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Va siendo hora de hacer un paseo descreído, incluso combativo, por los territorios de Plan de Abajo.
Se cumplen 50 años de la publicación de <i>Estas ruinas que ves</i>, la primera de las novelas ubicadas en Plan de Abajo, la región imaginada por Jorge Ibargüengoitia (1928-1983). Además, en Netflix se ha estrenado una serie inspirada en <i>Las muertas</i>, otra de las novelas del guanajuatense. Parece el momento propicio para revisar críticamente el humor de esta figura eminente de la literatura y dramaturgia mexicanas. Aquí, un ensayo que proviene del <i>Atlas de (otro) México</i> (Debate, 2025), de Rafael Lemus.
Comedy cannot replace politics.
Alenka Zupančič
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Podría leerse en alguna parte:
Plan de Abajo, oficialmente Estado Libre y Soberano de Plan de Abajo, es uno de los treinta y un estados que, junto con la Ciudad de México, conforman la República Mexicana. De extensión imprecisa, pero seguramente no espectacular, limita al oeste con el estado de Mezcala, y se desconoce con qué otras entidades al norte, sur y este. A menudo confundido con el imaginario estado de Guanajuato, descansa en el centro del Bajío, otra región más bien aparente, y es, como tantos lugares, una arbitraria mezcla de ríos, montañas y valles.
La capital del estado es la ciudad de Cuévano, fundada en 1540 y, según algunos, al parecer menos por su ubicación geográfica que por la casualidad de haber sido la cuna de la Independencia, “el corazón mismo del país”.
Entre las ciudades más pobladas del estado se cuentan, además de la capital, Muérdago y Pedrones, no particularmente memorables. Los pueblos, ejidos y ranchos que salpican su territorio son legión y son apostólicos romanos. Dígase: Rinconada, Pajares, Huantla, Jaloste, Concepción de Ruiz o San Pedro de las Corrientes.
Son ya millones los abajenses, todos bautizados.
Lo poco que se conoce de la historia del estado habla, si no de un pasado épico, tampoco miserable: minas de oro y plata en la colonia, gestas independentistas en el XIX, vastas haciendas abolidas por una revolución a la vez abolida por los gobiernos posrevolucionarios.
La representación literaria más célebre del estado, y también la única, se debe al narrador y dramaturgo abajense Jorge Ibargüengoitia (1928-1983), quien, algunos años antes del avionazo que habría de matarlo, ubicó tres de sus novelas en esta región del Bajío: Estas ruinas que ves (1975), Las muertas (1977) y Dos crímenes (1979).
Plan de Abajo es famoso por sus fresas y por los asesinatos de las hermanas Baladro en los años setenta.
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También podría leerse —y se leerá más adelante:
Una y otra vez celebrado como el mayor humorista de la literatura mexicana, una y otra vez aplaudido como nuestro autor más demoledor y subversivo, Jorge Ibargüengoitia, es, en el mejor de los casos, un disparejo comediante de derechas —y Plan de Abajo, una comarca sembrada de tópicos y cochambre—.
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El estado de Plan de Abajo y su capital aparecen por vez primera, y apenas de paso, en la primera novela de Jorge Ibargüengoitia, Los relámpagos de agosto (1964). Allí, en el capítulo XI, el delirante general revolucionario José Guadalupe Arroyo expresa su deseo de apoderarse de Cuévano, el “famoso centro ferroviario” en el que habrá de reunirse con otros generales sublevados. Allí, en el capítulo XIII, Arroyo toma la ciudad. Allí, en el capítulo XVII, Arroyo pierde la ciudad para siempre.
Cuévano reaparece once años más tarde, en la tercera novela de Ibargüengoitia, ahora ya protagónicamente. Al revés de Los relámpagos..., Estas ruinas que ves es una obra costumbrista, de tono menor, entretenida ya no en parodiar un episodio de la Revolución mexicana sino en registrar, no sin mala leche, la vida diaria una panda de cuevanenses. Si hay una historia aquí es la de Francisco Aldebarán, un opaco cuarentón que vuelve a Cuévano para reemplazar al profesor de literatura que cayó muerto en la cena navideña. Lo que se narra —o, mejor, lo que el mismo Aldebarán nos cuenta— son sus encuentros con otros profesores universitarios, algunas borracheras, tres o cuatro malentendidos y dos enredos sexuales, ninguno de ellos desprovisto de acoso y abuso: el primero con Sara Espinoza, la esposa de uno de sus colegas (“Tuve que forcejear con ella”), y el otro con Gloria, una estudiante suya a la que un buen día, en casa de los padres de ella, le hace “saber” que tiene una erección apoyándose “contra la minifalda roja y sintiendo, a través de esta, la carne firme de su nalga”. La trama es tan misógina y su tono tan pendenciero que algunos años más tarde (1979) Julián Pastor no tendrá problemas para hacer del libro una aborrecible película de ficheras.
Observar y describir el físico de las mujeres es una de las dos cosas que parece interesar de veras al narrador de la novela. La otra es referir con sorna la vida de los cuevanenses. De hecho, las anécdotas enzarzadas en el libro son apenas un pretexto para ir de un lado a otro de la ciudad y hacer aparecer aquí y allá una constelación de personajes secundarios creados por el autor con el único propósito de mofarse un segundo después de ellos. A veces la trama se suspende del todo y lo que se lee entonces es una estampa histórica de la ciudad, extraída del apócrifo Opúsculo cuevanense, o algunas entradas de un también apócrifo “catálogo de ideas fijas cuevanenses”, en el que Ibargüengoitia pone en práctica una de sus suertes cómicas menos cómicas: reírse de los lugares comunes sin apenas desarmarlos, reproducir estereotipos y prejuicios con la blanda excusa de haberse burlado antes tímidamente de ellos. Por ejemplo:
ARTISTAS: se mueren de hambre, no se cortan las uñas y se comunican entre sí diciéndose rimas de Bécquer.
INDIO: es mañoso y no le gusta trabajar. Es la causa fundamental de nuestro subdesarrollo.
JOTO: el que en las noches se pinta los labios, se pone rizadores en el pelo y duerme en camisón transparente.
NEGRO: los negros son iguales a nosotros ante los ojos de Dios, tienen el sexo extraordinariamente desarrollado, sus ojos y sus dientes brillan en la oscuridad, despiden un olor inconfundible, parecido al del histafiate.
“Cuévano —se lee en el Opúsculo cuevanense— es una ciudad chica, pero bien arreglada y con pretensiones. Es capital del estado de Plan de Abajo, tiene una universidad por la que han pasado lumbreras y un teatro que cuando fue inaugurado, hace setenta años, no le pedía nada a ningún otro”. No por nada la gente de la ciudad, se nos advierte allí también, suele mirar a su alrededor y concluir: “Modestia aparte, somos la Atenas de por aquí”. Casi todos parecen estar de acuerdo en que la ciudad ha visto mejores días —¡fue una de las ciudades más importantes de la Nueva España!— pero, en el fondo, todo están satisfechos con la ciudad tal como está: “Creen que no hay cielo más azul que el que se alcanza a ver recortado entre los cerros, ni aire más puro que el sopla a veces con fuerza de vendaval, ni casas más elegantes que las que están cayéndose en el paseo de los Tepozanes”.
La ciudad está construida entre cerros, y algo vemos de ellos cuando los personajes salen de día de campo. Algo vemos también del Jardín de la Constitución, con su célebre Teatro de la República, y de la Plaza de la Libertad, con su menos célebre estatua homónima, “una gorda con lanza, los pechos de fuera y gorro frigio”. Aunque Aldebarán y sus amigos andan con frecuencia por las calles y los callejones de la ciudad, la mayor parte de la novela ocurre en interiores, previsiblemente en espacios de sociabilidad masculina: el comedor de algún profesor, resignadamente atendido por su esposa; el Café de don Leandro, en cuyas paredes Aldebarán y compañía pintan, nada más porque sí, unos pedestres murales; la Flor de Cuévano, otro café donde los profesores declaman y pasean sus libros; y el Gran Cañón del Colorado, una cantina, toda roja, con la Virgen del Perpetuo Socorro en algún nicho y con serrín y huesos de manitas de puerco desparramados en el piso.
Se suele decir, no sin razón, que Cuévano es un cómico remedo de Guanajuato, la ciudad donde Ibargüengoitia nació y cerca de la cual administró un rancho antes de mudarse definitivamente a la Ciudad de México. Es clara la copia: Cuévano, como Guanajuato, es ciudad capital, y fue ciudad minera, y está entre montañas, y presume una universidad, y es la Atenas de por ahí. Buena parte de sus espacios están, de hecho, literalmente calcados de la ciudad material: el cerro del Cimarrón es el de la Bufa; la Plaza de la Constitución, el Jardín de la Unión; el teatro de la República, el Juárez; y así sucesivamente. Los que conocieron la ciudad en los cincuenta y sesenta han podido incluso leer la novela en clave y han encontrado, por ejemplo, en este personaje un asomo de aquel tipo; en el Cañón del Colorado, un simulacro de otra cantina, el Cañón Rojo; y en el Café de don Leandro, el Café Carmelo, donde acostumbraban reunirse los profesores al parecer entre murales pintados por ellos mismos[1]. Los que no conocimos aquella ciudad podemos encontrar aquí una imagen —congelada en el tiempo aunque, desde luego, deformada por el humor de Ibargüengoitia— de la ciudad de Guanajuato antes de la explosión de bares y cafés y tourist traps que supuso el Festival Cervantino.
Pero Cuévano, ya se ve, es Cuévano y no Guanajuato. Inspirada en un sitio material, está hecha de papel y tinta, y al final del día ella es su propia realidad, a la vez autónoma y desdoblada de otra parte. Así lo dijo una vez Ibargüengoitia en una entrevista: “al tratar de evocar una ciudad conocida y real, construí otra en mi mente —y también en el libro—, otra que es imaginaria, parecida y autosuficiente”[2]. Cuévano, además, rebasa a Guanajuato en términos espaciales: no es, no quiere ser, tan solo el doble literario de esa ciudad sino la mordaz alegoría de algo más amplio y ya de por sí alegórico, la provincia, la provincia mexicana. Al revés de, digamos, Las buenas conciencias (1959), de Carlos Fuentes, fincada sin remedio en Guanajuato, Estas ruinas que ves es más bien móvil y sirve para mofarse de mil y un pueblos y ciudades que los defeños —Ibargüengoitia, al final, uno de ellos— juzgan como provincianas. Así, más que a Guanajuato, Cuévano se parece a Vetusta, la ciudad imaginaria con que Clarín quiso remedar la provincia española en La Regenta (1884), novela que Ibargüengoitia disfrutaba y para la cual escribió un esquemático prólogo en la colección Sepan Cuantos[3]. Aunque remedar no es aquí el verbo adecuado. Ni La Regenta ni Estas ruinas que ves remedan —o retratan o representan— la “provincia” de sus respectivos países; más bien contribuyen en la nunca acabada tarea de crearla y recrearla y atarla a una pila de estereotipos y fatalidades idiosincráticas.
Hay quien ha dicho que Ibargüengoitia, en vez de fijar, desmonta en Estas ruinas que ves el mito de la provincia mexicana[4]. Lo haría, claro, a través de la risa y del escarnio pero también, se dice, creando en Cuévano un espacio plural y fragmentario en el que aparecerían, se encontrarían y se anularían distintos sujetos y discursos. Ojalá las cosas fueran de ese modo. Si hay humor en Estas ruinas que ves, se vierte sobre todo contra los tópicos que el autor maneja acríticamente. Si hay comedia, es poco cáustica, apenas satírica, más bien un leve enredo de faldas que se ríe insistente pero discretamente del orden social, como con cuidado de no agitarlo. Si hay distintos tipos y discursos, tampoco son tantos y están siempre mediados por Aldebarán, una suerte de alter ego de Ibargüengoitia que opina sobre los hábitos y las mujeres de Cuévano, cura los documentos de los locales y viaja de la Ciudad de México a la capital de Plan de Abajo, a final de cuentas, para dejarnos ver la provincia. Porque también eso: lo que hay aquí es una escritura sobre las afueras producida desde el centro y para el centro, un divertimento para los metropolitanos, quienes ríen con ensayada arrogancia y de cuya presunta superioridad nadie se ríe nunca en estas páginas.
Estas ruinas que ves: risas pregrabadas.
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La siguiente novela de Ibargüengoitia, publicada apenas dos años después de aquella, insiste en el escenario, el estado de Plan de Abajo, pero casi todo lo demás es distinto. Aquí —el título ya lo advierte: Las muertas— el asunto es mucho más grave: no las correrías de un puñado de profesores sino los crímenes y negocios de las hermanas Baladro. Aquí el humor es más tenue y de pronto casi inexistente, en parte por la naturaleza del asunto, en parte porque el narrador de la obra se entromete menos que Aldebarán y se permite menos picardías. Aquí apenas si hay retrato de costumbres y en su lugar despunta a veces, casi a pesar de Ibargüengoitia, un leve tono de crítica social y denuncia. Aquí la trama no se finca en un solo sitio sino que sigue a las temibles hermanas por los pueblos y ciudades de Plan de Abajo y Mezcala donde abren prostíbulos, asesinan mujeres y se deshacen de los cadáveres.
Las muertas, se sabe, está inspirada en el infame caso de las Poquianchis, las hermanas que en las décadas de los cincuenta y los sesenta regentearon burdeles en Jalisco y Guanajuato, secuestraron y torturaron a decenas de mujeres y ordenaron, según investigaciones oficiales, al menos 91 asesinatos. Se sabe menos que la obra, además de ficcionalizar los crímenes, de algún modo los reduce y desdramatiza. Lejos de novelas de no ficción como A sangre fría (1965) o Asesinato (1985), Las muertas es una novela a secas, más producto de la imaginación que de las pesquisas de su autor. Al revés de Truman Capote o de Vicente Leñero, Ibargüengoitia no entrevistó a las víctimas ni a los verdugos y apenas si tuvo unos minutos en sus manos el legajo judicial del caso. Salvo algunos detalles, casi todo es inventado en estas páginas, lo mismo los apellidos de las hermanas (aquí Baladro, allá González Valenzuela) que el número de sus crímenes (mucho menos que 91), la mayor parte de ellos aquí circunstanciales, nada premeditados. De algún modo Ibargüengoitia era el mejor de los autores para ocuparse de este caso, del todo blindado contra el melodrama y el amarillismo con que la prensa había cubierto estos hechos. Por eso mismo era también la peor de las opciones, demasiado parco y aséptico como para alcanzar los tonos críticos y dramáticos que, por ejemplo, la película de Felipe Cazals sobre el asunto (Las Poquianchis, 1976) mantiene todo el tiempo.
Son tres los burdeles que las hermanas Baladro administran en la novela y cada uno de ellos se levanta en un lugar distinto. El primero es la casa del Molino, en la calle de ese nombre en la ciudad de Pedrones, según algunos un trasunto de León, Guanajuato. Es casi nada lo que se nos deja ver de Pedrones (la Plaza de Armas, un par de calles) pero algo más vemos del burdel y su funcionamiento:
El cabaret tiene dos puertas. Una da a la calle y la otra a la casa. Por la que da a la calle entra el que quiere y sale el que ya pagó. Cuando un cliente que está en una mesa con una muchacha siente que quiere pasar un rato con ella, le dice que lo lleve a su cuarto. Ella contesta que sí, porque está prohibido decir que no. El cliente paga la cuenta, los dos se levantan de la mesa y salen del cabaret por la puerta que da a la casa. Esta puerta abre a un corredor donde está la escalera. Al pie de la escalera está la mesita de la encargada de los cuartos. Ella es la que le dice al cliente cuánto es lo que tiene que pagar, porque no todas las muchachas cuestan lo mismo. El cliente entrega el dinero a la encargada de los cuartos y ésta le entrega a la muchacha una ficha y al cliente una toalla. El cliente y la muchacha suben por la escalera, llegan al cuarto de ella, y allí están el tiempo que el señor haya contratado. Cuando terminan bajan juntos por la escalera. Esto es importante, para que la encargada de los cuartos se dé cuenta de que el cliente no ha maltratado a la muchacha. Al llegar al corredor se separan. El cliente puede regresar al cabaret, si quiere, y si no, puede salir a la calle por la puerta de la casa. La muchacha regresa al cabaret y sigue trabajando. Una buena trabajadora puede ganar tres, cuatro y hasta diez fichas en una noche.
No muy distinto es el México Lindo, el prostíbulo que las Baladro inauguran años después en San Pedro de las Corrientes, ya en el estado de Mezcala. Su gran proyecto es el tercero, el Casino del Danzón, de vuelta en Plan de Abajo, en el muy precario pueblo de Concepción de Ruiz, donde tendrán lugar los hechos más sórdidos de la novela. El plan de las hermanas es levantar ahí, en ese “caserío en medio de un llano”, un “burdel como no ha habido otro en estos rumbos”, a la vez lo suficientemente oculto y lo suficientemente espectacular como para atraer a los hombres que no irían a los prostíbulos más céntricos y pobretones. Para levantarlo cuentan, o creen contar, con el apoyo de las autoridades del estado y con un plan arquitectónico nada modesto: “quince cuartos con quince baños, un cabaret que figuraba el fondo del mar —levantaba uno los ojos y veía mantarrayas y tiburones colgando del techo—, dos salones reservados, uno estilo mozárabe, el otro, chinesco, y una alberca cubierta, que nadie pudo entender para qué servía, puesto que ninguna de las empleadas y casi ningún cliente sabían nadar”.
El día mismo de su inauguración, la noche del 15 de septiembre de 1961, el Casino del Danzón empieza a caer: el secretario particular del gobernador se emborracha en la fiesta, improvisa el Grito, baila con un hombre hasta que comprende que está haciendo el “ridículo” y guarda para siempre “mala voluntad” a todos los que presenciaron su deshonra. Unos meses más tarde, el gobernador lanza su moralina Ley de Moralización de Plan de Abajo y clausura en definitiva los prostíbulos de las hermanas. Cuando también el burdel de Mezcala es cerrado, es que se precipita el horror. Sin otro sitio adonde ir, las Baladro y muchas de sus explotadas trabajadoras se cuelan en el Casino y viven allí, clandestinamente, tras los sellos de clausura, trece largos meses. Las cosas pronto adquieren formas de pesadilla: una mujer muere tras una apoplejía, otras dos caen de un balcón y algunas se organizan contra otras mientras que todas pasan hambre y casi todas son recluidas bajo candado en sus cuartos. Las que van muriendo son malamente enterradas en el patio trasero de la casa y, más tarde, en un ranchito pobre y seco que las Baladro tienen en el estado. Treinta y cinco años de cárcel reciben las hermanas, Serafina y Arcángela, cuando sus crímenes son descubiertos.
Es ese lugar, el Casino del Danzón, el punto más oscuro, más hondo, de todo Plan de Abajo. En el mapa del estado pueden destacar, previsiblemente, las ciudades y los teatros y las universidades pero es ese burdel, tirado en la calle Independencia de un escaso poblado rural, el verdadero punctum del territorio —la pequeña mancha que termina por teñir el resto—. En una obra como la de Ibargüengoitia, famosamente desprovista, para bien o para mal, de toda gravitas, el Casino del Danzón es el único sitio con peso específico, y por lo mismo pandea sin resistencia la superficie de todo el estado. De hecho, es tan pesado el Casino que de pronto, en sus momentos más sombríos y menos ibargüengoitiescos, hace pensar en otros espacios sordos, clausurados, que —todavía más pesados— jalan hacia abajo el mapa todo de la literatura mexicana y brillan allí, en el fondo, sin emitir luz alguna. Apenas menos denso que el apando de Revueltas o el Farolito de Lowry (véase Quauhnáhuac) o la casa de la Bruja en La Matosa, el Casino del Danzón es un concentrado de horror en medio del horror mexicano —una singularidad que, en vez de atraer hacia sí todo el Mal, no deja de producirlo y escupirlo hacia todas partes—.
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La novela que cierra la Trilogía de Plan de Abajo es Dos crímenes (1979), a la vez una vuelta a la comedia de enredos y una ampliación de la cartografía del estado. El escenario principal aquí es Muérdago, mencionado apenas de paso en las otras novelas y quizás una versión de Celaya o de Irapuato o, cómo saberlo, de cualquier otra pequeña ciudad del Bajío o de más allá del Bajío o de ninguna de ellas. A la manera de Estas ruinas que ves, todo empieza con un desplazamiento del centro a la provincia: Marcos, el Negro —predecible apodo en Ibargüengoitia— viaja en autobús de la Ciudad de México a Muérdago, donde nació y pasó su infancia. En la capital ha sido acusado de un crimen que no cometió. En Muérdago, aparte de ocultarse, pretende estafar a su tío millonario para hacerse de dinero y huir después con su mujer a las ficticias playas de Ticomán. Desde luego las cosas se complican en el pueblo: también los primos sobrevuelan el cuerpo enfermo del tío, esperando a que muera para repartirse la herencia, y también aquí, como en Estas ruinas..., hay dos mujeres, una prima y una sobrina, madre e hija, con las que Marcos se enreda, otra vez no sin abuso y ahora no sin incesto, yendo de la habitación de una a la otra, y a las que Ibargüengoitia reserva su aplaudido tono majadero[5].
