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Ecuador: ¿cuándo viene el próximo apagón?

Ecuador: ¿cuándo viene el próximo apagón?

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Venta de comida ambulante en el barrio de Solanda, cerca de La Jota, en Quito. Algunos vendedores aún mantienen focos recargables y las conexiones artesanales de luz.
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El frágil corazón eléctrico de todo un país.

Ecuador, cuyo sistema eléctrico depende de la temporada de lluvias, sufrió entre septiembre y diciembre de 2024 una de las sequías más duras de los últimos 40 años. Esto puso al descubierto omisiones consecutivas de los gobiernos que, durante la última década, no construyeron nuevas centrales de generación ni dieron mantenimiento a las que existían. El resultado: apagones de hasta 14 horas diarias en áreas residenciales y comerciales, y de hasta 24 en zonas industriales. En medio, 18 millones de ecuatorianos a oscuras en pleno siglo XXI. Esta es la crónica de un país estremecido por una crisis que no ha terminado.

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A oscuras

Entrar al restaurante es como sumergirse en un túnel estrecho o en el esófago de una víbora: alargado, sin ventanas, seis mesas dispuestas bajo una luz tenue y un habitáculo escondido en el fondo, donde está la cocina. Afuera, el rumor del tráfico de la tarde en la avenida Amazonas, centro-norte de Quito. En el letrero de entrada al restaurante se lee: “Lo nuestro, comidas típicas”. Tras una vitrina, Janeth Campoverde empieza el ritual de limpieza de la paila donde prepara la fritada, un plato tradicional de la Sierra ecuatoriana, compuesto por trozos fritos de carne de cerdo. A sus 37 años y ataviada impecable con camiseta, delantal y gorra de cocina, luce feliz. “A la orden, fritadita, mi niña”. Tiene la conversa ingeniosa, siempre con una sonrisa. Hasta que escucha mencionar la palabra “apagones”.

—Yo no quiero que eso vuelva —dice, con el semblante descompuesto—. Esto era tinieblas, feo. Ojalá no se vuelva a ir la luz. La economía baja, la gente no consume, todos en su casa por la oscuridad.

Los alrededores de esta zona, conocida como La Mariscal, fulguran colmados del movimiento que producen juzgados, notarías, entidades públicas, bancos, agencias de viajes y empresas privadas. Normalmente, los principales clientes de Janeth son los funcionarios y empleados de esas oficinas; pero durante la crisis de los apagones, muchos se esfumaron: trabajaban desde casa o en los patios de comida de los centros comerciales o en cafeterías, “cazando” —como hizo tanta gente— un sitio que tuviera electricidad.

—¿Cuánto bajaron las ventas con los apagones?

—¡Uy, bastantísimo! Más de la mitad. Cuando se iba la luz, la gente no salía a las oficinas. No se podía hacer jugos, ni desayunos, ni batidos, ni tostadas.

—Para todo se necesita…

—¡La luz, pues, claro! Para todo se necesita luz.

Es la historia de un restaurante en Quito, pero podría ser la de cualquiera, en cualquier parte de Ecuador, entre septiembre y diciembre de 2024, un periodo con una crisis energética inédita, que significó hasta 14 horas diarias de cortes de luz en áreas residenciales y comerciales, y hasta 24 en zonas industriales.

El golpeteo de la cuchara contra el metal de la paila es sostenido. Janeth retira los restos de manteca con un movimiento uniforme de su mano: desde el centro hacia afuera. Ella vive, junto a sus tres hijos, en el sur de Quito, y llegar al trabajo le toma media hora en metro. Normalmente, entra a las siete de la mañana y sale a las seis y media de la tarde. Pero cuando el apagón empezaba a las siete de la mañana, debía despertarse más temprano para abrir a las seis y adelantar todo mientras podía usar la licuadora, el microondas y lo que necesitara electricidad. Cuando la luz se iba por las tardes, en cambio, cerraba máximo a las tres para regresar a casa antes de que oscureciera.

—¿Qué decían los clientes de los apagones?

—¿Hasta cuándo durará? A mucha gente despidieron.

Dos mujeres entran al restaurante, miran las vitrinas en las que aún se exhiben los alimentos y piden un plato de papas con cuero: una sopa hecha de papas cocinadas y pedazos de cuero de cerdo. Son las últimas clientas del día porque, cuando se van, Janeth ha terminado de retirar la manteca y ahora echa una olla de agua hirviendo en la paila para remover lo que queda. Pronto cerrará la puerta del local.

—Ahora sí le dejo, porque tengo que hacer mis cositas —dice, y se aleja llevando la paila hacia el fregadero.

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Hablar de los apagones en Ecuador es referirse a un país convulso, estremecido, incierto, en medio de una sacudida que muchos comparan con la pandemia. Los vestigios están por todos lados. En las familias que se desesperaron buscando focos recargables, un artilugio que resultó novedoso, pero cuya luz tímida se iba desvaneciendo de a poco hasta desaparecer después de un par de horas. En los estudiantes, que tuvieron que hacer sus tareas con velas o lámparas. En los millones que tuvieron que resignarse a quedar incomunicados, porque la señal celular y el internet móvil desaparecían cuando llegaba la oscuridad. En los conductores de Uber, que no podían tomar carreras en sectores donde no había luz. En los vendedores ambulantes, que dejaron su trabajo para dirigir el tránsito porque no había semáforos y el tráfico se volvía caótico. En las carnicerías, que tuvieron que comprar menos carne porque, con tantas idas y venidas de la electricidad, se descomponía a velocidades peligrosas. En las pérdidas económicas, que el Banco Central del Ecuador cifró en casi 2 000 millones de dólares durante la crisis. En la espera ansiosa de cada jueves o viernes, para que el Operador Nacional de Electricidad —un ente técnico estatal— decidiera cuánto durarían los apagones la semana siguiente, dependiendo de la situación de las hidroeléctricas. En los inmensos documentos PDF que, acatando esa disposición, las empresas eléctricas publicaban en redes sociales con los horarios de corte para cada día, en cada sector, de cada provincia. En todas las veces que los ecuatorianos se hicieron la misma pregunta: ¿cuándo va a llover?

Atardecer nublado en un paraje de la cadena de volcanes y valles que rodean Quito, tomado a mediados de mayo de 2025. De esas nubes depende buena parte del ánimo de los ecuatorianos. Todos los días, en las semanas más duras de la crisis, se miraba el paisaje en espera de lluvia.

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Los vestigios están también en la casa de Gabriela Cañas, una mujer de 35 años que vive con sus dos hijos —Gabriel, de 10, y Sarita, de ocho— y cuya rutina, como tiene cocina y ducha eléctricas, se transformó, dependiendo de los momentos de luz.

—Dependía, claro —dice Gabriela, sentada en el sillón más grande de su sala—. Nos tocaba levantarnos más temprano para ducharnos; o a veces nos fuimos así, sin ducharnos. Esperaba a que regresaran del colegio o que llegara la noche para que se bañaran, aunque a mi hija no le gusta dormirse con el cabello mojado. La comida era igual: vamos a comer rápido antes de que nos toque comer todo frío.

Gabriela y su familia viven en un conjunto privado en una zona apacible del Valle de Los Chillos, en el suroriente de Quito, un lugar en el que al principio no se iba la luz.

—Pensábamos que teníamos un privilegio —dice—. Hasta que, de repente, se nos fue. Dijimos: ¿y ahora? Ahí llegamos a la realidad: ¿cómo nos organizamos?

—¿Compraste un foco recargable? ¿Algo?

—Sí, al final conseguí uno de Temu [la tienda china de compras en línea], porque acá ya no había. Ahora lo tenemos por ahí.

La hija se levanta de la mesa y toma con sus manos la caja con el foco, que habían guardado en uno de los muebles del comedor. La enseña con su rostro inquieto, como quien muestra la evidencia de una travesura.

—Hacíamos deberes rapidísimo, antes de que oscureciera —recuerda Gabriela—, con la velita, con lo que se pueda. Los teléfonos quedaban sin señal. En algún rato me pregunté: y si pasara algo, ¿cómo me comunico?, ¿cómo le digo a mi mami que estoy bien? Cuando se iba la luz por las noches, tocaba dormir temprano, apenas oscurecía. Normalmente, ellos duermen ocho y media, pero esos días nos tocaba a las siete, qué más íbamos a hacer.

Gabriela Cañas (35) y sus hijos, Gabriel y Sarita, hacen sus tareas con luz de velas, lámparas recargables y linternas, en Quito.

El grano que derrumbó la torre

“Ya veíamos venir la debacle”, dirá, después, un técnico del Ministerio de Energía.

¿Cómo fue que Ecuador llegó a una crisis tal? Podría resumirse así: un país cuya energía eléctrica depende de que llueva atravesó la sequía más cruda en 40 años. Un país que consume 30% más energía que hace una década, pero que no tenía nuevas centrales eléctricas ni mantenimiento en las que existían: la demanda creció; la generación no. Un país que llegó a 2024 produciendo apenas la energía necesaria para su población. Todo era tan frágil que un grano de arroz podía derrumbar la torre.

Y la torre se derrumbó.

El 80% de la energía en Ecuador es hidroeléctrica, turbinas que se mueven gracias al cauce de los ríos. El 15% es termoeléctrica, que usa el vapor provocado por el calentamiento de líquidos, a través de combustible fósil. El 4% proviene de la importación desde Colombia. Y apenas el 1% consiste en energías renovables no convencionales: eólica, biomasa, biogás y fotovoltaica. Surge aquí una palabra que los expertos usarán mucho: “dependencia”.

—El problema es que tenemos alta dependencia de las hidroeléctricas —dice Víctor Herrera, ingeniero con posdoctorado en Electrónica de Potencia y Energía, desde su oficina en el edificio Maxwell de la Universidad San Francisco de Quito—. Si bien es energía renovable, dependemos de ella, y ella depende de que llueva. No hay otra forma.

La oficina es grande, con un ventanal que ofrece la vista soleada de una plaza central. Hay tres escritorios; el suyo es el del fondo, junto al ventanal. Sobre una mesa de reuniones, el ingeniero muestra una colección de cuadros estadísticos y mapas que guarda en su computador.

—Fíjate: cómo ha ido creciendo el consumo de energía por habitante. ¡Por habitante! —repite—. Yo consumo 30% más que hace 10 años. La población crece y consume más.

—¿Y cuánto ha crecido la generación en esos 10 años?

—No ha crecido sustancialmente. No hay nuevas hidroeléctricas ni proyectos significativos. La lógica manda a que hagas mantenimiento, pero eso tampoco ha habido.

—Y el mantenimiento es igual de importante que el sistema.

—Claro, es como un vehículo: te lo compras nuevo, pero tienes que darle mantenimiento. Si no, llega el día en que no enciende o te deja tirado en algún sitio. Aquí se ha hecho algún mantenimiento, instalación de algo pequeño, pero no una obra significativa. Los proyectos están, el problema es que no se han ejecutado.

Señala en la pantalla una lista con nombres como la central Chachimbiro, que es geotérmica; la central Urcuquí, que es solar; Mazar Flotante, que es una central solar sobre una hidroeléctrica; habla de algunas centrales eólicas.

—Está relativamente mapeado dónde debería ir todo —dice el ingeniero.

Herrera tiene 35 años, usa el cabello corto y peinado hacia un lado; viste con una juvenil informalidad: pantalón beige con zapatos deportivos, camiseta verde, reloj deportivo y anillo en su mano derecha. Dice que esta crisis demostró que la energía es “transversal a todo”. Desde el ingeniero hasta el panadero —insiste— terminaron hablando de demanda, de paneles solares, de hidroeléctricas.

—Lo ideal —sigue— es que haya una reserva del 20% de energía.

—Entonces, hay un plan, que no se ha cumplido.

—No, para nada. Hay un tema político. Y se te acumula: lo que tenías que hacer ahora es un saldo para el año siguiente. Si llegaste a 2024 y no hiciste los proyectos que tenías que hacer hasta 2022, sucede lo que nos pasó.

El Plan de Expansión Eléctrica, diseñado en 2014, establece la cantidad de energía que debía incorporarse cada año. Desde 2014 hasta 2024 no hubo uno solo en que esto se cumpliera. En 2015 debían instalarse 1 500 megavatios, pero se instalaron 158; en 2020 debían instalarse 1 200, pero apenas ingresaron siete; en 2021 debían entrar más de 2 000, pero entraron ocho, y en 2024 debían entrar más de 1 950, pero fueron también ocho. La última gran hidroeléctrica inaugurada fue Minas San Francisco, en 2019. Cuando la crisis llegó, en septiembre de 2024, el déficit de energía fue de 1 080 megavatios, pero en el punto más álgido —octubre y noviembre— llegó a superar los 1 500. Desde 2014 y hasta 2024 se dejaron de instalar casi 2 000 megavatios de capacidad: si eso se hubiera cumplido, no hubiera sucedido nada.

—Teníamos un sobrante, estábamos holgados —dice el ingeniero—. Incluso nos jactábamos de vender energía. Obviamente, un país crece, crece su sector productivo y tiene que crecer su matriz energética. Pero fuimos dejando eso de lado. Y llega un problema que impide el curso normal de la vida: de un ciudadano, de la industria, de las exportaciones, del abastecimiento. Y te ves en una encrucijada, como nosotros el año pasado.

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El grano de arroz que derrumbó la torre fue de origen climático: un verano extendido en el que las lluvias no llegaban. Una anomalía.

—No fue solo Ecuador, sino regional —dice Vladimir Arreaga, director de Pronósticos del Instituto Nacional de Meteorología e Hidrología (INAMHI)—; toda Sudamérica en una de las sequías más fuertes.

Arreaga trabaja desde hace 15 años pronosticando el clima. “Un proceso complejo detrás del cual hay mucha ciencia”, explica: imágenes de satélites a 36 000 kilómetros de la Tierra; modelos matemáticos y físicos que establecen simulaciones de cómo estará el clima en cinco días o en tres meses. Su oficina está junto a una sala luminosa con aire de taller, con pantallas planas en las que se muestran mapas salpicados por masas grumosas de diversos tonos que representan las nubosidades.

—Ahora ya ves azules —dice Arreaga, señalando hacia las pantallas, y explica que son concentraciones de humedad o lluvia—. En ese entonces era puro amarillo. Fue uno de los más secos de los últimos 40 años. En Cuenca llegó a ser el más seco; en Quito, el segundo. En Cuenca normalmente puede llover en septiembre u octubre unos 60 milímetros [un milímetro equivale a un litro de agua por cada metro cuadrado], pero en ese año tuvimos apenas 0.5 o un milímetro.

—¿Por qué vino esta anomalía?

—Hubo dos factores: el cambio climático y el fenómeno de El Niño.

La demanda de electricidad en Ecuador venía creciendo, en promedio, el 4% o el 5% anual desde hacía 10 años, pero entre 2022 y 2023 llegó al 8.1%, según el Ministerio de Energía. Después vino algo que lo dinamitó todo: de octubre de 2023 a abril de 2024 la cifra llegó a sobrepasar el 13%, provocado por el fenómeno de El Niño, que, aunque no causó los destrozos previstos, sí trajo un calentamiento del mar. Ese vapor fogoso, al chocar con la región costera del país, hizo que se elevara también la temperatura ambiente. Y eso disparó el uso de aires acondicionados, ventiladores, neveras y refrigeradores, todos ellos grandes consumidores de electricidad.

Las previsiones sobre El Niño eran graves. Sin embargo, una corriente de vientos fríos que Arreaga nombra Anticiclón del Pacífico Sur, se fortaleció frente a Chile y comenzó a transportar agua más fría en el océano, lo que originó que el calentamiento inicial se disipara. Pero esa misma corriente trajo la sequía.

—Los vientos se comprimen y no dejan que crezcan las nubes —explica Arreaga, mientras bebe café.

Un trabajador da mantenimiento a las tuberías de gas metano de la empresa Gasgreen. En el impulso a esta industria y a otras de fuentes renovables puede estar el alivio de la crisis energética de Ecuador.
Vladimir Arreaga (36), director de Pronóstico, Instituto Nacional de Meteorología e Hidrología, conversa con su colega Cristina Argoti, analista de Pronósticos en la sala de monitoreo de imágenes satelitales.

El embalse de la central hidroeléctrica Mazar, en la ciudad de Cuenca —463 kilómetros al sur de Quito—, es un contenedor gigantesco, una reserva capaz de almacenar 383 millones de metros cúbicos de agua, que se utiliza para mover las turbinas cuando la lluvia escasea. Por eso, es considerado el “corazón”, la “batería”, o el “regulador” del sistema eléctrico nacional. Por sí solo podría sostener la generación de energía de todo Ecuador por 20 días. Durante la crisis, ese contenedor quedó vacío. Era un corazón débil, casi incapaz de latir. Periodistas, técnicos, ministros recorrieron la central una y otra vez para constatar la hecatombe; los noticieros y diarios le dedicaron titulares como cuenta regresiva: “Embalse de Mazar sigue rozando su nivel mínimo”, “La hidroeléctrica Mazar está a nueve metros de su nivel de agua mínimo para operar”, “Embalse de Mazar está a un metro de tocar el nivel mínimo”.

—Lo que hacía falta para que comenzaran a subir los niveles del embalse —dice Arreaga— era que lloviera sostenidamente durante cuatro o seis semanas. Todos los días y con una intensidad considerable. Pero el ambiente era muy seco, no había esa humedad que necesitan las nubes para empezarse a formar.

Pasaban los días y seguía sin llover.

Los apagones se volvieron más largos y no llovía. De seis a 10, a 12, a 14 horas, y no llovía. El Gobierno anunció que bombardearía las nubes para que lloviera, y no llovía. Un exministro dijo que había que rezar para que lloviera, y no llovía. Colombia dejó de venderle a Ecuador porque necesitaba sus reservas, y no llovía. Alquilaron tres barcazas turcas de generación eléctrica, pero no llovía. Las clases nocturnas se suspendieron, el agua comenzó a escasear en ciertos sectores, volvió el teletrabajo —como en pandemia—, las empresas actualizaban sus pérdidas. La gente se desesperaba. Y no llovía.

Un taladro en la oreja

La oscuridad también trajo consigo el ruido. Uno de los recuerdos marcados de los apagones es el ruido impertinente de esos generadores eléctricos que mantuvieron ciertos hogares con luz, que salvaron negocios de la quiebra, pero cuyo bramido sonaba como el de monstruos de tamaños industriales.

La calle José María Alemán es una de las más comerciales del sur de Quito. Bautizada de manera popular como “La Jota”, son unas 10 cuadras de locales apretados unos contra otros, como en panal. Una calle impregnada de músicas y letreros, de transeúntes y vehículos. De sitios de venta de ropa, zapatos, celulares, medicinas, pan, de restaurantes. Normalmente, la agitación comienza a eso de las cuatro de la tarde y se extiende hacia las 10 de la noche o más. El problema era que muchas veces la luz se iba justo a esas horas. Pronto, los propietarios de esos locales empezaron a comprar su generador. En una sola cuadra había 15, 20, todos funcionando al mismo tiempo.

—El ruido de los generadores, ¿con qué lo compararían?

—Con el ruido de los camiones —dice Andrea.

—No, era más fuerte —interrumpe Karla—. Era como tener todo el tiempo un taladro en la oreja. Fastidioso. Todos los generadores hacían bulla al mismo tiempo, qué feo era.

—Nosotras tenemos que hablar con los clientes, para vender —sigue Andrea—; pero no se escuchaba, teníamos que alzar la voz. Ni música podíamos poner.

Karla Arreaga, de 22 años, y Andrea Constante, de 23, atienden un local de venta de artículos para bebé llamado Andy, muy cerca de la iglesia de La Jota. La conversación sucede mientras Karla repara una de las cámaras de seguridad y Andrea hace limpieza. Cuando se iba la luz solo podían cobrar en efectivo porque, al no haber internet, no había cobros electrónicos; el sitio quedaba a oscuras y la gente no entraba; cerraban temprano por miedo a que los ladrones aprovecharan la oscuridad.

—No había señal, no había luz, no había internet, no había nada —dice Karla—. Incomunicados. Si pasaba algo, no podíamos avisar a nadie, así fue en todo lado.

El primer mes de apagones resistieron con velas y linternas, pero un día llegaron sus jefes con el generador. Cada mañana lo cargaban y lo llevaban hacia la vereda. Por la noche, repetían la operación para guardarlo.

—Lo teníamos afuera —dice Karla— porque, si no, el olor de la gasolina se concentraba. Al siguiente día, cuando abríamos, estaba todito el olor a gasolina.

—El humo —recuerda Andrea—. Ardía la garganta. Incluso al rato de tragar saliva, ardía como cuando uno se va a enfermar.

—Y la tos —responde Karla—. Porque inhalábamos ese humo, y no solo el de aquí, el de todos los generadores.

La luz que ofrecía el generador alcanzaba para poco: unos cuantos focos en el primer piso y el módem que les permitía tener wifi. No podían facturar electrónicamente y volvieron a los recibos manuales.

—Obviamente, el generador está listo, en el segundo piso, por cualquier cosa —dice Karla—. Sabemos que puede volver a pasar, ¡que va a volver a pasar!

—¿Cuánto duraba una carga de gasolina?

—Unos tres días.

—Yo traía la gasolina —interviene Andrea—. Como vivo más arriba, siempre bajo caminando. Me tocaba caminar con el bidón de gasolina.

—¿Cuánto tiempo caminabas con la gasolina?

—Me hago una hora desde mi casa, pero cargando la gasolina me hacía hora y media. Tenía que venir descansando porque el bidón pesa.

—Cada tres días te tocaba eso.

—Sí.

Unas cuadras más adelante está Planeta Deportivo, el local de venta de zapatos que Rodrigo Chusín administra desde hace 12 años. Un lugar con estanterías llenas en todas las paredes. Rodrigo toma un descanso, luego del almuerzo, sobre una banca que sus clientes usan para probarse los zapatos. Sus ventas cayeron en un 70% durante los apagones.

—Nos cortaban la luz desde las tres de la tarde hasta las 10, 11 de la noche. La gente ya no venía porque, aunque los locales tenían generadores, afuera estaba oscuro y había miedo, como está la delincuencia también. Eso afectó bastante.

Recuerda haber contado por lo menos unos 25 generadores en locales vecinos. “Un ruido infernal, tremendo”.

—A veces uno ya no aguantaba, eran 10, 12 horas de cortes. ¡Imagínese! Había bastante ruido, pasamos algo muy fuerte, que no se había visto. Todos botaban bastante humo, el olor a gasolina. Yo, que me acuerde, no he pasado algo así. Muchos negocios cerraron aquí.

Es una calle, en el sur de Quito, igual que hubo tantas otras en todo el país. Como la avenida Olmedo, en la ciudad de Esmeraldas, donde los generadores ocupaban siete cuadras. O la calle 7 de Octubre, en Quevedo. O la calle Sucre, el epicentro comercial de Ambato, donde la normativa permite máximo 50 decibeles de ruido, pero durante los apagones llegó a medir 80. O como las calles 18 de Noviembre o Bolívar, ambas en el centro de Loja.

Planta de biogás de la compañía Gasgreen. En ella se producen nueve megavatios de electricidad a partir del procesamiento del gas metano extraído del relleno sanitario El Inga, en la periferia de Quito.

Incertidumbre colectiva

En un compartimiento, bajo su escritorio, la psicóloga Gabriela Moya guarda una “colección” de piedritas ordenadas metódicamente en espiral. El escritorio es pulcro, excepto por un halo de polvo alrededor de las piedras. Tiene 57 años, aunque aparenta menos. Lleva el cabello largo y ondulado, encendido por el sol que llega desde el exterior.

—¿Esas piedritas están acomodadas así por alguna razón?

—Bueno, porque se me pegan aquí —dice, señalando la suela de su zapato y ríe—. Vengo caminando desde mi casa y hago ese trayecto en un camino de piedritas. Se me meten en las botas y, entonces, he hecho esa colección.

Su consultorio está casi al filo de una hondonada y tiene la vista espléndida, hasta lo profundo del horizonte, de una zona montañosa a cuyos lados está la ciudad.

No es que haya incrementado el número de pacientes durante los apagones, pero ese sí era un tema en la mayoría de las citas, algo que producía un “malestar urgente”. Moya lo define como una sensación de estrés, de no tener control. Durante la pandemia, dice, muchos de sus pacientes fueron capaces de hallar algo positivo, un vaso medio lleno: “Pasamos más tiempo en familia”, “Arreglé el clóset”, “Trabajar en casa es una maravilla”. Durante los apagones, no. La gente era incapaz de hallarle algo bueno a la situación.

—¿Por qué esa diferencia?

—Porque hay una dependencia grande de la luz, un servicio absolutamente básico. Su ausencia genera cierto caos. En lo doméstico, en la ciudad: no hay semáforos, te enojas con los otros conductores, con los peatones, no sabes si los niños van a tener clases. Además, somos dependientes de la tecnología y la pandemia fortaleció esa dependencia.

—Entonces, hubo una sensación de incertidumbre colectiva.

—De incertidumbre, ¡claro! Puedes llegar a sentir desesperación.

A los pacientes que mostraron señales de ansiedad por los apagones, dice, les recomendó que hicieran una planificación: todo lo que iban a hacer cuando no hubiera luz y lo que debían preparar cuando había: cargar el teléfono, el computador, un parlante.

—Les recomendaba también cosas íntimas, como ejercicios de relajación. Hay gente que no se puede dormir sin ver televisión, gente que duerme con la luz prendida. No puedo ver tele, no puedo escuchar música o prender la luz. ¿Cómo hago para dormir? El sueño fue otro de los factores afectados para un montón de personas.

Tras la crisis, agrega, mucha gente va a incluir en su “presupuesto emocional” la posibilidad de volver a quedarse sin luz. De tener que planificar cosas tan simples como bañarse, cocinar o trabajar. “Algo queda contenido”, dice, pero enseguida vuelve a sonreír.

Trabajadora del asilo Dulce Hogar sostiene una linterna mientras organiza la medicación de los 26 ancianos residentes. Esta era una de las tareas más difíciles en el tiempo de cortes energéticos: administrar mal la medicación puede ser mortal.
Ancianos residentes de Dulce Hogar realizan actividades recreativas en la sala general del asilo alumbrados con velas y focos recargables.

Si la vida te da limones...

En un local llamado Electrónica del Norte fue concebida una solución al problema del internet. Sus técnicos tomaron una batería que se conoce como “seca” y genera 12 voltios de energía, exactamente lo que necesita un router de wifi. Normalmente se usan en motocicletas, sistemas de seguridad, puertas eléctricas, pero le adaptaron un conector redondo, que sirviera para el módem de internet. Y funcionó. La carga duraba hasta 10 horas.

Comenzaron a vender unos kits que podían costar entre 40 y 70 dólares y garantizaban internet durante los cortes de luz: la batería, los cables con el plug adaptado y un cargador. Hubo filas, tuvieron que contratar más personal. Se vendieron 350 kits en algo más de un mes, y lo mismo pasaba en otros locales.

—Para el país fue terrible, pero para nosotros fue una época muy buena —dice Leonardo Riveros, de 45 años, propietario del local fundado por su padre en 1985—. Lo que pasa es que sin internet no haces nada. Dependemos demasiado del internet.

Ahora ya no están las filas y hay apenas tres empleados atendiendo el local.

Sin oxígeno

Hace 17 años, Maggy Loyos se separó de su esposo y alquiló para ella y sus cuatro hijos una casa con piscina que no sabía cómo iba a pagar. Una tarde, una vecina llegó para darle la bienvenida, le contó que iba de compras y le preguntó si podría cuidar a su mamá, que ya era anciana. La vecina volvió a las dos horas y le ofreció 20 dólares en agradecimiento. Una semana después volvió la misma señora, con otra vecina que le dijo: “Supe que usted podría cuidar también a mi mamacita”. Entonces se le ocurrió la idea: puso un anuncio en el periódico —“Porque antes era así, nada de redes sociales”—, con su dirección, su teléfono y una frase: “Cuido abuelitos”. Ese día empezó todo.

—Fue un encuentro casual —dice Maggy, ahora de 60 años, sentada en la recepción del hogar de ancianos Dulce Hogar—. En ese entonces no tenía permisos, nada. Cinco años operé en la clandestinidad —agrega, bromeando.

Dulce Hogar es una edificación grande, circular y con el techo elevado en punta, como nave espacial, rodeada de un jardín donde sus “abuelitos” —como nunca ha dejado de llamarlos— salen todos los días a distraerse y compartir. Maggy usa mascarilla, uniforme tipo médico y el cabello recogido. Ahora es responsable del cuidado de 32 abuelitos, y cuando escucha hablar de los apagones, su respuesta también es tajante: “No me haga acordar”.

—Uy, fue tremendo —dice—. El miedo de que los abuelitos se caigan cuando se iba la luz por la noche, porque las lámparas funcionan poco tiempo. Los alimentos teníamos que comprar a diario, más caro, para que no se dañen porque no podíamos refrigerar. Los familiares llamaban y preguntaban cómo estábamos haciendo con la comida. Yo les explicaba que no les estábamos dando carne. El pollo se vuelve a congelar y ya no es lo mismo. Se adelgazaron los abuelitos. Se enfermaron del estómago.

—¿Qué les daban?

