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Los Díaz Covarrubias fueron una distinguida familia liberal del siglo XIX. Los tres hijos varones fueron impulsados por la madre para estudiar disciplinas de prestigio, en las que más tarde destacaron. Saga familiar es la biografía colectiva de esta destacada familia, pero también es una historia del desarrollo científico, cultural y diplomático que, al margen de la avalancha de fusiles, metrallas y violencia, se asentó en México.
El 11 de septiembre de 1874, el presidente Lerdo de Tejada convocó con premura al oficial mayor de Fomento. Inquirió “si se podrían reunir los instrumentos astronómicos que fuesen indispensables y si creía que sería posible llegar al Asia o a la Oceanía con la anticipación suficiente para establecer un observatorio”. Esto es, antes del 8 de diciembre siguiente. Ese día sería el evento — inamovible conjunción de cuerpos celestes— que tan altas expectativas despertaba en el “mundo civilizado”: el tránsito de Venus sobre la faz del Sol. Lerdo ponderaba la conveniencia de que México participase en el magno acontecimiento que atraía la atención de científicos, periodistas, diplomáticos y gobernantes.
La primera pregunta fue respondida por Díaz Covarrubias con un categórico sí. A los instrumentos del gobierno sumaría los de su uso particular. La inminencia de la fecha — poco menos de tres meses— le generaba “mil temores”, advirtió al presidente. Habría una solución, parcial, con base en sus investigaciones: la méthode mexicaine, el método mexicano, como lo bautizó, orgulloso. Explicó al mandatario que la determinación de la latitud y longitud geográficas del punto exacto donde se situase el o los observatorios podría completarse, sin perjuicio, después del fenómeno.
Estaban en el límite. Considerando unos 55 días de viaje sería posible arribar con mínima antelación para los más urgentes trabajos preliminares. De no mediar, claro, sucesos extraordinarios. Era la temporada de “tormentas equinocciales”: huracanes, en su jerga de geógrafo. Planteó que el itinerario fuese de Veracruz a La Habana y Nueva York. De ahí a San Francisco, mediante los recientemente construidos trenes transcontinentales. Desde el puerto californiano salían vapores regulares a Asia, que tardarían en llegar entre tres y cuatro semanas.
"El ilustrado jefe de la nación dio un giro práctico y decisivo”. Decidió contribuir “a la realización de una idea productora de honra para la patria y de utilidad universal”. Designó a Díaz Covarrubias presidente de la Comisión Astronómica Mexicana. Ordenó que se le entregase la considerable suma de 30 mil pesos y cartas de presentación para el príncipe Kung, regente de China. A pesar de que México no tenía relaciones con ese imperio ni con otras naciones asiáticas. Le dio libertad para decidir el lugar de observación. Lo más indicado, técnicamente, sería alguna de las islas más septentrionales o más meridionales en el Pacífico, le hizo notar Francisco.
Durante los días siguientes Lerdo aprobó el equipo: Francisco Jiménez, segundo astrónomo; Manuel Fernández Leal, ingeniero topógrafo y calculador; y Agustín Barroso, ingeniero, calculador y fotógrafo. Por instrucción del presidente, de quien era cercano, fue agregado Francisco Bulnes, como calculador y cronista. Ingeniero de 27 años, carecía de experiencia astronómica, pero Lerdo le tenía afecto, sabía de él como un competente maestro de matemáticas. Deseaba, posiblemente, tener un recuento cultural de primera mano. O estimaba prudente que Díaz Covarrubias se supiese discretamente vigilado.
Metódico, con la calma y velocidad requeridas en las urgencias, Francisco reunió equipos suficientes para dos observatorios. De la Escuela de Ingenieros, antiguo Colegio de Minería; de la Secretaría de Fomento; de la Escuela Militar y de su propiedad: telescopios cenitales, termómetros, cronómetros, higrómetros, sextantes, altazimutes… Confió a la minuciosidad de Francisco Jiménez su embalaje y transporte. Disponían de sólo una semana antes de partir. La tarea era delicada. Por el peso, la distancia y lo sensible del instrumental. La experiencia que Jiménez adquirió en el trazado de la frontera norte le permitió hacerlo con rapidez y eficacia.
La UA, Unidad Astronómica, Elusivo Enigma Sideral
La observación de Venus en conjunción con el Sol atraía la atención de la prensa y parlamentos en las grandes capitales. Los astrónomos creían que revelaría la unidad astronómica o distancia absoluta entre la Tierra y el Sol, “medida en leguas, kilómetros o cualquier otra unidad”. Con este dato comprenderían la dimensión y operación del sistema solar. Desde 1872, en la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, se discutía la conveniencia de participar. Los dos franciscos, Díaz Covarrubias y Jiménez, habían sido promotores de tal empresa. Los debates llegaron al Congreso y a la prensa: convergían ciencia, política interior y exterior.
La interrogante remontaba a la aparición de De revolutionibus orbium coelestium, de Nicolás Copérnico (1473-1543), que cambió la concepción entonces aceptada del mundo como centro del universo. El astrónomo inglés Edmond Halley (1656-1742) presentó a inicios del siglo XVIII a la Royal Society de Londres un complejo y costoso método empírico de observación. Requería de múltiples misiones, estrechamente coordinadas. Pretendía confirmar y completar la tercera ley de Kepler (1571-1630) que calculó las distancias relativas entre los planetas. Era preciso determinar las absolutas. Las consideraban clave para comprender nuestro universo inmediato.5
El paso de Venus sobre el disco del Sol es visible desde la Tierra, “con un patrón peculiar”, pares separados, con intervalos de ocho años. Para que vuelva a serlo, es necesario que transcurra más de un siglo. Los astrónomos de la segunda mitad del siglo XIX se sentían afortunados: podrían examinarlo dos veces. En 1874, en Oriente y en 1882, en Occidente. Avanzaban tras las huellas de sus predecesores, los primeros que lo intentaron, siguiendo la propuesta de Halley. En 1761 y 1769, con 200 estaciones, calcularon que la ua medía 153 millones de kilómetros. Ahora se sabe que esta cifra es sólo 2% mayor al calculado por los científicos actuales: 149 597 870.7 kilómetros, dato obtenido con telemetría y radar.6 Sin embargo, los sabios decimonónicos se sentían inseguros de aquellos resultados. Anhelaban mejorar lo logrado en el siglo XVIII. Debían acertar, ya que las siguientes ocasiones serían en tiempos distantísimos, 2004 y 2012.
Avanzado el siglo XIX, se hizo más claro que la cooperación internacional era imprescindible para resolver la cuestión. No bastaba el esfuerzo de un país o de un grupo aislado de astrónomos. Se necesitaban cálculos obtenidos con métodos homogéneos. Era necesario que tantas misiones como fuese posible realizasen observaciones en puntos lo más lejanos entre sí, para después comparar sus cálculos. Ésa era la clave. “La relación entre las diferencias de tiempo y las posiciones exactas de los lugares de observación permitiría conocer la paralaje solar, definida como el ángulo bajo el que un observador hipotético en el centro del Sol vería el semidiámetro (radio) de la Tierra”. Mediante “cálculos trigonométricos simples”, resultaría posible, indica el astrónomo mexicano contemporáneo Marco Moreno Corral, determinar la separación existente entre ambos astros.
Te recomendamos leer el adelanto del libro Y dejé de llamarte papá de Caroline Darian, la hija de Gisèle Pelicot.
La zona en donde el fenómeno iba a ser visible en su totalidad era, para diciembre de 1874, África oriental, Oceanía y, en Asia, una ancha franja diagonal que iba del sudoeste del continente, en la península arábiga, Yemen, hasta la de Kamtchatka, en el extremo noreste siberiano. Además, en zonas de los océanos Índico y Pacífico, incluyendo el archipiélago japonés. El mundo iniciaba una época de “relativa estabilidad y acelerada transformación económica y social” que duraría unas cinco décadas. Las potencias competían y colaboraban, en una de las primeras manifestaciones de “gran autoconciencia de habitar el mismo tiempo y el mismo mundo interconectados”. Las naciones con una reputación científica, o que deseaban tenerla, ofrecieron su concurso. Los científicos se coordinaban.
Cuando los mexicanos se aprestaban a partir, las expediciones de Alemania, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Rusia y, en menor medida, del recientemente unificado reino de Italia llegaban o estaban ya en sus puestos, varias por país de origen, dependiendo de sus capacidades. Se dispersaron en Egipto, Hawái, Nueva zelanda, Pekín, Saigón, Nagasaki, Nueva Caledonia, Siberia, Isla Desolación en Tierra del Fuego… Las misiones eran caras y peligrosas. Su éxito incierto por conflictos regionales o a causa del clima. Tormentas, guerras o nubosidades podrían hacer fracasar los esfuerzos, incluso en el último minuto.
México, "Nuevo aliado en el ejército de la civilización"
Lerdo de Tejada tomó una decisión audaz. El país se presentaría “por la primera vez ante la ciencia con la actitud que le corresponde como pueblo culto”. Irrumpía en el gran acontecimiento, sin aviso previo, unilateralmente, con astrónomos prácticos, hechos desde la práctica cartográfica. En lo diplomático, Díaz Covarrubias debía caminar un sendero angosto. El país superaba, poco a poco, el ostracismo internacional. Don Sebastián mantenía la doctrina Juárez de 1867, que él mismo promovió en su época de canciller.
Ésta no reconoció los compromisos financieros adquiridos por el Segundo Imperio. Postuló que se abstendría de tomar la iniciativa para obtener el reconocimiento de las potencias, que lo otorgaba, desde los albores de la Independencia, a cambio de concesiones excesivas. Siempre que las condiciones fuesen “justas y convenientes”, México estaba dispuesto a celebrar nuevos tratados. No pretendía abstraerse, quedar encerrado en sí mismo, sino, con mayor simetría, retomar y diversificar las relaciones. La doctrina Juárez reconocía la igualdad ante la ley de mexicanos y extranjeros residentes.
Juárez y Lerdo establecieron los principios jurídicos que habrían de orientar la política exterior de México a partir del triunfo final de la República. Su doctrina estaba imbuida del espíritu de salvaguarda del país frente a las acechanzas externas “para garantizar la identidad de la nación, preservarla, defenderla”. En 1874, México iniciaba la normalización de sus vínculos con potencias extracontinentales. Ese año salieron a Berlín y Madrid los primeros representantes diplomáticos mexicanos en Europa después de la intervención. Con Inglaterra, en términos de Bulnes, México seguía “una política de reserva y abstención absolutas”.
Las relaciones con Francia seguían suspendidas. Tampoco las había con la Iglesia de Roma. Lerdo estimaba de “incalculable importancia” que México — sin poder, periférico— ocupase un lugar entre los países cultos. De la expedición devendría prestigio para el país. Debió parecerle una manera digna y oportuna de acercarse a lo no evitable: el mundo exterior. El país no podía quedarse al margen del concierto internacional, cuando, con la modernidad, se imponía “una verdad positiva, universal y homogénea”, de la cual, además, su gobierno era creyente.

Jerarquías de razas y naciones
En el último tercio del siglo xix, la revolución de los transportes y las comunicaciones (vapor, ferrocarriles, telégrafo) empequeñecía el orbe. La conclusión en 1869 del canal de Suez acortó la ruta entre Europa y Asia. Las metrópolis asumieron un “orden” mundial de inspiración darwinista: la prevalencia del más fuerte. Asumieron una jerarquía de los pueblos: civilizados, semibárbaros y salvajes. La civilización era, en esta acepción, el punto al que habían llegado las naciones cultas, vanguardia del progreso. Con esta vara, todo se medía. El presente se consideraba “la mejor de todas las épocas posibles”.
De su auto asumida superioridad racial y cultural, Occidente derivaba el derecho y deber moral de conducir a los otros pueblos hacia el progreso, puesto que ya estaba “revelado el curso esencial del futuro”. Sin embozo, aparecían discursos justificantes de las apropiaciones ultramarinas: “El colono hace historia; su vida es una epopeya, una odisea. Esta tierra la hicimos nosotros. Si nos vamos, todo está perdido…”.
Las naciones-imperio, rivales entre ellas, irían legitimando, edulcorando, su dominación. La redención de las almas, contrapartida de las dominaciones ibéricas desde los siglos XVI y XVII, había sido superada por la Ilustración. Al disputarse zonas de influencia en África, Asia y Oceanía, las potencias asumían racionalmente su expansión. Por analogía biológica, era un derecho “natural”. Éste, tendencialmente violento, no necesitaba, de inicio, justificación alguna.21 Se fue elaborando, sin embargo, un discurso de orgullo colonial. Al terminar el siglo, Rudyard Kipling, en La carga del hombre blanco: Estados Unidos y las islas Filipinas, proclamó:
Llevad la carga del Hombre Blanco.