Si Estas ruinas que ves es una comedia de costumbres y Las muertas parece, sin serlo, una novela de no ficción, el subgénero que se asoma aquí, ya desde el título, es el de la novela negra. Algo tiene Dos crímenes de novela policiaca y algo de clásico whodunit, con sus tópicas piezas —viejo millonario, sobrinos codiciosos, enredos sexuales— barajadas con el acostumbrado desprendimiento de Ibargüengoitia. Cuando el tío amanece muerto, Marcos es acusado, de nuevo injustamente, de haberlo envenenado y entonces —en el momento más feliz de la novela— la perspectiva cambia en un segundo: ya no es él sino don Pepe Lara, el boticario del pueblo, quien se encarga de narrar los últimos episodios y de resolver el caso. Otra cosa hace don Pepe: nos ofrece otra visión, esta vez local, de Muérdago y sus alrededores.
Aun atando las dos versiones, es poco lo que alcanzamos a conocer de Muérdago. Es una ciudad plana, de poca altura, sitiada por campos sembrados. En su centro la Plaza de Armas soporta los obligados portales, el obligado hotel y la obligada parroquia, con dos torres de color rosa. No lejos está el bar California, “iluminado con una luz verdosa que hace que todos los parroquianos parezcan cadáveres”, y un poco más allá el Casino —otro Casino, no el prostíbulo de las hermanas Baladro— donde los primos conspiran. La casa del tío está a unos pasos de la Plaza, como todas las casas grandes, y es la más grande de todas, con un ancho portón y tres balcones que dan a la calle Sonajas. Desde la Loma de los Conejos puede verse La Mancuerna, el rancho del tío, y algo del río Bagre, donde la gente se divierte cazando agachonas. Ya hacia la sierra el suelo está perforado con minas abandonadas. Más allá, a cuarenta kilómetros, se levanta Cuévano, la Atenas de por ahí, donde empieza la trilogía que aquí termina.
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Uno de los chistes más gastados de la crítica literaria mexicana consiste en afirmar que nuestra literatura —framing— es poco cómica, que Jorge Ibargüengoitia —telling— es la feliz excepción hilarante y que, dado que el humor es siempre demoledor y subversivo, él —punch line— es el más demoledor y subversivo de nuestros escritores. Lo cierto —risas— es que no es poca la comedia en la literatura mexicana, que el humor no siempre, o rara vez, es sedicioso y que Ibargüengoitia es, en el mejor de los casos, un disparejo comediante de derechas.
El humor, ha escrito Alenka Zupančič, es subversivo (y verdadero) o es reaccionario (y falso)[6]. Cuando lo es de veras, el humor —casi da lo mismo si es satírico o irónico o paródico o carnavalesco o bufo— se ríe del poder, perfora el sentido común y contiene —como añade Simon Critchley— una forma, una promesa, de emancipación[7]. El falso humor, el humor reaccionario —ya puede anticiparse—, hace justo lo contrario: se vierte de arriba abajo, consolida creencias y reafirma, al final de las risas, el nada divertido consenso social. Uno encuentra este (falso) humor en todas partes: dirigido contra las minorías, saturado de prejuicios, riendo de la diferencia y acercando las personas a los estereotipos. Otras dos cosas acostumbra este modo reaccionario: mofarse de los ideales y las ilusiones políticas, como para sancionar que no hay más orden social que este (¡así somos, qué le vamos a hacer!), y confundir la risa con la rebelión, haciéndonos creer que porque nos podemos reír de esta dinámica o de aquella estructura ya estamos libres de ellas y no necesitamos de la política para reventarlas.
La narrativa toda de Ibargüengoitia es, o pretende ser, humorística y toda ella es reaccionaria. Reaccionarias son sus aplaudidas parodias históricas —Los relámpagos de agosto y Los pasos de López (1981)—, que, a la vez que se burlan razonablemente de la plomiza historia oficial, desairan con un dejo aristocrático todo esfuerzo colectivo y apuntan su batería menos contra los poderosos que contra los pobres y analfabetas que quieren ser, ridículos ellos, poderosos. Más reaccionarios aún son buena parte de sus cuentos (La ley de Herodes, 1967) y un buen montón de los artículos periodísticos que escribió en Excélsior, Plural y Vuelta, atestados unos y otros de prejuicios raciales y de género y animados por un nada oculto sentimiento de superioridad que empuja a Ibargüengoitia a reírse siempre de los otros y nunca de sí mismo. También reaccionaria, ya se ha visto, es esta trilogía del Plan de Abajo —en particular Estas ruinas... y Dos crímenes—, bastante menos paródica que aquellas novelas históricas, bañada de machismo y entretenida en practicar —desde el centro, desde Coyoacán, desde la Plaza de Armas de la ciudad letrada— una comedia moral de la provincia.
Hoy, casi medio siglo después de la aparición de esas novelas del Plan de Abajo, buena parte del humor de Ibargüengoitia suena misógino, a veces racista y de pronto homofóbico. El asunto es que ya en su momento, los años sesenta y setenta del siglo pasado, el humor de Ibargüengoitia era misógino, a veces racista y de pronto homofóbico. Dicho de otro modo: ni siquiera entonces las risas de Ibargüengoitia eran subversivas o rompedoras; se alimentaban neciamente de prejuicios y, más que transgredir, se sumaban a la tarea de ofender a los ya de por sí largamente ofendidos. Léanse sus artículos periodísticos a la par de los que escribía al mismo tiempo Carlos Monsiváis, por ejemplo, para notar, por contraste, el rancio conservadurismo de su humor. Desprovisto de tramas y alter egos, Ibargüengoitia apenas si puede ocultarse en estos textos y, siempre seguro de sí, expresa con franqueza sus fobias y manías. Un día se desespera con las feministas.[8] Otro observa desde su cuarto de hotel a decenas de acapulqueñas que martelinan un piso (“unas guapas y otras espantosas”) y, aunque confiesa que le gusta ver “cincuenta mujeres en cuclillas, dándole golpes al piso y hablando como pericos”, pronto le espanta la idea de que entre esas mujeres “debe de haber lideresas, maestras de obras, representantes del sindicato”[9]. Antes o después es un “afeminado chocantísimo” el que le arruina la mañana[10], y ni hablar de las “criadas” (uno de sus temas predilectos), que hablan mal y trabajan mal pero que le son indispensables para mantener su performance de mexicano rico exasperado por la tontería de los mexicanos pobres[11].
En defensa del humor de Ibargüengoitia pueden citarse, por supuesto, algunas páginas gozosamente ácidas y cantidad de párrafos desternillantes; en su contra, textos enteros y cantidad de bromas vergonzosas. Lo que no hay modo de mostrar, porque sencillamente no lo hay en toda su obra, como sí lo hay, en digamos, Reinaldo Arenas o Copi o cierto Bryce Echenique, es ese humor radical que sacude las cosas y a los lectores —o el modo en que los lectores miran las cosas—. No hay fiesta ni ruptura ni transvaloración alguna en Ibargüengoitia, quien se ríe sin dañar aquello de lo que se ríe. De alguna forma es como si “nuestro humorista mayor” se tomara demasiado en serio su humor, su distancia irónica, su desganado laconismo, y no se atreviera, para no correr el riesgo de hacer el ridículo, a alcanzar algún extremo, a aspirar a algo grande y explosivo. Lejos de blandir una cierta demencia liberadora, Ibargüengoitia insiste en presentarse a sí mismo —o quizás habría que decir: a su género y su clase y su raza y su circunstancia geográfica— como la pura personificación del sentido común y desde ahí se burla de la extravagancia y la marginalidad de los otros. Las risas de Ibargüengoitia son, en fin, risas sin sedición. Así como ríe Ibargüengoitia, ríe el poder.
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El sentido común puede servir para evitar que uno escriba obras lamentables, pero con sentido común no se escriben obras maestras. Ninguna de las novelas de esta trilogía es una novela mayor, como sí lo son tantas otras obras mapeadas en este libro. No lo son, en buena parte, porque no pretenden serlo —y, de hecho, pretenden poca cosa porque justo de eso, de las pretensiones, es de lo que se burlan—. No lo son, además, porque ninguna de ellas, ni siquiera Las muertas, consigue desprenderse en momento alguno de Ibargüengoitia y vibrar aparte, con independencia, lejos de la voz y los límites de su autor. Un poco lo mismo ocurre con Plan de Abajo: es demasiado Ibargüengoitia. Aun cuando esta región es imaginaria, apenas si tiene libertad y autonomía. El temperamento de Ibargüengoitia está en todos los rincones y no hay espacio para sorpresa alguna: nada será aquí nunca trágico o radical o desmedido, todo será nimio y ridículo, y el autor se encargará de recordarnos una y otra vez —con una mueca satisfecha en el rostro— que todo es, en efecto, ridículo y nimio.
Cosa extraña: este territorio imaginario, construido con bromas y ocurrencias, es acaso el menos divertido de todos —el que menos asombros depara a quien lo visita—.
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* El título original del ensayo, como se publicó en Atlas de (otro) México (Debate, 2025), es "Plan de Abajo: instrucciones para reír (o no reír) de la provincia".
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[1] Para una lectura en clave guanajuatense de la novela, véase Luis Palacios Hernández, Ibargüengoitia y los senderos cuevanenses, Universidad de Guanajuato, 2018.
[2] Citado en M. Cristina Secci, “Rompecabezas: vida y obra de Jorge Ibargüengoitia”, Casa del Tiempo, núm. 88, mayo de 2016, p. 44.
[3] De paso: en ese prólogo Ibargüengoitia identifica ciertos atavismos en Vetusta que también aparecen, un siglo más tarde, en Cuévano: Vetusta “es un microcosmos que el lector hispanoamericano del último tercio del siglo XX reconoce con estremecimiento. La inmovilidad provinciana, la frivolidad en cuestiones políticas, el donjuanismo, las pretensiones espirituales, la admiración desbocada hacia todo lo elegante, la preocupación por la honra y la tendencia a entrometerse en vidas ajenas, son factores que aquejan a nuestras sociedades”. Leopoldo Alas “Clarín”, La Regenta, prólogo de Jorge Ibargüengoitia, México, Porrúa, Colección Sepan Cuentos núm. 225, 1977.
[4] Quien mejor ha planteado esto es Matthew Sibley en su tesis doctoral La trilogía del “Plan de Abajo” de Jorge Ibargüengoitia: un cuestionamiento de la realidad y la ficción a partir del espacio quimérico, las técnicas narrativas y la heteroglosia (Graduate College of Bowling Green State University, 2015).
[5] Julián Pastor pudo haber hecho con esta novela otra película de ficheras, pero fue Roberto Sneider quien la llevó al cine en 1995 en una muy visible, y poco picaresca, adaptación.
[6] Alenka Zupančič, The Odd One In: On Comedy, Cambridge, MIT Press, 2008. Véase también “Stand Up for Comedy”, donde Zupančič llama a la comedia reaccionaria “sit back comedy” y dice de ella: “‘Sit back comedy’ typically cashes in on our repressions, further consolidates us in our beliefs and, more importantly, in our righteousness, our (moral or intellectual) superiority. It can involve strong elements of irony understood as drawing, and playing upon, the line between ourselves (who get it and are on the right side), and others (who don’t get it).” “Stand Up for Comedy”, Fall Semester, abril de 2020 (en línea).
[7] Simon Critchley, On Humor, Londres, Routledge, 2002.
[8] “El día de la invasión: la mujer liberada” en Ibargüengoitia, Instrucciones para vivir en México, México, Joaquín Mortiz, 1990, p. 285-287.
[9] “Acapulqueños: servicio en su cuarto”, en Ibargüengoitia, La casa de usted y otros viajes, México, Joaquín Mortiz, 1991, págs. 42-44.
[10] “Acapulco: ¿paraíso perdido?”, en La casa de usted y otros viajes, p. 40.
[11] Véase otra vez, y por ejemplo, “El día de la invasión”, donde Ibargüengoitia nos cuenta de su “choque con la criada”: “Es la casa de unos amigos a quienes quiero ver. Llamo a la puerta varias veces, cuando estoy a punto de desistir, se oye a lo lejos un sonido tan mexicano que me agarra de nuevo y me deja maravillado: la voz de una criada preguntando ‘¿quieeeén?’ (...)
(Le) expliqué lo que quería: ver a los dueños de la casa. (....)
—¿De parte de quieeeén?
—De Jorge.
—¿Jorge queeeé?
—Ibargüengoitia.
—No estaaaán.
Aquí yo dije varias palabrotas con el siguiente efecto: ¿si no están los dueños por qué no me lo dice antes en vez de estar haciéndome perder el tiempo? A lo cual, la criada respondió:
—¿Qué queeeé?
He aquí un ejemplo de mujer sublime que yo hubiera estrangulado si la hubiera tenido a la mano”. (p. 286)
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Se cumplen 50 años de la publicación de <i>Estas ruinas que ves</i>, la primera de las novelas ubicadas en Plan de Abajo, la región imaginada por Jorge Ibargüengoitia (1928-1983). Además, en Netflix se ha estrenado una serie inspirada en <i>Las muertas</i>, otra de las novelas del guanajuatense. Parece el momento propicio para revisar críticamente el humor de esta figura eminente de la literatura y dramaturgia mexicanas. Aquí, un ensayo que proviene del <i>Atlas de (otro) México</i> (Debate, 2025), de Rafael Lemus.
Comedy cannot replace politics.
Alenka Zupančič
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Podría leerse en alguna parte:
Plan de Abajo, oficialmente Estado Libre y Soberano de Plan de Abajo, es uno de los treinta y un estados que, junto con la Ciudad de México, conforman la República Mexicana. De extensión imprecisa, pero seguramente no espectacular, limita al oeste con el estado de Mezcala, y se desconoce con qué otras entidades al norte, sur y este. A menudo confundido con el imaginario estado de Guanajuato, descansa en el centro del Bajío, otra región más bien aparente, y es, como tantos lugares, una arbitraria mezcla de ríos, montañas y valles.
La capital del estado es la ciudad de Cuévano, fundada en 1540 y, según algunos, al parecer menos por su ubicación geográfica que por la casualidad de haber sido la cuna de la Independencia, “el corazón mismo del país”.
Entre las ciudades más pobladas del estado se cuentan, además de la capital, Muérdago y Pedrones, no particularmente memorables. Los pueblos, ejidos y ranchos que salpican su territorio son legión y son apostólicos romanos. Dígase: Rinconada, Pajares, Huantla, Jaloste, Concepción de Ruiz o San Pedro de las Corrientes.
Son ya millones los abajenses, todos bautizados.
Lo poco que se conoce de la historia del estado habla, si no de un pasado épico, tampoco miserable: minas de oro y plata en la colonia, gestas independentistas en el XIX, vastas haciendas abolidas por una revolución a la vez abolida por los gobiernos posrevolucionarios.
La representación literaria más célebre del estado, y también la única, se debe al narrador y dramaturgo abajense Jorge Ibargüengoitia (1928-1983), quien, algunos años antes del avionazo que habría de matarlo, ubicó tres de sus novelas en esta región del Bajío: Estas ruinas que ves (1975), Las muertas (1977) y Dos crímenes (1979).
Plan de Abajo es famoso por sus fresas y por los asesinatos de las hermanas Baladro en los años setenta.
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También podría leerse —y se leerá más adelante:
Una y otra vez celebrado como el mayor humorista de la literatura mexicana, una y otra vez aplaudido como nuestro autor más demoledor y subversivo, Jorge Ibargüengoitia, es, en el mejor de los casos, un disparejo comediante de derechas —y Plan de Abajo, una comarca sembrada de tópicos y cochambre—.
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El estado de Plan de Abajo y su capital aparecen por vez primera, y apenas de paso, en la primera novela de Jorge Ibargüengoitia, Los relámpagos de agosto (1964). Allí, en el capítulo XI, el delirante general revolucionario José Guadalupe Arroyo expresa su deseo de apoderarse de Cuévano, el “famoso centro ferroviario” en el que habrá de reunirse con otros generales sublevados. Allí, en el capítulo XIII, Arroyo toma la ciudad. Allí, en el capítulo XVII, Arroyo pierde la ciudad para siempre.
Cuévano reaparece once años más tarde, en la tercera novela de Ibargüengoitia, ahora ya protagónicamente. Al revés de Los relámpagos..., Estas ruinas que ves es una obra costumbrista, de tono menor, entretenida ya no en parodiar un episodio de la Revolución mexicana sino en registrar, no sin mala leche, la vida diaria una panda de cuevanenses. Si hay una historia aquí es la de Francisco Aldebarán, un opaco cuarentón que vuelve a Cuévano para reemplazar al profesor de literatura que cayó muerto en la cena navideña. Lo que se narra —o, mejor, lo que el mismo Aldebarán nos cuenta— son sus encuentros con otros profesores universitarios, algunas borracheras, tres o cuatro malentendidos y dos enredos sexuales, ninguno de ellos desprovisto de acoso y abuso: el primero con Sara Espinoza, la esposa de uno de sus colegas (“Tuve que forcejear con ella”), y el otro con Gloria, una estudiante suya a la que un buen día, en casa de los padres de ella, le hace “saber” que tiene una erección apoyándose “contra la minifalda roja y sintiendo, a través de esta, la carne firme de su nalga”. La trama es tan misógina y su tono tan pendenciero que algunos años más tarde (1979) Julián Pastor no tendrá problemas para hacer del libro una aborrecible película de ficheras.
Observar y describir el físico de las mujeres es una de las dos cosas que parece interesar de veras al narrador de la novela. La otra es referir con sorna la vida de los cuevanenses. De hecho, las anécdotas enzarzadas en el libro son apenas un pretexto para ir de un lado a otro de la ciudad y hacer aparecer aquí y allá una constelación de personajes secundarios creados por el autor con el único propósito de mofarse un segundo después de ellos. A veces la trama se suspende del todo y lo que se lee entonces es una estampa histórica de la ciudad, extraída del apócrifo Opúsculo cuevanense, o algunas entradas de un también apócrifo “catálogo de ideas fijas cuevanenses”, en el que Ibargüengoitia pone en práctica una de sus suertes cómicas menos cómicas: reírse de los lugares comunes sin apenas desarmarlos, reproducir estereotipos y prejuicios con la blanda excusa de haberse burlado antes tímidamente de ellos. Por ejemplo:
ARTISTAS: se mueren de hambre, no se cortan las uñas y se comunican entre sí diciéndose rimas de Bécquer.
INDIO: es mañoso y no le gusta trabajar. Es la causa fundamental de nuestro subdesarrollo.
JOTO: el que en las noches se pinta los labios, se pone rizadores en el pelo y duerme en camisón transparente.
NEGRO: los negros son iguales a nosotros ante los ojos de Dios, tienen el sexo extraordinariamente desarrollado, sus ojos y sus dientes brillan en la oscuridad, despiden un olor inconfundible, parecido al del histafiate.
“Cuévano —se lee en el Opúsculo cuevanense— es una ciudad chica, pero bien arreglada y con pretensiones. Es capital del estado de Plan de Abajo, tiene una universidad por la que han pasado lumbreras y un teatro que cuando fue inaugurado, hace setenta años, no le pedía nada a ningún otro”. No por nada la gente de la ciudad, se nos advierte allí también, suele mirar a su alrededor y concluir: “Modestia aparte, somos la Atenas de por aquí”. Casi todos parecen estar de acuerdo en que la ciudad ha visto mejores días —¡fue una de las ciudades más importantes de la Nueva España!— pero, en el fondo, todo están satisfechos con la ciudad tal como está: “Creen que no hay cielo más azul que el que se alcanza a ver recortado entre los cerros, ni aire más puro que el sopla a veces con fuerza de vendaval, ni casas más elegantes que las que están cayéndose en el paseo de los Tepozanes”.
La ciudad está construida entre cerros, y algo vemos de ellos cuando los personajes salen de día de campo. Algo vemos también del Jardín de la Constitución, con su célebre Teatro de la República, y de la Plaza de la Libertad, con su menos célebre estatua homónima, “una gorda con lanza, los pechos de fuera y gorro frigio”. Aunque Aldebarán y sus amigos andan con frecuencia por las calles y los callejones de la ciudad, la mayor parte de la novela ocurre en interiores, previsiblemente en espacios de sociabilidad masculina: el comedor de algún profesor, resignadamente atendido por su esposa; el Café de don Leandro, en cuyas paredes Aldebarán y compañía pintan, nada más porque sí, unos pedestres murales; la Flor de Cuévano, otro café donde los profesores declaman y pasean sus libros; y el Gran Cañón del Colorado, una cantina, toda roja, con la Virgen del Perpetuo Socorro en algún nicho y con serrín y huesos de manitas de puerco desparramados en el piso.
