist”, Fukasaku encontró en la Segunda Guerra Mundial la inspiración para llevar a cabo su película, lo que nos muestra ya un patrón en los autores analizados. En el caso del director japonés contamos con la siguiente anécdota:

Un episodio decisivo en su vida ocurrió cerca del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando la fábrica de municiones donde él y sus compañeros de clase trabajaban fue bombardeada por la artillería naval estadounidense, y a él y a sus amigos se les asignó la tarea de recoger los restos de sus compañeros de trabajo fallecidos. Como el propio director relató en muchas entrevistas, el trauma residual de esta experiencia influyó en la ira y la violencia de lo que se convertiría en su última película. (2016, p. 54)

En el centro de la “crueldad infantil” representada en la obra, encontramos una realidad traumática y violenta que arroja a los niños a situaciones que no comprenden y que, en cualquier circunstancia, no les competen. Esta sensación de abandono y desesperanza se ve reflejada con toda claridad en Shūya, así como en la mayoría de los compañeros de clase que deben padecer la muerte de sus amigos, así como la propia. La película fue prohibida en varios países, y Toei paró su distribución durante varios años debido al fuerte contenido. Sin embargo, nada de esto impidió que se volviera un clásico indiscutible del cine, y una de las críticas más certeras del papel que las sociedades contemporáneas tienen reservado para sus juventudes: un rol sacrificial, de objetos de consumo y de desecho. 

¿Qué tanto se diferencian las desavenencias del pequeño Max del salvajismo brutal de Jack? ¿Hasta dónde los temores padecidos por Ralph emulan a los del joven Shūya, en su intento por escapar de una realidad violenta que no entiende? Aunque descritos en distintos niveles y para públicos diferentes, en el centro de las obras analizadas en este texto —desde Sendak hasta Fukasaku— encontramos el mismo dilema: los mecanismos sociales contemporáneos parecen ofrecer solo dos opciones para la infancia: la domesticación o el ostracismo. Y en la supuesta crueldad de los niños se encuentran los rasgos inequívocos de una sociedad capaz de educar para la crueldad y la violencia. 

Cuando termina su historia, Max se embarca de regreso a casa, dejando atrás la isla de los monstruos. Se sube a la barca, se despide de sus nuevos amigos que han hecho todo lo posible por mantenerlo en aquel sitio. Luego navega un largo año por las aguas de la imaginación, se interna en la selva y vuelve a su cuarto, en donde lo espera, sí, la cena todavía caliente que su madre ha dejado para él. 

Al igual que Max, los infantes terribles que campean en estas obras no son sino una advertencia contra las sociedades contemporáneas, que premian la sumisión y se ensañan con la rebeldía. De tal suerte, probablemente el mensaje más concreto de estas obras se relacione no con el temor que provocan los niños, sino con la necesidad de nutrir esa “naturaleza” desobediente. Hay que decirlo con claridad: la desobediencia está llena de esperanza, pues en ella se encuentra el germen de cualquier revolución. 

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1 Un ejemplo de lo anterior se encuentra en la cinta おくりびと (Okuribito, “el que envía”, 2008), obra cúspide del director Yōjirō Takita que llegó a las salas mexicanas como Violines en el cielo; en ella, podemos observar la vida de un joven chelista que debe buscar trabajo en su pueblo luego de ser despedido de la orquesta donde trabajaba. Lamentablemente para él, en su pueblo no hay orquestas, y el único trabajo que encuentra es en una funeraria; a partir de este momento, deberá luchar contra los prejuicios —los propios, los de la gente a su alrededor—, mientras intenta ganarse la vida y dignificar una profesión indispensable para cualquier sociedad del mundo.

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Referencias:

Bodmer, G. R. (2014). Maurice Sendak: The Child as Artist. PMLA, 129(1), 101–103.

Cech, J. (2014). Maurice Sendak and “Where the Wild Things Are”: A Legacy of Transformation. PMLA, 129(1), 104–106.

Diken, B., & Laustsen, C. B. (2006). From War to War: Lord of the Flies as the Sociology of Spite. Alternatives: Global, Local, Political, 31(4), 431–452.

Golding, W. (2022). El señor de las moscas (Carmen Vergara, Trad.). Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1954)

Ōe, K. (2008). Arrancad las semillas, fusilad a los niños (M. Wandenbergh, Trad.). Anagrama. (Obra original publicada en 1958)

Sendak, M. (2020). Donde viven los monstruos (A. Gervás, Trad.). Kalandraka. (Obra original publicada en 1963)

Walkow, M. (2016). The History of postwar Japan as told by a radical anarchist. Film Comment, 52(1), 52–59.

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Donde viven los monstruos

Donde viven los monstruos

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2025
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Los infantes terribles en algunas obras literarias de William Golding a Ōe Kenzaburō son una advertencia contra las sociedades contemporáneas, que premian la sumisión y se ensañan con la rebeldía.

Aquella noche, Max se comportó particularmente mal. Vestido con su traje de Lobo Feroz —villano eficaz y ecuménico de la literatura infantil—, hizo fechorías por toda la casa; incluso se atrevió a amenazar a su madre: “¡Te voy a comer!”, le gritó, luego de que ella intentara reprenderlo. El castigo no se hizo esperar: lo enviaron a su cuarto, obligado a dormir sin cenar. Cualquier niño normal —al menos eso esperamos los adultos—, hubiera permanecido silencioso y obediente, reflexionaría sobre sus actos y saldría a la mañana siguiente transformado en una persona más empática y mejor comportada. Pero Max no es un niño normal —¿quién lo es?—, y no se conformó con ese destino, sino que fue aún más allá en el sendero de la desobediencia: esperó a que su habitación se transformara en una espesa jungla, subió a un bote y se embarcó durante un larguísimo año por las aguas misteriosas de la imaginación hasta llegar a una isla ignota y peligrosa. Finalmente, allá donde viven los monstruos, Max fue reconocido como el rey. 

En la literatura, el cine y el arte en general, los infantes terribles como Max aparecen como espejo de nuestras necesidades sentimentales y filosóficas. Quizá por esta razón tantos autores de siglos pasados reflejaron en sus obras a niños con cualidades negativas. Más cerca del siglo XXI, algunas obras literarias han reproducido otra serie de personajes infantiles inclinados hacia la maldad: niños malignos y terribles que aparecen como adversarios del protagonista —casi siempre adulto—, capaces de causar daño a sí mismos y a sus semejantes. Esta versión del personaje infantil —si bien no me resulta errada o reprobable, pues ha generado personajes memorables— nos permite profundizar ahora en un vicio de carácter que cada día se visibiliza más en nuestros tiempos: la misopedia, paidofobia o niñofobia, esto es, el miedo (o repudio o, de plano, desprecio) a los niños. 

En este sentido llaman mi atención tres obras que reflejan personajes infantiles problemáticos y cómo sus tramas, símbolos o personajes denuncian un creciente desprecio de la sociedad hacia sus infantes: Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak; El señor de las moscas, de William Golding, y Arrancad las semillas, fusilad a los niños, de Ōe Kenzaburō. En cada una de ellas, la figura infantil aparece rodeada de cierta monstruosidad y, en un primer vistazo, podría parecer que los autores lanzan una advertencia inequívoca sobre lo real y temible de la maldad infantil. Por mi parte, propongo otra lectura: una que nos permita observar a los personajes como víctimas de esquemas sociales que no contemplan las infancias y que fuerzan a los niños a “madurar” de formas violentas.

