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La patria: ese gran malentendido. Estos tiempos de violencia intensificada en contra de millones de migrantes parecen, no tan paradójicamente, ideales para desnudar al gigante burocrático que otorga y retira cartas de nacionalidad a diestra y siniestra. Resurge la figura de un mártir de la libertad: el apátrida.
Hace cerca de nueve meses Donald Trump asumió, por segunda vez, la presidencia del país sin nombre. Un país cuyo sujeto serían los “Estados”, “Unidos” el adjetivo y nos faltaría el verbo para volver a la primaria. El país se llama así porque el objetivo original de aquellos que lo crearon era crecer hasta el infinito y más allá y adherir a su territorio todos los Estados de América —posible predicado—. El flamante y convicto presidente, que lleva ahí más de 200 días, aunque parecen 1 000, reapareció altanero y tirando consignas y amenazas. Sembrando el terror, digamos. Si el mundo es un pañuelo, se estaría sonando los mocos con todos nosotros. Las primeras medidas que anunció fueron, por ejemplo, cambiarle el nombre al golfo de México (hay que ser golfo, de verdad), deportar migrantes a mansalva, llevarse unos cuantos a Guantánamo (o, por qué no, a Sudán), anexionarse Canadá y Groenlandia, convertir Gaza en un balneario (no sin antes sacar a los palestinos y mandarlos a vivir a los países vecinos), reescribir la Guerra Fría multilateral en un menú de tarifas y catálogos de impuestos y, señaladamente, anular la 14.a Enmienda de la Constitución de su país de estados juntos, la cual establece que los nacidos en territorio estadounidense de madres o padres extranjeros tienen en automático la nacionalidad. Esto último me llamó la atención porque dicha medida atenta contra los principios mismos de la fundación de su país y porque genera la posibilidad de convertir a muchos recién nacidos en apátridas. Y a mí, por razones que veremos más adelante, los apátridas me encantan.
Como se ve, crooked Trump regresó al poder con una actitud muy propositiva. Nada de procrastinar y amasar cosas viejas con diagnósticos nuevos. Por suerte, la justicia no ha dejado pasar aún su locura de anular la 14.a Enmienda, sin la cual, hay que subrayarlo, su país no existiría, ni él, quizás, sería presidente, porque quedaría reducido a ser el hijo de una escocesa que migró al país sin nombre con dinero en el bolsillo para sobrevivir un mes, y a quien, en su momento, nadie le dijo que era una delincuente ni la mandó a Guantánamo, por si las dudas. Y ni hablar de su abuelo, Friedrich Trump, que viajó solo desde Alemania a los 16 años porque en su hermosa Baviera no tenía un peso partido por la mitad. Viajó en barco, en tercera clase, sin camarote, ni techo, ni baño. Así nomás, en cubierta, vomitando directo al agua cuando la mar se ponía brava. Pero claro, para cuestionar la migración en el país sin nombre es indispensable tener mala memoria. Así como para ser nacionalista es indispensable tener memoria selectiva.
Burocracia (o la sangre cayó en la arena)
El principio fundacional de los Estados modernos del continente americano es el de poblar sus territorios. “Repoblar” quizás sería una forma más correcta de decirlo, porque es cierto que siempre hubo gente, integrantes de pueblos originarios que fueron asesinados en masa para empezar de nuevo a partir de personas que sí tenían alma (cristiana). Pero también es cierto que eran inmensos territorios que necesitaban crecer demográficamente para aprovechar las oportunidades que brindaban. Así, países como Canadá, Argentina o el país sin nombre establecieron a finales del siglo XIX y principios del XX políticas que promovían el arribo de inmigrantes para trabajar y producir, las cuales, en un contexto de guerras, posguerras, persecuciones y hambrunas en Europa, hicieron que América se poblara. Más allá de los crímenes cometidos contra las comunidades indígenas (que no han cesado) y la ilusión de que tales territorios pertenecían a hombres blancos, lo cierto es que se instaló el otorgamiento de la nacionalidad sobre la base del principio de ius soli, es decir, por derecho de suelo, por nacimiento en el territorio. Si no hubiese sido así, los habitantes del país sin nombre, de Canadá, de Argentina o de Australia, por ejemplo, serían todos extranjeros. Un análisis de la Fundación Estatua de la Libertad-Isla Ellis concluye que “los descendientes de los inmigrantes que llegaron a Estados Unidos por Nueva York durante las últimas décadas del siglo xix y las primeras décadas del siglo XX equivalen a casi la mitad de la población del país”.
Por otro lado, está el otorgamiento de la nacionalidad en función del principio de ius sanguinis, es decir, por derecho de sangre, el cual no da ningún derecho a la persona naciente si no nace en el país de sus padres. Si nace en cualquier otro país, será ciudadano de la tierra de sus progenitores una vez que se asiente en ella. Es decir, habrá migrado, pero no será considerado migrante; todo en función de un símbolo líquido llamado “sangre”. Un plasma espeso y carmesí al cual se le atribuyen unas propiedades extrañas, como esa, la de definir de dónde son las personas. Podríamos pensar, sin miedo a equivocarnos, que el ius sanguinis puede ser uno de los tantos orígenes del racismo y de otras políticas de exclusión. Un líquido que la nobleza presume ancestralmente de tener azul.
Así como el ius soli se relaciona o identifica con el Estado moderno, el ius sanguinis lo hace con lo tribal, medieval; con las monarquías y con todos aquellos sistemas territoriales que han querido restringir los cruces culturales y mantener el componente étnico acotado. (Esta suerte de aspiración por lo monoétnico es, lo sabemos, imposible, porque siempre alguien ya vino de otro lugar, porque siempre alguien desciende de migrantes, porque a lo largo de la historia ha sido tan habitual la quietud como el movimiento y porque si proyectos como el de Genoma Humano se convirtieran en estándar, se terminaría estableciendo por decreto el interculturalismo y Manu Chao debería ser el presidente woke de todes nosotres.)
Hay países que aceptan ambos principios. La distribución en el mapa es clara. En América, todos los países se rigen por suelo; en Asia y en el Magreb, por sangre, y en Europa y el África subsahariana es mixto. Fuera de América solo seis países se rigen por suelo: Tuvalu, Tanzania, Lesoto, Fiyi, Pakistán y Chad.
¿Por qué no todos los países se rigen por ambos sistemas? Porque la nacionalidad —o la ciudadanía, que tristemente es lo mismo— no es más que una forma de regular a la población. Es la herramienta principal de una estrategia burocrática y simbólica que ayuda a determinar a quién incluir y a quién excluir dentro de un sistema cerrado, y lograr que la población sea gobernable. La venden como una cuestión de amor, de pertenencia, de sentimiento, pero es pura administración. Se inventan los mitos fundacionales, los orígenes perfectos, los próceres heroicos, los mártires fantásticos, los colores del alma, los platillos más deliciosos, los disfraces más ridículos, los himnos más bélicos, los saludos más castrenses y las banderas más feas. Nos venden la moto en la escuela cuando somos chicos, antes de que tengamos herramientas para defendernos, y listo. Después, cuando crecemos, no sabemos bien por qué, pero amamos a nuestra patria, creemos que es incomparable y que formamos parte de ella y solo de ella. Así vamos por la vida, todos tan patriotas. “Divide y vencerás”, se le atribuye a Julio César, creo. “No hay mejor esclavo que el que se cree libre”, decía el mismísimo Goethe.
La población universal tiene al Estado moderno, es decir, a los países, como medida de todas las cosas. Lo que está fuera de ellos parece un error, una desgracia o, en el mejor de los casos, una excepción. Sin embargo, no es así. El ser humano nació y lo primero que hizo fue desplazarse. Muchos avances técnicos tuvieron que lograrse para que nos pudiéramos quedar en un lugar. Y con esos avances, llegaron los sistemas más complejos de dominación. Pero primero los nómadas, luego los sedentarios. Actualmente, en el mundo somos casi 300 millones de migrantes. Si nos juntáramos todos en Migrantelandia, seríamos el cuarto país más grande del mundo, solo después de India, China y el país sin nombre. Así que ser migrante no es una excepción a la regla, sino una norma. Como canta Jorge Drexler, “no tenemos pertenencias, sino equipaje”.
El Estado como depósito de arrebato y calamidad
En medio de este caos fronterizo-ideológico-administrativo, están los apátridas. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la Agencia de la onu para los Refugiados, calcula que a más de 10 millones de personas en el mundo se les niega una nacionalidad y, con dicha negación, sus derechos básicos de subsistencia y dignidad. Diez millones de personas a las que no se les permite pertenecer a ningún lugar. Ellos pertenecen, claro, porque no hay manera de no pertenecer a algo (¿o sí la hay?), pero las autoridades, esas que aman a sus compatriotas, esas que derrochan pasión según los colores de la camiseta, deciden que otras personas no pertenecen a ningún lugar y además se encargan de que no pertenezcan. De apátridas hay para todos los gustos.
Malala y Josef huyeron de Zaire a principios de los años ochenta a causa de la guerra civil. Se podrían haber quedado a combatir, pero eso implicaba la necesidad de matar a sus amigos que, por azares del absurdo, habían quedado en el bando contrario. Así que optaron por dejar su país, recorrer África caminando, atravesar el desierto del Sahara y montarse en un barquito en el Mediterráneo para migrar a Francia. Resulta que Malala estuvo embarazada durante todo el trayecto y, como la cosa no estaba para hacer cálculos exactos, parió en mar abierto. El pequeño hombre del mar fue llamado Antonio Rio Mavuba. Llegó a Francia con pocos días de nacido. Vivió en Burdeos toda su vida; sin embargo, no había forma alguna de que fuera francés porque no cumplía con ninguno de los dos requisitos necesarios: nacer en suelo francés o tener padres franceses. A Rio le tocaba ser de Zaire y “pertenecer” a un lugar en el que no había estado nunca. Sin embargo, era tanta su mala suerte que Zaire había desaparecido después de la guerra para convertirse en la República del Congo, así que se esfumó la última posibilidad que tenía el chico de tener una nacionalidad. Su pasaporte, entregado por el Estado francés, decía “Apátrida. Nacido en el mar”. Eso sí, Rio era tan bueno para jugar al futbol que lo llamaron para la selección francesa y ahí, por arte de magia y después de 18 años de forcejeo con la férrea burocracia migratoria, se abrieron las puertas de los contactos y le dieron la nacionalidad. Le alcanzó para los cuartos de final en el Mundial de Brasil 2014. Moraleja: si eres bueno jugando a la pelota, los franceses se ablandan y activan las cláusulas de la inclusión.
Hace un par de años viajé a Burdeos con mi amigo Yerko a ver a Rio y proponerle hacer la película de su vida. Primero me dijo que no, que no le gustaba ser siempre el apátrida exótico al que los blancos miran como un divertimento, y que además no quiere ocupar ese rol porque, entre otras cosas, él es francés. Ante la negativa inicial de Rio no nos quedó más que contarle nuestras vidas. Ambos hijos de exiliados políticos chilenos. Yerko, nacido en Argelia; yo, en Argentina. Él, viviendo en España; yo, en México. Ambos migrantes crónicos. Él se llama Yerko El Djazairi —que significa “el argelino” y, si no me equivoco, fue el primer chileno nacido en Argelia—. Después de escuchar nuestra historia le cambiaron el semblante y la actitud. Ya no éramos dos blancos buscando historias exóticas, sino dos migrantes buscando historias de migrantes, y dijo que sí a todo. A partir de ahí, la idea fue seguir buscando apátridas por el mundo.
Los 10 millones de apátridas que la ACNUR ha contabilizado viven en 76 países. Los tres países que albergan más apátridas son Bangladesh, Costa de Marfil y Tailandia. El primerísimo lugar es Bangladesh, donde hay un campo de refugiados más bien parecido a un campo de concentración, al que casi no llega ayuda internacional, poblado por casi dos millones de rohingyas. ¿Que qué son los rohingyas? Son habitantes de Myanmar, antes Birmania, país en el que gobiernan unos militares budistas. Una cosa rarísima. Y a esos señores no les parece del todo bien que su país tenga oriundos musulmanes, así que les quita la nacionalidad y los expulsa. Sin más. Esos desterrados viven hacinados en un lodazal, bajo carpas de plástico, en condiciones de extrema pobreza, víctimas de violencia, tortura, violación, extorsión, trabajo forzoso, etcétera. Y, encima, expuestos a peligros relacionados con el clima, ya que Bangladesh ocupa el tercer lugar entre los países del mundo más afectados por desastres naturales. Una cosa demencial a la que no se le vislumbra solución alguna.
Costa de Marfil se lleva la medalla de plata. Durante su época colonial, por ahí de finales del siglo XIX, llegaron miles de personas procedentes de Burkina Faso, Malí y Guinea para trabajar en las plantaciones de cacao. En ese momento el Estado no les dio nacionalidad, y una vez que Costa de Marfil se independizó de Francia en 1960, las autoridades decidieron que definitivamente no se la darían. Hoy son más de 700 000 apátridas. A dicha situación la llaman “falta de disposiciones legales” para otorgar la nacionalidad. En ese país, como en tantos otros, se da otra situación bastante llamativa: tampoco hay “disposiciones legales” para darles nacionalidad a los niños abandonados. ¡Vaya tema con las disposiciones! A qué dios habrá que rezarle para que nos mande unas cuantas.
Issa, por ejemplo, tiene aproximadamente 10 años. Nunca sabremos exactamente cuándo nació, porque cuando tenía unos tres su padre lo dejó en una mezquita en Aboisso, ciudad al sureste de Costa de Marfil, y le dijo al imán que volvería a buscarlo en tres días. Nunca volvió. Issa nunca podrá demostrar fecha ni lugar de nacimiento y será apátrida hasta que algún alma caritativa decida otra cosa. O hasta que los dioses nos provean de disposiciones legales. Por lo pronto, no tiene papeles que le permitan asistir a la escuela, obtener un trabajo formal, salir del país, y ni hablar de abrir una cuenta bancaria, poseer tierras o votar, tampoco pedimos tanto. En el país africano hay unos 300 000 menores en su misma condición.
En Tailandia, medalla de bronce como hogar de apátridas, hay casi medio millón de personas en este limbo tan terrenal. Unos por ser hijos de migrantes, y otros por pertenecer a tribus de las montañas que viven en zonas remotas o fronterizas y tienen un acceso limitado a la información sobre sus derechos y los procedimientos para obtener la nacionalidad. Este tipo de casos se repite en casi todos los países del mundo.