Enviad adelante a los mejores de entre vosotros.
Vamos, atad a vuestros hijos al exilio
Para servir a las necesidades de vuestros cautivos;
Para servir, con equipo de combate,
A naciones tumultuosas y salvajes.
Vuestros recién conquistados y descontentos pueblos,
Mitad demonios y mitad niños.
La Tercera República Francesa desarrolló una ideología de soporte a la expansión pluricontinental. Desde la derrota y exilio de Napoleón III, era un imperio sin emperador que enarbolaba los principios de la Revolución de 1789. La mission civilisatrice sustituyó la “latinidad” de Napoleón III.23 Una variante sería la teoría alemana del Estado-potencia. Preconizaba la necesidad de la fuerza y la expansión para lograr seguridad en medio de la anarquía internacional. Colindante con Rusia, Francia y Austria, veía el centro de Europa como el núcleo del poder mundial; llegó tarde al reparto colonial. Leopoldo II de Bélgica no justificó nada cuando, empresario colonial, se apoderó del gigantesco Congo centroafricano, desbordante de riquezas, mutilados y cadáveres.
En suma, en aquel mundo amenazante, México tenía que ser “culto”. Forma pacífica, por preventiva, de defender la soberanía. Ése era el sentido profundo de la expedición astronómica de 1874: incorporarse a la civilización para no ser colonia o protectorado. La Comisión podía cooperar con sus contrapartes, los astrónomos, sin violentar la doctrina Juárez de política exterior. Lerdo comprendió que requería tender puentes hacia otras naciones con prudencia y elegancia. El aislamiento le parecía dañoso. Dificultaba el comercio, la inmigración, las inversiones, el crédito. Dejaba a México sin balances, dependiente sólo de su vecino del norte. Desde la óptica interna, la ciencia prestigiaba a los sabios y legitimaba la dominación de las élites. La decisión de enviar la misión astronómica estuvo, por consecuencia, implícitamente, vinculada al proyecto lerdista de reelección. Tuvo, como tantas acciones públicas, un doble componente de política, internacional y nacional.
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El aguijón de la prensa
No resultó extraño que los periódicos reaccionasen con rudeza. El Ahuizote, semanario fundado por Vicente Riva Palacio en febrero de 1874, fue vituperante. Criticaron la expedición El Padre Cobos, La Chispa Eléctrica, El Radical y El Monitor Republicano. No bastaban, para contrarrestarlos, El Diario Oficial y La Revista Universal, órganos “lerdo-gobiernistas”.25 Las caricaturas de José María Villasana, antilerdista visceral, eran diatribas ilustradas. El 18 de septiembre, día de su salida de México, El Ahuizote despidió a los astrónomos con un cartón infamante. La Comisión se eleva en un globo aerostático, con un gran letrero: 30 mil pesos. El Sol, voyeur, con un viejo telescopio, sonríe, salaz, al ver a Venus, planeta meretriz. Los despide Lerdo, hinchado de tanto beber y comer; sus ojos, desorbitados, lujuriosos. Lo acompaña el gabinete. A su derecha, Balcárcel, cerdo exultante, levanta trompa y pezuñas. Frivolidad, derroche, obsolescencia, lubricidad, gula. Cenagosa animalidad del adversario.
Otra caricatura — insulto dibujado— miente sin recato. Para pagar la misión astronómica, “el Sr. Lerdo y sus ministros hacen ayunar a las viudas y pensionistas”. Una más muestra un burro que carga “lo que llevan”: un catalejo fechado en 1823; el busto de Lerdo y una gran bolsa de dinero. Al lado, “los encargos que deben traer”: mujeres de vida airada. Los cartones eran convocatorias a las bajas pasiones de los sectores iletrados: carcajadas tabernarias. Explotaban otro prejuicio: el del irredimible atraso; la congénita incapacidad nacional. Advenedizos y pretenciosos, los improvisados astrónomos mexicanos sólo podrían cosechar mofas entre los civilizados.
Los dibujos injuriosos, preparaban, en el ánimo público, a dos años, otra revolución: la de Tuxtepec, que triunfaría. En una imaginaria reunión de gabinete, en tono de sainete, el periódico reproduce supuestos diálogos para ministrar a la comisión no 30, sino 45 mil pesos. José Díaz Covarrubias dice pícaramente a Lerdo: “Mi hermano hará muy útiles observaciones y yo ofrezco que puedo dar 11 mil pesos por cuenta del Ministerio de Justicia”. Pocas veces en la historia mexicana ha habido un trato más injusto hacia un proyecto (su costo equivalía al salario anual de cinco ministros) que ameritaba discusión pública, no cieno.
Los corrosivos ataques afectarían la imagen histórica de Lerdo de Tejada. Preparaban su caída. Éste afirmaba: “La prensa se cura con la prensa”. El competente y culto jurista, orgulloso como era, apenas contestaba los insultos. Se sentía por encima de quienes los proferían. Liberal a ultranza, no afectó la libertad de expresión. Lo intentaría, sin éxito, al final de su mandato. Tocó a la expedición astronómica el triste papel de cabeza de turco en las disputas políticas. Avanzaba al galope la sucesión presidencial de 1876. La exaltación periodística, arena privilegiada de las luchas partidarias, evidenciaba las roturas del bando liberal, acentuadas por su monopolio político.
Los cartones deshonraban a Francisco, quien desde hacía más de dos décadas gozaba de gran prestigio científico. Eran agujas hirientes para el republicano intransigente que se negó a cooperar con el Segundo Imperio. Díaz Covarrubias comprendía los ataques de los ignorantes. Lo lastimaban más los de quienes sabían que los avances humanos dependían de la ciencia, pero que, carentes de escrúpulos, la usaban como arma política. No mencionó a Vicente Riva Palacio en su largo prólogo del informe que redactó. No era necesario.
A él y a José les tocó sufrir otra faceta del notable polígrafo. La de su periodismo militante, nítrico, parapetado en el humor y en las libertades públicas. Lo que Francisco púdicamente calificaba de “injusta censura al presidente”. Sobraban méritos a Riva Palacio: espada y pluma. Nada le agregaba el gracejo hiriente. En 1874 era ya dramaturgo y novelista. Sería historiador, poeta, cuentista, promotor y redactor parcial de México a través de los siglos, visión liberal de la historia nacional. Claroscuros humanos; indomeñables pasiones mexicanas: peleas con linotipos o fusiles. Después de décadas de uso y abuso, la violencia verbal y física devenía rasgo cultural.
Los dos hermanos Díaz Covarrubias y su cuñado Gabino Barreda, juaristas y lerdistas, no podían tomar como chanzas las arremetidas de El Ahuizote. Eran, pura y simplemente, amenazas. La publicación no les daba cuartel. Al erosionar a Lerdo, preparaba el ascenso del general Díaz. Riva Palacio decía combatir a una administración “crapulosa y funesta”. Era evidente el desbordamiento político y emotivo. La sección Tonteras despidió a Francisco, sin referir su nombre, el mismo día de su partida:
Cuando vaya pasando por el Sol
esa Venus con su arrebol,
recuerda a México que ¡oh!
quién sabe qué le pase con la reelección.
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Este adelanto del libro Saga familiar, de Carlos Almada, se publica con autorización de Random House.
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Los Díaz Covarrubias fueron una distinguida familia liberal del siglo XIX. Los tres hijos varones fueron impulsados por la madre para estudiar disciplinas de prestigio, en las que más tarde destacaron. Saga familiar es la biografía colectiva de esta destacada familia, pero también es una historia del desarrollo científico, cultural y diplomático que, al margen de la avalancha de fusiles, metrallas y violencia, se asentó en México.
El 11 de septiembre de 1874, el presidente Lerdo de Tejada convocó con premura al oficial mayor de Fomento. Inquirió “si se podrían reunir los instrumentos astronómicos que fuesen indispensables y si creía que sería posible llegar al Asia o a la Oceanía con la anticipación suficiente para establecer un observatorio”. Esto es, antes del 8 de diciembre siguiente. Ese día sería el evento — inamovible conjunción de cuerpos celestes— que tan altas expectativas despertaba en el “mundo civilizado”: el tránsito de Venus sobre la faz del Sol. Lerdo ponderaba la conveniencia de que México participase en el magno acontecimiento que atraía la atención de científicos, periodistas, diplomáticos y gobernantes.
La primera pregunta fue respondida por Díaz Covarrubias con un categórico sí. A los instrumentos del gobierno sumaría los de su uso particular. La inminencia de la fecha — poco menos de tres meses— le generaba “mil temores”, advirtió al presidente. Habría una solución, parcial, con base en sus investigaciones: la méthode mexicaine, el método mexicano, como lo bautizó, orgulloso. Explicó al mandatario que la determinación de la latitud y longitud geográficas del punto exacto donde se situase el o los observatorios podría completarse, sin perjuicio, después del fenómeno.
Estaban en el límite. Considerando unos 55 días de viaje sería posible arribar con mínima antelación para los más urgentes trabajos preliminares. De no mediar, claro, sucesos extraordinarios. Era la temporada de “tormentas equinocciales”: huracanes, en su jerga de geógrafo. Planteó que el itinerario fuese de Veracruz a La Habana y Nueva York. De ahí a San Francisco, mediante los recientemente construidos trenes transcontinentales. Desde el puerto californiano salían vapores regulares a Asia, que tardarían en llegar entre tres y cuatro semanas.
"El ilustrado jefe de la nación dio un giro práctico y decisivo”. Decidió contribuir “a la realización de una idea productora de honra para la patria y de utilidad universal”. Designó a Díaz Covarrubias presidente de la Comisión Astronómica Mexicana. Ordenó que se le entregase la considerable suma de 30 mil pesos y cartas de presentación para el príncipe Kung, regente de China. A pesar de que México no tenía relaciones con ese imperio ni con otras naciones asiáticas. Le dio libertad para decidir el lugar de observación. Lo más indicado, técnicamente, sería alguna de las islas más septentrionales o más meridionales en el Pacífico, le hizo notar Francisco.
Durante los días siguientes Lerdo aprobó el equipo: Francisco Jiménez, segundo astrónomo; Manuel Fernández Leal, ingeniero topógrafo y calculador; y Agustín Barroso, ingeniero, calculador y fotógrafo. Por instrucción del presidente, de quien era cercano, fue agregado Francisco Bulnes, como calculador y cronista. Ingeniero de 27 años, carecía de experiencia astronómica, pero Lerdo le tenía afecto, sabía de él como un competente maestro de matemáticas. Deseaba, posiblemente, tener un recuento cultural de primera mano. O estimaba prudente que Díaz Covarrubias se supiese discretamente vigilado.
Metódico, con la calma y velocidad requeridas en las urgencias, Francisco reunió equipos suficientes para dos observatorios. De la Escuela de Ingenieros, antiguo Colegio de Minería; de la Secretaría de Fomento; de la Escuela Militar y de su propiedad: telescopios cenitales, termómetros, cronómetros, higrómetros, sextantes, altazimutes… Confió a la minuciosidad de Francisco Jiménez su embalaje y transporte. Disponían de sólo una semana antes de partir. La tarea era delicada. Por el peso, la distancia y lo sensible del instrumental. La experiencia que Jiménez adquirió en el trazado de la frontera norte le permitió hacerlo con rapidez y eficacia.
La UA, Unidad Astronómica, Elusivo Enigma Sideral
La observación de Venus en conjunción con el Sol atraía la atención de la prensa y parlamentos en las grandes capitales. Los astrónomos creían que revelaría la unidad astronómica o distancia absoluta entre la Tierra y el Sol, “medida en leguas, kilómetros o cualquier otra unidad”. Con este dato comprenderían la dimensión y operación del sistema solar. Desde 1872, en la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, se discutía la conveniencia de participar. Los dos franciscos, Díaz Covarrubias y Jiménez, habían sido promotores de tal empresa. Los debates llegaron al Congreso y a la prensa: convergían ciencia, política interior y exterior.