—Tortillita de huevos, ensaladas, papitas. En exámenes médicos salía que empezaron a tener incluso un poco de anemia. Sí nos afectó bastante. Parecía que estábamos con lo del coronavirus. Se llama ansiedad. Las insulinas, por ejemplo, había que poner a congelar cuando venía la luz, y si nos olvidábamos, ya no valían. Todos nos tomábamos agua de toronjil con unas gotitas de valeriana.

—Para tranquilizarse…

—Sí. Es que es una responsabilidad tremenda.

El área principal es como un salón de eventos. En el fondo está la cocina. Una mujer está en su silla de ruedas, con la mirada fija en algún lugar. Al otro lado están la mesa del comedor y un espacio lleno de sillas dispuestas frente a un televisor, al que llaman cine; allí, por las tardes, los abuelitos ven películas de Cantinflas, sus favoritas. Un poco más allá, una puerta lleva hacia un cuarto pequeño con una camilla y varios implementos médicos.

—Esta es el área de enfermería —dice Maggy, que guía el recorrido—. Para el oxígeno se necesita luz y uno de los abuelitos necesita oxígeno. Tuvimos que comprar un aparato pequeño, recargable, pero solo dura unas dos horas. El abuelito se descompensó y nos tocó llevarle a la clínica. Primero tres horas, pero cuando le trajimos, otra vez se puso mal. Ahí sí les dijimos a los familiares, ellos autorizaron que se le internara y permaneció en la clínica varios días.

Pronósticos

—El peso que sentimos fue alto. Y la presión —dice Vladimir Arreaga, el director de Pronósticos del INAMHI, que sigue bebiendo su café—. Incluso adaptamos un producto para la ministra de Energía, Inés Manzano. Ella necesitaba una previsión semanal para las hidroeléctricas. Con ella tomaba decisiones: operar con tal central, apagar esta otra.

Pese a que en la sala contigua —la de las pantallas y los mapas de colores— hay seis pronosticadores trabajando, rige un silencio inalterable.

—Podría hablar de que hubo hasta un 200% más de llamadas en época de apagones —dice—. El municipio de Quito preguntaba: “¿Cuándo llueve?”.

—¿El ciudadano común suele llamar?

—Sí. Antes, por ejemplo, recibíamos una llamada de alguien que se iba a casar: “Oye, ayúdame con un pronóstico, me caso en dos semanas y quiero ver si alquilo unas carpas”.

—¿Y durante la crisis?

—La gente llamaba para preguntar si compraba un generador o no: “Por favor, cuándo va a llover, vivo de mi negocio, ¿hago esta inversión?, ¿me das esperanzas de que llueva?”.

Las lluvias llegaron por fin en diciembre de 2024. Se acabaron los apagones. Llegaron Navidad, Año Nuevo, luego vino la campaña para las elecciones presidenciales en Ecuador —cuya segunda vuelta se dio el 13 de abril y de la que resultó reelecto Daniel Noboa— y la política comenzó a abarcarlo todo. La gente iba hablando de otras cosas, como los efectos de la temporada de lluvias, que vino con toda la dureza que no tuvo cuando se la necesitaba: 18 muertos, 9 695 damnificados, inundaciones, deslizamientos. Gracias a las lluvias, el embalse de Mazar, ese corazón eléctrico del país, está lleno. Pero el espectro de la crisis sigue fulgurante.

(Cabe una frase del ingeniero Víctor Herrera, desde su oficina en la Universidad San Francisco: “Lo único que ya no hacemos es hablar del tema, pero ahí está. Estamos hablando de elecciones, de candidatos, pero la crisis continúa. Las acciones que se han hecho, la capacidad de generación que se ha logrado recuperar, no son malas, pero son parches. Parches pequeños para un problema que va mucho más allá de un gobierno, es estructural”.)

El viernes 31 de enero, el Consejo Consultivo de Ingenierías y Economía —un organismo gremial que agrupa a varios colegios profesionales— ofreció una declaración que removió el miedo: “Nuestro país atraviesa aún por la crisis de la provisión de energía eléctrica, disminuida […] por el notable incremento de lluvias […]. Lo antes manifestado no significa que la crisis ha terminado”. Hablaron de la posibilidad de que en abril hubiera otra leve sequía que trajera de vuelta los apagones. “Ya no serían tan graves, tan largos, pero tendríamos apagones”, dijeron.

El 19 de febrero, la ministra Manzano dijo en una entrevista en la cadena Teleamazonas que no existe posibilidad de sequía en abril e incluso recordó una frase popular: “Abril, aguas mil”. El presidente, Daniel Noboa, ofreció algo más arriesgado: que Ecuador no volvería a tener apagones al menos hasta 2026.

Pero los ecuatorianos no tienen certezas. Muchos lo repiten: “Dicen que pueden volver los apagones”, y conservan sus generadores eléctricos, las conexiones artesanales, los focos recargables, las baterías para los módems de internet.

Víctor Herrera (35), ingeniero hidroeléctrico y coordinadorde Sostenibilidad de la Universidad San Francisco de Quito, afirma que “las acciones que se han hecho, la capacidad degeneración que se ha logrado recuperar, no son malas, pero son parches. Parches pequeños para un problema que va mucho más allá de un gobierno, es estructural”.

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—Técnicamente, podría descartar una afectación en abril —dice Vladimir Arreaga, desde su oficina en el INAMHI, el 20 de febrero—. Ahora estamos con precipitaciones muy altas. Faltando ocho días para terminar febrero ya habíamos superado los niveles normales, cosa que no pasó el año anterior.

Junto a la puerta de su oficina hay un par de pantallas pequeñas donde se monitorea todo el tiempo el riesgo de desbordamiento de ríos.

—El pronóstico, por ahora, nos muestra condiciones favorables —explica—; para febrero, marzo y abril nos apunta a un periodo con lluvias consecutivas. Pero, si me preguntas qué puede pasar al final de este año, no se puede saber. La sugerencia es que se trabaje en alternativas de generación eléctrica. Diversificar.

Esa es la otra palabra que los técnicos usan todo el tiempo: “diversificar”. Aumentar el número de hidroeléctricas para que sean capaces de soportar una sequía; diversificar los tipos de energía, para no depender tanto de que llueva.

Metano

Lo primero que se ve, al fondo, son los campos de basura y tierra, los camiones que deambulan como hormigas, las aves de rapiña. Pero todo cambia al saber que justo de ese lugar sale energía suficiente para dar electricidad a unas 45 000 familias. El futuro también puede estar escondido entre una montaña de basura.

Luego, hay que recorrer un camino zigzagueante y, tras una puerta de rejas, se materializa una explanada con siete contenedores verdes, cada uno de los cuales resguarda un motor de cinco toneladas.

El relleno sanitario de Quito recibe unas 2 000 toneladas diarias de basura. Tres meses después de que esos desechos inician su descomposición, empiezan a generar biogás. Para ese biogás existen tres opciones: liberarlo hacia el ambiente —lo que produce efecto invernadero—, realizar una quema controlada para evitar al máximo la contaminación o usarlo como energía renovable. En 2015, la compañía Gasgreen firmó un convenio con la empresa municipal encargada del relleno para ir por la tercera opción.

—¿Por dónde puedo empezar? —dice Fernando Caicedo, el supervisor de Gasgreen, como si estuviera dispuesto a contar la historia de su vida.

De camisa verde oliva y chaleco fosforescente, el hombre de 30 años luce casco, barba bien cuidada y un arete negro en cada oreja. Empezaron con dos motores, cuenta; para 2017 ya tenían cinco, y ahora sus siete motores producen nueve megavatios de electricidad.

Caicedo muestra las instalaciones de esta pequeña central como si fuera el guía de un museo: señala cada parte y explica con detalle cómo funciona. Hay dos cosas que definen el sitio: el ruido de los motores, que es robusto e incisivo, y el olor, que se parece mucho al de un matadero de reses, mezcla de carne y quemazón.

El biogás sale de los cubetos en los que está la basura a través de tuberías perforadas. Arriba, a nivel de superficie, hay un dispositivo conocido como cabezal de pozo: una manguera, que absorbe biogás todo el tiempo y lo lleva hasta los motores.

—¿Ese gas llega a los motores y qué mueve?

—Un alternador —responde Caicedo—. Es como el motor de un carro, pero gigante. Y, en vez de meterle gasolina, le metes biogás. El motor tiene un mezclador que combina aire ambiente llevado por ventiladores y el biogás, y eso combustiona, mueve un pistón y hace que gire el cigüeñal, y después el alternador.

La electricidad sale del motor, pasa por un transformador, que eleva su potencia, y luego va a la torre de distribución junto a la puerta; de ahí se dirige a la Subestación Alangasí y se suma al sistema nacional interconectado. El Estado paga a Gasgreen por esa energía y, desde 2018, la empresa y el municipio de Quito tienen, además, un convenio para vender bonos de carbono, por todo el metano que dejan de lanzar al ambiente.

—¿Solo en el relleno de Quito se está haciendo esto?

—Tienen un sistema instalado en Cuenca, con dos unidades pequeñas, pero no han tenido generación continua.

—¿Lo ves como una alternativa para el futuro?

—Claro que sí, siempre y cuando tengas una gestión 100% bien hecha de un relleno sanitario. Si no, nos convertimos básicamente en un botadero.

—¿Cuántas ciudades tienen un relleno que pudiera servir para un sistema así?

—No tengo el dato. Se han hecho visitas a rellenos sanitarios como el de Ibarra, hemos ido a Santo Domingo, pero, apenas pisas, ves un botadero y no un relleno sanitario. Guayaquil podría tener un sistema.

—En todo caso, ¿ves necesario pensar en estos temas?

—Sí. Depender de las hidroeléctricas es un riesgo. Nos quedamos varados y tenemos que regresar a la época en la que había que comprar velas.

Luego de decir esto, Caicedo cierra la puerta de rejas y da la espalda para dirigirse nuevamente a su oficina, que también está dentro de un contenedor. Queda inmutable, de frente, la imagen de las aves de rapiña, los camiones y la montaña de basura y tierra. Hace calor en la ciudad.

Inversiones

Justo fuera del despacho de la ministra de Energía hay un letrero que dice: “Peligro, alta tensión”. En el corredor hay un movimiento incesante de policías, militares, funcionarios y visitantes. La entrevista con la ministra Inés Manzano había sido pactada para las nueve y media. Pero habían pasado más de dos horas y la ministra no llegaba. “Con ella siempre hay retrasos”, dijo una de las encargadas de su agenda. Después de unos minutos, la funcionaria anunció que la ministra no llegaría. “Toda su agenda se revolvió. Ni sé a qué hora va a llegar”.

Finalmente, en una de las oficinas cercanas al despacho y con dos horas y media de retraso, atienden la entrevista Fernando Pullupaxi, subsecretario de Generación, y Jorge Reyes, subsecretario de Distribución.

—Como técnicos, estamos haciendo las cosas para que Ecuador no tenga cortes en el mediano o largo plazo —dice Pullupaxi—. Las acciones se van a ver después de un tiempo, a corto plazo es muy difícil.

Los subsecretarios revisan un cuadro que hizo público el ministerio cinco días antes, con cifras de la capacidad eléctrica que se ha logrado recuperar desde que estalló la crisis. Con el mantenimiento de tres centrales hidroeléctricas y ocho termoeléctricas, han incorporado 697 megavatios. Con el funcionamiento de una de las tres turbinas de la central hidroeléctrica Toachi Pilatón —que debía ser inaugurada en diciembre de 2011—, 204 megavatios. Se cuentan también los 300 megavatios de las tres barcazas que alquilan como para “tener algo guardado en el banco”.

—¿En qué consistieron esos mantenimientos a las centrales recuperadas?

—Muchas tenían daños que no podían ser recuperados con mantenimiento normal; necesitaban equipamiento, repuestos, técnicos —responde Pullupaxi.

—El equipamiento de la central Enrique García fue el que más costó —interviene Reyes—. Tuvimos que cambiarle un bobinado de la máquina; eso se mandó a Estados Unidos. Algunas tienen más de 40 años, están viejas.

—En el momento más crítico de los apagones, el déficit llegó a ser de 1 500 megavatios. Sumando todo lo recuperado dan 1 200 megavatios. ¿Qué pasa si de aquí a septiembre tenemos una sequía igual que la del año pasado?

—Hacemos 1 200 megavatios, pero con la adquisición de nuevas centrales térmicas que está en proceso podríamos llegar a 1 500. Estamos cubiertos —responde Pullupaxi.

—¿No ve posibilidad de que haya apagones?

—No.

El ingeniero Víctor Herrera no está convencido. A través de WhatsApp responde: “Seguimos teniendo una probabilidad de apagones que no podemos descartar. Tal vez no en la magnitud del año pasado, pero no tenemos claro qué va a pasar este verano. Tampoco tenemos certeza de que todos los mantenimientos que se mencionan fueran realizados de manera óptima. Recordemos que todos esos anuncios se dan durante meses electorales. Creo que luego de las votaciones de segunda vuelta y a partir de mayo tendremos un panorama más realista”.

Por momentos la entrevista es precipitada. Frecuentemente, los subsecretarios y el técnico que los acompaña intercambian datos, hacen llamadas. En Ecuador apenas el 2% de la generación eléctrica es privada, explica Pullupaxi. El resto es estatal.

—Pero ese modelo no funciona —dice, con un dejo de molestia y desazón—. Tenemos que abrirnos a las inversiones privadas. Colombia tuvo cortes en los noventa, entendieron eso y ahora tienen un mercado eléctrico privado.

El 21 de febrero el Gobierno ecuatoriano presentó un plan de inversiones eléctricas para atraer 7 000 millones de dólares para la construcción de nuevas centrales hasta 2030. Se prevé incorporar unos 3 500 megavatios adicionales con proyectos hidroeléctricos, fotovoltaicos, solares, eólicos y geotérmicos. Un camino hacia esa tan nombrada diversificación. Es un plan abierto a inversión privada, gracias a una reforma legal, hecha en medio de la crisis.

—La ministra calificó al anterior plan como fallido. Esta es una pregunta política, que era para ella: ¿qué vamos a hacer para que este no sea otro plan fallido?

—Como técnicos —dice Pullupaxi—, vamos a dejar todo listo para que…

—Pero otros técnicos también dejaron listo el anterior plan. ¿Qué se puede hacer para que no sea un plan fallido este también?

—Que la visión política sea distinta —dice Pullupaxi.

Reyes interviene:

—El que no conoce la historia está condenado a repetirla. Si queremos que las cosas cambien, no podemos hacer lo mismo.

—Sí —insiste Pullupaxi—. Si no cambia, estamos condenados a repetir lo que pasó.

Un trabajador del local comercial Gelatomix coloca un foco recargable. Durante los cortes de luz trabajan con dos focos y unas conexiones artesanales que les daban luz para atender a sus clientes y cumplir su cuota de ventas diarias. Mayo 12, 2025. Quito, Ecuador.

Cable a tierra

Es lunes, pasada la una de la tarde, y La Jota se convierte en un pasaje en ebullición. Decenas de estudiantes caminan en todas direcciones a la salida de los colegios, un vendedor ambulante ofrece sus productos valiéndose de un megáfono, el sonido de los buses. La heladería está casi al final de la calle, detrás de un letrero de colores pastel. A esta hora no hay clientes, así que Cecibel Olaya aprovecha para limpiar. Tiene 25 años y empezó a trabajar en este local un par de meses antes de los apagones. Sus jefes no compraron generador porque alquilaban electricidad, jalándola de manera artesanal mediante cables desde las casas de un callejón paralelo, donde nunca se iba la luz. Los cables eran arrastrados a través de la calzada y, a veces, cuando un auto pasaba muy aprisa, rompía la conexión y volvía la penumbra. Cada local pagaba 20 dólares mensuales por esa luz que, de todas formas, solo alcanzaba para hacer funcionar algunos focos y el módem de wifi. No para los congeladores donde guardan los helados.

—Los días con apagones de 12 o 14 horas, los helados sí amanecían blanditos —dice Cecibel—. Fue un caos.

—¿Y qué hicieron con los helados?

—Al principio, colapsé. Dije: “¿Y ahora qué vamos a hacer?, los helados se van a derretir, van a recortar personal”. Se me ocurrió lo peor. Pero Javi [su único compañero en el local] tiene dos años de experiencia aquí y sabía que cuando se sube la temperatura del congelador, los helados amanecen como piedra. Entonces, en la noche, antes de irnos, y cada vez que había luz, subíamos la temperatura al máximo. Y eso les mantuvo.

Cecibel —pequeña y con lentes estilo Gatúbela— quiere contar algo, pero se contiene. Mira hacia la cocina, donde está Javi. Él le dice que sí, que lo cuente. Ella comienza a hablar casi en susurros. Aunque el permiso del Cuerpo de Bomberos prohíbe que una heladería tenga una cocina a gas, ellos metieron una a escondidas para poder calentar los waffles, los brownies y algunos bocadillos típicos del país: humitas, tamales, quimbolitos.

—Porque eso se estaba quedando y son los productos premium, los más costosos —dice—; cuando no sacábamos, nos estaba afectando mucho las ventas. Por los permisos, sí teníamos mucho miedo, pero nos jugamos hasta el final; por eso decidimos meter la cocina. Si no hacíamos algo nosotros, nos despedían. No me había puesto a pensar en eso, pero sí vivimos muy estresados esos meses, la verdad. Fue bien feo, terrible.

Es una tarde lánguida, con una ligera garúa. En el parlante suena “El santo cachón”. Cecibel tiene que acelerar la limpieza, porque se acerca la hora pico.

—Pero, bueno, se acabó y salimos —dice con una sonrisa—. No quebró el local. Pero dicen que ya mismo vuelven los apagones, ¿no?

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Ecuador: ¿cuándo viene el próximo apagón?

Ecuador: ¿cuándo viene el próximo apagón?

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El frágil corazón eléctrico de todo un país.

Ecuador, cuyo sistema eléctrico depende de la temporada de lluvias, sufrió entre septiembre y diciembre de 2024 una de las sequías más duras de los últimos 40 años. Esto puso al descubierto omisiones consecutivas de los gobiernos que, durante la última década, no construyeron nuevas centrales de generación ni dieron mantenimiento a las que existían. El resultado: apagones de hasta 14 horas diarias en áreas residenciales y comerciales, y de hasta 24 en zonas industriales. En medio, 18 millones de ecuatorianos a oscuras en pleno siglo XXI. Esta es la crónica de un país estremecido por una crisis que no ha terminado.

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A oscuras

Entrar al restaurante es como sumergirse en un túnel estrecho o en el esófago de una víbora: alargado, sin ventanas, seis mesas dispuestas bajo una luz tenue y un habitáculo escondido en el fondo, donde está la cocina. Afuera, el rumor del tráfico de la tarde en la avenida Amazonas, centro-norte de Quito. En el letrero de entrada al restaurante se lee: “Lo nuestro, comidas típicas”. Tras una vitrina, Janeth Campoverde empieza el ritual de limpieza de la paila donde prepara la fritada, un plato tradicional de la Sierra ecuatoriana, compuesto por trozos fritos de carne de cerdo. A sus 37 años y ataviada impecable con camiseta, delantal y gorra de cocina, luce feliz. “A la orden, fritadita, mi niña”. Tiene la conversa ingeniosa, siempre con una sonrisa. Hasta que escucha mencionar la palabra “apagones”.

—Yo no quiero que eso vuelva —dice, con el semblante descompuesto—. Esto era tinieblas, feo. Ojalá no se vuelva a ir la luz. La economía baja, la gente no consume, todos en su casa por la oscuridad.

Los alrededores de esta zona, conocida como La Mariscal, fulguran colmados del movimiento que producen juzgados, notarías, entidades públicas, bancos, agencias de viajes y empresas privadas. Normalmente, los principales clientes de Janeth son los funcionarios y empleados de esas oficinas; pero durante la crisis de los apagones, muchos se esfumaron: trabajaban desde casa o en los patios de comida de los centros comerciales o en cafeterías, “cazando” —como hizo tanta gente— un sitio que tuviera electricidad.

—¿Cuánto bajaron las ventas con los apagones?

—¡Uy, bastantísimo! Más de la mitad. Cuando se iba la luz, la gente no salía a las oficinas. No se podía hacer jugos, ni desayunos, ni batidos, ni tostadas.

—Para todo se necesita…

—¡La luz, pues, claro! Para todo se necesita luz.

Es la historia de un restaurante en Quito, pero podría ser la de cualquiera, en cualquier parte de Ecuador, entre septiembre y diciembre de 2024, un periodo con una crisis energética inédita, que significó hasta 14 horas diarias de cortes de luz en áreas residenciales y comerciales, y hasta 24 en zonas industriales.

El golpeteo de la cuchara contra el metal de la paila es sostenido. Janeth retira los restos de manteca con un movimiento uniforme de su mano: desde el centro hacia afuera. Ella vive, junto a sus tres hijos, en el sur de Quito, y llegar al trabajo le toma media hora en metro. Normalmente, entra a las siete de la mañana y sale a las seis y media de la tarde. Pero cuando el apagón empezaba a las siete de la mañana, debía despertarse más temprano para abrir a las seis y adelantar todo mientras podía usar la licuadora, el microondas y lo que necesitara electricidad. Cuando la luz se iba por las tardes, en cambio, cerraba máximo a las tres para regresar a casa antes de que oscureciera.

—¿Qué decían los clientes de los apagones?

—¿Hasta cuándo durará? A mucha gente despidieron.

Dos mujeres entran al restaurante, miran las vitrinas en las que aún se exhiben los alimentos y piden un plato de papas con cuero: una sopa hecha de papas cocinadas y pedazos de cuero de cerdo. Son las últimas clientas del día porque, cuando se van, Janeth ha terminado de retirar la manteca y ahora echa una olla de agua hirviendo en la paila para remover lo que queda. Pronto cerrará la puerta del local.

—Ahora sí le dejo, porque tengo que hacer mis cositas —dice, y se aleja llevando la paila hacia el fregadero.

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Hablar de los apagones en Ecuador es referirse a un país convulso, estremecido, incierto, en medio de una sacudida que muchos comparan con la pandemia. Los vestigios están por todos lados. En las familias que se desesperaron buscando focos recargables, un artilugio que resultó novedoso, pero cuya luz tímida se iba desvaneciendo de a poco hasta desaparecer después de un par de horas. En los estudiantes, que tuvieron que hacer sus tareas con velas o lámparas. En los millones que tuvieron que resignarse a quedar incomunicados, porque la señal celular y el internet móvil desaparecían cuando llegaba la oscuridad. En los conductores de Uber, que no podían tomar carreras en sectores donde no había luz. En los vendedores ambulantes, que dejaron su trabajo para dirigir el tránsito porque no había semáforos y el tráfico se volvía caótico. En las carnicerías, que tuvieron que comprar menos carne porque, con tantas idas y venidas de la electricidad, se descomponía a velocidades peligrosas. En las pérdidas económicas, que el Banco Central del Ecuador cifró en casi 2 000 millones de dólares durante la crisis. En la espera ansiosa de cada jueves o viernes, para que el Operador Nacional de Electricidad —un ente técnico estatal— decidiera cuánto durarían los apagones la semana siguiente, dependiendo de la situación de las hidroeléctricas. En los inmensos documentos PDF que, acatando esa disposición, las empresas eléctricas publicaban en redes sociales con los horarios de corte para cada día, en cada sector, de cada provincia. En todas las veces que los ecuatorianos se hicieron la misma pregunta: ¿cuándo va a llover?

Atardecer nublado en un paraje de la cadena de volcanes y valles que rodean Quito, tomado a mediados de mayo de 2025. De esas nubes depende buena parte del ánimo de los ecuatorianos. Todos los días, en las semanas más duras de la crisis, se miraba el paisaje en espera de lluvia.

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Los vestigios están también en la casa de Gabriela Cañas, una mujer de 35 años que vive con sus dos hijos —Gabriel, de 10, y Sarita, de ocho— y cuya rutina, como tiene cocina y ducha eléctricas, se transformó, dependiendo de los momentos de luz.

—Dependía, claro —dice Gabriela, sentada en el sillón más grande de su sala—. Nos tocaba levantarnos más temprano para ducharnos; o a veces nos fuimos así, sin ducharnos. Esperaba a que regresaran del colegio o que llegara la noche para que se bañaran, aunque a mi hija no le gusta dormirse con el cabello mojado. La comida era igual: vamos a comer rápido antes de que nos toque comer todo frío.

Gabriela y su familia viven en un conjunto privado en una zona apacible del Valle de Los Chillos, en el suroriente de Quito, un lugar en el que al principio no se iba la luz.

—Pensábamos que teníamos un privilegio —dice—. Hasta que, de repente, se nos fue. Dijimos: ¿y ahora? Ahí llegamos a la realidad: ¿cómo nos organizamos?

—¿Compraste un foco recargable? ¿Algo?

—Sí, al final conseguí uno de Temu [la tienda china de compras en línea], porque acá ya no había. Ahora lo tenemos por ahí.

La hija se levanta de la mesa y toma con sus manos la caja con el foco, que habían guardado en uno de los muebles del comedor. La enseña con su rostro inquieto, como quien muestra la evidencia de una travesura.

—Hacíamos deberes rapidísimo, antes de que oscureciera —recuerda Gabriela—, con la velita, con lo que se pueda. Los teléfonos quedaban sin señal. En algún rato me pregunté: y si pasara algo, ¿cómo me comunico?, ¿cómo le digo a mi mami que estoy bien? Cuando se iba la luz por las noches, tocaba dormir temprano, apenas oscurecía. Normalmente, ellos duermen ocho y media, pero esos días nos tocaba a las siete, qué más íbamos a hacer.

Gabriela Cañas (35) y sus hijos, Gabriel y Sarita, hacen sus tareas con luz de velas, lámparas recargables y linternas, en Quito.

El grano que derrumbó la torre

“Ya veíamos venir la debacle”, dirá, después, un técnico del Ministerio de Energía.

¿Cómo fue que Ecuador llegó a una crisis tal? Podría resumirse así: un país cuya energía eléctrica depende de que llueva atravesó la sequía más cruda en 40 años. Un país que consume 30% más energía que hace una década, pero que no tenía nuevas centrales eléctricas ni mantenimiento en las que existían: la demanda creció; la generación no. Un país que llegó a 2024 produciendo apenas la energía necesaria para su población. Todo era tan frágil que un grano de arroz podía derrumbar la torre.

Y la torre se derrumbó.

El 80% de la energía en Ecuador es hidroeléctrica, turbinas que se mueven gracias al cauce de los ríos. El 15% es termoeléctrica, que usa el vapor provocado por el calentamiento de líquidos, a través de combustible fósil. El 4% proviene de la importación desde Colombia. Y apenas el 1% consiste en energías renovables no convencionales: eólica, biomasa, biogás y fotovoltaica. Surge aquí una palabra que los expertos usarán mucho: “dependencia”.

—El problema es que tenemos alta dependencia de las hidroeléctricas —dice Víctor Herrera, ingeniero con posdoctorado en Electrónica de Potencia y Energía, desde su oficina en el edificio Maxwell de la Universidad San Francisco de Quito—. Si bien es energía renovable, dependemos de ella, y ella depende de que llueva. No hay otra forma.

La oficina es grande, con un ventanal que ofrece la vista soleada de una plaza central. Hay tres escritorios; el suyo es el del fondo, junto al ventanal. Sobre una mesa de reuniones, el ingeniero muestra una colección de cuadros estadísticos y mapas que guarda en su computador.

—Fíjate: cómo ha ido creciendo el consumo de energía por habitante. ¡Por habitante! —repite—. Yo consumo 30% más que hace 10 años. La población crece y consume más.

—¿Y cuánto ha crecido la generación en esos 10 años?

—No ha crecido sustancialmente. No hay nuevas hidroeléctricas ni proyectos significativos. La lógica manda a que hagas mantenimiento, pero eso tampoco ha habido.

—Y el mantenimiento es igual de importante que el sistema.

—Claro, es como un vehículo: te lo compras nuevo, pero tienes que darle mantenimiento. Si no, llega el día en que no enciende o te deja tirado en algún sitio. Aquí se ha hecho algún mantenimiento, instalación de algo pequeño, pero no una obra significativa. Los proyectos están, el problema es que no se han ejecutado.

Señala en la pantalla una lista con nombres como la central Chachimbiro, que es geotérmica; la central Urcuquí, que es solar; Mazar Flotante, que es una central solar sobre una hidroeléctrica; habla de algunas centrales eólicas.

—Está relativamente mapeado dónde debería ir todo —dice el ingeniero.

Herrera tiene 35 años, usa el cabello corto y peinado hacia un lado; viste con una juvenil informalidad: pantalón beige con zapatos deportivos, camiseta verde, reloj deportivo y anillo en su mano derecha. Dice que esta crisis demostró que la energía es “transversal a todo”. Desde el ingeniero hasta el panadero —insiste— terminaron hablando de demanda, de paneles solares, de hidroeléctricas.

—Lo ideal —sigue— es que haya una reserva del 20% de energía.

—Entonces, hay un plan, que no se ha cumplido.

—No, para nada. Hay un tema político. Y se te acumula: lo que tenías que hacer ahora es un saldo para el año siguiente. Si llegaste a 2024 y no hiciste los proyectos que tenías que hacer hasta 2022, sucede lo que nos pasó.