Por si esto no fuera suficiente, 25 países de Asia y África incurren en una verdadera barbaridad: en su legislación queda establecido que solo el padre puede transmitir la nacionalidad. Esta puerta al infierno se abre de par en par en Catar, Kuwait, Brunéi, Líbano, Somalia, Bahamas, Burundi, Jordania, Libia, Omán, Sudán, Baréin, Malasia, Siria, Kiribati y… Afganistán, con su rincón particular de castigo. Cuestión de que, si una niña o un niño de estos países tiene padre y este la registra, listo, se acabó un problema (ya tendrá otros, obviamente). Sin embargo, si antes del registro abandona a la familia (cosa que pasa mucho) o muere (cosa que también es frecuente, dado que muchas de esas naciones viven en situaciones de conflictos armados), entonces no tendrá la nacionalidad jamás. ¿Y la madre? La madre se encargará de criar a una hija o hijo sin derechos de ningún tipo. Pero como todo siempre puede ser peor, bajo estas reglas infinitamente desiguales las mujeres quedan atrapadas en relaciones abusivas por temor a que el padre abandone al hijo, o por temor a ser separadas de sus hijos si abandonan a sus maridos. En fin, cuando se asocia el nacionalismo con el patriarcado el resultado es una calamidad mayor.
Que los casos que he descrito toquen el límite de lo absurdo no los convierte en rarezas. Apenas unos saltos en la geografía nos traen otras historias. Tenemos al par de hermanas que nacieron en Líbano y no tienen la nacionalidad de su país porque sus padres son sirios, pero tampoco pueden ser sirias porque su padre es cristiano y su madre musulmana, y Siria no reconoce el matrimonio interreligioso. Así que nada: no hay salida (perdón, no hay disposiciones legales). Los galjeel son un clan descendiente de los somalíes que han vivido en Kenia desde finales de la década de 1930. Son casi 4 000 personas y Kenia no les da la nacionalidad. Si algún yugoslavo estuvo fuera de su país cuando desapareció Yugoslavia, hoy muy posiblemente no pueda ser serbio, croata, bosnio o montenegrino. Vietnam condena a la apatridia —el nombre formal del limbo— a los refugiados de Camboya y a otros grupos étnicos minoritarios que llegaron al país hace décadas. En República Dominicana, los hijos de haitianas tampoco reciben la nacionalidad por parte de ninguno de los dos países. Lo mismo sucedía en Colombia con los hijos de venezolanas, hasta hace poco tiempo. Podría exponer más casos, pero necesitaría tener una mínima idea o imagen de los lugares donde ocurren.
Cabe destacar que todas, absolutamente todas las publicaciones en la web sobre apatridia son del acnur, lo cual significa que a la población mundial le importa muy poco el tema. Es mucho más consultado en internet el estado actual del cangrejo colorado de África septentrional que la condición de las poblaciones sin nacionalidad. Los apátridas son invisibles y no tienen ni voz ni voto; no están de lleno en la agenda internacional porque su condición, además de visibilizar la discriminación, la marginación y la pobreza, evidencia la arbitrariedad tras la creación de las naciones o el absurdo tras la idea misma de nación. El problema no son los apátridas, sino las patrias.
Si bien existen convenciones internacionales promovidas por el ACNUR, como la Convención sobre el Estatuto de los Apátridas de 1954, la Convención para Reducir los Casos de Apatridia de 1961 y la reciente Alianza Global para Acabar con la Apatridia de 2024, también es cierto que el problema está en otro lado. Querer acabar con la existencia de los apátridas sin cuestionar el sistema regulatorio de los Estados-nación es como querer acabar con la pobreza sin poner en cuestión el sistema económico que produce pobres. Abordar los problemas a partir de las excepciones es como querer tapar el sol con una gorra. Y, por último, querer acabar con los apátridas otorgándoles pasaportes es como querer acabar con la desigualdad metiendo presos a todos los que parezcan delincuentes. Podrán convencer a algunos gobiernos de que les den pasaportes a algunos malayos, burkineses y camboyanos, pero el sistema seguirá produciendo migrantes, desplazados y refugiados, que tarde o temprano volverán a ser apátridas. Son un daño colateral de un sistema perverso e intocado.
A mí, la verdad, me da igual si una persona es musulmana, judía, católica, budista, china, mexicana, argentina, francesa, alemana, pakistaní, bosnia, serbia, gitana, mapuche, tuvaluana, de Sudán del Sur o Chad del Norte, de la Isla de Man o del pueblo de Truman Burbank. Como dicen que dijo Mark Twain, “me da igual si es blanco, negro, pobre, rico, me basta con que sea ser humano, peor cosa no podría ser”.
Uno pertenece a un lugar cuando comparte el paisaje existencial con otros, no cuando comparte una comunidad imaginada, amarrada con ficciones narrativas que solo funcionan con altas dosis de disuasión y de normativa. Narraciones pasionales que solo se mantienen en pie con base en férreas burocracias. Por eso se trata de tener paisanos y no compatriotas. Con los primeros compartimos la realidad; con los otros, solo ficciones. Yo pertenezco a la Ciudad de México porque mi pareja es mexicana y mi hija también. Pertenezco a la Ciudad de México porque paso un 30% de mi vida arriba del auto soportando un tráfico infernal. Si ese suplicio no me da la pertenencia, ¿qué me la da? He vivido aquí 20 años, más que un gran porcentaje de mexicanos. Pertenezco aquí igual o más que todos ellos. Pero no. Por un error de cálculo nací en Argentina. Los militares deberían haber allanado la casa de mis padres dos meses antes y listo. Si se exiliaban antes, nacía en el DF. Pero no. Canté el himno mexicano durante toda la primaria, haciendo un saludo militar, sabiendo que mi familia se había exiliado de su país por una dictadura militar. Pero no, eso tampoco da la pertenencia suficiente para ser ciudadano. Y no voy a cometer la vulgaridad de argüir que pago impuestos, pero lo hago. En la mitad de las cafeterías de la Ciudad de México los camareros ya no me preguntan qué quiero porque ya saben que pido americano en vaso para llevar, aunque no me vaya (solo para que no se me enfríe). Si eso no es pertenencia, ¿qué es?
Las fronteras alejan a los parecidos y juntan a los diferentes. Los países carecen de toda lógica, salvo la de administrar para dominar. Dice Pierre Bourdieu que el sistema de dominación de las naciones es el más efectivo de todos porque disimula su coerción y aparenta existir por una cuestión natural, como si hubiera existido desde el principio de los tiempos. Imposible liberarse de una dominación que no sabemos que existe. Hasta el patriarcado está siendo puesto seriamente en cuestión, mientras el nacionalismo sigue intacto.
Si la Corte Suprema del país sin nombre le acepta la locura al hombre más peligroso del mundo, miles de recién nacidos pasarán a ser apátridas porque sus padres no pueden volver a sus países de origen. Serán apátridas y no tendrán derecho alguno. Y siempre que un niño no puede ir a la escuela, la que se queda en casa con él es su madre, por lo cual, por cada apátrida sin derechos, hay una mujer que también los pierde. Dos por uno, una promoción imperdible. Pero no nos metamos en temas de género porque después no podemos salir.
El lugar al que pertenecemos todos
A propósito de promociones: da la sensación de que tener una nacionalidad es un privilegio porque nos da un espacio de pertenencia y además nos da derechos. Pero no. La pertenencia se encuentra en otra parte, en el barrio, en la casa, en el equipo de futbol, en los pasatiempos, en la escuela (aunque la escuela suele ser una extensión de la patria). El capitalismo no nos da derechos si no los exigimos. La totalidad de derechos que tenemos son adquiridos; han sido conquistados, a menudo con la sangre (más sangre) de incontables luchadores, hombres y mujeres, a lo largo de la historia.
Habrá que reiterarlo. La nacionalidad no es un privilegio, es un ancla, es un peso que no nos permite conocer el mundo, que no nos permite entenderlo porque lo miramos todo desde el reducido filtro de nuestra nacionalidad. Por eso algunas personas usan la desafortunada frase “un país extranjero”, porque creen que su país es el único nacional, porque creen que son el centro de todas las cosas. Por eso tanta gente cree que los extranjeros “tienen acento”, pero ellos no, porque ellos “hablan neutro”. Porque nunca han hecho el ejercicio de alejarse de sí mismos, de verse con distancia. Porque nunca se han puesto a pensar que quizás es un poco extraño comer dulces con picante o echarle limón a todo. No es que esté mal (ni bien), simplemente es natural para unos e inconcebible para otros, como nadar en ríos llenos de la ceniza de sus antepasados. La patria y el pensamiento nacional son el ancla que no nos permite alejarnos de nosotros mismos. Y he aquí que algunos valoramos la condición del forastero, ese que sufre su soledad y padece el desamparo, pero que tiene la virtud de la distancia y no mira las cosas como si fueran naturales, sino construidas. El forastero que se conoce a sí mismo a partir de la mirada extrañada de los demás y entiende el lugar relativo que ocupa en el mundo gracias a ser un incomprendido.
Yo siempre fui extranjero, salvo los primeros dos meses de mi vida. Después fui extranjero todos y cada uno de los días que me tocó vivir, incluso en el país donde nací. Sé que muchos comparten esa condición. Uno es extranjero por una cuestión social, de convivencia, no por una cuestión legal. Yo soy extranjero en Argentina incluso con el pasaporte argentino en el bolsillo. Fui extranjero en Chile, con el pasaporte chileno en el bolsillo, y lo fui en España, con el español. Y si algún día me dan el pasaporte mexicano, seguiré siendo extranjero en México.
La condición de extranjero crónico me hace sentir bien. Me apasiona la condición del apátrida, porque, salvando el flagelo de la ausencia de derechos, me encantaría ser uno de ellos, al menos simbólicamente. Es más, le voy a mandar todos mis pasaportes al ACNUR a ver si no me los cambian por un documento que diga que no soy ni seré de ningún país del mundo.
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La patria: ese gran malentendido. Estos tiempos de violencia intensificada en contra de millones de migrantes parecen, no tan paradójicamente, ideales para desnudar al gigante burocrático que otorga y retira cartas de nacionalidad a diestra y siniestra. Resurge la figura de un mártir de la libertad: el apátrida.
Hace cerca de nueve meses Donald Trump asumió, por segunda vez, la presidencia del país sin nombre. Un país cuyo sujeto serían los “Estados”, “Unidos” el adjetivo y nos faltaría el verbo para volver a la primaria. El país se llama así porque el objetivo original de aquellos que lo crearon era crecer hasta el infinito y más allá y adherir a su territorio todos los Estados de América —posible predicado—. El flamante y convicto presidente, que lleva ahí más de 200 días, aunque parecen 1 000, reapareció altanero y tirando consignas y amenazas. Sembrando el terror, digamos. Si el mundo es un pañuelo, se estaría sonando los mocos con todos nosotros. Las primeras medidas que anunció fueron, por ejemplo, cambiarle el nombre al golfo de México (hay que ser golfo, de verdad), deportar migrantes a mansalva, llevarse unos cuantos a Guantánamo (o, por qué no, a Sudán), anexionarse Canadá y Groenlandia, convertir Gaza en un balneario (no sin antes sacar a los palestinos y mandarlos a vivir a los países vecinos), reescribir la Guerra Fría multilateral en un menú de tarifas y catálogos de impuestos y, señaladamente, anular la 14.a Enmienda de la Constitución de su país de estados juntos, la cual establece que los nacidos en territorio estadounidense de madres o padres extranjeros tienen en automático la nacionalidad. Esto último me llamó la atención porque dicha medida atenta contra los principios mismos de la fundación de su país y porque genera la posibilidad de convertir a muchos recién nacidos en apátridas. Y a mí, por razones que veremos más adelante, los apátridas me encantan.
Como se ve, crooked Trump regresó al poder con una actitud muy propositiva. Nada de procrastinar y amasar cosas viejas con diagnósticos nuevos. Por suerte, la justicia no ha dejado pasar aún su locura de anular la 14.a Enmienda, sin la cual, hay que subrayarlo, su país no existiría, ni él, quizás, sería presidente, porque quedaría reducido a ser el hijo de una escocesa que migró al país sin nombre con dinero en el bolsillo para sobrevivir un mes, y a quien, en su momento, nadie le dijo que era una delincuente ni la mandó a Guantánamo, por si las dudas. Y ni hablar de su abuelo, Friedrich Trump, que viajó solo desde Alemania a los 16 años porque en su hermosa Baviera no tenía un peso partido por la mitad. Viajó en barco, en tercera clase, sin camarote, ni techo, ni baño. Así nomás, en cubierta, vomitando directo al agua cuando la mar se ponía brava. Pero claro, para cuestionar la migración en el país sin nombre es indispensable tener mala memoria. Así como para ser nacionalista es indispensable tener memoria selectiva.
Burocracia (o la sangre cayó en la arena)
El principio fundacional de los Estados modernos del continente americano es el de poblar sus territorios. “Repoblar” quizás sería una forma más correcta de decirlo, porque es cierto que siempre hubo gente, integrantes de pueblos originarios que fueron asesinados en masa para empezar de nuevo a partir de personas que sí tenían alma (cristiana). Pero también es cierto que eran inmensos territorios que necesitaban crecer demográficamente para aprovechar las oportunidades que brindaban. Así, países como Canadá, Argentina o el país sin nombre establecieron a finales del siglo XIX y principios del XX políticas que promovían el arribo de inmigrantes para trabajar y producir, las cuales, en un contexto de guerras, posguerras, persecuciones y hambrunas en Europa, hicieron que América se poblara. Más allá de los crímenes cometidos contra las comunidades indígenas (que no han cesado) y la ilusión de que tales territorios pertenecían a hombres blancos, lo cierto es que se instaló el otorgamiento de la nacionalidad sobre la base del principio de ius soli, es decir, por derecho de suelo, por nacimiento en el territorio. Si no hubiese sido así, los habitantes del país sin nombre, de Canadá, de Argentina o de Australia, por ejemplo, serían todos extranjeros. Un análisis de la Fundación Estatua de la Libertad-Isla Ellis concluye que “los descendientes de los inmigrantes que llegaron a Estados Unidos por Nueva York durante las últimas décadas del siglo xix y las primeras décadas del siglo XX equivalen a casi la mitad de la población del país”.
Por otro lado, está el otorgamiento de la nacionalidad en función del principio de ius sanguinis, es decir, por derecho de sangre, el cual no da ningún derecho a la persona naciente si no nace en el país de sus padres. Si nace en cualquier otro país, será ciudadano de la tierra de sus progenitores una vez que se asiente en ella. Es decir, habrá migrado, pero no será considerado migrante; todo en función de un símbolo líquido llamado “sangre”. Un plasma espeso y carmesí al cual se le atribuyen unas propiedades extrañas, como esa, la de definir de dónde son las personas. Podríamos pensar, sin miedo a equivocarnos, que el ius sanguinis puede ser uno de los tantos orígenes del racismo y de otras políticas de exclusión. Un líquido que la nobleza presume ancestralmente de tener azul.