La interrogante remontaba a la aparición de De revolutionibus orbium coelestium, de Nicolás Copérnico (1473-1543), que cambió la concepción entonces aceptada del mundo como centro del universo. El astrónomo inglés Edmond Halley (1656-1742) presentó a inicios del siglo XVIII a la Royal Society de Londres un complejo y costoso método empírico de observación. Requería de múltiples misiones, estrechamente coordinadas. Pretendía confirmar y completar la tercera ley de Kepler (1571-1630) que calculó las distancias relativas entre los planetas. Era preciso determinar las absolutas. Las consideraban clave para comprender nuestro universo inmediato.5
El paso de Venus sobre el disco del Sol es visible desde la Tierra, “con un patrón peculiar”, pares separados, con intervalos de ocho años. Para que vuelva a serlo, es necesario que transcurra más de un siglo. Los astrónomos de la segunda mitad del siglo XIX se sentían afortunados: podrían examinarlo dos veces. En 1874, en Oriente y en 1882, en Occidente. Avanzaban tras las huellas de sus predecesores, los primeros que lo intentaron, siguiendo la propuesta de Halley. En 1761 y 1769, con 200 estaciones, calcularon que la ua medía 153 millones de kilómetros. Ahora se sabe que esta cifra es sólo 2% mayor al calculado por los científicos actuales: 149 597 870.7 kilómetros, dato obtenido con telemetría y radar.6 Sin embargo, los sabios decimonónicos se sentían inseguros de aquellos resultados. Anhelaban mejorar lo logrado en el siglo XVIII. Debían acertar, ya que las siguientes ocasiones serían en tiempos distantísimos, 2004 y 2012.
Avanzado el siglo XIX, se hizo más claro que la cooperación internacional era imprescindible para resolver la cuestión. No bastaba el esfuerzo de un país o de un grupo aislado de astrónomos. Se necesitaban cálculos obtenidos con métodos homogéneos. Era necesario que tantas misiones como fuese posible realizasen observaciones en puntos lo más lejanos entre sí, para después comparar sus cálculos. Ésa era la clave. “La relación entre las diferencias de tiempo y las posiciones exactas de los lugares de observación permitiría conocer la paralaje solar, definida como el ángulo bajo el que un observador hipotético en el centro del Sol vería el semidiámetro (radio) de la Tierra”. Mediante “cálculos trigonométricos simples”, resultaría posible, indica el astrónomo mexicano contemporáneo Marco Moreno Corral, determinar la separación existente entre ambos astros.
Te recomendamos leer el adelanto del libro Y dejé de llamarte papá de Caroline Darian, la hija de Gisèle Pelicot.
La zona en donde el fenómeno iba a ser visible en su totalidad era, para diciembre de 1874, África oriental, Oceanía y, en Asia, una ancha franja diagonal que iba del sudoeste del continente, en la península arábiga, Yemen, hasta la de Kamtchatka, en el extremo noreste siberiano. Además, en zonas de los océanos Índico y Pacífico, incluyendo el archipiélago japonés. El mundo iniciaba una época de “relativa estabilidad y acelerada transformación económica y social” que duraría unas cinco décadas. Las potencias competían y colaboraban, en una de las primeras manifestaciones de “gran autoconciencia de habitar el mismo tiempo y el mismo mundo interconectados”. Las naciones con una reputación científica, o que deseaban tenerla, ofrecieron su concurso. Los científicos se coordinaban.
Cuando los mexicanos se aprestaban a partir, las expediciones de Alemania, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Rusia y, en menor medida, del recientemente unificado reino de Italia llegaban o estaban ya en sus puestos, varias por país de origen, dependiendo de sus capacidades. Se dispersaron en Egipto, Hawái, Nueva zelanda, Pekín, Saigón, Nagasaki, Nueva Caledonia, Siberia, Isla Desolación en Tierra del Fuego… Las misiones eran caras y peligrosas. Su éxito incierto por conflictos regionales o a causa del clima. Tormentas, guerras o nubosidades podrían hacer fracasar los esfuerzos, incluso en el último minuto.
México, "Nuevo aliado en el ejército de la civilización"
Lerdo de Tejada tomó una decisión audaz. El país se presentaría “por la primera vez ante la ciencia con la actitud que le corresponde como pueblo culto”. Irrumpía en el gran acontecimiento, sin aviso previo, unilateralmente, con astrónomos prácticos, hechos desde la práctica cartográfica. En lo diplomático, Díaz Covarrubias debía caminar un sendero angosto. El país superaba, poco a poco, el ostracismo internacional. Don Sebastián mantenía la doctrina Juárez de 1867, que él mismo promovió en su época de canciller.
Ésta no reconoció los compromisos financieros adquiridos por el Segundo Imperio. Postuló que se abstendría de tomar la iniciativa para obtener el reconocimiento de las potencias, que lo otorgaba, desde los albores de la Independencia, a cambio de concesiones excesivas. Siempre que las condiciones fuesen “justas y convenientes”, México estaba dispuesto a celebrar nuevos tratados. No pretendía abstraerse, quedar encerrado en sí mismo, sino, con mayor simetría, retomar y diversificar las relaciones. La doctrina Juárez reconocía la igualdad ante la ley de mexicanos y extranjeros residentes.
Juárez y Lerdo establecieron los principios jurídicos que habrían de orientar la política exterior de México a partir del triunfo final de la República. Su doctrina estaba imbuida del espíritu de salvaguarda del país frente a las acechanzas externas “para garantizar la identidad de la nación, preservarla, defenderla”. En 1874, México iniciaba la normalización de sus vínculos con potencias extracontinentales. Ese año salieron a Berlín y Madrid los primeros representantes diplomáticos mexicanos en Europa después de la intervención. Con Inglaterra, en términos de Bulnes, México seguía “una política de reserva y abstención absolutas”.
Las relaciones con Francia seguían suspendidas. Tampoco las había con la Iglesia de Roma. Lerdo estimaba de “incalculable importancia” que México — sin poder, periférico— ocupase un lugar entre los países cultos. De la expedición devendría prestigio para el país. Debió parecerle una manera digna y oportuna de acercarse a lo no evitable: el mundo exterior. El país no podía quedarse al margen del concierto internacional, cuando, con la modernidad, se imponía “una verdad positiva, universal y homogénea”, de la cual, además, su gobierno era creyente.

Jerarquías de razas y naciones
En el último tercio del siglo xix, la revolución de los transportes y las comunicaciones (vapor, ferrocarriles, telégrafo) empequeñecía el orbe. La conclusión en 1869 del canal de Suez acortó la ruta entre Europa y Asia. Las metrópolis asumieron un “orden” mundial de inspiración darwinista: la prevalencia del más fuerte. Asumieron una jerarquía de los pueblos: civilizados, semibárbaros y salvajes. La civilización era, en esta acepción, el punto al que habían llegado las naciones cultas, vanguardia del progreso. Con esta vara, todo se medía. El presente se consideraba “la mejor de todas las épocas posibles”.
De su auto asumida superioridad racial y cultural, Occidente derivaba el derecho y deber moral de conducir a los otros pueblos hacia el progreso, puesto que ya estaba “revelado el curso esencial del futuro”. Sin embozo, aparecían discursos justificantes de las apropiaciones ultramarinas: “El colono hace historia; su vida es una epopeya, una odisea. Esta tierra la hicimos nosotros. Si nos vamos, todo está perdido…”.
Las naciones-imperio, rivales entre ellas, irían legitimando, edulcorando, su dominación. La redención de las almas, contrapartida de las dominaciones ibéricas desde los siglos XVI y XVII, había sido superada por la Ilustración. Al disputarse zonas de influencia en África, Asia y Oceanía, las potencias asumían racionalmente su expansión. Por analogía biológica, era un derecho “natural”. Éste, tendencialmente violento, no necesitaba, de inicio, justificación alguna.21 Se fue elaborando, sin embargo, un discurso de orgullo colonial. Al terminar el siglo, Rudyard Kipling, en La carga del hombre blanco: Estados Unidos y las islas Filipinas, proclamó:
Llevad la carga del Hombre Blanco.
Enviad adelante a los mejores de entre vosotros.
Vamos, atad a vuestros hijos al exilio
Para servir a las necesidades de vuestros cautivos;
Para servir, con equipo de combate,
A naciones tumultuosas y salvajes.
Vuestros recién conquistados y descontentos pueblos,
Mitad demonios y mitad niños.
La Tercera República Francesa desarrolló una ideología de soporte a la expansión pluricontinental. Desde la derrota y exilio de Napoleón III, era un imperio sin emperador que enarbolaba los principios de la Revolución de 1789. La mission civilisatrice sustituyó la “latinidad” de Napoleón III.23 Una variante sería la teoría alemana del Estado-potencia. Preconizaba la necesidad de la fuerza y la expansión para lograr seguridad en medio de la anarquía internacional. Colindante con Rusia, Francia y Austria, veía el centro de Europa como el núcleo del poder mundial; llegó tarde al reparto colonial. Leopoldo II de Bélgica no justificó nada cuando, empresario colonial, se apoderó del gigantesco Congo centroafricano, desbordante de riquezas, mutilados y cadáveres.
En suma, en aquel mundo amenazante, México tenía que ser “culto”. Forma pacífica, por preventiva, de defender la soberanía. Ése era el sentido profundo de la expedición astronómica de 1874: incorporarse a la civilización para no ser colonia o protectorado. La Comisión podía cooperar con sus contrapartes, los astrónomos, sin violentar la doctrina Juárez de política exterior. Lerdo comprendió que requería tender puentes hacia otras naciones con prudencia y elegancia. El aislamiento le parecía dañoso. Dificultaba el comercio, la inmigración, las inversiones, el crédito. Dejaba a México sin balances, dependiente sólo de su vecino del norte. Desde la óptica interna, la ciencia prestigiaba a los sabios y legitimaba la dominación de las élites. La decisión de enviar la misión astronómica estuvo, por consecuencia, implícitamente, vinculada al proyecto lerdista de reelección. Tuvo, como tantas acciones públicas, un doble componente de política, internacional y nacional.
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El aguijón de la prensa
No resultó extraño que los periódicos reaccionasen con rudeza. El Ahuizote, semanario fundado por Vicente Riva Palacio en febrero de 1874, fue vituperante. Criticaron la expedición El Padre Cobos, La Chispa Eléctrica, El Radical y El Monitor Republicano. No bastaban, para contrarrestarlos, El Diario Oficial y La Revista Universal, órganos “lerdo-gobiernistas”.25 Las caricaturas de José María Villasana, antilerdista visceral, eran diatribas ilustradas. El 18 de septiembre, día de su salida de México, El Ahuizote despidió a los astrónomos con un cartón infamante. La Comisión se eleva en un globo aerostático, con un gran letrero: 30 mil pesos. El Sol, voyeur, con un viejo telescopio, sonríe, salaz, al ver a Venus, planeta meretriz. Los despide Lerdo, hinchado de tanto beber y comer; sus ojos, desorbitados, lujuriosos. Lo acompaña el gabinete. A su derecha, Balcárcel, cerdo exultante, levanta trompa y pezuñas. Frivolidad, derroche, obsolescencia, lubricidad, gula. Cenagosa animalidad del adversario.
Otra caricatura — insulto dibujado— miente sin recato. Para pagar la misión astronómica, “el Sr. Lerdo y sus ministros hacen ayunar a las viudas y pensionistas”. Una más muestra un burro que carga “lo que llevan”: un catalejo fechado en 1823; el busto de Lerdo y una gran bolsa de dinero. Al lado, “los encargos que deben traer”: mujeres de vida airada. Los cartones eran convocatorias a las bajas pasiones de los sectores iletrados: carcajadas tabernarias. Explotaban otro prejuicio: el del irredimible atraso; la congénita incapacidad nacional. Advenedizos y pretenciosos, los improvisados astrónomos mexicanos sólo podrían cosechar mofas entre los civilizados.
Los dibujos injuriosos, preparaban, en el ánimo público, a dos años, otra revolución: la de Tuxtepec, que triunfaría. En una imaginaria reunión de gabinete, en tono de sainete, el periódico reproduce supuestos diálogos para ministrar a la comisión no 30, sino 45 mil pesos. José Díaz Covarrubias dice pícaramente a Lerdo: “Mi hermano hará muy útiles observaciones y yo ofrezco que puedo dar 11 mil pesos por cuenta del Ministerio de Justicia”. Pocas veces en la historia mexicana ha habido un trato más injusto hacia un proyecto (su costo equivalía al salario anual de cinco ministros) que ameritaba discusión pública, no cieno.