Se suele decir, no sin razón, que Cuévano es un cómico remedo de Guanajuato, la ciudad donde Ibargüengoitia nació y cerca de la cual administró un rancho antes de mudarse definitivamente a la Ciudad de México. Es clara la copia: Cuévano, como Guanajuato, es ciudad capital, y fue ciudad minera, y está entre montañas, y presume una universidad, y es la Atenas de por ahí. Buena parte de sus espacios están, de hecho, literalmente calcados de la ciudad material: el cerro del Cimarrón es el de la Bufa; la Plaza de la Constitución, el Jardín de la Unión; el teatro de la República, el Juárez; y así sucesivamente. Los que conocieron la ciudad en los cincuenta y sesenta han podido incluso leer la novela en clave y han encontrado, por ejemplo, en este personaje un asomo de aquel tipo; en el Cañón del Colorado, un simulacro de otra cantina, el Cañón Rojo; y en el Café de don Leandro, el Café Carmelo, donde acostumbraban reunirse los profesores al parecer entre murales pintados por ellos mismos[1]. Los que no conocimos aquella ciudad podemos encontrar aquí una imagen —congelada en el tiempo aunque, desde luego, deformada por el humor de Ibargüengoitia— de la ciudad de Guanajuato antes de la explosión de bares y cafés y tourist traps que supuso el Festival Cervantino.
Pero Cuévano, ya se ve, es Cuévano y no Guanajuato. Inspirada en un sitio material, está hecha de papel y tinta, y al final del día ella es su propia realidad, a la vez autónoma y desdoblada de otra parte. Así lo dijo una vez Ibargüengoitia en una entrevista: “al tratar de evocar una ciudad conocida y real, construí otra en mi mente —y también en el libro—, otra que es imaginaria, parecida y autosuficiente”[2]. Cuévano, además, rebasa a Guanajuato en términos espaciales: no es, no quiere ser, tan solo el doble literario de esa ciudad sino la mordaz alegoría de algo más amplio y ya de por sí alegórico, la provincia, la provincia mexicana. Al revés de, digamos, Las buenas conciencias (1959), de Carlos Fuentes, fincada sin remedio en Guanajuato, Estas ruinas que ves es más bien móvil y sirve para mofarse de mil y un pueblos y ciudades que los defeños —Ibargüengoitia, al final, uno de ellos— juzgan como provincianas. Así, más que a Guanajuato, Cuévano se parece a Vetusta, la ciudad imaginaria con que Clarín quiso remedar la provincia española en La Regenta (1884), novela que Ibargüengoitia disfrutaba y para la cual escribió un esquemático prólogo en la colección Sepan Cuantos[3]. Aunque remedar no es aquí el verbo adecuado. Ni La Regenta ni Estas ruinas que ves remedan —o retratan o representan— la “provincia” de sus respectivos países; más bien contribuyen en la nunca acabada tarea de crearla y recrearla y atarla a una pila de estereotipos y fatalidades idiosincráticas.
Hay quien ha dicho que Ibargüengoitia, en vez de fijar, desmonta en Estas ruinas que ves el mito de la provincia mexicana[4]. Lo haría, claro, a través de la risa y del escarnio pero también, se dice, creando en Cuévano un espacio plural y fragmentario en el que aparecerían, se encontrarían y se anularían distintos sujetos y discursos. Ojalá las cosas fueran de ese modo. Si hay humor en Estas ruinas que ves, se vierte sobre todo contra los tópicos que el autor maneja acríticamente. Si hay comedia, es poco cáustica, apenas satírica, más bien un leve enredo de faldas que se ríe insistente pero discretamente del orden social, como con cuidado de no agitarlo. Si hay distintos tipos y discursos, tampoco son tantos y están siempre mediados por Aldebarán, una suerte de alter ego de Ibargüengoitia que opina sobre los hábitos y las mujeres de Cuévano, cura los documentos de los locales y viaja de la Ciudad de México a la capital de Plan de Abajo, a final de cuentas, para dejarnos ver la provincia. Porque también eso: lo que hay aquí es una escritura sobre las afueras producida desde el centro y para el centro, un divertimento para los metropolitanos, quienes ríen con ensayada arrogancia y de cuya presunta superioridad nadie se ríe nunca en estas páginas.
Estas ruinas que ves: risas pregrabadas.
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La siguiente novela de Ibargüengoitia, publicada apenas dos años después de aquella, insiste en el escenario, el estado de Plan de Abajo, pero casi todo lo demás es distinto. Aquí —el título ya lo advierte: Las muertas— el asunto es mucho más grave: no las correrías de un puñado de profesores sino los crímenes y negocios de las hermanas Baladro. Aquí el humor es más tenue y de pronto casi inexistente, en parte por la naturaleza del asunto, en parte porque el narrador de la obra se entromete menos que Aldebarán y se permite menos picardías. Aquí apenas si hay retrato de costumbres y en su lugar despunta a veces, casi a pesar de Ibargüengoitia, un leve tono de crítica social y denuncia. Aquí la trama no se finca en un solo sitio sino que sigue a las temibles hermanas por los pueblos y ciudades de Plan de Abajo y Mezcala donde abren prostíbulos, asesinan mujeres y se deshacen de los cadáveres.
Las muertas, se sabe, está inspirada en el infame caso de las Poquianchis, las hermanas que en las décadas de los cincuenta y los sesenta regentearon burdeles en Jalisco y Guanajuato, secuestraron y torturaron a decenas de mujeres y ordenaron, según investigaciones oficiales, al menos 91 asesinatos. Se sabe menos que la obra, además de ficcionalizar los crímenes, de algún modo los reduce y desdramatiza. Lejos de novelas de no ficción como A sangre fría (1965) o Asesinato (1985), Las muertas es una novela a secas, más producto de la imaginación que de las pesquisas de su autor. Al revés de Truman Capote o de Vicente Leñero, Ibargüengoitia no entrevistó a las víctimas ni a los verdugos y apenas si tuvo unos minutos en sus manos el legajo judicial del caso. Salvo algunos detalles, casi todo es inventado en estas páginas, lo mismo los apellidos de las hermanas (aquí Baladro, allá González Valenzuela) que el número de sus crímenes (mucho menos que 91), la mayor parte de ellos aquí circunstanciales, nada premeditados. De algún modo Ibargüengoitia era el mejor de los autores para ocuparse de este caso, del todo blindado contra el melodrama y el amarillismo con que la prensa había cubierto estos hechos. Por eso mismo era también la peor de las opciones, demasiado parco y aséptico como para alcanzar los tonos críticos y dramáticos que, por ejemplo, la película de Felipe Cazals sobre el asunto (Las Poquianchis, 1976) mantiene todo el tiempo.
Son tres los burdeles que las hermanas Baladro administran en la novela y cada uno de ellos se levanta en un lugar distinto. El primero es la casa del Molino, en la calle de ese nombre en la ciudad de Pedrones, según algunos un trasunto de León, Guanajuato. Es casi nada lo que se nos deja ver de Pedrones (la Plaza de Armas, un par de calles) pero algo más vemos del burdel y su funcionamiento:
El cabaret tiene dos puertas. Una da a la calle y la otra a la casa. Por la que da a la calle entra el que quiere y sale el que ya pagó. Cuando un cliente que está en una mesa con una muchacha siente que quiere pasar un rato con ella, le dice que lo lleve a su cuarto. Ella contesta que sí, porque está prohibido decir que no. El cliente paga la cuenta, los dos se levantan de la mesa y salen del cabaret por la puerta que da a la casa. Esta puerta abre a un corredor donde está la escalera. Al pie de la escalera está la mesita de la encargada de los cuartos. Ella es la que le dice al cliente cuánto es lo que tiene que pagar, porque no todas las muchachas cuestan lo mismo. El cliente entrega el dinero a la encargada de los cuartos y ésta le entrega a la muchacha una ficha y al cliente una toalla. El cliente y la muchacha suben por la escalera, llegan al cuarto de ella, y allí están el tiempo que el señor haya contratado. Cuando terminan bajan juntos por la escalera. Esto es importante, para que la encargada de los cuartos se dé cuenta de que el cliente no ha maltratado a la muchacha. Al llegar al corredor se separan. El cliente puede regresar al cabaret, si quiere, y si no, puede salir a la calle por la puerta de la casa. La muchacha regresa al cabaret y sigue trabajando. Una buena trabajadora puede ganar tres, cuatro y hasta diez fichas en una noche.
No muy distinto es el México Lindo, el prostíbulo que las Baladro inauguran años después en San Pedro de las Corrientes, ya en el estado de Mezcala. Su gran proyecto es el tercero, el Casino del Danzón, de vuelta en Plan de Abajo, en el muy precario pueblo de Concepción de Ruiz, donde tendrán lugar los hechos más sórdidos de la novela. El plan de las hermanas es levantar ahí, en ese “caserío en medio de un llano”, un “burdel como no ha habido otro en estos rumbos”, a la vez lo suficientemente oculto y lo suficientemente espectacular como para atraer a los hombres que no irían a los prostíbulos más céntricos y pobretones. Para levantarlo cuentan, o creen contar, con el apoyo de las autoridades del estado y con un plan arquitectónico nada modesto: “quince cuartos con quince baños, un cabaret que figuraba el fondo del mar —levantaba uno los ojos y veía mantarrayas y tiburones colgando del techo—, dos salones reservados, uno estilo mozárabe, el otro, chinesco, y una alberca cubierta, que nadie pudo entender para qué servía, puesto que ninguna de las empleadas y casi ningún cliente sabían nadar”.
El día mismo de su inauguración, la noche del 15 de septiembre de 1961, el Casino del Danzón empieza a caer: el secretario particular del gobernador se emborracha en la fiesta, improvisa el Grito, baila con un hombre hasta que comprende que está haciendo el “ridículo” y guarda para siempre “mala voluntad” a todos los que presenciaron su deshonra. Unos meses más tarde, el gobernador lanza su moralina Ley de Moralización de Plan de Abajo y clausura en definitiva los prostíbulos de las hermanas. Cuando también el burdel de Mezcala es cerrado, es que se precipita el horror. Sin otro sitio adonde ir, las Baladro y muchas de sus explotadas trabajadoras se cuelan en el Casino y viven allí, clandestinamente, tras los sellos de clausura, trece largos meses. Las cosas pronto adquieren formas de pesadilla: una mujer muere tras una apoplejía, otras dos caen de un balcón y algunas se organizan contra otras mientras que todas pasan hambre y casi todas son recluidas bajo candado en sus cuartos. Las que van muriendo son malamente enterradas en el patio trasero de la casa y, más tarde, en un ranchito pobre y seco que las Baladro tienen en el estado. Treinta y cinco años de cárcel reciben las hermanas, Serafina y Arcángela, cuando sus crímenes son descubiertos.
Es ese lugar, el Casino del Danzón, el punto más oscuro, más hondo, de todo Plan de Abajo. En el mapa del estado pueden destacar, previsiblemente, las ciudades y los teatros y las universidades pero es ese burdel, tirado en la calle Independencia de un escaso poblado rural, el verdadero punctum del territorio —la pequeña mancha que termina por teñir el resto—. En una obra como la de Ibargüengoitia, famosamente desprovista, para bien o para mal, de toda gravitas, el Casino del Danzón es el único sitio con peso específico, y por lo mismo pandea sin resistencia la superficie de todo el estado. De hecho, es tan pesado el Casino que de pronto, en sus momentos más sombríos y menos ibargüengoitiescos, hace pensar en otros espacios sordos, clausurados, que —todavía más pesados— jalan hacia abajo el mapa todo de la literatura mexicana y brillan allí, en el fondo, sin emitir luz alguna. Apenas menos denso que el apando de Revueltas o el Farolito de Lowry (véase Quauhnáhuac) o la casa de la Bruja en La Matosa, el Casino del Danzón es un concentrado de horror en medio del horror mexicano —una singularidad que, en vez de atraer hacia sí todo el Mal, no deja de producirlo y escupirlo hacia todas partes—.
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La novela que cierra la Trilogía de Plan de Abajo es Dos crímenes (1979), a la vez una vuelta a la comedia de enredos y una ampliación de la cartografía del estado. El escenario principal aquí es Muérdago, mencionado apenas de paso en las otras novelas y quizás una versión de Celaya o de Irapuato o, cómo saberlo, de cualquier otra pequeña ciudad del Bajío o de más allá del Bajío o de ninguna de ellas. A la manera de Estas ruinas que ves, todo empieza con un desplazamiento del centro a la provincia: Marcos, el Negro —predecible apodo en Ibargüengoitia— viaja en autobús de la Ciudad de México a Muérdago, donde nació y pasó su infancia. En la capital ha sido acusado de un crimen que no cometió. En Muérdago, aparte de ocultarse, pretende estafar a su tío millonario para hacerse de dinero y huir después con su mujer a las ficticias playas de Ticomán. Desde luego las cosas se complican en el pueblo: también los primos sobrevuelan el cuerpo enfermo del tío, esperando a que muera para repartirse la herencia, y también aquí, como en Estas ruinas..., hay dos mujeres, una prima y una sobrina, madre e hija, con las que Marcos se enreda, otra vez no sin abuso y ahora no sin incesto, yendo de la habitación de una a la otra, y a las que Ibargüengoitia reserva su aplaudido tono majadero[5].
Si Estas ruinas que ves es una comedia de costumbres y Las muertas parece, sin serlo, una novela de no ficción, el subgénero que se asoma aquí, ya desde el título, es el de la novela negra. Algo tiene Dos crímenes de novela policiaca y algo de clásico whodunit, con sus tópicas piezas —viejo millonario, sobrinos codiciosos, enredos sexuales— barajadas con el acostumbrado desprendimiento de Ibargüengoitia. Cuando el tío amanece muerto, Marcos es acusado, de nuevo injustamente, de haberlo envenenado y entonces —en el momento más feliz de la novela— la perspectiva cambia en un segundo: ya no es él sino don Pepe Lara, el boticario del pueblo, quien se encarga de narrar los últimos episodios y de resolver el caso. Otra cosa hace don Pepe: nos ofrece otra visión, esta vez local, de Muérdago y sus alrededores.
Aun atando las dos versiones, es poco lo que alcanzamos a conocer de Muérdago. Es una ciudad plana, de poca altura, sitiada por campos sembrados. En su centro la Plaza de Armas soporta los obligados portales, el obligado hotel y la obligada parroquia, con dos torres de color rosa. No lejos está el bar California, “iluminado con una luz verdosa que hace que todos los parroquianos parezcan cadáveres”, y un poco más allá el Casino —otro Casino, no el prostíbulo de las hermanas Baladro— donde los primos conspiran. La casa del tío está a unos pasos de la Plaza, como todas las casas grandes, y es la más grande de todas, con un ancho portón y tres balcones que dan a la calle Sonajas. Desde la Loma de los Conejos puede verse La Mancuerna, el rancho del tío, y algo del río Bagre, donde la gente se divierte cazando agachonas. Ya hacia la sierra el suelo está perforado con minas abandonadas. Más allá, a cuarenta kilómetros, se levanta Cuévano, la Atenas de por ahí, donde empieza la trilogía que aquí termina.
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Uno de los chistes más gastados de la crítica literaria mexicana consiste en afirmar que nuestra literatura —framing— es poco cómica, que Jorge Ibargüengoitia —telling— es la feliz excepción hilarante y que, dado que el humor es siempre demoledor y subversivo, él —punch line— es el más demoledor y subversivo de nuestros escritores. Lo cierto —risas— es que no es poca la comedia en la literatura mexicana, que el humor no siempre, o rara vez, es sedicioso y que Ibargüengoitia es, en el mejor de los casos, un disparejo comediante de derechas.
El humor, ha escrito Alenka Zupančič, es subversivo (y verdadero) o es reaccionario (y falso)[6]. Cuando lo es de veras, el humor —casi da lo mismo si es satírico o irónico o paródico o carnavalesco o bufo— se ríe del poder, perfora el sentido común y contiene —como añade Simon Critchley— una forma, una promesa, de emancipación[7]. El falso humor, el humor reaccionario —ya puede anticiparse—, hace justo lo contrario: se vierte de arriba abajo, consolida creencias y reafirma, al final de las risas, el nada divertido consenso social. Uno encuentra este (falso) humor en todas partes: dirigido contra las minorías, saturado de prejuicios, riendo de la diferencia y acercando las personas a los estereotipos. Otras dos cosas acostumbra este modo reaccionario: mofarse de los ideales y las ilusiones políticas, como para sancionar que no hay más orden social que este (¡así somos, qué le vamos a hacer!), y confundir la risa con la rebelión, haciéndonos creer que porque nos podemos reír de esta dinámica o de aquella estructura ya estamos libres de ellas y no necesitamos de la política para reventarlas.
La narrativa toda de Ibargüengoitia es, o pretende ser, humorística y toda ella es reaccionaria. Reaccionarias son sus aplaudidas parodias históricas —Los relámpagos de agosto y Los pasos de López (1981)—, que, a la vez que se burlan razonablemente de la plomiza historia oficial, desairan con un dejo aristocrático todo esfuerzo colectivo y apuntan su batería menos contra los poderosos que contra los pobres y analfabetas que quieren ser, ridículos ellos, poderosos. Más reaccionarios aún son buena parte de sus cuentos (La ley de Herodes, 1967) y un buen montón de los artículos periodísticos que escribió en Excélsior, Plural y Vuelta, atestados unos y otros de prejuicios raciales y de género y animados por un nada oculto sentimiento de superioridad que empuja a Ibargüengoitia a reírse siempre de los otros y nunca de sí mismo. También reaccionaria, ya se ha visto, es esta trilogía del Plan de Abajo —en particular Estas ruinas... y Dos crímenes—, bastante menos paródica que aquellas novelas históricas, bañada de machismo y entretenida en practicar —desde el centro, desde Coyoacán, desde la Plaza de Armas de la ciudad letrada— una comedia moral de la provincia.
Hoy, casi medio siglo después de la aparición de esas novelas del Plan de Abajo, buena parte del humor de Ibargüengoitia suena misógino, a veces racista y de pronto homofóbico. El asunto es que ya en su momento, los años sesenta y setenta del siglo pasado, el humor de Ibargüengoitia era misógino, a veces racista y de pronto homofóbico. Dicho de otro modo: ni siquiera entonces las risas de Ibargüengoitia eran subversivas o rompedoras; se alimentaban neciamente de prejuicios y, más que transgredir, se sumaban a la tarea de ofender a los ya de por sí largamente ofendidos. Léanse sus artículos periodísticos a la par de los que escribía al mismo tiempo Carlos Monsiváis, por ejemplo, para notar, por contraste, el rancio conservadurismo de su humor. Desprovisto de tramas y alter egos, Ibargüengoitia apenas si puede ocultarse en estos textos y, siempre seguro de sí, expresa con franqueza sus fobias y manías. Un día se desespera con las feministas.[8] Otro observa desde su cuarto de hotel a decenas de acapulqueñas que martelinan un piso (“unas guapas y otras espantosas”) y, aunque confiesa que le gusta ver “cincuenta mujeres en cuclillas, dándole golpes al piso y hablando como pericos”, pronto le espanta la idea de que entre esas mujeres “debe de haber lideresas, maestras de obras, representantes del sindicato”[9]. Antes o después es un “afeminado chocantísimo” el que le arruina la mañana[10], y ni hablar de las “criadas” (uno de sus temas predilectos), que hablan mal y trabajan mal pero que le son indispensables para mantener su performance de mexicano rico exasperado por la tontería de los mexicanos pobres[11].
En defensa del humor de Ibargüengoitia pueden citarse, por supuesto, algunas páginas gozosamente ácidas y cantidad de párrafos desternillantes; en su contra, textos enteros y cantidad de bromas vergonzosas. Lo que no hay modo de mostrar, porque sencillamente no lo hay en toda su obra, como sí lo hay, en digamos, Reinaldo Arenas o Copi o cierto Bryce Echenique, es ese humor radical que sacude las cosas y a los lectores —o el modo en que los lectores miran las cosas—. No hay fiesta ni ruptura ni transvaloración alguna en Ibargüengoitia, quien se ríe sin dañar aquello de lo que se ríe. De alguna forma es como si “nuestro humorista mayor” se tomara demasiado en serio su humor, su distancia irónica, su desganado laconismo, y no se atreviera, para no correr el riesgo de hacer el ridículo, a alcanzar algún extremo, a aspirar a algo grande y explosivo. Lejos de blandir una cierta demencia liberadora, Ibargüengoitia insiste en presentarse a sí mismo —o quizás habría que decir: a su género y su clase y su raza y su circunstancia geográfica— como la pura personificación del sentido común y desde ahí se burla de la extravagancia y la marginalidad de los otros. Las risas de Ibargüengoitia son, en fin, risas sin sedición. Así como ríe Ibargüengoitia, ríe el poder.
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El sentido común puede servir para evitar que uno escriba obras lamentables, pero con sentido común no se escriben obras maestras. Ninguna de las novelas de esta trilogía es una novela mayor, como sí lo son tantas otras obras mapeadas en este libro. No lo son, en buena parte, porque no pretenden serlo —y, de hecho, pretenden poca cosa porque justo de eso, de las pretensiones, es de lo que se burlan—. No lo son, además, porque ninguna de ellas, ni siquiera Las muertas, consigue desprenderse en momento alguno de Ibargüengoitia y vibrar aparte, con independencia, lejos de la voz y los límites de su autor. Un poco lo mismo ocurre con Plan de Abajo: es demasiado Ibargüengoitia. Aun cuando esta región es imaginaria, apenas si tiene libertad y autonomía. El temperamento de Ibargüengoitia está en todos los rincones y no hay espacio para sorpresa alguna: nada será aquí nunca trágico o radical o desmedido, todo será nimio y ridículo, y el autor se encargará de recordarnos una y otra vez —con una mueca satisfecha en el rostro— que todo es, en efecto, ridículo y nimio.