Así como el ius soli se relaciona o identifica con el Estado moderno, el ius sanguinis lo hace con lo tribal, medieval; con las monarquías y con todos aquellos sistemas territoriales que han querido restringir los cruces culturales y mantener el componente étnico acotado. (Esta suerte de aspiración por lo monoétnico es, lo sabemos, imposible, porque siempre alguien ya vino de otro lugar, porque siempre alguien desciende de migrantes, porque a lo largo de la historia ha sido tan habitual la quietud como el movimiento y porque si proyectos como el de Genoma Humano se convirtieran en estándar, se terminaría estableciendo por decreto el interculturalismo y Manu Chao debería ser el presidente woke de todes nosotres.)
Hay países que aceptan ambos principios. La distribución en el mapa es clara. En América, todos los países se rigen por suelo; en Asia y en el Magreb, por sangre, y en Europa y el África subsahariana es mixto. Fuera de América solo seis países se rigen por suelo: Tuvalu, Tanzania, Lesoto, Fiyi, Pakistán y Chad.
¿Por qué no todos los países se rigen por ambos sistemas? Porque la nacionalidad —o la ciudadanía, que tristemente es lo mismo— no es más que una forma de regular a la población. Es la herramienta principal de una estrategia burocrática y simbólica que ayuda a determinar a quién incluir y a quién excluir dentro de un sistema cerrado, y lograr que la población sea gobernable. La venden como una cuestión de amor, de pertenencia, de sentimiento, pero es pura administración. Se inventan los mitos fundacionales, los orígenes perfectos, los próceres heroicos, los mártires fantásticos, los colores del alma, los platillos más deliciosos, los disfraces más ridículos, los himnos más bélicos, los saludos más castrenses y las banderas más feas. Nos venden la moto en la escuela cuando somos chicos, antes de que tengamos herramientas para defendernos, y listo. Después, cuando crecemos, no sabemos bien por qué, pero amamos a nuestra patria, creemos que es incomparable y que formamos parte de ella y solo de ella. Así vamos por la vida, todos tan patriotas. “Divide y vencerás”, se le atribuye a Julio César, creo. “No hay mejor esclavo que el que se cree libre”, decía el mismísimo Goethe.
La población universal tiene al Estado moderno, es decir, a los países, como medida de todas las cosas. Lo que está fuera de ellos parece un error, una desgracia o, en el mejor de los casos, una excepción. Sin embargo, no es así. El ser humano nació y lo primero que hizo fue desplazarse. Muchos avances técnicos tuvieron que lograrse para que nos pudiéramos quedar en un lugar. Y con esos avances, llegaron los sistemas más complejos de dominación. Pero primero los nómadas, luego los sedentarios. Actualmente, en el mundo somos casi 300 millones de migrantes. Si nos juntáramos todos en Migrantelandia, seríamos el cuarto país más grande del mundo, solo después de India, China y el país sin nombre. Así que ser migrante no es una excepción a la regla, sino una norma. Como canta Jorge Drexler, “no tenemos pertenencias, sino equipaje”.
El Estado como depósito de arrebato y calamidad
En medio de este caos fronterizo-ideológico-administrativo, están los apátridas. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la Agencia de la onu para los Refugiados, calcula que a más de 10 millones de personas en el mundo se les niega una nacionalidad y, con dicha negación, sus derechos básicos de subsistencia y dignidad. Diez millones de personas a las que no se les permite pertenecer a ningún lugar. Ellos pertenecen, claro, porque no hay manera de no pertenecer a algo (¿o sí la hay?), pero las autoridades, esas que aman a sus compatriotas, esas que derrochan pasión según los colores de la camiseta, deciden que otras personas no pertenecen a ningún lugar y además se encargan de que no pertenezcan. De apátridas hay para todos los gustos.
Malala y Josef huyeron de Zaire a principios de los años ochenta a causa de la guerra civil. Se podrían haber quedado a combatir, pero eso implicaba la necesidad de matar a sus amigos que, por azares del absurdo, habían quedado en el bando contrario. Así que optaron por dejar su país, recorrer África caminando, atravesar el desierto del Sahara y montarse en un barquito en el Mediterráneo para migrar a Francia. Resulta que Malala estuvo embarazada durante todo el trayecto y, como la cosa no estaba para hacer cálculos exactos, parió en mar abierto. El pequeño hombre del mar fue llamado Antonio Rio Mavuba. Llegó a Francia con pocos días de nacido. Vivió en Burdeos toda su vida; sin embargo, no había forma alguna de que fuera francés porque no cumplía con ninguno de los dos requisitos necesarios: nacer en suelo francés o tener padres franceses. A Rio le tocaba ser de Zaire y “pertenecer” a un lugar en el que no había estado nunca. Sin embargo, era tanta su mala suerte que Zaire había desaparecido después de la guerra para convertirse en la República del Congo, así que se esfumó la última posibilidad que tenía el chico de tener una nacionalidad. Su pasaporte, entregado por el Estado francés, decía “Apátrida. Nacido en el mar”. Eso sí, Rio era tan bueno para jugar al futbol que lo llamaron para la selección francesa y ahí, por arte de magia y después de 18 años de forcejeo con la férrea burocracia migratoria, se abrieron las puertas de los contactos y le dieron la nacionalidad. Le alcanzó para los cuartos de final en el Mundial de Brasil 2014. Moraleja: si eres bueno jugando a la pelota, los franceses se ablandan y activan las cláusulas de la inclusión.
Hace un par de años viajé a Burdeos con mi amigo Yerko a ver a Rio y proponerle hacer la película de su vida. Primero me dijo que no, que no le gustaba ser siempre el apátrida exótico al que los blancos miran como un divertimento, y que además no quiere ocupar ese rol porque, entre otras cosas, él es francés. Ante la negativa inicial de Rio no nos quedó más que contarle nuestras vidas. Ambos hijos de exiliados políticos chilenos. Yerko, nacido en Argelia; yo, en Argentina. Él, viviendo en España; yo, en México. Ambos migrantes crónicos. Él se llama Yerko El Djazairi —que significa “el argelino” y, si no me equivoco, fue el primer chileno nacido en Argelia—. Después de escuchar nuestra historia le cambiaron el semblante y la actitud. Ya no éramos dos blancos buscando historias exóticas, sino dos migrantes buscando historias de migrantes, y dijo que sí a todo. A partir de ahí, la idea fue seguir buscando apátridas por el mundo.
Los 10 millones de apátridas que la ACNUR ha contabilizado viven en 76 países. Los tres países que albergan más apátridas son Bangladesh, Costa de Marfil y Tailandia. El primerísimo lugar es Bangladesh, donde hay un campo de refugiados más bien parecido a un campo de concentración, al que casi no llega ayuda internacional, poblado por casi dos millones de rohingyas. ¿Que qué son los rohingyas? Son habitantes de Myanmar, antes Birmania, país en el que gobiernan unos militares budistas. Una cosa rarísima. Y a esos señores no les parece del todo bien que su país tenga oriundos musulmanes, así que les quita la nacionalidad y los expulsa. Sin más. Esos desterrados viven hacinados en un lodazal, bajo carpas de plástico, en condiciones de extrema pobreza, víctimas de violencia, tortura, violación, extorsión, trabajo forzoso, etcétera. Y, encima, expuestos a peligros relacionados con el clima, ya que Bangladesh ocupa el tercer lugar entre los países del mundo más afectados por desastres naturales. Una cosa demencial a la que no se le vislumbra solución alguna.
Costa de Marfil se lleva la medalla de plata. Durante su época colonial, por ahí de finales del siglo XIX, llegaron miles de personas procedentes de Burkina Faso, Malí y Guinea para trabajar en las plantaciones de cacao. En ese momento el Estado no les dio nacionalidad, y una vez que Costa de Marfil se independizó de Francia en 1960, las autoridades decidieron que definitivamente no se la darían. Hoy son más de 700 000 apátridas. A dicha situación la llaman “falta de disposiciones legales” para otorgar la nacionalidad. En ese país, como en tantos otros, se da otra situación bastante llamativa: tampoco hay “disposiciones legales” para darles nacionalidad a los niños abandonados. ¡Vaya tema con las disposiciones! A qué dios habrá que rezarle para que nos mande unas cuantas.
Issa, por ejemplo, tiene aproximadamente 10 años. Nunca sabremos exactamente cuándo nació, porque cuando tenía unos tres su padre lo dejó en una mezquita en Aboisso, ciudad al sureste de Costa de Marfil, y le dijo al imán que volvería a buscarlo en tres días. Nunca volvió. Issa nunca podrá demostrar fecha ni lugar de nacimiento y será apátrida hasta que algún alma caritativa decida otra cosa. O hasta que los dioses nos provean de disposiciones legales. Por lo pronto, no tiene papeles que le permitan asistir a la escuela, obtener un trabajo formal, salir del país, y ni hablar de abrir una cuenta bancaria, poseer tierras o votar, tampoco pedimos tanto. En el país africano hay unos 300 000 menores en su misma condición.
En Tailandia, medalla de bronce como hogar de apátridas, hay casi medio millón de personas en este limbo tan terrenal. Unos por ser hijos de migrantes, y otros por pertenecer a tribus de las montañas que viven en zonas remotas o fronterizas y tienen un acceso limitado a la información sobre sus derechos y los procedimientos para obtener la nacionalidad. Este tipo de casos se repite en casi todos los países del mundo.
Por si esto no fuera suficiente, 25 países de Asia y África incurren en una verdadera barbaridad: en su legislación queda establecido que solo el padre puede transmitir la nacionalidad. Esta puerta al infierno se abre de par en par en Catar, Kuwait, Brunéi, Líbano, Somalia, Bahamas, Burundi, Jordania, Libia, Omán, Sudán, Baréin, Malasia, Siria, Kiribati y… Afganistán, con su rincón particular de castigo. Cuestión de que, si una niña o un niño de estos países tiene padre y este la registra, listo, se acabó un problema (ya tendrá otros, obviamente). Sin embargo, si antes del registro abandona a la familia (cosa que pasa mucho) o muere (cosa que también es frecuente, dado que muchas de esas naciones viven en situaciones de conflictos armados), entonces no tendrá la nacionalidad jamás. ¿Y la madre? La madre se encargará de criar a una hija o hijo sin derechos de ningún tipo. Pero como todo siempre puede ser peor, bajo estas reglas infinitamente desiguales las mujeres quedan atrapadas en relaciones abusivas por temor a que el padre abandone al hijo, o por temor a ser separadas de sus hijos si abandonan a sus maridos. En fin, cuando se asocia el nacionalismo con el patriarcado el resultado es una calamidad mayor.
Que los casos que he descrito toquen el límite de lo absurdo no los convierte en rarezas. Apenas unos saltos en la geografía nos traen otras historias. Tenemos al par de hermanas que nacieron en Líbano y no tienen la nacionalidad de su país porque sus padres son sirios, pero tampoco pueden ser sirias porque su padre es cristiano y su madre musulmana, y Siria no reconoce el matrimonio interreligioso. Así que nada: no hay salida (perdón, no hay disposiciones legales). Los galjeel son un clan descendiente de los somalíes que han vivido en Kenia desde finales de la década de 1930. Son casi 4 000 personas y Kenia no les da la nacionalidad. Si algún yugoslavo estuvo fuera de su país cuando desapareció Yugoslavia, hoy muy posiblemente no pueda ser serbio, croata, bosnio o montenegrino. Vietnam condena a la apatridia —el nombre formal del limbo— a los refugiados de Camboya y a otros grupos étnicos minoritarios que llegaron al país hace décadas. En República Dominicana, los hijos de haitianas tampoco reciben la nacionalidad por parte de ninguno de los dos países. Lo mismo sucedía en Colombia con los hijos de venezolanas, hasta hace poco tiempo. Podría exponer más casos, pero necesitaría tener una mínima idea o imagen de los lugares donde ocurren.
Cabe destacar que todas, absolutamente todas las publicaciones en la web sobre apatridia son del acnur, lo cual significa que a la población mundial le importa muy poco el tema. Es mucho más consultado en internet el estado actual del cangrejo colorado de África septentrional que la condición de las poblaciones sin nacionalidad. Los apátridas son invisibles y no tienen ni voz ni voto; no están de lleno en la agenda internacional porque su condición, además de visibilizar la discriminación, la marginación y la pobreza, evidencia la arbitrariedad tras la creación de las naciones o el absurdo tras la idea misma de nación. El problema no son los apátridas, sino las patrias.
Si bien existen convenciones internacionales promovidas por el ACNUR, como la Convención sobre el Estatuto de los Apátridas de 1954, la Convención para Reducir los Casos de Apatridia de 1961 y la reciente Alianza Global para Acabar con la Apatridia de 2024, también es cierto que el problema está en otro lado. Querer acabar con la existencia de los apátridas sin cuestionar el sistema regulatorio de los Estados-nación es como querer acabar con la pobreza sin poner en cuestión el sistema económico que produce pobres. Abordar los problemas a partir de las excepciones es como querer tapar el sol con una gorra. Y, por último, querer acabar con los apátridas otorgándoles pasaportes es como querer acabar con la desigualdad metiendo presos a todos los que parezcan delincuentes. Podrán convencer a algunos gobiernos de que les den pasaportes a algunos malayos, burkineses y camboyanos, pero el sistema seguirá produciendo migrantes, desplazados y refugiados, que tarde o temprano volverán a ser apátridas. Son un daño colateral de un sistema perverso e intocado.
A mí, la verdad, me da igual si una persona es musulmana, judía, católica, budista, china, mexicana, argentina, francesa, alemana, pakistaní, bosnia, serbia, gitana, mapuche, tuvaluana, de Sudán del Sur o Chad del Norte, de la Isla de Man o del pueblo de Truman Burbank. Como dicen que dijo Mark Twain, “me da igual si es blanco, negro, pobre, rico, me basta con que sea ser humano, peor cosa no podría ser”.
Uno pertenece a un lugar cuando comparte el paisaje existencial con otros, no cuando comparte una comunidad imaginada, amarrada con ficciones narrativas que solo funcionan con altas dosis de disuasión y de normativa. Narraciones pasionales que solo se mantienen en pie con base en férreas burocracias. Por eso se trata de tener paisanos y no compatriotas. Con los primeros compartimos la realidad; con los otros, solo ficciones. Yo pertenezco a la Ciudad de México porque mi pareja es mexicana y mi hija también. Pertenezco a la Ciudad de México porque paso un 30% de mi vida arriba del auto soportando un tráfico infernal. Si ese suplicio no me da la pertenencia, ¿qué me la da? He vivido aquí 20 años, más que un gran porcentaje de mexicanos. Pertenezco aquí igual o más que todos ellos. Pero no. Por un error de cálculo nací en Argentina. Los militares deberían haber allanado la casa de mis padres dos meses antes y listo. Si se exiliaban antes, nacía en el DF. Pero no. Canté el himno mexicano durante toda la primaria, haciendo un saludo militar, sabiendo que mi familia se había exiliado de su país por una dictadura militar. Pero no, eso tampoco da la pertenencia suficiente para ser ciudadano. Y no voy a cometer la vulgaridad de argüir que pago impuestos, pero lo hago. En la mitad de las cafeterías de la Ciudad de México los camareros ya no me preguntan qué quiero porque ya saben que pido americano en vaso para llevar, aunque no me vaya (solo para que no se me enfríe). Si eso no es pertenencia, ¿qué es?