La isla de la desobediencia

Cuando Maurice Sendak publicó Donde viven los monstruos (Where the Wild Things Are, 1963), “la infancia era algo de lo cual se salía al madurar, salvo por aquellas experiencias traumáticas y otros recuerdos, tanto únicos como mundanos, que uno cargaba a lo largo de la vida”, según expresa John Cech en su artículo “Maurice Sendak and Where the wild things are: A Legacy of Transformation” (p. 104). El niño no era sino un simulacro de la existencia, un ser siempre “en proceso” de convertirse en otra cosa más maleable y cómoda. Este tipo de pensamiento podría parecer cruel, pero se encuentra en muchas expresiones —incluso las bienintencionadas— de nuestra habla cotidiana, aún en nuestros días. Por ejemplo, para la directora del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, Mónica González Contró, decir que los niños son el futuro “es como decir que no son relevantes ahora, y que lo que importa es que los cuidemos para que después sean buenos ciudadanos. Eso es absolutamente contrario al enfoque de derechos”. Es una realidad que las sociedades están planeadas por y para los adultos; aún más, la mayoría de los esquemas de gobernanza y vida civil se encuentran lejos del alcance de los niños: el niño es extranjero en su tierra, una otredad inmediata en camino a la domesticación —o algo peor. 

No son pocos los autores de literatura infantil que han pecado de complacencia con estas ideas, y por ello es posible encontrar personajes sosos, pasivos, que se limitan a reaccionar a las experiencias que los subyugan y, cuando mucho, se permiten aprender de ellas cuando ya es muy tarde. De lo contrario, lo único que les espera es el castigo: Caperucita es devorada por no seguir el buen consejo de su madre; Pedro pierde su rebaño por mentirles a los villanos y jugar con su confianza. El castigo a la desobediencia siempre es grande. Y qué decir de los que habitan las páginas o las pantallas de cine, propuestos por las grandes empresas de entretenimiento infantil. La infancia es un espacio sumamente incómodo para cierto sector de la sociedad: el que valora el orden y las buenas costumbres. 

La belleza de Max, como personaje literario, se sustenta en su contraposición a lo anterior: no solo es un niño desobediente, sino un niño capaz de expresar emociones negativas con toda intensidad, y de encontrar paz en ellas. Un niño que no solo es capaz de gritarle a su madre, sino que además se premia con un viaje extraordinario y, además, se corona como el rey de las cosas salvajes. Este último adjetivo es clave: ser salvaje, ingobernable, inconforme con la norma social, son todas cualidades propias de la infancia que podemos encontrar en muchos héroes tanto de fábulas antiguas como de relatos contemporáneos.  

En su discurso de recepción del Premio Caldecott, el propio Sendak expresaría:

Son los juegos necesarios que los niños deben inventar para combatir una terrible realidad de la infancia: su vulnerabilidad al miedo, la ira, el odio y la frustración; todas esas emociones que forman parte de sus vidas y que solo pueden percibir como fuerzas ingobernables y peligrosas. Para dominar estas fuerzas, los niños recurren a la fantasía: ese mundo imaginario donde las situaciones emocionales perturbadoras se resuelven a su entera satisfacción. A través de la fantasía, Max, el héroe de mi libro, descarga su ira contra su madre y regresa al mundo real somnoliento, hambriento y en paz con su madre.

¿Nos ha arrebatado la norma social nuestra capacidad de expresarnos emocionalmente? Si les negamos las emociones negativas, ¿cómo esperamos que los niños se protejan y combatan la violencia que envuelve las realidades contemporáneas? ¿Cuántos de nosotros deberíamos aprender, como Max, que las emociones negativas son parte importante de nuestra paz mental? 

El mensaje situado al centro de Donde viven los monstruos tiene relación precisamente con la necesidad de abrazar esas emociones negativas, como características esenciales de una niñez sana. Para George R. Bodmer, autor del artículo “Maurice Sendak: The Child as Artist”, los monstruos de Max no son sino representaciones de los aspectos más salvajes de su personalidad, que resultan difíciles de controlar para él (2014, p. 101). Con el fin de alcanzar la madurez emocional, nos dice Sendak, a veces es necesario crear nuestros propios monstruos y reinar sobre ellos. De acuerdo con esto, la isla de los monstruos está lejos de ser un lugar de abyección: se trata de un destino que todos deberíamos visitar eventualmente, por nuestro propio bien. 

Si bien Max se ha sostenido como un prototipo para cierto tipo de personajes infantiles, he señalado antes que su construcción estuvo precedida por otros infantes terribles que poblaron la literatura. Probablemente, el ejemplo más icónico se encuentre en la célebre novela de William Golding, El señor de las moscas, que repasaremos a continuación. 

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El germen de la maldad

El señor de las moscas (Lord of the Flies, 1954) es la primera novela de William Golding. En apenas unas cuantas décadas se constituyó en uno de los clásicos de la literatura contemporánea. El título surge a partir del nombre Belcebú, el cual deriva de la voz hebrea בַּעַל זְבוּב (Ba'al Zəḇūḇ) y que significa literalmente: “El señor de las moscas”. Este nombre, por cierto, se trata de una burla o parodia del nombre original de una deidad cananea llamada בַּעַל זְבוּל (Ba‘al Zəvûl), cuyo significado sería “El señor de los Cielos”. La transformación en el nombre resulta importante en la novela pues plantea, desde el título mismo, la dualidad que se encarna en los protagonistas: por un lado, la promesa de la salvación y la vida; por el otro, el acecho de la muerte y la corrupción espiritual. 

El argumento de esta novela es tan peculiar que ha sido parodiada por varios programas televisivos, siendo probablemente las versiones más famosas el episodio 14 de la temporada 9 de Los Simpson, titulado “Das Bus”; y el episodio 12 de la temporada 2 de South Park, titulado “South Park: Clubhouses”. Golding plantea la historia de un grupo de niños que viajan en un avión durante un conflicto bélico que no se nombra pero que, por sus cualidades, probablemente sea una nueva guerra mundial, plagada de armamentos nucleares. El avión es derribado y, con ello, el grupo queda varado en una isla desierta. A partir de entonces, los niños intentarán reconstruir una sociedad para sí mismos basada en dos sistemas de valores: por un lado, la razón, la justicia y la ley; por el otro, la supervivencia del más fuerte, la fuerza y la barbarie. 

Bülent Diken y Carsten Bagge Laustsen, autores del artículo “From War to War: Lord of the Flies as the Sociology of Spite”, expresan que ambos sistemas tienen una conexión directa con la realidad política de mediados del siglo XX: por un lado, Ralph representa la utopía democrática, cuyo objetivo es mantener cierto sentido de disciplina y organización que permita a los niños mantener una esperanza de rescate y supervivencia, representados por la flama que mantienen encendida para llamar la atención de algún avión. Por el otro se encuentra Jack, del grupo de cazadores, quien encarna la violencia fascista, cuyo objetivo es formar una tribu donde predomine el miedo y la violencia como mecanismos para empoderarse y establecer su propio régimen sobre la isla. “Las dos topologías coexisten, y por lo tanto sería un error ver una de ellas como algo más cercano a la naturaleza, más verdadera o más reveladora que la otra; por esta razón siempre se mantiene un frágil balance entre ambas” (2006, pp. 431-432).