El Plan de Expansión Eléctrica, diseñado en 2014, establece la cantidad de energía que debía incorporarse cada año. Desde 2014 hasta 2024 no hubo uno solo en que esto se cumpliera. En 2015 debían instalarse 1 500 megavatios, pero se instalaron 158; en 2020 debían instalarse 1 200, pero apenas ingresaron siete; en 2021 debían entrar más de 2 000, pero entraron ocho, y en 2024 debían entrar más de 1 950, pero fueron también ocho. La última gran hidroeléctrica inaugurada fue Minas San Francisco, en 2019. Cuando la crisis llegó, en septiembre de 2024, el déficit de energía fue de 1 080 megavatios, pero en el punto más álgido —octubre y noviembre— llegó a superar los 1 500. Desde 2014 y hasta 2024 se dejaron de instalar casi 2 000 megavatios de capacidad: si eso se hubiera cumplido, no hubiera sucedido nada.

—Teníamos un sobrante, estábamos holgados —dice el ingeniero—. Incluso nos jactábamos de vender energía. Obviamente, un país crece, crece su sector productivo y tiene que crecer su matriz energética. Pero fuimos dejando eso de lado. Y llega un problema que impide el curso normal de la vida: de un ciudadano, de la industria, de las exportaciones, del abastecimiento. Y te ves en una encrucijada, como nosotros el año pasado.

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El grano de arroz que derrumbó la torre fue de origen climático: un verano extendido en el que las lluvias no llegaban. Una anomalía.

—No fue solo Ecuador, sino regional —dice Vladimir Arreaga, director de Pronósticos del Instituto Nacional de Meteorología e Hidrología (INAMHI)—; toda Sudamérica en una de las sequías más fuertes.

Arreaga trabaja desde hace 15 años pronosticando el clima. “Un proceso complejo detrás del cual hay mucha ciencia”, explica: imágenes de satélites a 36 000 kilómetros de la Tierra; modelos matemáticos y físicos que establecen simulaciones de cómo estará el clima en cinco días o en tres meses. Su oficina está junto a una sala luminosa con aire de taller, con pantallas planas en las que se muestran mapas salpicados por masas grumosas de diversos tonos que representan las nubosidades.

—Ahora ya ves azules —dice Arreaga, señalando hacia las pantallas, y explica que son concentraciones de humedad o lluvia—. En ese entonces era puro amarillo. Fue uno de los más secos de los últimos 40 años. En Cuenca llegó a ser el más seco; en Quito, el segundo. En Cuenca normalmente puede llover en septiembre u octubre unos 60 milímetros [un milímetro equivale a un litro de agua por cada metro cuadrado], pero en ese año tuvimos apenas 0.5 o un milímetro.

—¿Por qué vino esta anomalía?

—Hubo dos factores: el cambio climático y el fenómeno de El Niño.

La demanda de electricidad en Ecuador venía creciendo, en promedio, el 4% o el 5% anual desde hacía 10 años, pero entre 2022 y 2023 llegó al 8.1%, según el Ministerio de Energía. Después vino algo que lo dinamitó todo: de octubre de 2023 a abril de 2024 la cifra llegó a sobrepasar el 13%, provocado por el fenómeno de El Niño, que, aunque no causó los destrozos previstos, sí trajo un calentamiento del mar. Ese vapor fogoso, al chocar con la región costera del país, hizo que se elevara también la temperatura ambiente. Y eso disparó el uso de aires acondicionados, ventiladores, neveras y refrigeradores, todos ellos grandes consumidores de electricidad.

Las previsiones sobre El Niño eran graves. Sin embargo, una corriente de vientos fríos que Arreaga nombra Anticiclón del Pacífico Sur, se fortaleció frente a Chile y comenzó a transportar agua más fría en el océano, lo que originó que el calentamiento inicial se disipara. Pero esa misma corriente trajo la sequía.

—Los vientos se comprimen y no dejan que crezcan las nubes —explica Arreaga, mientras bebe café.

Un trabajador da mantenimiento a las tuberías de gas metano de la empresa Gasgreen. En el impulso a esta industria y a otras de fuentes renovables puede estar el alivio de la crisis energética de Ecuador.
Vladimir Arreaga (36), director de Pronóstico, Instituto Nacional de Meteorología e Hidrología, conversa con su colega Cristina Argoti, analista de Pronósticos en la sala de monitoreo de imágenes satelitales.

El embalse de la central hidroeléctrica Mazar, en la ciudad de Cuenca —463 kilómetros al sur de Quito—, es un contenedor gigantesco, una reserva capaz de almacenar 383 millones de metros cúbicos de agua, que se utiliza para mover las turbinas cuando la lluvia escasea. Por eso, es considerado el “corazón”, la “batería”, o el “regulador” del sistema eléctrico nacional. Por sí solo podría sostener la generación de energía de todo Ecuador por 20 días. Durante la crisis, ese contenedor quedó vacío. Era un corazón débil, casi incapaz de latir. Periodistas, técnicos, ministros recorrieron la central una y otra vez para constatar la hecatombe; los noticieros y diarios le dedicaron titulares como cuenta regresiva: “Embalse de Mazar sigue rozando su nivel mínimo”, “La hidroeléctrica Mazar está a nueve metros de su nivel de agua mínimo para operar”, “Embalse de Mazar está a un metro de tocar el nivel mínimo”.

—Lo que hacía falta para que comenzaran a subir los niveles del embalse —dice Arreaga— era que lloviera sostenidamente durante cuatro o seis semanas. Todos los días y con una intensidad considerable. Pero el ambiente era muy seco, no había esa humedad que necesitan las nubes para empezarse a formar.

Pasaban los días y seguía sin llover.

Los apagones se volvieron más largos y no llovía. De seis a 10, a 12, a 14 horas, y no llovía. El Gobierno anunció que bombardearía las nubes para que lloviera, y no llovía. Un exministro dijo que había que rezar para que lloviera, y no llovía. Colombia dejó de venderle a Ecuador porque necesitaba sus reservas, y no llovía. Alquilaron tres barcazas turcas de generación eléctrica, pero no llovía. Las clases nocturnas se suspendieron, el agua comenzó a escasear en ciertos sectores, volvió el teletrabajo —como en pandemia—, las empresas actualizaban sus pérdidas. La gente se desesperaba. Y no llovía.

Un taladro en la oreja

La oscuridad también trajo consigo el ruido. Uno de los recuerdos marcados de los apagones es el ruido impertinente de esos generadores eléctricos que mantuvieron ciertos hogares con luz, que salvaron negocios de la quiebra, pero cuyo bramido sonaba como el de monstruos de tamaños industriales.

La calle José María Alemán es una de las más comerciales del sur de Quito. Bautizada de manera popular como “La Jota”, son unas 10 cuadras de locales apretados unos contra otros, como en panal. Una calle impregnada de músicas y letreros, de transeúntes y vehículos. De sitios de venta de ropa, zapatos, celulares, medicinas, pan, de restaurantes. Normalmente, la agitación comienza a eso de las cuatro de la tarde y se extiende hacia las 10 de la noche o más. El problema era que muchas veces la luz se iba justo a esas horas. Pronto, los propietarios de esos locales empezaron a comprar su generador. En una sola cuadra había 15, 20, todos funcionando al mismo tiempo.

—El ruido de los generadores, ¿con qué lo compararían?

—Con el ruido de los camiones —dice Andrea.

—No, era más fuerte —interrumpe Karla—. Era como tener todo el tiempo un taladro en la oreja. Fastidioso. Todos los generadores hacían bulla al mismo tiempo, qué feo era.

—Nosotras tenemos que hablar con los clientes, para vender —sigue Andrea—; pero no se escuchaba, teníamos que alzar la voz. Ni música podíamos poner.

Karla Arreaga, de 22 años, y Andrea Constante, de 23, atienden un local de venta de artículos para bebé llamado Andy, muy cerca de la iglesia de La Jota. La conversación sucede mientras Karla repara una de las cámaras de seguridad y Andrea hace limpieza. Cuando se iba la luz solo podían cobrar en efectivo porque, al no haber internet, no había cobros electrónicos; el sitio quedaba a oscuras y la gente no entraba; cerraban temprano por miedo a que los ladrones aprovecharan la oscuridad.

—No había señal, no había luz, no había internet, no había nada —dice Karla—. Incomunicados. Si pasaba algo, no podíamos avisar a nadie, así fue en todo lado.

El primer mes de apagones resistieron con velas y linternas, pero un día llegaron sus jefes con el generador. Cada mañana lo cargaban y lo llevaban hacia la vereda. Por la noche, repetían la operación para guardarlo.

—Lo teníamos afuera —dice Karla— porque, si no, el olor de la gasolina se concentraba. Al siguiente día, cuando abríamos, estaba todito el olor a gasolina.

—El humo —recuerda Andrea—. Ardía la garganta. Incluso al rato de tragar saliva, ardía como cuando uno se va a enfermar.

—Y la tos —responde Karla—. Porque inhalábamos ese humo, y no solo el de aquí, el de todos los generadores.

La luz que ofrecía el generador alcanzaba para poco: unos cuantos focos en el primer piso y el módem que les permitía tener wifi. No podían facturar electrónicamente y volvieron a los recibos manuales.

—Obviamente, el generador está listo, en el segundo piso, por cualquier cosa —dice Karla—. Sabemos que puede volver a pasar, ¡que va a volver a pasar!

—¿Cuánto duraba una carga de gasolina?

—Unos tres días.

—Yo traía la gasolina —interviene Andrea—. Como vivo más arriba, siempre bajo caminando. Me tocaba caminar con el bidón de gasolina.

—¿Cuánto tiempo caminabas con la gasolina?

—Me hago una hora desde mi casa, pero cargando la gasolina me hacía hora y media. Tenía que venir descansando porque el bidón pesa.

—Cada tres días te tocaba eso.

—Sí.

Unas cuadras más adelante está Planeta Deportivo, el local de venta de zapatos que Rodrigo Chusín administra desde hace 12 años. Un lugar con estanterías llenas en todas las paredes. Rodrigo toma un descanso, luego del almuerzo, sobre una banca que sus clientes usan para probarse los zapatos. Sus ventas cayeron en un 70% durante los apagones.

—Nos cortaban la luz desde las tres de la tarde hasta las 10, 11 de la noche. La gente ya no venía porque, aunque los locales tenían generadores, afuera estaba oscuro y había miedo, como está la delincuencia también. Eso afectó bastante.

Recuerda haber contado por lo menos unos 25 generadores en locales vecinos. “Un ruido infernal, tremendo”.

—A veces uno ya no aguantaba, eran 10, 12 horas de cortes. ¡Imagínese! Había bastante ruido, pasamos algo muy fuerte, que no se había visto. Todos botaban bastante humo, el olor a gasolina. Yo, que me acuerde, no he pasado algo así. Muchos negocios cerraron aquí.

Es una calle, en el sur de Quito, igual que hubo tantas otras en todo el país. Como la avenida Olmedo, en la ciudad de Esmeraldas, donde los generadores ocupaban siete cuadras. O la calle 7 de Octubre, en Quevedo. O la calle Sucre, el epicentro comercial de Ambato, donde la normativa permite máximo 50 decibeles de ruido, pero durante los apagones llegó a medir 80. O como las calles 18 de Noviembre o Bolívar, ambas en el centro de Loja.

Planta de biogás de la compañía Gasgreen. En ella se producen nueve megavatios de electricidad a partir del procesamiento del gas metano extraído del relleno sanitario El Inga, en la periferia de Quito.

Incertidumbre colectiva

En un compartimiento, bajo su escritorio, la psicóloga Gabriela Moya guarda una “colección” de piedritas ordenadas metódicamente en espiral. El escritorio es pulcro, excepto por un halo de polvo alrededor de las piedras. Tiene 57 años, aunque aparenta menos. Lleva el cabello largo y ondulado, encendido por el sol que llega desde el exterior.

—¿Esas piedritas están acomodadas así por alguna razón?

—Bueno, porque se me pegan aquí —dice, señalando la suela de su zapato y ríe—. Vengo caminando desde mi casa y hago ese trayecto en un camino de piedritas. Se me meten en las botas y, entonces, he hecho esa colección.

Su consultorio está casi al filo de una hondonada y tiene la vista espléndida, hasta lo profundo del horizonte, de una zona montañosa a cuyos lados está la ciudad.

No es que haya incrementado el número de pacientes durante los apagones, pero ese sí era un tema en la mayoría de las citas, algo que producía un “malestar urgente”. Moya lo define como una sensación de estrés, de no tener control. Durante la pandemia, dice, muchos de sus pacientes fueron capaces de hallar algo positivo, un vaso medio lleno: “Pasamos más tiempo en familia”, “Arreglé el clóset”, “Trabajar en casa es una maravilla”. Durante los apagones, no. La gente era incapaz de hallarle algo bueno a la situación.

—¿Por qué esa diferencia?

—Porque hay una dependencia grande de la luz, un servicio absolutamente básico. Su ausencia genera cierto caos. En lo doméstico, en la ciudad: no hay semáforos, te enojas con los otros conductores, con los peatones, no sabes si los niños van a tener clases. Además, somos dependientes de la tecnología y la pandemia fortaleció esa dependencia.

—Entonces, hubo una sensación de incertidumbre colectiva.

—De incertidumbre, ¡claro! Puedes llegar a sentir desesperación.

A los pacientes que mostraron señales de ansiedad por los apagones, dice, les recomendó que hicieran una planificación: todo lo que iban a hacer cuando no hubiera luz y lo que debían preparar cuando había: cargar el teléfono, el computador, un parlante.

—Les recomendaba también cosas íntimas, como ejercicios de relajación. Hay gente que no se puede dormir sin ver televisión, gente que duerme con la luz prendida. No puedo ver tele, no puedo escuchar música o prender la luz. ¿Cómo hago para dormir? El sueño fue otro de los factores afectados para un montón de personas.

Tras la crisis, agrega, mucha gente va a incluir en su “presupuesto emocional” la posibilidad de volver a quedarse sin luz. De tener que planificar cosas tan simples como bañarse, cocinar o trabajar. “Algo queda contenido”, dice, pero enseguida vuelve a sonreír.

Trabajadora del asilo Dulce Hogar sostiene una linterna mientras organiza la medicación de los 26 ancianos residentes. Esta era una de las tareas más difíciles en el tiempo de cortes energéticos: administrar mal la medicación puede ser mortal.
Ancianos residentes de Dulce Hogar realizan actividades recreativas en la sala general del asilo alumbrados con velas y focos recargables.

Si la vida te da limones...

En un local llamado Electrónica del Norte fue concebida una solución al problema del internet. Sus técnicos tomaron una batería que se conoce como “seca” y genera 12 voltios de energía, exactamente lo que necesita un router de wifi. Normalmente se usan en motocicletas, sistemas de seguridad, puertas eléctricas, pero le adaptaron un conector redondo, que sirviera para el módem de internet. Y funcionó. La carga duraba hasta 10 horas.

Comenzaron a vender unos kits que podían costar entre 40 y 70 dólares y garantizaban internet durante los cortes de luz: la batería, los cables con el plug adaptado y un cargador. Hubo filas, tuvieron que contratar más personal. Se vendieron 350 kits en algo más de un mes, y lo mismo pasaba en otros locales.

—Para el país fue terrible, pero para nosotros fue una época muy buena —dice Leonardo Riveros, de 45 años, propietario del local fundado por su padre en 1985—. Lo que pasa es que sin internet no haces nada. Dependemos demasiado del internet.

Ahora ya no están las filas y hay apenas tres empleados atendiendo el local.

Sin oxígeno

Hace 17 años, Maggy Loyos se separó de su esposo y alquiló para ella y sus cuatro hijos una casa con piscina que no sabía cómo iba a pagar. Una tarde, una vecina llegó para darle la bienvenida, le contó que iba de compras y le preguntó si podría cuidar a su mamá, que ya era anciana. La vecina volvió a las dos horas y le ofreció 20 dólares en agradecimiento. Una semana después volvió la misma señora, con otra vecina que le dijo: “Supe que usted podría cuidar también a mi mamacita”. Entonces se le ocurrió la idea: puso un anuncio en el periódico —“Porque antes era así, nada de redes sociales”—, con su dirección, su teléfono y una frase: “Cuido abuelitos”. Ese día empezó todo.

—Fue un encuentro casual —dice Maggy, ahora de 60 años, sentada en la recepción del hogar de ancianos Dulce Hogar—. En ese entonces no tenía permisos, nada. Cinco años operé en la clandestinidad —agrega, bromeando.

Dulce Hogar es una edificación grande, circular y con el techo elevado en punta, como nave espacial, rodeada de un jardín donde sus “abuelitos” —como nunca ha dejado de llamarlos— salen todos los días a distraerse y compartir. Maggy usa mascarilla, uniforme tipo médico y el cabello recogido. Ahora es responsable del cuidado de 32 abuelitos, y cuando escucha hablar de los apagones, su respuesta también es tajante: “No me haga acordar”.

—Uy, fue tremendo —dice—. El miedo de que los abuelitos se caigan cuando se iba la luz por la noche, porque las lámparas funcionan poco tiempo. Los alimentos teníamos que comprar a diario, más caro, para que no se dañen porque no podíamos refrigerar. Los familiares llamaban y preguntaban cómo estábamos haciendo con la comida. Yo les explicaba que no les estábamos dando carne. El pollo se vuelve a congelar y ya no es lo mismo. Se adelgazaron los abuelitos. Se enfermaron del estómago.

—¿Qué les daban?

—Tortillita de huevos, ensaladas, papitas. En exámenes médicos salía que empezaron a tener incluso un poco de anemia. Sí nos afectó bastante. Parecía que estábamos con lo del coronavirus. Se llama ansiedad. Las insulinas, por ejemplo, había que poner a congelar cuando venía la luz, y si nos olvidábamos, ya no valían. Todos nos tomábamos agua de toronjil con unas gotitas de valeriana.

—Para tranquilizarse…

—Sí. Es que es una responsabilidad tremenda.

El área principal es como un salón de eventos. En el fondo está la cocina. Una mujer está en su silla de ruedas, con la mirada fija en algún lugar. Al otro lado están la mesa del comedor y un espacio lleno de sillas dispuestas frente a un televisor, al que llaman cine; allí, por las tardes, los abuelitos ven películas de Cantinflas, sus favoritas. Un poco más allá, una puerta lleva hacia un cuarto pequeño con una camilla y varios implementos médicos.

—Esta es el área de enfermería —dice Maggy, que guía el recorrido—. Para el oxígeno se necesita luz y uno de los abuelitos necesita oxígeno. Tuvimos que comprar un aparato pequeño, recargable, pero solo dura unas dos horas. El abuelito se descompensó y nos tocó llevarle a la clínica. Primero tres horas, pero cuando le trajimos, otra vez se puso mal. Ahí sí les dijimos a los familiares, ellos autorizaron que se le internara y permaneció en la clínica varios días.

Pronósticos

—El peso que sentimos fue alto. Y la presión —dice Vladimir Arreaga, el director de Pronósticos del INAMHI, que sigue bebiendo su café—. Incluso adaptamos un producto para la ministra de Energía, Inés Manzano. Ella necesitaba una previsión semanal para las hidroeléctricas. Con ella tomaba decisiones: operar con tal central, apagar esta otra.

Pese a que en la sala contigua —la de las pantallas y los mapas de colores— hay seis pronosticadores trabajando, rige un silencio inalterable.

—Podría hablar de que hubo hasta un 200% más de llamadas en época de apagones —dice—. El municipio de Quito preguntaba: “¿Cuándo llueve?”.

—¿El ciudadano común suele llamar?

—Sí. Antes, por ejemplo, recibíamos una llamada de alguien que se iba a casar: “Oye, ayúdame con un pronóstico, me caso en dos semanas y quiero ver si alquilo unas carpas”.

—¿Y durante la crisis?

—La gente llamaba para preguntar si compraba un generador o no: “Por favor, cuándo va a llover, vivo de mi negocio, ¿hago esta inversión?, ¿me das esperanzas de que llueva?”.

Las lluvias llegaron por fin en diciembre de 2024. Se acabaron los apagones. Llegaron Navidad, Año Nuevo, luego vino la campaña para las elecciones presidenciales en Ecuador —cuya segunda vuelta se dio el 13 de abril y de la que resultó reelecto Daniel Noboa— y la política comenzó a abarcarlo todo. La gente iba hablando de otras cosas, como los efectos de la temporada de lluvias, que vino con toda la dureza que no tuvo cuando se la necesitaba: 18 muertos, 9 695 damnificados, inundaciones, deslizamientos. Gracias a las lluvias, el embalse de Mazar, ese corazón eléctrico del país, está lleno. Pero el espectro de la crisis sigue fulgurante.

(Cabe una frase del ingeniero Víctor Herrera, desde su oficina en la Universidad San Francisco: “Lo único que ya no hacemos es hablar del tema, pero ahí está. Estamos hablando de elecciones, de candidatos, pero la crisis continúa. Las acciones que se han hecho, la capacidad de generación que se ha logrado recuperar, no son malas, pero son parches. Parches pequeños para un problema que va mucho más allá de un gobierno, es estructural”.)

El viernes 31 de enero, el Consejo Consultivo de Ingenierías y Economía —un organismo gremial que agrupa a varios colegios profesionales— ofreció una declaración que removió el miedo: “Nuestro país atraviesa aún por la crisis de la provisión de energía eléctrica, disminuida […] por el notable incremento de lluvias […]. Lo antes manifestado no significa que la crisis ha terminado”. Hablaron de la posibilidad de que en abril hubiera otra leve sequía que trajera de vuelta los apagones. “Ya no serían tan graves, tan largos, pero tendríamos apagones”, dijeron.

El 19 de febrero, la ministra Manzano dijo en una entrevista en la cadena Teleamazonas que no existe posibilidad de sequía en abril e incluso recordó una frase popular: “Abril, aguas mil”. El presidente, Daniel Noboa, ofreció algo más arriesgado: que Ecuador no volvería a tener apagones al menos hasta 2026.

Pero los ecuatorianos no tienen certezas. Muchos lo repiten: “Dicen que pueden volver los apagones”, y conservan sus generadores eléctricos, las conexiones artesanales, los focos recargables, las baterías para los módems de internet.

Víctor Herrera (35), ingeniero hidroeléctrico y coordinadorde Sostenibilidad de la Universidad San Francisco de Quito, afirma que “las acciones que se han hecho, la capacidad degeneración que se ha logrado recuperar, no son malas, pero son parches. Parches pequeños para un problema que va mucho más allá de un gobierno, es estructural”.

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—Técnicamente, podría descartar una afectación en abril —dice Vladimir Arreaga, desde su oficina en el INAMHI, el 20 de febrero—. Ahora estamos con precipitaciones muy altas. Faltando ocho días para terminar febrero ya habíamos superado los niveles normales, cosa que no pasó el año anterior.

Junto a la puerta de su oficina hay un par de pantallas pequeñas donde se monitorea todo el tiempo el riesgo de desbordamiento de ríos.

—El pronóstico, por ahora, nos muestra condiciones favorables —explica—; para febrero, marzo y abril nos apunta a un periodo con lluvias consecutivas. Pero, si me preguntas qué puede pasar al final de este año, no se puede saber. La sugerencia es que se trabaje en alternativas de generación eléctrica. Diversificar.

Esa es la otra palabra que los técnicos usan todo el tiempo: “diversificar”. Aumentar el número de hidroeléctricas para que sean capaces de soportar una sequía; diversificar los tipos de energía, para no depender tanto de que llueva.

Metano

Lo primero que se ve, al fondo, son los campos de basura y tierra, los camiones que deambulan como hormigas, las aves de rapiña. Pero todo cambia al saber que justo de ese lugar sale energía suficiente para dar electricidad a unas 45 000 familias. El futuro también puede estar escondido entre una montaña de basura.

Luego, hay que recorrer un camino zigzagueante y, tras una puerta de rejas, se materializa una explanada con siete contenedores verdes, cada uno de los cuales resguarda un motor de cinco toneladas.

El relleno sanitario de Quito recibe unas 2 000 toneladas diarias de basura. Tres meses después de que esos desechos inician su descomposición, empiezan a generar biogás. Para ese biogás existen tres opciones: liberarlo hacia el ambiente —lo que produce efecto invernadero—, realizar una quema controlada para evitar al máximo la contaminación o usarlo como energía renovable. En 2015, la compañía Gasgreen firmó un convenio con la empresa municipal encargada del relleno para ir por la tercera opción.

—¿Por dónde puedo empezar? —dice Fernando Caicedo, el supervisor de Gasgreen, como si estuviera dispuesto a contar la historia de su vida.

De camisa verde oliva y chaleco fosforescente, el hombre de 30 años luce casco, barba bien cuidada y un arete negro en cada oreja. Empezaron con dos motores, cuenta; para 2017 ya tenían cinco, y ahora sus siete motores producen nueve megavatios de electricidad.

Caicedo muestra las instalaciones de esta pequeña central como si fuera el guía de un museo: señala cada parte y explica con detalle cómo funciona. Hay dos cosas que definen el sitio: el ruido de los motores, que es robusto e incisivo, y el olor, que se parece mucho al de un matadero de reses, mezcla de carne y quemazón.

El biogás sale de los cubetos en los que está la basura a través de tuberías perforadas. Arriba, a nivel de superficie, hay un dispositivo conocido como cabezal de pozo: una manguera, que absorbe biogás todo el tiempo y lo lleva hasta los motores.

—¿Ese gas llega a los motores y qué mueve?

—Un alternador —responde Caicedo—. Es como el motor de un carro, pero gigante. Y, en vez de meterle gasolina, le metes biogás. El motor tiene un mezclador que combina aire ambiente llevado por ventiladores y el biogás, y eso combustiona, mueve un pistón y hace que gire el cigüeñal, y después el alternador.

La electricidad sale del motor, pasa por un transformador, que eleva su potencia, y luego va a la torre de distribución junto a la puerta; de ahí se dirige a la Subestación Alangasí y se suma al sistema nacional interconectado. El Estado paga a Gasgreen por esa energía y, desde 2018, la empresa y el municipio de Quito tienen, además, un convenio para vender bonos de carbono, por todo el metano que dejan de lanzar al ambiente.

—¿Solo en el relleno de Quito se está haciendo esto?

—Tienen un sistema instalado en Cuenca, con dos unidades pequeñas, pero no han tenido generación continua.

—¿Lo ves como una alternativa para el futuro?

—Claro que sí, siempre y cuando tengas una gestión 100% bien hecha de un relleno sanitario. Si no, nos convertimos básicamente en un botadero.

—¿Cuántas ciudades tienen un relleno que pudiera servir para un sistema así?

—No tengo el dato. Se han hecho visitas a rellenos sanitarios como el de Ibarra, hemos ido a Santo Domingo, pero, apenas pisas, ves un botadero y no un relleno sanitario. Guayaquil podría tener un sistema.

—En todo caso, ¿ves necesario pensar en estos temas?

—Sí. Depender de las hidroeléctricas es un riesgo. Nos quedamos varados y tenemos que regresar a la época en la que había que comprar velas.

Luego de decir esto, Caicedo cierra la puerta de rejas y da la espalda para dirigirse nuevamente a su oficina, que también está dentro de un contenedor. Queda inmutable, de frente, la imagen de las aves de rapiña, los camiones y la montaña de basura y tierra. Hace calor en la ciudad.

Inversiones

Justo fuera del despacho de la ministra de Energía hay un letrero que dice: “Peligro, alta tensión”. En el corredor hay un movimiento incesante de policías, militares, funcionarios y visitantes. La entrevista con la ministra Inés Manzano había sido pactada para las nueve y media. Pero habían pasado más de dos horas y la ministra no llegaba. “Con ella siempre hay retrasos”, dijo una de las encargadas de su agenda. Después de unos minutos, la funcionaria anunció que la ministra no llegaría. “Toda su agenda se revolvió. Ni sé a qué hora va a llegar”.

Finalmente, en una de las oficinas cercanas al despacho y con dos horas y media de retraso, atienden la entrevista Fernando Pullupaxi, subsecretario de Generación, y Jorge Reyes, subsecretario de Distribución.

—Como técnicos, estamos haciendo las cosas para que Ecuador no tenga cortes en el mediano o largo plazo —dice Pullupaxi—. Las acciones se van a ver después de un tiempo, a corto plazo es muy difícil.

Los subsecretarios revisan un cuadro que hizo público el ministerio cinco días antes, con cifras de la capacidad eléctrica que se ha logrado recuperar desde que estalló la crisis. Con el mantenimiento de tres centrales hidroeléctricas y ocho termoeléctricas, han incorporado 697 megavatios. Con el funcionamiento de una de las tres turbinas de la central hidroeléctrica Toachi Pilatón —que debía ser inaugurada en diciembre de 2011—, 204 megavatios. Se cuentan también los 300 megavatios de las tres barcazas que alquilan como para “tener algo guardado en el banco”.

—¿En qué consistieron esos mantenimientos a las centrales recuperadas?

—Muchas tenían daños que no podían ser recuperados con mantenimiento normal; necesitaban equipamiento, repuestos, técnicos —responde Pullupaxi.