Las fronteras alejan a los parecidos y juntan a los diferentes. Los países carecen de toda lógica, salvo la de administrar para dominar. Dice Pierre Bourdieu que el sistema de dominación de las naciones es el más efectivo de todos porque disimula su coerción y aparenta existir por una cuestión natural, como si hubiera existido desde el principio de los tiempos. Imposible liberarse de una dominación que no sabemos que existe. Hasta el patriarcado está siendo puesto seriamente en cuestión, mientras el nacionalismo sigue intacto.
Si la Corte Suprema del país sin nombre le acepta la locura al hombre más peligroso del mundo, miles de recién nacidos pasarán a ser apátridas porque sus padres no pueden volver a sus países de origen. Serán apátridas y no tendrán derecho alguno. Y siempre que un niño no puede ir a la escuela, la que se queda en casa con él es su madre, por lo cual, por cada apátrida sin derechos, hay una mujer que también los pierde. Dos por uno, una promoción imperdible. Pero no nos metamos en temas de género porque después no podemos salir.
El lugar al que pertenecemos todos
A propósito de promociones: da la sensación de que tener una nacionalidad es un privilegio porque nos da un espacio de pertenencia y además nos da derechos. Pero no. La pertenencia se encuentra en otra parte, en el barrio, en la casa, en el equipo de futbol, en los pasatiempos, en la escuela (aunque la escuela suele ser una extensión de la patria). El capitalismo no nos da derechos si no los exigimos. La totalidad de derechos que tenemos son adquiridos; han sido conquistados, a menudo con la sangre (más sangre) de incontables luchadores, hombres y mujeres, a lo largo de la historia.
Habrá que reiterarlo. La nacionalidad no es un privilegio, es un ancla, es un peso que no nos permite conocer el mundo, que no nos permite entenderlo porque lo miramos todo desde el reducido filtro de nuestra nacionalidad. Por eso algunas personas usan la desafortunada frase “un país extranjero”, porque creen que su país es el único nacional, porque creen que son el centro de todas las cosas. Por eso tanta gente cree que los extranjeros “tienen acento”, pero ellos no, porque ellos “hablan neutro”. Porque nunca han hecho el ejercicio de alejarse de sí mismos, de verse con distancia. Porque nunca se han puesto a pensar que quizás es un poco extraño comer dulces con picante o echarle limón a todo. No es que esté mal (ni bien), simplemente es natural para unos e inconcebible para otros, como nadar en ríos llenos de la ceniza de sus antepasados. La patria y el pensamiento nacional son el ancla que no nos permite alejarnos de nosotros mismos. Y he aquí que algunos valoramos la condición del forastero, ese que sufre su soledad y padece el desamparo, pero que tiene la virtud de la distancia y no mira las cosas como si fueran naturales, sino construidas. El forastero que se conoce a sí mismo a partir de la mirada extrañada de los demás y entiende el lugar relativo que ocupa en el mundo gracias a ser un incomprendido.
Yo siempre fui extranjero, salvo los primeros dos meses de mi vida. Después fui extranjero todos y cada uno de los días que me tocó vivir, incluso en el país donde nací. Sé que muchos comparten esa condición. Uno es extranjero por una cuestión social, de convivencia, no por una cuestión legal. Yo soy extranjero en Argentina incluso con el pasaporte argentino en el bolsillo. Fui extranjero en Chile, con el pasaporte chileno en el bolsillo, y lo fui en España, con el español. Y si algún día me dan el pasaporte mexicano, seguiré siendo extranjero en México.
La condición de extranjero crónico me hace sentir bien. Me apasiona la condición del apátrida, porque, salvando el flagelo de la ausencia de derechos, me encantaría ser uno de ellos, al menos simbólicamente. Es más, le voy a mandar todos mis pasaportes al ACNUR a ver si no me los cambian por un documento que diga que no soy ni seré de ningún país del mundo.
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La patria: ese gran malentendido. Estos tiempos de violencia intensificada en contra de millones de migrantes parecen, no tan paradójicamente, ideales para desnudar al gigante burocrático que otorga y retira cartas de nacionalidad a diestra y siniestra. Resurge la figura de un mártir de la libertad: el apátrida.
Hace cerca de nueve meses Donald Trump asumió, por segunda vez, la presidencia del país sin nombre. Un país cuyo sujeto serían los “Estados”, “Unidos” el adjetivo y nos faltaría el verbo para volver a la primaria. El país se llama así porque el objetivo original de aquellos que lo crearon era crecer hasta el infinito y más allá y adherir a su territorio todos los Estados de América —posible predicado—. El flamante y convicto presidente, que lleva ahí más de 200 días, aunque parecen 1 000, reapareció altanero y tirando consignas y amenazas. Sembrando el terror, digamos. Si el mundo es un pañuelo, se estaría sonando los mocos con todos nosotros. Las primeras medidas que anunció fueron, por ejemplo, cambiarle el nombre al golfo de México (hay que ser golfo, de verdad), deportar migrantes a mansalva, llevarse unos cuantos a Guantánamo (o, por qué no, a Sudán), anexionarse Canadá y Groenlandia, convertir Gaza en un balneario (no sin antes sacar a los palestinos y mandarlos a vivir a los países vecinos), reescribir la Guerra Fría multilateral en un menú de tarifas y catálogos de impuestos y, señaladamente, anular la 14.a Enmienda de la Constitución de su país de estados juntos, la cual establece que los nacidos en territorio estadounidense de madres o padres extranjeros tienen en automático la nacionalidad. Esto último me llamó la atención porque dicha medida atenta contra los principios mismos de la fundación de su país y porque genera la posibilidad de convertir a muchos recién nacidos en apátridas. Y a mí, por razones que veremos más adelante, los apátridas me encantan.
Como se ve, crooked Trump regresó al poder con una actitud muy propositiva. Nada de procrastinar y amasar cosas viejas con diagnósticos nuevos. Por suerte, la justicia no ha dejado pasar aún su locura de anular la 14.a Enmienda, sin la cual, hay que subrayarlo, su país no existiría, ni él, quizás, sería presidente, porque quedaría reducido a ser el hijo de una escocesa que migró al país sin nombre con dinero en el bolsillo para sobrevivir un mes, y a quien, en su momento, nadie le dijo que era una delincuente ni la mandó a Guantánamo, por si las dudas. Y ni hablar de su abuelo, Friedrich Trump, que viajó solo desde Alemania a los 16 años porque en su hermosa Baviera no tenía un peso partido por la mitad. Viajó en barco, en tercera clase, sin camarote, ni techo, ni baño. Así nomás, en cubierta, vomitando directo al agua cuando la mar se ponía brava. Pero claro, para cuestionar la migración en el país sin nombre es indispensable tener mala memoria. Así como para ser nacionalista es indispensable tener memoria selectiva.
Burocracia (o la sangre cayó en la arena)
El principio fundacional de los Estados modernos del continente americano es el de poblar sus territorios. “Repoblar” quizás sería una forma más correcta de decirlo, porque es cierto que siempre hubo gente, integrantes de pueblos originarios que fueron asesinados en masa para empezar de nuevo a partir de personas que sí tenían alma (cristiana). Pero también es cierto que eran inmensos territorios que necesitaban crecer demográficamente para aprovechar las oportunidades que brindaban. Así, países como Canadá, Argentina o el país sin nombre establecieron a finales del siglo XIX y principios del XX políticas que promovían el arribo de inmigrantes para trabajar y producir, las cuales, en un contexto de guerras, posguerras, persecuciones y hambrunas en Europa, hicieron que América se poblara. Más allá de los crímenes cometidos contra las comunidades indígenas (que no han cesado) y la ilusión de que tales territorios pertenecían a hombres blancos, lo cierto es que se instaló el otorgamiento de la nacionalidad sobre la base del principio de ius soli, es decir, por derecho de suelo, por nacimiento en el territorio. Si no hubiese sido así, los habitantes del país sin nombre, de Canadá, de Argentina o de Australia, por ejemplo, serían todos extranjeros. Un análisis de la Fundación Estatua de la Libertad-Isla Ellis concluye que “los descendientes de los inmigrantes que llegaron a Estados Unidos por Nueva York durante las últimas décadas del siglo xix y las primeras décadas del siglo XX equivalen a casi la mitad de la población del país”.
Por otro lado, está el otorgamiento de la nacionalidad en función del principio de ius sanguinis, es decir, por derecho de sangre, el cual no da ningún derecho a la persona naciente si no nace en el país de sus padres. Si nace en cualquier otro país, será ciudadano de la tierra de sus progenitores una vez que se asiente en ella. Es decir, habrá migrado, pero no será considerado migrante; todo en función de un símbolo líquido llamado “sangre”. Un plasma espeso y carmesí al cual se le atribuyen unas propiedades extrañas, como esa, la de definir de dónde son las personas. Podríamos pensar, sin miedo a equivocarnos, que el ius sanguinis puede ser uno de los tantos orígenes del racismo y de otras políticas de exclusión. Un líquido que la nobleza presume ancestralmente de tener azul.
Así como el ius soli se relaciona o identifica con el Estado moderno, el ius sanguinis lo hace con lo tribal, medieval; con las monarquías y con todos aquellos sistemas territoriales que han querido restringir los cruces culturales y mantener el componente étnico acotado. (Esta suerte de aspiración por lo monoétnico es, lo sabemos, imposible, porque siempre alguien ya vino de otro lugar, porque siempre alguien desciende de migrantes, porque a lo largo de la historia ha sido tan habitual la quietud como el movimiento y porque si proyectos como el de Genoma Humano se convirtieran en estándar, se terminaría estableciendo por decreto el interculturalismo y Manu Chao debería ser el presidente woke de todes nosotres.)
Hay países que aceptan ambos principios. La distribución en el mapa es clara. En América, todos los países se rigen por suelo; en Asia y en el Magreb, por sangre, y en Europa y el África subsahariana es mixto. Fuera de América solo seis países se rigen por suelo: Tuvalu, Tanzania, Lesoto, Fiyi, Pakistán y Chad.
¿Por qué no todos los países se rigen por ambos sistemas? Porque la nacionalidad —o la ciudadanía, que tristemente es lo mismo— no es más que una forma de regular a la población. Es la herramienta principal de una estrategia burocrática y simbólica que ayuda a determinar a quién incluir y a quién excluir dentro de un sistema cerrado, y lograr que la población sea gobernable. La venden como una cuestión de amor, de pertenencia, de sentimiento, pero es pura administración. Se inventan los mitos fundacionales, los orígenes perfectos, los próceres heroicos, los mártires fantásticos, los colores del alma, los platillos más deliciosos, los disfraces más ridículos, los himnos más bélicos, los saludos más castrenses y las banderas más feas. Nos venden la moto en la escuela cuando somos chicos, antes de que tengamos herramientas para defendernos, y listo. Después, cuando crecemos, no sabemos bien por qué, pero amamos a nuestra patria, creemos que es incomparable y que formamos parte de ella y solo de ella. Así vamos por la vida, todos tan patriotas. “Divide y vencerás”, se le atribuye a Julio César, creo. “No hay mejor esclavo que el que se cree libre”, decía el mismísimo Goethe.
La población universal tiene al Estado moderno, es decir, a los países, como medida de todas las cosas. Lo que está fuera de ellos parece un error, una desgracia o, en el mejor de los casos, una excepción. Sin embargo, no es así. El ser humano nació y lo primero que hizo fue desplazarse. Muchos avances técnicos tuvieron que lograrse para que nos pudiéramos quedar en un lugar. Y con esos avances, llegaron los sistemas más complejos de dominación. Pero primero los nómadas, luego los sedentarios. Actualmente, en el mundo somos casi 300 millones de migrantes. Si nos juntáramos todos en Migrantelandia, seríamos el cuarto país más grande del mundo, solo después de India, China y el país sin nombre. Así que ser migrante no es una excepción a la regla, sino una norma. Como canta Jorge Drexler, “no tenemos pertenencias, sino equipaje”.
El Estado como depósito de arrebato y calamidad
En medio de este caos fronterizo-ideológico-administrativo, están los apátridas. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la Agencia de la onu para los Refugiados, calcula que a más de 10 millones de personas en el mundo se les niega una nacionalidad y, con dicha negación, sus derechos básicos de subsistencia y dignidad. Diez millones de personas a las que no se les permite pertenecer a ningún lugar. Ellos pertenecen, claro, porque no hay manera de no pertenecer a algo (¿o sí la hay?), pero las autoridades, esas que aman a sus compatriotas, esas que derrochan pasión según los colores de la camiseta, deciden que otras personas no pertenecen a ningún lugar y además se encargan de que no pertenezcan. De apátridas hay para todos los gustos.
Malala y Josef huyeron de Zaire a principios de los años ochenta a causa de la guerra civil. Se podrían haber quedado a combatir, pero eso implicaba la necesidad de matar a sus amigos que, por azares del absurdo, habían quedado en el bando contrario. Así que optaron por dejar su país, recorrer África caminando, atravesar el desierto del Sahara y montarse en un barquito en el Mediterráneo para migrar a Francia. Resulta que Malala estuvo embarazada durante todo el trayecto y, como la cosa no estaba para hacer cálculos exactos, parió en mar abierto. El pequeño hombre del mar fue llamado Antonio Rio Mavuba. Llegó a Francia con pocos días de nacido. Vivió en Burdeos toda su vida; sin embargo, no había forma alguna de que fuera francés porque no cumplía con ninguno de los dos requisitos necesarios: nacer en suelo francés o tener padres franceses. A Rio le tocaba ser de Zaire y “pertenecer” a un lugar en el que no había estado nunca. Sin embargo, era tanta su mala suerte que Zaire había desaparecido después de la guerra para convertirse en la República del Congo, así que se esfumó la última posibilidad que tenía el chico de tener una nacionalidad. Su pasaporte, entregado por el Estado francés, decía “Apátrida. Nacido en el mar”. Eso sí, Rio era tan bueno para jugar al futbol que lo llamaron para la selección francesa y ahí, por arte de magia y después de 18 años de forcejeo con la férrea burocracia migratoria, se abrieron las puertas de los contactos y le dieron la nacionalidad. Le alcanzó para los cuartos de final en el Mundial de Brasil 2014. Moraleja: si eres bueno jugando a la pelota, los franceses se ablandan y activan las cláusulas de la inclusión.
