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Pan comido

Pan comido

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
30
.
04
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Somos lo que comemos y lo que no comemos. Somos cómo comemos; somos como comemos.

Alrededor no hay nada. Hay unos árboles que brotan cada tanto, lejos uno de otro, solos, y deberían llamarse baobabs, aunque quién sabe si alguien les dio un nombre. Hay, también, arena gruesa, casi piedritas casi grises, y por encima un sol muy sanguinario. De ese sol nos separa una tela montada sobre cuatro ramas clavadas en la arena, como quien dice un toldo. Bajo el toldo diez o doce comemos: somos hombres. Está Samu, el fotógrafo del viaje, está Jorge, el organizador del viaje, estoy yo, que debería contarlo, y están los ocho o diez pastores trashumantes que nos han invitado a compartir su almuerzo porque les hemos dicho que llevábamos días en su busca. Es cierto que llevábamos días. Estamos en el medio de la nada o sus alrededores: Mali, desierto del Sahel, alguna parte. Sus mujeres tienen la cara velada y no se sientan con nosotros: han traído desde un fogón este gran cuenco, lo han dejado en el medio y desaparecido. En el cuenco hay sobre todo arroz; en su centro, los trocitos de carne de cordero guisados con alguna hierba del desierto. Los hombres, sentados en el suelo alrededor del cuenco, comemos: agarramos con la mano derecha unos granos de arroz, los hacemos bola con los dedos, los mojamos en la carne del centro, los tragamos. Nuestras manos izquierdas, por supuesto, quedan caídas, alejadas, pero nuestras derechas van y vienen. Algunas son oscuras, rugosas, otras se ven más tersas, y todas se mueven con un ritmo y un orden sin fisuras: no hay conflicto. Y hay algo fuerte en esto de meter las manos en la misma fuente: algo de antes de que pasara algo que no termina de gustarme.

Qué bueno cuando comer es una forma de no ser lo que somos.

La selección argentina de fútbol se presentó con todos sus penachos: es buena, es argentina, es orgullosa, se siente triunfadora. Por eso —o quizás no por eso— se instaló en un pueblito japonés bien perdido en el campo, como si en el Japón hubiera campo. Y allí tuvimos que instalarnos los periodistas que la seguíamos en ese mundial de fútbol 2002: ese mismo pueblito japonés, un hotel sin historia. Y enfrente un restaurante tan japonés como todo alrededor ofrecía platos japoneses: sus sopas, teriyakis, arroces, sus tempuras, simples y delicados, herederos de siglos. Pero los periodistas argentinos —cuatro o cinco periodistas argentinos — fueron a ver al dueño y cocinero y le explicaron que los argentinos no podían ni querían comer eso. El dueño y cocinero los miró con sorpresa; más todavía cuando los argentinos le dijeron que, si quería tenerlos de clientes, hiciera milanesas. Le dieron la receta, ciertas explicaciones. Durante dos semanas, mesas largas de periodistas argentinos —veinte o treinta periodistas argentinos— comieron milanesas. Y, por supuesto, se rieron del ponja que al principio no quería hacer milangas: qué boludos son estos japoneses, decían, por ejemplo, la boca llena de pan rallado frito.

Pero comer, antes que nada, nos define.

Todos ellos comen en mesas largas y las paredes rebosan de banderas. También hay banderines, esas fotos de soldados muertos, esas fotos de oficiales muertos, esas de chicas rubias muy arregladitas: es curioso entender que ellas también fueron soldados —muertos—. En las mesas hay casi tantas mujeres como hombres, pero los hombres siguen siendo más y casi todos son mayores de sesenta y todos se hablan —se hablan mucho— en ese tono alto que logran los norteamericanos cuando quieren parecerse a las gallinas. En el salón cabrían cien o doscientos; esta mañana de domingo no son más de cuarenta. Son todos blancos, comen. Han venido al desayuno organizado por la American Legion de Binghamton, el norte pobre de New York: all you can eat de unos mostradores llenos de huevos y salchichas y papas y panceta y panqueques y pan y queso filadelfia, café y jugo, un par de frutas tristes. All you can eat: comer es poder —comer—. Comer es atacar salchichas, huevos, los recuerdos. Los hombres son veteranos de una guerra; las mujeres son veteranas de esos hombres. Casi todos son gordos: engullen por la patria. Uno gordo muy gordo me dice que se llama Goofy y que tengo que llamarlo Goofy. El señor Goofy debe llevar sus años sin meterse la camisa dentro del pantalón inmenso o sin verse las partes: el señor Goofy es gordo de caminar difícil, papada desbordante, los ojos pícaros comidos por la grasa, la camisa una bandera de quién sabe. En su plato de plástico blanco hay una montaña de huevos revueltos, tres salchichas, parva de panceta, papas en rodajas; al costado, café, en su vaso de plástico blanco. El señor Goofy peleó en Vietnam y ahora pelea en América: en la derrota viven sus triunfos. Alguien tiene que hacer este país grande de nuevo, quizá piense —o quizá nunca piense esas cosas—.

Para comer, comerse.

Te recomendamos leer: Montaña roja: la vida entre los campos de amapola.