Los corrosivos ataques afectarían la imagen histórica de Lerdo de Tejada. Preparaban su caída. Éste afirmaba: “La prensa se cura con la prensa”. El competente y culto jurista, orgulloso como era, apenas contestaba los insultos. Se sentía por encima de quienes los proferían. Liberal a ultranza, no afectó la libertad de expresión. Lo intentaría, sin éxito, al final de su mandato. Tocó a la expedición astronómica el triste papel de cabeza de turco en las disputas políticas. Avanzaba al galope la sucesión presidencial de 1876. La exaltación periodística, arena privilegiada de las luchas partidarias, evidenciaba las roturas del bando liberal, acentuadas por su monopolio político.
Los cartones deshonraban a Francisco, quien desde hacía más de dos décadas gozaba de gran prestigio científico. Eran agujas hirientes para el republicano intransigente que se negó a cooperar con el Segundo Imperio. Díaz Covarrubias comprendía los ataques de los ignorantes. Lo lastimaban más los de quienes sabían que los avances humanos dependían de la ciencia, pero que, carentes de escrúpulos, la usaban como arma política. No mencionó a Vicente Riva Palacio en su largo prólogo del informe que redactó. No era necesario.
A él y a José les tocó sufrir otra faceta del notable polígrafo. La de su periodismo militante, nítrico, parapetado en el humor y en las libertades públicas. Lo que Francisco púdicamente calificaba de “injusta censura al presidente”. Sobraban méritos a Riva Palacio: espada y pluma. Nada le agregaba el gracejo hiriente. En 1874 era ya dramaturgo y novelista. Sería historiador, poeta, cuentista, promotor y redactor parcial de México a través de los siglos, visión liberal de la historia nacional. Claroscuros humanos; indomeñables pasiones mexicanas: peleas con linotipos o fusiles. Después de décadas de uso y abuso, la violencia verbal y física devenía rasgo cultural.
Los dos hermanos Díaz Covarrubias y su cuñado Gabino Barreda, juaristas y lerdistas, no podían tomar como chanzas las arremetidas de El Ahuizote. Eran, pura y simplemente, amenazas. La publicación no les daba cuartel. Al erosionar a Lerdo, preparaba el ascenso del general Díaz. Riva Palacio decía combatir a una administración “crapulosa y funesta”. Era evidente el desbordamiento político y emotivo. La sección Tonteras despidió a Francisco, sin referir su nombre, el mismo día de su partida:
Cuando vaya pasando por el Sol
esa Venus con su arrebol,
recuerda a México que ¡oh!
quién sabe qué le pase con la reelección.
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Este adelanto del libro Saga familiar, de Carlos Almada, se publica con autorización de Random House.
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Los Díaz Covarrubias fueron una distinguida familia liberal del siglo XIX. Los tres hijos varones fueron impulsados por la madre para estudiar disciplinas de prestigio, en las que más tarde destacaron. Saga familiar es la biografía colectiva de esta destacada familia, pero también es una historia del desarrollo científico, cultural y diplomático que, al margen de la avalancha de fusiles, metrallas y violencia, se asentó en México.
El 11 de septiembre de 1874, el presidente Lerdo de Tejada convocó con premura al oficial mayor de Fomento. Inquirió “si se podrían reunir los instrumentos astronómicos que fuesen indispensables y si creía que sería posible llegar al Asia o a la Oceanía con la anticipación suficiente para establecer un observatorio”. Esto es, antes del 8 de diciembre siguiente. Ese día sería el evento — inamovible conjunción de cuerpos celestes— que tan altas expectativas despertaba en el “mundo civilizado”: el tránsito de Venus sobre la faz del Sol. Lerdo ponderaba la conveniencia de que México participase en el magno acontecimiento que atraía la atención de científicos, periodistas, diplomáticos y gobernantes.
La primera pregunta fue respondida por Díaz Covarrubias con un categórico sí. A los instrumentos del gobierno sumaría los de su uso particular. La inminencia de la fecha — poco menos de tres meses— le generaba “mil temores”, advirtió al presidente. Habría una solución, parcial, con base en sus investigaciones: la méthode mexicaine, el método mexicano, como lo bautizó, orgulloso. Explicó al mandatario que la determinación de la latitud y longitud geográficas del punto exacto donde se situase el o los observatorios podría completarse, sin perjuicio, después del fenómeno.
Estaban en el límite. Considerando unos 55 días de viaje sería posible arribar con mínima antelación para los más urgentes trabajos preliminares. De no mediar, claro, sucesos extraordinarios. Era la temporada de “tormentas equinocciales”: huracanes, en su jerga de geógrafo. Planteó que el itinerario fuese de Veracruz a La Habana y Nueva York. De ahí a San Francisco, mediante los recientemente construidos trenes transcontinentales. Desde el puerto californiano salían vapores regulares a Asia, que tardarían en llegar entre tres y cuatro semanas.
"El ilustrado jefe de la nación dio un giro práctico y decisivo”. Decidió contribuir “a la realización de una idea productora de honra para la patria y de utilidad universal”. Designó a Díaz Covarrubias presidente de la Comisión Astronómica Mexicana. Ordenó que se le entregase la considerable suma de 30 mil pesos y cartas de presentación para el príncipe Kung, regente de China. A pesar de que México no tenía relaciones con ese imperio ni con otras naciones asiáticas. Le dio libertad para decidir el lugar de observación. Lo más indicado, técnicamente, sería alguna de las islas más septentrionales o más meridionales en el Pacífico, le hizo notar Francisco.
Durante los días siguientes Lerdo aprobó el equipo: Francisco Jiménez, segundo astrónomo; Manuel Fernández Leal, ingeniero topógrafo y calculador; y Agustín Barroso, ingeniero, calculador y fotógrafo. Por instrucción del presidente, de quien era cercano, fue agregado Francisco Bulnes, como calculador y cronista. Ingeniero de 27 años, carecía de experiencia astronómica, pero Lerdo le tenía afecto, sabía de él como un competente maestro de matemáticas. Deseaba, posiblemente, tener un recuento cultural de primera mano. O estimaba prudente que Díaz Covarrubias se supiese discretamente vigilado.
Metódico, con la calma y velocidad requeridas en las urgencias, Francisco reunió equipos suficientes para dos observatorios. De la Escuela de Ingenieros, antiguo Colegio de Minería; de la Secretaría de Fomento; de la Escuela Militar y de su propiedad: telescopios cenitales, termómetros, cronómetros, higrómetros, sextantes, altazimutes… Confió a la minuciosidad de Francisco Jiménez su embalaje y transporte. Disponían de sólo una semana antes de partir. La tarea era delicada. Por el peso, la distancia y lo sensible del instrumental. La experiencia que Jiménez adquirió en el trazado de la frontera norte le permitió hacerlo con rapidez y eficacia.
La UA, Unidad Astronómica, Elusivo Enigma Sideral
La observación de Venus en conjunción con el Sol atraía la atención de la prensa y parlamentos en las grandes capitales. Los astrónomos creían que revelaría la unidad astronómica o distancia absoluta entre la Tierra y el Sol, “medida en leguas, kilómetros o cualquier otra unidad”. Con este dato comprenderían la dimensión y operación del sistema solar. Desde 1872, en la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, se discutía la conveniencia de participar. Los dos franciscos, Díaz Covarrubias y Jiménez, habían sido promotores de tal empresa. Los debates llegaron al Congreso y a la prensa: convergían ciencia, política interior y exterior.
La interrogante remontaba a la aparición de De revolutionibus orbium coelestium, de Nicolás Copérnico (1473-1543), que cambió la concepción entonces aceptada del mundo como centro del universo. El astrónomo inglés Edmond Halley (1656-1742) presentó a inicios del siglo XVIII a la Royal Society de Londres un complejo y costoso método empírico de observación. Requería de múltiples misiones, estrechamente coordinadas. Pretendía confirmar y completar la tercera ley de Kepler (1571-1630) que calculó las distancias relativas entre los planetas. Era preciso determinar las absolutas. Las consideraban clave para comprender nuestro universo inmediato.5
El paso de Venus sobre el disco del Sol es visible desde la Tierra, “con un patrón peculiar”, pares separados, con intervalos de ocho años. Para que vuelva a serlo, es necesario que transcurra más de un siglo. Los astrónomos de la segunda mitad del siglo XIX se sentían afortunados: podrían examinarlo dos veces. En 1874, en Oriente y en 1882, en Occidente. Avanzaban tras las huellas de sus predecesores, los primeros que lo intentaron, siguiendo la propuesta de Halley. En 1761 y 1769, con 200 estaciones, calcularon que la ua medía 153 millones de kilómetros. Ahora se sabe que esta cifra es sólo 2% mayor al calculado por los científicos actuales: 149 597 870.7 kilómetros, dato obtenido con telemetría y radar.6 Sin embargo, los sabios decimonónicos se sentían inseguros de aquellos resultados. Anhelaban mejorar lo logrado en el siglo XVIII. Debían acertar, ya que las siguientes ocasiones serían en tiempos distantísimos, 2004 y 2012.
Avanzado el siglo XIX, se hizo más claro que la cooperación internacional era imprescindible para resolver la cuestión. No bastaba el esfuerzo de un país o de un grupo aislado de astrónomos. Se necesitaban cálculos obtenidos con métodos homogéneos. Era necesario que tantas misiones como fuese posible realizasen observaciones en puntos lo más lejanos entre sí, para después comparar sus cálculos. Ésa era la clave. “La relación entre las diferencias de tiempo y las posiciones exactas de los lugares de observación permitiría conocer la paralaje solar, definida como el ángulo bajo el que un observador hipotético en el centro del Sol vería el semidiámetro (radio) de la Tierra”. Mediante “cálculos trigonométricos simples”, resultaría posible, indica el astrónomo mexicano contemporáneo Marco Moreno Corral, determinar la separación existente entre ambos astros.
Te recomendamos leer el adelanto del libro Y dejé de llamarte papá de Caroline Darian, la hija de Gisèle Pelicot.
La zona en donde el fenómeno iba a ser visible en su totalidad era, para diciembre de 1874, África oriental, Oceanía y, en Asia, una ancha franja diagonal que iba del sudoeste del continente, en la península arábiga, Yemen, hasta la de Kamtchatka, en el extremo noreste siberiano. Además, en zonas de los océanos Índico y Pacífico, incluyendo el archipiélago japonés. El mundo iniciaba una época de “relativa estabilidad y acelerada transformación económica y social” que duraría unas cinco décadas. Las potencias competían y colaboraban, en una de las primeras manifestaciones de “gran autoconciencia de habitar el mismo tiempo y el mismo mundo interconectados”. Las naciones con una reputación científica, o que deseaban tenerla, ofrecieron su concurso. Los científicos se coordinaban.
Cuando los mexicanos se aprestaban a partir, las expediciones de Alemania, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Rusia y, en menor medida, del recientemente unificado reino de Italia llegaban o estaban ya en sus puestos, varias por país de origen, dependiendo de sus capacidades. Se dispersaron en Egipto, Hawái, Nueva zelanda, Pekín, Saigón, Nagasaki, Nueva Caledonia, Siberia, Isla Desolación en Tierra del Fuego… Las misiones eran caras y peligrosas. Su éxito incierto por conflictos regionales o a causa del clima. Tormentas, guerras o nubosidades podrían hacer fracasar los esfuerzos, incluso en el último minuto.
México, "Nuevo aliado en el ejército de la civilización"
Lerdo de Tejada tomó una decisión audaz. El país se presentaría “por la primera vez ante la ciencia con la actitud que le corresponde como pueblo culto”. Irrumpía en el gran acontecimiento, sin aviso previo, unilateralmente, con astrónomos prácticos, hechos desde la práctica cartográfica. En lo diplomático, Díaz Covarrubias debía caminar un sendero angosto. El país superaba, poco a poco, el ostracismo internacional. Don Sebastián mantenía la doctrina Juárez de 1867, que él mismo promovió en su época de canciller.
Ésta no reconoció los compromisos financieros adquiridos por el Segundo Imperio. Postuló que se abstendría de tomar la iniciativa para obtener el reconocimiento de las potencias, que lo otorgaba, desde los albores de la Independencia, a cambio de concesiones excesivas. Siempre que las condiciones fuesen “justas y convenientes”, México estaba dispuesto a celebrar nuevos tratados. No pretendía abstraerse, quedar encerrado en sí mismo, sino, con mayor simetría, retomar y diversificar las relaciones. La doctrina Juárez reconocía la igualdad ante la ley de mexicanos y extranjeros residentes.