Hace un par de años viajé a Burdeos con mi amigo Yerko a ver a Rio y proponerle hacer la película de su vida. Primero me dijo que no, que no le gustaba ser siempre el apátrida exótico al que los blancos miran como un divertimento, y que además no quiere ocupar ese rol porque, entre otras cosas, él es francés. Ante la negativa inicial de Rio no nos quedó más que contarle nuestras vidas. Ambos hijos de exiliados políticos chilenos. Yerko, nacido en Argelia; yo, en Argentina. Él, viviendo en España; yo, en México. Ambos migrantes crónicos. Él se llama Yerko El Djazairi —que significa “el argelino” y, si no me equivoco, fue el primer chileno nacido en Argelia—. Después de escuchar nuestra historia le cambiaron el semblante y la actitud. Ya no éramos dos blancos buscando historias exóticas, sino dos migrantes buscando historias de migrantes, y dijo que sí a todo. A partir de ahí, la idea fue seguir buscando apátridas por el mundo.
Los 10 millones de apátridas que la ACNUR ha contabilizado viven en 76 países. Los tres países que albergan más apátridas son Bangladesh, Costa de Marfil y Tailandia. El primerísimo lugar es Bangladesh, donde hay un campo de refugiados más bien parecido a un campo de concentración, al que casi no llega ayuda internacional, poblado por casi dos millones de rohingyas. ¿Que qué son los rohingyas? Son habitantes de Myanmar, antes Birmania, país en el que gobiernan unos militares budistas. Una cosa rarísima. Y a esos señores no les parece del todo bien que su país tenga oriundos musulmanes, así que les quita la nacionalidad y los expulsa. Sin más. Esos desterrados viven hacinados en un lodazal, bajo carpas de plástico, en condiciones de extrema pobreza, víctimas de violencia, tortura, violación, extorsión, trabajo forzoso, etcétera. Y, encima, expuestos a peligros relacionados con el clima, ya que Bangladesh ocupa el tercer lugar entre los países del mundo más afectados por desastres naturales. Una cosa demencial a la que no se le vislumbra solución alguna.
Costa de Marfil se lleva la medalla de plata. Durante su época colonial, por ahí de finales del siglo XIX, llegaron miles de personas procedentes de Burkina Faso, Malí y Guinea para trabajar en las plantaciones de cacao. En ese momento el Estado no les dio nacionalidad, y una vez que Costa de Marfil se independizó de Francia en 1960, las autoridades decidieron que definitivamente no se la darían. Hoy son más de 700 000 apátridas. A dicha situación la llaman “falta de disposiciones legales” para otorgar la nacionalidad. En ese país, como en tantos otros, se da otra situación bastante llamativa: tampoco hay “disposiciones legales” para darles nacionalidad a los niños abandonados. ¡Vaya tema con las disposiciones! A qué dios habrá que rezarle para que nos mande unas cuantas.
Issa, por ejemplo, tiene aproximadamente 10 años. Nunca sabremos exactamente cuándo nació, porque cuando tenía unos tres su padre lo dejó en una mezquita en Aboisso, ciudad al sureste de Costa de Marfil, y le dijo al imán que volvería a buscarlo en tres días. Nunca volvió. Issa nunca podrá demostrar fecha ni lugar de nacimiento y será apátrida hasta que algún alma caritativa decida otra cosa. O hasta que los dioses nos provean de disposiciones legales. Por lo pronto, no tiene papeles que le permitan asistir a la escuela, obtener un trabajo formal, salir del país, y ni hablar de abrir una cuenta bancaria, poseer tierras o votar, tampoco pedimos tanto. En el país africano hay unos 300 000 menores en su misma condición.
En Tailandia, medalla de bronce como hogar de apátridas, hay casi medio millón de personas en este limbo tan terrenal. Unos por ser hijos de migrantes, y otros por pertenecer a tribus de las montañas que viven en zonas remotas o fronterizas y tienen un acceso limitado a la información sobre sus derechos y los procedimientos para obtener la nacionalidad. Este tipo de casos se repite en casi todos los países del mundo.
Por si esto no fuera suficiente, 25 países de Asia y África incurren en una verdadera barbaridad: en su legislación queda establecido que solo el padre puede transmitir la nacionalidad. Esta puerta al infierno se abre de par en par en Catar, Kuwait, Brunéi, Líbano, Somalia, Bahamas, Burundi, Jordania, Libia, Omán, Sudán, Baréin, Malasia, Siria, Kiribati y… Afganistán, con su rincón particular de castigo. Cuestión de que, si una niña o un niño de estos países tiene padre y este la registra, listo, se acabó un problema (ya tendrá otros, obviamente). Sin embargo, si antes del registro abandona a la familia (cosa que pasa mucho) o muere (cosa que también es frecuente, dado que muchas de esas naciones viven en situaciones de conflictos armados), entonces no tendrá la nacionalidad jamás. ¿Y la madre? La madre se encargará de criar a una hija o hijo sin derechos de ningún tipo. Pero como todo siempre puede ser peor, bajo estas reglas infinitamente desiguales las mujeres quedan atrapadas en relaciones abusivas por temor a que el padre abandone al hijo, o por temor a ser separadas de sus hijos si abandonan a sus maridos. En fin, cuando se asocia el nacionalismo con el patriarcado el resultado es una calamidad mayor.
Que los casos que he descrito toquen el límite de lo absurdo no los convierte en rarezas. Apenas unos saltos en la geografía nos traen otras historias. Tenemos al par de hermanas que nacieron en Líbano y no tienen la nacionalidad de su país porque sus padres son sirios, pero tampoco pueden ser sirias porque su padre es cristiano y su madre musulmana, y Siria no reconoce el matrimonio interreligioso. Así que nada: no hay salida (perdón, no hay disposiciones legales). Los galjeel son un clan descendiente de los somalíes que han vivido en Kenia desde finales de la década de 1930. Son casi 4 000 personas y Kenia no les da la nacionalidad. Si algún yugoslavo estuvo fuera de su país cuando desapareció Yugoslavia, hoy muy posiblemente no pueda ser serbio, croata, bosnio o montenegrino. Vietnam condena a la apatridia —el nombre formal del limbo— a los refugiados de Camboya y a otros grupos étnicos minoritarios que llegaron al país hace décadas. En República Dominicana, los hijos de haitianas tampoco reciben la nacionalidad por parte de ninguno de los dos países. Lo mismo sucedía en Colombia con los hijos de venezolanas, hasta hace poco tiempo. Podría exponer más casos, pero necesitaría tener una mínima idea o imagen de los lugares donde ocurren.
Cabe destacar que todas, absolutamente todas las publicaciones en la web sobre apatridia son del acnur, lo cual significa que a la población mundial le importa muy poco el tema. Es mucho más consultado en internet el estado actual del cangrejo colorado de África septentrional que la condición de las poblaciones sin nacionalidad. Los apátridas son invisibles y no tienen ni voz ni voto; no están de lleno en la agenda internacional porque su condición, además de visibilizar la discriminación, la marginación y la pobreza, evidencia la arbitrariedad tras la creación de las naciones o el absurdo tras la idea misma de nación. El problema no son los apátridas, sino las patrias.
Si bien existen convenciones internacionales promovidas por el ACNUR, como la Convención sobre el Estatuto de los Apátridas de 1954, la Convención para Reducir los Casos de Apatridia de 1961 y la reciente Alianza Global para Acabar con la Apatridia de 2024, también es cierto que el problema está en otro lado. Querer acabar con la existencia de los apátridas sin cuestionar el sistema regulatorio de los Estados-nación es como querer acabar con la pobreza sin poner en cuestión el sistema económico que produce pobres. Abordar los problemas a partir de las excepciones es como querer tapar el sol con una gorra. Y, por último, querer acabar con los apátridas otorgándoles pasaportes es como querer acabar con la desigualdad metiendo presos a todos los que parezcan delincuentes. Podrán convencer a algunos gobiernos de que les den pasaportes a algunos malayos, burkineses y camboyanos, pero el sistema seguirá produciendo migrantes, desplazados y refugiados, que tarde o temprano volverán a ser apátridas. Son un daño colateral de un sistema perverso e intocado.
A mí, la verdad, me da igual si una persona es musulmana, judía, católica, budista, china, mexicana, argentina, francesa, alemana, pakistaní, bosnia, serbia, gitana, mapuche, tuvaluana, de Sudán del Sur o Chad del Norte, de la Isla de Man o del pueblo de Truman Burbank. Como dicen que dijo Mark Twain, “me da igual si es blanco, negro, pobre, rico, me basta con que sea ser humano, peor cosa no podría ser”.
Uno pertenece a un lugar cuando comparte el paisaje existencial con otros, no cuando comparte una comunidad imaginada, amarrada con ficciones narrativas que solo funcionan con altas dosis de disuasión y de normativa. Narraciones pasionales que solo se mantienen en pie con base en férreas burocracias. Por eso se trata de tener paisanos y no compatriotas. Con los primeros compartimos la realidad; con los otros, solo ficciones. Yo pertenezco a la Ciudad de México porque mi pareja es mexicana y mi hija también. Pertenezco a la Ciudad de México porque paso un 30% de mi vida arriba del auto soportando un tráfico infernal. Si ese suplicio no me da la pertenencia, ¿qué me la da? He vivido aquí 20 años, más que un gran porcentaje de mexicanos. Pertenezco aquí igual o más que todos ellos. Pero no. Por un error de cálculo nací en Argentina. Los militares deberían haber allanado la casa de mis padres dos meses antes y listo. Si se exiliaban antes, nacía en el DF. Pero no. Canté el himno mexicano durante toda la primaria, haciendo un saludo militar, sabiendo que mi familia se había exiliado de su país por una dictadura militar. Pero no, eso tampoco da la pertenencia suficiente para ser ciudadano. Y no voy a cometer la vulgaridad de argüir que pago impuestos, pero lo hago. En la mitad de las cafeterías de la Ciudad de México los camareros ya no me preguntan qué quiero porque ya saben que pido americano en vaso para llevar, aunque no me vaya (solo para que no se me enfríe). Si eso no es pertenencia, ¿qué es?
Las fronteras alejan a los parecidos y juntan a los diferentes. Los países carecen de toda lógica, salvo la de administrar para dominar. Dice Pierre Bourdieu que el sistema de dominación de las naciones es el más efectivo de todos porque disimula su coerción y aparenta existir por una cuestión natural, como si hubiera existido desde el principio de los tiempos. Imposible liberarse de una dominación que no sabemos que existe. Hasta el patriarcado está siendo puesto seriamente en cuestión, mientras el nacionalismo sigue intacto.
Si la Corte Suprema del país sin nombre le acepta la locura al hombre más peligroso del mundo, miles de recién nacidos pasarán a ser apátridas porque sus padres no pueden volver a sus países de origen. Serán apátridas y no tendrán derecho alguno. Y siempre que un niño no puede ir a la escuela, la que se queda en casa con él es su madre, por lo cual, por cada apátrida sin derechos, hay una mujer que también los pierde. Dos por uno, una promoción imperdible. Pero no nos metamos en temas de género porque después no podemos salir.
El lugar al que pertenecemos todos
A propósito de promociones: da la sensación de que tener una nacionalidad es un privilegio porque nos da un espacio de pertenencia y además nos da derechos. Pero no. La pertenencia se encuentra en otra parte, en el barrio, en la casa, en el equipo de futbol, en los pasatiempos, en la escuela (aunque la escuela suele ser una extensión de la patria). El capitalismo no nos da derechos si no los exigimos. La totalidad de derechos que tenemos son adquiridos; han sido conquistados, a menudo con la sangre (más sangre) de incontables luchadores, hombres y mujeres, a lo largo de la historia.
Habrá que reiterarlo. La nacionalidad no es un privilegio, es un ancla, es un peso que no nos permite conocer el mundo, que no nos permite entenderlo porque lo miramos todo desde el reducido filtro de nuestra nacionalidad. Por eso algunas personas usan la desafortunada frase “un país extranjero”, porque creen que su país es el único nacional, porque creen que son el centro de todas las cosas. Por eso tanta gente cree que los extranjeros “tienen acento”, pero ellos no, porque ellos “hablan neutro”. Porque nunca han hecho el ejercicio de alejarse de sí mismos, de verse con distancia. Porque nunca se han puesto a pensar que quizás es un poco extraño comer dulces con picante o echarle limón a todo. No es que esté mal (ni bien), simplemente es natural para unos e inconcebible para otros, como nadar en ríos llenos de la ceniza de sus antepasados. La patria y el pensamiento nacional son el ancla que no nos permite alejarnos de nosotros mismos. Y he aquí que algunos valoramos la condición del forastero, ese que sufre su soledad y padece el desamparo, pero que tiene la virtud de la distancia y no mira las cosas como si fueran naturales, sino construidas. El forastero que se conoce a sí mismo a partir de la mirada extrañada de los demás y entiende el lugar relativo que ocupa en el mundo gracias a ser un incomprendido.
Yo siempre fui extranjero, salvo los primeros dos meses de mi vida. Después fui extranjero todos y cada uno de los días que me tocó vivir, incluso en el país donde nací. Sé que muchos comparten esa condición. Uno es extranjero por una cuestión social, de convivencia, no por una cuestión legal. Yo soy extranjero en Argentina incluso con el pasaporte argentino en el bolsillo. Fui extranjero en Chile, con el pasaporte chileno en el bolsillo, y lo fui en España, con el español. Y si algún día me dan el pasaporte mexicano, seguiré siendo extranjero en México.
La condición de extranjero crónico me hace sentir bien. Me apasiona la condición del apátrida, porque, salvando el flagelo de la ausencia de derechos, me encantaría ser uno de ellos, al menos simbólicamente. Es más, le voy a mandar todos mis pasaportes al ACNUR a ver si no me los cambian por un documento que diga que no soy ni seré de ningún país del mundo.
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La patria: ese gran malentendido. Estos tiempos de violencia intensificada en contra de millones de migrantes parecen, no tan paradójicamente, ideales para desnudar al gigante burocrático que otorga y retira cartas de nacionalidad a diestra y siniestra. Resurge la figura de un mártir de la libertad: el apátrida.