Cosa extraña: este territorio imaginario, construido con bromas y ocurrencias, es acaso el menos divertido de todos —el que menos asombros depara a quien lo visita—.
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* El título original del ensayo, como se publicó en Atlas de (otro) México (Debate, 2025), es "Plan de Abajo: instrucciones para reír (o no reír) de la provincia".
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[1] Para una lectura en clave guanajuatense de la novela, véase Luis Palacios Hernández, Ibargüengoitia y los senderos cuevanenses, Universidad de Guanajuato, 2018.
[2] Citado en M. Cristina Secci, “Rompecabezas: vida y obra de Jorge Ibargüengoitia”, Casa del Tiempo, núm. 88, mayo de 2016, p. 44.
[3] De paso: en ese prólogo Ibargüengoitia identifica ciertos atavismos en Vetusta que también aparecen, un siglo más tarde, en Cuévano: Vetusta “es un microcosmos que el lector hispanoamericano del último tercio del siglo XX reconoce con estremecimiento. La inmovilidad provinciana, la frivolidad en cuestiones políticas, el donjuanismo, las pretensiones espirituales, la admiración desbocada hacia todo lo elegante, la preocupación por la honra y la tendencia a entrometerse en vidas ajenas, son factores que aquejan a nuestras sociedades”. Leopoldo Alas “Clarín”, La Regenta, prólogo de Jorge Ibargüengoitia, México, Porrúa, Colección Sepan Cuentos núm. 225, 1977.
[4] Quien mejor ha planteado esto es Matthew Sibley en su tesis doctoral La trilogía del “Plan de Abajo” de Jorge Ibargüengoitia: un cuestionamiento de la realidad y la ficción a partir del espacio quimérico, las técnicas narrativas y la heteroglosia (Graduate College of Bowling Green State University, 2015).
[5] Julián Pastor pudo haber hecho con esta novela otra película de ficheras, pero fue Roberto Sneider quien la llevó al cine en 1995 en una muy visible, y poco picaresca, adaptación.
[6] Alenka Zupančič, The Odd One In: On Comedy, Cambridge, MIT Press, 2008. Véase también “Stand Up for Comedy”, donde Zupančič llama a la comedia reaccionaria “sit back comedy” y dice de ella: “‘Sit back comedy’ typically cashes in on our repressions, further consolidates us in our beliefs and, more importantly, in our righteousness, our (moral or intellectual) superiority. It can involve strong elements of irony understood as drawing, and playing upon, the line between ourselves (who get it and are on the right side), and others (who don’t get it).” “Stand Up for Comedy”, Fall Semester, abril de 2020 (en línea).
[7] Simon Critchley, On Humor, Londres, Routledge, 2002.
[8] “El día de la invasión: la mujer liberada” en Ibargüengoitia, Instrucciones para vivir en México, México, Joaquín Mortiz, 1990, p. 285-287.
[9] “Acapulqueños: servicio en su cuarto”, en Ibargüengoitia, La casa de usted y otros viajes, México, Joaquín Mortiz, 1991, págs. 42-44.
[10] “Acapulco: ¿paraíso perdido?”, en La casa de usted y otros viajes, p. 40.
[11] Véase otra vez, y por ejemplo, “El día de la invasión”, donde Ibargüengoitia nos cuenta de su “choque con la criada”: “Es la casa de unos amigos a quienes quiero ver. Llamo a la puerta varias veces, cuando estoy a punto de desistir, se oye a lo lejos un sonido tan mexicano que me agarra de nuevo y me deja maravillado: la voz de una criada preguntando ‘¿quieeeén?’ (...)
(Le) expliqué lo que quería: ver a los dueños de la casa. (....)
—¿De parte de quieeeén?
—De Jorge.
—¿Jorge queeeé?
—Ibargüengoitia.
—No estaaaán.
Aquí yo dije varias palabrotas con el siguiente efecto: ¿si no están los dueños por qué no me lo dice antes en vez de estar haciéndome perder el tiempo? A lo cual, la criada respondió:
—¿Qué queeeé?
He aquí un ejemplo de mujer sublime que yo hubiera estrangulado si la hubiera tenido a la mano”. (p. 286)
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Va siendo hora de hacer un paseo descreído, incluso combativo, por los territorios de Plan de Abajo.
Se cumplen 50 años de la publicación de <i>Estas ruinas que ves</i>, la primera de las novelas ubicadas en Plan de Abajo, la región imaginada por Jorge Ibargüengoitia (1928-1983). Además, en Netflix se ha estrenado una serie inspirada en <i>Las muertas</i>, otra de las novelas del guanajuatense. Parece el momento propicio para revisar críticamente el humor de esta figura eminente de la literatura y dramaturgia mexicanas. Aquí, un ensayo que proviene del <i>Atlas de (otro) México</i> (Debate, 2025), de Rafael Lemus.
Comedy cannot replace politics.
Alenka Zupančič
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Podría leerse en alguna parte:
Plan de Abajo, oficialmente Estado Libre y Soberano de Plan de Abajo, es uno de los treinta y un estados que, junto con la Ciudad de México, conforman la República Mexicana. De extensión imprecisa, pero seguramente no espectacular, limita al oeste con el estado de Mezcala, y se desconoce con qué otras entidades al norte, sur y este. A menudo confundido con el imaginario estado de Guanajuato, descansa en el centro del Bajío, otra región más bien aparente, y es, como tantos lugares, una arbitraria mezcla de ríos, montañas y valles.
La capital del estado es la ciudad de Cuévano, fundada en 1540 y, según algunos, al parecer menos por su ubicación geográfica que por la casualidad de haber sido la cuna de la Independencia, “el corazón mismo del país”.
Entre las ciudades más pobladas del estado se cuentan, además de la capital, Muérdago y Pedrones, no particularmente memorables. Los pueblos, ejidos y ranchos que salpican su territorio son legión y son apostólicos romanos. Dígase: Rinconada, Pajares, Huantla, Jaloste, Concepción de Ruiz o San Pedro de las Corrientes.
Son ya millones los abajenses, todos bautizados.
Lo poco que se conoce de la historia del estado habla, si no de un pasado épico, tampoco miserable: minas de oro y plata en la colonia, gestas independentistas en el XIX, vastas haciendas abolidas por una revolución a la vez abolida por los gobiernos posrevolucionarios.
La representación literaria más célebre del estado, y también la única, se debe al narrador y dramaturgo abajense Jorge Ibargüengoitia (1928-1983), quien, algunos años antes del avionazo que habría de matarlo, ubicó tres de sus novelas en esta región del Bajío: Estas ruinas que ves (1975), Las muertas (1977) y Dos crímenes (1979).
Plan de Abajo es famoso por sus fresas y por los asesinatos de las hermanas Baladro en los años setenta.
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También podría leerse —y se leerá más adelante:
Una y otra vez celebrado como el mayor humorista de la literatura mexicana, una y otra vez aplaudido como nuestro autor más demoledor y subversivo, Jorge Ibargüengoitia, es, en el mejor de los casos, un disparejo comediante de derechas —y Plan de Abajo, una comarca sembrada de tópicos y cochambre—.
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El estado de Plan de Abajo y su capital aparecen por vez primera, y apenas de paso, en la primera novela de Jorge Ibargüengoitia, Los relámpagos de agosto (1964). Allí, en el capítulo XI, el delirante general revolucionario José Guadalupe Arroyo expresa su deseo de apoderarse de Cuévano, el “famoso centro ferroviario” en el que habrá de reunirse con otros generales sublevados. Allí, en el capítulo XIII, Arroyo toma la ciudad. Allí, en el capítulo XVII, Arroyo pierde la ciudad para siempre.
Cuévano reaparece once años más tarde, en la tercera novela de Ibargüengoitia, ahora ya protagónicamente. Al revés de Los relámpagos..., Estas ruinas que ves es una obra costumbrista, de tono menor, entretenida ya no en parodiar un episodio de la Revolución mexicana sino en registrar, no sin mala leche, la vida diaria una panda de cuevanenses. Si hay una historia aquí es la de Francisco Aldebarán, un opaco cuarentón que vuelve a Cuévano para reemplazar al profesor de literatura que cayó muerto en la cena navideña. Lo que se narra —o, mejor, lo que el mismo Aldebarán nos cuenta— son sus encuentros con otros profesores universitarios, algunas borracheras, tres o cuatro malentendidos y dos enredos sexuales, ninguno de ellos desprovisto de acoso y abuso: el primero con Sara Espinoza, la esposa de uno de sus colegas (“Tuve que forcejear con ella”), y el otro con Gloria, una estudiante suya a la que un buen día, en casa de los padres de ella, le hace “saber” que tiene una erección apoyándose “contra la minifalda roja y sintiendo, a través de esta, la carne firme de su nalga”. La trama es tan misógina y su tono tan pendenciero que algunos años más tarde (1979) Julián Pastor no tendrá problemas para hacer del libro una aborrecible película de ficheras.
Observar y describir el físico de las mujeres es una de las dos cosas que parece interesar de veras al narrador de la novela. La otra es referir con sorna la vida de los cuevanenses. De hecho, las anécdotas enzarzadas en el libro son apenas un pretexto para ir de un lado a otro de la ciudad y hacer aparecer aquí y allá una constelación de personajes secundarios creados por el autor con el único propósito de mofarse un segundo después de ellos. A veces la trama se suspende del todo y lo que se lee entonces es una estampa histórica de la ciudad, extraída del apócrifo Opúsculo cuevanense, o algunas entradas de un también apócrifo “catálogo de ideas fijas cuevanenses”, en el que Ibargüengoitia pone en práctica una de sus suertes cómicas menos cómicas: reírse de los lugares comunes sin apenas desarmarlos, reproducir estereotipos y prejuicios con la blanda excusa de haberse burlado antes tímidamente de ellos. Por ejemplo:
ARTISTAS: se mueren de hambre, no se cortan las uñas y se comunican entre sí diciéndose rimas de Bécquer.
INDIO: es mañoso y no le gusta trabajar. Es la causa fundamental de nuestro subdesarrollo.
JOTO: el que en las noches se pinta los labios, se pone rizadores en el pelo y duerme en camisón transparente.
NEGRO: los negros son iguales a nosotros ante los ojos de Dios, tienen el sexo extraordinariamente desarrollado, sus ojos y sus dientes brillan en la oscuridad, despiden un olor inconfundible, parecido al del histafiate.
“Cuévano —se lee en el Opúsculo cuevanense— es una ciudad chica, pero bien arreglada y con pretensiones. Es capital del estado de Plan de Abajo, tiene una universidad por la que han pasado lumbreras y un teatro que cuando fue inaugurado, hace setenta años, no le pedía nada a ningún otro”. No por nada la gente de la ciudad, se nos advierte allí también, suele mirar a su alrededor y concluir: “Modestia aparte, somos la Atenas de por aquí”. Casi todos parecen estar de acuerdo en que la ciudad ha visto mejores días —¡fue una de las ciudades más importantes de la Nueva España!— pero, en el fondo, todo están satisfechos con la ciudad tal como está: “Creen que no hay cielo más azul que el que se alcanza a ver recortado entre los cerros, ni aire más puro que el sopla a veces con fuerza de vendaval, ni casas más elegantes que las que están cayéndose en el paseo de los Tepozanes”.
La ciudad está construida entre cerros, y algo vemos de ellos cuando los personajes salen de día de campo. Algo vemos también del Jardín de la Constitución, con su célebre Teatro de la República, y de la Plaza de la Libertad, con su menos célebre estatua homónima, “una gorda con lanza, los pechos de fuera y gorro frigio”. Aunque Aldebarán y sus amigos andan con frecuencia por las calles y los callejones de la ciudad, la mayor parte de la novela ocurre en interiores, previsiblemente en espacios de sociabilidad masculina: el comedor de algún profesor, resignadamente atendido por su esposa; el Café de don Leandro, en cuyas paredes Aldebarán y compañía pintan, nada más porque sí, unos pedestres murales; la Flor de Cuévano, otro café donde los profesores declaman y pasean sus libros; y el Gran Cañón del Colorado, una cantina, toda roja, con la Virgen del Perpetuo Socorro en algún nicho y con serrín y huesos de manitas de puerco desparramados en el piso.
Se suele decir, no sin razón, que Cuévano es un cómico remedo de Guanajuato, la ciudad donde Ibargüengoitia nació y cerca de la cual administró un rancho antes de mudarse definitivamente a la Ciudad de México. Es clara la copia: Cuévano, como Guanajuato, es ciudad capital, y fue ciudad minera, y está entre montañas, y presume una universidad, y es la Atenas de por ahí. Buena parte de sus espacios están, de hecho, literalmente calcados de la ciudad material: el cerro del Cimarrón es el de la Bufa; la Plaza de la Constitución, el Jardín de la Unión; el teatro de la República, el Juárez; y así sucesivamente. Los que conocieron la ciudad en los cincuenta y sesenta han podido incluso leer la novela en clave y han encontrado, por ejemplo, en este personaje un asomo de aquel tipo; en el Cañón del Colorado, un simulacro de otra cantina, el Cañón Rojo; y en el Café de don Leandro, el Café Carmelo, donde acostumbraban reunirse los profesores al parecer entre murales pintados por ellos mismos[1]. Los que no conocimos aquella ciudad podemos encontrar aquí una imagen —congelada en el tiempo aunque, desde luego, deformada por el humor de Ibargüengoitia— de la ciudad de Guanajuato antes de la explosión de bares y cafés y tourist traps que supuso el Festival Cervantino.
Pero Cuévano, ya se ve, es Cuévano y no Guanajuato. Inspirada en un sitio material, está hecha de papel y tinta, y al final del día ella es su propia realidad, a la vez autónoma y desdoblada de otra parte. Así lo dijo una vez Ibargüengoitia en una entrevista: “al tratar de evocar una ciudad conocida y real, construí otra en mi mente —y también en el libro—, otra que es imaginaria, parecida y autosuficiente”[2]. Cuévano, además, rebasa a Guanajuato en términos espaciales: no es, no quiere ser, tan solo el doble literario de esa ciudad sino la mordaz alegoría de algo más amplio y ya de por sí alegórico, la provincia, la provincia mexicana. Al revés de, digamos, Las buenas conciencias (1959), de Carlos Fuentes, fincada sin remedio en Guanajuato, Estas ruinas que ves es más bien móvil y sirve para mofarse de mil y un pueblos y ciudades que los defeños —Ibargüengoitia, al final, uno de ellos— juzgan como provincianas. Así, más que a Guanajuato, Cuévano se parece a Vetusta, la ciudad imaginaria con que Clarín quiso remedar la provincia española en La Regenta (1884), novela que Ibargüengoitia disfrutaba y para la cual escribió un esquemático prólogo en la colección Sepan Cuantos[3]. Aunque remedar no es aquí el verbo adecuado. Ni La Regenta ni Estas ruinas que ves remedan —o retratan o representan— la “provincia” de sus respectivos países; más bien contribuyen en la nunca acabada tarea de crearla y recrearla y atarla a una pila de estereotipos y fatalidades idiosincráticas.
Hay quien ha dicho que Ibargüengoitia, en vez de fijar, desmonta en Estas ruinas que ves el mito de la provincia mexicana[4]. Lo haría, claro, a través de la risa y del escarnio pero también, se dice, creando en Cuévano un espacio plural y fragmentario en el que aparecerían, se encontrarían y se anularían distintos sujetos y discursos. Ojalá las cosas fueran de ese modo. Si hay humor en Estas ruinas que ves, se vierte sobre todo contra los tópicos que el autor maneja acríticamente. Si hay comedia, es poco cáustica, apenas satírica, más bien un leve enredo de faldas que se ríe insistente pero discretamente del orden social, como con cuidado de no agitarlo. Si hay distintos tipos y discursos, tampoco son tantos y están siempre mediados por Aldebarán, una suerte de alter ego de Ibargüengoitia que opina sobre los hábitos y las mujeres de Cuévano, cura los documentos de los locales y viaja de la Ciudad de México a la capital de Plan de Abajo, a final de cuentas, para dejarnos ver la provincia. Porque también eso: lo que hay aquí es una escritura sobre las afueras producida desde el centro y para el centro, un divertimento para los metropolitanos, quienes ríen con ensayada arrogancia y de cuya presunta superioridad nadie se ríe nunca en estas páginas.
Estas ruinas que ves: risas pregrabadas.
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La siguiente novela de Ibargüengoitia, publicada apenas dos años después de aquella, insiste en el escenario, el estado de Plan de Abajo, pero casi todo lo demás es distinto. Aquí —el título ya lo advierte: Las muertas— el asunto es mucho más grave: no las correrías de un puñado de profesores sino los crímenes y negocios de las hermanas Baladro. Aquí el humor es más tenue y de pronto casi inexistente, en parte por la naturaleza del asunto, en parte porque el narrador de la obra se entromete menos que Aldebarán y se permite menos picardías. Aquí apenas si hay retrato de costumbres y en su lugar despunta a veces, casi a pesar de Ibargüengoitia, un leve tono de crítica social y denuncia. Aquí la trama no se finca en un solo sitio sino que sigue a las temibles hermanas por los pueblos y ciudades de Plan de Abajo y Mezcala donde abren prostíbulos, asesinan mujeres y se deshacen de los cadáveres.
Las muertas, se sabe, está inspirada en el infame caso de las Poquianchis, las hermanas que en las décadas de los cincuenta y los sesenta regentearon burdeles en Jalisco y Guanajuato, secuestraron y torturaron a decenas de mujeres y ordenaron, según investigaciones oficiales, al menos 91 asesinatos. Se sabe menos que la obra, además de ficcionalizar los crímenes, de algún modo los reduce y desdramatiza. Lejos de novelas de no ficción como A sangre fría (1965) o Asesinato (1985), Las muertas es una novela a secas, más producto de la imaginación que de las pesquisas de su autor. Al revés de Truman Capote o de Vicente Leñero, Ibargüengoitia no entrevistó a las víctimas ni a los verdugos y apenas si tuvo unos minutos en sus manos el legajo judicial del caso. Salvo algunos detalles, casi todo es inventado en estas páginas, lo mismo los apellidos de las hermanas (aquí Baladro, allá González Valenzuela) que el número de sus crímenes (mucho menos que 91), la mayor parte de ellos aquí circunstanciales, nada premeditados. De algún modo Ibargüengoitia era el mejor de los autores para ocuparse de este caso, del todo blindado contra el melodrama y el amarillismo con que la prensa había cubierto estos hechos. Por eso mismo era también la peor de las opciones, demasiado parco y aséptico como para alcanzar los tonos críticos y dramáticos que, por ejemplo, la película de Felipe Cazals sobre el asunto (Las Poquianchis, 1976) mantiene todo el tiempo.
Son tres los burdeles que las hermanas Baladro administran en la novela y cada uno de ellos se levanta en un lugar distinto. El primero es la casa del Molino, en la calle de ese nombre en la ciudad de Pedrones, según algunos un trasunto de León, Guanajuato. Es casi nada lo que se nos deja ver de Pedrones (la Plaza de Armas, un par de calles) pero algo más vemos del burdel y su funcionamiento:
El cabaret tiene dos puertas. Una da a la calle y la otra a la casa. Por la que da a la calle entra el que quiere y sale el que ya pagó. Cuando un cliente que está en una mesa con una muchacha siente que quiere pasar un rato con ella, le dice que lo lleve a su cuarto. Ella contesta que sí, porque está prohibido decir que no. El cliente paga la cuenta, los dos se levantan de la mesa y salen del cabaret por la puerta que da a la casa. Esta puerta abre a un corredor donde está la escalera. Al pie de la escalera está la mesita de la encargada de los cuartos. Ella es la que le dice al cliente cuánto es lo que tiene que pagar, porque no todas las muchachas cuestan lo mismo. El cliente entrega el dinero a la encargada de los cuartos y ésta le entrega a la muchacha una ficha y al cliente una toalla. El cliente y la muchacha suben por la escalera, llegan al cuarto de ella, y allí están el tiempo que el señor haya contratado. Cuando terminan bajan juntos por la escalera. Esto es importante, para que la encargada de los cuartos se dé cuenta de que el cliente no ha maltratado a la muchacha. Al llegar al corredor se separan. El cliente puede regresar al cabaret, si quiere, y si no, puede salir a la calle por la puerta de la casa. La muchacha regresa al cabaret y sigue trabajando. Una buena trabajadora puede ganar tres, cuatro y hasta diez fichas en una noche.
No muy distinto es el México Lindo, el prostíbulo que las Baladro inauguran años después en San Pedro de las Corrientes, ya en el estado de Mezcala. Su gran proyecto es el tercero, el Casino del Danzón, de vuelta en Plan de Abajo, en el muy precario pueblo de Concepción de Ruiz, donde tendrán lugar los hechos más sórdidos de la novela. El plan de las hermanas es levantar ahí, en ese “caserío en medio de un llano”, un “burdel como no ha habido otro en estos rumbos”, a la vez lo suficientemente oculto y lo suficientemente espectacular como para atraer a los hombres que no irían a los prostíbulos más céntricos y pobretones. Para levantarlo cuentan, o creen contar, con el apoyo de las autoridades del estado y con un plan arquitectónico nada modesto: “quince cuartos con quince baños, un cabaret que figuraba el fondo del mar —levantaba uno los ojos y veía mantarrayas y tiburones colgando del techo—, dos salones reservados, uno estilo mozárabe, el otro, chinesco, y una alberca cubierta, que nadie pudo entender para qué servía, puesto que ninguna de las empleadas y casi ningún cliente sabían nadar”.