Juárez y Lerdo establecieron los principios jurídicos que habrían de orientar la política exterior de México a partir del triunfo final de la República. Su doctrina estaba imbuida del espíritu de salvaguarda del país frente a las acechanzas externas “para garantizar la identidad de la nación, preservarla, defenderla”. En 1874, México iniciaba la normalización de sus vínculos con potencias extracontinentales. Ese año salieron a Berlín y Madrid los primeros representantes diplomáticos mexicanos en Europa después de la intervención. Con Inglaterra, en términos de Bulnes, México seguía “una política de reserva y abstención absolutas”.
Las relaciones con Francia seguían suspendidas. Tampoco las había con la Iglesia de Roma. Lerdo estimaba de “incalculable importancia” que México — sin poder, periférico— ocupase un lugar entre los países cultos. De la expedición devendría prestigio para el país. Debió parecerle una manera digna y oportuna de acercarse a lo no evitable: el mundo exterior. El país no podía quedarse al margen del concierto internacional, cuando, con la modernidad, se imponía “una verdad positiva, universal y homogénea”, de la cual, además, su gobierno era creyente.

Jerarquías de razas y naciones
En el último tercio del siglo xix, la revolución de los transportes y las comunicaciones (vapor, ferrocarriles, telégrafo) empequeñecía el orbe. La conclusión en 1869 del canal de Suez acortó la ruta entre Europa y Asia. Las metrópolis asumieron un “orden” mundial de inspiración darwinista: la prevalencia del más fuerte. Asumieron una jerarquía de los pueblos: civilizados, semibárbaros y salvajes. La civilización era, en esta acepción, el punto al que habían llegado las naciones cultas, vanguardia del progreso. Con esta vara, todo se medía. El presente se consideraba “la mejor de todas las épocas posibles”.
De su auto asumida superioridad racial y cultural, Occidente derivaba el derecho y deber moral de conducir a los otros pueblos hacia el progreso, puesto que ya estaba “revelado el curso esencial del futuro”. Sin embozo, aparecían discursos justificantes de las apropiaciones ultramarinas: “El colono hace historia; su vida es una epopeya, una odisea. Esta tierra la hicimos nosotros. Si nos vamos, todo está perdido…”.
Las naciones-imperio, rivales entre ellas, irían legitimando, edulcorando, su dominación. La redención de las almas, contrapartida de las dominaciones ibéricas desde los siglos XVI y XVII, había sido superada por la Ilustración. Al disputarse zonas de influencia en África, Asia y Oceanía, las potencias asumían racionalmente su expansión. Por analogía biológica, era un derecho “natural”. Éste, tendencialmente violento, no necesitaba, de inicio, justificación alguna.21 Se fue elaborando, sin embargo, un discurso de orgullo colonial. Al terminar el siglo, Rudyard Kipling, en La carga del hombre blanco: Estados Unidos y las islas Filipinas, proclamó:
Llevad la carga del Hombre Blanco.
Enviad adelante a los mejores de entre vosotros.
Vamos, atad a vuestros hijos al exilio
Para servir a las necesidades de vuestros cautivos;
Para servir, con equipo de combate,
A naciones tumultuosas y salvajes.
Vuestros recién conquistados y descontentos pueblos,
Mitad demonios y mitad niños.
La Tercera República Francesa desarrolló una ideología de soporte a la expansión pluricontinental. Desde la derrota y exilio de Napoleón III, era un imperio sin emperador que enarbolaba los principios de la Revolución de 1789. La mission civilisatrice sustituyó la “latinidad” de Napoleón III.23 Una variante sería la teoría alemana del Estado-potencia. Preconizaba la necesidad de la fuerza y la expansión para lograr seguridad en medio de la anarquía internacional. Colindante con Rusia, Francia y Austria, veía el centro de Europa como el núcleo del poder mundial; llegó tarde al reparto colonial. Leopoldo II de Bélgica no justificó nada cuando, empresario colonial, se apoderó del gigantesco Congo centroafricano, desbordante de riquezas, mutilados y cadáveres.
En suma, en aquel mundo amenazante, México tenía que ser “culto”. Forma pacífica, por preventiva, de defender la soberanía. Ése era el sentido profundo de la expedición astronómica de 1874: incorporarse a la civilización para no ser colonia o protectorado. La Comisión podía cooperar con sus contrapartes, los astrónomos, sin violentar la doctrina Juárez de política exterior. Lerdo comprendió que requería tender puentes hacia otras naciones con prudencia y elegancia. El aislamiento le parecía dañoso. Dificultaba el comercio, la inmigración, las inversiones, el crédito. Dejaba a México sin balances, dependiente sólo de su vecino del norte. Desde la óptica interna, la ciencia prestigiaba a los sabios y legitimaba la dominación de las élites. La decisión de enviar la misión astronómica estuvo, por consecuencia, implícitamente, vinculada al proyecto lerdista de reelección. Tuvo, como tantas acciones públicas, un doble componente de política, internacional y nacional.
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El aguijón de la prensa
No resultó extraño que los periódicos reaccionasen con rudeza. El Ahuizote, semanario fundado por Vicente Riva Palacio en febrero de 1874, fue vituperante. Criticaron la expedición El Padre Cobos, La Chispa Eléctrica, El Radical y El Monitor Republicano. No bastaban, para contrarrestarlos, El Diario Oficial y La Revista Universal, órganos “lerdo-gobiernistas”.25 Las caricaturas de José María Villasana, antilerdista visceral, eran diatribas ilustradas. El 18 de septiembre, día de su salida de México, El Ahuizote despidió a los astrónomos con un cartón infamante. La Comisión se eleva en un globo aerostático, con un gran letrero: 30 mil pesos. El Sol, voyeur, con un viejo telescopio, sonríe, salaz, al ver a Venus, planeta meretriz. Los despide Lerdo, hinchado de tanto beber y comer; sus ojos, desorbitados, lujuriosos. Lo acompaña el gabinete. A su derecha, Balcárcel, cerdo exultante, levanta trompa y pezuñas. Frivolidad, derroche, obsolescencia, lubricidad, gula. Cenagosa animalidad del adversario.
Otra caricatura — insulto dibujado— miente sin recato. Para pagar la misión astronómica, “el Sr. Lerdo y sus ministros hacen ayunar a las viudas y pensionistas”. Una más muestra un burro que carga “lo que llevan”: un catalejo fechado en 1823; el busto de Lerdo y una gran bolsa de dinero. Al lado, “los encargos que deben traer”: mujeres de vida airada. Los cartones eran convocatorias a las bajas pasiones de los sectores iletrados: carcajadas tabernarias. Explotaban otro prejuicio: el del irredimible atraso; la congénita incapacidad nacional. Advenedizos y pretenciosos, los improvisados astrónomos mexicanos sólo podrían cosechar mofas entre los civilizados.
Los dibujos injuriosos, preparaban, en el ánimo público, a dos años, otra revolución: la de Tuxtepec, que triunfaría. En una imaginaria reunión de gabinete, en tono de sainete, el periódico reproduce supuestos diálogos para ministrar a la comisión no 30, sino 45 mil pesos. José Díaz Covarrubias dice pícaramente a Lerdo: “Mi hermano hará muy útiles observaciones y yo ofrezco que puedo dar 11 mil pesos por cuenta del Ministerio de Justicia”. Pocas veces en la historia mexicana ha habido un trato más injusto hacia un proyecto (su costo equivalía al salario anual de cinco ministros) que ameritaba discusión pública, no cieno.
Los corrosivos ataques afectarían la imagen histórica de Lerdo de Tejada. Preparaban su caída. Éste afirmaba: “La prensa se cura con la prensa”. El competente y culto jurista, orgulloso como era, apenas contestaba los insultos. Se sentía por encima de quienes los proferían. Liberal a ultranza, no afectó la libertad de expresión. Lo intentaría, sin éxito, al final de su mandato. Tocó a la expedición astronómica el triste papel de cabeza de turco en las disputas políticas. Avanzaba al galope la sucesión presidencial de 1876. La exaltación periodística, arena privilegiada de las luchas partidarias, evidenciaba las roturas del bando liberal, acentuadas por su monopolio político.
Los cartones deshonraban a Francisco, quien desde hacía más de dos décadas gozaba de gran prestigio científico. Eran agujas hirientes para el republicano intransigente que se negó a cooperar con el Segundo Imperio. Díaz Covarrubias comprendía los ataques de los ignorantes. Lo lastimaban más los de quienes sabían que los avances humanos dependían de la ciencia, pero que, carentes de escrúpulos, la usaban como arma política. No mencionó a Vicente Riva Palacio en su largo prólogo del informe que redactó. No era necesario.
A él y a José les tocó sufrir otra faceta del notable polígrafo. La de su periodismo militante, nítrico, parapetado en el humor y en las libertades públicas. Lo que Francisco púdicamente calificaba de “injusta censura al presidente”. Sobraban méritos a Riva Palacio: espada y pluma. Nada le agregaba el gracejo hiriente. En 1874 era ya dramaturgo y novelista. Sería historiador, poeta, cuentista, promotor y redactor parcial de México a través de los siglos, visión liberal de la historia nacional. Claroscuros humanos; indomeñables pasiones mexicanas: peleas con linotipos o fusiles. Después de décadas de uso y abuso, la violencia verbal y física devenía rasgo cultural.
Los dos hermanos Díaz Covarrubias y su cuñado Gabino Barreda, juaristas y lerdistas, no podían tomar como chanzas las arremetidas de El Ahuizote. Eran, pura y simplemente, amenazas. La publicación no les daba cuartel. Al erosionar a Lerdo, preparaba el ascenso del general Díaz. Riva Palacio decía combatir a una administración “crapulosa y funesta”. Era evidente el desbordamiento político y emotivo. La sección Tonteras despidió a Francisco, sin referir su nombre, el mismo día de su partida:
Cuando vaya pasando por el Sol
esa Venus con su arrebol,
recuerda a México que ¡oh!
quién sabe qué le pase con la reelección.
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Este adelanto del libro Saga familiar, de Carlos Almada, se publica con autorización de Random House.
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Los Díaz Covarrubias fueron una distinguida familia liberal del siglo XIX. Los tres hijos varones fueron impulsados por la madre para estudiar disciplinas de prestigio, en las que más tarde destacaron. Saga familiar es la biografía colectiva de esta destacada familia, pero también es una historia del desarrollo científico, cultural y diplomático que, al margen de la avalancha de fusiles, metrallas y violencia, se asentó en México.
El 11 de septiembre de 1874, el presidente Lerdo de Tejada convocó con premura al oficial mayor de Fomento. Inquirió “si se podrían reunir los instrumentos astronómicos que fuesen indispensables y si creía que sería posible llegar al Asia o a la Oceanía con la anticipación suficiente para establecer un observatorio”. Esto es, antes del 8 de diciembre siguiente. Ese día sería el evento — inamovible conjunción de cuerpos celestes— que tan altas expectativas despertaba en el “mundo civilizado”: el tránsito de Venus sobre la faz del Sol. Lerdo ponderaba la conveniencia de que México participase en el magno acontecimiento que atraía la atención de científicos, periodistas, diplomáticos y gobernantes.
La primera pregunta fue respondida por Díaz Covarrubias con un categórico sí. A los instrumentos del gobierno sumaría los de su uso particular. La inminencia de la fecha — poco menos de tres meses— le generaba “mil temores”, advirtió al presidente. Habría una solución, parcial, con base en sus investigaciones: la méthode mexicaine, el método mexicano, como lo bautizó, orgulloso. Explicó al mandatario que la determinación de la latitud y longitud geográficas del punto exacto donde se situase el o los observatorios podría completarse, sin perjuicio, después del fenómeno.
Estaban en el límite. Considerando unos 55 días de viaje sería posible arribar con mínima antelación para los más urgentes trabajos preliminares. De no mediar, claro, sucesos extraordinarios. Era la temporada de “tormentas equinocciales”: huracanes, en su jerga de geógrafo. Planteó que el itinerario fuese de Veracruz a La Habana y Nueva York. De ahí a San Francisco, mediante los recientemente construidos trenes transcontinentales. Desde el puerto californiano salían vapores regulares a Asia, que tardarían en llegar entre tres y cuatro semanas.
"El ilustrado jefe de la nación dio un giro práctico y decisivo”. Decidió contribuir “a la realización de una idea productora de honra para la patria y de utilidad universal”. Designó a Díaz Covarrubias presidente de la Comisión Astronómica Mexicana. Ordenó que se le entregase la considerable suma de 30 mil pesos y cartas de presentación para el príncipe Kung, regente de China. A pesar de que México no tenía relaciones con ese imperio ni con otras naciones asiáticas. Le dio libertad para decidir el lugar de observación. Lo más indicado, técnicamente, sería alguna de las islas más septentrionales o más meridionales en el Pacífico, le hizo notar Francisco.