Los tres están vestidos de oficinistas chinos: sus chaquetas baratas oscuras, sus corbatas caídas para decir que es tiempo libre, sus sonrisas forzadas, su pelo negro y lacio, las cervezas: muchas botellas vacías de cerveza. Los tres están sentados como si en cuclillas alrededor de una mesa demasiado baja. Pekín, un mediodía: sobre la mesa hay uno de esos raros artefactos de metal, especie de samovar con agua hirviendo en el que cada quien mete un trozo de carne para que se la cueza y después la retira, la moja en una salsa, se la come. Aquí la llaman marmita mongola porque de alguna forma hay que llamarla, y la comen en un lugar chiquito los tres oficinistas, otras veinte personas o, mejor dicho, hombres. Yo había entrado, mirado alrededor, todo repleto. Entonces los tres oficinistas me dicen where you from y yo les digo que aryentina; enton- ces ellos me dicen Maladona y yo les digo Maradona, me muestran con la mano que me siente y yo me siento, me ofrecen un plato y dos palitos, unos trozos de carne. Comemos, me sonríen, me dicen Maladona, les sonrío, les digo Maradona; cambiamos gestos, tonos, intensidad, decimos Maladona Maradona durante toda la comida: una sola palabra nos alcanza. A veces tanto es despilfarro.

Comer con otros no es comerse.

Es el principio de septiembre de ese año raro, 2001. En la vieja escuela ocupada por anarquistas en un suburbio de Turín hay un patio con unas pocas lamparitas y en ese patio una larga mesa de tablones. Son veinte, poco más o menos, los que comen: ninguno parece haber cumplido treinta años, las mujeres son leve mayoría. Ahora comen pasta con una salsa con tomate, pero alguien ha dicho que después viene un guiso de pescado. Lo llaman la convivialità, y es el momento en que todos se charlan, se ríen, se cuentan sus historias, se las callan. Yo como con ellos, estos días: estoy viviendo con ellos para escribir un libro. Después de varias cenas, una tarde le digo a Luca, uno de ellos, uno de los más viejos, que quiero colaborar en su elaboración y él me dice que claro, por supuesto. Entonces le pregunto cómo hago y él me dice como quieras. ¿Puedo traer comida del mercado? Claro, cómo no. ¿Y a quién le pregunto qué tengo que traer? No, no preguntes, traé lo que quieras. A mí eso me parece muy confuso e intento otra técnica: ¿pero puedo por ejemplo anotarme en una lista para decir que todos los miércoles cocino o todos los viernes lavo los platos, digamos, por ejemplo? Luca se ríe: no, acá no hacemos esas listas; si te anotás y no lo hacés, ¿qué poder te lo va a recriminar? Sí, pero disculpame: yo entiendo que sean anarcos, todo eso, pero igual se necesita un poco de organización, ¿no? ¿Para qué? No sé, para que las cosas funcionen. ¿O sea que a vos te parece necesario que haya un poder para que las cosas funcionen?, me dice, socarrón. Yo lo miro callado; entonces Luca se ríe y me hunde la pregunta: ¿vos acá ya llevás unos días, no? Sí, le digo: él ya sabía. ¿Y alguna vez te quedaste sin comer? No, no le digo.

Él ya sabía.

Las comidas, sobre todo, sirven para aprender.

Pero a menudo almuerzo en casa, solo, recordando.

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Somos lo que comemos y lo que no comemos. Somos cómo comemos; somos como comemos.

Alrededor no hay nada. Hay unos árboles que brotan cada tanto, lejos uno de otro, solos, y deberían llamarse baobabs, aunque quién sabe si alguien les dio un nombre. Hay, también, arena gruesa, casi piedritas casi grises, y por encima un sol muy sanguinario. De ese sol nos separa una tela montada sobre cuatro ramas clavadas en la arena, como quien dice un toldo. Bajo el toldo diez o doce comemos: somos hombres. Está Samu, el fotógrafo del viaje, está Jorge, el organizador del viaje, estoy yo, que debería contarlo, y están los ocho o diez pastores trashumantes que nos han invitado a compartir su almuerzo porque les hemos dicho que llevábamos días en su busca. Es cierto que llevábamos días. Estamos en el medio de la nada o sus alrededores: Mali, desierto del Sahel, alguna parte. Sus mujeres tienen la cara velada y no se sientan con nosotros: han traído desde un fogón este gran cuenco, lo han dejado en el medio y desaparecido. En el cuenco hay sobre todo arroz; en su centro, los trocitos de carne de cordero guisados con alguna hierba del desierto. Los hombres, sentados en el suelo alrededor del cuenco, comemos: agarramos con la mano derecha unos granos de arroz, los hacemos bola con los dedos, los mojamos en la carne del centro, los tragamos. Nuestras manos izquierdas, por supuesto, quedan caídas, alejadas, pero nuestras derechas van y vienen. Algunas son oscuras, rugosas, otras se ven más tersas, y todas se mueven con un ritmo y un orden sin fisuras: no hay conflicto. Y hay algo fuerte en esto de meter las manos en la misma fuente: algo de antes de que pasara algo que no termina de gustarme.

Qué bueno cuando comer es una forma de no ser lo que somos.