—El equipamiento de la central Enrique García fue el que más costó —interviene Reyes—. Tuvimos que cambiarle un bobinado de la máquina; eso se mandó a Estados Unidos. Algunas tienen más de 40 años, están viejas.

—En el momento más crítico de los apagones, el déficit llegó a ser de 1 500 megavatios. Sumando todo lo recuperado dan 1 200 megavatios. ¿Qué pasa si de aquí a septiembre tenemos una sequía igual que la del año pasado?

—Hacemos 1 200 megavatios, pero con la adquisición de nuevas centrales térmicas que está en proceso podríamos llegar a 1 500. Estamos cubiertos —responde Pullupaxi.

—¿No ve posibilidad de que haya apagones?

—No.

El ingeniero Víctor Herrera no está convencido. A través de WhatsApp responde: “Seguimos teniendo una probabilidad de apagones que no podemos descartar. Tal vez no en la magnitud del año pasado, pero no tenemos claro qué va a pasar este verano. Tampoco tenemos certeza de que todos los mantenimientos que se mencionan fueran realizados de manera óptima. Recordemos que todos esos anuncios se dan durante meses electorales. Creo que luego de las votaciones de segunda vuelta y a partir de mayo tendremos un panorama más realista”.

Por momentos la entrevista es precipitada. Frecuentemente, los subsecretarios y el técnico que los acompaña intercambian datos, hacen llamadas. En Ecuador apenas el 2% de la generación eléctrica es privada, explica Pullupaxi. El resto es estatal.

—Pero ese modelo no funciona —dice, con un dejo de molestia y desazón—. Tenemos que abrirnos a las inversiones privadas. Colombia tuvo cortes en los noventa, entendieron eso y ahora tienen un mercado eléctrico privado.

El 21 de febrero el Gobierno ecuatoriano presentó un plan de inversiones eléctricas para atraer 7 000 millones de dólares para la construcción de nuevas centrales hasta 2030. Se prevé incorporar unos 3 500 megavatios adicionales con proyectos hidroeléctricos, fotovoltaicos, solares, eólicos y geotérmicos. Un camino hacia esa tan nombrada diversificación. Es un plan abierto a inversión privada, gracias a una reforma legal, hecha en medio de la crisis.

—La ministra calificó al anterior plan como fallido. Esta es una pregunta política, que era para ella: ¿qué vamos a hacer para que este no sea otro plan fallido?

—Como técnicos —dice Pullupaxi—, vamos a dejar todo listo para que…

—Pero otros técnicos también dejaron listo el anterior plan. ¿Qué se puede hacer para que no sea un plan fallido este también?

—Que la visión política sea distinta —dice Pullupaxi.

Reyes interviene:

—El que no conoce la historia está condenado a repetirla. Si queremos que las cosas cambien, no podemos hacer lo mismo.

—Sí —insiste Pullupaxi—. Si no cambia, estamos condenados a repetir lo que pasó.

Un trabajador del local comercial Gelatomix coloca un foco recargable. Durante los cortes de luz trabajan con dos focos y unas conexiones artesanales que les daban luz para atender a sus clientes y cumplir su cuota de ventas diarias. Mayo 12, 2025. Quito, Ecuador.

Cable a tierra

Es lunes, pasada la una de la tarde, y La Jota se convierte en un pasaje en ebullición. Decenas de estudiantes caminan en todas direcciones a la salida de los colegios, un vendedor ambulante ofrece sus productos valiéndose de un megáfono, el sonido de los buses. La heladería está casi al final de la calle, detrás de un letrero de colores pastel. A esta hora no hay clientes, así que Cecibel Olaya aprovecha para limpiar. Tiene 25 años y empezó a trabajar en este local un par de meses antes de los apagones. Sus jefes no compraron generador porque alquilaban electricidad, jalándola de manera artesanal mediante cables desde las casas de un callejón paralelo, donde nunca se iba la luz. Los cables eran arrastrados a través de la calzada y, a veces, cuando un auto pasaba muy aprisa, rompía la conexión y volvía la penumbra. Cada local pagaba 20 dólares mensuales por esa luz que, de todas formas, solo alcanzaba para hacer funcionar algunos focos y el módem de wifi. No para los congeladores donde guardan los helados.

—Los días con apagones de 12 o 14 horas, los helados sí amanecían blanditos —dice Cecibel—. Fue un caos.

—¿Y qué hicieron con los helados?

—Al principio, colapsé. Dije: “¿Y ahora qué vamos a hacer?, los helados se van a derretir, van a recortar personal”. Se me ocurrió lo peor. Pero Javi [su único compañero en el local] tiene dos años de experiencia aquí y sabía que cuando se sube la temperatura del congelador, los helados amanecen como piedra. Entonces, en la noche, antes de irnos, y cada vez que había luz, subíamos la temperatura al máximo. Y eso les mantuvo.

Cecibel —pequeña y con lentes estilo Gatúbela— quiere contar algo, pero se contiene. Mira hacia la cocina, donde está Javi. Él le dice que sí, que lo cuente. Ella comienza a hablar casi en susurros. Aunque el permiso del Cuerpo de Bomberos prohíbe que una heladería tenga una cocina a gas, ellos metieron una a escondidas para poder calentar los waffles, los brownies y algunos bocadillos típicos del país: humitas, tamales, quimbolitos.

—Porque eso se estaba quedando y son los productos premium, los más costosos —dice—; cuando no sacábamos, nos estaba afectando mucho las ventas. Por los permisos, sí teníamos mucho miedo, pero nos jugamos hasta el final; por eso decidimos meter la cocina. Si no hacíamos algo nosotros, nos despedían. No me había puesto a pensar en eso, pero sí vivimos muy estresados esos meses, la verdad. Fue bien feo, terrible.

Es una tarde lánguida, con una ligera garúa. En el parlante suena “El santo cachón”. Cecibel tiene que acelerar la limpieza, porque se acerca la hora pico.

—Pero, bueno, se acabó y salimos —dice con una sonrisa—. No quebró el local. Pero dicen que ya mismo vuelven los apagones, ¿no?

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Ecuador: ¿cuándo viene el próximo apagón?

Ecuador: ¿cuándo viene el próximo apagón?

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Venta de comida ambulante en el barrio de Solanda, cerca de La Jota, en Quito. Algunos vendedores aún mantienen focos recargables y las conexiones artesanales de luz.
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El frágil corazón eléctrico de todo un país.

Ecuador, cuyo sistema eléctrico depende de la temporada de lluvias, sufrió entre septiembre y diciembre de 2024 una de las sequías más duras de los últimos 40 años. Esto puso al descubierto omisiones consecutivas de los gobiernos que, durante la última década, no construyeron nuevas centrales de generación ni dieron mantenimiento a las que existían. El resultado: apagones de hasta 14 horas diarias en áreas residenciales y comerciales, y de hasta 24 en zonas industriales. En medio, 18 millones de ecuatorianos a oscuras en pleno siglo XXI. Esta es la crónica de un país estremecido por una crisis que no ha terminado.

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A oscuras

Entrar al restaurante es como sumergirse en un túnel estrecho o en el esófago de una víbora: alargado, sin ventanas, seis mesas dispuestas bajo una luz tenue y un habitáculo escondido en el fondo, donde está la cocina. Afuera, el rumor del tráfico de la tarde en la avenida Amazonas, centro-norte de Quito. En el letrero de entrada al restaurante se lee: “Lo nuestro, comidas típicas”. Tras una vitrina, Janeth Campoverde empieza el ritual de limpieza de la paila donde prepara la fritada, un plato tradicional de la Sierra ecuatoriana, compuesto por trozos fritos de carne de cerdo. A sus 37 años y ataviada impecable con camiseta, delantal y gorra de cocina, luce feliz. “A la orden, fritadita, mi niña”. Tiene la conversa ingeniosa, siempre con una sonrisa. Hasta que escucha mencionar la palabra “apagones”.

—Yo no quiero que eso vuelva —dice, con el semblante descompuesto—. Esto era tinieblas, feo. Ojalá no se vuelva a ir la luz. La economía baja, la gente no consume, todos en su casa por la oscuridad.

Los alrededores de esta zona, conocida como La Mariscal, fulguran colmados del movimiento que producen juzgados, notarías, entidades públicas, bancos, agencias de viajes y empresas privadas. Normalmente, los principales clientes de Janeth son los funcionarios y empleados de esas oficinas; pero durante la crisis de los apagones, muchos se esfumaron: trabajaban desde casa o en los patios de comida de los centros comerciales o en cafeterías, “cazando” —como hizo tanta gente— un sitio que tuviera electricidad.

—¿Cuánto bajaron las ventas con los apagones?

—¡Uy, bastantísimo! Más de la mitad. Cuando se iba la luz, la gente no salía a las oficinas. No se podía hacer jugos, ni desayunos, ni batidos, ni tostadas.

—Para todo se necesita…

—¡La luz, pues, claro! Para todo se necesita luz.

Es la historia de un restaurante en Quito, pero podría ser la de cualquiera, en cualquier parte de Ecuador, entre septiembre y diciembre de 2024, un periodo con una crisis energética inédita, que significó hasta 14 horas diarias de cortes de luz en áreas residenciales y comerciales, y hasta 24 en zonas industriales.

El golpeteo de la cuchara contra el metal de la paila es sostenido. Janeth retira los restos de manteca con un movimiento uniforme de su mano: desde el centro hacia afuera. Ella vive, junto a sus tres hijos, en el sur de Quito, y llegar al trabajo le toma media hora en metro. Normalmente, entra a las siete de la mañana y sale a las seis y media de la tarde. Pero cuando el apagón empezaba a las siete de la mañana, debía despertarse más temprano para abrir a las seis y adelantar todo mientras podía usar la licuadora, el microondas y lo que necesitara electricidad. Cuando la luz se iba por las tardes, en cambio, cerraba máximo a las tres para regresar a casa antes de que oscureciera.

—¿Qué decían los clientes de los apagones?

—¿Hasta cuándo durará? A mucha gente despidieron.

Dos mujeres entran al restaurante, miran las vitrinas en las que aún se exhiben los alimentos y piden un plato de papas con cuero: una sopa hecha de papas cocinadas y pedazos de cuero de cerdo. Son las últimas clientas del día porque, cuando se van, Janeth ha terminado de retirar la manteca y ahora echa una olla de agua hirviendo en la paila para remover lo que queda. Pronto cerrará la puerta del local.

—Ahora sí le dejo, porque tengo que hacer mis cositas —dice, y se aleja llevando la paila hacia el fregadero.

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Hablar de los apagones en Ecuador es referirse a un país convulso, estremecido, incierto, en medio de una sacudida que muchos comparan con la pandemia. Los vestigios están por todos lados. En las familias que se desesperaron buscando focos recargables, un artilugio que resultó novedoso, pero cuya luz tímida se iba desvaneciendo de a poco hasta desaparecer después de un par de horas. En los estudiantes, que tuvieron que hacer sus tareas con velas o lámparas. En los millones que tuvieron que resignarse a quedar incomunicados, porque la señal celular y el internet móvil desaparecían cuando llegaba la oscuridad. En los conductores de Uber, que no podían tomar carreras en sectores donde no había luz. En los vendedores ambulantes, que dejaron su trabajo para dirigir el tránsito porque no había semáforos y el tráfico se volvía caótico. En las carnicerías, que tuvieron que comprar menos carne porque, con tantas idas y venidas de la electricidad, se descomponía a velocidades peligrosas. En las pérdidas económicas, que el Banco Central del Ecuador cifró en casi 2 000 millones de dólares durante la crisis. En la espera ansiosa de cada jueves o viernes, para que el Operador Nacional de Electricidad —un ente técnico estatal— decidiera cuánto durarían los apagones la semana siguiente, dependiendo de la situación de las hidroeléctricas. En los inmensos documentos PDF que, acatando esa disposición, las empresas eléctricas publicaban en redes sociales con los horarios de corte para cada día, en cada sector, de cada provincia. En todas las veces que los ecuatorianos se hicieron la misma pregunta: ¿cuándo va a llover?

Atardecer nublado en un paraje de la cadena de volcanes y valles que rodean Quito, tomado a mediados de mayo de 2025. De esas nubes depende buena parte del ánimo de los ecuatorianos. Todos los días, en las semanas más duras de la crisis, se miraba el paisaje en espera de lluvia.

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Los vestigios están también en la casa de Gabriela Cañas, una mujer de 35 años que vive con sus dos hijos —Gabriel, de 10, y Sarita, de ocho— y cuya rutina, como tiene cocina y ducha eléctricas, se transformó, dependiendo de los momentos de luz.

—Dependía, claro —dice Gabriela, sentada en el sillón más grande de su sala—. Nos tocaba levantarnos más temprano para ducharnos; o a veces nos fuimos así, sin ducharnos. Esperaba a que regresaran del colegio o que llegara la noche para que se bañaran, aunque a mi hija no le gusta dormirse con el cabello mojado. La comida era igual: vamos a comer rápido antes de que nos toque comer todo frío.

Gabriela y su familia viven en un conjunto privado en una zona apacible del Valle de Los Chillos, en el suroriente de Quito, un lugar en el que al principio no se iba la luz.

—Pensábamos que teníamos un privilegio —dice—. Hasta que, de repente, se nos fue. Dijimos: ¿y ahora? Ahí llegamos a la realidad: ¿cómo nos organizamos?

—¿Compraste un foco recargable? ¿Algo?

—Sí, al final conseguí uno de Temu [la tienda china de compras en línea], porque acá ya no había. Ahora lo tenemos por ahí.

La hija se levanta de la mesa y toma con sus manos la caja con el foco, que habían guardado en uno de los muebles del comedor. La enseña con su rostro inquieto, como quien muestra la evidencia de una travesura.

—Hacíamos deberes rapidísimo, antes de que oscureciera —recuerda Gabriela—, con la velita, con lo que se pueda. Los teléfonos quedaban sin señal. En algún rato me pregunté: y si pasara algo, ¿cómo me comunico?, ¿cómo le digo a mi mami que estoy bien? Cuando se iba la luz por las noches, tocaba dormir temprano, apenas oscurecía. Normalmente, ellos duermen ocho y media, pero esos días nos tocaba a las siete, qué más íbamos a hacer.

Gabriela Cañas (35) y sus hijos, Gabriel y Sarita, hacen sus tareas con luz de velas, lámparas recargables y linternas, en Quito.

El grano que derrumbó la torre

“Ya veíamos venir la debacle”, dirá, después, un técnico del Ministerio de Energía.

¿Cómo fue que Ecuador llegó a una crisis tal? Podría resumirse así: un país cuya energía eléctrica depende de que llueva atravesó la sequía más cruda en 40 años. Un país que consume 30% más energía que hace una década, pero que no tenía nuevas centrales eléctricas ni mantenimiento en las que existían: la demanda creció; la generación no. Un país que llegó a 2024 produciendo apenas la energía necesaria para su población. Todo era tan frágil que un grano de arroz podía derrumbar la torre.

Y la torre se derrumbó.

El 80% de la energía en Ecuador es hidroeléctrica, turbinas que se mueven gracias al cauce de los ríos. El 15% es termoeléctrica, que usa el vapor provocado por el calentamiento de líquidos, a través de combustible fósil. El 4% proviene de la importación desde Colombia. Y apenas el 1% consiste en energías renovables no convencionales: eólica, biomasa, biogás y fotovoltaica. Surge aquí una palabra que los expertos usarán mucho: “dependencia”.

—El problema es que tenemos alta dependencia de las hidroeléctricas —dice Víctor Herrera, ingeniero con posdoctorado en Electrónica de Potencia y Energía, desde su oficina en el edificio Maxwell de la Universidad San Francisco de Quito—. Si bien es energía renovable, dependemos de ella, y ella depende de que llueva. No hay otra forma.

La oficina es grande, con un ventanal que ofrece la vista soleada de una plaza central. Hay tres escritorios; el suyo es el del fondo, junto al ventanal. Sobre una mesa de reuniones, el ingeniero muestra una colección de cuadros estadísticos y mapas que guarda en su computador.

—Fíjate: cómo ha ido creciendo el consumo de energía por habitante. ¡Por habitante! —repite—. Yo consumo 30% más que hace 10 años. La población crece y consume más.

—¿Y cuánto ha crecido la generación en esos 10 años?

—No ha crecido sustancialmente. No hay nuevas hidroeléctricas ni proyectos significativos. La lógica manda a que hagas mantenimiento, pero eso tampoco ha habido.

—Y el mantenimiento es igual de importante que el sistema.

—Claro, es como un vehículo: te lo compras nuevo, pero tienes que darle mantenimiento. Si no, llega el día en que no enciende o te deja tirado en algún sitio. Aquí se ha hecho algún mantenimiento, instalación de algo pequeño, pero no una obra significativa. Los proyectos están, el problema es que no se han ejecutado.

Señala en la pantalla una lista con nombres como la central Chachimbiro, que es geotérmica; la central Urcuquí, que es solar; Mazar Flotante, que es una central solar sobre una hidroeléctrica; habla de algunas centrales eólicas.

—Está relativamente mapeado dónde debería ir todo —dice el ingeniero.

Herrera tiene 35 años, usa el cabello corto y peinado hacia un lado; viste con una juvenil informalidad: pantalón beige con zapatos deportivos, camiseta verde, reloj deportivo y anillo en su mano derecha. Dice que esta crisis demostró que la energía es “transversal a todo”. Desde el ingeniero hasta el panadero —insiste— terminaron hablando de demanda, de paneles solares, de hidroeléctricas.

—Lo ideal —sigue— es que haya una reserva del 20% de energía.

—Entonces, hay un plan, que no se ha cumplido.

—No, para nada. Hay un tema político. Y se te acumula: lo que tenías que hacer ahora es un saldo para el año siguiente. Si llegaste a 2024 y no hiciste los proyectos que tenías que hacer hasta 2022, sucede lo que nos pasó.

El Plan de Expansión Eléctrica, diseñado en 2014, establece la cantidad de energía que debía incorporarse cada año. Desde 2014 hasta 2024 no hubo uno solo en que esto se cumpliera. En 2015 debían instalarse 1 500 megavatios, pero se instalaron 158; en 2020 debían instalarse 1 200, pero apenas ingresaron siete; en 2021 debían entrar más de 2 000, pero entraron ocho, y en 2024 debían entrar más de 1 950, pero fueron también ocho. La última gran hidroeléctrica inaugurada fue Minas San Francisco, en 2019. Cuando la crisis llegó, en septiembre de 2024, el déficit de energía fue de 1 080 megavatios, pero en el punto más álgido —octubre y noviembre— llegó a superar los 1 500. Desde 2014 y hasta 2024 se dejaron de instalar casi 2 000 megavatios de capacidad: si eso se hubiera cumplido, no hubiera sucedido nada.

—Teníamos un sobrante, estábamos holgados —dice el ingeniero—. Incluso nos jactábamos de vender energía. Obviamente, un país crece, crece su sector productivo y tiene que crecer su matriz energética. Pero fuimos dejando eso de lado. Y llega un problema que impide el curso normal de la vida: de un ciudadano, de la industria, de las exportaciones, del abastecimiento. Y te ves en una encrucijada, como nosotros el año pasado.

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El grano de arroz que derrumbó la torre fue de origen climático: un verano extendido en el que las lluvias no llegaban. Una anomalía.

—No fue solo Ecuador, sino regional —dice Vladimir Arreaga, director de Pronósticos del Instituto Nacional de Meteorología e Hidrología (INAMHI)—; toda Sudamérica en una de las sequías más fuertes.

Arreaga trabaja desde hace 15 años pronosticando el clima. “Un proceso complejo detrás del cual hay mucha ciencia”, explica: imágenes de satélites a 36 000 kilómetros de la Tierra; modelos matemáticos y físicos que establecen simulaciones de cómo estará el clima en cinco días o en tres meses. Su oficina está junto a una sala luminosa con aire de taller, con pantallas planas en las que se muestran mapas salpicados por masas grumosas de diversos tonos que representan las nubosidades.

—Ahora ya ves azules —dice Arreaga, señalando hacia las pantallas, y explica que son concentraciones de humedad o lluvia—. En ese entonces era puro amarillo. Fue uno de los más secos de los últimos 40 años. En Cuenca llegó a ser el más seco; en Quito, el segundo. En Cuenca normalmente puede llover en septiembre u octubre unos 60 milímetros [un milímetro equivale a un litro de agua por cada metro cuadrado], pero en ese año tuvimos apenas 0.5 o un milímetro.

—¿Por qué vino esta anomalía?

—Hubo dos factores: el cambio climático y el fenómeno de El Niño.

La demanda de electricidad en Ecuador venía creciendo, en promedio, el 4% o el 5% anual desde hacía 10 años, pero entre 2022 y 2023 llegó al 8.1%, según el Ministerio de Energía. Después vino algo que lo dinamitó todo: de octubre de 2023 a abril de 2024 la cifra llegó a sobrepasar el 13%, provocado por el fenómeno de El Niño, que, aunque no causó los destrozos previstos, sí trajo un calentamiento del mar. Ese vapor fogoso, al chocar con la región costera del país, hizo que se elevara también la temperatura ambiente. Y eso disparó el uso de aires acondicionados, ventiladores, neveras y refrigeradores, todos ellos grandes consumidores de electricidad.

Las previsiones sobre El Niño eran graves. Sin embargo, una corriente de vientos fríos que Arreaga nombra Anticiclón del Pacífico Sur, se fortaleció frente a Chile y comenzó a transportar agua más fría en el océano, lo que originó que el calentamiento inicial se disipara. Pero esa misma corriente trajo la sequía.

—Los vientos se comprimen y no dejan que crezcan las nubes —explica Arreaga, mientras bebe café.

Un trabajador da mantenimiento a las tuberías de gas metano de la empresa Gasgreen. En el impulso a esta industria y a otras de fuentes renovables puede estar el alivio de la crisis energética de Ecuador.
Vladimir Arreaga (36), director de Pronóstico, Instituto Nacional de Meteorología e Hidrología, conversa con su colega Cristina Argoti, analista de Pronósticos en la sala de monitoreo de imágenes satelitales.

El embalse de la central hidroeléctrica Mazar, en la ciudad de Cuenca —463 kilómetros al sur de Quito—, es un contenedor gigantesco, una reserva capaz de almacenar 383 millones de metros cúbicos de agua, que se utiliza para mover las turbinas cuando la lluvia escasea. Por eso, es considerado el “corazón”, la “batería”, o el “regulador” del sistema eléctrico nacional. Por sí solo podría sostener la generación de energía de todo Ecuador por 20 días. Durante la crisis, ese contenedor quedó vacío. Era un corazón débil, casi incapaz de latir. Periodistas, técnicos, ministros recorrieron la central una y otra vez para constatar la hecatombe; los noticieros y diarios le dedicaron titulares como cuenta regresiva: “Embalse de Mazar sigue rozando su nivel mínimo”, “La hidroeléctrica Mazar está a nueve metros de su nivel de agua mínimo para operar”, “Embalse de Mazar está a un metro de tocar el nivel mínimo”.

—Lo que hacía falta para que comenzaran a subir los niveles del embalse —dice Arreaga— era que lloviera sostenidamente durante cuatro o seis semanas. Todos los días y con una intensidad considerable. Pero el ambiente era muy seco, no había esa humedad que necesitan las nubes para empezarse a formar.

Pasaban los días y seguía sin llover.

Los apagones se volvieron más largos y no llovía. De seis a 10, a 12, a 14 horas, y no llovía. El Gobierno anunció que bombardearía las nubes para que lloviera, y no llovía. Un exministro dijo que había que rezar para que lloviera, y no llovía. Colombia dejó de venderle a Ecuador porque necesitaba sus reservas, y no llovía. Alquilaron tres barcazas turcas de generación eléctrica, pero no llovía. Las clases nocturnas se suspendieron, el agua comenzó a escasear en ciertos sectores, volvió el teletrabajo —como en pandemia—, las empresas actualizaban sus pérdidas. La gente se desesperaba. Y no llovía.

Un taladro en la oreja

La oscuridad también trajo consigo el ruido. Uno de los recuerdos marcados de los apagones es el ruido impertinente de esos generadores eléctricos que mantuvieron ciertos hogares con luz, que salvaron negocios de la quiebra, pero cuyo bramido sonaba como el de monstruos de tamaños industriales.

La calle José María Alemán es una de las más comerciales del sur de Quito. Bautizada de manera popular como “La Jota”, son unas 10 cuadras de locales apretados unos contra otros, como en panal. Una calle impregnada de músicas y letreros, de transeúntes y vehículos. De sitios de venta de ropa, zapatos, celulares, medicinas, pan, de restaurantes. Normalmente, la agitación comienza a eso de las cuatro de la tarde y se extiende hacia las 10 de la noche o más. El problema era que muchas veces la luz se iba justo a esas horas. Pronto, los propietarios de esos locales empezaron a comprar su generador. En una sola cuadra había 15, 20, todos funcionando al mismo tiempo.

—El ruido de los generadores, ¿con qué lo compararían?

—Con el ruido de los camiones —dice Andrea.

—No, era más fuerte —interrumpe Karla—. Era como tener todo el tiempo un taladro en la oreja. Fastidioso. Todos los generadores hacían bulla al mismo tiempo, qué feo era.

—Nosotras tenemos que hablar con los clientes, para vender —sigue Andrea—; pero no se escuchaba, teníamos que alzar la voz. Ni música podíamos poner.

Karla Arreaga, de 22 años, y Andrea Constante, de 23, atienden un local de venta de artículos para bebé llamado Andy, muy cerca de la iglesia de La Jota. La conversación sucede mientras Karla repara una de las cámaras de seguridad y Andrea hace limpieza. Cuando se iba la luz solo podían cobrar en efectivo porque, al no haber internet, no había cobros electrónicos; el sitio quedaba a oscuras y la gente no entraba; cerraban temprano por miedo a que los ladrones aprovecharan la oscuridad.

—No había señal, no había luz, no había internet, no había nada —dice Karla—. Incomunicados. Si pasaba algo, no podíamos avisar a nadie, así fue en todo lado.

El primer mes de apagones resistieron con velas y linternas, pero un día llegaron sus jefes con el generador. Cada mañana lo cargaban y lo llevaban hacia la vereda. Por la noche, repetían la operación para guardarlo.

—Lo teníamos afuera —dice Karla— porque, si no, el olor de la gasolina se concentraba. Al siguiente día, cuando abríamos, estaba todito el olor a gasolina.

—El humo —recuerda Andrea—. Ardía la garganta. Incluso al rato de tragar saliva, ardía como cuando uno se va a enfermar.

—Y la tos —responde Karla—. Porque inhalábamos ese humo, y no solo el de aquí, el de todos los generadores.

La luz que ofrecía el generador alcanzaba para poco: unos cuantos focos en el primer piso y el módem que les permitía tener wifi. No podían facturar electrónicamente y volvieron a los recibos manuales.

—Obviamente, el generador está listo, en el segundo piso, por cualquier cosa —dice Karla—. Sabemos que puede volver a pasar, ¡que va a volver a pasar!

—¿Cuánto duraba una carga de gasolina?

—Unos tres días.

—Yo traía la gasolina —interviene Andrea—. Como vivo más arriba, siempre bajo caminando. Me tocaba caminar con el bidón de gasolina.

—¿Cuánto tiempo caminabas con la gasolina?

—Me hago una hora desde mi casa, pero cargando la gasolina me hacía hora y media. Tenía que venir descansando porque el bidón pesa.

—Cada tres días te tocaba eso.

—Sí.

Unas cuadras más adelante está Planeta Deportivo, el local de venta de zapatos que Rodrigo Chusín administra desde hace 12 años. Un lugar con estanterías llenas en todas las paredes. Rodrigo toma un descanso, luego del almuerzo, sobre una banca que sus clientes usan para probarse los zapatos. Sus ventas cayeron en un 70% durante los apagones.

—Nos cortaban la luz desde las tres de la tarde hasta las 10, 11 de la noche. La gente ya no venía porque, aunque los locales tenían generadores, afuera estaba oscuro y había miedo, como está la delincuencia también. Eso afectó bastante.

Recuerda haber contado por lo menos unos 25 generadores en locales vecinos. “Un ruido infernal, tremendo”.

—A veces uno ya no aguantaba, eran 10, 12 horas de cortes. ¡Imagínese! Había bastante ruido, pasamos algo muy fuerte, que no se había visto. Todos botaban bastante humo, el olor a gasolina. Yo, que me acuerde, no he pasado algo así. Muchos negocios cerraron aquí.

Es una calle, en el sur de Quito, igual que hubo tantas otras en todo el país. Como la avenida Olmedo, en la ciudad de Esmeraldas, donde los generadores ocupaban siete cuadras. O la calle 7 de Octubre, en Quevedo. O la calle Sucre, el epicentro comercial de Ambato, donde la normativa permite máximo 50 decibeles de ruido, pero durante los apagones llegó a medir 80. O como las calles 18 de Noviembre o Bolívar, ambas en el centro de Loja.

Planta de biogás de la compañía Gasgreen. En ella se producen nueve megavatios de electricidad a partir del procesamiento del gas metano extraído del relleno sanitario El Inga, en la periferia de Quito.

Incertidumbre colectiva

En un compartimiento, bajo su escritorio, la psicóloga Gabriela Moya guarda una “colección” de piedritas ordenadas metódicamente en espiral. El escritorio es pulcro, excepto por un halo de polvo alrededor de las piedras. Tiene 57 años, aunque aparenta menos. Lleva el cabello largo y ondulado, encendido por el sol que llega desde el exterior.