He escuchado a muchos lectores de El señor de las moscas referirse a la novela como una ventana que nos permite vislumbrar la maldad infantil. Nuevamente, esta visión no hace sino revelar una predisposición de los lectores a creer, como Maquiavelo, que el ser humano es vil por naturaleza y que la realidad no hace sino recrudecer esta condición: “los niños son crueles” parece ser el axioma más socorrido por este sistema de ideas que, nuevamente, le atribuye a la niñez ciertas cualidades morales propias del mundo adulto. No obstante, considero que la novela de Golding admite otra lectura, una que va más allá de los sistemas sociales pactados por los dos grupos de niños y que tiene que ver con la pérdida de la inocencia.  

Esto se observa a lo largo de todo el texto, pero queda expresado con mayor claridad en la escena de la muerte de Simon. Cuando Simon acude a la guarida del Señor de las Moscas —la cabeza de cerdo clavada en una estaca que aterra y maravilla a los personajes—, sufre una experiencia mística que le permite establecer un diálogo con la criatura. La escena resulta indispensable para entender el mensaje filosófico que la obra plantea sobre la maldad:

—Bueno, entonces —dijo el Señor de las Moscas— será mejor que te vayas a jugar con los otros. Piensan que estás loco. ¿No querrás que Ralph piense que estás loco, no es cierto? ¿Te gusta mucho Ralph, no es cierto? Y Piggy, y Jack. 
La cabeza de Simon estaba ligeramente torcida hacia arriba. No podía apartar los ojos, y el Señor de las Moscas colgaba en el espacio, ante él.
—¿Qué haces aquí solo? ¿No me tienes miedo?
Simon meneó la cabeza.
—No hay nadie que pueda ayudarte. Solo yo. Y yo soy la Bestia.
Simon movió trabajosamente la boca, y pronunció algunas audibles palabras.
—Una cabeza de cerdo en un palo.
—¡Qué ocurrencia pensar que la Bestia es algo que se puede cazar y matar! —dijo la cabeza. Durante un momento o dos, en la selva y todos los otros sitios apenas visibles en la oscuridad, se oyeron los ecos de una parodia de risa—. ¿Lo sabes, no es cierto? Soy parte de ti. ¿Soy la razón por la que nadie puede irse, y las cosas son como son? (p. 118)

Luego de este singular encuentro, Simon hace un descubrimiento vital: la Bestia que han temido durante la novela no es una criatura real, sino que se trata del cuerpo del paracaidista muerto. Simon entiende que su deber es informar a los otros niños, que esta revelación tendrá repercusiones en el frágil statu quo de la sociedad que han conformado y que el raciocinio y la alianza son la única forma de salir de aquel horror. Por desgracia, él mismo se encuentra al borde del delirio y, para cuando llega al lado de sus compañeros, su estado es tan precario que no logra articular palabra.

Los otros niños, por su parte, se encuentran en medio de una ceremonia tribal. El ímpetu de tormenta y el clima general de paranoia y miedo que han propiciado los sumergen en un frenesí primitivo y violento. Cuando ven llegar a Simon envuelto en el paracaídas, lo confunden con la “Bestia” y, en su furia y terror, lo atacan y terminan con su vida en total brutalidad. “—¡Mátala! ¡Degüéllala! ¡Desángrala!”, gritan enloquecidos. La muerte de Simon no termina con la violencia de los niños, sino que se vuelve el punto más álgido en donde la inocencia y la razón desaparecen definitivamente para dar paso a un régimen brutal que, por cierto, resulta una evidente crítica a la brutalidad de la guerra, que el propio Golding vivió en carne propia. ¿Existe acaso un territorio más propio de la adultez que la guerra?

La crueldad expresada en la novela de Golding tiene como característica esencial cierta horizontalidad: los niños son crueles con los niños. En el final de la obra, la llegada del oficial de la Marina aparece como un símbolo de la autoridad madura y ordenada que representa el rescate, no solo físico, sino también moral de los personajes. Me parece que, solo en este aspecto, Golding subordina —incluso subestima— a las infancias a un orden “adulto”. Esto no ocurre de la misma manera en la novela de Ōe, en donde niños y adolescentes además de padecer la crueldad propia, estarán sujetos a la voluntad de un orden adulto que los teme, los segrega y, conforme avanza la historia, termina por aniquilarlos. 

Ilustración realizada por el niño Fernando Duarte Rangel.

Arrancar la mala yerba

El tema de la guerra y sus consecuencias en las comunidades rurales de Japón se encuentra en el centro de la obra de Ōe Kenzaburō. Desde su primera obra, 飼育 (Shiiku, “la captura”, nouvelle de largo aliento traducida por Anagrama como La presa, 1994), podemos observar cómo la presencia de un soldado afroamericano altera por completo la dinámica social en una pequeña aldea, y lleva a todos sus habitantes —desde los niños hasta los ancianos— a replantearse lo que saben sobre la vida en comunidad, la política regional y la piedad. 

En Arrancad las semillas, fusilad a los niños (芽むしり仔撃ち, Memushiri kouchi, 1958) —curiosamente, también la primera novela del japonés— Ōe retoma las mismas preocupaciones pero, en esta ocasión, el que irrumpe en la vida tranquila de los aldeanos no es un soldado enemigo, sino un grupo de niños y jóvenes de un reformatorio que, debido a los constantes bombardeos y a la situación problemática en la que se encontraban, son evacuados a una lejana aldea de montaña. La integración de los jóvenes al nuevo paisaje trae muchos inconvenientes: los aldeanos no han pedido esto y, desde el principio, se muestran reacios a aceptar a los nuevos habitantes, a pesar de que los jóvenes fueron recluidos en una bodega en una zona alejada del pueblo. 

La violencia padecida se hace patente desde el inicio de la novela, cuando nos enteramos de que dos de los miembros del contingente escapan, pero son pronto capturados por los aldeanos y golpeados brutalmente. Esta escena obliga a los demás jóvenes —y a los lectores— a entender que no son refugiados, sino prisioneros en la nueva realidad que los convoca. A partir de este punto, la larga lista de abusos padecidos no hace sino crecer y pronto, con la llegada de una epidemia, su encierro alcanzará tintes macabros. 