La selección argentina de fútbol se presentó con todos sus penachos: es buena, es argentina, es orgullosa, se siente triunfadora. Por eso —o quizás no por eso— se instaló en un pueblito japonés bien perdido en el campo, como si en el Japón hubiera campo. Y allí tuvimos que instalarnos los periodistas que la seguíamos en ese mundial de fútbol 2002: ese mismo pueblito japonés, un hotel sin historia. Y enfrente un restaurante tan japonés como todo alrededor ofrecía platos japoneses: sus sopas, teriyakis, arroces, sus tempuras, simples y delicados, herederos de siglos. Pero los periodistas argentinos —cuatro o cinco periodistas argentinos — fueron a ver al dueño y cocinero y le explicaron que los argentinos no podían ni querían comer eso. El dueño y cocinero los miró con sorpresa; más todavía cuando los argentinos le dijeron que, si quería tenerlos de clientes, hiciera milanesas. Le dieron la receta, ciertas explicaciones. Durante dos semanas, mesas largas de periodistas argentinos —veinte o treinta periodistas argentinos— comieron milanesas. Y, por supuesto, se rieron del ponja que al principio no quería hacer milangas: qué boludos son estos japoneses, decían, por ejemplo, la boca llena de pan rallado frito.

Pero comer, antes que nada, nos define.

Todos ellos comen en mesas largas y las paredes rebosan de banderas. También hay banderines, esas fotos de soldados muertos, esas fotos de oficiales muertos, esas de chicas rubias muy arregladitas: es curioso entender que ellas también fueron soldados —muertos—. En las mesas hay casi tantas mujeres como hombres, pero los hombres siguen siendo más y casi todos son mayores de sesenta y todos se hablan —se hablan mucho— en ese tono alto que logran los norteamericanos cuando quieren parecerse a las gallinas. En el salón cabrían cien o doscientos; esta mañana de domingo no son más de cuarenta. Son todos blancos, comen. Han venido al desayuno organizado por la American Legion de Binghamton, el norte pobre de New York: all you can eat de unos mostradores llenos de huevos y salchichas y papas y panceta y panqueques y pan y queso filadelfia, café y jugo, un par de frutas tristes. All you can eat: comer es poder —comer—. Comer es atacar salchichas, huevos, los recuerdos. Los hombres son veteranos de una guerra; las mujeres son veteranas de esos hombres. Casi todos son gordos: engullen por la patria. Uno gordo muy gordo me dice que se llama Goofy y que tengo que llamarlo Goofy. El señor Goofy debe llevar sus años sin meterse la camisa dentro del pantalón inmenso o sin verse las partes: el señor Goofy es gordo de caminar difícil, papada desbordante, los ojos pícaros comidos por la grasa, la camisa una bandera de quién sabe. En su plato de plástico blanco hay una montaña de huevos revueltos, tres salchichas, parva de panceta, papas en rodajas; al costado, café, en su vaso de plástico blanco. El señor Goofy peleó en Vietnam y ahora pelea en América: en la derrota viven sus triunfos. Alguien tiene que hacer este país grande de nuevo, quizá piense —o quizá nunca piense esas cosas—.

Para comer, comerse.

Te recomendamos leer: Montaña roja: la vida entre los campos de amapola.

Los tres están vestidos de oficinistas chinos: sus chaquetas baratas oscuras, sus corbatas caídas para decir que es tiempo libre, sus sonrisas forzadas, su pelo negro y lacio, las cervezas: muchas botellas vacías de cerveza. Los tres están sentados como si en cuclillas alrededor de una mesa demasiado baja. Pekín, un mediodía: sobre la mesa hay uno de esos raros artefactos de metal, especie de samovar con agua hirviendo en el que cada quien mete un trozo de carne para que se la cueza y después la retira, la moja en una salsa, se la come. Aquí la llaman marmita mongola porque de alguna forma hay que llamarla, y la comen en un lugar chiquito los tres oficinistas, otras veinte personas o, mejor dicho, hombres. Yo había entrado, mirado alrededor, todo repleto. Entonces los tres oficinistas me dicen where you from y yo les digo que aryentina; enton- ces ellos me dicen Maladona y yo les digo Maradona, me muestran con la mano que me siente y yo me siento, me ofrecen un plato y dos palitos, unos trozos de carne. Comemos, me sonríen, me dicen Maladona, les sonrío, les digo Maradona; cambiamos gestos, tonos, intensidad, decimos Maladona Maradona durante toda la comida: una sola palabra nos alcanza. A veces tanto es despilfarro.

Comer con otros no es comerse.