Hace cerca de nueve meses Donald Trump asumió, por segunda vez, la presidencia del país sin nombre. Un país cuyo sujeto serían los “Estados”, “Unidos” el adjetivo y nos faltaría el verbo para volver a la primaria. El país se llama así porque el objetivo original de aquellos que lo crearon era crecer hasta el infinito y más allá y adherir a su territorio todos los Estados de América —posible predicado—. El flamante y convicto presidente, que lleva ahí más de 200 días, aunque parecen 1 000, reapareció altanero y tirando consignas y amenazas. Sembrando el terror, digamos. Si el mundo es un pañuelo, se estaría sonando los mocos con todos nosotros. Las primeras medidas que anunció fueron, por ejemplo, cambiarle el nombre al golfo de México (hay que ser golfo, de verdad), deportar migrantes a mansalva, llevarse unos cuantos a Guantánamo (o, por qué no, a Sudán), anexionarse Canadá y Groenlandia, convertir Gaza en un balneario (no sin antes sacar a los palestinos y mandarlos a vivir a los países vecinos), reescribir la Guerra Fría multilateral en un menú de tarifas y catálogos de impuestos y, señaladamente, anular la 14.a Enmienda de la Constitución de su país de estados juntos, la cual establece que los nacidos en territorio estadounidense de madres o padres extranjeros tienen en automático la nacionalidad. Esto último me llamó la atención porque dicha medida atenta contra los principios mismos de la fundación de su país y porque genera la posibilidad de convertir a muchos recién nacidos en apátridas. Y a mí, por razones que veremos más adelante, los apátridas me encantan.
Como se ve, crooked Trump regresó al poder con una actitud muy propositiva. Nada de procrastinar y amasar cosas viejas con diagnósticos nuevos. Por suerte, la justicia no ha dejado pasar aún su locura de anular la 14.a Enmienda, sin la cual, hay que subrayarlo, su país no existiría, ni él, quizás, sería presidente, porque quedaría reducido a ser el hijo de una escocesa que migró al país sin nombre con dinero en el bolsillo para sobrevivir un mes, y a quien, en su momento, nadie le dijo que era una delincuente ni la mandó a Guantánamo, por si las dudas. Y ni hablar de su abuelo, Friedrich Trump, que viajó solo desde Alemania a los 16 años porque en su hermosa Baviera no tenía un peso partido por la mitad. Viajó en barco, en tercera clase, sin camarote, ni techo, ni baño. Así nomás, en cubierta, vomitando directo al agua cuando la mar se ponía brava. Pero claro, para cuestionar la migración en el país sin nombre es indispensable tener mala memoria. Así como para ser nacionalista es indispensable tener memoria selectiva.
Burocracia (o la sangre cayó en la arena)
El principio fundacional de los Estados modernos del continente americano es el de poblar sus territorios. “Repoblar” quizás sería una forma más correcta de decirlo, porque es cierto que siempre hubo gente, integrantes de pueblos originarios que fueron asesinados en masa para empezar de nuevo a partir de personas que sí tenían alma (cristiana). Pero también es cierto que eran inmensos territorios que necesitaban crecer demográficamente para aprovechar las oportunidades que brindaban. Así, países como Canadá, Argentina o el país sin nombre establecieron a finales del siglo XIX y principios del XX políticas que promovían el arribo de inmigrantes para trabajar y producir, las cuales, en un contexto de guerras, posguerras, persecuciones y hambrunas en Europa, hicieron que América se poblara. Más allá de los crímenes cometidos contra las comunidades indígenas (que no han cesado) y la ilusión de que tales territorios pertenecían a hombres blancos, lo cierto es que se instaló el otorgamiento de la nacionalidad sobre la base del principio de ius soli, es decir, por derecho de suelo, por nacimiento en el territorio. Si no hubiese sido así, los habitantes del país sin nombre, de Canadá, de Argentina o de Australia, por ejemplo, serían todos extranjeros. Un análisis de la Fundación Estatua de la Libertad-Isla Ellis concluye que “los descendientes de los inmigrantes que llegaron a Estados Unidos por Nueva York durante las últimas décadas del siglo xix y las primeras décadas del siglo XX equivalen a casi la mitad de la población del país”.
Por otro lado, está el otorgamiento de la nacionalidad en función del principio de ius sanguinis, es decir, por derecho de sangre, el cual no da ningún derecho a la persona naciente si no nace en el país de sus padres. Si nace en cualquier otro país, será ciudadano de la tierra de sus progenitores una vez que se asiente en ella. Es decir, habrá migrado, pero no será considerado migrante; todo en función de un símbolo líquido llamado “sangre”. Un plasma espeso y carmesí al cual se le atribuyen unas propiedades extrañas, como esa, la de definir de dónde son las personas. Podríamos pensar, sin miedo a equivocarnos, que el ius sanguinis puede ser uno de los tantos orígenes del racismo y de otras políticas de exclusión. Un líquido que la nobleza presume ancestralmente de tener azul.
Así como el ius soli se relaciona o identifica con el Estado moderno, el ius sanguinis lo hace con lo tribal, medieval; con las monarquías y con todos aquellos sistemas territoriales que han querido restringir los cruces culturales y mantener el componente étnico acotado. (Esta suerte de aspiración por lo monoétnico es, lo sabemos, imposible, porque siempre alguien ya vino de otro lugar, porque siempre alguien desciende de migrantes, porque a lo largo de la historia ha sido tan habitual la quietud como el movimiento y porque si proyectos como el de Genoma Humano se convirtieran en estándar, se terminaría estableciendo por decreto el interculturalismo y Manu Chao debería ser el presidente woke de todes nosotres.)
Hay países que aceptan ambos principios. La distribución en el mapa es clara. En América, todos los países se rigen por suelo; en Asia y en el Magreb, por sangre, y en Europa y el África subsahariana es mixto. Fuera de América solo seis países se rigen por suelo: Tuvalu, Tanzania, Lesoto, Fiyi, Pakistán y Chad.
¿Por qué no todos los países se rigen por ambos sistemas? Porque la nacionalidad —o la ciudadanía, que tristemente es lo mismo— no es más que una forma de regular a la población. Es la herramienta principal de una estrategia burocrática y simbólica que ayuda a determinar a quién incluir y a quién excluir dentro de un sistema cerrado, y lograr que la población sea gobernable. La venden como una cuestión de amor, de pertenencia, de sentimiento, pero es pura administración. Se inventan los mitos fundacionales, los orígenes perfectos, los próceres heroicos, los mártires fantásticos, los colores del alma, los platillos más deliciosos, los disfraces más ridículos, los himnos más bélicos, los saludos más castrenses y las banderas más feas. Nos venden la moto en la escuela cuando somos chicos, antes de que tengamos herramientas para defendernos, y listo. Después, cuando crecemos, no sabemos bien por qué, pero amamos a nuestra patria, creemos que es incomparable y que formamos parte de ella y solo de ella. Así vamos por la vida, todos tan patriotas. “Divide y vencerás”, se le atribuye a Julio César, creo. “No hay mejor esclavo que el que se cree libre”, decía el mismísimo Goethe.
La población universal tiene al Estado moderno, es decir, a los países, como medida de todas las cosas. Lo que está fuera de ellos parece un error, una desgracia o, en el mejor de los casos, una excepción. Sin embargo, no es así. El ser humano nació y lo primero que hizo fue desplazarse. Muchos avances técnicos tuvieron que lograrse para que nos pudiéramos quedar en un lugar. Y con esos avances, llegaron los sistemas más complejos de dominación. Pero primero los nómadas, luego los sedentarios. Actualmente, en el mundo somos casi 300 millones de migrantes. Si nos juntáramos todos en Migrantelandia, seríamos el cuarto país más grande del mundo, solo después de India, China y el país sin nombre. Así que ser migrante no es una excepción a la regla, sino una norma. Como canta Jorge Drexler, “no tenemos pertenencias, sino equipaje”.
El Estado como depósito de arrebato y calamidad
En medio de este caos fronterizo-ideológico-administrativo, están los apátridas. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la Agencia de la onu para los Refugiados, calcula que a más de 10 millones de personas en el mundo se les niega una nacionalidad y, con dicha negación, sus derechos básicos de subsistencia y dignidad. Diez millones de personas a las que no se les permite pertenecer a ningún lugar. Ellos pertenecen, claro, porque no hay manera de no pertenecer a algo (¿o sí la hay?), pero las autoridades, esas que aman a sus compatriotas, esas que derrochan pasión según los colores de la camiseta, deciden que otras personas no pertenecen a ningún lugar y además se encargan de que no pertenezcan. De apátridas hay para todos los gustos.
Malala y Josef huyeron de Zaire a principios de los años ochenta a causa de la guerra civil. Se podrían haber quedado a combatir, pero eso implicaba la necesidad de matar a sus amigos que, por azares del absurdo, habían quedado en el bando contrario. Así que optaron por dejar su país, recorrer África caminando, atravesar el desierto del Sahara y montarse en un barquito en el Mediterráneo para migrar a Francia. Resulta que Malala estuvo embarazada durante todo el trayecto y, como la cosa no estaba para hacer cálculos exactos, parió en mar abierto. El pequeño hombre del mar fue llamado Antonio Rio Mavuba. Llegó a Francia con pocos días de nacido. Vivió en Burdeos toda su vida; sin embargo, no había forma alguna de que fuera francés porque no cumplía con ninguno de los dos requisitos necesarios: nacer en suelo francés o tener padres franceses. A Rio le tocaba ser de Zaire y “pertenecer” a un lugar en el que no había estado nunca. Sin embargo, era tanta su mala suerte que Zaire había desaparecido después de la guerra para convertirse en la República del Congo, así que se esfumó la última posibilidad que tenía el chico de tener una nacionalidad. Su pasaporte, entregado por el Estado francés, decía “Apátrida. Nacido en el mar”. Eso sí, Rio era tan bueno para jugar al futbol que lo llamaron para la selección francesa y ahí, por arte de magia y después de 18 años de forcejeo con la férrea burocracia migratoria, se abrieron las puertas de los contactos y le dieron la nacionalidad. Le alcanzó para los cuartos de final en el Mundial de Brasil 2014. Moraleja: si eres bueno jugando a la pelota, los franceses se ablandan y activan las cláusulas de la inclusión.
Hace un par de años viajé a Burdeos con mi amigo Yerko a ver a Rio y proponerle hacer la película de su vida. Primero me dijo que no, que no le gustaba ser siempre el apátrida exótico al que los blancos miran como un divertimento, y que además no quiere ocupar ese rol porque, entre otras cosas, él es francés. Ante la negativa inicial de Rio no nos quedó más que contarle nuestras vidas. Ambos hijos de exiliados políticos chilenos. Yerko, nacido en Argelia; yo, en Argentina. Él, viviendo en España; yo, en México. Ambos migrantes crónicos. Él se llama Yerko El Djazairi —que significa “el argelino” y, si no me equivoco, fue el primer chileno nacido en Argelia—. Después de escuchar nuestra historia le cambiaron el semblante y la actitud. Ya no éramos dos blancos buscando historias exóticas, sino dos migrantes buscando historias de migrantes, y dijo que sí a todo. A partir de ahí, la idea fue seguir buscando apátridas por el mundo.
Los 10 millones de apátridas que la ACNUR ha contabilizado viven en 76 países. Los tres países que albergan más apátridas son Bangladesh, Costa de Marfil y Tailandia. El primerísimo lugar es Bangladesh, donde hay un campo de refugiados más bien parecido a un campo de concentración, al que casi no llega ayuda internacional, poblado por casi dos millones de rohingyas. ¿Que qué son los rohingyas? Son habitantes de Myanmar, antes Birmania, país en el que gobiernan unos militares budistas. Una cosa rarísima. Y a esos señores no les parece del todo bien que su país tenga oriundos musulmanes, así que les quita la nacionalidad y los expulsa. Sin más. Esos desterrados viven hacinados en un lodazal, bajo carpas de plástico, en condiciones de extrema pobreza, víctimas de violencia, tortura, violación, extorsión, trabajo forzoso, etcétera. Y, encima, expuestos a peligros relacionados con el clima, ya que Bangladesh ocupa el tercer lugar entre los países del mundo más afectados por desastres naturales. Una cosa demencial a la que no se le vislumbra solución alguna.
Costa de Marfil se lleva la medalla de plata. Durante su época colonial, por ahí de finales del siglo XIX, llegaron miles de personas procedentes de Burkina Faso, Malí y Guinea para trabajar en las plantaciones de cacao. En ese momento el Estado no les dio nacionalidad, y una vez que Costa de Marfil se independizó de Francia en 1960, las autoridades decidieron que definitivamente no se la darían. Hoy son más de 700 000 apátridas. A dicha situación la llaman “falta de disposiciones legales” para otorgar la nacionalidad. En ese país, como en tantos otros, se da otra situación bastante llamativa: tampoco hay “disposiciones legales” para darles nacionalidad a los niños abandonados. ¡Vaya tema con las disposiciones! A qué dios habrá que rezarle para que nos mande unas cuantas.
Issa, por ejemplo, tiene aproximadamente 10 años. Nunca sabremos exactamente cuándo nació, porque cuando tenía unos tres su padre lo dejó en una mezquita en Aboisso, ciudad al sureste de Costa de Marfil, y le dijo al imán que volvería a buscarlo en tres días. Nunca volvió. Issa nunca podrá demostrar fecha ni lugar de nacimiento y será apátrida hasta que algún alma caritativa decida otra cosa. O hasta que los dioses nos provean de disposiciones legales. Por lo pronto, no tiene papeles que le permitan asistir a la escuela, obtener un trabajo formal, salir del país, y ni hablar de abrir una cuenta bancaria, poseer tierras o votar, tampoco pedimos tanto. En el país africano hay unos 300 000 menores en su misma condición.
En Tailandia, medalla de bronce como hogar de apátridas, hay casi medio millón de personas en este limbo tan terrenal. Unos por ser hijos de migrantes, y otros por pertenecer a tribus de las montañas que viven en zonas remotas o fronterizas y tienen un acceso limitado a la información sobre sus derechos y los procedimientos para obtener la nacionalidad. Este tipo de casos se repite en casi todos los países del mundo.
Por si esto no fuera suficiente, 25 países de Asia y África incurren en una verdadera barbaridad: en su legislación queda establecido que solo el padre puede transmitir la nacionalidad. Esta puerta al infierno se abre de par en par en Catar, Kuwait, Brunéi, Líbano, Somalia, Bahamas, Burundi, Jordania, Libia, Omán, Sudán, Baréin, Malasia, Siria, Kiribati y… Afganistán, con su rincón particular de castigo. Cuestión de que, si una niña o un niño de estos países tiene padre y este la registra, listo, se acabó un problema (ya tendrá otros, obviamente). Sin embargo, si antes del registro abandona a la familia (cosa que pasa mucho) o muere (cosa que también es frecuente, dado que muchas de esas naciones viven en situaciones de conflictos armados), entonces no tendrá la nacionalidad jamás. ¿Y la madre? La madre se encargará de criar a una hija o hijo sin derechos de ningún tipo. Pero como todo siempre puede ser peor, bajo estas reglas infinitamente desiguales las mujeres quedan atrapadas en relaciones abusivas por temor a que el padre abandone al hijo, o por temor a ser separadas de sus hijos si abandonan a sus maridos. En fin, cuando se asocia el nacionalismo con el patriarcado el resultado es una calamidad mayor.