En este punto, el autor nos regala una de las escenas más crueles y memorables de la novela, en la cual observamos a los niños cavando tumbas para los muertos de la aldea: 

Como ya nos habíamos acostumbrado a cavar tumbas, la tarea se hizo con facilidad. Trabajamos divididos en dos grupos: los que manejaban la azada y los que sacaban la tierra. Si salían bichos de la tierra, los aplastábamos inmediatamente de un pisotón. I y los demás debían de tener dificultades para convencer a la niña sentada junto al cadáver tendido en el almacén, porque tardaban en volver. Pasado un buen rato, se oyeron gritos procedentes del camino adoquinado. Dejé los últimos toques del trabajo a mis compañeros y subí por el sendero, donde empezaba a secarse el barro que se había formado al deshelarse la escarcha.
Al cabo, mis compañeros aparecieron por el camino adoquinado. Minami y unos cuantos más llevaban a hombros el cadáver envuelto en una manta y una tela blanca, como si trasladaran a una ternera que se hubiera roto una pata y no pudiera moverse. Los que no soportaban directamente su peso ayudaban a los demás estirando los brazos cuanto podían. A cierta distancia los seguía la niña, que no apartaba los ojos de los restos mortales de su madre, e I, que se inclinaba hacia ella y le hablaba. El cortejo pasó ante mí. Y llegó la niña, pálida, con los labios cortados y los ojos anegados en lágrimas. Pasó sin prestarme atención, con la vista fija en el cadáver de su madre y los hombros temblorosos a causa de los sollozos.
—Mira, no hay más remedio, está muerta —le decía I en tono afectuoso y consolador—. Tu madre ha muerto, ¿no? Huele mal, hay que enterrarla.

La escena está cargada de cierta belleza, e incluso podemos observar que algunos de los personajes, como I, actúan con piedad cuando intentan consolar a la niña de la aldea que, al morir su madre, se ha convertido en una paria más, como ellos. La niña representa también una de las críticas más puntuales y graves sobre el fenómeno de la guerra y su efecto en las familias japonesas, la encarnación del sufrimiento infantil ante la tragedia, cuya experiencia marca tanto a los protagonistas como al lector. 

Además de lo anterior, la escena del entierro nos permite entender hasta qué punto la sociedad de la novela ha segregado a los jóvenes protagonistas. Para entender mejor lo anterior, es importante explicar que el trabajo de sepultar cadáveres, en Japón, se considera como algo “impuro”, indigno de llevar a cabo por una persona respetable. Tradicionalmente, los sepultureros pertenecían a un sector social conocido como 部落民 (burakumin, “gente de la aldea”), que congrega a las clases sociales más bajas por motivos ocupacionales más que étnicos. Los burakumin se ocupaban de aquellas profesiones que ningún habitante quería realizar: trabajadores de mataderos, carniceros, curtidores, sepultureros y verdugos, entre otras profesiones. Debido a lo anterior, sufrieron el ostracismo dentro de sus comunidades e, incluso en la actualidad, podemos observar cierta discriminación hacia las personas que llevan a cabo este tipo de trabajos.1

Al darles a los niños el oficio de sepultureros, el mensaje de Ōe resulta claro: se encuentran en el punto más bajo de la sociedad y, por lo tanto, los aldeanos pueden justificar cualquier clase de maltrato. Cuando el pueblo se ve asolado por la peste, la gente no duda en encerrarlos en la bodega y largarse del sitio, abandonándolos a su suerte. Este abandono no solo es una medida física, sino también simbólica: como son jóvenes problemáticos, incluso criminales pues salieron de un reformatorio, la persecución y la violencia física se vuelven herramientas factibles y justificables. Por mi parte, considero que en este actuar hay una denuncia adicional: se trata de destacar nuestro inútil intento social de “controlar” a los jóvenes, y de mostrar que siempre es más difícil separar, contener y erradicar a las infancias incómodas que crear una sociedad que las integre de forma adecuada. 

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No quiero terminar este texto sin conectar la anterior idea con una obra que, a mi parecer, lleva la misopedia a un nivel radical y, sin embargo, arroja luz sobre nuestra manera de relacionarnos con las infancias. En la película Battle Royale (バトル・ロワイアル, 2001), del director Kinji Fukasaku —basada en la novela homónima de Kōshun Takami—, nos encontramos con una sociedad japonesa distópica. En el argumento seguimos al joven Shūya Nanahara, quien vive en una época donde la población japonesa ha alcanzado un número insostenible. Para empeorar las cosas, la juventud está fuera de control: el caos y la violencia reina en las escuelas. Como una medida para reducir la población y contener las juventudes delincuentes, el gobierno ha tenido una idea fabulosa: cada año, se selecciona una clase de preparatoria al azar para participar en el juego conocido como Battle Royale. Las reglas son simples, se le entrega a cada uno de los compañeros de clase una mochila con cierto equipo, agua, ropa y un arma al azar —desde una cuchara hasta una ametralladora—; luego se les libera en una isla desierta. A partir de ese momento, los jugadores tienen un par de días para aniquilar a sus compañeros. El que quede con vida —y solo podrá ser uno— será el ganador del juego, y se llevará la gloria y la libertad a casa. 

De acuerdo con Marc Walkow, autor del artículo “The History of postwar Japan as told by a radical anarchist”, Fukasaku encontró en la Segunda Guerra Mundial la inspiración para llevar a cabo su película, lo que nos muestra ya un patrón en los autores analizados. En el caso del director japonés contamos con la siguiente anécdota:

Un episodio decisivo en su vida ocurrió cerca del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando la fábrica de municiones donde él y sus compañeros de clase trabajaban fue bombardeada por la artillería naval estadounidense, y a él y a sus amigos se les asignó la tarea de recoger los restos de sus compañeros de trabajo fallecidos. Como el propio director relató en muchas entrevistas, el trauma residual de esta experiencia influyó en la ira y la violencia de lo que se convertiría en su última película. (2016, p. 54)

En el centro de la “crueldad infantil” representada en la obra, encontramos una realidad traumática y violenta que arroja a los niños a situaciones que no comprenden y que, en cualquier circunstancia, no les competen. Esta sensación de abandono y desesperanza se ve reflejada con toda claridad en Shūya, así como en la mayoría de los compañeros de clase que deben padecer la muerte de sus amigos, así como la propia. La película fue prohibida en varios países, y Toei paró su distribución durante varios años debido al fuerte contenido. Sin embargo, nada de esto impidió que se volviera un clásico indiscutible del cine, y una de las críticas más certeras del papel que las sociedades contemporáneas tienen reservado para sus juventudes: un rol sacrificial, de objetos de consumo y de desecho. 

¿Qué tanto se diferencian las desavenencias del pequeño Max del salvajismo brutal de Jack? ¿Hasta dónde los temores padecidos por Ralph emulan a los del joven Shūya, en su intento por escapar de una realidad violenta que no entiende? Aunque descritos en distintos niveles y para públicos diferentes, en el centro de las obras analizadas en este texto —desde Sendak hasta Fukasaku— encontramos el mismo dilema: los mecanismos sociales contemporáneos parecen ofrecer solo dos opciones para la infancia: la domesticación o el ostracismo. Y en la supuesta crueldad de los niños se encuentran los rasgos inequívocos de una sociedad capaz de educar para la crueldad y la violencia. 

Cuando termina su historia, Max se embarca de regreso a casa, dejando atrás la isla de los monstruos. Se sube a la barca, se despide de sus nuevos amigos que han hecho todo lo posible por mantenerlo en aquel sitio. Luego navega un largo año por las aguas de la imaginación, se interna en la selva y vuelve a su cuarto, en donde lo espera, sí, la cena todavía caliente que su madre ha dejado para él. 