Es el principio de septiembre de ese año raro, 2001. En la vieja escuela ocupada por anarquistas en un suburbio de Turín hay un patio con unas pocas lamparitas y en ese patio una larga mesa de tablones. Son veinte, poco más o menos, los que comen: ninguno parece haber cumplido treinta años, las mujeres son leve mayoría. Ahora comen pasta con una salsa con tomate, pero alguien ha dicho que después viene un guiso de pescado. Lo llaman la convivialità, y es el momento en que todos se charlan, se ríen, se cuentan sus historias, se las callan. Yo como con ellos, estos días: estoy viviendo con ellos para escribir un libro. Después de varias cenas, una tarde le digo a Luca, uno de ellos, uno de los más viejos, que quiero colaborar en su elaboración y él me dice que claro, por supuesto. Entonces le pregunto cómo hago y él me dice como quieras. ¿Puedo traer comida del mercado? Claro, cómo no. ¿Y a quién le pregunto qué tengo que traer? No, no preguntes, traé lo que quieras. A mí eso me parece muy confuso e intento otra técnica: ¿pero puedo por ejemplo anotarme en una lista para decir que todos los miércoles cocino o todos los viernes lavo los platos, digamos, por ejemplo? Luca se ríe: no, acá no hacemos esas listas; si te anotás y no lo hacés, ¿qué poder te lo va a recriminar? Sí, pero disculpame: yo entiendo que sean anarcos, todo eso, pero igual se necesita un poco de organización, ¿no? ¿Para qué? No sé, para que las cosas funcionen. ¿O sea que a vos te parece necesario que haya un poder para que las cosas funcionen?, me dice, socarrón. Yo lo miro callado; entonces Luca se ríe y me hunde la pregunta: ¿vos acá ya llevás unos días, no? Sí, le digo: él ya sabía. ¿Y alguna vez te quedaste sin comer? No, no le digo.

Él ya sabía.

Las comidas, sobre todo, sirven para aprender.

Pero a menudo almuerzo en casa, solo, recordando.

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Somos lo que comemos y lo que no comemos. Somos cómo comemos; somos como comemos.

Alrededor no hay nada. Hay unos árboles que brotan cada tanto, lejos uno de otro, solos, y deberían llamarse baobabs, aunque quién sabe si alguien les dio un nombre. Hay, también, arena gruesa, casi piedritas casi grises, y por encima un sol muy sanguinario. De ese sol nos separa una tela montada sobre cuatro ramas clavadas en la arena, como quien dice un toldo. Bajo el toldo diez o doce comemos: somos hombres. Está Samu, el fotógrafo del viaje, está Jorge, el organizador del viaje, estoy yo, que debería contarlo, y están los ocho o diez pastores trashumantes que nos han invitado a compartir su almuerzo porque les hemos dicho que llevábamos días en su busca. Es cierto que llevábamos días. Estamos en el medio de la nada o sus alrededores: Mali, desierto del Sahel, alguna parte. Sus mujeres tienen la cara velada y no se sientan con nosotros: han traído desde un fogón este gran cuenco, lo han dejado en el medio y desaparecido. En el cuenco hay sobre todo arroz; en su centro, los trocitos de carne de cordero guisados con alguna hierba del desierto. Los hombres, sentados en el suelo alrededor del cuenco, comemos: agarramos con la mano derecha unos granos de arroz, los hacemos bola con los dedos, los mojamos en la carne del centro, los tragamos. Nuestras manos izquierdas, por supuesto, quedan caídas, alejadas, pero nuestras derechas van y vienen. Algunas son oscuras, rugosas, otras se ven más tersas, y todas se mueven con un ritmo y un orden sin fisuras: no hay conflicto. Y hay algo fuerte en esto de meter las manos en la misma fuente: algo de antes de que pasara algo que no termina de gustarme.

Qué bueno cuando comer es una forma de no ser lo que somos.

La selección argentina de fútbol se presentó con todos sus penachos: es buena, es argentina, es orgullosa, se siente triunfadora. Por eso —o quizás no por eso— se instaló en un pueblito japonés bien perdido en el campo, como si en el Japón hubiera campo. Y allí tuvimos que instalarnos los periodistas que la seguíamos en ese mundial de fútbol 2002: ese mismo pueblito japonés, un hotel sin historia. Y enfrente un restaurante tan japonés como todo alrededor ofrecía platos japoneses: sus sopas, teriyakis, arroces, sus tempuras, simples y delicados, herederos de siglos. Pero los periodistas argentinos —cuatro o cinco periodistas argentinos — fueron a ver al dueño y cocinero y le explicaron que los argentinos no podían ni querían comer eso. El dueño y cocinero los miró con sorpresa; más todavía cuando los argentinos le dijeron que, si quería tenerlos de clientes, hiciera milanesas. Le dieron la receta, ciertas explicaciones. Durante dos semanas, mesas largas de periodistas argentinos —veinte o treinta periodistas argentinos— comieron milanesas. Y, por supuesto, se rieron del ponja que al principio no quería hacer milangas: qué boludos son estos japoneses, decían, por ejemplo, la boca llena de pan rallado frito.

Pero comer, antes que nada, nos define.