El día mismo de su inauguración, la noche del 15 de septiembre de 1961, el Casino del Danzón empieza a caer: el secretario particular del gobernador se emborracha en la fiesta, improvisa el Grito, baila con un hombre hasta que comprende que está haciendo el “ridículo” y guarda para siempre “mala voluntad” a todos los que presenciaron su deshonra. Unos meses más tarde, el gobernador lanza su moralina Ley de Moralización de Plan de Abajo y clausura en definitiva los prostíbulos de las hermanas. Cuando también el burdel de Mezcala es cerrado, es que se precipita el horror. Sin otro sitio adonde ir, las Baladro y muchas de sus explotadas trabajadoras se cuelan en el Casino y viven allí, clandestinamente, tras los sellos de clausura, trece largos meses. Las cosas pronto adquieren formas de pesadilla: una mujer muere tras una apoplejía, otras dos caen de un balcón y algunas se organizan contra otras mientras que todas pasan hambre y casi todas son recluidas bajo candado en sus cuartos. Las que van muriendo son malamente enterradas en el patio trasero de la casa y, más tarde, en un ranchito pobre y seco que las Baladro tienen en el estado. Treinta y cinco años de cárcel reciben las hermanas, Serafina y Arcángela, cuando sus crímenes son descubiertos.
Es ese lugar, el Casino del Danzón, el punto más oscuro, más hondo, de todo Plan de Abajo. En el mapa del estado pueden destacar, previsiblemente, las ciudades y los teatros y las universidades pero es ese burdel, tirado en la calle Independencia de un escaso poblado rural, el verdadero punctum del territorio —la pequeña mancha que termina por teñir el resto—. En una obra como la de Ibargüengoitia, famosamente desprovista, para bien o para mal, de toda gravitas, el Casino del Danzón es el único sitio con peso específico, y por lo mismo pandea sin resistencia la superficie de todo el estado. De hecho, es tan pesado el Casino que de pronto, en sus momentos más sombríos y menos ibargüengoitiescos, hace pensar en otros espacios sordos, clausurados, que —todavía más pesados— jalan hacia abajo el mapa todo de la literatura mexicana y brillan allí, en el fondo, sin emitir luz alguna. Apenas menos denso que el apando de Revueltas o el Farolito de Lowry (véase Quauhnáhuac) o la casa de la Bruja en La Matosa, el Casino del Danzón es un concentrado de horror en medio del horror mexicano —una singularidad que, en vez de atraer hacia sí todo el Mal, no deja de producirlo y escupirlo hacia todas partes—.
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La novela que cierra la Trilogía de Plan de Abajo es Dos crímenes (1979), a la vez una vuelta a la comedia de enredos y una ampliación de la cartografía del estado. El escenario principal aquí es Muérdago, mencionado apenas de paso en las otras novelas y quizás una versión de Celaya o de Irapuato o, cómo saberlo, de cualquier otra pequeña ciudad del Bajío o de más allá del Bajío o de ninguna de ellas. A la manera de Estas ruinas que ves, todo empieza con un desplazamiento del centro a la provincia: Marcos, el Negro —predecible apodo en Ibargüengoitia— viaja en autobús de la Ciudad de México a Muérdago, donde nació y pasó su infancia. En la capital ha sido acusado de un crimen que no cometió. En Muérdago, aparte de ocultarse, pretende estafar a su tío millonario para hacerse de dinero y huir después con su mujer a las ficticias playas de Ticomán. Desde luego las cosas se complican en el pueblo: también los primos sobrevuelan el cuerpo enfermo del tío, esperando a que muera para repartirse la herencia, y también aquí, como en Estas ruinas..., hay dos mujeres, una prima y una sobrina, madre e hija, con las que Marcos se enreda, otra vez no sin abuso y ahora no sin incesto, yendo de la habitación de una a la otra, y a las que Ibargüengoitia reserva su aplaudido tono majadero[5].
Si Estas ruinas que ves es una comedia de costumbres y Las muertas parece, sin serlo, una novela de no ficción, el subgénero que se asoma aquí, ya desde el título, es el de la novela negra. Algo tiene Dos crímenes de novela policiaca y algo de clásico whodunit, con sus tópicas piezas —viejo millonario, sobrinos codiciosos, enredos sexuales— barajadas con el acostumbrado desprendimiento de Ibargüengoitia. Cuando el tío amanece muerto, Marcos es acusado, de nuevo injustamente, de haberlo envenenado y entonces —en el momento más feliz de la novela— la perspectiva cambia en un segundo: ya no es él sino don Pepe Lara, el boticario del pueblo, quien se encarga de narrar los últimos episodios y de resolver el caso. Otra cosa hace don Pepe: nos ofrece otra visión, esta vez local, de Muérdago y sus alrededores.
Aun atando las dos versiones, es poco lo que alcanzamos a conocer de Muérdago. Es una ciudad plana, de poca altura, sitiada por campos sembrados. En su centro la Plaza de Armas soporta los obligados portales, el obligado hotel y la obligada parroquia, con dos torres de color rosa. No lejos está el bar California, “iluminado con una luz verdosa que hace que todos los parroquianos parezcan cadáveres”, y un poco más allá el Casino —otro Casino, no el prostíbulo de las hermanas Baladro— donde los primos conspiran. La casa del tío está a unos pasos de la Plaza, como todas las casas grandes, y es la más grande de todas, con un ancho portón y tres balcones que dan a la calle Sonajas. Desde la Loma de los Conejos puede verse La Mancuerna, el rancho del tío, y algo del río Bagre, donde la gente se divierte cazando agachonas. Ya hacia la sierra el suelo está perforado con minas abandonadas. Más allá, a cuarenta kilómetros, se levanta Cuévano, la Atenas de por ahí, donde empieza la trilogía que aquí termina.
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Uno de los chistes más gastados de la crítica literaria mexicana consiste en afirmar que nuestra literatura —framing— es poco cómica, que Jorge Ibargüengoitia —telling— es la feliz excepción hilarante y que, dado que el humor es siempre demoledor y subversivo, él —punch line— es el más demoledor y subversivo de nuestros escritores. Lo cierto —risas— es que no es poca la comedia en la literatura mexicana, que el humor no siempre, o rara vez, es sedicioso y que Ibargüengoitia es, en el mejor de los casos, un disparejo comediante de derechas.
El humor, ha escrito Alenka Zupančič, es subversivo (y verdadero) o es reaccionario (y falso)[6]. Cuando lo es de veras, el humor —casi da lo mismo si es satírico o irónico o paródico o carnavalesco o bufo— se ríe del poder, perfora el sentido común y contiene —como añade Simon Critchley— una forma, una promesa, de emancipación[7]. El falso humor, el humor reaccionario —ya puede anticiparse—, hace justo lo contrario: se vierte de arriba abajo, consolida creencias y reafirma, al final de las risas, el nada divertido consenso social. Uno encuentra este (falso) humor en todas partes: dirigido contra las minorías, saturado de prejuicios, riendo de la diferencia y acercando las personas a los estereotipos. Otras dos cosas acostumbra este modo reaccionario: mofarse de los ideales y las ilusiones políticas, como para sancionar que no hay más orden social que este (¡así somos, qué le vamos a hacer!), y confundir la risa con la rebelión, haciéndonos creer que porque nos podemos reír de esta dinámica o de aquella estructura ya estamos libres de ellas y no necesitamos de la política para reventarlas.
La narrativa toda de Ibargüengoitia es, o pretende ser, humorística y toda ella es reaccionaria. Reaccionarias son sus aplaudidas parodias históricas —Los relámpagos de agosto y Los pasos de López (1981)—, que, a la vez que se burlan razonablemente de la plomiza historia oficial, desairan con un dejo aristocrático todo esfuerzo colectivo y apuntan su batería menos contra los poderosos que contra los pobres y analfabetas que quieren ser, ridículos ellos, poderosos. Más reaccionarios aún son buena parte de sus cuentos (La ley de Herodes, 1967) y un buen montón de los artículos periodísticos que escribió en Excélsior, Plural y Vuelta, atestados unos y otros de prejuicios raciales y de género y animados por un nada oculto sentimiento de superioridad que empuja a Ibargüengoitia a reírse siempre de los otros y nunca de sí mismo. También reaccionaria, ya se ha visto, es esta trilogía del Plan de Abajo —en particular Estas ruinas... y Dos crímenes—, bastante menos paródica que aquellas novelas históricas, bañada de machismo y entretenida en practicar —desde el centro, desde Coyoacán, desde la Plaza de Armas de la ciudad letrada— una comedia moral de la provincia.
Hoy, casi medio siglo después de la aparición de esas novelas del Plan de Abajo, buena parte del humor de Ibargüengoitia suena misógino, a veces racista y de pronto homofóbico. El asunto es que ya en su momento, los años sesenta y setenta del siglo pasado, el humor de Ibargüengoitia era misógino, a veces racista y de pronto homofóbico. Dicho de otro modo: ni siquiera entonces las risas de Ibargüengoitia eran subversivas o rompedoras; se alimentaban neciamente de prejuicios y, más que transgredir, se sumaban a la tarea de ofender a los ya de por sí largamente ofendidos. Léanse sus artículos periodísticos a la par de los que escribía al mismo tiempo Carlos Monsiváis, por ejemplo, para notar, por contraste, el rancio conservadurismo de su humor. Desprovisto de tramas y alter egos, Ibargüengoitia apenas si puede ocultarse en estos textos y, siempre seguro de sí, expresa con franqueza sus fobias y manías. Un día se desespera con las feministas.[8] Otro observa desde su cuarto de hotel a decenas de acapulqueñas que martelinan un piso (“unas guapas y otras espantosas”) y, aunque confiesa que le gusta ver “cincuenta mujeres en cuclillas, dándole golpes al piso y hablando como pericos”, pronto le espanta la idea de que entre esas mujeres “debe de haber lideresas, maestras de obras, representantes del sindicato”[9]. Antes o después es un “afeminado chocantísimo” el que le arruina la mañana[10], y ni hablar de las “criadas” (uno de sus temas predilectos), que hablan mal y trabajan mal pero que le son indispensables para mantener su performance de mexicano rico exasperado por la tontería de los mexicanos pobres[11].
En defensa del humor de Ibargüengoitia pueden citarse, por supuesto, algunas páginas gozosamente ácidas y cantidad de párrafos desternillantes; en su contra, textos enteros y cantidad de bromas vergonzosas. Lo que no hay modo de mostrar, porque sencillamente no lo hay en toda su obra, como sí lo hay, en digamos, Reinaldo Arenas o Copi o cierto Bryce Echenique, es ese humor radical que sacude las cosas y a los lectores —o el modo en que los lectores miran las cosas—. No hay fiesta ni ruptura ni transvaloración alguna en Ibargüengoitia, quien se ríe sin dañar aquello de lo que se ríe. De alguna forma es como si “nuestro humorista mayor” se tomara demasiado en serio su humor, su distancia irónica, su desganado laconismo, y no se atreviera, para no correr el riesgo de hacer el ridículo, a alcanzar algún extremo, a aspirar a algo grande y explosivo. Lejos de blandir una cierta demencia liberadora, Ibargüengoitia insiste en presentarse a sí mismo —o quizás habría que decir: a su género y su clase y su raza y su circunstancia geográfica— como la pura personificación del sentido común y desde ahí se burla de la extravagancia y la marginalidad de los otros. Las risas de Ibargüengoitia son, en fin, risas sin sedición. Así como ríe Ibargüengoitia, ríe el poder.
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El sentido común puede servir para evitar que uno escriba obras lamentables, pero con sentido común no se escriben obras maestras. Ninguna de las novelas de esta trilogía es una novela mayor, como sí lo son tantas otras obras mapeadas en este libro. No lo son, en buena parte, porque no pretenden serlo —y, de hecho, pretenden poca cosa porque justo de eso, de las pretensiones, es de lo que se burlan—. No lo son, además, porque ninguna de ellas, ni siquiera Las muertas, consigue desprenderse en momento alguno de Ibargüengoitia y vibrar aparte, con independencia, lejos de la voz y los límites de su autor. Un poco lo mismo ocurre con Plan de Abajo: es demasiado Ibargüengoitia. Aun cuando esta región es imaginaria, apenas si tiene libertad y autonomía. El temperamento de Ibargüengoitia está en todos los rincones y no hay espacio para sorpresa alguna: nada será aquí nunca trágico o radical o desmedido, todo será nimio y ridículo, y el autor se encargará de recordarnos una y otra vez —con una mueca satisfecha en el rostro— que todo es, en efecto, ridículo y nimio.
Cosa extraña: este territorio imaginario, construido con bromas y ocurrencias, es acaso el menos divertido de todos —el que menos asombros depara a quien lo visita—.
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* El título original del ensayo, como se publicó en Atlas de (otro) México (Debate, 2025), es "Plan de Abajo: instrucciones para reír (o no reír) de la provincia".
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[1] Para una lectura en clave guanajuatense de la novela, véase Luis Palacios Hernández, Ibargüengoitia y los senderos cuevanenses, Universidad de Guanajuato, 2018.
[2] Citado en M. Cristina Secci, “Rompecabezas: vida y obra de Jorge Ibargüengoitia”, Casa del Tiempo, núm. 88, mayo de 2016, p. 44.
[3] De paso: en ese prólogo Ibargüengoitia identifica ciertos atavismos en Vetusta que también aparecen, un siglo más tarde, en Cuévano: Vetusta “es un microcosmos que el lector hispanoamericano del último tercio del siglo XX reconoce con estremecimiento. La inmovilidad provinciana, la frivolidad en cuestiones políticas, el donjuanismo, las pretensiones espirituales, la admiración desbocada hacia todo lo elegante, la preocupación por la honra y la tendencia a entrometerse en vidas ajenas, son factores que aquejan a nuestras sociedades”. Leopoldo Alas “Clarín”, La Regenta, prólogo de Jorge Ibargüengoitia, México, Porrúa, Colección Sepan Cuentos núm. 225, 1977.
[4] Quien mejor ha planteado esto es Matthew Sibley en su tesis doctoral La trilogía del “Plan de Abajo” de Jorge Ibargüengoitia: un cuestionamiento de la realidad y la ficción a partir del espacio quimérico, las técnicas narrativas y la heteroglosia (Graduate College of Bowling Green State University, 2015).
[5] Julián Pastor pudo haber hecho con esta novela otra película de ficheras, pero fue Roberto Sneider quien la llevó al cine en 1995 en una muy visible, y poco picaresca, adaptación.
[6] Alenka Zupančič, The Odd One In: On Comedy, Cambridge, MIT Press, 2008. Véase también “Stand Up for Comedy”, donde Zupančič llama a la comedia reaccionaria “sit back comedy” y dice de ella: “‘Sit back comedy’ typically cashes in on our repressions, further consolidates us in our beliefs and, more importantly, in our righteousness, our (moral or intellectual) superiority. It can involve strong elements of irony understood as drawing, and playing upon, the line between ourselves (who get it and are on the right side), and others (who don’t get it).” “Stand Up for Comedy”, Fall Semester, abril de 2020 (en línea).
[7] Simon Critchley, On Humor, Londres, Routledge, 2002.
[8] “El día de la invasión: la mujer liberada” en Ibargüengoitia, Instrucciones para vivir en México, México, Joaquín Mortiz, 1990, p. 285-287.
[9] “Acapulqueños: servicio en su cuarto”, en Ibargüengoitia, La casa de usted y otros viajes, México, Joaquín Mortiz, 1991, págs. 42-44.
[10] “Acapulco: ¿paraíso perdido?”, en La casa de usted y otros viajes, p. 40.
[11] Véase otra vez, y por ejemplo, “El día de la invasión”, donde Ibargüengoitia nos cuenta de su “choque con la criada”: “Es la casa de unos amigos a quienes quiero ver. Llamo a la puerta varias veces, cuando estoy a punto de desistir, se oye a lo lejos un sonido tan mexicano que me agarra de nuevo y me deja maravillado: la voz de una criada preguntando ‘¿quieeeén?’ (...)
(Le) expliqué lo que quería: ver a los dueños de la casa. (....)
—¿De parte de quieeeén?
—De Jorge.
—¿Jorge queeeé?
—Ibargüengoitia.
—No estaaaán.
Aquí yo dije varias palabrotas con el siguiente efecto: ¿si no están los dueños por qué no me lo dice antes en vez de estar haciéndome perder el tiempo? A lo cual, la criada respondió:
—¿Qué queeeé?
He aquí un ejemplo de mujer sublime que yo hubiera estrangulado si la hubiera tenido a la mano”. (p. 286)
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Se cumplen 50 años de la publicación de <i>Estas ruinas que ves</i>, la primera de las novelas ubicadas en Plan de Abajo, la región imaginada por Jorge Ibargüengoitia (1928-1983). Además, en Netflix se ha estrenado una serie inspirada en <i>Las muertas</i>, otra de las novelas del guanajuatense. Parece el momento propicio para revisar críticamente el humor de esta figura eminente de la literatura y dramaturgia mexicanas. Aquí, un ensayo que proviene del <i>Atlas de (otro) México</i> (Debate, 2025), de Rafael Lemus.
Comedy cannot replace politics.
Alenka Zupančič
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Podría leerse en alguna parte:
Plan de Abajo, oficialmente Estado Libre y Soberano de Plan de Abajo, es uno de los treinta y un estados que, junto con la Ciudad de México, conforman la República Mexicana. De extensión imprecisa, pero seguramente no espectacular, limita al oeste con el estado de Mezcala, y se desconoce con qué otras entidades al norte, sur y este. A menudo confundido con el imaginario estado de Guanajuato, descansa en el centro del Bajío, otra región más bien aparente, y es, como tantos lugares, una arbitraria mezcla de ríos, montañas y valles.
La capital del estado es la ciudad de Cuévano, fundada en 1540 y, según algunos, al parecer menos por su ubicación geográfica que por la casualidad de haber sido la cuna de la Independencia, “el corazón mismo del país”.
Entre las ciudades más pobladas del estado se cuentan, además de la capital, Muérdago y Pedrones, no particularmente memorables. Los pueblos, ejidos y ranchos que salpican su territorio son legión y son apostólicos romanos. Dígase: Rinconada, Pajares, Huantla, Jaloste, Concepción de Ruiz o San Pedro de las Corrientes.
Son ya millones los abajenses, todos bautizados.
Lo poco que se conoce de la historia del estado habla, si no de un pasado épico, tampoco miserable: minas de oro y plata en la colonia, gestas independentistas en el XIX, vastas haciendas abolidas por una revolución a la vez abolida por los gobiernos posrevolucionarios.
La representación literaria más célebre del estado, y también la única, se debe al narrador y dramaturgo abajense Jorge Ibargüengoitia (1928-1983), quien, algunos años antes del avionazo que habría de matarlo, ubicó tres de sus novelas en esta región del Bajío: Estas ruinas que ves (1975), Las muertas (1977) y Dos crímenes (1979).
Plan de Abajo es famoso por sus fresas y por los asesinatos de las hermanas Baladro en los años setenta.
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También podría leerse —y se leerá más adelante:
Una y otra vez celebrado como el mayor humorista de la literatura mexicana, una y otra vez aplaudido como nuestro autor más demoledor y subversivo, Jorge Ibargüengoitia, es, en el mejor de los casos, un disparejo comediante de derechas —y Plan de Abajo, una comarca sembrada de tópicos y cochambre—.
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El estado de Plan de Abajo y su capital aparecen por vez primera, y apenas de paso, en la primera novela de Jorge Ibargüengoitia, Los relámpagos de agosto (1964). Allí, en el capítulo XI, el delirante general revolucionario José Guadalupe Arroyo expresa su deseo de apoderarse de Cuévano, el “famoso centro ferroviario” en el que habrá de reunirse con otros generales sublevados. Allí, en el capítulo XIII, Arroyo toma la ciudad. Allí, en el capítulo XVII, Arroyo pierde la ciudad para siempre.
Cuévano reaparece once años más tarde, en la tercera novela de Ibargüengoitia, ahora ya protagónicamente. Al revés de Los relámpagos..., Estas ruinas que ves es una obra costumbrista, de tono menor, entretenida ya no en parodiar un episodio de la Revolución mexicana sino en registrar, no sin mala leche, la vida diaria una panda de cuevanenses. Si hay una historia aquí es la de Francisco Aldebarán, un opaco cuarentón que vuelve a Cuévano para reemplazar al profesor de literatura que cayó muerto en la cena navideña. Lo que se narra —o, mejor, lo que el mismo Aldebarán nos cuenta— son sus encuentros con otros profesores universitarios, algunas borracheras, tres o cuatro malentendidos y dos enredos sexuales, ninguno de ellos desprovisto de acoso y abuso: el primero con Sara Espinoza, la esposa de uno de sus colegas (“Tuve que forcejear con ella”), y el otro con Gloria, una estudiante suya a la que un buen día, en casa de los padres de ella, le hace “saber” que tiene una erección apoyándose “contra la minifalda roja y sintiendo, a través de esta, la carne firme de su nalga”. La trama es tan misógina y su tono tan pendenciero que algunos años más tarde (1979) Julián Pastor no tendrá problemas para hacer del libro una aborrecible película de ficheras.