—¿Esas piedritas están acomodadas así por alguna razón?

—Bueno, porque se me pegan aquí —dice, señalando la suela de su zapato y ríe—. Vengo caminando desde mi casa y hago ese trayecto en un camino de piedritas. Se me meten en las botas y, entonces, he hecho esa colección.

Su consultorio está casi al filo de una hondonada y tiene la vista espléndida, hasta lo profundo del horizonte, de una zona montañosa a cuyos lados está la ciudad.

No es que haya incrementado el número de pacientes durante los apagones, pero ese sí era un tema en la mayoría de las citas, algo que producía un “malestar urgente”. Moya lo define como una sensación de estrés, de no tener control. Durante la pandemia, dice, muchos de sus pacientes fueron capaces de hallar algo positivo, un vaso medio lleno: “Pasamos más tiempo en familia”, “Arreglé el clóset”, “Trabajar en casa es una maravilla”. Durante los apagones, no. La gente era incapaz de hallarle algo bueno a la situación.

—¿Por qué esa diferencia?

—Porque hay una dependencia grande de la luz, un servicio absolutamente básico. Su ausencia genera cierto caos. En lo doméstico, en la ciudad: no hay semáforos, te enojas con los otros conductores, con los peatones, no sabes si los niños van a tener clases. Además, somos dependientes de la tecnología y la pandemia fortaleció esa dependencia.

—Entonces, hubo una sensación de incertidumbre colectiva.

—De incertidumbre, ¡claro! Puedes llegar a sentir desesperación.

A los pacientes que mostraron señales de ansiedad por los apagones, dice, les recomendó que hicieran una planificación: todo lo que iban a hacer cuando no hubiera luz y lo que debían preparar cuando había: cargar el teléfono, el computador, un parlante.

—Les recomendaba también cosas íntimas, como ejercicios de relajación. Hay gente que no se puede dormir sin ver televisión, gente que duerme con la luz prendida. No puedo ver tele, no puedo escuchar música o prender la luz. ¿Cómo hago para dormir? El sueño fue otro de los factores afectados para un montón de personas.

Tras la crisis, agrega, mucha gente va a incluir en su “presupuesto emocional” la posibilidad de volver a quedarse sin luz. De tener que planificar cosas tan simples como bañarse, cocinar o trabajar. “Algo queda contenido”, dice, pero enseguida vuelve a sonreír.

Trabajadora del asilo Dulce Hogar sostiene una linterna mientras organiza la medicación de los 26 ancianos residentes. Esta era una de las tareas más difíciles en el tiempo de cortes energéticos: administrar mal la medicación puede ser mortal.
Ancianos residentes de Dulce Hogar realizan actividades recreativas en la sala general del asilo alumbrados con velas y focos recargables.

Si la vida te da limones...

En un local llamado Electrónica del Norte fue concebida una solución al problema del internet. Sus técnicos tomaron una batería que se conoce como “seca” y genera 12 voltios de energía, exactamente lo que necesita un router de wifi. Normalmente se usan en motocicletas, sistemas de seguridad, puertas eléctricas, pero le adaptaron un conector redondo, que sirviera para el módem de internet. Y funcionó. La carga duraba hasta 10 horas.

Comenzaron a vender unos kits que podían costar entre 40 y 70 dólares y garantizaban internet durante los cortes de luz: la batería, los cables con el plug adaptado y un cargador. Hubo filas, tuvieron que contratar más personal. Se vendieron 350 kits en algo más de un mes, y lo mismo pasaba en otros locales.

—Para el país fue terrible, pero para nosotros fue una época muy buena —dice Leonardo Riveros, de 45 años, propietario del local fundado por su padre en 1985—. Lo que pasa es que sin internet no haces nada. Dependemos demasiado del internet.

Ahora ya no están las filas y hay apenas tres empleados atendiendo el local.

Sin oxígeno

Hace 17 años, Maggy Loyos se separó de su esposo y alquiló para ella y sus cuatro hijos una casa con piscina que no sabía cómo iba a pagar. Una tarde, una vecina llegó para darle la bienvenida, le contó que iba de compras y le preguntó si podría cuidar a su mamá, que ya era anciana. La vecina volvió a las dos horas y le ofreció 20 dólares en agradecimiento. Una semana después volvió la misma señora, con otra vecina que le dijo: “Supe que usted podría cuidar también a mi mamacita”. Entonces se le ocurrió la idea: puso un anuncio en el periódico —“Porque antes era así, nada de redes sociales”—, con su dirección, su teléfono y una frase: “Cuido abuelitos”. Ese día empezó todo.

—Fue un encuentro casual —dice Maggy, ahora de 60 años, sentada en la recepción del hogar de ancianos Dulce Hogar—. En ese entonces no tenía permisos, nada. Cinco años operé en la clandestinidad —agrega, bromeando.

Dulce Hogar es una edificación grande, circular y con el techo elevado en punta, como nave espacial, rodeada de un jardín donde sus “abuelitos” —como nunca ha dejado de llamarlos— salen todos los días a distraerse y compartir. Maggy usa mascarilla, uniforme tipo médico y el cabello recogido. Ahora es responsable del cuidado de 32 abuelitos, y cuando escucha hablar de los apagones, su respuesta también es tajante: “No me haga acordar”.

—Uy, fue tremendo —dice—. El miedo de que los abuelitos se caigan cuando se iba la luz por la noche, porque las lámparas funcionan poco tiempo. Los alimentos teníamos que comprar a diario, más caro, para que no se dañen porque no podíamos refrigerar. Los familiares llamaban y preguntaban cómo estábamos haciendo con la comida. Yo les explicaba que no les estábamos dando carne. El pollo se vuelve a congelar y ya no es lo mismo. Se adelgazaron los abuelitos. Se enfermaron del estómago.

—¿Qué les daban?

—Tortillita de huevos, ensaladas, papitas. En exámenes médicos salía que empezaron a tener incluso un poco de anemia. Sí nos afectó bastante. Parecía que estábamos con lo del coronavirus. Se llama ansiedad. Las insulinas, por ejemplo, había que poner a congelar cuando venía la luz, y si nos olvidábamos, ya no valían. Todos nos tomábamos agua de toronjil con unas gotitas de valeriana.

—Para tranquilizarse…

—Sí. Es que es una responsabilidad tremenda.

El área principal es como un salón de eventos. En el fondo está la cocina. Una mujer está en su silla de ruedas, con la mirada fija en algún lugar. Al otro lado están la mesa del comedor y un espacio lleno de sillas dispuestas frente a un televisor, al que llaman cine; allí, por las tardes, los abuelitos ven películas de Cantinflas, sus favoritas. Un poco más allá, una puerta lleva hacia un cuarto pequeño con una camilla y varios implementos médicos.

—Esta es el área de enfermería —dice Maggy, que guía el recorrido—. Para el oxígeno se necesita luz y uno de los abuelitos necesita oxígeno. Tuvimos que comprar un aparato pequeño, recargable, pero solo dura unas dos horas. El abuelito se descompensó y nos tocó llevarle a la clínica. Primero tres horas, pero cuando le trajimos, otra vez se puso mal. Ahí sí les dijimos a los familiares, ellos autorizaron que se le internara y permaneció en la clínica varios días.

Pronósticos

—El peso que sentimos fue alto. Y la presión —dice Vladimir Arreaga, el director de Pronósticos del INAMHI, que sigue bebiendo su café—. Incluso adaptamos un producto para la ministra de Energía, Inés Manzano. Ella necesitaba una previsión semanal para las hidroeléctricas. Con ella tomaba decisiones: operar con tal central, apagar esta otra.

Pese a que en la sala contigua —la de las pantallas y los mapas de colores— hay seis pronosticadores trabajando, rige un silencio inalterable.

—Podría hablar de que hubo hasta un 200% más de llamadas en época de apagones —dice—. El municipio de Quito preguntaba: “¿Cuándo llueve?”.

—¿El ciudadano común suele llamar?

—Sí. Antes, por ejemplo, recibíamos una llamada de alguien que se iba a casar: “Oye, ayúdame con un pronóstico, me caso en dos semanas y quiero ver si alquilo unas carpas”.

—¿Y durante la crisis?

—La gente llamaba para preguntar si compraba un generador o no: “Por favor, cuándo va a llover, vivo de mi negocio, ¿hago esta inversión?, ¿me das esperanzas de que llueva?”.

Las lluvias llegaron por fin en diciembre de 2024. Se acabaron los apagones. Llegaron Navidad, Año Nuevo, luego vino la campaña para las elecciones presidenciales en Ecuador —cuya segunda vuelta se dio el 13 de abril y de la que resultó reelecto Daniel Noboa— y la política comenzó a abarcarlo todo. La gente iba hablando de otras cosas, como los efectos de la temporada de lluvias, que vino con toda la dureza que no tuvo cuando se la necesitaba: 18 muertos, 9 695 damnificados, inundaciones, deslizamientos. Gracias a las lluvias, el embalse de Mazar, ese corazón eléctrico del país, está lleno. Pero el espectro de la crisis sigue fulgurante.

(Cabe una frase del ingeniero Víctor Herrera, desde su oficina en la Universidad San Francisco: “Lo único que ya no hacemos es hablar del tema, pero ahí está. Estamos hablando de elecciones, de candidatos, pero la crisis continúa. Las acciones que se han hecho, la capacidad de generación que se ha logrado recuperar, no son malas, pero son parches. Parches pequeños para un problema que va mucho más allá de un gobierno, es estructural”.)

El viernes 31 de enero, el Consejo Consultivo de Ingenierías y Economía —un organismo gremial que agrupa a varios colegios profesionales— ofreció una declaración que removió el miedo: “Nuestro país atraviesa aún por la crisis de la provisión de energía eléctrica, disminuida […] por el notable incremento de lluvias […]. Lo antes manifestado no significa que la crisis ha terminado”. Hablaron de la posibilidad de que en abril hubiera otra leve sequía que trajera de vuelta los apagones. “Ya no serían tan graves, tan largos, pero tendríamos apagones”, dijeron.

El 19 de febrero, la ministra Manzano dijo en una entrevista en la cadena Teleamazonas que no existe posibilidad de sequía en abril e incluso recordó una frase popular: “Abril, aguas mil”. El presidente, Daniel Noboa, ofreció algo más arriesgado: que Ecuador no volvería a tener apagones al menos hasta 2026.

Pero los ecuatorianos no tienen certezas. Muchos lo repiten: “Dicen que pueden volver los apagones”, y conservan sus generadores eléctricos, las conexiones artesanales, los focos recargables, las baterías para los módems de internet.

Víctor Herrera (35), ingeniero hidroeléctrico y coordinadorde Sostenibilidad de la Universidad San Francisco de Quito, afirma que “las acciones que se han hecho, la capacidad degeneración que se ha logrado recuperar, no son malas, pero son parches. Parches pequeños para un problema que va mucho más allá de un gobierno, es estructural”.

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—Técnicamente, podría descartar una afectación en abril —dice Vladimir Arreaga, desde su oficina en el INAMHI, el 20 de febrero—. Ahora estamos con precipitaciones muy altas. Faltando ocho días para terminar febrero ya habíamos superado los niveles normales, cosa que no pasó el año anterior.

Junto a la puerta de su oficina hay un par de pantallas pequeñas donde se monitorea todo el tiempo el riesgo de desbordamiento de ríos.

—El pronóstico, por ahora, nos muestra condiciones favorables —explica—; para febrero, marzo y abril nos apunta a un periodo con lluvias consecutivas. Pero, si me preguntas qué puede pasar al final de este año, no se puede saber. La sugerencia es que se trabaje en alternativas de generación eléctrica. Diversificar.

Esa es la otra palabra que los técnicos usan todo el tiempo: “diversificar”. Aumentar el número de hidroeléctricas para que sean capaces de soportar una sequía; diversificar los tipos de energía, para no depender tanto de que llueva.

Metano

Lo primero que se ve, al fondo, son los campos de basura y tierra, los camiones que deambulan como hormigas, las aves de rapiña. Pero todo cambia al saber que justo de ese lugar sale energía suficiente para dar electricidad a unas 45 000 familias. El futuro también puede estar escondido entre una montaña de basura.

Luego, hay que recorrer un camino zigzagueante y, tras una puerta de rejas, se materializa una explanada con siete contenedores verdes, cada uno de los cuales resguarda un motor de cinco toneladas.

El relleno sanitario de Quito recibe unas 2 000 toneladas diarias de basura. Tres meses después de que esos desechos inician su descomposición, empiezan a generar biogás. Para ese biogás existen tres opciones: liberarlo hacia el ambiente —lo que produce efecto invernadero—, realizar una quema controlada para evitar al máximo la contaminación o usarlo como energía renovable. En 2015, la compañía Gasgreen firmó un convenio con la empresa municipal encargada del relleno para ir por la tercera opción.

—¿Por dónde puedo empezar? —dice Fernando Caicedo, el supervisor de Gasgreen, como si estuviera dispuesto a contar la historia de su vida.

De camisa verde oliva y chaleco fosforescente, el hombre de 30 años luce casco, barba bien cuidada y un arete negro en cada oreja. Empezaron con dos motores, cuenta; para 2017 ya tenían cinco, y ahora sus siete motores producen nueve megavatios de electricidad.

Caicedo muestra las instalaciones de esta pequeña central como si fuera el guía de un museo: señala cada parte y explica con detalle cómo funciona. Hay dos cosas que definen el sitio: el ruido de los motores, que es robusto e incisivo, y el olor, que se parece mucho al de un matadero de reses, mezcla de carne y quemazón.

El biogás sale de los cubetos en los que está la basura a través de tuberías perforadas. Arriba, a nivel de superficie, hay un dispositivo conocido como cabezal de pozo: una manguera, que absorbe biogás todo el tiempo y lo lleva hasta los motores.

—¿Ese gas llega a los motores y qué mueve?

—Un alternador —responde Caicedo—. Es como el motor de un carro, pero gigante. Y, en vez de meterle gasolina, le metes biogás. El motor tiene un mezclador que combina aire ambiente llevado por ventiladores y el biogás, y eso combustiona, mueve un pistón y hace que gire el cigüeñal, y después el alternador.

La electricidad sale del motor, pasa por un transformador, que eleva su potencia, y luego va a la torre de distribución junto a la puerta; de ahí se dirige a la Subestación Alangasí y se suma al sistema nacional interconectado. El Estado paga a Gasgreen por esa energía y, desde 2018, la empresa y el municipio de Quito tienen, además, un convenio para vender bonos de carbono, por todo el metano que dejan de lanzar al ambiente.

—¿Solo en el relleno de Quito se está haciendo esto?

—Tienen un sistema instalado en Cuenca, con dos unidades pequeñas, pero no han tenido generación continua.

—¿Lo ves como una alternativa para el futuro?

—Claro que sí, siempre y cuando tengas una gestión 100% bien hecha de un relleno sanitario. Si no, nos convertimos básicamente en un botadero.

—¿Cuántas ciudades tienen un relleno que pudiera servir para un sistema así?

—No tengo el dato. Se han hecho visitas a rellenos sanitarios como el de Ibarra, hemos ido a Santo Domingo, pero, apenas pisas, ves un botadero y no un relleno sanitario. Guayaquil podría tener un sistema.

—En todo caso, ¿ves necesario pensar en estos temas?

—Sí. Depender de las hidroeléctricas es un riesgo. Nos quedamos varados y tenemos que regresar a la época en la que había que comprar velas.

Luego de decir esto, Caicedo cierra la puerta de rejas y da la espalda para dirigirse nuevamente a su oficina, que también está dentro de un contenedor. Queda inmutable, de frente, la imagen de las aves de rapiña, los camiones y la montaña de basura y tierra. Hace calor en la ciudad.

Inversiones

Justo fuera del despacho de la ministra de Energía hay un letrero que dice: “Peligro, alta tensión”. En el corredor hay un movimiento incesante de policías, militares, funcionarios y visitantes. La entrevista con la ministra Inés Manzano había sido pactada para las nueve y media. Pero habían pasado más de dos horas y la ministra no llegaba. “Con ella siempre hay retrasos”, dijo una de las encargadas de su agenda. Después de unos minutos, la funcionaria anunció que la ministra no llegaría. “Toda su agenda se revolvió. Ni sé a qué hora va a llegar”.

Finalmente, en una de las oficinas cercanas al despacho y con dos horas y media de retraso, atienden la entrevista Fernando Pullupaxi, subsecretario de Generación, y Jorge Reyes, subsecretario de Distribución.

—Como técnicos, estamos haciendo las cosas para que Ecuador no tenga cortes en el mediano o largo plazo —dice Pullupaxi—. Las acciones se van a ver después de un tiempo, a corto plazo es muy difícil.

Los subsecretarios revisan un cuadro que hizo público el ministerio cinco días antes, con cifras de la capacidad eléctrica que se ha logrado recuperar desde que estalló la crisis. Con el mantenimiento de tres centrales hidroeléctricas y ocho termoeléctricas, han incorporado 697 megavatios. Con el funcionamiento de una de las tres turbinas de la central hidroeléctrica Toachi Pilatón —que debía ser inaugurada en diciembre de 2011—, 204 megavatios. Se cuentan también los 300 megavatios de las tres barcazas que alquilan como para “tener algo guardado en el banco”.

—¿En qué consistieron esos mantenimientos a las centrales recuperadas?

—Muchas tenían daños que no podían ser recuperados con mantenimiento normal; necesitaban equipamiento, repuestos, técnicos —responde Pullupaxi.

—El equipamiento de la central Enrique García fue el que más costó —interviene Reyes—. Tuvimos que cambiarle un bobinado de la máquina; eso se mandó a Estados Unidos. Algunas tienen más de 40 años, están viejas.

—En el momento más crítico de los apagones, el déficit llegó a ser de 1 500 megavatios. Sumando todo lo recuperado dan 1 200 megavatios. ¿Qué pasa si de aquí a septiembre tenemos una sequía igual que la del año pasado?

—Hacemos 1 200 megavatios, pero con la adquisición de nuevas centrales térmicas que está en proceso podríamos llegar a 1 500. Estamos cubiertos —responde Pullupaxi.

—¿No ve posibilidad de que haya apagones?

—No.

El ingeniero Víctor Herrera no está convencido. A través de WhatsApp responde: “Seguimos teniendo una probabilidad de apagones que no podemos descartar. Tal vez no en la magnitud del año pasado, pero no tenemos claro qué va a pasar este verano. Tampoco tenemos certeza de que todos los mantenimientos que se mencionan fueran realizados de manera óptima. Recordemos que todos esos anuncios se dan durante meses electorales. Creo que luego de las votaciones de segunda vuelta y a partir de mayo tendremos un panorama más realista”.

Por momentos la entrevista es precipitada. Frecuentemente, los subsecretarios y el técnico que los acompaña intercambian datos, hacen llamadas. En Ecuador apenas el 2% de la generación eléctrica es privada, explica Pullupaxi. El resto es estatal.

—Pero ese modelo no funciona —dice, con un dejo de molestia y desazón—. Tenemos que abrirnos a las inversiones privadas. Colombia tuvo cortes en los noventa, entendieron eso y ahora tienen un mercado eléctrico privado.

El 21 de febrero el Gobierno ecuatoriano presentó un plan de inversiones eléctricas para atraer 7 000 millones de dólares para la construcción de nuevas centrales hasta 2030. Se prevé incorporar unos 3 500 megavatios adicionales con proyectos hidroeléctricos, fotovoltaicos, solares, eólicos y geotérmicos. Un camino hacia esa tan nombrada diversificación. Es un plan abierto a inversión privada, gracias a una reforma legal, hecha en medio de la crisis.

—La ministra calificó al anterior plan como fallido. Esta es una pregunta política, que era para ella: ¿qué vamos a hacer para que este no sea otro plan fallido?

—Como técnicos —dice Pullupaxi—, vamos a dejar todo listo para que…

—Pero otros técnicos también dejaron listo el anterior plan. ¿Qué se puede hacer para que no sea un plan fallido este también?

—Que la visión política sea distinta —dice Pullupaxi.

Reyes interviene:

—El que no conoce la historia está condenado a repetirla. Si queremos que las cosas cambien, no podemos hacer lo mismo.

—Sí —insiste Pullupaxi—. Si no cambia, estamos condenados a repetir lo que pasó.

Un trabajador del local comercial Gelatomix coloca un foco recargable. Durante los cortes de luz trabajan con dos focos y unas conexiones artesanales que les daban luz para atender a sus clientes y cumplir su cuota de ventas diarias. Mayo 12, 2025. Quito, Ecuador.

Cable a tierra

Es lunes, pasada la una de la tarde, y La Jota se convierte en un pasaje en ebullición. Decenas de estudiantes caminan en todas direcciones a la salida de los colegios, un vendedor ambulante ofrece sus productos valiéndose de un megáfono, el sonido de los buses. La heladería está casi al final de la calle, detrás de un letrero de colores pastel. A esta hora no hay clientes, así que Cecibel Olaya aprovecha para limpiar. Tiene 25 años y empezó a trabajar en este local un par de meses antes de los apagones. Sus jefes no compraron generador porque alquilaban electricidad, jalándola de manera artesanal mediante cables desde las casas de un callejón paralelo, donde nunca se iba la luz. Los cables eran arrastrados a través de la calzada y, a veces, cuando un auto pasaba muy aprisa, rompía la conexión y volvía la penumbra. Cada local pagaba 20 dólares mensuales por esa luz que, de todas formas, solo alcanzaba para hacer funcionar algunos focos y el módem de wifi. No para los congeladores donde guardan los helados.

—Los días con apagones de 12 o 14 horas, los helados sí amanecían blanditos —dice Cecibel—. Fue un caos.

—¿Y qué hicieron con los helados?

—Al principio, colapsé. Dije: “¿Y ahora qué vamos a hacer?, los helados se van a derretir, van a recortar personal”. Se me ocurrió lo peor. Pero Javi [su único compañero en el local] tiene dos años de experiencia aquí y sabía que cuando se sube la temperatura del congelador, los helados amanecen como piedra. Entonces, en la noche, antes de irnos, y cada vez que había luz, subíamos la temperatura al máximo. Y eso les mantuvo.

Cecibel —pequeña y con lentes estilo Gatúbela— quiere contar algo, pero se contiene. Mira hacia la cocina, donde está Javi. Él le dice que sí, que lo cuente. Ella comienza a hablar casi en susurros. Aunque el permiso del Cuerpo de Bomberos prohíbe que una heladería tenga una cocina a gas, ellos metieron una a escondidas para poder calentar los waffles, los brownies y algunos bocadillos típicos del país: humitas, tamales, quimbolitos.

—Porque eso se estaba quedando y son los productos premium, los más costosos —dice—; cuando no sacábamos, nos estaba afectando mucho las ventas. Por los permisos, sí teníamos mucho miedo, pero nos jugamos hasta el final; por eso decidimos meter la cocina. Si no hacíamos algo nosotros, nos despedían. No me había puesto a pensar en eso, pero sí vivimos muy estresados esos meses, la verdad. Fue bien feo, terrible.

Es una tarde lánguida, con una ligera garúa. En el parlante suena “El santo cachón”. Cecibel tiene que acelerar la limpieza, porque se acerca la hora pico.

—Pero, bueno, se acabó y salimos —dice con una sonrisa—. No quebró el local. Pero dicen que ya mismo vuelven los apagones, ¿no?

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Ecuador: ¿cuándo viene el próximo apagón?

Ecuador: ¿cuándo viene el próximo apagón?

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09
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25
2025
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El frágil corazón eléctrico de todo un país.

Ecuador, cuyo sistema eléctrico depende de la temporada de lluvias, sufrió entre septiembre y diciembre de 2024 una de las sequías más duras de los últimos 40 años. Esto puso al descubierto omisiones consecutivas de los gobiernos que, durante la última década, no construyeron nuevas centrales de generación ni dieron mantenimiento a las que existían. El resultado: apagones de hasta 14 horas diarias en áreas residenciales y comerciales, y de hasta 24 en zonas industriales. En medio, 18 millones de ecuatorianos a oscuras en pleno siglo XXI. Esta es la crónica de un país estremecido por una crisis que no ha terminado.

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A oscuras

Entrar al restaurante es como sumergirse en un túnel estrecho o en el esófago de una víbora: alargado, sin ventanas, seis mesas dispuestas bajo una luz tenue y un habitáculo escondido en el fondo, donde está la cocina. Afuera, el rumor del tráfico de la tarde en la avenida Amazonas, centro-norte de Quito. En el letrero de entrada al restaurante se lee: “Lo nuestro, comidas típicas”. Tras una vitrina, Janeth Campoverde empieza el ritual de limpieza de la paila donde prepara la fritada, un plato tradicional de la Sierra ecuatoriana, compuesto por trozos fritos de carne de cerdo. A sus 37 años y ataviada impecable con camiseta, delantal y gorra de cocina, luce feliz. “A la orden, fritadita, mi niña”. Tiene la conversa ingeniosa, siempre con una sonrisa. Hasta que escucha mencionar la palabra “apagones”.

—Yo no quiero que eso vuelva —dice, con el semblante descompuesto—. Esto era tinieblas, feo. Ojalá no se vuelva a ir la luz. La economía baja, la gente no consume, todos en su casa por la oscuridad.

Los alrededores de esta zona, conocida como La Mariscal, fulguran colmados del movimiento que producen juzgados, notarías, entidades públicas, bancos, agencias de viajes y empresas privadas. Normalmente, los principales clientes de Janeth son los funcionarios y empleados de esas oficinas; pero durante la crisis de los apagones, muchos se esfumaron: trabajaban desde casa o en los patios de comida de los centros comerciales o en cafeterías, “cazando” —como hizo tanta gente— un sitio que tuviera electricidad.

—¿Cuánto bajaron las ventas con los apagones?

—¡Uy, bastantísimo! Más de la mitad. Cuando se iba la luz, la gente no salía a las oficinas. No se podía hacer jugos, ni desayunos, ni batidos, ni tostadas.

—Para todo se necesita…

—¡La luz, pues, claro! Para todo se necesita luz.

Es la historia de un restaurante en Quito, pero podría ser la de cualquiera, en cualquier parte de Ecuador, entre septiembre y diciembre de 2024, un periodo con una crisis energética inédita, que significó hasta 14 horas diarias de cortes de luz en áreas residenciales y comerciales, y hasta 24 en zonas industriales.

El golpeteo de la cuchara contra el metal de la paila es sostenido. Janeth retira los restos de manteca con un movimiento uniforme de su mano: desde el centro hacia afuera. Ella vive, junto a sus tres hijos, en el sur de Quito, y llegar al trabajo le toma media hora en metro. Normalmente, entra a las siete de la mañana y sale a las seis y media de la tarde. Pero cuando el apagón empezaba a las siete de la mañana, debía despertarse más temprano para abrir a las seis y adelantar todo mientras podía usar la licuadora, el microondas y lo que necesitara electricidad. Cuando la luz se iba por las tardes, en cambio, cerraba máximo a las tres para regresar a casa antes de que oscureciera.

—¿Qué decían los clientes de los apagones?

—¿Hasta cuándo durará? A mucha gente despidieron.

Dos mujeres entran al restaurante, miran las vitrinas en las que aún se exhiben los alimentos y piden un plato de papas con cuero: una sopa hecha de papas cocinadas y pedazos de cuero de cerdo. Son las últimas clientas del día porque, cuando se van, Janeth ha terminado de retirar la manteca y ahora echa una olla de agua hirviendo en la paila para remover lo que queda. Pronto cerrará la puerta del local.

—Ahora sí le dejo, porque tengo que hacer mis cositas —dice, y se aleja llevando la paila hacia el fregadero.

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Hablar de los apagones en Ecuador es referirse a un país convulso, estremecido, incierto, en medio de una sacudida que muchos comparan con la pandemia. Los vestigios están por todos lados. En las familias que se desesperaron buscando focos recargables, un artilugio que resultó novedoso, pero cuya luz tímida se iba desvaneciendo de a poco hasta desaparecer después de un par de horas. En los estudiantes, que tuvieron que hacer sus tareas con velas o lámparas. En los millones que tuvieron que resignarse a quedar incomunicados, porque la señal celular y el internet móvil desaparecían cuando llegaba la oscuridad. En los conductores de Uber, que no podían tomar carreras en sectores donde no había luz. En los vendedores ambulantes, que dejaron su trabajo para dirigir el tránsito porque no había semáforos y el tráfico se volvía caótico. En las carnicerías, que tuvieron que comprar menos carne porque, con tantas idas y venidas de la electricidad, se descomponía a velocidades peligrosas. En las pérdidas económicas, que el Banco Central del Ecuador cifró en casi 2 000 millones de dólares durante la crisis. En la espera ansiosa de cada jueves o viernes, para que el Operador Nacional de Electricidad —un ente técnico estatal— decidiera cuánto durarían los apagones la semana siguiente, dependiendo de la situación de las hidroeléctricas. En los inmensos documentos PDF que, acatando esa disposición, las empresas eléctricas publicaban en redes sociales con los horarios de corte para cada día, en cada sector, de cada provincia. En todas las veces que los ecuatorianos se hicieron la misma pregunta: ¿cuándo va a llover?