Que los casos que he descrito toquen el límite de lo absurdo no los convierte en rarezas. Apenas unos saltos en la geografía nos traen otras historias. Tenemos al par de hermanas que nacieron en Líbano y no tienen la nacionalidad de su país porque sus padres son sirios, pero tampoco pueden ser sirias porque su padre es cristiano y su madre musulmana, y Siria no reconoce el matrimonio interreligioso. Así que nada: no hay salida (perdón, no hay disposiciones legales). Los galjeel son un clan descendiente de los somalíes que han vivido en Kenia desde finales de la década de 1930. Son casi 4 000 personas y Kenia no les da la nacionalidad. Si algún yugoslavo estuvo fuera de su país cuando desapareció Yugoslavia, hoy muy posiblemente no pueda ser serbio, croata, bosnio o montenegrino. Vietnam condena a la apatridia —el nombre formal del limbo— a los refugiados de Camboya y a otros grupos étnicos minoritarios que llegaron al país hace décadas. En República Dominicana, los hijos de haitianas tampoco reciben la nacionalidad por parte de ninguno de los dos países. Lo mismo sucedía en Colombia con los hijos de venezolanas, hasta hace poco tiempo. Podría exponer más casos, pero necesitaría tener una mínima idea o imagen de los lugares donde ocurren.
Cabe destacar que todas, absolutamente todas las publicaciones en la web sobre apatridia son del acnur, lo cual significa que a la población mundial le importa muy poco el tema. Es mucho más consultado en internet el estado actual del cangrejo colorado de África septentrional que la condición de las poblaciones sin nacionalidad. Los apátridas son invisibles y no tienen ni voz ni voto; no están de lleno en la agenda internacional porque su condición, además de visibilizar la discriminación, la marginación y la pobreza, evidencia la arbitrariedad tras la creación de las naciones o el absurdo tras la idea misma de nación. El problema no son los apátridas, sino las patrias.
Si bien existen convenciones internacionales promovidas por el ACNUR, como la Convención sobre el Estatuto de los Apátridas de 1954, la Convención para Reducir los Casos de Apatridia de 1961 y la reciente Alianza Global para Acabar con la Apatridia de 2024, también es cierto que el problema está en otro lado. Querer acabar con la existencia de los apátridas sin cuestionar el sistema regulatorio de los Estados-nación es como querer acabar con la pobreza sin poner en cuestión el sistema económico que produce pobres. Abordar los problemas a partir de las excepciones es como querer tapar el sol con una gorra. Y, por último, querer acabar con los apátridas otorgándoles pasaportes es como querer acabar con la desigualdad metiendo presos a todos los que parezcan delincuentes. Podrán convencer a algunos gobiernos de que les den pasaportes a algunos malayos, burkineses y camboyanos, pero el sistema seguirá produciendo migrantes, desplazados y refugiados, que tarde o temprano volverán a ser apátridas. Son un daño colateral de un sistema perverso e intocado.
A mí, la verdad, me da igual si una persona es musulmana, judía, católica, budista, china, mexicana, argentina, francesa, alemana, pakistaní, bosnia, serbia, gitana, mapuche, tuvaluana, de Sudán del Sur o Chad del Norte, de la Isla de Man o del pueblo de Truman Burbank. Como dicen que dijo Mark Twain, “me da igual si es blanco, negro, pobre, rico, me basta con que sea ser humano, peor cosa no podría ser”.
Uno pertenece a un lugar cuando comparte el paisaje existencial con otros, no cuando comparte una comunidad imaginada, amarrada con ficciones narrativas que solo funcionan con altas dosis de disuasión y de normativa. Narraciones pasionales que solo se mantienen en pie con base en férreas burocracias. Por eso se trata de tener paisanos y no compatriotas. Con los primeros compartimos la realidad; con los otros, solo ficciones. Yo pertenezco a la Ciudad de México porque mi pareja es mexicana y mi hija también. Pertenezco a la Ciudad de México porque paso un 30% de mi vida arriba del auto soportando un tráfico infernal. Si ese suplicio no me da la pertenencia, ¿qué me la da? He vivido aquí 20 años, más que un gran porcentaje de mexicanos. Pertenezco aquí igual o más que todos ellos. Pero no. Por un error de cálculo nací en Argentina. Los militares deberían haber allanado la casa de mis padres dos meses antes y listo. Si se exiliaban antes, nacía en el DF. Pero no. Canté el himno mexicano durante toda la primaria, haciendo un saludo militar, sabiendo que mi familia se había exiliado de su país por una dictadura militar. Pero no, eso tampoco da la pertenencia suficiente para ser ciudadano. Y no voy a cometer la vulgaridad de argüir que pago impuestos, pero lo hago. En la mitad de las cafeterías de la Ciudad de México los camareros ya no me preguntan qué quiero porque ya saben que pido americano en vaso para llevar, aunque no me vaya (solo para que no se me enfríe). Si eso no es pertenencia, ¿qué es?
Las fronteras alejan a los parecidos y juntan a los diferentes. Los países carecen de toda lógica, salvo la de administrar para dominar. Dice Pierre Bourdieu que el sistema de dominación de las naciones es el más efectivo de todos porque disimula su coerción y aparenta existir por una cuestión natural, como si hubiera existido desde el principio de los tiempos. Imposible liberarse de una dominación que no sabemos que existe. Hasta el patriarcado está siendo puesto seriamente en cuestión, mientras el nacionalismo sigue intacto.
Si la Corte Suprema del país sin nombre le acepta la locura al hombre más peligroso del mundo, miles de recién nacidos pasarán a ser apátridas porque sus padres no pueden volver a sus países de origen. Serán apátridas y no tendrán derecho alguno. Y siempre que un niño no puede ir a la escuela, la que se queda en casa con él es su madre, por lo cual, por cada apátrida sin derechos, hay una mujer que también los pierde. Dos por uno, una promoción imperdible. Pero no nos metamos en temas de género porque después no podemos salir.
El lugar al que pertenecemos todos
A propósito de promociones: da la sensación de que tener una nacionalidad es un privilegio porque nos da un espacio de pertenencia y además nos da derechos. Pero no. La pertenencia se encuentra en otra parte, en el barrio, en la casa, en el equipo de futbol, en los pasatiempos, en la escuela (aunque la escuela suele ser una extensión de la patria). El capitalismo no nos da derechos si no los exigimos. La totalidad de derechos que tenemos son adquiridos; han sido conquistados, a menudo con la sangre (más sangre) de incontables luchadores, hombres y mujeres, a lo largo de la historia.
Habrá que reiterarlo. La nacionalidad no es un privilegio, es un ancla, es un peso que no nos permite conocer el mundo, que no nos permite entenderlo porque lo miramos todo desde el reducido filtro de nuestra nacionalidad. Por eso algunas personas usan la desafortunada frase “un país extranjero”, porque creen que su país es el único nacional, porque creen que son el centro de todas las cosas. Por eso tanta gente cree que los extranjeros “tienen acento”, pero ellos no, porque ellos “hablan neutro”. Porque nunca han hecho el ejercicio de alejarse de sí mismos, de verse con distancia. Porque nunca se han puesto a pensar que quizás es un poco extraño comer dulces con picante o echarle limón a todo. No es que esté mal (ni bien), simplemente es natural para unos e inconcebible para otros, como nadar en ríos llenos de la ceniza de sus antepasados. La patria y el pensamiento nacional son el ancla que no nos permite alejarnos de nosotros mismos. Y he aquí que algunos valoramos la condición del forastero, ese que sufre su soledad y padece el desamparo, pero que tiene la virtud de la distancia y no mira las cosas como si fueran naturales, sino construidas. El forastero que se conoce a sí mismo a partir de la mirada extrañada de los demás y entiende el lugar relativo que ocupa en el mundo gracias a ser un incomprendido.
Yo siempre fui extranjero, salvo los primeros dos meses de mi vida. Después fui extranjero todos y cada uno de los días que me tocó vivir, incluso en el país donde nací. Sé que muchos comparten esa condición. Uno es extranjero por una cuestión social, de convivencia, no por una cuestión legal. Yo soy extranjero en Argentina incluso con el pasaporte argentino en el bolsillo. Fui extranjero en Chile, con el pasaporte chileno en el bolsillo, y lo fui en España, con el español. Y si algún día me dan el pasaporte mexicano, seguiré siendo extranjero en México.
La condición de extranjero crónico me hace sentir bien. Me apasiona la condición del apátrida, porque, salvando el flagelo de la ausencia de derechos, me encantaría ser uno de ellos, al menos simbólicamente. Es más, le voy a mandar todos mis pasaportes al ACNUR a ver si no me los cambian por un documento que diga que no soy ni seré de ningún país del mundo.
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La patria: ese gran malentendido. Estos tiempos de violencia intensificada en contra de millones de migrantes parecen, no tan paradójicamente, ideales para desnudar al gigante burocrático que otorga y retira cartas de nacionalidad a diestra y siniestra. Resurge la figura de un mártir de la libertad: el apátrida.
Hace cerca de nueve meses Donald Trump asumió, por segunda vez, la presidencia del país sin nombre. Un país cuyo sujeto serían los “Estados”, “Unidos” el adjetivo y nos faltaría el verbo para volver a la primaria. El país se llama así porque el objetivo original de aquellos que lo crearon era crecer hasta el infinito y más allá y adherir a su territorio todos los Estados de América —posible predicado—. El flamante y convicto presidente, que lleva ahí más de 200 días, aunque parecen 1 000, reapareció altanero y tirando consignas y amenazas. Sembrando el terror, digamos. Si el mundo es un pañuelo, se estaría sonando los mocos con todos nosotros. Las primeras medidas que anunció fueron, por ejemplo, cambiarle el nombre al golfo de México (hay que ser golfo, de verdad), deportar migrantes a mansalva, llevarse unos cuantos a Guantánamo (o, por qué no, a Sudán), anexionarse Canadá y Groenlandia, convertir Gaza en un balneario (no sin antes sacar a los palestinos y mandarlos a vivir a los países vecinos), reescribir la Guerra Fría multilateral en un menú de tarifas y catálogos de impuestos y, señaladamente, anular la 14.a Enmienda de la Constitución de su país de estados juntos, la cual establece que los nacidos en territorio estadounidense de madres o padres extranjeros tienen en automático la nacionalidad. Esto último me llamó la atención porque dicha medida atenta contra los principios mismos de la fundación de su país y porque genera la posibilidad de convertir a muchos recién nacidos en apátridas. Y a mí, por razones que veremos más adelante, los apátridas me encantan.
Como se ve, crooked Trump regresó al poder con una actitud muy propositiva. Nada de procrastinar y amasar cosas viejas con diagnósticos nuevos. Por suerte, la justicia no ha dejado pasar aún su locura de anular la 14.a Enmienda, sin la cual, hay que subrayarlo, su país no existiría, ni él, quizás, sería presidente, porque quedaría reducido a ser el hijo de una escocesa que migró al país sin nombre con dinero en el bolsillo para sobrevivir un mes, y a quien, en su momento, nadie le dijo que era una delincuente ni la mandó a Guantánamo, por si las dudas. Y ni hablar de su abuelo, Friedrich Trump, que viajó solo desde Alemania a los 16 años porque en su hermosa Baviera no tenía un peso partido por la mitad. Viajó en barco, en tercera clase, sin camarote, ni techo, ni baño. Así nomás, en cubierta, vomitando directo al agua cuando la mar se ponía brava. Pero claro, para cuestionar la migración en el país sin nombre es indispensable tener mala memoria. Así como para ser nacionalista es indispensable tener memoria selectiva.
Burocracia (o la sangre cayó en la arena)
El principio fundacional de los Estados modernos del continente americano es el de poblar sus territorios. “Repoblar” quizás sería una forma más correcta de decirlo, porque es cierto que siempre hubo gente, integrantes de pueblos originarios que fueron asesinados en masa para empezar de nuevo a partir de personas que sí tenían alma (cristiana). Pero también es cierto que eran inmensos territorios que necesitaban crecer demográficamente para aprovechar las oportunidades que brindaban. Así, países como Canadá, Argentina o el país sin nombre establecieron a finales del siglo XIX y principios del XX políticas que promovían el arribo de inmigrantes para trabajar y producir, las cuales, en un contexto de guerras, posguerras, persecuciones y hambrunas en Europa, hicieron que América se poblara. Más allá de los crímenes cometidos contra las comunidades indígenas (que no han cesado) y la ilusión de que tales territorios pertenecían a hombres blancos, lo cierto es que se instaló el otorgamiento de la nacionalidad sobre la base del principio de ius soli, es decir, por derecho de suelo, por nacimiento en el territorio. Si no hubiese sido así, los habitantes del país sin nombre, de Canadá, de Argentina o de Australia, por ejemplo, serían todos extranjeros. Un análisis de la Fundación Estatua de la Libertad-Isla Ellis concluye que “los descendientes de los inmigrantes que llegaron a Estados Unidos por Nueva York durante las últimas décadas del siglo xix y las primeras décadas del siglo XX equivalen a casi la mitad de la población del país”.
Por otro lado, está el otorgamiento de la nacionalidad en función del principio de ius sanguinis, es decir, por derecho de sangre, el cual no da ningún derecho a la persona naciente si no nace en el país de sus padres. Si nace en cualquier otro país, será ciudadano de la tierra de sus progenitores una vez que se asiente en ella. Es decir, habrá migrado, pero no será considerado migrante; todo en función de un símbolo líquido llamado “sangre”. Un plasma espeso y carmesí al cual se le atribuyen unas propiedades extrañas, como esa, la de definir de dónde son las personas. Podríamos pensar, sin miedo a equivocarnos, que el ius sanguinis puede ser uno de los tantos orígenes del racismo y de otras políticas de exclusión. Un líquido que la nobleza presume ancestralmente de tener azul.
Así como el ius soli se relaciona o identifica con el Estado moderno, el ius sanguinis lo hace con lo tribal, medieval; con las monarquías y con todos aquellos sistemas territoriales que han querido restringir los cruces culturales y mantener el componente étnico acotado. (Esta suerte de aspiración por lo monoétnico es, lo sabemos, imposible, porque siempre alguien ya vino de otro lugar, porque siempre alguien desciende de migrantes, porque a lo largo de la historia ha sido tan habitual la quietud como el movimiento y porque si proyectos como el de Genoma Humano se convirtieran en estándar, se terminaría estableciendo por decreto el interculturalismo y Manu Chao debería ser el presidente woke de todes nosotres.)