Al igual que Max, los infantes terribles que campean en estas obras no son sino una advertencia contra las sociedades contemporáneas, que premian la sumisión y se ensañan con la rebeldía. De tal suerte, probablemente el mensaje más concreto de estas obras se relacione no con el temor que provocan los niños, sino con la necesidad de nutrir esa “naturaleza” desobediente. Hay que decirlo con claridad: la desobediencia está llena de esperanza, pues en ella se encuentra el germen de cualquier revolución. 

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1 Un ejemplo de lo anterior se encuentra en la cinta おくりびと (Okuribito, “el que envía”, 2008), obra cúspide del director Yōjirō Takita que llegó a las salas mexicanas como Violines en el cielo; en ella, podemos observar la vida de un joven chelista que debe buscar trabajo en su pueblo luego de ser despedido de la orquesta donde trabajaba. Lamentablemente para él, en su pueblo no hay orquestas, y el único trabajo que encuentra es en una funeraria; a partir de este momento, deberá luchar contra los prejuicios —los propios, los de la gente a su alrededor—, mientras intenta ganarse la vida y dignificar una profesión indispensable para cualquier sociedad del mundo.

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Referencias:

Bodmer, G. R. (2014). Maurice Sendak: The Child as Artist. PMLA, 129(1), 101–103.

Cech, J. (2014). Maurice Sendak and “Where the Wild Things Are”: A Legacy of Transformation. PMLA, 129(1), 104–106.

Diken, B., & Laustsen, C. B. (2006). From War to War: Lord of the Flies as the Sociology of Spite. Alternatives: Global, Local, Political, 31(4), 431–452.

Golding, W. (2022). El señor de las moscas (Carmen Vergara, Trad.). Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1954)

Ōe, K. (2008). Arrancad las semillas, fusilad a los niños (M. Wandenbergh, Trad.). Anagrama. (Obra original publicada en 1958)

Sendak, M. (2020). Donde viven los monstruos (A. Gervás, Trad.). Kalandraka. (Obra original publicada en 1963)

Walkow, M. (2016). The History of postwar Japan as told by a radical anarchist. Film Comment, 52(1), 52–59.

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Ilustración realizada por la niña Mariana Duarte Rangel.

Donde viven los monstruos

Donde viven los monstruos

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Los infantes terribles en algunas obras literarias de William Golding a Ōe Kenzaburō son una advertencia contra las sociedades contemporáneas, que premian la sumisión y se ensañan con la rebeldía.

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Ilustración de
Traducción de

Aquella noche, Max se comportó particularmente mal. Vestido con su traje de Lobo Feroz —villano eficaz y ecuménico de la literatura infantil—, hizo fechorías por toda la casa; incluso se atrevió a amenazar a su madre: “¡Te voy a comer!”, le gritó, luego de que ella intentara reprenderlo. El castigo no se hizo esperar: lo enviaron a su cuarto, obligado a dormir sin cenar. Cualquier niño normal —al menos eso esperamos los adultos—, hubiera permanecido silencioso y obediente, reflexionaría sobre sus actos y saldría a la mañana siguiente transformado en una persona más empática y mejor comportada. Pero Max no es un niño normal —¿quién lo es?—, y no se conformó con ese destino, sino que fue aún más allá en el sendero de la desobediencia: esperó a que su habitación se transformara en una espesa jungla, subió a un bote y se embarcó durante un larguísimo año por las aguas misteriosas de la imaginación hasta llegar a una isla ignota y peligrosa. Finalmente, allá donde viven los monstruos, Max fue reconocido como el rey. 

En la literatura, el cine y el arte en general, los infantes terribles como Max aparecen como espejo de nuestras necesidades sentimentales y filosóficas. Quizá por esta razón tantos autores de siglos pasados reflejaron en sus obras a niños con cualidades negativas. Más cerca del siglo XXI, algunas obras literarias han reproducido otra serie de personajes infantiles inclinados hacia la maldad: niños malignos y terribles que aparecen como adversarios del protagonista —casi siempre adulto—, capaces de causar daño a sí mismos y a sus semejantes. Esta versión del personaje infantil —si bien no me resulta errada o reprobable, pues ha generado personajes memorables— nos permite profundizar ahora en un vicio de carácter que cada día se visibiliza más en nuestros tiempos: la misopedia, paidofobia o niñofobia, esto es, el miedo (o repudio o, de plano, desprecio) a los niños. 

En este sentido llaman mi atención tres obras que reflejan personajes infantiles problemáticos y cómo sus tramas, símbolos o personajes denuncian un creciente desprecio de la sociedad hacia sus infantes: Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak; El señor de las moscas, de William Golding, y Arrancad las semillas, fusilad a los niños, de Ōe Kenzaburō. En cada una de ellas, la figura infantil aparece rodeada de cierta monstruosidad y, en un primer vistazo, podría parecer que los autores lanzan una advertencia inequívoca sobre lo real y temible de la maldad infantil. Por mi parte, propongo otra lectura: una que nos permita observar a los personajes como víctimas de esquemas sociales que no contemplan las infancias y que fuerzan a los niños a “madurar” de formas violentas.

La isla de la desobediencia

Cuando Maurice Sendak publicó Donde viven los monstruos (Where the Wild Things Are, 1963), “la infancia era algo de lo cual se salía al madurar, salvo por aquellas experiencias traumáticas y otros recuerdos, tanto únicos como mundanos, que uno cargaba a lo largo de la vida”, según expresa John Cech en su artículo “Maurice Sendak and Where the wild things are: A Legacy of Transformation” (p. 104). El niño no era sino un simulacro de la existencia, un ser siempre “en proceso” de convertirse en otra cosa más maleable y cómoda. Este tipo de pensamiento podría parecer cruel, pero se encuentra en muchas expresiones —incluso las bienintencionadas— de nuestra habla cotidiana, aún en nuestros días. Por ejemplo, para la directora del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, Mónica González Contró, decir que los niños son el futuro “es como decir que no son relevantes ahora, y que lo que importa es que los cuidemos para que después sean buenos ciudadanos. Eso es absolutamente contrario al enfoque de derechos”. Es una realidad que las sociedades están planeadas por y para los adultos; aún más, la mayoría de los esquemas de gobernanza y vida civil se encuentran lejos del alcance de los niños: el niño es extranjero en su tierra, una otredad inmediata en camino a la domesticación —o algo peor. 

No son pocos los autores de literatura infantil que han pecado de complacencia con estas ideas, y por ello es posible encontrar personajes sosos, pasivos, que se limitan a reaccionar a las experiencias que los subyugan y, cuando mucho, se permiten aprender de ellas cuando ya es muy tarde. De lo contrario, lo único que les espera es el castigo: Caperucita es devorada por no seguir el buen consejo de su madre; Pedro pierde su rebaño por mentirles a los villanos y jugar con su confianza. El castigo a la desobediencia siempre es grande. Y qué decir de los que habitan las páginas o las pantallas de cine, propuestos por las grandes empresas de entretenimiento infantil. La infancia es un espacio sumamente incómodo para cierto sector de la sociedad: el que valora el orden y las buenas costumbres. 