Todos ellos comen en mesas largas y las paredes rebosan de banderas. También hay banderines, esas fotos de soldados muertos, esas fotos de oficiales muertos, esas de chicas rubias muy arregladitas: es curioso entender que ellas también fueron soldados —muertos—. En las mesas hay casi tantas mujeres como hombres, pero los hombres siguen siendo más y casi todos son mayores de sesenta y todos se hablan —se hablan mucho— en ese tono alto que logran los norteamericanos cuando quieren parecerse a las gallinas. En el salón cabrían cien o doscientos; esta mañana de domingo no son más de cuarenta. Son todos blancos, comen. Han venido al desayuno organizado por la American Legion de Binghamton, el norte pobre de New York: all you can eat de unos mostradores llenos de huevos y salchichas y papas y panceta y panqueques y pan y queso filadelfia, café y jugo, un par de frutas tristes. All you can eat: comer es poder —comer—. Comer es atacar salchichas, huevos, los recuerdos. Los hombres son veteranos de una guerra; las mujeres son veteranas de esos hombres. Casi todos son gordos: engullen por la patria. Uno gordo muy gordo me dice que se llama Goofy y que tengo que llamarlo Goofy. El señor Goofy debe llevar sus años sin meterse la camisa dentro del pantalón inmenso o sin verse las partes: el señor Goofy es gordo de caminar difícil, papada desbordante, los ojos pícaros comidos por la grasa, la camisa una bandera de quién sabe. En su plato de plástico blanco hay una montaña de huevos revueltos, tres salchichas, parva de panceta, papas en rodajas; al costado, café, en su vaso de plástico blanco. El señor Goofy peleó en Vietnam y ahora pelea en América: en la derrota viven sus triunfos. Alguien tiene que hacer este país grande de nuevo, quizá piense —o quizá nunca piense esas cosas—.

Para comer, comerse.

Te recomendamos leer: Montaña roja: la vida entre los campos de amapola.

Los tres están vestidos de oficinistas chinos: sus chaquetas baratas oscuras, sus corbatas caídas para decir que es tiempo libre, sus sonrisas forzadas, su pelo negro y lacio, las cervezas: muchas botellas vacías de cerveza. Los tres están sentados como si en cuclillas alrededor de una mesa demasiado baja. Pekín, un mediodía: sobre la mesa hay uno de esos raros artefactos de metal, especie de samovar con agua hirviendo en el que cada quien mete un trozo de carne para que se la cueza y después la retira, la moja en una salsa, se la come. Aquí la llaman marmita mongola porque de alguna forma hay que llamarla, y la comen en un lugar chiquito los tres oficinistas, otras veinte personas o, mejor dicho, hombres. Yo había entrado, mirado alrededor, todo repleto. Entonces los tres oficinistas me dicen where you from y yo les digo que aryentina; enton- ces ellos me dicen Maladona y yo les digo Maradona, me muestran con la mano que me siente y yo me siento, me ofrecen un plato y dos palitos, unos trozos de carne. Comemos, me sonríen, me dicen Maladona, les sonrío, les digo Maradona; cambiamos gestos, tonos, intensidad, decimos Maladona Maradona durante toda la comida: una sola palabra nos alcanza. A veces tanto es despilfarro.

Comer con otros no es comerse.

Es el principio de septiembre de ese año raro, 2001. En la vieja escuela ocupada por anarquistas en un suburbio de Turín hay un patio con unas pocas lamparitas y en ese patio una larga mesa de tablones. Son veinte, poco más o menos, los que comen: ninguno parece haber cumplido treinta años, las mujeres son leve mayoría. Ahora comen pasta con una salsa con tomate, pero alguien ha dicho que después viene un guiso de pescado. Lo llaman la convivialità, y es el momento en que todos se charlan, se ríen, se cuentan sus historias, se las callan. Yo como con ellos, estos días: estoy viviendo con ellos para escribir un libro. Después de varias cenas, una tarde le digo a Luca, uno de ellos, uno de los más viejos, que quiero colaborar en su elaboración y él me dice que claro, por supuesto. Entonces le pregunto cómo hago y él me dice como quieras. ¿Puedo traer comida del mercado? Claro, cómo no. ¿Y a quién le pregunto qué tengo que traer? No, no preguntes, traé lo que quieras. A mí eso me parece muy confuso e intento otra técnica: ¿pero puedo por ejemplo anotarme en una lista para decir que todos los miércoles cocino o todos los viernes lavo los platos, digamos, por ejemplo? Luca se ríe: no, acá no hacemos esas listas; si te anotás y no lo hacés, ¿qué poder te lo va a recriminar? Sí, pero disculpame: yo entiendo que sean anarcos, todo eso, pero igual se necesita un poco de organización, ¿no? ¿Para qué? No sé, para que las cosas funcionen. ¿O sea que a vos te parece necesario que haya un poder para que las cosas funcionen?, me dice, socarrón. Yo lo miro callado; entonces Luca se ríe y me hunde la pregunta: ¿vos acá ya llevás unos días, no? Sí, le digo: él ya sabía. ¿Y alguna vez te quedaste sin comer? No, no le digo.

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Alrededor no hay nada. Hay unos árboles que brotan cada tanto, lejos uno de otro, solos, y deberían llamarse baobabs, aunque quién sabe si alguien les dio un nombre. Hay, también, arena gruesa, casi piedritas casi grises, y por encima un sol muy sanguinario. De ese sol nos separa una tela montada sobre cuatro ramas clavadas en la arena, como quien dice un toldo. Bajo el toldo diez o doce comemos: somos hombres. Está Samu, el fotógrafo del viaje, está Jorge, el organizador del viaje, estoy yo, que debería contarlo, y están los ocho o diez pastores trashumantes que nos han invitado a compartir su almuerzo porque les hemos dicho que llevábamos días en su busca. Es cierto que llevábamos días. Estamos en el medio de la nada o sus alrededores: Mali, desierto del Sahel, alguna parte. Sus mujeres tienen la cara velada y no se sientan con nosotros: han traído desde un fogón este gran cuenco, lo han dejado en el medio y desaparecido. En el cuenco hay sobre todo arroz; en su centro, los trocitos de carne de cordero guisados con alguna hierba del desierto. Los hombres, sentados en el suelo alrededor del cuenco, comemos: agarramos con la mano derecha unos granos de arroz, los hacemos bola con los dedos, los mojamos en la carne del centro, los tragamos. Nuestras manos izquierdas, por supuesto, quedan caídas, alejadas, pero nuestras derechas van y vienen. Algunas son oscuras, rugosas, otras se ven más tersas, y todas se mueven con un ritmo y un orden sin fisuras: no hay conflicto. Y hay algo fuerte en esto de meter las manos en la misma fuente: algo de antes de que pasara algo que no termina de gustarme.