Durante los días siguientes Lerdo aprobó el equipo: Francisco Jiménez, segundo astrónomo; Manuel Fernández Leal, ingeniero topógrafo y calculador; y Agustín Barroso, ingeniero, calculador y fotógrafo. Por instrucción del presidente, de quien era cercano, fue agregado Francisco Bulnes, como calculador y cronista. Ingeniero de 27 años, carecía de experiencia astronómica, pero Lerdo le tenía afecto, sabía de él como un competente maestro de matemáticas. Deseaba, posiblemente, tener un recuento cultural de primera mano. O estimaba prudente que Díaz Covarrubias se supiese discretamente vigilado.
Metódico, con la calma y velocidad requeridas en las urgencias, Francisco reunió equipos suficientes para dos observatorios. De la Escuela de Ingenieros, antiguo Colegio de Minería; de la Secretaría de Fomento; de la Escuela Militar y de su propiedad: telescopios cenitales, termómetros, cronómetros, higrómetros, sextantes, altazimutes… Confió a la minuciosidad de Francisco Jiménez su embalaje y transporte. Disponían de sólo una semana antes de partir. La tarea era delicada. Por el peso, la distancia y lo sensible del instrumental. La experiencia que Jiménez adquirió en el trazado de la frontera norte le permitió hacerlo con rapidez y eficacia.
La UA, Unidad Astronómica, Elusivo Enigma Sideral
La observación de Venus en conjunción con el Sol atraía la atención de la prensa y parlamentos en las grandes capitales. Los astrónomos creían que revelaría la unidad astronómica o distancia absoluta entre la Tierra y el Sol, “medida en leguas, kilómetros o cualquier otra unidad”. Con este dato comprenderían la dimensión y operación del sistema solar. Desde 1872, en la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, se discutía la conveniencia de participar. Los dos franciscos, Díaz Covarrubias y Jiménez, habían sido promotores de tal empresa. Los debates llegaron al Congreso y a la prensa: convergían ciencia, política interior y exterior.
La interrogante remontaba a la aparición de De revolutionibus orbium coelestium, de Nicolás Copérnico (1473-1543), que cambió la concepción entonces aceptada del mundo como centro del universo. El astrónomo inglés Edmond Halley (1656-1742) presentó a inicios del siglo XVIII a la Royal Society de Londres un complejo y costoso método empírico de observación. Requería de múltiples misiones, estrechamente coordinadas. Pretendía confirmar y completar la tercera ley de Kepler (1571-1630) que calculó las distancias relativas entre los planetas. Era preciso determinar las absolutas. Las consideraban clave para comprender nuestro universo inmediato.5
El paso de Venus sobre el disco del Sol es visible desde la Tierra, “con un patrón peculiar”, pares separados, con intervalos de ocho años. Para que vuelva a serlo, es necesario que transcurra más de un siglo. Los astrónomos de la segunda mitad del siglo XIX se sentían afortunados: podrían examinarlo dos veces. En 1874, en Oriente y en 1882, en Occidente. Avanzaban tras las huellas de sus predecesores, los primeros que lo intentaron, siguiendo la propuesta de Halley. En 1761 y 1769, con 200 estaciones, calcularon que la ua medía 153 millones de kilómetros. Ahora se sabe que esta cifra es sólo 2% mayor al calculado por los científicos actuales: 149 597 870.7 kilómetros, dato obtenido con telemetría y radar.6 Sin embargo, los sabios decimonónicos se sentían inseguros de aquellos resultados. Anhelaban mejorar lo logrado en el siglo XVIII. Debían acertar, ya que las siguientes ocasiones serían en tiempos distantísimos, 2004 y 2012.
Avanzado el siglo XIX, se hizo más claro que la cooperación internacional era imprescindible para resolver la cuestión. No bastaba el esfuerzo de un país o de un grupo aislado de astrónomos. Se necesitaban cálculos obtenidos con métodos homogéneos. Era necesario que tantas misiones como fuese posible realizasen observaciones en puntos lo más lejanos entre sí, para después comparar sus cálculos. Ésa era la clave. “La relación entre las diferencias de tiempo y las posiciones exactas de los lugares de observación permitiría conocer la paralaje solar, definida como el ángulo bajo el que un observador hipotético en el centro del Sol vería el semidiámetro (radio) de la Tierra”. Mediante “cálculos trigonométricos simples”, resultaría posible, indica el astrónomo mexicano contemporáneo Marco Moreno Corral, determinar la separación existente entre ambos astros.
Te recomendamos leer el adelanto del libro Y dejé de llamarte papá de Caroline Darian, la hija de Gisèle Pelicot.
La zona en donde el fenómeno iba a ser visible en su totalidad era, para diciembre de 1874, África oriental, Oceanía y, en Asia, una ancha franja diagonal que iba del sudoeste del continente, en la península arábiga, Yemen, hasta la de Kamtchatka, en el extremo noreste siberiano. Además, en zonas de los océanos Índico y Pacífico, incluyendo el archipiélago japonés. El mundo iniciaba una época de “relativa estabilidad y acelerada transformación económica y social” que duraría unas cinco décadas. Las potencias competían y colaboraban, en una de las primeras manifestaciones de “gran autoconciencia de habitar el mismo tiempo y el mismo mundo interconectados”. Las naciones con una reputación científica, o que deseaban tenerla, ofrecieron su concurso. Los científicos se coordinaban.
Cuando los mexicanos se aprestaban a partir, las expediciones de Alemania, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Rusia y, en menor medida, del recientemente unificado reino de Italia llegaban o estaban ya en sus puestos, varias por país de origen, dependiendo de sus capacidades. Se dispersaron en Egipto, Hawái, Nueva zelanda, Pekín, Saigón, Nagasaki, Nueva Caledonia, Siberia, Isla Desolación en Tierra del Fuego… Las misiones eran caras y peligrosas. Su éxito incierto por conflictos regionales o a causa del clima. Tormentas, guerras o nubosidades podrían hacer fracasar los esfuerzos, incluso en el último minuto.
México, "Nuevo aliado en el ejército de la civilización"
Lerdo de Tejada tomó una decisión audaz. El país se presentaría “por la primera vez ante la ciencia con la actitud que le corresponde como pueblo culto”. Irrumpía en el gran acontecimiento, sin aviso previo, unilateralmente, con astrónomos prácticos, hechos desde la práctica cartográfica. En lo diplomático, Díaz Covarrubias debía caminar un sendero angosto. El país superaba, poco a poco, el ostracismo internacional. Don Sebastián mantenía la doctrina Juárez de 1867, que él mismo promovió en su época de canciller.
Ésta no reconoció los compromisos financieros adquiridos por el Segundo Imperio. Postuló que se abstendría de tomar la iniciativa para obtener el reconocimiento de las potencias, que lo otorgaba, desde los albores de la Independencia, a cambio de concesiones excesivas. Siempre que las condiciones fuesen “justas y convenientes”, México estaba dispuesto a celebrar nuevos tratados. No pretendía abstraerse, quedar encerrado en sí mismo, sino, con mayor simetría, retomar y diversificar las relaciones. La doctrina Juárez reconocía la igualdad ante la ley de mexicanos y extranjeros residentes.
Juárez y Lerdo establecieron los principios jurídicos que habrían de orientar la política exterior de México a partir del triunfo final de la República. Su doctrina estaba imbuida del espíritu de salvaguarda del país frente a las acechanzas externas “para garantizar la identidad de la nación, preservarla, defenderla”. En 1874, México iniciaba la normalización de sus vínculos con potencias extracontinentales. Ese año salieron a Berlín y Madrid los primeros representantes diplomáticos mexicanos en Europa después de la intervención. Con Inglaterra, en términos de Bulnes, México seguía “una política de reserva y abstención absolutas”.
Las relaciones con Francia seguían suspendidas. Tampoco las había con la Iglesia de Roma. Lerdo estimaba de “incalculable importancia” que México — sin poder, periférico— ocupase un lugar entre los países cultos. De la expedición devendría prestigio para el país. Debió parecerle una manera digna y oportuna de acercarse a lo no evitable: el mundo exterior. El país no podía quedarse al margen del concierto internacional, cuando, con la modernidad, se imponía “una verdad positiva, universal y homogénea”, de la cual, además, su gobierno era creyente.

Jerarquías de razas y naciones
En el último tercio del siglo xix, la revolución de los transportes y las comunicaciones (vapor, ferrocarriles, telégrafo) empequeñecía el orbe. La conclusión en 1869 del canal de Suez acortó la ruta entre Europa y Asia. Las metrópolis asumieron un “orden” mundial de inspiración darwinista: la prevalencia del más fuerte. Asumieron una jerarquía de los pueblos: civilizados, semibárbaros y salvajes. La civilización era, en esta acepción, el punto al que habían llegado las naciones cultas, vanguardia del progreso. Con esta vara, todo se medía. El presente se consideraba “la mejor de todas las épocas posibles”.
De su auto asumida superioridad racial y cultural, Occidente derivaba el derecho y deber moral de conducir a los otros pueblos hacia el progreso, puesto que ya estaba “revelado el curso esencial del futuro”. Sin embozo, aparecían discursos justificantes de las apropiaciones ultramarinas: “El colono hace historia; su vida es una epopeya, una odisea. Esta tierra la hicimos nosotros. Si nos vamos, todo está perdido…”.
Las naciones-imperio, rivales entre ellas, irían legitimando, edulcorando, su dominación. La redención de las almas, contrapartida de las dominaciones ibéricas desde los siglos XVI y XVII, había sido superada por la Ilustración. Al disputarse zonas de influencia en África, Asia y Oceanía, las potencias asumían racionalmente su expansión. Por analogía biológica, era un derecho “natural”. Éste, tendencialmente violento, no necesitaba, de inicio, justificación alguna.21 Se fue elaborando, sin embargo, un discurso de orgullo colonial. Al terminar el siglo, Rudyard Kipling, en La carga del hombre blanco: Estados Unidos y las islas Filipinas, proclamó:
Llevad la carga del Hombre Blanco.
Enviad adelante a los mejores de entre vosotros.
Vamos, atad a vuestros hijos al exilio
Para servir a las necesidades de vuestros cautivos;
Para servir, con equipo de combate,
A naciones tumultuosas y salvajes.
Vuestros recién conquistados y descontentos pueblos,
Mitad demonios y mitad niños.
La Tercera República Francesa desarrolló una ideología de soporte a la expansión pluricontinental. Desde la derrota y exilio de Napoleón III, era un imperio sin emperador que enarbolaba los principios de la Revolución de 1789. La mission civilisatrice sustituyó la “latinidad” de Napoleón III.23 Una variante sería la teoría alemana del Estado-potencia. Preconizaba la necesidad de la fuerza y la expansión para lograr seguridad en medio de la anarquía internacional. Colindante con Rusia, Francia y Austria, veía el centro de Europa como el núcleo del poder mundial; llegó tarde al reparto colonial. Leopoldo II de Bélgica no justificó nada cuando, empresario colonial, se apoderó del gigantesco Congo centroafricano, desbordante de riquezas, mutilados y cadáveres.
En suma, en aquel mundo amenazante, México tenía que ser “culto”. Forma pacífica, por preventiva, de defender la soberanía. Ése era el sentido profundo de la expedición astronómica de 1874: incorporarse a la civilización para no ser colonia o protectorado. La Comisión podía cooperar con sus contrapartes, los astrónomos, sin violentar la doctrina Juárez de política exterior. Lerdo comprendió que requería tender puentes hacia otras naciones con prudencia y elegancia. El aislamiento le parecía dañoso. Dificultaba el comercio, la inmigración, las inversiones, el crédito. Dejaba a México sin balances, dependiente sólo de su vecino del norte. Desde la óptica interna, la ciencia prestigiaba a los sabios y legitimaba la dominación de las élites. La decisión de enviar la misión astronómica estuvo, por consecuencia, implícitamente, vinculada al proyecto lerdista de reelección. Tuvo, como tantas acciones públicas, un doble componente de política, internacional y nacional.