La belleza de Max, como personaje literario, se sustenta en su contraposición a lo anterior: no solo es un niño desobediente, sino un niño capaz de expresar emociones negativas con toda intensidad, y de encontrar paz en ellas. Un niño que no solo es capaz de gritarle a su madre, sino que además se premia con un viaje extraordinario y, además, se corona como el rey de las cosas salvajes. Este último adjetivo es clave: ser salvaje, ingobernable, inconforme con la norma social, son todas cualidades propias de la infancia que podemos encontrar en muchos héroes tanto de fábulas antiguas como de relatos contemporáneos.  

En su discurso de recepción del Premio Caldecott, el propio Sendak expresaría:

Son los juegos necesarios que los niños deben inventar para combatir una terrible realidad de la infancia: su vulnerabilidad al miedo, la ira, el odio y la frustración; todas esas emociones que forman parte de sus vidas y que solo pueden percibir como fuerzas ingobernables y peligrosas. Para dominar estas fuerzas, los niños recurren a la fantasía: ese mundo imaginario donde las situaciones emocionales perturbadoras se resuelven a su entera satisfacción. A través de la fantasía, Max, el héroe de mi libro, descarga su ira contra su madre y regresa al mundo real somnoliento, hambriento y en paz con su madre.

¿Nos ha arrebatado la norma social nuestra capacidad de expresarnos emocionalmente? Si les negamos las emociones negativas, ¿cómo esperamos que los niños se protejan y combatan la violencia que envuelve las realidades contemporáneas? ¿Cuántos de nosotros deberíamos aprender, como Max, que las emociones negativas son parte importante de nuestra paz mental? 

El mensaje situado al centro de Donde viven los monstruos tiene relación precisamente con la necesidad de abrazar esas emociones negativas, como características esenciales de una niñez sana. Para George R. Bodmer, autor del artículo “Maurice Sendak: The Child as Artist”, los monstruos de Max no son sino representaciones de los aspectos más salvajes de su personalidad, que resultan difíciles de controlar para él (2014, p. 101). Con el fin de alcanzar la madurez emocional, nos dice Sendak, a veces es necesario crear nuestros propios monstruos y reinar sobre ellos. De acuerdo con esto, la isla de los monstruos está lejos de ser un lugar de abyección: se trata de un destino que todos deberíamos visitar eventualmente, por nuestro propio bien. 

Si bien Max se ha sostenido como un prototipo para cierto tipo de personajes infantiles, he señalado antes que su construcción estuvo precedida por otros infantes terribles que poblaron la literatura. Probablemente, el ejemplo más icónico se encuentre en la célebre novela de William Golding, El señor de las moscas, que repasaremos a continuación. 

Te recomendamos leer: La comida chatarra y el Rojo 3, ¿veneno para la infancia en las escuelas de México?

El germen de la maldad

El señor de las moscas (Lord of the Flies, 1954) es la primera novela de William Golding. En apenas unas cuantas décadas se constituyó en uno de los clásicos de la literatura contemporánea. El título surge a partir del nombre Belcebú, el cual deriva de la voz hebrea בַּעַל זְבוּב (Ba'al Zəḇūḇ) y que significa literalmente: “El señor de las moscas”. Este nombre, por cierto, se trata de una burla o parodia del nombre original de una deidad cananea llamada בַּעַל זְבוּל (Ba‘al Zəvûl), cuyo significado sería “El señor de los Cielos”. La transformación en el nombre resulta importante en la novela pues plantea, desde el título mismo, la dualidad que se encarna en los protagonistas: por un lado, la promesa de la salvación y la vida; por el otro, el acecho de la muerte y la corrupción espiritual. 

El argumento de esta novela es tan peculiar que ha sido parodiada por varios programas televisivos, siendo probablemente las versiones más famosas el episodio 14 de la temporada 9 de Los Simpson, titulado “Das Bus”; y el episodio 12 de la temporada 2 de South Park, titulado “South Park: Clubhouses”. Golding plantea la historia de un grupo de niños que viajan en un avión durante un conflicto bélico que no se nombra pero que, por sus cualidades, probablemente sea una nueva guerra mundial, plagada de armamentos nucleares. El avión es derribado y, con ello, el grupo queda varado en una isla desierta. A partir de entonces, los niños intentarán reconstruir una sociedad para sí mismos basada en dos sistemas de valores: por un lado, la razón, la justicia y la ley; por el otro, la supervivencia del más fuerte, la fuerza y la barbarie. 

Bülent Diken y Carsten Bagge Laustsen, autores del artículo “From War to War: Lord of the Flies as the Sociology of Spite”, expresan que ambos sistemas tienen una conexión directa con la realidad política de mediados del siglo XX: por un lado, Ralph representa la utopía democrática, cuyo objetivo es mantener cierto sentido de disciplina y organización que permita a los niños mantener una esperanza de rescate y supervivencia, representados por la flama que mantienen encendida para llamar la atención de algún avión. Por el otro se encuentra Jack, del grupo de cazadores, quien encarna la violencia fascista, cuyo objetivo es formar una tribu donde predomine el miedo y la violencia como mecanismos para empoderarse y establecer su propio régimen sobre la isla. “Las dos topologías coexisten, y por lo tanto sería un error ver una de ellas como algo más cercano a la naturaleza, más verdadera o más reveladora que la otra; por esta razón siempre se mantiene un frágil balance entre ambas” (2006, pp. 431-432).

He escuchado a muchos lectores de El señor de las moscas referirse a la novela como una ventana que nos permite vislumbrar la maldad infantil. Nuevamente, esta visión no hace sino revelar una predisposición de los lectores a creer, como Maquiavelo, que el ser humano es vil por naturaleza y que la realidad no hace sino recrudecer esta condición: “los niños son crueles” parece ser el axioma más socorrido por este sistema de ideas que, nuevamente, le atribuye a la niñez ciertas cualidades morales propias del mundo adulto. No obstante, considero que la novela de Golding admite otra lectura, una que va más allá de los sistemas sociales pactados por los dos grupos de niños y que tiene que ver con la pérdida de la inocencia.  