Qué bueno cuando comer es una forma de no ser lo que somos.

La selección argentina de fútbol se presentó con todos sus penachos: es buena, es argentina, es orgullosa, se siente triunfadora. Por eso —o quizás no por eso— se instaló en un pueblito japonés bien perdido en el campo, como si en el Japón hubiera campo. Y allí tuvimos que instalarnos los periodistas que la seguíamos en ese mundial de fútbol 2002: ese mismo pueblito japonés, un hotel sin historia. Y enfrente un restaurante tan japonés como todo alrededor ofrecía platos japoneses: sus sopas, teriyakis, arroces, sus tempuras, simples y delicados, herederos de siglos. Pero los periodistas argentinos —cuatro o cinco periodistas argentinos — fueron a ver al dueño y cocinero y le explicaron que los argentinos no podían ni querían comer eso. El dueño y cocinero los miró con sorpresa; más todavía cuando los argentinos le dijeron que, si quería tenerlos de clientes, hiciera milanesas. Le dieron la receta, ciertas explicaciones. Durante dos semanas, mesas largas de periodistas argentinos —veinte o treinta periodistas argentinos— comieron milanesas. Y, por supuesto, se rieron del ponja que al principio no quería hacer milangas: qué boludos son estos japoneses, decían, por ejemplo, la boca llena de pan rallado frito.

Pero comer, antes que nada, nos define.

Todos ellos comen en mesas largas y las paredes rebosan de banderas. También hay banderines, esas fotos de soldados muertos, esas fotos de oficiales muertos, esas de chicas rubias muy arregladitas: es curioso entender que ellas también fueron soldados —muertos—. En las mesas hay casi tantas mujeres como hombres, pero los hombres siguen siendo más y casi todos son mayores de sesenta y todos se hablan —se hablan mucho— en ese tono alto que logran los norteamericanos cuando quieren parecerse a las gallinas. En el salón cabrían cien o doscientos; esta mañana de domingo no son más de cuarenta. Son todos blancos, comen. Han venido al desayuno organizado por la American Legion de Binghamton, el norte pobre de New York: all you can eat de unos mostradores llenos de huevos y salchichas y papas y panceta y panqueques y pan y queso filadelfia, café y jugo, un par de frutas tristes. All you can eat: comer es poder —comer—. Comer es atacar salchichas, huevos, los recuerdos. Los hombres son veteranos de una guerra; las mujeres son veteranas de esos hombres. Casi todos son gordos: engullen por la patria. Uno gordo muy gordo me dice que se llama Goofy y que tengo que llamarlo Goofy. El señor Goofy debe llevar sus años sin meterse la camisa dentro del pantalón inmenso o sin verse las partes: el señor Goofy es gordo de caminar difícil, papada desbordante, los ojos pícaros comidos por la grasa, la camisa una bandera de quién sabe. En su plato de plástico blanco hay una montaña de huevos revueltos, tres salchichas, parva de panceta, papas en rodajas; al costado, café, en su vaso de plástico blanco. El señor Goofy peleó en Vietnam y ahora pelea en América: en la derrota viven sus triunfos. Alguien tiene que hacer este país grande de nuevo, quizá piense —o quizá nunca piense esas cosas—.

Para comer, comerse.

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Los tres están vestidos de oficinistas chinos: sus chaquetas baratas oscuras, sus corbatas caídas para decir que es tiempo libre, sus sonrisas forzadas, su pelo negro y lacio, las cervezas: muchas botellas vacías de cerveza. Los tres están sentados como si en cuclillas alrededor de una mesa demasiado baja. Pekín, un mediodía: sobre la mesa hay uno de esos raros artefactos de metal, especie de samovar con agua hirviendo en el que cada quien mete un trozo de carne para que se la cueza y después la retira, la moja en una salsa, se la come. Aquí la llaman marmita mongola porque de alguna forma hay que llamarla, y la comen en un lugar chiquito los tres oficinistas, otras veinte personas o, mejor dicho, hombres. Yo había entrado, mirado alrededor, todo repleto. Entonces los tres oficinistas me dicen where you from y yo les digo que aryentina; enton- ces ellos me dicen Maladona y yo les digo Maradona, me muestran con la mano que me siente y yo me siento, me ofrecen un plato y dos palitos, unos trozos de carne. Comemos, me sonríen, me dicen Maladona, les sonrío, les digo Maradona; cambiamos gestos, tonos, intensidad, decimos Maladona Maradona durante toda la comida: una sola palabra nos alcanza. A veces tanto es despilfarro.