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El aguijón de la prensa
No resultó extraño que los periódicos reaccionasen con rudeza. El Ahuizote, semanario fundado por Vicente Riva Palacio en febrero de 1874, fue vituperante. Criticaron la expedición El Padre Cobos, La Chispa Eléctrica, El Radical y El Monitor Republicano. No bastaban, para contrarrestarlos, El Diario Oficial y La Revista Universal, órganos “lerdo-gobiernistas”.25 Las caricaturas de José María Villasana, antilerdista visceral, eran diatribas ilustradas. El 18 de septiembre, día de su salida de México, El Ahuizote despidió a los astrónomos con un cartón infamante. La Comisión se eleva en un globo aerostático, con un gran letrero: 30 mil pesos. El Sol, voyeur, con un viejo telescopio, sonríe, salaz, al ver a Venus, planeta meretriz. Los despide Lerdo, hinchado de tanto beber y comer; sus ojos, desorbitados, lujuriosos. Lo acompaña el gabinete. A su derecha, Balcárcel, cerdo exultante, levanta trompa y pezuñas. Frivolidad, derroche, obsolescencia, lubricidad, gula. Cenagosa animalidad del adversario.
Otra caricatura — insulto dibujado— miente sin recato. Para pagar la misión astronómica, “el Sr. Lerdo y sus ministros hacen ayunar a las viudas y pensionistas”. Una más muestra un burro que carga “lo que llevan”: un catalejo fechado en 1823; el busto de Lerdo y una gran bolsa de dinero. Al lado, “los encargos que deben traer”: mujeres de vida airada. Los cartones eran convocatorias a las bajas pasiones de los sectores iletrados: carcajadas tabernarias. Explotaban otro prejuicio: el del irredimible atraso; la congénita incapacidad nacional. Advenedizos y pretenciosos, los improvisados astrónomos mexicanos sólo podrían cosechar mofas entre los civilizados.
Los dibujos injuriosos, preparaban, en el ánimo público, a dos años, otra revolución: la de Tuxtepec, que triunfaría. En una imaginaria reunión de gabinete, en tono de sainete, el periódico reproduce supuestos diálogos para ministrar a la comisión no 30, sino 45 mil pesos. José Díaz Covarrubias dice pícaramente a Lerdo: “Mi hermano hará muy útiles observaciones y yo ofrezco que puedo dar 11 mil pesos por cuenta del Ministerio de Justicia”. Pocas veces en la historia mexicana ha habido un trato más injusto hacia un proyecto (su costo equivalía al salario anual de cinco ministros) que ameritaba discusión pública, no cieno.
Los corrosivos ataques afectarían la imagen histórica de Lerdo de Tejada. Preparaban su caída. Éste afirmaba: “La prensa se cura con la prensa”. El competente y culto jurista, orgulloso como era, apenas contestaba los insultos. Se sentía por encima de quienes los proferían. Liberal a ultranza, no afectó la libertad de expresión. Lo intentaría, sin éxito, al final de su mandato. Tocó a la expedición astronómica el triste papel de cabeza de turco en las disputas políticas. Avanzaba al galope la sucesión presidencial de 1876. La exaltación periodística, arena privilegiada de las luchas partidarias, evidenciaba las roturas del bando liberal, acentuadas por su monopolio político.
Los cartones deshonraban a Francisco, quien desde hacía más de dos décadas gozaba de gran prestigio científico. Eran agujas hirientes para el republicano intransigente que se negó a cooperar con el Segundo Imperio. Díaz Covarrubias comprendía los ataques de los ignorantes. Lo lastimaban más los de quienes sabían que los avances humanos dependían de la ciencia, pero que, carentes de escrúpulos, la usaban como arma política. No mencionó a Vicente Riva Palacio en su largo prólogo del informe que redactó. No era necesario.
A él y a José les tocó sufrir otra faceta del notable polígrafo. La de su periodismo militante, nítrico, parapetado en el humor y en las libertades públicas. Lo que Francisco púdicamente calificaba de “injusta censura al presidente”. Sobraban méritos a Riva Palacio: espada y pluma. Nada le agregaba el gracejo hiriente. En 1874 era ya dramaturgo y novelista. Sería historiador, poeta, cuentista, promotor y redactor parcial de México a través de los siglos, visión liberal de la historia nacional. Claroscuros humanos; indomeñables pasiones mexicanas: peleas con linotipos o fusiles. Después de décadas de uso y abuso, la violencia verbal y física devenía rasgo cultural.
Los dos hermanos Díaz Covarrubias y su cuñado Gabino Barreda, juaristas y lerdistas, no podían tomar como chanzas las arremetidas de El Ahuizote. Eran, pura y simplemente, amenazas. La publicación no les daba cuartel. Al erosionar a Lerdo, preparaba el ascenso del general Díaz. Riva Palacio decía combatir a una administración “crapulosa y funesta”. Era evidente el desbordamiento político y emotivo. La sección Tonteras despidió a Francisco, sin referir su nombre, el mismo día de su partida:
Cuando vaya pasando por el Sol
esa Venus con su arrebol,
recuerda a México que ¡oh!
quién sabe qué le pase con la reelección.
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Este adelanto del libro Saga familiar, de Carlos Almada, se publica con autorización de Random House.
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Los Díaz Covarrubias fueron una distinguida familia liberal del siglo XIX. Los tres hijos varones fueron impulsados por la madre para estudiar disciplinas de prestigio, en las que más tarde destacaron. Saga familiar es la biografía colectiva de esta destacada familia, pero también es una historia del desarrollo científico, cultural y diplomático que, al margen de la avalancha de fusiles, metrallas y violencia, se asentó en México.
El 11 de septiembre de 1874, el presidente Lerdo de Tejada convocó con premura al oficial mayor de Fomento. Inquirió “si se podrían reunir los instrumentos astronómicos que fuesen indispensables y si creía que sería posible llegar al Asia o a la Oceanía con la anticipación suficiente para establecer un observatorio”. Esto es, antes del 8 de diciembre siguiente. Ese día sería el evento — inamovible conjunción de cuerpos celestes— que tan altas expectativas despertaba en el “mundo civilizado”: el tránsito de Venus sobre la faz del Sol. Lerdo ponderaba la conveniencia de que México participase en el magno acontecimiento que atraía la atención de científicos, periodistas, diplomáticos y gobernantes.
La primera pregunta fue respondida por Díaz Covarrubias con un categórico sí. A los instrumentos del gobierno sumaría los de su uso particular. La inminencia de la fecha — poco menos de tres meses— le generaba “mil temores”, advirtió al presidente. Habría una solución, parcial, con base en sus investigaciones: la méthode mexicaine, el método mexicano, como lo bautizó, orgulloso. Explicó al mandatario que la determinación de la latitud y longitud geográficas del punto exacto donde se situase el o los observatorios podría completarse, sin perjuicio, después del fenómeno.
Estaban en el límite. Considerando unos 55 días de viaje sería posible arribar con mínima antelación para los más urgentes trabajos preliminares. De no mediar, claro, sucesos extraordinarios. Era la temporada de “tormentas equinocciales”: huracanes, en su jerga de geógrafo. Planteó que el itinerario fuese de Veracruz a La Habana y Nueva York. De ahí a San Francisco, mediante los recientemente construidos trenes transcontinentales. Desde el puerto californiano salían vapores regulares a Asia, que tardarían en llegar entre tres y cuatro semanas.
"El ilustrado jefe de la nación dio un giro práctico y decisivo”. Decidió contribuir “a la realización de una idea productora de honra para la patria y de utilidad universal”. Designó a Díaz Covarrubias presidente de la Comisión Astronómica Mexicana. Ordenó que se le entregase la considerable suma de 30 mil pesos y cartas de presentación para el príncipe Kung, regente de China. A pesar de que México no tenía relaciones con ese imperio ni con otras naciones asiáticas. Le dio libertad para decidir el lugar de observación. Lo más indicado, técnicamente, sería alguna de las islas más septentrionales o más meridionales en el Pacífico, le hizo notar Francisco.
Durante los días siguientes Lerdo aprobó el equipo: Francisco Jiménez, segundo astrónomo; Manuel Fernández Leal, ingeniero topógrafo y calculador; y Agustín Barroso, ingeniero, calculador y fotógrafo. Por instrucción del presidente, de quien era cercano, fue agregado Francisco Bulnes, como calculador y cronista. Ingeniero de 27 años, carecía de experiencia astronómica, pero Lerdo le tenía afecto, sabía de él como un competente maestro de matemáticas. Deseaba, posiblemente, tener un recuento cultural de primera mano. O estimaba prudente que Díaz Covarrubias se supiese discretamente vigilado.
Metódico, con la calma y velocidad requeridas en las urgencias, Francisco reunió equipos suficientes para dos observatorios. De la Escuela de Ingenieros, antiguo Colegio de Minería; de la Secretaría de Fomento; de la Escuela Militar y de su propiedad: telescopios cenitales, termómetros, cronómetros, higrómetros, sextantes, altazimutes… Confió a la minuciosidad de Francisco Jiménez su embalaje y transporte. Disponían de sólo una semana antes de partir. La tarea era delicada. Por el peso, la distancia y lo sensible del instrumental. La experiencia que Jiménez adquirió en el trazado de la frontera norte le permitió hacerlo con rapidez y eficacia.
La UA, Unidad Astronómica, Elusivo Enigma Sideral
La observación de Venus en conjunción con el Sol atraía la atención de la prensa y parlamentos en las grandes capitales. Los astrónomos creían que revelaría la unidad astronómica o distancia absoluta entre la Tierra y el Sol, “medida en leguas, kilómetros o cualquier otra unidad”. Con este dato comprenderían la dimensión y operación del sistema solar. Desde 1872, en la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, se discutía la conveniencia de participar. Los dos franciscos, Díaz Covarrubias y Jiménez, habían sido promotores de tal empresa. Los debates llegaron al Congreso y a la prensa: convergían ciencia, política interior y exterior.
La interrogante remontaba a la aparición de De revolutionibus orbium coelestium, de Nicolás Copérnico (1473-1543), que cambió la concepción entonces aceptada del mundo como centro del universo. El astrónomo inglés Edmond Halley (1656-1742) presentó a inicios del siglo XVIII a la Royal Society de Londres un complejo y costoso método empírico de observación. Requería de múltiples misiones, estrechamente coordinadas. Pretendía confirmar y completar la tercera ley de Kepler (1571-1630) que calculó las distancias relativas entre los planetas. Era preciso determinar las absolutas. Las consideraban clave para comprender nuestro universo inmediato.5
El paso de Venus sobre el disco del Sol es visible desde la Tierra, “con un patrón peculiar”, pares separados, con intervalos de ocho años. Para que vuelva a serlo, es necesario que transcurra más de un siglo. Los astrónomos de la segunda mitad del siglo XIX se sentían afortunados: podrían examinarlo dos veces. En 1874, en Oriente y en 1882, en Occidente. Avanzaban tras las huellas de sus predecesores, los primeros que lo intentaron, siguiendo la propuesta de Halley. En 1761 y 1769, con 200 estaciones, calcularon que la ua medía 153 millones de kilómetros. Ahora se sabe que esta cifra es sólo 2% mayor al calculado por los científicos actuales: 149 597 870.7 kilómetros, dato obtenido con telemetría y radar.6 Sin embargo, los sabios decimonónicos se sentían inseguros de aquellos resultados. Anhelaban mejorar lo logrado en el siglo XVIII. Debían acertar, ya que las siguientes ocasiones serían en tiempos distantísimos, 2004 y 2012.
Avanzado el siglo XIX, se hizo más claro que la cooperación internacional era imprescindible para resolver la cuestión. No bastaba el esfuerzo de un país o de un grupo aislado de astrónomos. Se necesitaban cálculos obtenidos con métodos homogéneos. Era necesario que tantas misiones como fuese posible realizasen observaciones en puntos lo más lejanos entre sí, para después comparar sus cálculos. Ésa era la clave. “La relación entre las diferencias de tiempo y las posiciones exactas de los lugares de observación permitiría conocer la paralaje solar, definida como el ángulo bajo el que un observador hipotético en el centro del Sol vería el semidiámetro (radio) de la Tierra”. Mediante “cálculos trigonométricos simples”, resultaría posible, indica el astrónomo mexicano contemporáneo Marco Moreno Corral, determinar la separación existente entre ambos astros.
Te recomendamos leer el adelanto del libro Y dejé de llamarte papá de Caroline Darian, la hija de Gisèle Pelicot.