Observar y describir el físico de las mujeres es una de las dos cosas que parece interesar de veras al narrador de la novela. La otra es referir con sorna la vida de los cuevanenses. De hecho, las anécdotas enzarzadas en el libro son apenas un pretexto para ir de un lado a otro de la ciudad y hacer aparecer aquí y allá una constelación de personajes secundarios creados por el autor con el único propósito de mofarse un segundo después de ellos. A veces la trama se suspende del todo y lo que se lee entonces es una estampa histórica de la ciudad, extraída del apócrifo Opúsculo cuevanense, o algunas entradas de un también apócrifo “catálogo de ideas fijas cuevanenses”, en el que Ibargüengoitia pone en práctica una de sus suertes cómicas menos cómicas: reírse de los lugares comunes sin apenas desarmarlos, reproducir estereotipos y prejuicios con la blanda excusa de haberse burlado antes tímidamente de ellos. Por ejemplo:
ARTISTAS: se mueren de hambre, no se cortan las uñas y se comunican entre sí diciéndose rimas de Bécquer.
INDIO: es mañoso y no le gusta trabajar. Es la causa fundamental de nuestro subdesarrollo.
JOTO: el que en las noches se pinta los labios, se pone rizadores en el pelo y duerme en camisón transparente.
NEGRO: los negros son iguales a nosotros ante los ojos de Dios, tienen el sexo extraordinariamente desarrollado, sus ojos y sus dientes brillan en la oscuridad, despiden un olor inconfundible, parecido al del histafiate.
“Cuévano —se lee en el Opúsculo cuevanense— es una ciudad chica, pero bien arreglada y con pretensiones. Es capital del estado de Plan de Abajo, tiene una universidad por la que han pasado lumbreras y un teatro que cuando fue inaugurado, hace setenta años, no le pedía nada a ningún otro”. No por nada la gente de la ciudad, se nos advierte allí también, suele mirar a su alrededor y concluir: “Modestia aparte, somos la Atenas de por aquí”. Casi todos parecen estar de acuerdo en que la ciudad ha visto mejores días —¡fue una de las ciudades más importantes de la Nueva España!— pero, en el fondo, todo están satisfechos con la ciudad tal como está: “Creen que no hay cielo más azul que el que se alcanza a ver recortado entre los cerros, ni aire más puro que el sopla a veces con fuerza de vendaval, ni casas más elegantes que las que están cayéndose en el paseo de los Tepozanes”.
La ciudad está construida entre cerros, y algo vemos de ellos cuando los personajes salen de día de campo. Algo vemos también del Jardín de la Constitución, con su célebre Teatro de la República, y de la Plaza de la Libertad, con su menos célebre estatua homónima, “una gorda con lanza, los pechos de fuera y gorro frigio”. Aunque Aldebarán y sus amigos andan con frecuencia por las calles y los callejones de la ciudad, la mayor parte de la novela ocurre en interiores, previsiblemente en espacios de sociabilidad masculina: el comedor de algún profesor, resignadamente atendido por su esposa; el Café de don Leandro, en cuyas paredes Aldebarán y compañía pintan, nada más porque sí, unos pedestres murales; la Flor de Cuévano, otro café donde los profesores declaman y pasean sus libros; y el Gran Cañón del Colorado, una cantina, toda roja, con la Virgen del Perpetuo Socorro en algún nicho y con serrín y huesos de manitas de puerco desparramados en el piso.
Se suele decir, no sin razón, que Cuévano es un cómico remedo de Guanajuato, la ciudad donde Ibargüengoitia nació y cerca de la cual administró un rancho antes de mudarse definitivamente a la Ciudad de México. Es clara la copia: Cuévano, como Guanajuato, es ciudad capital, y fue ciudad minera, y está entre montañas, y presume una universidad, y es la Atenas de por ahí. Buena parte de sus espacios están, de hecho, literalmente calcados de la ciudad material: el cerro del Cimarrón es el de la Bufa; la Plaza de la Constitución, el Jardín de la Unión; el teatro de la República, el Juárez; y así sucesivamente. Los que conocieron la ciudad en los cincuenta y sesenta han podido incluso leer la novela en clave y han encontrado, por ejemplo, en este personaje un asomo de aquel tipo; en el Cañón del Colorado, un simulacro de otra cantina, el Cañón Rojo; y en el Café de don Leandro, el Café Carmelo, donde acostumbraban reunirse los profesores al parecer entre murales pintados por ellos mismos[1]. Los que no conocimos aquella ciudad podemos encontrar aquí una imagen —congelada en el tiempo aunque, desde luego, deformada por el humor de Ibargüengoitia— de la ciudad de Guanajuato antes de la explosión de bares y cafés y tourist traps que supuso el Festival Cervantino.
Pero Cuévano, ya se ve, es Cuévano y no Guanajuato. Inspirada en un sitio material, está hecha de papel y tinta, y al final del día ella es su propia realidad, a la vez autónoma y desdoblada de otra parte. Así lo dijo una vez Ibargüengoitia en una entrevista: “al tratar de evocar una ciudad conocida y real, construí otra en mi mente —y también en el libro—, otra que es imaginaria, parecida y autosuficiente”[2]. Cuévano, además, rebasa a Guanajuato en términos espaciales: no es, no quiere ser, tan solo el doble literario de esa ciudad sino la mordaz alegoría de algo más amplio y ya de por sí alegórico, la provincia, la provincia mexicana. Al revés de, digamos, Las buenas conciencias (1959), de Carlos Fuentes, fincada sin remedio en Guanajuato, Estas ruinas que ves es más bien móvil y sirve para mofarse de mil y un pueblos y ciudades que los defeños —Ibargüengoitia, al final, uno de ellos— juzgan como provincianas. Así, más que a Guanajuato, Cuévano se parece a Vetusta, la ciudad imaginaria con que Clarín quiso remedar la provincia española en La Regenta (1884), novela que Ibargüengoitia disfrutaba y para la cual escribió un esquemático prólogo en la colección Sepan Cuantos[3]. Aunque remedar no es aquí el verbo adecuado. Ni La Regenta ni Estas ruinas que ves remedan —o retratan o representan— la “provincia” de sus respectivos países; más bien contribuyen en la nunca acabada tarea de crearla y recrearla y atarla a una pila de estereotipos y fatalidades idiosincráticas.
Hay quien ha dicho que Ibargüengoitia, en vez de fijar, desmonta en Estas ruinas que ves el mito de la provincia mexicana[4]. Lo haría, claro, a través de la risa y del escarnio pero también, se dice, creando en Cuévano un espacio plural y fragmentario en el que aparecerían, se encontrarían y se anularían distintos sujetos y discursos. Ojalá las cosas fueran de ese modo. Si hay humor en Estas ruinas que ves, se vierte sobre todo contra los tópicos que el autor maneja acríticamente. Si hay comedia, es poco cáustica, apenas satírica, más bien un leve enredo de faldas que se ríe insistente pero discretamente del orden social, como con cuidado de no agitarlo. Si hay distintos tipos y discursos, tampoco son tantos y están siempre mediados por Aldebarán, una suerte de alter ego de Ibargüengoitia que opina sobre los hábitos y las mujeres de Cuévano, cura los documentos de los locales y viaja de la Ciudad de México a la capital de Plan de Abajo, a final de cuentas, para dejarnos ver la provincia. Porque también eso: lo que hay aquí es una escritura sobre las afueras producida desde el centro y para el centro, un divertimento para los metropolitanos, quienes ríen con ensayada arrogancia y de cuya presunta superioridad nadie se ríe nunca en estas páginas.
Estas ruinas que ves: risas pregrabadas.
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La siguiente novela de Ibargüengoitia, publicada apenas dos años después de aquella, insiste en el escenario, el estado de Plan de Abajo, pero casi todo lo demás es distinto. Aquí —el título ya lo advierte: Las muertas— el asunto es mucho más grave: no las correrías de un puñado de profesores sino los crímenes y negocios de las hermanas Baladro. Aquí el humor es más tenue y de pronto casi inexistente, en parte por la naturaleza del asunto, en parte porque el narrador de la obra se entromete menos que Aldebarán y se permite menos picardías. Aquí apenas si hay retrato de costumbres y en su lugar despunta a veces, casi a pesar de Ibargüengoitia, un leve tono de crítica social y denuncia. Aquí la trama no se finca en un solo sitio sino que sigue a las temibles hermanas por los pueblos y ciudades de Plan de Abajo y Mezcala donde abren prostíbulos, asesinan mujeres y se deshacen de los cadáveres.
Las muertas, se sabe, está inspirada en el infame caso de las Poquianchis, las hermanas que en las décadas de los cincuenta y los sesenta regentearon burdeles en Jalisco y Guanajuato, secuestraron y torturaron a decenas de mujeres y ordenaron, según investigaciones oficiales, al menos 91 asesinatos. Se sabe menos que la obra, además de ficcionalizar los crímenes, de algún modo los reduce y desdramatiza. Lejos de novelas de no ficción como A sangre fría (1965) o Asesinato (1985), Las muertas es una novela a secas, más producto de la imaginación que de las pesquisas de su autor. Al revés de Truman Capote o de Vicente Leñero, Ibargüengoitia no entrevistó a las víctimas ni a los verdugos y apenas si tuvo unos minutos en sus manos el legajo judicial del caso. Salvo algunos detalles, casi todo es inventado en estas páginas, lo mismo los apellidos de las hermanas (aquí Baladro, allá González Valenzuela) que el número de sus crímenes (mucho menos que 91), la mayor parte de ellos aquí circunstanciales, nada premeditados. De algún modo Ibargüengoitia era el mejor de los autores para ocuparse de este caso, del todo blindado contra el melodrama y el amarillismo con que la prensa había cubierto estos hechos. Por eso mismo era también la peor de las opciones, demasiado parco y aséptico como para alcanzar los tonos críticos y dramáticos que, por ejemplo, la película de Felipe Cazals sobre el asunto (Las Poquianchis, 1976) mantiene todo el tiempo.
Son tres los burdeles que las hermanas Baladro administran en la novela y cada uno de ellos se levanta en un lugar distinto. El primero es la casa del Molino, en la calle de ese nombre en la ciudad de Pedrones, según algunos un trasunto de León, Guanajuato. Es casi nada lo que se nos deja ver de Pedrones (la Plaza de Armas, un par de calles) pero algo más vemos del burdel y su funcionamiento:
El cabaret tiene dos puertas. Una da a la calle y la otra a la casa. Por la que da a la calle entra el que quiere y sale el que ya pagó. Cuando un cliente que está en una mesa con una muchacha siente que quiere pasar un rato con ella, le dice que lo lleve a su cuarto. Ella contesta que sí, porque está prohibido decir que no. El cliente paga la cuenta, los dos se levantan de la mesa y salen del cabaret por la puerta que da a la casa. Esta puerta abre a un corredor donde está la escalera. Al pie de la escalera está la mesita de la encargada de los cuartos. Ella es la que le dice al cliente cuánto es lo que tiene que pagar, porque no todas las muchachas cuestan lo mismo. El cliente entrega el dinero a la encargada de los cuartos y ésta le entrega a la muchacha una ficha y al cliente una toalla. El cliente y la muchacha suben por la escalera, llegan al cuarto de ella, y allí están el tiempo que el señor haya contratado. Cuando terminan bajan juntos por la escalera. Esto es importante, para que la encargada de los cuartos se dé cuenta de que el cliente no ha maltratado a la muchacha. Al llegar al corredor se separan. El cliente puede regresar al cabaret, si quiere, y si no, puede salir a la calle por la puerta de la casa. La muchacha regresa al cabaret y sigue trabajando. Una buena trabajadora puede ganar tres, cuatro y hasta diez fichas en una noche.
No muy distinto es el México Lindo, el prostíbulo que las Baladro inauguran años después en San Pedro de las Corrientes, ya en el estado de Mezcala. Su gran proyecto es el tercero, el Casino del Danzón, de vuelta en Plan de Abajo, en el muy precario pueblo de Concepción de Ruiz, donde tendrán lugar los hechos más sórdidos de la novela. El plan de las hermanas es levantar ahí, en ese “caserío en medio de un llano”, un “burdel como no ha habido otro en estos rumbos”, a la vez lo suficientemente oculto y lo suficientemente espectacular como para atraer a los hombres que no irían a los prostíbulos más céntricos y pobretones. Para levantarlo cuentan, o creen contar, con el apoyo de las autoridades del estado y con un plan arquitectónico nada modesto: “quince cuartos con quince baños, un cabaret que figuraba el fondo del mar —levantaba uno los ojos y veía mantarrayas y tiburones colgando del techo—, dos salones reservados, uno estilo mozárabe, el otro, chinesco, y una alberca cubierta, que nadie pudo entender para qué servía, puesto que ninguna de las empleadas y casi ningún cliente sabían nadar”.
El día mismo de su inauguración, la noche del 15 de septiembre de 1961, el Casino del Danzón empieza a caer: el secretario particular del gobernador se emborracha en la fiesta, improvisa el Grito, baila con un hombre hasta que comprende que está haciendo el “ridículo” y guarda para siempre “mala voluntad” a todos los que presenciaron su deshonra. Unos meses más tarde, el gobernador lanza su moralina Ley de Moralización de Plan de Abajo y clausura en definitiva los prostíbulos de las hermanas. Cuando también el burdel de Mezcala es cerrado, es que se precipita el horror. Sin otro sitio adonde ir, las Baladro y muchas de sus explotadas trabajadoras se cuelan en el Casino y viven allí, clandestinamente, tras los sellos de clausura, trece largos meses. Las cosas pronto adquieren formas de pesadilla: una mujer muere tras una apoplejía, otras dos caen de un balcón y algunas se organizan contra otras mientras que todas pasan hambre y casi todas son recluidas bajo candado en sus cuartos. Las que van muriendo son malamente enterradas en el patio trasero de la casa y, más tarde, en un ranchito pobre y seco que las Baladro tienen en el estado. Treinta y cinco años de cárcel reciben las hermanas, Serafina y Arcángela, cuando sus crímenes son descubiertos.
Es ese lugar, el Casino del Danzón, el punto más oscuro, más hondo, de todo Plan de Abajo. En el mapa del estado pueden destacar, previsiblemente, las ciudades y los teatros y las universidades pero es ese burdel, tirado en la calle Independencia de un escaso poblado rural, el verdadero punctum del territorio —la pequeña mancha que termina por teñir el resto—. En una obra como la de Ibargüengoitia, famosamente desprovista, para bien o para mal, de toda gravitas, el Casino del Danzón es el único sitio con peso específico, y por lo mismo pandea sin resistencia la superficie de todo el estado. De hecho, es tan pesado el Casino que de pronto, en sus momentos más sombríos y menos ibargüengoitiescos, hace pensar en otros espacios sordos, clausurados, que —todavía más pesados— jalan hacia abajo el mapa todo de la literatura mexicana y brillan allí, en el fondo, sin emitir luz alguna. Apenas menos denso que el apando de Revueltas o el Farolito de Lowry (véase Quauhnáhuac) o la casa de la Bruja en La Matosa, el Casino del Danzón es un concentrado de horror en medio del horror mexicano —una singularidad que, en vez de atraer hacia sí todo el Mal, no deja de producirlo y escupirlo hacia todas partes—.
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La novela que cierra la Trilogía de Plan de Abajo es Dos crímenes (1979), a la vez una vuelta a la comedia de enredos y una ampliación de la cartografía del estado. El escenario principal aquí es Muérdago, mencionado apenas de paso en las otras novelas y quizás una versión de Celaya o de Irapuato o, cómo saberlo, de cualquier otra pequeña ciudad del Bajío o de más allá del Bajío o de ninguna de ellas. A la manera de Estas ruinas que ves, todo empieza con un desplazamiento del centro a la provincia: Marcos, el Negro —predecible apodo en Ibargüengoitia— viaja en autobús de la Ciudad de México a Muérdago, donde nació y pasó su infancia. En la capital ha sido acusado de un crimen que no cometió. En Muérdago, aparte de ocultarse, pretende estafar a su tío millonario para hacerse de dinero y huir después con su mujer a las ficticias playas de Ticomán. Desde luego las cosas se complican en el pueblo: también los primos sobrevuelan el cuerpo enfermo del tío, esperando a que muera para repartirse la herencia, y también aquí, como en Estas ruinas..., hay dos mujeres, una prima y una sobrina, madre e hija, con las que Marcos se enreda, otra vez no sin abuso y ahora no sin incesto, yendo de la habitación de una a la otra, y a las que Ibargüengoitia reserva su aplaudido tono majadero[5].
Si Estas ruinas que ves es una comedia de costumbres y Las muertas parece, sin serlo, una novela de no ficción, el subgénero que se asoma aquí, ya desde el título, es el de la novela negra. Algo tiene Dos crímenes de novela policiaca y algo de clásico whodunit, con sus tópicas piezas —viejo millonario, sobrinos codiciosos, enredos sexuales— barajadas con el acostumbrado desprendimiento de Ibargüengoitia. Cuando el tío amanece muerto, Marcos es acusado, de nuevo injustamente, de haberlo envenenado y entonces —en el momento más feliz de la novela— la perspectiva cambia en un segundo: ya no es él sino don Pepe Lara, el boticario del pueblo, quien se encarga de narrar los últimos episodios y de resolver el caso. Otra cosa hace don Pepe: nos ofrece otra visión, esta vez local, de Muérdago y sus alrededores.
Aun atando las dos versiones, es poco lo que alcanzamos a conocer de Muérdago. Es una ciudad plana, de poca altura, sitiada por campos sembrados. En su centro la Plaza de Armas soporta los obligados portales, el obligado hotel y la obligada parroquia, con dos torres de color rosa. No lejos está el bar California, “iluminado con una luz verdosa que hace que todos los parroquianos parezcan cadáveres”, y un poco más allá el Casino —otro Casino, no el prostíbulo de las hermanas Baladro— donde los primos conspiran. La casa del tío está a unos pasos de la Plaza, como todas las casas grandes, y es la más grande de todas, con un ancho portón y tres balcones que dan a la calle Sonajas. Desde la Loma de los Conejos puede verse La Mancuerna, el rancho del tío, y algo del río Bagre, donde la gente se divierte cazando agachonas. Ya hacia la sierra el suelo está perforado con minas abandonadas. Más allá, a cuarenta kilómetros, se levanta Cuévano, la Atenas de por ahí, donde empieza la trilogía que aquí termina.
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Uno de los chistes más gastados de la crítica literaria mexicana consiste en afirmar que nuestra literatura —framing— es poco cómica, que Jorge Ibargüengoitia —telling— es la feliz excepción hilarante y que, dado que el humor es siempre demoledor y subversivo, él —punch line— es el más demoledor y subversivo de nuestros escritores. Lo cierto —risas— es que no es poca la comedia en la literatura mexicana, que el humor no siempre, o rara vez, es sedicioso y que Ibargüengoitia es, en el mejor de los casos, un disparejo comediante de derechas.
El humor, ha escrito Alenka Zupančič, es subversivo (y verdadero) o es reaccionario (y falso)[6]. Cuando lo es de veras, el humor —casi da lo mismo si es satírico o irónico o paródico o carnavalesco o bufo— se ríe del poder, perfora el sentido común y contiene —como añade Simon Critchley— una forma, una promesa, de emancipación[7]. El falso humor, el humor reaccionario —ya puede anticiparse—, hace justo lo contrario: se vierte de arriba abajo, consolida creencias y reafirma, al final de las risas, el nada divertido consenso social. Uno encuentra este (falso) humor en todas partes: dirigido contra las minorías, saturado de prejuicios, riendo de la diferencia y acercando las personas a los estereotipos. Otras dos cosas acostumbra este modo reaccionario: mofarse de los ideales y las ilusiones políticas, como para sancionar que no hay más orden social que este (¡así somos, qué le vamos a hacer!), y confundir la risa con la rebelión, haciéndonos creer que porque nos podemos reír de esta dinámica o de aquella estructura ya estamos libres de ellas y no necesitamos de la política para reventarlas.
La narrativa toda de Ibargüengoitia es, o pretende ser, humorística y toda ella es reaccionaria. Reaccionarias son sus aplaudidas parodias históricas —Los relámpagos de agosto y Los pasos de López (1981)—, que, a la vez que se burlan razonablemente de la plomiza historia oficial, desairan con un dejo aristocrático todo esfuerzo colectivo y apuntan su batería menos contra los poderosos que contra los pobres y analfabetas que quieren ser, ridículos ellos, poderosos. Más reaccionarios aún son buena parte de sus cuentos (La ley de Herodes, 1967) y un buen montón de los artículos periodísticos que escribió en Excélsior, Plural y Vuelta, atestados unos y otros de prejuicios raciales y de género y animados por un nada oculto sentimiento de superioridad que empuja a Ibargüengoitia a reírse siempre de los otros y nunca de sí mismo. También reaccionaria, ya se ha visto, es esta trilogía del Plan de Abajo —en particular Estas ruinas... y Dos crímenes—, bastante menos paródica que aquellas novelas históricas, bañada de machismo y entretenida en practicar —desde el centro, desde Coyoacán, desde la Plaza de Armas de la ciudad letrada— una comedia moral de la provincia.