Esto se observa a lo largo de todo el texto, pero queda expresado con mayor claridad en la escena de la muerte de Simon. Cuando Simon acude a la guarida del Señor de las Moscas —la cabeza de cerdo clavada en una estaca que aterra y maravilla a los personajes—, sufre una experiencia mística que le permite establecer un diálogo con la criatura. La escena resulta indispensable para entender el mensaje filosófico que la obra plantea sobre la maldad:

—Bueno, entonces —dijo el Señor de las Moscas— será mejor que te vayas a jugar con los otros. Piensan que estás loco. ¿No querrás que Ralph piense que estás loco, no es cierto? ¿Te gusta mucho Ralph, no es cierto? Y Piggy, y Jack. 
La cabeza de Simon estaba ligeramente torcida hacia arriba. No podía apartar los ojos, y el Señor de las Moscas colgaba en el espacio, ante él.
—¿Qué haces aquí solo? ¿No me tienes miedo?
Simon meneó la cabeza.
—No hay nadie que pueda ayudarte. Solo yo. Y yo soy la Bestia.
Simon movió trabajosamente la boca, y pronunció algunas audibles palabras.
—Una cabeza de cerdo en un palo.
—¡Qué ocurrencia pensar que la Bestia es algo que se puede cazar y matar! —dijo la cabeza. Durante un momento o dos, en la selva y todos los otros sitios apenas visibles en la oscuridad, se oyeron los ecos de una parodia de risa—. ¿Lo sabes, no es cierto? Soy parte de ti. ¿Soy la razón por la que nadie puede irse, y las cosas son como son? (p. 118)

Luego de este singular encuentro, Simon hace un descubrimiento vital: la Bestia que han temido durante la novela no es una criatura real, sino que se trata del cuerpo del paracaidista muerto. Simon entiende que su deber es informar a los otros niños, que esta revelación tendrá repercusiones en el frágil statu quo de la sociedad que han conformado y que el raciocinio y la alianza son la única forma de salir de aquel horror. Por desgracia, él mismo se encuentra al borde del delirio y, para cuando llega al lado de sus compañeros, su estado es tan precario que no logra articular palabra.

Los otros niños, por su parte, se encuentran en medio de una ceremonia tribal. El ímpetu de tormenta y el clima general de paranoia y miedo que han propiciado los sumergen en un frenesí primitivo y violento. Cuando ven llegar a Simon envuelto en el paracaídas, lo confunden con la “Bestia” y, en su furia y terror, lo atacan y terminan con su vida en total brutalidad. “—¡Mátala! ¡Degüéllala! ¡Desángrala!”, gritan enloquecidos. La muerte de Simon no termina con la violencia de los niños, sino que se vuelve el punto más álgido en donde la inocencia y la razón desaparecen definitivamente para dar paso a un régimen brutal que, por cierto, resulta una evidente crítica a la brutalidad de la guerra, que el propio Golding vivió en carne propia. ¿Existe acaso un territorio más propio de la adultez que la guerra?

La crueldad expresada en la novela de Golding tiene como característica esencial cierta horizontalidad: los niños son crueles con los niños. En el final de la obra, la llegada del oficial de la Marina aparece como un símbolo de la autoridad madura y ordenada que representa el rescate, no solo físico, sino también moral de los personajes. Me parece que, solo en este aspecto, Golding subordina —incluso subestima— a las infancias a un orden “adulto”. Esto no ocurre de la misma manera en la novela de Ōe, en donde niños y adolescentes además de padecer la crueldad propia, estarán sujetos a la voluntad de un orden adulto que los teme, los segrega y, conforme avanza la historia, termina por aniquilarlos. 

Ilustración realizada por el niño Fernando Duarte Rangel.

Arrancar la mala yerba

El tema de la guerra y sus consecuencias en las comunidades rurales de Japón se encuentra en el centro de la obra de Ōe Kenzaburō. Desde su primera obra, 飼育 (Shiiku, “la captura”, nouvelle de largo aliento traducida por Anagrama como La presa, 1994), podemos observar cómo la presencia de un soldado afroamericano altera por completo la dinámica social en una pequeña aldea, y lleva a todos sus habitantes —desde los niños hasta los ancianos— a replantearse lo que saben sobre la vida en comunidad, la política regional y la piedad. 

En Arrancad las semillas, fusilad a los niños (芽むしり仔撃ち, Memushiri kouchi, 1958) —curiosamente, también la primera novela del japonés— Ōe retoma las mismas preocupaciones pero, en esta ocasión, el que irrumpe en la vida tranquila de los aldeanos no es un soldado enemigo, sino un grupo de niños y jóvenes de un reformatorio que, debido a los constantes bombardeos y a la situación problemática en la que se encontraban, son evacuados a una lejana aldea de montaña. La integración de los jóvenes al nuevo paisaje trae muchos inconvenientes: los aldeanos no han pedido esto y, desde el principio, se muestran reacios a aceptar a los nuevos habitantes, a pesar de que los jóvenes fueron recluidos en una bodega en una zona alejada del pueblo. 

La violencia padecida se hace patente desde el inicio de la novela, cuando nos enteramos de que dos de los miembros del contingente escapan, pero son pronto capturados por los aldeanos y golpeados brutalmente. Esta escena obliga a los demás jóvenes —y a los lectores— a entender que no son refugiados, sino prisioneros en la nueva realidad que los convoca. A partir de este punto, la larga lista de abusos padecidos no hace sino crecer y pronto, con la llegada de una epidemia, su encierro alcanzará tintes macabros. 

En este punto, el autor nos regala una de las escenas más crueles y memorables de la novela, en la cual observamos a los niños cavando tumbas para los muertos de la aldea: 

Como ya nos habíamos acostumbrado a cavar tumbas, la tarea se hizo con facilidad. Trabajamos divididos en dos grupos: los que manejaban la azada y los que sacaban la tierra. Si salían bichos de la tierra, los aplastábamos inmediatamente de un pisotón. I y los demás debían de tener dificultades para convencer a la niña sentada junto al cadáver tendido en el almacén, porque tardaban en volver. Pasado un buen rato, se oyeron gritos procedentes del camino adoquinado. Dejé los últimos toques del trabajo a mis compañeros y subí por el sendero, donde empezaba a secarse el barro que se había formado al deshelarse la escarcha.
Al cabo, mis compañeros aparecieron por el camino adoquinado. Minami y unos cuantos más llevaban a hombros el cadáver envuelto en una manta y una tela blanca, como si trasladaran a una ternera que se hubiera roto una pata y no pudiera moverse. Los que no soportaban directamente su peso ayudaban a los demás estirando los brazos cuanto podían. A cierta distancia los seguía la niña, que no apartaba los ojos de los restos mortales de su madre, e I, que se inclinaba hacia ella y le hablaba. El cortejo pasó ante mí. Y llegó la niña, pálida, con los labios cortados y los ojos anegados en lágrimas. Pasó sin prestarme atención, con la vista fija en el cadáver de su madre y los hombros temblorosos a causa de los sollozos.
—Mira, no hay más remedio, está muerta —le decía I en tono afectuoso y consolador—. Tu madre ha muerto, ¿no? Huele mal, hay que enterrarla.

La escena está cargada de cierta belleza, e incluso podemos observar que algunos de los personajes, como I, actúan con piedad cuando intentan consolar a la niña de la aldea que, al morir su madre, se ha convertido en una paria más, como ellos. La niña representa también una de las críticas más puntuales y graves sobre el fenómeno de la guerra y su efecto en las familias japonesas, la encarnación del sufrimiento infantil ante la tragedia, cuya experiencia marca tanto a los protagonistas como al lector. 