Atardecer nublado en un paraje de la cadena de volcanes y valles que rodean Quito, tomado a mediados de mayo de 2025. De esas nubes depende buena parte del ánimo de los ecuatorianos. Todos los días, en las semanas más duras de la crisis, se miraba el paisaje en espera de lluvia.

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Los vestigios están también en la casa de Gabriela Cañas, una mujer de 35 años que vive con sus dos hijos —Gabriel, de 10, y Sarita, de ocho— y cuya rutina, como tiene cocina y ducha eléctricas, se transformó, dependiendo de los momentos de luz.

—Dependía, claro —dice Gabriela, sentada en el sillón más grande de su sala—. Nos tocaba levantarnos más temprano para ducharnos; o a veces nos fuimos así, sin ducharnos. Esperaba a que regresaran del colegio o que llegara la noche para que se bañaran, aunque a mi hija no le gusta dormirse con el cabello mojado. La comida era igual: vamos a comer rápido antes de que nos toque comer todo frío.

Gabriela y su familia viven en un conjunto privado en una zona apacible del Valle de Los Chillos, en el suroriente de Quito, un lugar en el que al principio no se iba la luz.

—Pensábamos que teníamos un privilegio —dice—. Hasta que, de repente, se nos fue. Dijimos: ¿y ahora? Ahí llegamos a la realidad: ¿cómo nos organizamos?

—¿Compraste un foco recargable? ¿Algo?

—Sí, al final conseguí uno de Temu [la tienda china de compras en línea], porque acá ya no había. Ahora lo tenemos por ahí.

La hija se levanta de la mesa y toma con sus manos la caja con el foco, que habían guardado en uno de los muebles del comedor. La enseña con su rostro inquieto, como quien muestra la evidencia de una travesura.

—Hacíamos deberes rapidísimo, antes de que oscureciera —recuerda Gabriela—, con la velita, con lo que se pueda. Los teléfonos quedaban sin señal. En algún rato me pregunté: y si pasara algo, ¿cómo me comunico?, ¿cómo le digo a mi mami que estoy bien? Cuando se iba la luz por las noches, tocaba dormir temprano, apenas oscurecía. Normalmente, ellos duermen ocho y media, pero esos días nos tocaba a las siete, qué más íbamos a hacer.

Gabriela Cañas (35) y sus hijos, Gabriel y Sarita, hacen sus tareas con luz de velas, lámparas recargables y linternas, en Quito.

El grano que derrumbó la torre

“Ya veíamos venir la debacle”, dirá, después, un técnico del Ministerio de Energía.

¿Cómo fue que Ecuador llegó a una crisis tal? Podría resumirse así: un país cuya energía eléctrica depende de que llueva atravesó la sequía más cruda en 40 años. Un país que consume 30% más energía que hace una década, pero que no tenía nuevas centrales eléctricas ni mantenimiento en las que existían: la demanda creció; la generación no. Un país que llegó a 2024 produciendo apenas la energía necesaria para su población. Todo era tan frágil que un grano de arroz podía derrumbar la torre.

Y la torre se derrumbó.

El 80% de la energía en Ecuador es hidroeléctrica, turbinas que se mueven gracias al cauce de los ríos. El 15% es termoeléctrica, que usa el vapor provocado por el calentamiento de líquidos, a través de combustible fósil. El 4% proviene de la importación desde Colombia. Y apenas el 1% consiste en energías renovables no convencionales: eólica, biomasa, biogás y fotovoltaica. Surge aquí una palabra que los expertos usarán mucho: “dependencia”.

—El problema es que tenemos alta dependencia de las hidroeléctricas —dice Víctor Herrera, ingeniero con posdoctorado en Electrónica de Potencia y Energía, desde su oficina en el edificio Maxwell de la Universidad San Francisco de Quito—. Si bien es energía renovable, dependemos de ella, y ella depende de que llueva. No hay otra forma.

La oficina es grande, con un ventanal que ofrece la vista soleada de una plaza central. Hay tres escritorios; el suyo es el del fondo, junto al ventanal. Sobre una mesa de reuniones, el ingeniero muestra una colección de cuadros estadísticos y mapas que guarda en su computador.

—Fíjate: cómo ha ido creciendo el consumo de energía por habitante. ¡Por habitante! —repite—. Yo consumo 30% más que hace 10 años. La población crece y consume más.

—¿Y cuánto ha crecido la generación en esos 10 años?

—No ha crecido sustancialmente. No hay nuevas hidroeléctricas ni proyectos significativos. La lógica manda a que hagas mantenimiento, pero eso tampoco ha habido.

—Y el mantenimiento es igual de importante que el sistema.

—Claro, es como un vehículo: te lo compras nuevo, pero tienes que darle mantenimiento. Si no, llega el día en que no enciende o te deja tirado en algún sitio. Aquí se ha hecho algún mantenimiento, instalación de algo pequeño, pero no una obra significativa. Los proyectos están, el problema es que no se han ejecutado.

Señala en la pantalla una lista con nombres como la central Chachimbiro, que es geotérmica; la central Urcuquí, que es solar; Mazar Flotante, que es una central solar sobre una hidroeléctrica; habla de algunas centrales eólicas.

—Está relativamente mapeado dónde debería ir todo —dice el ingeniero.

Herrera tiene 35 años, usa el cabello corto y peinado hacia un lado; viste con una juvenil informalidad: pantalón beige con zapatos deportivos, camiseta verde, reloj deportivo y anillo en su mano derecha. Dice que esta crisis demostró que la energía es “transversal a todo”. Desde el ingeniero hasta el panadero —insiste— terminaron hablando de demanda, de paneles solares, de hidroeléctricas.

—Lo ideal —sigue— es que haya una reserva del 20% de energía.

—Entonces, hay un plan, que no se ha cumplido.

—No, para nada. Hay un tema político. Y se te acumula: lo que tenías que hacer ahora es un saldo para el año siguiente. Si llegaste a 2024 y no hiciste los proyectos que tenías que hacer hasta 2022, sucede lo que nos pasó.

El Plan de Expansión Eléctrica, diseñado en 2014, establece la cantidad de energía que debía incorporarse cada año. Desde 2014 hasta 2024 no hubo uno solo en que esto se cumpliera. En 2015 debían instalarse 1 500 megavatios, pero se instalaron 158; en 2020 debían instalarse 1 200, pero apenas ingresaron siete; en 2021 debían entrar más de 2 000, pero entraron ocho, y en 2024 debían entrar más de 1 950, pero fueron también ocho. La última gran hidroeléctrica inaugurada fue Minas San Francisco, en 2019. Cuando la crisis llegó, en septiembre de 2024, el déficit de energía fue de 1 080 megavatios, pero en el punto más álgido —octubre y noviembre— llegó a superar los 1 500. Desde 2014 y hasta 2024 se dejaron de instalar casi 2 000 megavatios de capacidad: si eso se hubiera cumplido, no hubiera sucedido nada.

—Teníamos un sobrante, estábamos holgados —dice el ingeniero—. Incluso nos jactábamos de vender energía. Obviamente, un país crece, crece su sector productivo y tiene que crecer su matriz energética. Pero fuimos dejando eso de lado. Y llega un problema que impide el curso normal de la vida: de un ciudadano, de la industria, de las exportaciones, del abastecimiento. Y te ves en una encrucijada, como nosotros el año pasado.

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El grano de arroz que derrumbó la torre fue de origen climático: un verano extendido en el que las lluvias no llegaban. Una anomalía.

—No fue solo Ecuador, sino regional —dice Vladimir Arreaga, director de Pronósticos del Instituto Nacional de Meteorología e Hidrología (INAMHI)—; toda Sudamérica en una de las sequías más fuertes.

Arreaga trabaja desde hace 15 años pronosticando el clima. “Un proceso complejo detrás del cual hay mucha ciencia”, explica: imágenes de satélites a 36 000 kilómetros de la Tierra; modelos matemáticos y físicos que establecen simulaciones de cómo estará el clima en cinco días o en tres meses. Su oficina está junto a una sala luminosa con aire de taller, con pantallas planas en las que se muestran mapas salpicados por masas grumosas de diversos tonos que representan las nubosidades.

—Ahora ya ves azules —dice Arreaga, señalando hacia las pantallas, y explica que son concentraciones de humedad o lluvia—. En ese entonces era puro amarillo. Fue uno de los más secos de los últimos 40 años. En Cuenca llegó a ser el más seco; en Quito, el segundo. En Cuenca normalmente puede llover en septiembre u octubre unos 60 milímetros [un milímetro equivale a un litro de agua por cada metro cuadrado], pero en ese año tuvimos apenas 0.5 o un milímetro.

—¿Por qué vino esta anomalía?

—Hubo dos factores: el cambio climático y el fenómeno de El Niño.

La demanda de electricidad en Ecuador venía creciendo, en promedio, el 4% o el 5% anual desde hacía 10 años, pero entre 2022 y 2023 llegó al 8.1%, según el Ministerio de Energía. Después vino algo que lo dinamitó todo: de octubre de 2023 a abril de 2024 la cifra llegó a sobrepasar el 13%, provocado por el fenómeno de El Niño, que, aunque no causó los destrozos previstos, sí trajo un calentamiento del mar. Ese vapor fogoso, al chocar con la región costera del país, hizo que se elevara también la temperatura ambiente. Y eso disparó el uso de aires acondicionados, ventiladores, neveras y refrigeradores, todos ellos grandes consumidores de electricidad.

Las previsiones sobre El Niño eran graves. Sin embargo, una corriente de vientos fríos que Arreaga nombra Anticiclón del Pacífico Sur, se fortaleció frente a Chile y comenzó a transportar agua más fría en el océano, lo que originó que el calentamiento inicial se disipara. Pero esa misma corriente trajo la sequía.

—Los vientos se comprimen y no dejan que crezcan las nubes —explica Arreaga, mientras bebe café.

Un trabajador da mantenimiento a las tuberías de gas metano de la empresa Gasgreen. En el impulso a esta industria y a otras de fuentes renovables puede estar el alivio de la crisis energética de Ecuador.
Vladimir Arreaga (36), director de Pronóstico, Instituto Nacional de Meteorología e Hidrología, conversa con su colega Cristina Argoti, analista de Pronósticos en la sala de monitoreo de imágenes satelitales.

El embalse de la central hidroeléctrica Mazar, en la ciudad de Cuenca —463 kilómetros al sur de Quito—, es un contenedor gigantesco, una reserva capaz de almacenar 383 millones de metros cúbicos de agua, que se utiliza para mover las turbinas cuando la lluvia escasea. Por eso, es considerado el “corazón”, la “batería”, o el “regulador” del sistema eléctrico nacional. Por sí solo podría sostener la generación de energía de todo Ecuador por 20 días. Durante la crisis, ese contenedor quedó vacío. Era un corazón débil, casi incapaz de latir. Periodistas, técnicos, ministros recorrieron la central una y otra vez para constatar la hecatombe; los noticieros y diarios le dedicaron titulares como cuenta regresiva: “Embalse de Mazar sigue rozando su nivel mínimo”, “La hidroeléctrica Mazar está a nueve metros de su nivel de agua mínimo para operar”, “Embalse de Mazar está a un metro de tocar el nivel mínimo”.

—Lo que hacía falta para que comenzaran a subir los niveles del embalse —dice Arreaga— era que lloviera sostenidamente durante cuatro o seis semanas. Todos los días y con una intensidad considerable. Pero el ambiente era muy seco, no había esa humedad que necesitan las nubes para empezarse a formar.

Pasaban los días y seguía sin llover.

Los apagones se volvieron más largos y no llovía. De seis a 10, a 12, a 14 horas, y no llovía. El Gobierno anunció que bombardearía las nubes para que lloviera, y no llovía. Un exministro dijo que había que rezar para que lloviera, y no llovía. Colombia dejó de venderle a Ecuador porque necesitaba sus reservas, y no llovía. Alquilaron tres barcazas turcas de generación eléctrica, pero no llovía. Las clases nocturnas se suspendieron, el agua comenzó a escasear en ciertos sectores, volvió el teletrabajo —como en pandemia—, las empresas actualizaban sus pérdidas. La gente se desesperaba. Y no llovía.

Un taladro en la oreja

La oscuridad también trajo consigo el ruido. Uno de los recuerdos marcados de los apagones es el ruido impertinente de esos generadores eléctricos que mantuvieron ciertos hogares con luz, que salvaron negocios de la quiebra, pero cuyo bramido sonaba como el de monstruos de tamaños industriales.

La calle José María Alemán es una de las más comerciales del sur de Quito. Bautizada de manera popular como “La Jota”, son unas 10 cuadras de locales apretados unos contra otros, como en panal. Una calle impregnada de músicas y letreros, de transeúntes y vehículos. De sitios de venta de ropa, zapatos, celulares, medicinas, pan, de restaurantes. Normalmente, la agitación comienza a eso de las cuatro de la tarde y se extiende hacia las 10 de la noche o más. El problema era que muchas veces la luz se iba justo a esas horas. Pronto, los propietarios de esos locales empezaron a comprar su generador. En una sola cuadra había 15, 20, todos funcionando al mismo tiempo.

—El ruido de los generadores, ¿con qué lo compararían?

—Con el ruido de los camiones —dice Andrea.

—No, era más fuerte —interrumpe Karla—. Era como tener todo el tiempo un taladro en la oreja. Fastidioso. Todos los generadores hacían bulla al mismo tiempo, qué feo era.

—Nosotras tenemos que hablar con los clientes, para vender —sigue Andrea—; pero no se escuchaba, teníamos que alzar la voz. Ni música podíamos poner.

Karla Arreaga, de 22 años, y Andrea Constante, de 23, atienden un local de venta de artículos para bebé llamado Andy, muy cerca de la iglesia de La Jota. La conversación sucede mientras Karla repara una de las cámaras de seguridad y Andrea hace limpieza. Cuando se iba la luz solo podían cobrar en efectivo porque, al no haber internet, no había cobros electrónicos; el sitio quedaba a oscuras y la gente no entraba; cerraban temprano por miedo a que los ladrones aprovecharan la oscuridad.

—No había señal, no había luz, no había internet, no había nada —dice Karla—. Incomunicados. Si pasaba algo, no podíamos avisar a nadie, así fue en todo lado.

El primer mes de apagones resistieron con velas y linternas, pero un día llegaron sus jefes con el generador. Cada mañana lo cargaban y lo llevaban hacia la vereda. Por la noche, repetían la operación para guardarlo.

—Lo teníamos afuera —dice Karla— porque, si no, el olor de la gasolina se concentraba. Al siguiente día, cuando abríamos, estaba todito el olor a gasolina.

—El humo —recuerda Andrea—. Ardía la garganta. Incluso al rato de tragar saliva, ardía como cuando uno se va a enfermar.

—Y la tos —responde Karla—. Porque inhalábamos ese humo, y no solo el de aquí, el de todos los generadores.

La luz que ofrecía el generador alcanzaba para poco: unos cuantos focos en el primer piso y el módem que les permitía tener wifi. No podían facturar electrónicamente y volvieron a los recibos manuales.

—Obviamente, el generador está listo, en el segundo piso, por cualquier cosa —dice Karla—. Sabemos que puede volver a pasar, ¡que va a volver a pasar!

—¿Cuánto duraba una carga de gasolina?

—Unos tres días.

—Yo traía la gasolina —interviene Andrea—. Como vivo más arriba, siempre bajo caminando. Me tocaba caminar con el bidón de gasolina.

—¿Cuánto tiempo caminabas con la gasolina?

—Me hago una hora desde mi casa, pero cargando la gasolina me hacía hora y media. Tenía que venir descansando porque el bidón pesa.

—Cada tres días te tocaba eso.

—Sí.

Unas cuadras más adelante está Planeta Deportivo, el local de venta de zapatos que Rodrigo Chusín administra desde hace 12 años. Un lugar con estanterías llenas en todas las paredes. Rodrigo toma un descanso, luego del almuerzo, sobre una banca que sus clientes usan para probarse los zapatos. Sus ventas cayeron en un 70% durante los apagones.

—Nos cortaban la luz desde las tres de la tarde hasta las 10, 11 de la noche. La gente ya no venía porque, aunque los locales tenían generadores, afuera estaba oscuro y había miedo, como está la delincuencia también. Eso afectó bastante.

Recuerda haber contado por lo menos unos 25 generadores en locales vecinos. “Un ruido infernal, tremendo”.

—A veces uno ya no aguantaba, eran 10, 12 horas de cortes. ¡Imagínese! Había bastante ruido, pasamos algo muy fuerte, que no se había visto. Todos botaban bastante humo, el olor a gasolina. Yo, que me acuerde, no he pasado algo así. Muchos negocios cerraron aquí.

Es una calle, en el sur de Quito, igual que hubo tantas otras en todo el país. Como la avenida Olmedo, en la ciudad de Esmeraldas, donde los generadores ocupaban siete cuadras. O la calle 7 de Octubre, en Quevedo. O la calle Sucre, el epicentro comercial de Ambato, donde la normativa permite máximo 50 decibeles de ruido, pero durante los apagones llegó a medir 80. O como las calles 18 de Noviembre o Bolívar, ambas en el centro de Loja.

Planta de biogás de la compañía Gasgreen. En ella se producen nueve megavatios de electricidad a partir del procesamiento del gas metano extraído del relleno sanitario El Inga, en la periferia de Quito.

Incertidumbre colectiva

En un compartimiento, bajo su escritorio, la psicóloga Gabriela Moya guarda una “colección” de piedritas ordenadas metódicamente en espiral. El escritorio es pulcro, excepto por un halo de polvo alrededor de las piedras. Tiene 57 años, aunque aparenta menos. Lleva el cabello largo y ondulado, encendido por el sol que llega desde el exterior.

—¿Esas piedritas están acomodadas así por alguna razón?

—Bueno, porque se me pegan aquí —dice, señalando la suela de su zapato y ríe—. Vengo caminando desde mi casa y hago ese trayecto en un camino de piedritas. Se me meten en las botas y, entonces, he hecho esa colección.

Su consultorio está casi al filo de una hondonada y tiene la vista espléndida, hasta lo profundo del horizonte, de una zona montañosa a cuyos lados está la ciudad.

No es que haya incrementado el número de pacientes durante los apagones, pero ese sí era un tema en la mayoría de las citas, algo que producía un “malestar urgente”. Moya lo define como una sensación de estrés, de no tener control. Durante la pandemia, dice, muchos de sus pacientes fueron capaces de hallar algo positivo, un vaso medio lleno: “Pasamos más tiempo en familia”, “Arreglé el clóset”, “Trabajar en casa es una maravilla”. Durante los apagones, no. La gente era incapaz de hallarle algo bueno a la situación.

—¿Por qué esa diferencia?

—Porque hay una dependencia grande de la luz, un servicio absolutamente básico. Su ausencia genera cierto caos. En lo doméstico, en la ciudad: no hay semáforos, te enojas con los otros conductores, con los peatones, no sabes si los niños van a tener clases. Además, somos dependientes de la tecnología y la pandemia fortaleció esa dependencia.

—Entonces, hubo una sensación de incertidumbre colectiva.

—De incertidumbre, ¡claro! Puedes llegar a sentir desesperación.

A los pacientes que mostraron señales de ansiedad por los apagones, dice, les recomendó que hicieran una planificación: todo lo que iban a hacer cuando no hubiera luz y lo que debían preparar cuando había: cargar el teléfono, el computador, un parlante.

—Les recomendaba también cosas íntimas, como ejercicios de relajación. Hay gente que no se puede dormir sin ver televisión, gente que duerme con la luz prendida. No puedo ver tele, no puedo escuchar música o prender la luz. ¿Cómo hago para dormir? El sueño fue otro de los factores afectados para un montón de personas.

Tras la crisis, agrega, mucha gente va a incluir en su “presupuesto emocional” la posibilidad de volver a quedarse sin luz. De tener que planificar cosas tan simples como bañarse, cocinar o trabajar. “Algo queda contenido”, dice, pero enseguida vuelve a sonreír.

Trabajadora del asilo Dulce Hogar sostiene una linterna mientras organiza la medicación de los 26 ancianos residentes. Esta era una de las tareas más difíciles en el tiempo de cortes energéticos: administrar mal la medicación puede ser mortal.
Ancianos residentes de Dulce Hogar realizan actividades recreativas en la sala general del asilo alumbrados con velas y focos recargables.

Si la vida te da limones...

En un local llamado Electrónica del Norte fue concebida una solución al problema del internet. Sus técnicos tomaron una batería que se conoce como “seca” y genera 12 voltios de energía, exactamente lo que necesita un router de wifi. Normalmente se usan en motocicletas, sistemas de seguridad, puertas eléctricas, pero le adaptaron un conector redondo, que sirviera para el módem de internet. Y funcionó. La carga duraba hasta 10 horas.

Comenzaron a vender unos kits que podían costar entre 40 y 70 dólares y garantizaban internet durante los cortes de luz: la batería, los cables con el plug adaptado y un cargador. Hubo filas, tuvieron que contratar más personal. Se vendieron 350 kits en algo más de un mes, y lo mismo pasaba en otros locales.

—Para el país fue terrible, pero para nosotros fue una época muy buena —dice Leonardo Riveros, de 45 años, propietario del local fundado por su padre en 1985—. Lo que pasa es que sin internet no haces nada. Dependemos demasiado del internet.

Ahora ya no están las filas y hay apenas tres empleados atendiendo el local.

Sin oxígeno

Hace 17 años, Maggy Loyos se separó de su esposo y alquiló para ella y sus cuatro hijos una casa con piscina que no sabía cómo iba a pagar. Una tarde, una vecina llegó para darle la bienvenida, le contó que iba de compras y le preguntó si podría cuidar a su mamá, que ya era anciana. La vecina volvió a las dos horas y le ofreció 20 dólares en agradecimiento. Una semana después volvió la misma señora, con otra vecina que le dijo: “Supe que usted podría cuidar también a mi mamacita”. Entonces se le ocurrió la idea: puso un anuncio en el periódico —“Porque antes era así, nada de redes sociales”—, con su dirección, su teléfono y una frase: “Cuido abuelitos”. Ese día empezó todo.

—Fue un encuentro casual —dice Maggy, ahora de 60 años, sentada en la recepción del hogar de ancianos Dulce Hogar—. En ese entonces no tenía permisos, nada. Cinco años operé en la clandestinidad —agrega, bromeando.

Dulce Hogar es una edificación grande, circular y con el techo elevado en punta, como nave espacial, rodeada de un jardín donde sus “abuelitos” —como nunca ha dejado de llamarlos— salen todos los días a distraerse y compartir. Maggy usa mascarilla, uniforme tipo médico y el cabello recogido. Ahora es responsable del cuidado de 32 abuelitos, y cuando escucha hablar de los apagones, su respuesta también es tajante: “No me haga acordar”.

—Uy, fue tremendo —dice—. El miedo de que los abuelitos se caigan cuando se iba la luz por la noche, porque las lámparas funcionan poco tiempo. Los alimentos teníamos que comprar a diario, más caro, para que no se dañen porque no podíamos refrigerar. Los familiares llamaban y preguntaban cómo estábamos haciendo con la comida. Yo les explicaba que no les estábamos dando carne. El pollo se vuelve a congelar y ya no es lo mismo. Se adelgazaron los abuelitos. Se enfermaron del estómago.

—¿Qué les daban?

—Tortillita de huevos, ensaladas, papitas. En exámenes médicos salía que empezaron a tener incluso un poco de anemia. Sí nos afectó bastante. Parecía que estábamos con lo del coronavirus. Se llama ansiedad. Las insulinas, por ejemplo, había que poner a congelar cuando venía la luz, y si nos olvidábamos, ya no valían. Todos nos tomábamos agua de toronjil con unas gotitas de valeriana.

—Para tranquilizarse…

—Sí. Es que es una responsabilidad tremenda.

El área principal es como un salón de eventos. En el fondo está la cocina. Una mujer está en su silla de ruedas, con la mirada fija en algún lugar. Al otro lado están la mesa del comedor y un espacio lleno de sillas dispuestas frente a un televisor, al que llaman cine; allí, por las tardes, los abuelitos ven películas de Cantinflas, sus favoritas. Un poco más allá, una puerta lleva hacia un cuarto pequeño con una camilla y varios implementos médicos.

—Esta es el área de enfermería —dice Maggy, que guía el recorrido—. Para el oxígeno se necesita luz y uno de los abuelitos necesita oxígeno. Tuvimos que comprar un aparato pequeño, recargable, pero solo dura unas dos horas. El abuelito se descompensó y nos tocó llevarle a la clínica. Primero tres horas, pero cuando le trajimos, otra vez se puso mal. Ahí sí les dijimos a los familiares, ellos autorizaron que se le internara y permaneció en la clínica varios días.

Pronósticos

—El peso que sentimos fue alto. Y la presión —dice Vladimir Arreaga, el director de Pronósticos del INAMHI, que sigue bebiendo su café—. Incluso adaptamos un producto para la ministra de Energía, Inés Manzano. Ella necesitaba una previsión semanal para las hidroeléctricas. Con ella tomaba decisiones: operar con tal central, apagar esta otra.

Pese a que en la sala contigua —la de las pantallas y los mapas de colores— hay seis pronosticadores trabajando, rige un silencio inalterable.

—Podría hablar de que hubo hasta un 200% más de llamadas en época de apagones —dice—. El municipio de Quito preguntaba: “¿Cuándo llueve?”.

—¿El ciudadano común suele llamar?

—Sí. Antes, por ejemplo, recibíamos una llamada de alguien que se iba a casar: “Oye, ayúdame con un pronóstico, me caso en dos semanas y quiero ver si alquilo unas carpas”.

—¿Y durante la crisis?

—La gente llamaba para preguntar si compraba un generador o no: “Por favor, cuándo va a llover, vivo de mi negocio, ¿hago esta inversión?, ¿me das esperanzas de que llueva?”.

Las lluvias llegaron por fin en diciembre de 2024. Se acabaron los apagones. Llegaron Navidad, Año Nuevo, luego vino la campaña para las elecciones presidenciales en Ecuador —cuya segunda vuelta se dio el 13 de abril y de la que resultó reelecto Daniel Noboa— y la política comenzó a abarcarlo todo. La gente iba hablando de otras cosas, como los efectos de la temporada de lluvias, que vino con toda la dureza que no tuvo cuando se la necesitaba: 18 muertos, 9 695 damnificados, inundaciones, deslizamientos. Gracias a las lluvias, el embalse de Mazar, ese corazón eléctrico del país, está lleno. Pero el espectro de la crisis sigue fulgurante.

(Cabe una frase del ingeniero Víctor Herrera, desde su oficina en la Universidad San Francisco: “Lo único que ya no hacemos es hablar del tema, pero ahí está. Estamos hablando de elecciones, de candidatos, pero la crisis continúa. Las acciones que se han hecho, la capacidad de generación que se ha logrado recuperar, no son malas, pero son parches. Parches pequeños para un problema que va mucho más allá de un gobierno, es estructural”.)

El viernes 31 de enero, el Consejo Consultivo de Ingenierías y Economía —un organismo gremial que agrupa a varios colegios profesionales— ofreció una declaración que removió el miedo: “Nuestro país atraviesa aún por la crisis de la provisión de energía eléctrica, disminuida […] por el notable incremento de lluvias […]. Lo antes manifestado no significa que la crisis ha terminado”. Hablaron de la posibilidad de que en abril hubiera otra leve sequía que trajera de vuelta los apagones. “Ya no serían tan graves, tan largos, pero tendríamos apagones”, dijeron.

El 19 de febrero, la ministra Manzano dijo en una entrevista en la cadena Teleamazonas que no existe posibilidad de sequía en abril e incluso recordó una frase popular: “Abril, aguas mil”. El presidente, Daniel Noboa, ofreció algo más arriesgado: que Ecuador no volvería a tener apagones al menos hasta 2026.

Pero los ecuatorianos no tienen certezas. Muchos lo repiten: “Dicen que pueden volver los apagones”, y conservan sus generadores eléctricos, las conexiones artesanales, los focos recargables, las baterías para los módems de internet.

Víctor Herrera (35), ingeniero hidroeléctrico y coordinadorde Sostenibilidad de la Universidad San Francisco de Quito, afirma que “las acciones que se han hecho, la capacidad degeneración que se ha logrado recuperar, no son malas, pero son parches. Parches pequeños para un problema que va mucho más allá de un gobierno, es estructural”.

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—Técnicamente, podría descartar una afectación en abril —dice Vladimir Arreaga, desde su oficina en el INAMHI, el 20 de febrero—. Ahora estamos con precipitaciones muy altas. Faltando ocho días para terminar febrero ya habíamos superado los niveles normales, cosa que no pasó el año anterior.

Junto a la puerta de su oficina hay un par de pantallas pequeñas donde se monitorea todo el tiempo el riesgo de desbordamiento de ríos.

—El pronóstico, por ahora, nos muestra condiciones favorables —explica—; para febrero, marzo y abril nos apunta a un periodo con lluvias consecutivas. Pero, si me preguntas qué puede pasar al final de este año, no se puede saber. La sugerencia es que se trabaje en alternativas de generación eléctrica. Diversificar.

Esa es la otra palabra que los técnicos usan todo el tiempo: “diversificar”. Aumentar el número de hidroeléctricas para que sean capaces de soportar una sequía; diversificar los tipos de energía, para no depender tanto de que llueva.