Hoy, casi medio siglo después de la aparición de esas novelas del Plan de Abajo, buena parte del humor de Ibargüengoitia suena misógino, a veces racista y de pronto homofóbico. El asunto es que ya en su momento, los años sesenta y setenta del siglo pasado, el humor de Ibargüengoitia era misógino, a veces racista y de pronto homofóbico. Dicho de otro modo: ni siquiera entonces las risas de Ibargüengoitia eran subversivas o rompedoras; se alimentaban neciamente de prejuicios y, más que transgredir, se sumaban a la tarea de ofender a los ya de por sí largamente ofendidos. Léanse sus artículos periodísticos a la par de los que escribía al mismo tiempo Carlos Monsiváis, por ejemplo, para notar, por contraste, el rancio conservadurismo de su humor. Desprovisto de tramas y alter egos, Ibargüengoitia apenas si puede ocultarse en estos textos y, siempre seguro de sí, expresa con franqueza sus fobias y manías. Un día se desespera con las feministas.[8] Otro observa desde su cuarto de hotel a decenas de acapulqueñas que martelinan un piso (“unas guapas y otras espantosas”) y, aunque confiesa que le gusta ver “cincuenta mujeres en cuclillas, dándole golpes al piso y hablando como pericos”, pronto le espanta la idea de que entre esas mujeres “debe de haber lideresas, maestras de obras, representantes del sindicato”[9]. Antes o después es un “afeminado chocantísimo” el que le arruina la mañana[10], y ni hablar de las “criadas” (uno de sus temas predilectos), que hablan mal y trabajan mal pero que le son indispensables para mantener su performance de mexicano rico exasperado por la tontería de los mexicanos pobres[11].
En defensa del humor de Ibargüengoitia pueden citarse, por supuesto, algunas páginas gozosamente ácidas y cantidad de párrafos desternillantes; en su contra, textos enteros y cantidad de bromas vergonzosas. Lo que no hay modo de mostrar, porque sencillamente no lo hay en toda su obra, como sí lo hay, en digamos, Reinaldo Arenas o Copi o cierto Bryce Echenique, es ese humor radical que sacude las cosas y a los lectores —o el modo en que los lectores miran las cosas—. No hay fiesta ni ruptura ni transvaloración alguna en Ibargüengoitia, quien se ríe sin dañar aquello de lo que se ríe. De alguna forma es como si “nuestro humorista mayor” se tomara demasiado en serio su humor, su distancia irónica, su desganado laconismo, y no se atreviera, para no correr el riesgo de hacer el ridículo, a alcanzar algún extremo, a aspirar a algo grande y explosivo. Lejos de blandir una cierta demencia liberadora, Ibargüengoitia insiste en presentarse a sí mismo —o quizás habría que decir: a su género y su clase y su raza y su circunstancia geográfica— como la pura personificación del sentido común y desde ahí se burla de la extravagancia y la marginalidad de los otros. Las risas de Ibargüengoitia son, en fin, risas sin sedición. Así como ríe Ibargüengoitia, ríe el poder.
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El sentido común puede servir para evitar que uno escriba obras lamentables, pero con sentido común no se escriben obras maestras. Ninguna de las novelas de esta trilogía es una novela mayor, como sí lo son tantas otras obras mapeadas en este libro. No lo son, en buena parte, porque no pretenden serlo —y, de hecho, pretenden poca cosa porque justo de eso, de las pretensiones, es de lo que se burlan—. No lo son, además, porque ninguna de ellas, ni siquiera Las muertas, consigue desprenderse en momento alguno de Ibargüengoitia y vibrar aparte, con independencia, lejos de la voz y los límites de su autor. Un poco lo mismo ocurre con Plan de Abajo: es demasiado Ibargüengoitia. Aun cuando esta región es imaginaria, apenas si tiene libertad y autonomía. El temperamento de Ibargüengoitia está en todos los rincones y no hay espacio para sorpresa alguna: nada será aquí nunca trágico o radical o desmedido, todo será nimio y ridículo, y el autor se encargará de recordarnos una y otra vez —con una mueca satisfecha en el rostro— que todo es, en efecto, ridículo y nimio.
Cosa extraña: este territorio imaginario, construido con bromas y ocurrencias, es acaso el menos divertido de todos —el que menos asombros depara a quien lo visita—.
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* El título original del ensayo, como se publicó en Atlas de (otro) México (Debate, 2025), es "Plan de Abajo: instrucciones para reír (o no reír) de la provincia".
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[1] Para una lectura en clave guanajuatense de la novela, véase Luis Palacios Hernández, Ibargüengoitia y los senderos cuevanenses, Universidad de Guanajuato, 2018.
[2] Citado en M. Cristina Secci, “Rompecabezas: vida y obra de Jorge Ibargüengoitia”, Casa del Tiempo, núm. 88, mayo de 2016, p. 44.
[3] De paso: en ese prólogo Ibargüengoitia identifica ciertos atavismos en Vetusta que también aparecen, un siglo más tarde, en Cuévano: Vetusta “es un microcosmos que el lector hispanoamericano del último tercio del siglo XX reconoce con estremecimiento. La inmovilidad provinciana, la frivolidad en cuestiones políticas, el donjuanismo, las pretensiones espirituales, la admiración desbocada hacia todo lo elegante, la preocupación por la honra y la tendencia a entrometerse en vidas ajenas, son factores que aquejan a nuestras sociedades”. Leopoldo Alas “Clarín”, La Regenta, prólogo de Jorge Ibargüengoitia, México, Porrúa, Colección Sepan Cuentos núm. 225, 1977.
[4] Quien mejor ha planteado esto es Matthew Sibley en su tesis doctoral La trilogía del “Plan de Abajo” de Jorge Ibargüengoitia: un cuestionamiento de la realidad y la ficción a partir del espacio quimérico, las técnicas narrativas y la heteroglosia (Graduate College of Bowling Green State University, 2015).
[5] Julián Pastor pudo haber hecho con esta novela otra película de ficheras, pero fue Roberto Sneider quien la llevó al cine en 1995 en una muy visible, y poco picaresca, adaptación.
[6] Alenka Zupančič, The Odd One In: On Comedy, Cambridge, MIT Press, 2008. Véase también “Stand Up for Comedy”, donde Zupančič llama a la comedia reaccionaria “sit back comedy” y dice de ella: “‘Sit back comedy’ typically cashes in on our repressions, further consolidates us in our beliefs and, more importantly, in our righteousness, our (moral or intellectual) superiority. It can involve strong elements of irony understood as drawing, and playing upon, the line between ourselves (who get it and are on the right side), and others (who don’t get it).” “Stand Up for Comedy”, Fall Semester, abril de 2020 (en línea).
[7] Simon Critchley, On Humor, Londres, Routledge, 2002.
[8] “El día de la invasión: la mujer liberada” en Ibargüengoitia, Instrucciones para vivir en México, México, Joaquín Mortiz, 1990, p. 285-287.
[9] “Acapulqueños: servicio en su cuarto”, en Ibargüengoitia, La casa de usted y otros viajes, México, Joaquín Mortiz, 1991, págs. 42-44.
[10] “Acapulco: ¿paraíso perdido?”, en La casa de usted y otros viajes, p. 40.
[11] Véase otra vez, y por ejemplo, “El día de la invasión”, donde Ibargüengoitia nos cuenta de su “choque con la criada”: “Es la casa de unos amigos a quienes quiero ver. Llamo a la puerta varias veces, cuando estoy a punto de desistir, se oye a lo lejos un sonido tan mexicano que me agarra de nuevo y me deja maravillado: la voz de una criada preguntando ‘¿quieeeén?’ (...)
(Le) expliqué lo que quería: ver a los dueños de la casa. (....)
—¿De parte de quieeeén?
—De Jorge.
—¿Jorge queeeé?
—Ibargüengoitia.
—No estaaaán.
Aquí yo dije varias palabrotas con el siguiente efecto: ¿si no están los dueños por qué no me lo dice antes en vez de estar haciéndome perder el tiempo? A lo cual, la criada respondió:
—¿Qué queeeé?
He aquí un ejemplo de mujer sublime que yo hubiera estrangulado si la hubiera tenido a la mano”. (p. 286)
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Va siendo hora de hacer un paseo descreído, incluso combativo, por los territorios de Plan de Abajo.
Se cumplen 50 años de la publicación de <i>Estas ruinas que ves</i>, la primera de las novelas ubicadas en Plan de Abajo, la región imaginada por Jorge Ibargüengoitia (1928-1983). Además, en Netflix se ha estrenado una serie inspirada en <i>Las muertas</i>, otra de las novelas del guanajuatense. Parece el momento propicio para revisar críticamente el humor de esta figura eminente de la literatura y dramaturgia mexicanas. Aquí, un ensayo que proviene del <i>Atlas de (otro) México</i> (Debate, 2025), de Rafael Lemus.
Comedy cannot replace politics.
Alenka Zupančič
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Podría leerse en alguna parte:
Plan de Abajo, oficialmente Estado Libre y Soberano de Plan de Abajo, es uno de los treinta y un estados que, junto con la Ciudad de México, conforman la República Mexicana. De extensión imprecisa, pero seguramente no espectacular, limita al oeste con el estado de Mezcala, y se desconoce con qué otras entidades al norte, sur y este. A menudo confundido con el imaginario estado de Guanajuato, descansa en el centro del Bajío, otra región más bien aparente, y es, como tantos lugares, una arbitraria mezcla de ríos, montañas y valles.
La capital del estado es la ciudad de Cuévano, fundada en 1540 y, según algunos, al parecer menos por su ubicación geográfica que por la casualidad de haber sido la cuna de la Independencia, “el corazón mismo del país”.
Entre las ciudades más pobladas del estado se cuentan, además de la capital, Muérdago y Pedrones, no particularmente memorables. Los pueblos, ejidos y ranchos que salpican su territorio son legión y son apostólicos romanos. Dígase: Rinconada, Pajares, Huantla, Jaloste, Concepción de Ruiz o San Pedro de las Corrientes.
Son ya millones los abajenses, todos bautizados.
Lo poco que se conoce de la historia del estado habla, si no de un pasado épico, tampoco miserable: minas de oro y plata en la colonia, gestas independentistas en el XIX, vastas haciendas abolidas por una revolución a la vez abolida por los gobiernos posrevolucionarios.
La representación literaria más célebre del estado, y también la única, se debe al narrador y dramaturgo abajense Jorge Ibargüengoitia (1928-1983), quien, algunos años antes del avionazo que habría de matarlo, ubicó tres de sus novelas en esta región del Bajío: Estas ruinas que ves (1975), Las muertas (1977) y Dos crímenes (1979).
Plan de Abajo es famoso por sus fresas y por los asesinatos de las hermanas Baladro en los años setenta.
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También podría leerse —y se leerá más adelante:
Una y otra vez celebrado como el mayor humorista de la literatura mexicana, una y otra vez aplaudido como nuestro autor más demoledor y subversivo, Jorge Ibargüengoitia, es, en el mejor de los casos, un disparejo comediante de derechas —y Plan de Abajo, una comarca sembrada de tópicos y cochambre—.
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El estado de Plan de Abajo y su capital aparecen por vez primera, y apenas de paso, en la primera novela de Jorge Ibargüengoitia, Los relámpagos de agosto (1964). Allí, en el capítulo XI, el delirante general revolucionario José Guadalupe Arroyo expresa su deseo de apoderarse de Cuévano, el “famoso centro ferroviario” en el que habrá de reunirse con otros generales sublevados. Allí, en el capítulo XIII, Arroyo toma la ciudad. Allí, en el capítulo XVII, Arroyo pierde la ciudad para siempre.
Cuévano reaparece once años más tarde, en la tercera novela de Ibargüengoitia, ahora ya protagónicamente. Al revés de Los relámpagos..., Estas ruinas que ves es una obra costumbrista, de tono menor, entretenida ya no en parodiar un episodio de la Revolución mexicana sino en registrar, no sin mala leche, la vida diaria una panda de cuevanenses. Si hay una historia aquí es la de Francisco Aldebarán, un opaco cuarentón que vuelve a Cuévano para reemplazar al profesor de literatura que cayó muerto en la cena navideña. Lo que se narra —o, mejor, lo que el mismo Aldebarán nos cuenta— son sus encuentros con otros profesores universitarios, algunas borracheras, tres o cuatro malentendidos y dos enredos sexuales, ninguno de ellos desprovisto de acoso y abuso: el primero con Sara Espinoza, la esposa de uno de sus colegas (“Tuve que forcejear con ella”), y el otro con Gloria, una estudiante suya a la que un buen día, en casa de los padres de ella, le hace “saber” que tiene una erección apoyándose “contra la minifalda roja y sintiendo, a través de esta, la carne firme de su nalga”. La trama es tan misógina y su tono tan pendenciero que algunos años más tarde (1979) Julián Pastor no tendrá problemas para hacer del libro una aborrecible película de ficheras.
Observar y describir el físico de las mujeres es una de las dos cosas que parece interesar de veras al narrador de la novela. La otra es referir con sorna la vida de los cuevanenses. De hecho, las anécdotas enzarzadas en el libro son apenas un pretexto para ir de un lado a otro de la ciudad y hacer aparecer aquí y allá una constelación de personajes secundarios creados por el autor con el único propósito de mofarse un segundo después de ellos. A veces la trama se suspende del todo y lo que se lee entonces es una estampa histórica de la ciudad, extraída del apócrifo Opúsculo cuevanense, o algunas entradas de un también apócrifo “catálogo de ideas fijas cuevanenses”, en el que Ibargüengoitia pone en práctica una de sus suertes cómicas menos cómicas: reírse de los lugares comunes sin apenas desarmarlos, reproducir estereotipos y prejuicios con la blanda excusa de haberse burlado antes tímidamente de ellos. Por ejemplo:
ARTISTAS: se mueren de hambre, no se cortan las uñas y se comunican entre sí diciéndose rimas de Bécquer.
INDIO: es mañoso y no le gusta trabajar. Es la causa fundamental de nuestro subdesarrollo.
JOTO: el que en las noches se pinta los labios, se pone rizadores en el pelo y duerme en camisón transparente.
NEGRO: los negros son iguales a nosotros ante los ojos de Dios, tienen el sexo extraordinariamente desarrollado, sus ojos y sus dientes brillan en la oscuridad, despiden un olor inconfundible, parecido al del histafiate.
“Cuévano —se lee en el Opúsculo cuevanense— es una ciudad chica, pero bien arreglada y con pretensiones. Es capital del estado de Plan de Abajo, tiene una universidad por la que han pasado lumbreras y un teatro que cuando fue inaugurado, hace setenta años, no le pedía nada a ningún otro”. No por nada la gente de la ciudad, se nos advierte allí también, suele mirar a su alrededor y concluir: “Modestia aparte, somos la Atenas de por aquí”. Casi todos parecen estar de acuerdo en que la ciudad ha visto mejores días —¡fue una de las ciudades más importantes de la Nueva España!— pero, en el fondo, todo están satisfechos con la ciudad tal como está: “Creen que no hay cielo más azul que el que se alcanza a ver recortado entre los cerros, ni aire más puro que el sopla a veces con fuerza de vendaval, ni casas más elegantes que las que están cayéndose en el paseo de los Tepozanes”.
La ciudad está construida entre cerros, y algo vemos de ellos cuando los personajes salen de día de campo. Algo vemos también del Jardín de la Constitución, con su célebre Teatro de la República, y de la Plaza de la Libertad, con su menos célebre estatua homónima, “una gorda con lanza, los pechos de fuera y gorro frigio”. Aunque Aldebarán y sus amigos andan con frecuencia por las calles y los callejones de la ciudad, la mayor parte de la novela ocurre en interiores, previsiblemente en espacios de sociabilidad masculina: el comedor de algún profesor, resignadamente atendido por su esposa; el Café de don Leandro, en cuyas paredes Aldebarán y compañía pintan, nada más porque sí, unos pedestres murales; la Flor de Cuévano, otro café donde los profesores declaman y pasean sus libros; y el Gran Cañón del Colorado, una cantina, toda roja, con la Virgen del Perpetuo Socorro en algún nicho y con serrín y huesos de manitas de puerco desparramados en el piso.
Se suele decir, no sin razón, que Cuévano es un cómico remedo de Guanajuato, la ciudad donde Ibargüengoitia nació y cerca de la cual administró un rancho antes de mudarse definitivamente a la Ciudad de México. Es clara la copia: Cuévano, como Guanajuato, es ciudad capital, y fue ciudad minera, y está entre montañas, y presume una universidad, y es la Atenas de por ahí. Buena parte de sus espacios están, de hecho, literalmente calcados de la ciudad material: el cerro del Cimarrón es el de la Bufa; la Plaza de la Constitución, el Jardín de la Unión; el teatro de la República, el Juárez; y así sucesivamente. Los que conocieron la ciudad en los cincuenta y sesenta han podido incluso leer la novela en clave y han encontrado, por ejemplo, en este personaje un asomo de aquel tipo; en el Cañón del Colorado, un simulacro de otra cantina, el Cañón Rojo; y en el Café de don Leandro, el Café Carmelo, donde acostumbraban reunirse los profesores al parecer entre murales pintados por ellos mismos[1]. Los que no conocimos aquella ciudad podemos encontrar aquí una imagen —congelada en el tiempo aunque, desde luego, deformada por el humor de Ibargüengoitia— de la ciudad de Guanajuato antes de la explosión de bares y cafés y tourist traps que supuso el Festival Cervantino.
Pero Cuévano, ya se ve, es Cuévano y no Guanajuato. Inspirada en un sitio material, está hecha de papel y tinta, y al final del día ella es su propia realidad, a la vez autónoma y desdoblada de otra parte. Así lo dijo una vez Ibargüengoitia en una entrevista: “al tratar de evocar una ciudad conocida y real, construí otra en mi mente —y también en el libro—, otra que es imaginaria, parecida y autosuficiente”[2]. Cuévano, además, rebasa a Guanajuato en términos espaciales: no es, no quiere ser, tan solo el doble literario de esa ciudad sino la mordaz alegoría de algo más amplio y ya de por sí alegórico, la provincia, la provincia mexicana. Al revés de, digamos, Las buenas conciencias (1959), de Carlos Fuentes, fincada sin remedio en Guanajuato, Estas ruinas que ves es más bien móvil y sirve para mofarse de mil y un pueblos y ciudades que los defeños —Ibargüengoitia, al final, uno de ellos— juzgan como provincianas. Así, más que a Guanajuato, Cuévano se parece a Vetusta, la ciudad imaginaria con que Clarín quiso remedar la provincia española en La Regenta (1884), novela que Ibargüengoitia disfrutaba y para la cual escribió un esquemático prólogo en la colección Sepan Cuantos[3]. Aunque remedar no es aquí el verbo adecuado. Ni La Regenta ni Estas ruinas que ves remedan —o retratan o representan— la “provincia” de sus respectivos países; más bien contribuyen en la nunca acabada tarea de crearla y recrearla y atarla a una pila de estereotipos y fatalidades idiosincráticas.
Hay quien ha dicho que Ibargüengoitia, en vez de fijar, desmonta en Estas ruinas que ves el mito de la provincia mexicana[4]. Lo haría, claro, a través de la risa y del escarnio pero también, se dice, creando en Cuévano un espacio plural y fragmentario en el que aparecerían, se encontrarían y se anularían distintos sujetos y discursos. Ojalá las cosas fueran de ese modo. Si hay humor en Estas ruinas que ves, se vierte sobre todo contra los tópicos que el autor maneja acríticamente. Si hay comedia, es poco cáustica, apenas satírica, más bien un leve enredo de faldas que se ríe insistente pero discretamente del orden social, como con cuidado de no agitarlo. Si hay distintos tipos y discursos, tampoco son tantos y están siempre mediados por Aldebarán, una suerte de alter ego de Ibargüengoitia que opina sobre los hábitos y las mujeres de Cuévano, cura los documentos de los locales y viaja de la Ciudad de México a la capital de Plan de Abajo, a final de cuentas, para dejarnos ver la provincia. Porque también eso: lo que hay aquí es una escritura sobre las afueras producida desde el centro y para el centro, un divertimento para los metropolitanos, quienes ríen con ensayada arrogancia y de cuya presunta superioridad nadie se ríe nunca en estas páginas.
Estas ruinas que ves: risas pregrabadas.
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La siguiente novela de Ibargüengoitia, publicada apenas dos años después de aquella, insiste en el escenario, el estado de Plan de Abajo, pero casi todo lo demás es distinto. Aquí —el título ya lo advierte: Las muertas— el asunto es mucho más grave: no las correrías de un puñado de profesores sino los crímenes y negocios de las hermanas Baladro. Aquí el humor es más tenue y de pronto casi inexistente, en parte por la naturaleza del asunto, en parte porque el narrador de la obra se entromete menos que Aldebarán y se permite menos picardías. Aquí apenas si hay retrato de costumbres y en su lugar despunta a veces, casi a pesar de Ibargüengoitia, un leve tono de crítica social y denuncia. Aquí la trama no se finca en un solo sitio sino que sigue a las temibles hermanas por los pueblos y ciudades de Plan de Abajo y Mezcala donde abren prostíbulos, asesinan mujeres y se deshacen de los cadáveres.