Comer con otros no es comerse.

Es el principio de septiembre de ese año raro, 2001. En la vieja escuela ocupada por anarquistas en un suburbio de Turín hay un patio con unas pocas lamparitas y en ese patio una larga mesa de tablones. Son veinte, poco más o menos, los que comen: ninguno parece haber cumplido treinta años, las mujeres son leve mayoría. Ahora comen pasta con una salsa con tomate, pero alguien ha dicho que después viene un guiso de pescado. Lo llaman la convivialità, y es el momento en que todos se charlan, se ríen, se cuentan sus historias, se las callan. Yo como con ellos, estos días: estoy viviendo con ellos para escribir un libro. Después de varias cenas, una tarde le digo a Luca, uno de ellos, uno de los más viejos, que quiero colaborar en su elaboración y él me dice que claro, por supuesto. Entonces le pregunto cómo hago y él me dice como quieras. ¿Puedo traer comida del mercado? Claro, cómo no. ¿Y a quién le pregunto qué tengo que traer? No, no preguntes, traé lo que quieras. A mí eso me parece muy confuso e intento otra técnica: ¿pero puedo por ejemplo anotarme en una lista para decir que todos los miércoles cocino o todos los viernes lavo los platos, digamos, por ejemplo? Luca se ríe: no, acá no hacemos esas listas; si te anotás y no lo hacés, ¿qué poder te lo va a recriminar? Sí, pero disculpame: yo entiendo que sean anarcos, todo eso, pero igual se necesita un poco de organización, ¿no? ¿Para qué? No sé, para que las cosas funcionen. ¿O sea que a vos te parece necesario que haya un poder para que las cosas funcionen?, me dice, socarrón. Yo lo miro callado; entonces Luca se ríe y me hunde la pregunta: ¿vos acá ya llevás unos días, no? Sí, le digo: él ya sabía. ¿Y alguna vez te quedaste sin comer? No, no le digo.

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Somos lo que comemos y lo que no comemos. Somos cómo comemos; somos como comemos.

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Ilustración de
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Alrededor no hay nada. Hay unos árboles que brotan cada tanto, lejos uno de otro, solos, y deberían llamarse baobabs, aunque quién sabe si alguien les dio un nombre. Hay, también, arena gruesa, casi piedritas casi grises, y por encima un sol muy sanguinario. De ese sol nos separa una tela montada sobre cuatro ramas clavadas en la arena, como quien dice un toldo. Bajo el toldo diez o doce comemos: somos hombres. Está Samu, el fotógrafo del viaje, está Jorge, el organizador del viaje, estoy yo, que debería contarlo, y están los ocho o diez pastores trashumantes que nos han invitado a compartir su almuerzo porque les hemos dicho que llevábamos días en su busca. Es cierto que llevábamos días. Estamos en el medio de la nada o sus alrededores: Mali, desierto del Sahel, alguna parte. Sus mujeres tienen la cara velada y no se sientan con nosotros: han traído desde un fogón este gran cuenco, lo han dejado en el medio y desaparecido. En el cuenco hay sobre todo arroz; en su centro, los trocitos de carne de cordero guisados con alguna hierba del desierto. Los hombres, sentados en el suelo alrededor del cuenco, comemos: agarramos con la mano derecha unos granos de arroz, los hacemos bola con los dedos, los mojamos en la carne del centro, los tragamos. Nuestras manos izquierdas, por supuesto, quedan caídas, alejadas, pero nuestras derechas van y vienen. Algunas son oscuras, rugosas, otras se ven más tersas, y todas se mueven con un ritmo y un orden sin fisuras: no hay conflicto. Y hay algo fuerte en esto de meter las manos en la misma fuente: algo de antes de que pasara algo que no termina de gustarme.

Qué bueno cuando comer es una forma de no ser lo que somos.

La selección argentina de fútbol se presentó con todos sus penachos: es buena, es argentina, es orgullosa, se siente triunfadora. Por eso —o quizás no por eso— se instaló en un pueblito japonés bien perdido en el campo, como si en el Japón hubiera campo. Y allí tuvimos que instalarnos los periodistas que la seguíamos en ese mundial de fútbol 2002: ese mismo pueblito japonés, un hotel sin historia. Y enfrente un restaurante tan japonés como todo alrededor ofrecía platos japoneses: sus sopas, teriyakis, arroces, sus tempuras, simples y delicados, herederos de siglos. Pero los periodistas argentinos —cuatro o cinco periodistas argentinos — fueron a ver al dueño y cocinero y le explicaron que los argentinos no podían ni querían comer eso. El dueño y cocinero los miró con sorpresa; más todavía cuando los argentinos le dijeron que, si quería tenerlos de clientes, hiciera milanesas. Le dieron la receta, ciertas explicaciones. Durante dos semanas, mesas largas de periodistas argentinos —veinte o treinta periodistas argentinos— comieron milanesas. Y, por supuesto, se rieron del ponja que al principio no quería hacer milangas: qué boludos son estos japoneses, decían, por ejemplo, la boca llena de pan rallado frito.

Pero comer, antes que nada, nos define.