La zona en donde el fenómeno iba a ser visible en su totalidad era, para diciembre de 1874, África oriental, Oceanía y, en Asia, una ancha franja diagonal que iba del sudoeste del continente, en la península arábiga, Yemen, hasta la de Kamtchatka, en el extremo noreste siberiano. Además, en zonas de los océanos Índico y Pacífico, incluyendo el archipiélago japonés. El mundo iniciaba una época de “relativa estabilidad y acelerada transformación económica y social” que duraría unas cinco décadas. Las potencias competían y colaboraban, en una de las primeras manifestaciones de “gran autoconciencia de habitar el mismo tiempo y el mismo mundo interconectados”. Las naciones con una reputación científica, o que deseaban tenerla, ofrecieron su concurso. Los científicos se coordinaban.
Cuando los mexicanos se aprestaban a partir, las expediciones de Alemania, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Rusia y, en menor medida, del recientemente unificado reino de Italia llegaban o estaban ya en sus puestos, varias por país de origen, dependiendo de sus capacidades. Se dispersaron en Egipto, Hawái, Nueva zelanda, Pekín, Saigón, Nagasaki, Nueva Caledonia, Siberia, Isla Desolación en Tierra del Fuego… Las misiones eran caras y peligrosas. Su éxito incierto por conflictos regionales o a causa del clima. Tormentas, guerras o nubosidades podrían hacer fracasar los esfuerzos, incluso en el último minuto.
México, "Nuevo aliado en el ejército de la civilización"
Lerdo de Tejada tomó una decisión audaz. El país se presentaría “por la primera vez ante la ciencia con la actitud que le corresponde como pueblo culto”. Irrumpía en el gran acontecimiento, sin aviso previo, unilateralmente, con astrónomos prácticos, hechos desde la práctica cartográfica. En lo diplomático, Díaz Covarrubias debía caminar un sendero angosto. El país superaba, poco a poco, el ostracismo internacional. Don Sebastián mantenía la doctrina Juárez de 1867, que él mismo promovió en su época de canciller.
Ésta no reconoció los compromisos financieros adquiridos por el Segundo Imperio. Postuló que se abstendría de tomar la iniciativa para obtener el reconocimiento de las potencias, que lo otorgaba, desde los albores de la Independencia, a cambio de concesiones excesivas. Siempre que las condiciones fuesen “justas y convenientes”, México estaba dispuesto a celebrar nuevos tratados. No pretendía abstraerse, quedar encerrado en sí mismo, sino, con mayor simetría, retomar y diversificar las relaciones. La doctrina Juárez reconocía la igualdad ante la ley de mexicanos y extranjeros residentes.
Juárez y Lerdo establecieron los principios jurídicos que habrían de orientar la política exterior de México a partir del triunfo final de la República. Su doctrina estaba imbuida del espíritu de salvaguarda del país frente a las acechanzas externas “para garantizar la identidad de la nación, preservarla, defenderla”. En 1874, México iniciaba la normalización de sus vínculos con potencias extracontinentales. Ese año salieron a Berlín y Madrid los primeros representantes diplomáticos mexicanos en Europa después de la intervención. Con Inglaterra, en términos de Bulnes, México seguía “una política de reserva y abstención absolutas”.
Las relaciones con Francia seguían suspendidas. Tampoco las había con la Iglesia de Roma. Lerdo estimaba de “incalculable importancia” que México — sin poder, periférico— ocupase un lugar entre los países cultos. De la expedición devendría prestigio para el país. Debió parecerle una manera digna y oportuna de acercarse a lo no evitable: el mundo exterior. El país no podía quedarse al margen del concierto internacional, cuando, con la modernidad, se imponía “una verdad positiva, universal y homogénea”, de la cual, además, su gobierno era creyente.

Jerarquías de razas y naciones
En el último tercio del siglo xix, la revolución de los transportes y las comunicaciones (vapor, ferrocarriles, telégrafo) empequeñecía el orbe. La conclusión en 1869 del canal de Suez acortó la ruta entre Europa y Asia. Las metrópolis asumieron un “orden” mundial de inspiración darwinista: la prevalencia del más fuerte. Asumieron una jerarquía de los pueblos: civilizados, semibárbaros y salvajes. La civilización era, en esta acepción, el punto al que habían llegado las naciones cultas, vanguardia del progreso. Con esta vara, todo se medía. El presente se consideraba “la mejor de todas las épocas posibles”.
De su auto asumida superioridad racial y cultural, Occidente derivaba el derecho y deber moral de conducir a los otros pueblos hacia el progreso, puesto que ya estaba “revelado el curso esencial del futuro”. Sin embozo, aparecían discursos justificantes de las apropiaciones ultramarinas: “El colono hace historia; su vida es una epopeya, una odisea. Esta tierra la hicimos nosotros. Si nos vamos, todo está perdido…”.
Las naciones-imperio, rivales entre ellas, irían legitimando, edulcorando, su dominación. La redención de las almas, contrapartida de las dominaciones ibéricas desde los siglos XVI y XVII, había sido superada por la Ilustración. Al disputarse zonas de influencia en África, Asia y Oceanía, las potencias asumían racionalmente su expansión. Por analogía biológica, era un derecho “natural”. Éste, tendencialmente violento, no necesitaba, de inicio, justificación alguna.21 Se fue elaborando, sin embargo, un discurso de orgullo colonial. Al terminar el siglo, Rudyard Kipling, en La carga del hombre blanco: Estados Unidos y las islas Filipinas, proclamó:
Llevad la carga del Hombre Blanco.
Enviad adelante a los mejores de entre vosotros.
Vamos, atad a vuestros hijos al exilio
Para servir a las necesidades de vuestros cautivos;
Para servir, con equipo de combate,
A naciones tumultuosas y salvajes.
Vuestros recién conquistados y descontentos pueblos,
Mitad demonios y mitad niños.
La Tercera República Francesa desarrolló una ideología de soporte a la expansión pluricontinental. Desde la derrota y exilio de Napoleón III, era un imperio sin emperador que enarbolaba los principios de la Revolución de 1789. La mission civilisatrice sustituyó la “latinidad” de Napoleón III.23 Una variante sería la teoría alemana del Estado-potencia. Preconizaba la necesidad de la fuerza y la expansión para lograr seguridad en medio de la anarquía internacional. Colindante con Rusia, Francia y Austria, veía el centro de Europa como el núcleo del poder mundial; llegó tarde al reparto colonial. Leopoldo II de Bélgica no justificó nada cuando, empresario colonial, se apoderó del gigantesco Congo centroafricano, desbordante de riquezas, mutilados y cadáveres.
En suma, en aquel mundo amenazante, México tenía que ser “culto”. Forma pacífica, por preventiva, de defender la soberanía. Ése era el sentido profundo de la expedición astronómica de 1874: incorporarse a la civilización para no ser colonia o protectorado. La Comisión podía cooperar con sus contrapartes, los astrónomos, sin violentar la doctrina Juárez de política exterior. Lerdo comprendió que requería tender puentes hacia otras naciones con prudencia y elegancia. El aislamiento le parecía dañoso. Dificultaba el comercio, la inmigración, las inversiones, el crédito. Dejaba a México sin balances, dependiente sólo de su vecino del norte. Desde la óptica interna, la ciencia prestigiaba a los sabios y legitimaba la dominación de las élites. La decisión de enviar la misión astronómica estuvo, por consecuencia, implícitamente, vinculada al proyecto lerdista de reelección. Tuvo, como tantas acciones públicas, un doble componente de política, internacional y nacional.
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El aguijón de la prensa
No resultó extraño que los periódicos reaccionasen con rudeza. El Ahuizote, semanario fundado por Vicente Riva Palacio en febrero de 1874, fue vituperante. Criticaron la expedición El Padre Cobos, La Chispa Eléctrica, El Radical y El Monitor Republicano. No bastaban, para contrarrestarlos, El Diario Oficial y La Revista Universal, órganos “lerdo-gobiernistas”.25 Las caricaturas de José María Villasana, antilerdista visceral, eran diatribas ilustradas. El 18 de septiembre, día de su salida de México, El Ahuizote despidió a los astrónomos con un cartón infamante. La Comisión se eleva en un globo aerostático, con un gran letrero: 30 mil pesos. El Sol, voyeur, con un viejo telescopio, sonríe, salaz, al ver a Venus, planeta meretriz. Los despide Lerdo, hinchado de tanto beber y comer; sus ojos, desorbitados, lujuriosos. Lo acompaña el gabinete. A su derecha, Balcárcel, cerdo exultante, levanta trompa y pezuñas. Frivolidad, derroche, obsolescencia, lubricidad, gula. Cenagosa animalidad del adversario.
Otra caricatura — insulto dibujado— miente sin recato. Para pagar la misión astronómica, “el Sr. Lerdo y sus ministros hacen ayunar a las viudas y pensionistas”. Una más muestra un burro que carga “lo que llevan”: un catalejo fechado en 1823; el busto de Lerdo y una gran bolsa de dinero. Al lado, “los encargos que deben traer”: mujeres de vida airada. Los cartones eran convocatorias a las bajas pasiones de los sectores iletrados: carcajadas tabernarias. Explotaban otro prejuicio: el del irredimible atraso; la congénita incapacidad nacional. Advenedizos y pretenciosos, los improvisados astrónomos mexicanos sólo podrían cosechar mofas entre los civilizados.
Los dibujos injuriosos, preparaban, en el ánimo público, a dos años, otra revolución: la de Tuxtepec, que triunfaría. En una imaginaria reunión de gabinete, en tono de sainete, el periódico reproduce supuestos diálogos para ministrar a la comisión no 30, sino 45 mil pesos. José Díaz Covarrubias dice pícaramente a Lerdo: “Mi hermano hará muy útiles observaciones y yo ofrezco que puedo dar 11 mil pesos por cuenta del Ministerio de Justicia”. Pocas veces en la historia mexicana ha habido un trato más injusto hacia un proyecto (su costo equivalía al salario anual de cinco ministros) que ameritaba discusión pública, no cieno.
Los corrosivos ataques afectarían la imagen histórica de Lerdo de Tejada. Preparaban su caída. Éste afirmaba: “La prensa se cura con la prensa”. El competente y culto jurista, orgulloso como era, apenas contestaba los insultos. Se sentía por encima de quienes los proferían. Liberal a ultranza, no afectó la libertad de expresión. Lo intentaría, sin éxito, al final de su mandato. Tocó a la expedición astronómica el triste papel de cabeza de turco en las disputas políticas. Avanzaba al galope la sucesión presidencial de 1876. La exaltación periodística, arena privilegiada de las luchas partidarias, evidenciaba las roturas del bando liberal, acentuadas por su monopolio político.
Los cartones deshonraban a Francisco, quien desde hacía más de dos décadas gozaba de gran prestigio científico. Eran agujas hirientes para el republicano intransigente que se negó a cooperar con el Segundo Imperio. Díaz Covarrubias comprendía los ataques de los ignorantes. Lo lastimaban más los de quienes sabían que los avances humanos dependían de la ciencia, pero que, carentes de escrúpulos, la usaban como arma política. No mencionó a Vicente Riva Palacio en su largo prólogo del informe que redactó. No era necesario.
A él y a José les tocó sufrir otra faceta del notable polígrafo. La de su periodismo militante, nítrico, parapetado en el humor y en las libertades públicas. Lo que Francisco púdicamente calificaba de “injusta censura al presidente”. Sobraban méritos a Riva Palacio: espada y pluma. Nada le agregaba el gracejo hiriente. En 1874 era ya dramaturgo y novelista. Sería historiador, poeta, cuentista, promotor y redactor parcial de México a través de los siglos, visión liberal de la historia nacional. Claroscuros humanos; indomeñables pasiones mexicanas: peleas con linotipos o fusiles. Después de décadas de uso y abuso, la violencia verbal y física devenía rasgo cultural.
Los dos hermanos Díaz Covarrubias y su cuñado Gabino Barreda, juaristas y lerdistas, no podían tomar como chanzas las arremetidas de El Ahuizote. Eran, pura y simplemente, amenazas. La publicación no les daba cuartel. Al erosionar a Lerdo, preparaba el ascenso del general Díaz. Riva Palacio decía combatir a una administración “crapulosa y funesta”. Era evidente el desbordamiento político y emotivo. La sección Tonteras despidió a Francisco, sin referir su nombre, el mismo día de su partida:
Cuando vaya pasando por el Sol
esa Venus con su arrebol,
recuerda a México que ¡oh!
quién sabe qué le pase con la reelección.
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Este adelanto del libro Saga familiar, de Carlos Almada, se publica con autorización de Random House.
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