Las muertas, se sabe, está inspirada en el infame caso de las Poquianchis, las hermanas que en las décadas de los cincuenta y los sesenta regentearon burdeles en Jalisco y Guanajuato, secuestraron y torturaron a decenas de mujeres y ordenaron, según investigaciones oficiales, al menos 91 asesinatos. Se sabe menos que la obra, además de ficcionalizar los crímenes, de algún modo los reduce y desdramatiza. Lejos de novelas de no ficción como A sangre fría (1965) o Asesinato (1985), Las muertas es una novela a secas, más producto de la imaginación que de las pesquisas de su autor. Al revés de Truman Capote o de Vicente Leñero, Ibargüengoitia no entrevistó a las víctimas ni a los verdugos y apenas si tuvo unos minutos en sus manos el legajo judicial del caso. Salvo algunos detalles, casi todo es inventado en estas páginas, lo mismo los apellidos de las hermanas (aquí Baladro, allá González Valenzuela) que el número de sus crímenes (mucho menos que 91), la mayor parte de ellos aquí circunstanciales, nada premeditados. De algún modo Ibargüengoitia era el mejor de los autores para ocuparse de este caso, del todo blindado contra el melodrama y el amarillismo con que la prensa había cubierto estos hechos. Por eso mismo era también la peor de las opciones, demasiado parco y aséptico como para alcanzar los tonos críticos y dramáticos que, por ejemplo, la película de Felipe Cazals sobre el asunto (Las Poquianchis, 1976) mantiene todo el tiempo.
Son tres los burdeles que las hermanas Baladro administran en la novela y cada uno de ellos se levanta en un lugar distinto. El primero es la casa del Molino, en la calle de ese nombre en la ciudad de Pedrones, según algunos un trasunto de León, Guanajuato. Es casi nada lo que se nos deja ver de Pedrones (la Plaza de Armas, un par de calles) pero algo más vemos del burdel y su funcionamiento:
El cabaret tiene dos puertas. Una da a la calle y la otra a la casa. Por la que da a la calle entra el que quiere y sale el que ya pagó. Cuando un cliente que está en una mesa con una muchacha siente que quiere pasar un rato con ella, le dice que lo lleve a su cuarto. Ella contesta que sí, porque está prohibido decir que no. El cliente paga la cuenta, los dos se levantan de la mesa y salen del cabaret por la puerta que da a la casa. Esta puerta abre a un corredor donde está la escalera. Al pie de la escalera está la mesita de la encargada de los cuartos. Ella es la que le dice al cliente cuánto es lo que tiene que pagar, porque no todas las muchachas cuestan lo mismo. El cliente entrega el dinero a la encargada de los cuartos y ésta le entrega a la muchacha una ficha y al cliente una toalla. El cliente y la muchacha suben por la escalera, llegan al cuarto de ella, y allí están el tiempo que el señor haya contratado. Cuando terminan bajan juntos por la escalera. Esto es importante, para que la encargada de los cuartos se dé cuenta de que el cliente no ha maltratado a la muchacha. Al llegar al corredor se separan. El cliente puede regresar al cabaret, si quiere, y si no, puede salir a la calle por la puerta de la casa. La muchacha regresa al cabaret y sigue trabajando. Una buena trabajadora puede ganar tres, cuatro y hasta diez fichas en una noche.
No muy distinto es el México Lindo, el prostíbulo que las Baladro inauguran años después en San Pedro de las Corrientes, ya en el estado de Mezcala. Su gran proyecto es el tercero, el Casino del Danzón, de vuelta en Plan de Abajo, en el muy precario pueblo de Concepción de Ruiz, donde tendrán lugar los hechos más sórdidos de la novela. El plan de las hermanas es levantar ahí, en ese “caserío en medio de un llano”, un “burdel como no ha habido otro en estos rumbos”, a la vez lo suficientemente oculto y lo suficientemente espectacular como para atraer a los hombres que no irían a los prostíbulos más céntricos y pobretones. Para levantarlo cuentan, o creen contar, con el apoyo de las autoridades del estado y con un plan arquitectónico nada modesto: “quince cuartos con quince baños, un cabaret que figuraba el fondo del mar —levantaba uno los ojos y veía mantarrayas y tiburones colgando del techo—, dos salones reservados, uno estilo mozárabe, el otro, chinesco, y una alberca cubierta, que nadie pudo entender para qué servía, puesto que ninguna de las empleadas y casi ningún cliente sabían nadar”.
El día mismo de su inauguración, la noche del 15 de septiembre de 1961, el Casino del Danzón empieza a caer: el secretario particular del gobernador se emborracha en la fiesta, improvisa el Grito, baila con un hombre hasta que comprende que está haciendo el “ridículo” y guarda para siempre “mala voluntad” a todos los que presenciaron su deshonra. Unos meses más tarde, el gobernador lanza su moralina Ley de Moralización de Plan de Abajo y clausura en definitiva los prostíbulos de las hermanas. Cuando también el burdel de Mezcala es cerrado, es que se precipita el horror. Sin otro sitio adonde ir, las Baladro y muchas de sus explotadas trabajadoras se cuelan en el Casino y viven allí, clandestinamente, tras los sellos de clausura, trece largos meses. Las cosas pronto adquieren formas de pesadilla: una mujer muere tras una apoplejía, otras dos caen de un balcón y algunas se organizan contra otras mientras que todas pasan hambre y casi todas son recluidas bajo candado en sus cuartos. Las que van muriendo son malamente enterradas en el patio trasero de la casa y, más tarde, en un ranchito pobre y seco que las Baladro tienen en el estado. Treinta y cinco años de cárcel reciben las hermanas, Serafina y Arcángela, cuando sus crímenes son descubiertos.
Es ese lugar, el Casino del Danzón, el punto más oscuro, más hondo, de todo Plan de Abajo. En el mapa del estado pueden destacar, previsiblemente, las ciudades y los teatros y las universidades pero es ese burdel, tirado en la calle Independencia de un escaso poblado rural, el verdadero punctum del territorio —la pequeña mancha que termina por teñir el resto—. En una obra como la de Ibargüengoitia, famosamente desprovista, para bien o para mal, de toda gravitas, el Casino del Danzón es el único sitio con peso específico, y por lo mismo pandea sin resistencia la superficie de todo el estado. De hecho, es tan pesado el Casino que de pronto, en sus momentos más sombríos y menos ibargüengoitiescos, hace pensar en otros espacios sordos, clausurados, que —todavía más pesados— jalan hacia abajo el mapa todo de la literatura mexicana y brillan allí, en el fondo, sin emitir luz alguna. Apenas menos denso que el apando de Revueltas o el Farolito de Lowry (véase Quauhnáhuac) o la casa de la Bruja en La Matosa, el Casino del Danzón es un concentrado de horror en medio del horror mexicano —una singularidad que, en vez de atraer hacia sí todo el Mal, no deja de producirlo y escupirlo hacia todas partes—.
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La novela que cierra la Trilogía de Plan de Abajo es Dos crímenes (1979), a la vez una vuelta a la comedia de enredos y una ampliación de la cartografía del estado. El escenario principal aquí es Muérdago, mencionado apenas de paso en las otras novelas y quizás una versión de Celaya o de Irapuato o, cómo saberlo, de cualquier otra pequeña ciudad del Bajío o de más allá del Bajío o de ninguna de ellas. A la manera de Estas ruinas que ves, todo empieza con un desplazamiento del centro a la provincia: Marcos, el Negro —predecible apodo en Ibargüengoitia— viaja en autobús de la Ciudad de México a Muérdago, donde nació y pasó su infancia. En la capital ha sido acusado de un crimen que no cometió. En Muérdago, aparte de ocultarse, pretende estafar a su tío millonario para hacerse de dinero y huir después con su mujer a las ficticias playas de Ticomán. Desde luego las cosas se complican en el pueblo: también los primos sobrevuelan el cuerpo enfermo del tío, esperando a que muera para repartirse la herencia, y también aquí, como en Estas ruinas..., hay dos mujeres, una prima y una sobrina, madre e hija, con las que Marcos se enreda, otra vez no sin abuso y ahora no sin incesto, yendo de la habitación de una a la otra, y a las que Ibargüengoitia reserva su aplaudido tono majadero[5].
Si Estas ruinas que ves es una comedia de costumbres y Las muertas parece, sin serlo, una novela de no ficción, el subgénero que se asoma aquí, ya desde el título, es el de la novela negra. Algo tiene Dos crímenes de novela policiaca y algo de clásico whodunit, con sus tópicas piezas —viejo millonario, sobrinos codiciosos, enredos sexuales— barajadas con el acostumbrado desprendimiento de Ibargüengoitia. Cuando el tío amanece muerto, Marcos es acusado, de nuevo injustamente, de haberlo envenenado y entonces —en el momento más feliz de la novela— la perspectiva cambia en un segundo: ya no es él sino don Pepe Lara, el boticario del pueblo, quien se encarga de narrar los últimos episodios y de resolver el caso. Otra cosa hace don Pepe: nos ofrece otra visión, esta vez local, de Muérdago y sus alrededores.
Aun atando las dos versiones, es poco lo que alcanzamos a conocer de Muérdago. Es una ciudad plana, de poca altura, sitiada por campos sembrados. En su centro la Plaza de Armas soporta los obligados portales, el obligado hotel y la obligada parroquia, con dos torres de color rosa. No lejos está el bar California, “iluminado con una luz verdosa que hace que todos los parroquianos parezcan cadáveres”, y un poco más allá el Casino —otro Casino, no el prostíbulo de las hermanas Baladro— donde los primos conspiran. La casa del tío está a unos pasos de la Plaza, como todas las casas grandes, y es la más grande de todas, con un ancho portón y tres balcones que dan a la calle Sonajas. Desde la Loma de los Conejos puede verse La Mancuerna, el rancho del tío, y algo del río Bagre, donde la gente se divierte cazando agachonas. Ya hacia la sierra el suelo está perforado con minas abandonadas. Más allá, a cuarenta kilómetros, se levanta Cuévano, la Atenas de por ahí, donde empieza la trilogía que aquí termina.
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Uno de los chistes más gastados de la crítica literaria mexicana consiste en afirmar que nuestra literatura —framing— es poco cómica, que Jorge Ibargüengoitia —telling— es la feliz excepción hilarante y que, dado que el humor es siempre demoledor y subversivo, él —punch line— es el más demoledor y subversivo de nuestros escritores. Lo cierto —risas— es que no es poca la comedia en la literatura mexicana, que el humor no siempre, o rara vez, es sedicioso y que Ibargüengoitia es, en el mejor de los casos, un disparejo comediante de derechas.
El humor, ha escrito Alenka Zupančič, es subversivo (y verdadero) o es reaccionario (y falso)[6]. Cuando lo es de veras, el humor —casi da lo mismo si es satírico o irónico o paródico o carnavalesco o bufo— se ríe del poder, perfora el sentido común y contiene —como añade Simon Critchley— una forma, una promesa, de emancipación[7]. El falso humor, el humor reaccionario —ya puede anticiparse—, hace justo lo contrario: se vierte de arriba abajo, consolida creencias y reafirma, al final de las risas, el nada divertido consenso social. Uno encuentra este (falso) humor en todas partes: dirigido contra las minorías, saturado de prejuicios, riendo de la diferencia y acercando las personas a los estereotipos. Otras dos cosas acostumbra este modo reaccionario: mofarse de los ideales y las ilusiones políticas, como para sancionar que no hay más orden social que este (¡así somos, qué le vamos a hacer!), y confundir la risa con la rebelión, haciéndonos creer que porque nos podemos reír de esta dinámica o de aquella estructura ya estamos libres de ellas y no necesitamos de la política para reventarlas.
La narrativa toda de Ibargüengoitia es, o pretende ser, humorística y toda ella es reaccionaria. Reaccionarias son sus aplaudidas parodias históricas —Los relámpagos de agosto y Los pasos de López (1981)—, que, a la vez que se burlan razonablemente de la plomiza historia oficial, desairan con un dejo aristocrático todo esfuerzo colectivo y apuntan su batería menos contra los poderosos que contra los pobres y analfabetas que quieren ser, ridículos ellos, poderosos. Más reaccionarios aún son buena parte de sus cuentos (La ley de Herodes, 1967) y un buen montón de los artículos periodísticos que escribió en Excélsior, Plural y Vuelta, atestados unos y otros de prejuicios raciales y de género y animados por un nada oculto sentimiento de superioridad que empuja a Ibargüengoitia a reírse siempre de los otros y nunca de sí mismo. También reaccionaria, ya se ha visto, es esta trilogía del Plan de Abajo —en particular Estas ruinas... y Dos crímenes—, bastante menos paródica que aquellas novelas históricas, bañada de machismo y entretenida en practicar —desde el centro, desde Coyoacán, desde la Plaza de Armas de la ciudad letrada— una comedia moral de la provincia.
Hoy, casi medio siglo después de la aparición de esas novelas del Plan de Abajo, buena parte del humor de Ibargüengoitia suena misógino, a veces racista y de pronto homofóbico. El asunto es que ya en su momento, los años sesenta y setenta del siglo pasado, el humor de Ibargüengoitia era misógino, a veces racista y de pronto homofóbico. Dicho de otro modo: ni siquiera entonces las risas de Ibargüengoitia eran subversivas o rompedoras; se alimentaban neciamente de prejuicios y, más que transgredir, se sumaban a la tarea de ofender a los ya de por sí largamente ofendidos. Léanse sus artículos periodísticos a la par de los que escribía al mismo tiempo Carlos Monsiváis, por ejemplo, para notar, por contraste, el rancio conservadurismo de su humor. Desprovisto de tramas y alter egos, Ibargüengoitia apenas si puede ocultarse en estos textos y, siempre seguro de sí, expresa con franqueza sus fobias y manías. Un día se desespera con las feministas.[8] Otro observa desde su cuarto de hotel a decenas de acapulqueñas que martelinan un piso (“unas guapas y otras espantosas”) y, aunque confiesa que le gusta ver “cincuenta mujeres en cuclillas, dándole golpes al piso y hablando como pericos”, pronto le espanta la idea de que entre esas mujeres “debe de haber lideresas, maestras de obras, representantes del sindicato”[9]. Antes o después es un “afeminado chocantísimo” el que le arruina la mañana[10], y ni hablar de las “criadas” (uno de sus temas predilectos), que hablan mal y trabajan mal pero que le son indispensables para mantener su performance de mexicano rico exasperado por la tontería de los mexicanos pobres[11].
En defensa del humor de Ibargüengoitia pueden citarse, por supuesto, algunas páginas gozosamente ácidas y cantidad de párrafos desternillantes; en su contra, textos enteros y cantidad de bromas vergonzosas. Lo que no hay modo de mostrar, porque sencillamente no lo hay en toda su obra, como sí lo hay, en digamos, Reinaldo Arenas o Copi o cierto Bryce Echenique, es ese humor radical que sacude las cosas y a los lectores —o el modo en que los lectores miran las cosas—. No hay fiesta ni ruptura ni transvaloración alguna en Ibargüengoitia, quien se ríe sin dañar aquello de lo que se ríe. De alguna forma es como si “nuestro humorista mayor” se tomara demasiado en serio su humor, su distancia irónica, su desganado laconismo, y no se atreviera, para no correr el riesgo de hacer el ridículo, a alcanzar algún extremo, a aspirar a algo grande y explosivo. Lejos de blandir una cierta demencia liberadora, Ibargüengoitia insiste en presentarse a sí mismo —o quizás habría que decir: a su género y su clase y su raza y su circunstancia geográfica— como la pura personificación del sentido común y desde ahí se burla de la extravagancia y la marginalidad de los otros. Las risas de Ibargüengoitia son, en fin, risas sin sedición. Así como ríe Ibargüengoitia, ríe el poder.
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El sentido común puede servir para evitar que uno escriba obras lamentables, pero con sentido común no se escriben obras maestras. Ninguna de las novelas de esta trilogía es una novela mayor, como sí lo son tantas otras obras mapeadas en este libro. No lo son, en buena parte, porque no pretenden serlo —y, de hecho, pretenden poca cosa porque justo de eso, de las pretensiones, es de lo que se burlan—. No lo son, además, porque ninguna de ellas, ni siquiera Las muertas, consigue desprenderse en momento alguno de Ibargüengoitia y vibrar aparte, con independencia, lejos de la voz y los límites de su autor. Un poco lo mismo ocurre con Plan de Abajo: es demasiado Ibargüengoitia. Aun cuando esta región es imaginaria, apenas si tiene libertad y autonomía. El temperamento de Ibargüengoitia está en todos los rincones y no hay espacio para sorpresa alguna: nada será aquí nunca trágico o radical o desmedido, todo será nimio y ridículo, y el autor se encargará de recordarnos una y otra vez —con una mueca satisfecha en el rostro— que todo es, en efecto, ridículo y nimio.
Cosa extraña: este territorio imaginario, construido con bromas y ocurrencias, es acaso el menos divertido de todos —el que menos asombros depara a quien lo visita—.
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* El título original del ensayo, como se publicó en Atlas de (otro) México (Debate, 2025), es "Plan de Abajo: instrucciones para reír (o no reír) de la provincia".
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[1] Para una lectura en clave guanajuatense de la novela, véase Luis Palacios Hernández, Ibargüengoitia y los senderos cuevanenses, Universidad de Guanajuato, 2018.
[2] Citado en M. Cristina Secci, “Rompecabezas: vida y obra de Jorge Ibargüengoitia”, Casa del Tiempo, núm. 88, mayo de 2016, p. 44.
[3] De paso: en ese prólogo Ibargüengoitia identifica ciertos atavismos en Vetusta que también aparecen, un siglo más tarde, en Cuévano: Vetusta “es un microcosmos que el lector hispanoamericano del último tercio del siglo XX reconoce con estremecimiento. La inmovilidad provinciana, la frivolidad en cuestiones políticas, el donjuanismo, las pretensiones espirituales, la admiración desbocada hacia todo lo elegante, la preocupación por la honra y la tendencia a entrometerse en vidas ajenas, son factores que aquejan a nuestras sociedades”. Leopoldo Alas “Clarín”, La Regenta, prólogo de Jorge Ibargüengoitia, México, Porrúa, Colección Sepan Cuentos núm. 225, 1977.
[4] Quien mejor ha planteado esto es Matthew Sibley en su tesis doctoral La trilogía del “Plan de Abajo” de Jorge Ibargüengoitia: un cuestionamiento de la realidad y la ficción a partir del espacio quimérico, las técnicas narrativas y la heteroglosia (Graduate College of Bowling Green State University, 2015).
[5] Julián Pastor pudo haber hecho con esta novela otra película de ficheras, pero fue Roberto Sneider quien la llevó al cine en 1995 en una muy visible, y poco picaresca, adaptación.
[6] Alenka Zupančič, The Odd One In: On Comedy, Cambridge, MIT Press, 2008. Véase también “Stand Up for Comedy”, donde Zupančič llama a la comedia reaccionaria “sit back comedy” y dice de ella: “‘Sit back comedy’ typically cashes in on our repressions, further consolidates us in our beliefs and, more importantly, in our righteousness, our (moral or intellectual) superiority. It can involve strong elements of irony understood as drawing, and playing upon, the line between ourselves (who get it and are on the right side), and others (who don’t get it).” “Stand Up for Comedy”, Fall Semester, abril de 2020 (en línea).
[7] Simon Critchley, On Humor, Londres, Routledge, 2002.
[8] “El día de la invasión: la mujer liberada” en Ibargüengoitia, Instrucciones para vivir en México, México, Joaquín Mortiz, 1990, p. 285-287.
[9] “Acapulqueños: servicio en su cuarto”, en Ibargüengoitia, La casa de usted y otros viajes, México, Joaquín Mortiz, 1991, págs. 42-44.
[10] “Acapulco: ¿paraíso perdido?”, en La casa de usted y otros viajes, p. 40.
[11] Véase otra vez, y por ejemplo, “El día de la invasión”, donde Ibargüengoitia nos cuenta de su “choque con la criada”: “Es la casa de unos amigos a quienes quiero ver. Llamo a la puerta varias veces, cuando estoy a punto de desistir, se oye a lo lejos un sonido tan mexicano que me agarra de nuevo y me deja maravillado: la voz de una criada preguntando ‘¿quieeeén?’ (...)
(Le) expliqué lo que quería: ver a los dueños de la casa. (....)
—¿De parte de quieeeén?
—De Jorge.
—¿Jorge queeeé?
—Ibargüengoitia.
—No estaaaán.
Aquí yo dije varias palabrotas con el siguiente efecto: ¿si no están los dueños por qué no me lo dice antes en vez de estar haciéndome perder el tiempo? A lo cual, la criada respondió:
—¿Qué queeeé?
He aquí un ejemplo de mujer sublime que yo hubiera estrangulado si la hubiera tenido a la mano”. (p. 286)
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