Metano

Lo primero que se ve, al fondo, son los campos de basura y tierra, los camiones que deambulan como hormigas, las aves de rapiña. Pero todo cambia al saber que justo de ese lugar sale energía suficiente para dar electricidad a unas 45 000 familias. El futuro también puede estar escondido entre una montaña de basura.

Luego, hay que recorrer un camino zigzagueante y, tras una puerta de rejas, se materializa una explanada con siete contenedores verdes, cada uno de los cuales resguarda un motor de cinco toneladas.

El relleno sanitario de Quito recibe unas 2 000 toneladas diarias de basura. Tres meses después de que esos desechos inician su descomposición, empiezan a generar biogás. Para ese biogás existen tres opciones: liberarlo hacia el ambiente —lo que produce efecto invernadero—, realizar una quema controlada para evitar al máximo la contaminación o usarlo como energía renovable. En 2015, la compañía Gasgreen firmó un convenio con la empresa municipal encargada del relleno para ir por la tercera opción.

—¿Por dónde puedo empezar? —dice Fernando Caicedo, el supervisor de Gasgreen, como si estuviera dispuesto a contar la historia de su vida.

De camisa verde oliva y chaleco fosforescente, el hombre de 30 años luce casco, barba bien cuidada y un arete negro en cada oreja. Empezaron con dos motores, cuenta; para 2017 ya tenían cinco, y ahora sus siete motores producen nueve megavatios de electricidad.

Caicedo muestra las instalaciones de esta pequeña central como si fuera el guía de un museo: señala cada parte y explica con detalle cómo funciona. Hay dos cosas que definen el sitio: el ruido de los motores, que es robusto e incisivo, y el olor, que se parece mucho al de un matadero de reses, mezcla de carne y quemazón.

El biogás sale de los cubetos en los que está la basura a través de tuberías perforadas. Arriba, a nivel de superficie, hay un dispositivo conocido como cabezal de pozo: una manguera, que absorbe biogás todo el tiempo y lo lleva hasta los motores.

—¿Ese gas llega a los motores y qué mueve?

—Un alternador —responde Caicedo—. Es como el motor de un carro, pero gigante. Y, en vez de meterle gasolina, le metes biogás. El motor tiene un mezclador que combina aire ambiente llevado por ventiladores y el biogás, y eso combustiona, mueve un pistón y hace que gire el cigüeñal, y después el alternador.

La electricidad sale del motor, pasa por un transformador, que eleva su potencia, y luego va a la torre de distribución junto a la puerta; de ahí se dirige a la Subestación Alangasí y se suma al sistema nacional interconectado. El Estado paga a Gasgreen por esa energía y, desde 2018, la empresa y el municipio de Quito tienen, además, un convenio para vender bonos de carbono, por todo el metano que dejan de lanzar al ambiente.

—¿Solo en el relleno de Quito se está haciendo esto?

—Tienen un sistema instalado en Cuenca, con dos unidades pequeñas, pero no han tenido generación continua.

—¿Lo ves como una alternativa para el futuro?

—Claro que sí, siempre y cuando tengas una gestión 100% bien hecha de un relleno sanitario. Si no, nos convertimos básicamente en un botadero.

—¿Cuántas ciudades tienen un relleno que pudiera servir para un sistema así?

—No tengo el dato. Se han hecho visitas a rellenos sanitarios como el de Ibarra, hemos ido a Santo Domingo, pero, apenas pisas, ves un botadero y no un relleno sanitario. Guayaquil podría tener un sistema.

—En todo caso, ¿ves necesario pensar en estos temas?

—Sí. Depender de las hidroeléctricas es un riesgo. Nos quedamos varados y tenemos que regresar a la época en la que había que comprar velas.

Luego de decir esto, Caicedo cierra la puerta de rejas y da la espalda para dirigirse nuevamente a su oficina, que también está dentro de un contenedor. Queda inmutable, de frente, la imagen de las aves de rapiña, los camiones y la montaña de basura y tierra. Hace calor en la ciudad.

Inversiones

Justo fuera del despacho de la ministra de Energía hay un letrero que dice: “Peligro, alta tensión”. En el corredor hay un movimiento incesante de policías, militares, funcionarios y visitantes. La entrevista con la ministra Inés Manzano había sido pactada para las nueve y media. Pero habían pasado más de dos horas y la ministra no llegaba. “Con ella siempre hay retrasos”, dijo una de las encargadas de su agenda. Después de unos minutos, la funcionaria anunció que la ministra no llegaría. “Toda su agenda se revolvió. Ni sé a qué hora va a llegar”.

Finalmente, en una de las oficinas cercanas al despacho y con dos horas y media de retraso, atienden la entrevista Fernando Pullupaxi, subsecretario de Generación, y Jorge Reyes, subsecretario de Distribución.

—Como técnicos, estamos haciendo las cosas para que Ecuador no tenga cortes en el mediano o largo plazo —dice Pullupaxi—. Las acciones se van a ver después de un tiempo, a corto plazo es muy difícil.

Los subsecretarios revisan un cuadro que hizo público el ministerio cinco días antes, con cifras de la capacidad eléctrica que se ha logrado recuperar desde que estalló la crisis. Con el mantenimiento de tres centrales hidroeléctricas y ocho termoeléctricas, han incorporado 697 megavatios. Con el funcionamiento de una de las tres turbinas de la central hidroeléctrica Toachi Pilatón —que debía ser inaugurada en diciembre de 2011—, 204 megavatios. Se cuentan también los 300 megavatios de las tres barcazas que alquilan como para “tener algo guardado en el banco”.

—¿En qué consistieron esos mantenimientos a las centrales recuperadas?

—Muchas tenían daños que no podían ser recuperados con mantenimiento normal; necesitaban equipamiento, repuestos, técnicos —responde Pullupaxi.

—El equipamiento de la central Enrique García fue el que más costó —interviene Reyes—. Tuvimos que cambiarle un bobinado de la máquina; eso se mandó a Estados Unidos. Algunas tienen más de 40 años, están viejas.

—En el momento más crítico de los apagones, el déficit llegó a ser de 1 500 megavatios. Sumando todo lo recuperado dan 1 200 megavatios. ¿Qué pasa si de aquí a septiembre tenemos una sequía igual que la del año pasado?

—Hacemos 1 200 megavatios, pero con la adquisición de nuevas centrales térmicas que está en proceso podríamos llegar a 1 500. Estamos cubiertos —responde Pullupaxi.

—¿No ve posibilidad de que haya apagones?

—No.

El ingeniero Víctor Herrera no está convencido. A través de WhatsApp responde: “Seguimos teniendo una probabilidad de apagones que no podemos descartar. Tal vez no en la magnitud del año pasado, pero no tenemos claro qué va a pasar este verano. Tampoco tenemos certeza de que todos los mantenimientos que se mencionan fueran realizados de manera óptima. Recordemos que todos esos anuncios se dan durante meses electorales. Creo que luego de las votaciones de segunda vuelta y a partir de mayo tendremos un panorama más realista”.

Por momentos la entrevista es precipitada. Frecuentemente, los subsecretarios y el técnico que los acompaña intercambian datos, hacen llamadas. En Ecuador apenas el 2% de la generación eléctrica es privada, explica Pullupaxi. El resto es estatal.

—Pero ese modelo no funciona —dice, con un dejo de molestia y desazón—. Tenemos que abrirnos a las inversiones privadas. Colombia tuvo cortes en los noventa, entendieron eso y ahora tienen un mercado eléctrico privado.

El 21 de febrero el Gobierno ecuatoriano presentó un plan de inversiones eléctricas para atraer 7 000 millones de dólares para la construcción de nuevas centrales hasta 2030. Se prevé incorporar unos 3 500 megavatios adicionales con proyectos hidroeléctricos, fotovoltaicos, solares, eólicos y geotérmicos. Un camino hacia esa tan nombrada diversificación. Es un plan abierto a inversión privada, gracias a una reforma legal, hecha en medio de la crisis.

—La ministra calificó al anterior plan como fallido. Esta es una pregunta política, que era para ella: ¿qué vamos a hacer para que este no sea otro plan fallido?

—Como técnicos —dice Pullupaxi—, vamos a dejar todo listo para que…

—Pero otros técnicos también dejaron listo el anterior plan. ¿Qué se puede hacer para que no sea un plan fallido este también?

—Que la visión política sea distinta —dice Pullupaxi.

Reyes interviene:

—El que no conoce la historia está condenado a repetirla. Si queremos que las cosas cambien, no podemos hacer lo mismo.

—Sí —insiste Pullupaxi—. Si no cambia, estamos condenados a repetir lo que pasó.

Un trabajador del local comercial Gelatomix coloca un foco recargable. Durante los cortes de luz trabajan con dos focos y unas conexiones artesanales que les daban luz para atender a sus clientes y cumplir su cuota de ventas diarias. Mayo 12, 2025. Quito, Ecuador.

Cable a tierra

Es lunes, pasada la una de la tarde, y La Jota se convierte en un pasaje en ebullición. Decenas de estudiantes caminan en todas direcciones a la salida de los colegios, un vendedor ambulante ofrece sus productos valiéndose de un megáfono, el sonido de los buses. La heladería está casi al final de la calle, detrás de un letrero de colores pastel. A esta hora no hay clientes, así que Cecibel Olaya aprovecha para limpiar. Tiene 25 años y empezó a trabajar en este local un par de meses antes de los apagones. Sus jefes no compraron generador porque alquilaban electricidad, jalándola de manera artesanal mediante cables desde las casas de un callejón paralelo, donde nunca se iba la luz. Los cables eran arrastrados a través de la calzada y, a veces, cuando un auto pasaba muy aprisa, rompía la conexión y volvía la penumbra. Cada local pagaba 20 dólares mensuales por esa luz que, de todas formas, solo alcanzaba para hacer funcionar algunos focos y el módem de wifi. No para los congeladores donde guardan los helados.

—Los días con apagones de 12 o 14 horas, los helados sí amanecían blanditos —dice Cecibel—. Fue un caos.

—¿Y qué hicieron con los helados?

—Al principio, colapsé. Dije: “¿Y ahora qué vamos a hacer?, los helados se van a derretir, van a recortar personal”. Se me ocurrió lo peor. Pero Javi [su único compañero en el local] tiene dos años de experiencia aquí y sabía que cuando se sube la temperatura del congelador, los helados amanecen como piedra. Entonces, en la noche, antes de irnos, y cada vez que había luz, subíamos la temperatura al máximo. Y eso les mantuvo.

Cecibel —pequeña y con lentes estilo Gatúbela— quiere contar algo, pero se contiene. Mira hacia la cocina, donde está Javi. Él le dice que sí, que lo cuente. Ella comienza a hablar casi en susurros. Aunque el permiso del Cuerpo de Bomberos prohíbe que una heladería tenga una cocina a gas, ellos metieron una a escondidas para poder calentar los waffles, los brownies y algunos bocadillos típicos del país: humitas, tamales, quimbolitos.

—Porque eso se estaba quedando y son los productos premium, los más costosos —dice—; cuando no sacábamos, nos estaba afectando mucho las ventas. Por los permisos, sí teníamos mucho miedo, pero nos jugamos hasta el final; por eso decidimos meter la cocina. Si no hacíamos algo nosotros, nos despedían. No me había puesto a pensar en eso, pero sí vivimos muy estresados esos meses, la verdad. Fue bien feo, terrible.

Es una tarde lánguida, con una ligera garúa. En el parlante suena “El santo cachón”. Cecibel tiene que acelerar la limpieza, porque se acerca la hora pico.

—Pero, bueno, se acabó y salimos —dice con una sonrisa—. No quebró el local. Pero dicen que ya mismo vuelven los apagones, ¿no?

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Venta de comida ambulante en el barrio de Solanda, cerca de La Jota, en Quito. Algunos vendedores aún mantienen focos recargables y las conexiones artesanales de luz.

Ecuador: ¿cuándo viene el próximo apagón?

Ecuador: ¿cuándo viene el próximo apagón?

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El frágil corazón eléctrico de todo un país.

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Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Ecuador, cuyo sistema eléctrico depende de la temporada de lluvias, sufrió entre septiembre y diciembre de 2024 una de las sequías más duras de los últimos 40 años. Esto puso al descubierto omisiones consecutivas de los gobiernos que, durante la última década, no construyeron nuevas centrales de generación ni dieron mantenimiento a las que existían. El resultado: apagones de hasta 14 horas diarias en áreas residenciales y comerciales, y de hasta 24 en zonas industriales. En medio, 18 millones de ecuatorianos a oscuras en pleno siglo XXI. Esta es la crónica de un país estremecido por una crisis que no ha terminado.

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A oscuras

Entrar al restaurante es como sumergirse en un túnel estrecho o en el esófago de una víbora: alargado, sin ventanas, seis mesas dispuestas bajo una luz tenue y un habitáculo escondido en el fondo, donde está la cocina. Afuera, el rumor del tráfico de la tarde en la avenida Amazonas, centro-norte de Quito. En el letrero de entrada al restaurante se lee: “Lo nuestro, comidas típicas”. Tras una vitrina, Janeth Campoverde empieza el ritual de limpieza de la paila donde prepara la fritada, un plato tradicional de la Sierra ecuatoriana, compuesto por trozos fritos de carne de cerdo. A sus 37 años y ataviada impecable con camiseta, delantal y gorra de cocina, luce feliz. “A la orden, fritadita, mi niña”. Tiene la conversa ingeniosa, siempre con una sonrisa. Hasta que escucha mencionar la palabra “apagones”.

—Yo no quiero que eso vuelva —dice, con el semblante descompuesto—. Esto era tinieblas, feo. Ojalá no se vuelva a ir la luz. La economía baja, la gente no consume, todos en su casa por la oscuridad.

Los alrededores de esta zona, conocida como La Mariscal, fulguran colmados del movimiento que producen juzgados, notarías, entidades públicas, bancos, agencias de viajes y empresas privadas. Normalmente, los principales clientes de Janeth son los funcionarios y empleados de esas oficinas; pero durante la crisis de los apagones, muchos se esfumaron: trabajaban desde casa o en los patios de comida de los centros comerciales o en cafeterías, “cazando” —como hizo tanta gente— un sitio que tuviera electricidad.

—¿Cuánto bajaron las ventas con los apagones?

—¡Uy, bastantísimo! Más de la mitad. Cuando se iba la luz, la gente no salía a las oficinas. No se podía hacer jugos, ni desayunos, ni batidos, ni tostadas.

—Para todo se necesita…

—¡La luz, pues, claro! Para todo se necesita luz.

Es la historia de un restaurante en Quito, pero podría ser la de cualquiera, en cualquier parte de Ecuador, entre septiembre y diciembre de 2024, un periodo con una crisis energética inédita, que significó hasta 14 horas diarias de cortes de luz en áreas residenciales y comerciales, y hasta 24 en zonas industriales.

El golpeteo de la cuchara contra el metal de la paila es sostenido. Janeth retira los restos de manteca con un movimiento uniforme de su mano: desde el centro hacia afuera. Ella vive, junto a sus tres hijos, en el sur de Quito, y llegar al trabajo le toma media hora en metro. Normalmente, entra a las siete de la mañana y sale a las seis y media de la tarde. Pero cuando el apagón empezaba a las siete de la mañana, debía despertarse más temprano para abrir a las seis y adelantar todo mientras podía usar la licuadora, el microondas y lo que necesitara electricidad. Cuando la luz se iba por las tardes, en cambio, cerraba máximo a las tres para regresar a casa antes de que oscureciera.

—¿Qué decían los clientes de los apagones?

—¿Hasta cuándo durará? A mucha gente despidieron.

Dos mujeres entran al restaurante, miran las vitrinas en las que aún se exhiben los alimentos y piden un plato de papas con cuero: una sopa hecha de papas cocinadas y pedazos de cuero de cerdo. Son las últimas clientas del día porque, cuando se van, Janeth ha terminado de retirar la manteca y ahora echa una olla de agua hirviendo en la paila para remover lo que queda. Pronto cerrará la puerta del local.

—Ahora sí le dejo, porque tengo que hacer mis cositas —dice, y se aleja llevando la paila hacia el fregadero.

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Hablar de los apagones en Ecuador es referirse a un país convulso, estremecido, incierto, en medio de una sacudida que muchos comparan con la pandemia. Los vestigios están por todos lados. En las familias que se desesperaron buscando focos recargables, un artilugio que resultó novedoso, pero cuya luz tímida se iba desvaneciendo de a poco hasta desaparecer después de un par de horas. En los estudiantes, que tuvieron que hacer sus tareas con velas o lámparas. En los millones que tuvieron que resignarse a quedar incomunicados, porque la señal celular y el internet móvil desaparecían cuando llegaba la oscuridad. En los conductores de Uber, que no podían tomar carreras en sectores donde no había luz. En los vendedores ambulantes, que dejaron su trabajo para dirigir el tránsito porque no había semáforos y el tráfico se volvía caótico. En las carnicerías, que tuvieron que comprar menos carne porque, con tantas idas y venidas de la electricidad, se descomponía a velocidades peligrosas. En las pérdidas económicas, que el Banco Central del Ecuador cifró en casi 2 000 millones de dólares durante la crisis. En la espera ansiosa de cada jueves o viernes, para que el Operador Nacional de Electricidad —un ente técnico estatal— decidiera cuánto durarían los apagones la semana siguiente, dependiendo de la situación de las hidroeléctricas. En los inmensos documentos PDF que, acatando esa disposición, las empresas eléctricas publicaban en redes sociales con los horarios de corte para cada día, en cada sector, de cada provincia. En todas las veces que los ecuatorianos se hicieron la misma pregunta: ¿cuándo va a llover?

Atardecer nublado en un paraje de la cadena de volcanes y valles que rodean Quito, tomado a mediados de mayo de 2025. De esas nubes depende buena parte del ánimo de los ecuatorianos. Todos los días, en las semanas más duras de la crisis, se miraba el paisaje en espera de lluvia.

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Los vestigios están también en la casa de Gabriela Cañas, una mujer de 35 años que vive con sus dos hijos —Gabriel, de 10, y Sarita, de ocho— y cuya rutina, como tiene cocina y ducha eléctricas, se transformó, dependiendo de los momentos de luz.

—Dependía, claro —dice Gabriela, sentada en el sillón más grande de su sala—. Nos tocaba levantarnos más temprano para ducharnos; o a veces nos fuimos así, sin ducharnos. Esperaba a que regresaran del colegio o que llegara la noche para que se bañaran, aunque a mi hija no le gusta dormirse con el cabello mojado. La comida era igual: vamos a comer rápido antes de que nos toque comer todo frío.

Gabriela y su familia viven en un conjunto privado en una zona apacible del Valle de Los Chillos, en el suroriente de Quito, un lugar en el que al principio no se iba la luz.

—Pensábamos que teníamos un privilegio —dice—. Hasta que, de repente, se nos fue. Dijimos: ¿y ahora? Ahí llegamos a la realidad: ¿cómo nos organizamos?

—¿Compraste un foco recargable? ¿Algo?

—Sí, al final conseguí uno de Temu [la tienda china de compras en línea], porque acá ya no había. Ahora lo tenemos por ahí.

La hija se levanta de la mesa y toma con sus manos la caja con el foco, que habían guardado en uno de los muebles del comedor. La enseña con su rostro inquieto, como quien muestra la evidencia de una travesura.

—Hacíamos deberes rapidísimo, antes de que oscureciera —recuerda Gabriela—, con la velita, con lo que se pueda. Los teléfonos quedaban sin señal. En algún rato me pregunté: y si pasara algo, ¿cómo me comunico?, ¿cómo le digo a mi mami que estoy bien? Cuando se iba la luz por las noches, tocaba dormir temprano, apenas oscurecía. Normalmente, ellos duermen ocho y media, pero esos días nos tocaba a las siete, qué más íbamos a hacer.

Gabriela Cañas (35) y sus hijos, Gabriel y Sarita, hacen sus tareas con luz de velas, lámparas recargables y linternas, en Quito.

El grano que derrumbó la torre

“Ya veíamos venir la debacle”, dirá, después, un técnico del Ministerio de Energía.

¿Cómo fue que Ecuador llegó a una crisis tal? Podría resumirse así: un país cuya energía eléctrica depende de que llueva atravesó la sequía más cruda en 40 años. Un país que consume 30% más energía que hace una década, pero que no tenía nuevas centrales eléctricas ni mantenimiento en las que existían: la demanda creció; la generación no. Un país que llegó a 2024 produciendo apenas la energía necesaria para su población. Todo era tan frágil que un grano de arroz podía derrumbar la torre.

Y la torre se derrumbó.

El 80% de la energía en Ecuador es hidroeléctrica, turbinas que se mueven gracias al cauce de los ríos. El 15% es termoeléctrica, que usa el vapor provocado por el calentamiento de líquidos, a través de combustible fósil. El 4% proviene de la importación desde Colombia. Y apenas el 1% consiste en energías renovables no convencionales: eólica, biomasa, biogás y fotovoltaica. Surge aquí una palabra que los expertos usarán mucho: “dependencia”.

—El problema es que tenemos alta dependencia de las hidroeléctricas —dice Víctor Herrera, ingeniero con posdoctorado en Electrónica de Potencia y Energía, desde su oficina en el edificio Maxwell de la Universidad San Francisco de Quito—. Si bien es energía renovable, dependemos de ella, y ella depende de que llueva. No hay otra forma.

La oficina es grande, con un ventanal que ofrece la vista soleada de una plaza central. Hay tres escritorios; el suyo es el del fondo, junto al ventanal. Sobre una mesa de reuniones, el ingeniero muestra una colección de cuadros estadísticos y mapas que guarda en su computador.

—Fíjate: cómo ha ido creciendo el consumo de energía por habitante. ¡Por habitante! —repite—. Yo consumo 30% más que hace 10 años. La población crece y consume más.

—¿Y cuánto ha crecido la generación en esos 10 años?

—No ha crecido sustancialmente. No hay nuevas hidroeléctricas ni proyectos significativos. La lógica manda a que hagas mantenimiento, pero eso tampoco ha habido.

—Y el mantenimiento es igual de importante que el sistema.

—Claro, es como un vehículo: te lo compras nuevo, pero tienes que darle mantenimiento. Si no, llega el día en que no enciende o te deja tirado en algún sitio. Aquí se ha hecho algún mantenimiento, instalación de algo pequeño, pero no una obra significativa. Los proyectos están, el problema es que no se han ejecutado.

Señala en la pantalla una lista con nombres como la central Chachimbiro, que es geotérmica; la central Urcuquí, que es solar; Mazar Flotante, que es una central solar sobre una hidroeléctrica; habla de algunas centrales eólicas.

—Está relativamente mapeado dónde debería ir todo —dice el ingeniero.

Herrera tiene 35 años, usa el cabello corto y peinado hacia un lado; viste con una juvenil informalidad: pantalón beige con zapatos deportivos, camiseta verde, reloj deportivo y anillo en su mano derecha. Dice que esta crisis demostró que la energía es “transversal a todo”. Desde el ingeniero hasta el panadero —insiste— terminaron hablando de demanda, de paneles solares, de hidroeléctricas.

—Lo ideal —sigue— es que haya una reserva del 20% de energía.

—Entonces, hay un plan, que no se ha cumplido.

—No, para nada. Hay un tema político. Y se te acumula: lo que tenías que hacer ahora es un saldo para el año siguiente. Si llegaste a 2024 y no hiciste los proyectos que tenías que hacer hasta 2022, sucede lo que nos pasó.

El Plan de Expansión Eléctrica, diseñado en 2014, establece la cantidad de energía que debía incorporarse cada año. Desde 2014 hasta 2024 no hubo uno solo en que esto se cumpliera. En 2015 debían instalarse 1 500 megavatios, pero se instalaron 158; en 2020 debían instalarse 1 200, pero apenas ingresaron siete; en 2021 debían entrar más de 2 000, pero entraron ocho, y en 2024 debían entrar más de 1 950, pero fueron también ocho. La última gran hidroeléctrica inaugurada fue Minas San Francisco, en 2019. Cuando la crisis llegó, en septiembre de 2024, el déficit de energía fue de 1 080 megavatios, pero en el punto más álgido —octubre y noviembre— llegó a superar los 1 500. Desde 2014 y hasta 2024 se dejaron de instalar casi 2 000 megavatios de capacidad: si eso se hubiera cumplido, no hubiera sucedido nada.

—Teníamos un sobrante, estábamos holgados —dice el ingeniero—. Incluso nos jactábamos de vender energía. Obviamente, un país crece, crece su sector productivo y tiene que crecer su matriz energética. Pero fuimos dejando eso de lado. Y llega un problema que impide el curso normal de la vida: de un ciudadano, de la industria, de las exportaciones, del abastecimiento. Y te ves en una encrucijada, como nosotros el año pasado.

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El grano de arroz que derrumbó la torre fue de origen climático: un verano extendido en el que las lluvias no llegaban. Una anomalía.

—No fue solo Ecuador, sino regional —dice Vladimir Arreaga, director de Pronósticos del Instituto Nacional de Meteorología e Hidrología (INAMHI)—; toda Sudamérica en una de las sequías más fuertes.

Arreaga trabaja desde hace 15 años pronosticando el clima. “Un proceso complejo detrás del cual hay mucha ciencia”, explica: imágenes de satélites a 36 000 kilómetros de la Tierra; modelos matemáticos y físicos que establecen simulaciones de cómo estará el clima en cinco días o en tres meses. Su oficina está junto a una sala luminosa con aire de taller, con pantallas planas en las que se muestran mapas salpicados por masas grumosas de diversos tonos que representan las nubosidades.

—Ahora ya ves azules —dice Arreaga, señalando hacia las pantallas, y explica que son concentraciones de humedad o lluvia—. En ese entonces era puro amarillo. Fue uno de los más secos de los últimos 40 años. En Cuenca llegó a ser el más seco; en Quito, el segundo. En Cuenca normalmente puede llover en septiembre u octubre unos 60 milímetros [un milímetro equivale a un litro de agua por cada metro cuadrado], pero en ese año tuvimos apenas 0.5 o un milímetro.

—¿Por qué vino esta anomalía?

—Hubo dos factores: el cambio climático y el fenómeno de El Niño.

La demanda de electricidad en Ecuador venía creciendo, en promedio, el 4% o el 5% anual desde hacía 10 años, pero entre 2022 y 2023 llegó al 8.1%, según el Ministerio de Energía. Después vino algo que lo dinamitó todo: de octubre de 2023 a abril de 2024 la cifra llegó a sobrepasar el 13%, provocado por el fenómeno de El Niño, que, aunque no causó los destrozos previstos, sí trajo un calentamiento del mar. Ese vapor fogoso, al chocar con la región costera del país, hizo que se elevara también la temperatura ambiente. Y eso disparó el uso de aires acondicionados, ventiladores, neveras y refrigeradores, todos ellos grandes consumidores de electricidad.

Las previsiones sobre El Niño eran graves. Sin embargo, una corriente de vientos fríos que Arreaga nombra Anticiclón del Pacífico Sur, se fortaleció frente a Chile y comenzó a transportar agua más fría en el océano, lo que originó que el calentamiento inicial se disipara. Pero esa misma corriente trajo la sequía.

—Los vientos se comprimen y no dejan que crezcan las nubes —explica Arreaga, mientras bebe café.

Un trabajador da mantenimiento a las tuberías de gas metano de la empresa Gasgreen. En el impulso a esta industria y a otras de fuentes renovables puede estar el alivio de la crisis energética de Ecuador.
Vladimir Arreaga (36), director de Pronóstico, Instituto Nacional de Meteorología e Hidrología, conversa con su colega Cristina Argoti, analista de Pronósticos en la sala de monitoreo de imágenes satelitales.

El embalse de la central hidroeléctrica Mazar, en la ciudad de Cuenca —463 kilómetros al sur de Quito—, es un contenedor gigantesco, una reserva capaz de almacenar 383 millones de metros cúbicos de agua, que se utiliza para mover las turbinas cuando la lluvia escasea. Por eso, es considerado el “corazón”, la “batería”, o el “regulador” del sistema eléctrico nacional. Por sí solo podría sostener la generación de energía de todo Ecuador por 20 días. Durante la crisis, ese contenedor quedó vacío. Era un corazón débil, casi incapaz de latir. Periodistas, técnicos, ministros recorrieron la central una y otra vez para constatar la hecatombe; los noticieros y diarios le dedicaron titulares como cuenta regresiva: “Embalse de Mazar sigue rozando su nivel mínimo”, “La hidroeléctrica Mazar está a nueve metros de su nivel de agua mínimo para operar”, “Embalse de Mazar está a un metro de tocar el nivel mínimo”.

—Lo que hacía falta para que comenzaran a subir los niveles del embalse —dice Arreaga— era que lloviera sostenidamente durante cuatro o seis semanas. Todos los días y con una intensidad considerable. Pero el ambiente era muy seco, no había esa humedad que necesitan las nubes para empezarse a formar.

Pasaban los días y seguía sin llover.