Todos ellos comen en mesas largas y las paredes rebosan de banderas. También hay banderines, esas fotos de soldados muertos, esas fotos de oficiales muertos, esas de chicas rubias muy arregladitas: es curioso entender que ellas también fueron soldados —muertos—. En las mesas hay casi tantas mujeres como hombres, pero los hombres siguen siendo más y casi todos son mayores de sesenta y todos se hablan —se hablan mucho— en ese tono alto que logran los norteamericanos cuando quieren parecerse a las gallinas. En el salón cabrían cien o doscientos; esta mañana de domingo no son más de cuarenta. Son todos blancos, comen. Han venido al desayuno organizado por la American Legion de Binghamton, el norte pobre de New York: all you can eat de unos mostradores llenos de huevos y salchichas y papas y panceta y panqueques y pan y queso filadelfia, café y jugo, un par de frutas tristes. All you can eat: comer es poder —comer—. Comer es atacar salchichas, huevos, los recuerdos. Los hombres son veteranos de una guerra; las mujeres son veteranas de esos hombres. Casi todos son gordos: engullen por la patria. Uno gordo muy gordo me dice que se llama Goofy y que tengo que llamarlo Goofy. El señor Goofy debe llevar sus años sin meterse la camisa dentro del pantalón inmenso o sin verse las partes: el señor Goofy es gordo de caminar difícil, papada desbordante, los ojos pícaros comidos por la grasa, la camisa una bandera de quién sabe. En su plato de plástico blanco hay una montaña de huevos revueltos, tres salchichas, parva de panceta, papas en rodajas; al costado, café, en su vaso de plástico blanco. El señor Goofy peleó en Vietnam y ahora pelea en América: en la derrota viven sus triunfos. Alguien tiene que hacer este país grande de nuevo, quizá piense —o quizá nunca piense esas cosas—.

Para comer, comerse.

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Los tres están vestidos de oficinistas chinos: sus chaquetas baratas oscuras, sus corbatas caídas para decir que es tiempo libre, sus sonrisas forzadas, su pelo negro y lacio, las cervezas: muchas botellas vacías de cerveza. Los tres están sentados como si en cuclillas alrededor de una mesa demasiado baja. Pekín, un mediodía: sobre la mesa hay uno de esos raros artefactos de metal, especie de samovar con agua hirviendo en el que cada quien mete un trozo de carne para que se la cueza y después la retira, la moja en una salsa, se la come. Aquí la llaman marmita mongola porque de alguna forma hay que llamarla, y la comen en un lugar chiquito los tres oficinistas, otras veinte personas o, mejor dicho, hombres. Yo había entrado, mirado alrededor, todo repleto. Entonces los tres oficinistas me dicen where you from y yo les digo que aryentina; enton- ces ellos me dicen Maladona y yo les digo Maradona, me muestran con la mano que me siente y yo me siento, me ofrecen un plato y dos palitos, unos trozos de carne. Comemos, me sonríen, me dicen Maladona, les sonrío, les digo Maradona; cambiamos gestos, tonos, intensidad, decimos Maladona Maradona durante toda la comida: una sola palabra nos alcanza. A veces tanto es despilfarro.

Comer con otros no es comerse.

Es el principio de septiembre de ese año raro, 2001. En la vieja escuela ocupada por anarquistas en un suburbio de Turín hay un patio con unas pocas lamparitas y en ese patio una larga mesa de tablones. Son veinte, poco más o menos, los que comen: ninguno parece haber cumplido treinta años, las mujeres son leve mayoría. Ahora comen pasta con una salsa con tomate, pero alguien ha dicho que después viene un guiso de pescado. Lo llaman la convivialità, y es el momento en que todos se charlan, se ríen, se cuentan sus historias, se las callan. Yo como con ellos, estos días: estoy viviendo con ellos para escribir un libro. Después de varias cenas, una tarde le digo a Luca, uno de ellos, uno de los más viejos, que quiero colaborar en su elaboración y él me dice que claro, por supuesto. Entonces le pregunto cómo hago y él me dice como quieras. ¿Puedo traer comida del mercado? Claro, cómo no. ¿Y a quién le pregunto qué tengo que traer? No, no preguntes, traé lo que quieras. A mí eso me parece muy confuso e intento otra técnica: ¿pero puedo por ejemplo anotarme en una lista para decir que todos los miércoles cocino o todos los viernes lavo los platos, digamos, por ejemplo? Luca se ríe: no, acá no hacemos esas listas; si te anotás y no lo hacés, ¿qué poder te lo va a recriminar? Sí, pero disculpame: yo entiendo que sean anarcos, todo eso, pero igual se necesita un poco de organización, ¿no? ¿Para qué? No sé, para que las cosas funcionen. ¿O sea que a vos te parece necesario que haya un poder para que las cosas funcionen?, me dice, socarrón. Yo lo miro callado; entonces Luca se ríe y me hunde la pregunta: ¿vos acá ya llevás unos días, no? Sí, le digo: él ya sabía. ¿Y alguna vez te quedaste sin comer? No, no le digo.

Él ya sabía.

Las comidas, sobre todo, sirven para aprender.

Pero a menudo almuerzo en casa, solo, recordando.

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