Además de lo anterior, la escena del entierro nos permite entender hasta qué punto la sociedad de la novela ha segregado a los jóvenes protagonistas. Para entender mejor lo anterior, es importante explicar que el trabajo de sepultar cadáveres, en Japón, se considera como algo “impuro”, indigno de llevar a cabo por una persona respetable. Tradicionalmente, los sepultureros pertenecían a un sector social conocido como 部落民 (burakumin, “gente de la aldea”), que congrega a las clases sociales más bajas por motivos ocupacionales más que étnicos. Los burakumin se ocupaban de aquellas profesiones que ningún habitante quería realizar: trabajadores de mataderos, carniceros, curtidores, sepultureros y verdugos, entre otras profesiones. Debido a lo anterior, sufrieron el ostracismo dentro de sus comunidades e, incluso en la actualidad, podemos observar cierta discriminación hacia las personas que llevan a cabo este tipo de trabajos.1

Al darles a los niños el oficio de sepultureros, el mensaje de Ōe resulta claro: se encuentran en el punto más bajo de la sociedad y, por lo tanto, los aldeanos pueden justificar cualquier clase de maltrato. Cuando el pueblo se ve asolado por la peste, la gente no duda en encerrarlos en la bodega y largarse del sitio, abandonándolos a su suerte. Este abandono no solo es una medida física, sino también simbólica: como son jóvenes problemáticos, incluso criminales pues salieron de un reformatorio, la persecución y la violencia física se vuelven herramientas factibles y justificables. Por mi parte, considero que en este actuar hay una denuncia adicional: se trata de destacar nuestro inútil intento social de “controlar” a los jóvenes, y de mostrar que siempre es más difícil separar, contener y erradicar a las infancias incómodas que crear una sociedad que las integre de forma adecuada. 

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No quiero terminar este texto sin conectar la anterior idea con una obra que, a mi parecer, lleva la misopedia a un nivel radical y, sin embargo, arroja luz sobre nuestra manera de relacionarnos con las infancias. En la película Battle Royale (バトル・ロワイアル, 2001), del director Kinji Fukasaku —basada en la novela homónima de Kōshun Takami—, nos encontramos con una sociedad japonesa distópica. En el argumento seguimos al joven Shūya Nanahara, quien vive en una época donde la población japonesa ha alcanzado un número insostenible. Para empeorar las cosas, la juventud está fuera de control: el caos y la violencia reina en las escuelas. Como una medida para reducir la población y contener las juventudes delincuentes, el gobierno ha tenido una idea fabulosa: cada año, se selecciona una clase de preparatoria al azar para participar en el juego conocido como Battle Royale. Las reglas son simples, se le entrega a cada uno de los compañeros de clase una mochila con cierto equipo, agua, ropa y un arma al azar —desde una cuchara hasta una ametralladora—; luego se les libera en una isla desierta. A partir de ese momento, los jugadores tienen un par de días para aniquilar a sus compañeros. El que quede con vida —y solo podrá ser uno— será el ganador del juego, y se llevará la gloria y la libertad a casa. 

De acuerdo con Marc Walkow, autor del artículo “The History of postwar Japan as told by a radical anarchist”, Fukasaku encontró en la Segunda Guerra Mundial la inspiración para llevar a cabo su película, lo que nos muestra ya un patrón en los autores analizados. En el caso del director japonés contamos con la siguiente anécdota:

Un episodio decisivo en su vida ocurrió cerca del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando la fábrica de municiones donde él y sus compañeros de clase trabajaban fue bombardeada por la artillería naval estadounidense, y a él y a sus amigos se les asignó la tarea de recoger los restos de sus compañeros de trabajo fallecidos. Como el propio director relató en muchas entrevistas, el trauma residual de esta experiencia influyó en la ira y la violencia de lo que se convertiría en su última película. (2016, p. 54)

En el centro de la “crueldad infantil” representada en la obra, encontramos una realidad traumática y violenta que arroja a los niños a situaciones que no comprenden y que, en cualquier circunstancia, no les competen. Esta sensación de abandono y desesperanza se ve reflejada con toda claridad en Shūya, así como en la mayoría de los compañeros de clase que deben padecer la muerte de sus amigos, así como la propia. La película fue prohibida en varios países, y Toei paró su distribución durante varios años debido al fuerte contenido. Sin embargo, nada de esto impidió que se volviera un clásico indiscutible del cine, y una de las críticas más certeras del papel que las sociedades contemporáneas tienen reservado para sus juventudes: un rol sacrificial, de objetos de consumo y de desecho. 

¿Qué tanto se diferencian las desavenencias del pequeño Max del salvajismo brutal de Jack? ¿Hasta dónde los temores padecidos por Ralph emulan a los del joven Shūya, en su intento por escapar de una realidad violenta que no entiende? Aunque descritos en distintos niveles y para públicos diferentes, en el centro de las obras analizadas en este texto —desde Sendak hasta Fukasaku— encontramos el mismo dilema: los mecanismos sociales contemporáneos parecen ofrecer solo dos opciones para la infancia: la domesticación o el ostracismo. Y en la supuesta crueldad de los niños se encuentran los rasgos inequívocos de una sociedad capaz de educar para la crueldad y la violencia. 

Cuando termina su historia, Max se embarca de regreso a casa, dejando atrás la isla de los monstruos. Se sube a la barca, se despide de sus nuevos amigos que han hecho todo lo posible por mantenerlo en aquel sitio. Luego navega un largo año por las aguas de la imaginación, se interna en la selva y vuelve a su cuarto, en donde lo espera, sí, la cena todavía caliente que su madre ha dejado para él. 

Al igual que Max, los infantes terribles que campean en estas obras no son sino una advertencia contra las sociedades contemporáneas, que premian la sumisión y se ensañan con la rebeldía. De tal suerte, probablemente el mensaje más concreto de estas obras se relacione no con el temor que provocan los niños, sino con la necesidad de nutrir esa “naturaleza” desobediente. Hay que decirlo con claridad: la desobediencia está llena de esperanza, pues en ella se encuentra el germen de cualquier revolución. 

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1 Un ejemplo de lo anterior se encuentra en la cinta おくりびと (Okuribito, “el que envía”, 2008), obra cúspide del director Yōjirō Takita que llegó a las salas mexicanas como Violines en el cielo; en ella, podemos observar la vida de un joven chelista que debe buscar trabajo en su pueblo luego de ser despedido de la orquesta donde trabajaba. Lamentablemente para él, en su pueblo no hay orquestas, y el único trabajo que encuentra es en una funeraria; a partir de este momento, deberá luchar contra los prejuicios —los propios, los de la gente a su alrededor—, mientras intenta ganarse la vida y dignificar una profesión indispensable para cualquier sociedad del mundo.

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Referencias:

Bodmer, G. R. (2014). Maurice Sendak: The Child as Artist. PMLA, 129(1), 101–103.

Cech, J. (2014). Maurice Sendak and “Where the Wild Things Are”: A Legacy of Transformation. PMLA, 129(1), 104–106.

Diken, B., & Laustsen, C. B. (2006). From War to War: Lord of the Flies as the Sociology of Spite. Alternatives: Global, Local, Political, 31(4), 431–452.

Golding, W. (2022). El señor de las moscas (Carmen Vergara, Trad.). Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1954)

Ōe, K. (2008). Arrancad las semillas, fusilad a los niños (M. Wandenbergh, Trad.). Anagrama. (Obra original publicada en 1958)

Sendak, M. (2020). Donde viven los monstruos (A. Gervás, Trad.). Kalandraka. (Obra original publicada en 1963)

Walkow, M. (2016). The History of postwar Japan as told by a radical anarchist. Film Comment, 52(1), 52–59.

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