Los apagones se volvieron más largos y no llovía. De seis a 10, a 12, a 14 horas, y no llovía. El Gobierno anunció que bombardearía las nubes para que lloviera, y no llovía. Un exministro dijo que había que rezar para que lloviera, y no llovía. Colombia dejó de venderle a Ecuador porque necesitaba sus reservas, y no llovía. Alquilaron tres barcazas turcas de generación eléctrica, pero no llovía. Las clases nocturnas se suspendieron, el agua comenzó a escasear en ciertos sectores, volvió el teletrabajo —como en pandemia—, las empresas actualizaban sus pérdidas. La gente se desesperaba. Y no llovía.

Un taladro en la oreja

La oscuridad también trajo consigo el ruido. Uno de los recuerdos marcados de los apagones es el ruido impertinente de esos generadores eléctricos que mantuvieron ciertos hogares con luz, que salvaron negocios de la quiebra, pero cuyo bramido sonaba como el de monstruos de tamaños industriales.

La calle José María Alemán es una de las más comerciales del sur de Quito. Bautizada de manera popular como “La Jota”, son unas 10 cuadras de locales apretados unos contra otros, como en panal. Una calle impregnada de músicas y letreros, de transeúntes y vehículos. De sitios de venta de ropa, zapatos, celulares, medicinas, pan, de restaurantes. Normalmente, la agitación comienza a eso de las cuatro de la tarde y se extiende hacia las 10 de la noche o más. El problema era que muchas veces la luz se iba justo a esas horas. Pronto, los propietarios de esos locales empezaron a comprar su generador. En una sola cuadra había 15, 20, todos funcionando al mismo tiempo.

—El ruido de los generadores, ¿con qué lo compararían?

—Con el ruido de los camiones —dice Andrea.

—No, era más fuerte —interrumpe Karla—. Era como tener todo el tiempo un taladro en la oreja. Fastidioso. Todos los generadores hacían bulla al mismo tiempo, qué feo era.

—Nosotras tenemos que hablar con los clientes, para vender —sigue Andrea—; pero no se escuchaba, teníamos que alzar la voz. Ni música podíamos poner.

Karla Arreaga, de 22 años, y Andrea Constante, de 23, atienden un local de venta de artículos para bebé llamado Andy, muy cerca de la iglesia de La Jota. La conversación sucede mientras Karla repara una de las cámaras de seguridad y Andrea hace limpieza. Cuando se iba la luz solo podían cobrar en efectivo porque, al no haber internet, no había cobros electrónicos; el sitio quedaba a oscuras y la gente no entraba; cerraban temprano por miedo a que los ladrones aprovecharan la oscuridad.

—No había señal, no había luz, no había internet, no había nada —dice Karla—. Incomunicados. Si pasaba algo, no podíamos avisar a nadie, así fue en todo lado.

El primer mes de apagones resistieron con velas y linternas, pero un día llegaron sus jefes con el generador. Cada mañana lo cargaban y lo llevaban hacia la vereda. Por la noche, repetían la operación para guardarlo.

—Lo teníamos afuera —dice Karla— porque, si no, el olor de la gasolina se concentraba. Al siguiente día, cuando abríamos, estaba todito el olor a gasolina.

—El humo —recuerda Andrea—. Ardía la garganta. Incluso al rato de tragar saliva, ardía como cuando uno se va a enfermar.

—Y la tos —responde Karla—. Porque inhalábamos ese humo, y no solo el de aquí, el de todos los generadores.

La luz que ofrecía el generador alcanzaba para poco: unos cuantos focos en el primer piso y el módem que les permitía tener wifi. No podían facturar electrónicamente y volvieron a los recibos manuales.

—Obviamente, el generador está listo, en el segundo piso, por cualquier cosa —dice Karla—. Sabemos que puede volver a pasar, ¡que va a volver a pasar!

—¿Cuánto duraba una carga de gasolina?

—Unos tres días.

—Yo traía la gasolina —interviene Andrea—. Como vivo más arriba, siempre bajo caminando. Me tocaba caminar con el bidón de gasolina.

—¿Cuánto tiempo caminabas con la gasolina?

—Me hago una hora desde mi casa, pero cargando la gasolina me hacía hora y media. Tenía que venir descansando porque el bidón pesa.

—Cada tres días te tocaba eso.

—Sí.

Unas cuadras más adelante está Planeta Deportivo, el local de venta de zapatos que Rodrigo Chusín administra desde hace 12 años. Un lugar con estanterías llenas en todas las paredes. Rodrigo toma un descanso, luego del almuerzo, sobre una banca que sus clientes usan para probarse los zapatos. Sus ventas cayeron en un 70% durante los apagones.

—Nos cortaban la luz desde las tres de la tarde hasta las 10, 11 de la noche. La gente ya no venía porque, aunque los locales tenían generadores, afuera estaba oscuro y había miedo, como está la delincuencia también. Eso afectó bastante.

Recuerda haber contado por lo menos unos 25 generadores en locales vecinos. “Un ruido infernal, tremendo”.

—A veces uno ya no aguantaba, eran 10, 12 horas de cortes. ¡Imagínese! Había bastante ruido, pasamos algo muy fuerte, que no se había visto. Todos botaban bastante humo, el olor a gasolina. Yo, que me acuerde, no he pasado algo así. Muchos negocios cerraron aquí.

Es una calle, en el sur de Quito, igual que hubo tantas otras en todo el país. Como la avenida Olmedo, en la ciudad de Esmeraldas, donde los generadores ocupaban siete cuadras. O la calle 7 de Octubre, en Quevedo. O la calle Sucre, el epicentro comercial de Ambato, donde la normativa permite máximo 50 decibeles de ruido, pero durante los apagones llegó a medir 80. O como las calles 18 de Noviembre o Bolívar, ambas en el centro de Loja.

Planta de biogás de la compañía Gasgreen. En ella se producen nueve megavatios de electricidad a partir del procesamiento del gas metano extraído del relleno sanitario El Inga, en la periferia de Quito.

Incertidumbre colectiva

En un compartimiento, bajo su escritorio, la psicóloga Gabriela Moya guarda una “colección” de piedritas ordenadas metódicamente en espiral. El escritorio es pulcro, excepto por un halo de polvo alrededor de las piedras. Tiene 57 años, aunque aparenta menos. Lleva el cabello largo y ondulado, encendido por el sol que llega desde el exterior.

—¿Esas piedritas están acomodadas así por alguna razón?

—Bueno, porque se me pegan aquí —dice, señalando la suela de su zapato y ríe—. Vengo caminando desde mi casa y hago ese trayecto en un camino de piedritas. Se me meten en las botas y, entonces, he hecho esa colección.

Su consultorio está casi al filo de una hondonada y tiene la vista espléndida, hasta lo profundo del horizonte, de una zona montañosa a cuyos lados está la ciudad.

No es que haya incrementado el número de pacientes durante los apagones, pero ese sí era un tema en la mayoría de las citas, algo que producía un “malestar urgente”. Moya lo define como una sensación de estrés, de no tener control. Durante la pandemia, dice, muchos de sus pacientes fueron capaces de hallar algo positivo, un vaso medio lleno: “Pasamos más tiempo en familia”, “Arreglé el clóset”, “Trabajar en casa es una maravilla”. Durante los apagones, no. La gente era incapaz de hallarle algo bueno a la situación.

—¿Por qué esa diferencia?

—Porque hay una dependencia grande de la luz, un servicio absolutamente básico. Su ausencia genera cierto caos. En lo doméstico, en la ciudad: no hay semáforos, te enojas con los otros conductores, con los peatones, no sabes si los niños van a tener clases. Además, somos dependientes de la tecnología y la pandemia fortaleció esa dependencia.

—Entonces, hubo una sensación de incertidumbre colectiva.

—De incertidumbre, ¡claro! Puedes llegar a sentir desesperación.

A los pacientes que mostraron señales de ansiedad por los apagones, dice, les recomendó que hicieran una planificación: todo lo que iban a hacer cuando no hubiera luz y lo que debían preparar cuando había: cargar el teléfono, el computador, un parlante.

—Les recomendaba también cosas íntimas, como ejercicios de relajación. Hay gente que no se puede dormir sin ver televisión, gente que duerme con la luz prendida. No puedo ver tele, no puedo escuchar música o prender la luz. ¿Cómo hago para dormir? El sueño fue otro de los factores afectados para un montón de personas.

Tras la crisis, agrega, mucha gente va a incluir en su “presupuesto emocional” la posibilidad de volver a quedarse sin luz. De tener que planificar cosas tan simples como bañarse, cocinar o trabajar. “Algo queda contenido”, dice, pero enseguida vuelve a sonreír.

Trabajadora del asilo Dulce Hogar sostiene una linterna mientras organiza la medicación de los 26 ancianos residentes. Esta era una de las tareas más difíciles en el tiempo de cortes energéticos: administrar mal la medicación puede ser mortal.
Ancianos residentes de Dulce Hogar realizan actividades recreativas en la sala general del asilo alumbrados con velas y focos recargables.

Si la vida te da limones...

En un local llamado Electrónica del Norte fue concebida una solución al problema del internet. Sus técnicos tomaron una batería que se conoce como “seca” y genera 12 voltios de energía, exactamente lo que necesita un router de wifi. Normalmente se usan en motocicletas, sistemas de seguridad, puertas eléctricas, pero le adaptaron un conector redondo, que sirviera para el módem de internet. Y funcionó. La carga duraba hasta 10 horas.

Comenzaron a vender unos kits que podían costar entre 40 y 70 dólares y garantizaban internet durante los cortes de luz: la batería, los cables con el plug adaptado y un cargador. Hubo filas, tuvieron que contratar más personal. Se vendieron 350 kits en algo más de un mes, y lo mismo pasaba en otros locales.

—Para el país fue terrible, pero para nosotros fue una época muy buena —dice Leonardo Riveros, de 45 años, propietario del local fundado por su padre en 1985—. Lo que pasa es que sin internet no haces nada. Dependemos demasiado del internet.

Ahora ya no están las filas y hay apenas tres empleados atendiendo el local.

Sin oxígeno

Hace 17 años, Maggy Loyos se separó de su esposo y alquiló para ella y sus cuatro hijos una casa con piscina que no sabía cómo iba a pagar. Una tarde, una vecina llegó para darle la bienvenida, le contó que iba de compras y le preguntó si podría cuidar a su mamá, que ya era anciana. La vecina volvió a las dos horas y le ofreció 20 dólares en agradecimiento. Una semana después volvió la misma señora, con otra vecina que le dijo: “Supe que usted podría cuidar también a mi mamacita”. Entonces se le ocurrió la idea: puso un anuncio en el periódico —“Porque antes era así, nada de redes sociales”—, con su dirección, su teléfono y una frase: “Cuido abuelitos”. Ese día empezó todo.

—Fue un encuentro casual —dice Maggy, ahora de 60 años, sentada en la recepción del hogar de ancianos Dulce Hogar—. En ese entonces no tenía permisos, nada. Cinco años operé en la clandestinidad —agrega, bromeando.

Dulce Hogar es una edificación grande, circular y con el techo elevado en punta, como nave espacial, rodeada de un jardín donde sus “abuelitos” —como nunca ha dejado de llamarlos— salen todos los días a distraerse y compartir. Maggy usa mascarilla, uniforme tipo médico y el cabello recogido. Ahora es responsable del cuidado de 32 abuelitos, y cuando escucha hablar de los apagones, su respuesta también es tajante: “No me haga acordar”.

—Uy, fue tremendo —dice—. El miedo de que los abuelitos se caigan cuando se iba la luz por la noche, porque las lámparas funcionan poco tiempo. Los alimentos teníamos que comprar a diario, más caro, para que no se dañen porque no podíamos refrigerar. Los familiares llamaban y preguntaban cómo estábamos haciendo con la comida. Yo les explicaba que no les estábamos dando carne. El pollo se vuelve a congelar y ya no es lo mismo. Se adelgazaron los abuelitos. Se enfermaron del estómago.

—¿Qué les daban?

—Tortillita de huevos, ensaladas, papitas. En exámenes médicos salía que empezaron a tener incluso un poco de anemia. Sí nos afectó bastante. Parecía que estábamos con lo del coronavirus. Se llama ansiedad. Las insulinas, por ejemplo, había que poner a congelar cuando venía la luz, y si nos olvidábamos, ya no valían. Todos nos tomábamos agua de toronjil con unas gotitas de valeriana.

—Para tranquilizarse…

—Sí. Es que es una responsabilidad tremenda.

El área principal es como un salón de eventos. En el fondo está la cocina. Una mujer está en su silla de ruedas, con la mirada fija en algún lugar. Al otro lado están la mesa del comedor y un espacio lleno de sillas dispuestas frente a un televisor, al que llaman cine; allí, por las tardes, los abuelitos ven películas de Cantinflas, sus favoritas. Un poco más allá, una puerta lleva hacia un cuarto pequeño con una camilla y varios implementos médicos.

—Esta es el área de enfermería —dice Maggy, que guía el recorrido—. Para el oxígeno se necesita luz y uno de los abuelitos necesita oxígeno. Tuvimos que comprar un aparato pequeño, recargable, pero solo dura unas dos horas. El abuelito se descompensó y nos tocó llevarle a la clínica. Primero tres horas, pero cuando le trajimos, otra vez se puso mal. Ahí sí les dijimos a los familiares, ellos autorizaron que se le internara y permaneció en la clínica varios días.

Pronósticos

—El peso que sentimos fue alto. Y la presión —dice Vladimir Arreaga, el director de Pronósticos del INAMHI, que sigue bebiendo su café—. Incluso adaptamos un producto para la ministra de Energía, Inés Manzano. Ella necesitaba una previsión semanal para las hidroeléctricas. Con ella tomaba decisiones: operar con tal central, apagar esta otra.

Pese a que en la sala contigua —la de las pantallas y los mapas de colores— hay seis pronosticadores trabajando, rige un silencio inalterable.

—Podría hablar de que hubo hasta un 200% más de llamadas en época de apagones —dice—. El municipio de Quito preguntaba: “¿Cuándo llueve?”.

—¿El ciudadano común suele llamar?

—Sí. Antes, por ejemplo, recibíamos una llamada de alguien que se iba a casar: “Oye, ayúdame con un pronóstico, me caso en dos semanas y quiero ver si alquilo unas carpas”.

—¿Y durante la crisis?

—La gente llamaba para preguntar si compraba un generador o no: “Por favor, cuándo va a llover, vivo de mi negocio, ¿hago esta inversión?, ¿me das esperanzas de que llueva?”.

Las lluvias llegaron por fin en diciembre de 2024. Se acabaron los apagones. Llegaron Navidad, Año Nuevo, luego vino la campaña para las elecciones presidenciales en Ecuador —cuya segunda vuelta se dio el 13 de abril y de la que resultó reelecto Daniel Noboa— y la política comenzó a abarcarlo todo. La gente iba hablando de otras cosas, como los efectos de la temporada de lluvias, que vino con toda la dureza que no tuvo cuando se la necesitaba: 18 muertos, 9 695 damnificados, inundaciones, deslizamientos. Gracias a las lluvias, el embalse de Mazar, ese corazón eléctrico del país, está lleno. Pero el espectro de la crisis sigue fulgurante.

(Cabe una frase del ingeniero Víctor Herrera, desde su oficina en la Universidad San Francisco: “Lo único que ya no hacemos es hablar del tema, pero ahí está. Estamos hablando de elecciones, de candidatos, pero la crisis continúa. Las acciones que se han hecho, la capacidad de generación que se ha logrado recuperar, no son malas, pero son parches. Parches pequeños para un problema que va mucho más allá de un gobierno, es estructural”.)

El viernes 31 de enero, el Consejo Consultivo de Ingenierías y Economía —un organismo gremial que agrupa a varios colegios profesionales— ofreció una declaración que removió el miedo: “Nuestro país atraviesa aún por la crisis de la provisión de energía eléctrica, disminuida […] por el notable incremento de lluvias […]. Lo antes manifestado no significa que la crisis ha terminado”. Hablaron de la posibilidad de que en abril hubiera otra leve sequía que trajera de vuelta los apagones. “Ya no serían tan graves, tan largos, pero tendríamos apagones”, dijeron.

El 19 de febrero, la ministra Manzano dijo en una entrevista en la cadena Teleamazonas que no existe posibilidad de sequía en abril e incluso recordó una frase popular: “Abril, aguas mil”. El presidente, Daniel Noboa, ofreció algo más arriesgado: que Ecuador no volvería a tener apagones al menos hasta 2026.

Pero los ecuatorianos no tienen certezas. Muchos lo repiten: “Dicen que pueden volver los apagones”, y conservan sus generadores eléctricos, las conexiones artesanales, los focos recargables, las baterías para los módems de internet.

Víctor Herrera (35), ingeniero hidroeléctrico y coordinadorde Sostenibilidad de la Universidad San Francisco de Quito, afirma que “las acciones que se han hecho, la capacidad degeneración que se ha logrado recuperar, no son malas, pero son parches. Parches pequeños para un problema que va mucho más allá de un gobierno, es estructural”.

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—Técnicamente, podría descartar una afectación en abril —dice Vladimir Arreaga, desde su oficina en el INAMHI, el 20 de febrero—. Ahora estamos con precipitaciones muy altas. Faltando ocho días para terminar febrero ya habíamos superado los niveles normales, cosa que no pasó el año anterior.

Junto a la puerta de su oficina hay un par de pantallas pequeñas donde se monitorea todo el tiempo el riesgo de desbordamiento de ríos.

—El pronóstico, por ahora, nos muestra condiciones favorables —explica—; para febrero, marzo y abril nos apunta a un periodo con lluvias consecutivas. Pero, si me preguntas qué puede pasar al final de este año, no se puede saber. La sugerencia es que se trabaje en alternativas de generación eléctrica. Diversificar.

Esa es la otra palabra que los técnicos usan todo el tiempo: “diversificar”. Aumentar el número de hidroeléctricas para que sean capaces de soportar una sequía; diversificar los tipos de energía, para no depender tanto de que llueva.

Metano

Lo primero que se ve, al fondo, son los campos de basura y tierra, los camiones que deambulan como hormigas, las aves de rapiña. Pero todo cambia al saber que justo de ese lugar sale energía suficiente para dar electricidad a unas 45 000 familias. El futuro también puede estar escondido entre una montaña de basura.

Luego, hay que recorrer un camino zigzagueante y, tras una puerta de rejas, se materializa una explanada con siete contenedores verdes, cada uno de los cuales resguarda un motor de cinco toneladas.

El relleno sanitario de Quito recibe unas 2 000 toneladas diarias de basura. Tres meses después de que esos desechos inician su descomposición, empiezan a generar biogás. Para ese biogás existen tres opciones: liberarlo hacia el ambiente —lo que produce efecto invernadero—, realizar una quema controlada para evitar al máximo la contaminación o usarlo como energía renovable. En 2015, la compañía Gasgreen firmó un convenio con la empresa municipal encargada del relleno para ir por la tercera opción.

—¿Por dónde puedo empezar? —dice Fernando Caicedo, el supervisor de Gasgreen, como si estuviera dispuesto a contar la historia de su vida.

De camisa verde oliva y chaleco fosforescente, el hombre de 30 años luce casco, barba bien cuidada y un arete negro en cada oreja. Empezaron con dos motores, cuenta; para 2017 ya tenían cinco, y ahora sus siete motores producen nueve megavatios de electricidad.

Caicedo muestra las instalaciones de esta pequeña central como si fuera el guía de un museo: señala cada parte y explica con detalle cómo funciona. Hay dos cosas que definen el sitio: el ruido de los motores, que es robusto e incisivo, y el olor, que se parece mucho al de un matadero de reses, mezcla de carne y quemazón.

El biogás sale de los cubetos en los que está la basura a través de tuberías perforadas. Arriba, a nivel de superficie, hay un dispositivo conocido como cabezal de pozo: una manguera, que absorbe biogás todo el tiempo y lo lleva hasta los motores.

—¿Ese gas llega a los motores y qué mueve?

—Un alternador —responde Caicedo—. Es como el motor de un carro, pero gigante. Y, en vez de meterle gasolina, le metes biogás. El motor tiene un mezclador que combina aire ambiente llevado por ventiladores y el biogás, y eso combustiona, mueve un pistón y hace que gire el cigüeñal, y después el alternador.

La electricidad sale del motor, pasa por un transformador, que eleva su potencia, y luego va a la torre de distribución junto a la puerta; de ahí se dirige a la Subestación Alangasí y se suma al sistema nacional interconectado. El Estado paga a Gasgreen por esa energía y, desde 2018, la empresa y el municipio de Quito tienen, además, un convenio para vender bonos de carbono, por todo el metano que dejan de lanzar al ambiente.

—¿Solo en el relleno de Quito se está haciendo esto?

—Tienen un sistema instalado en Cuenca, con dos unidades pequeñas, pero no han tenido generación continua.

—¿Lo ves como una alternativa para el futuro?

—Claro que sí, siempre y cuando tengas una gestión 100% bien hecha de un relleno sanitario. Si no, nos convertimos básicamente en un botadero.

—¿Cuántas ciudades tienen un relleno que pudiera servir para un sistema así?

—No tengo el dato. Se han hecho visitas a rellenos sanitarios como el de Ibarra, hemos ido a Santo Domingo, pero, apenas pisas, ves un botadero y no un relleno sanitario. Guayaquil podría tener un sistema.

—En todo caso, ¿ves necesario pensar en estos temas?

—Sí. Depender de las hidroeléctricas es un riesgo. Nos quedamos varados y tenemos que regresar a la época en la que había que comprar velas.

Luego de decir esto, Caicedo cierra la puerta de rejas y da la espalda para dirigirse nuevamente a su oficina, que también está dentro de un contenedor. Queda inmutable, de frente, la imagen de las aves de rapiña, los camiones y la montaña de basura y tierra. Hace calor en la ciudad.

Inversiones

Justo fuera del despacho de la ministra de Energía hay un letrero que dice: “Peligro, alta tensión”. En el corredor hay un movimiento incesante de policías, militares, funcionarios y visitantes. La entrevista con la ministra Inés Manzano había sido pactada para las nueve y media. Pero habían pasado más de dos horas y la ministra no llegaba. “Con ella siempre hay retrasos”, dijo una de las encargadas de su agenda. Después de unos minutos, la funcionaria anunció que la ministra no llegaría. “Toda su agenda se revolvió. Ni sé a qué hora va a llegar”.

Finalmente, en una de las oficinas cercanas al despacho y con dos horas y media de retraso, atienden la entrevista Fernando Pullupaxi, subsecretario de Generación, y Jorge Reyes, subsecretario de Distribución.

—Como técnicos, estamos haciendo las cosas para que Ecuador no tenga cortes en el mediano o largo plazo —dice Pullupaxi—. Las acciones se van a ver después de un tiempo, a corto plazo es muy difícil.

Los subsecretarios revisan un cuadro que hizo público el ministerio cinco días antes, con cifras de la capacidad eléctrica que se ha logrado recuperar desde que estalló la crisis. Con el mantenimiento de tres centrales hidroeléctricas y ocho termoeléctricas, han incorporado 697 megavatios. Con el funcionamiento de una de las tres turbinas de la central hidroeléctrica Toachi Pilatón —que debía ser inaugurada en diciembre de 2011—, 204 megavatios. Se cuentan también los 300 megavatios de las tres barcazas que alquilan como para “tener algo guardado en el banco”.

—¿En qué consistieron esos mantenimientos a las centrales recuperadas?

—Muchas tenían daños que no podían ser recuperados con mantenimiento normal; necesitaban equipamiento, repuestos, técnicos —responde Pullupaxi.

—El equipamiento de la central Enrique García fue el que más costó —interviene Reyes—. Tuvimos que cambiarle un bobinado de la máquina; eso se mandó a Estados Unidos. Algunas tienen más de 40 años, están viejas.

—En el momento más crítico de los apagones, el déficit llegó a ser de 1 500 megavatios. Sumando todo lo recuperado dan 1 200 megavatios. ¿Qué pasa si de aquí a septiembre tenemos una sequía igual que la del año pasado?

—Hacemos 1 200 megavatios, pero con la adquisición de nuevas centrales térmicas que está en proceso podríamos llegar a 1 500. Estamos cubiertos —responde Pullupaxi.

—¿No ve posibilidad de que haya apagones?

—No.

El ingeniero Víctor Herrera no está convencido. A través de WhatsApp responde: “Seguimos teniendo una probabilidad de apagones que no podemos descartar. Tal vez no en la magnitud del año pasado, pero no tenemos claro qué va a pasar este verano. Tampoco tenemos certeza de que todos los mantenimientos que se mencionan fueran realizados de manera óptima. Recordemos que todos esos anuncios se dan durante meses electorales. Creo que luego de las votaciones de segunda vuelta y a partir de mayo tendremos un panorama más realista”.

Por momentos la entrevista es precipitada. Frecuentemente, los subsecretarios y el técnico que los acompaña intercambian datos, hacen llamadas. En Ecuador apenas el 2% de la generación eléctrica es privada, explica Pullupaxi. El resto es estatal.

—Pero ese modelo no funciona —dice, con un dejo de molestia y desazón—. Tenemos que abrirnos a las inversiones privadas. Colombia tuvo cortes en los noventa, entendieron eso y ahora tienen un mercado eléctrico privado.

El 21 de febrero el Gobierno ecuatoriano presentó un plan de inversiones eléctricas para atraer 7 000 millones de dólares para la construcción de nuevas centrales hasta 2030. Se prevé incorporar unos 3 500 megavatios adicionales con proyectos hidroeléctricos, fotovoltaicos, solares, eólicos y geotérmicos. Un camino hacia esa tan nombrada diversificación. Es un plan abierto a inversión privada, gracias a una reforma legal, hecha en medio de la crisis.

—La ministra calificó al anterior plan como fallido. Esta es una pregunta política, que era para ella: ¿qué vamos a hacer para que este no sea otro plan fallido?

—Como técnicos —dice Pullupaxi—, vamos a dejar todo listo para que…

—Pero otros técnicos también dejaron listo el anterior plan. ¿Qué se puede hacer para que no sea un plan fallido este también?

—Que la visión política sea distinta —dice Pullupaxi.

Reyes interviene:

—El que no conoce la historia está condenado a repetirla. Si queremos que las cosas cambien, no podemos hacer lo mismo.

—Sí —insiste Pullupaxi—. Si no cambia, estamos condenados a repetir lo que pasó.

Un trabajador del local comercial Gelatomix coloca un foco recargable. Durante los cortes de luz trabajan con dos focos y unas conexiones artesanales que les daban luz para atender a sus clientes y cumplir su cuota de ventas diarias. Mayo 12, 2025. Quito, Ecuador.

Cable a tierra

Es lunes, pasada la una de la tarde, y La Jota se convierte en un pasaje en ebullición. Decenas de estudiantes caminan en todas direcciones a la salida de los colegios, un vendedor ambulante ofrece sus productos valiéndose de un megáfono, el sonido de los buses. La heladería está casi al final de la calle, detrás de un letrero de colores pastel. A esta hora no hay clientes, así que Cecibel Olaya aprovecha para limpiar. Tiene 25 años y empezó a trabajar en este local un par de meses antes de los apagones. Sus jefes no compraron generador porque alquilaban electricidad, jalándola de manera artesanal mediante cables desde las casas de un callejón paralelo, donde nunca se iba la luz. Los cables eran arrastrados a través de la calzada y, a veces, cuando un auto pasaba muy aprisa, rompía la conexión y volvía la penumbra. Cada local pagaba 20 dólares mensuales por esa luz que, de todas formas, solo alcanzaba para hacer funcionar algunos focos y el módem de wifi. No para los congeladores donde guardan los helados.

—Los días con apagones de 12 o 14 horas, los helados sí amanecían blanditos —dice Cecibel—. Fue un caos.

—¿Y qué hicieron con los helados?

—Al principio, colapsé. Dije: “¿Y ahora qué vamos a hacer?, los helados se van a derretir, van a recortar personal”. Se me ocurrió lo peor. Pero Javi [su único compañero en el local] tiene dos años de experiencia aquí y sabía que cuando se sube la temperatura del congelador, los helados amanecen como piedra. Entonces, en la noche, antes de irnos, y cada vez que había luz, subíamos la temperatura al máximo. Y eso les mantuvo.

Cecibel —pequeña y con lentes estilo Gatúbela— quiere contar algo, pero se contiene. Mira hacia la cocina, donde está Javi. Él le dice que sí, que lo cuente. Ella comienza a hablar casi en susurros. Aunque el permiso del Cuerpo de Bomberos prohíbe que una heladería tenga una cocina a gas, ellos metieron una a escondidas para poder calentar los waffles, los brownies y algunos bocadillos típicos del país: humitas, tamales, quimbolitos.

—Porque eso se estaba quedando y son los productos premium, los más costosos —dice—; cuando no sacábamos, nos estaba afectando mucho las ventas. Por los permisos, sí teníamos mucho miedo, pero nos jugamos hasta el final; por eso decidimos meter la cocina. Si no hacíamos algo nosotros, nos despedían. No me había puesto a pensar en eso, pero sí vivimos muy estresados esos meses, la verdad. Fue bien feo, terrible.

Es una tarde lánguida, con una ligera garúa. En el parlante suena “El santo cachón”. Cecibel tiene que acelerar la limpieza, porque se acerca la hora pico.

—Pero, bueno, se acabó y salimos —dice con una sonrisa—. No quebró el local. Pero dicen que ya mismo vuelven los apagones, ¿no?

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