Hay países que aceptan ambos principios. La distribución en el mapa es clara. En América, todos los países se rigen por suelo; en Asia y en el Magreb, por sangre, y en Europa y el África subsahariana es mixto. Fuera de América solo seis países se rigen por suelo: Tuvalu, Tanzania, Lesoto, Fiyi, Pakistán y Chad.
¿Por qué no todos los países se rigen por ambos sistemas? Porque la nacionalidad —o la ciudadanía, que tristemente es lo mismo— no es más que una forma de regular a la población. Es la herramienta principal de una estrategia burocrática y simbólica que ayuda a determinar a quién incluir y a quién excluir dentro de un sistema cerrado, y lograr que la población sea gobernable. La venden como una cuestión de amor, de pertenencia, de sentimiento, pero es pura administración. Se inventan los mitos fundacionales, los orígenes perfectos, los próceres heroicos, los mártires fantásticos, los colores del alma, los platillos más deliciosos, los disfraces más ridículos, los himnos más bélicos, los saludos más castrenses y las banderas más feas. Nos venden la moto en la escuela cuando somos chicos, antes de que tengamos herramientas para defendernos, y listo. Después, cuando crecemos, no sabemos bien por qué, pero amamos a nuestra patria, creemos que es incomparable y que formamos parte de ella y solo de ella. Así vamos por la vida, todos tan patriotas. “Divide y vencerás”, se le atribuye a Julio César, creo. “No hay mejor esclavo que el que se cree libre”, decía el mismísimo Goethe.
La población universal tiene al Estado moderno, es decir, a los países, como medida de todas las cosas. Lo que está fuera de ellos parece un error, una desgracia o, en el mejor de los casos, una excepción. Sin embargo, no es así. El ser humano nació y lo primero que hizo fue desplazarse. Muchos avances técnicos tuvieron que lograrse para que nos pudiéramos quedar en un lugar. Y con esos avances, llegaron los sistemas más complejos de dominación. Pero primero los nómadas, luego los sedentarios. Actualmente, en el mundo somos casi 300 millones de migrantes. Si nos juntáramos todos en Migrantelandia, seríamos el cuarto país más grande del mundo, solo después de India, China y el país sin nombre. Así que ser migrante no es una excepción a la regla, sino una norma. Como canta Jorge Drexler, “no tenemos pertenencias, sino equipaje”.
El Estado como depósito de arrebato y calamidad
En medio de este caos fronterizo-ideológico-administrativo, están los apátridas. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la Agencia de la onu para los Refugiados, calcula que a más de 10 millones de personas en el mundo se les niega una nacionalidad y, con dicha negación, sus derechos básicos de subsistencia y dignidad. Diez millones de personas a las que no se les permite pertenecer a ningún lugar. Ellos pertenecen, claro, porque no hay manera de no pertenecer a algo (¿o sí la hay?), pero las autoridades, esas que aman a sus compatriotas, esas que derrochan pasión según los colores de la camiseta, deciden que otras personas no pertenecen a ningún lugar y además se encargan de que no pertenezcan. De apátridas hay para todos los gustos.
Malala y Josef huyeron de Zaire a principios de los años ochenta a causa de la guerra civil. Se podrían haber quedado a combatir, pero eso implicaba la necesidad de matar a sus amigos que, por azares del absurdo, habían quedado en el bando contrario. Así que optaron por dejar su país, recorrer África caminando, atravesar el desierto del Sahara y montarse en un barquito en el Mediterráneo para migrar a Francia. Resulta que Malala estuvo embarazada durante todo el trayecto y, como la cosa no estaba para hacer cálculos exactos, parió en mar abierto. El pequeño hombre del mar fue llamado Antonio Rio Mavuba. Llegó a Francia con pocos días de nacido. Vivió en Burdeos toda su vida; sin embargo, no había forma alguna de que fuera francés porque no cumplía con ninguno de los dos requisitos necesarios: nacer en suelo francés o tener padres franceses. A Rio le tocaba ser de Zaire y “pertenecer” a un lugar en el que no había estado nunca. Sin embargo, era tanta su mala suerte que Zaire había desaparecido después de la guerra para convertirse en la República del Congo, así que se esfumó la última posibilidad que tenía el chico de tener una nacionalidad. Su pasaporte, entregado por el Estado francés, decía “Apátrida. Nacido en el mar”. Eso sí, Rio era tan bueno para jugar al futbol que lo llamaron para la selección francesa y ahí, por arte de magia y después de 18 años de forcejeo con la férrea burocracia migratoria, se abrieron las puertas de los contactos y le dieron la nacionalidad. Le alcanzó para los cuartos de final en el Mundial de Brasil 2014. Moraleja: si eres bueno jugando a la pelota, los franceses se ablandan y activan las cláusulas de la inclusión.
Hace un par de años viajé a Burdeos con mi amigo Yerko a ver a Rio y proponerle hacer la película de su vida. Primero me dijo que no, que no le gustaba ser siempre el apátrida exótico al que los blancos miran como un divertimento, y que además no quiere ocupar ese rol porque, entre otras cosas, él es francés. Ante la negativa inicial de Rio no nos quedó más que contarle nuestras vidas. Ambos hijos de exiliados políticos chilenos. Yerko, nacido en Argelia; yo, en Argentina. Él, viviendo en España; yo, en México. Ambos migrantes crónicos. Él se llama Yerko El Djazairi —que significa “el argelino” y, si no me equivoco, fue el primer chileno nacido en Argelia—. Después de escuchar nuestra historia le cambiaron el semblante y la actitud. Ya no éramos dos blancos buscando historias exóticas, sino dos migrantes buscando historias de migrantes, y dijo que sí a todo. A partir de ahí, la idea fue seguir buscando apátridas por el mundo.
Los 10 millones de apátridas que la ACNUR ha contabilizado viven en 76 países. Los tres países que albergan más apátridas son Bangladesh, Costa de Marfil y Tailandia. El primerísimo lugar es Bangladesh, donde hay un campo de refugiados más bien parecido a un campo de concentración, al que casi no llega ayuda internacional, poblado por casi dos millones de rohingyas. ¿Que qué son los rohingyas? Son habitantes de Myanmar, antes Birmania, país en el que gobiernan unos militares budistas. Una cosa rarísima. Y a esos señores no les parece del todo bien que su país tenga oriundos musulmanes, así que les quita la nacionalidad y los expulsa. Sin más. Esos desterrados viven hacinados en un lodazal, bajo carpas de plástico, en condiciones de extrema pobreza, víctimas de violencia, tortura, violación, extorsión, trabajo forzoso, etcétera. Y, encima, expuestos a peligros relacionados con el clima, ya que Bangladesh ocupa el tercer lugar entre los países del mundo más afectados por desastres naturales. Una cosa demencial a la que no se le vislumbra solución alguna.
Costa de Marfil se lleva la medalla de plata. Durante su época colonial, por ahí de finales del siglo XIX, llegaron miles de personas procedentes de Burkina Faso, Malí y Guinea para trabajar en las plantaciones de cacao. En ese momento el Estado no les dio nacionalidad, y una vez que Costa de Marfil se independizó de Francia en 1960, las autoridades decidieron que definitivamente no se la darían. Hoy son más de 700 000 apátridas. A dicha situación la llaman “falta de disposiciones legales” para otorgar la nacionalidad. En ese país, como en tantos otros, se da otra situación bastante llamativa: tampoco hay “disposiciones legales” para darles nacionalidad a los niños abandonados. ¡Vaya tema con las disposiciones! A qué dios habrá que rezarle para que nos mande unas cuantas.
Issa, por ejemplo, tiene aproximadamente 10 años. Nunca sabremos exactamente cuándo nació, porque cuando tenía unos tres su padre lo dejó en una mezquita en Aboisso, ciudad al sureste de Costa de Marfil, y le dijo al imán que volvería a buscarlo en tres días. Nunca volvió. Issa nunca podrá demostrar fecha ni lugar de nacimiento y será apátrida hasta que algún alma caritativa decida otra cosa. O hasta que los dioses nos provean de disposiciones legales. Por lo pronto, no tiene papeles que le permitan asistir a la escuela, obtener un trabajo formal, salir del país, y ni hablar de abrir una cuenta bancaria, poseer tierras o votar, tampoco pedimos tanto. En el país africano hay unos 300 000 menores en su misma condición.
En Tailandia, medalla de bronce como hogar de apátridas, hay casi medio millón de personas en este limbo tan terrenal. Unos por ser hijos de migrantes, y otros por pertenecer a tribus de las montañas que viven en zonas remotas o fronterizas y tienen un acceso limitado a la información sobre sus derechos y los procedimientos para obtener la nacionalidad. Este tipo de casos se repite en casi todos los países del mundo.
Por si esto no fuera suficiente, 25 países de Asia y África incurren en una verdadera barbaridad: en su legislación queda establecido que solo el padre puede transmitir la nacionalidad. Esta puerta al infierno se abre de par en par en Catar, Kuwait, Brunéi, Líbano, Somalia, Bahamas, Burundi, Jordania, Libia, Omán, Sudán, Baréin, Malasia, Siria, Kiribati y… Afganistán, con su rincón particular de castigo. Cuestión de que, si una niña o un niño de estos países tiene padre y este la registra, listo, se acabó un problema (ya tendrá otros, obviamente). Sin embargo, si antes del registro abandona a la familia (cosa que pasa mucho) o muere (cosa que también es frecuente, dado que muchas de esas naciones viven en situaciones de conflictos armados), entonces no tendrá la nacionalidad jamás. ¿Y la madre? La madre se encargará de criar a una hija o hijo sin derechos de ningún tipo. Pero como todo siempre puede ser peor, bajo estas reglas infinitamente desiguales las mujeres quedan atrapadas en relaciones abusivas por temor a que el padre abandone al hijo, o por temor a ser separadas de sus hijos si abandonan a sus maridos. En fin, cuando se asocia el nacionalismo con el patriarcado el resultado es una calamidad mayor.
Que los casos que he descrito toquen el límite de lo absurdo no los convierte en rarezas. Apenas unos saltos en la geografía nos traen otras historias. Tenemos al par de hermanas que nacieron en Líbano y no tienen la nacionalidad de su país porque sus padres son sirios, pero tampoco pueden ser sirias porque su padre es cristiano y su madre musulmana, y Siria no reconoce el matrimonio interreligioso. Así que nada: no hay salida (perdón, no hay disposiciones legales). Los galjeel son un clan descendiente de los somalíes que han vivido en Kenia desde finales de la década de 1930. Son casi 4 000 personas y Kenia no les da la nacionalidad. Si algún yugoslavo estuvo fuera de su país cuando desapareció Yugoslavia, hoy muy posiblemente no pueda ser serbio, croata, bosnio o montenegrino. Vietnam condena a la apatridia —el nombre formal del limbo— a los refugiados de Camboya y a otros grupos étnicos minoritarios que llegaron al país hace décadas. En República Dominicana, los hijos de haitianas tampoco reciben la nacionalidad por parte de ninguno de los dos países. Lo mismo sucedía en Colombia con los hijos de venezolanas, hasta hace poco tiempo. Podría exponer más casos, pero necesitaría tener una mínima idea o imagen de los lugares donde ocurren.
Cabe destacar que todas, absolutamente todas las publicaciones en la web sobre apatridia son del acnur, lo cual significa que a la población mundial le importa muy poco el tema. Es mucho más consultado en internet el estado actual del cangrejo colorado de África septentrional que la condición de las poblaciones sin nacionalidad. Los apátridas son invisibles y no tienen ni voz ni voto; no están de lleno en la agenda internacional porque su condición, además de visibilizar la discriminación, la marginación y la pobreza, evidencia la arbitrariedad tras la creación de las naciones o el absurdo tras la idea misma de nación. El problema no son los apátridas, sino las patrias.
Si bien existen convenciones internacionales promovidas por el ACNUR, como la Convención sobre el Estatuto de los Apátridas de 1954, la Convención para Reducir los Casos de Apatridia de 1961 y la reciente Alianza Global para Acabar con la Apatridia de 2024, también es cierto que el problema está en otro lado. Querer acabar con la existencia de los apátridas sin cuestionar el sistema regulatorio de los Estados-nación es como querer acabar con la pobreza sin poner en cuestión el sistema económico que produce pobres. Abordar los problemas a partir de las excepciones es como querer tapar el sol con una gorra. Y, por último, querer acabar con los apátridas otorgándoles pasaportes es como querer acabar con la desigualdad metiendo presos a todos los que parezcan delincuentes. Podrán convencer a algunos gobiernos de que les den pasaportes a algunos malayos, burkineses y camboyanos, pero el sistema seguirá produciendo migrantes, desplazados y refugiados, que tarde o temprano volverán a ser apátridas. Son un daño colateral de un sistema perverso e intocado.
A mí, la verdad, me da igual si una persona es musulmana, judía, católica, budista, china, mexicana, argentina, francesa, alemana, pakistaní, bosnia, serbia, gitana, mapuche, tuvaluana, de Sudán del Sur o Chad del Norte, de la Isla de Man o del pueblo de Truman Burbank. Como dicen que dijo Mark Twain, “me da igual si es blanco, negro, pobre, rico, me basta con que sea ser humano, peor cosa no podría ser”.
Uno pertenece a un lugar cuando comparte el paisaje existencial con otros, no cuando comparte una comunidad imaginada, amarrada con ficciones narrativas que solo funcionan con altas dosis de disuasión y de normativa. Narraciones pasionales que solo se mantienen en pie con base en férreas burocracias. Por eso se trata de tener paisanos y no compatriotas. Con los primeros compartimos la realidad; con los otros, solo ficciones. Yo pertenezco a la Ciudad de México porque mi pareja es mexicana y mi hija también. Pertenezco a la Ciudad de México porque paso un 30% de mi vida arriba del auto soportando un tráfico infernal. Si ese suplicio no me da la pertenencia, ¿qué me la da? He vivido aquí 20 años, más que un gran porcentaje de mexicanos. Pertenezco aquí igual o más que todos ellos. Pero no. Por un error de cálculo nací en Argentina. Los militares deberían haber allanado la casa de mis padres dos meses antes y listo. Si se exiliaban antes, nacía en el DF. Pero no. Canté el himno mexicano durante toda la primaria, haciendo un saludo militar, sabiendo que mi familia se había exiliado de su país por una dictadura militar. Pero no, eso tampoco da la pertenencia suficiente para ser ciudadano. Y no voy a cometer la vulgaridad de argüir que pago impuestos, pero lo hago. En la mitad de las cafeterías de la Ciudad de México los camareros ya no me preguntan qué quiero porque ya saben que pido americano en vaso para llevar, aunque no me vaya (solo para que no se me enfríe). Si eso no es pertenencia, ¿qué es?
Las fronteras alejan a los parecidos y juntan a los diferentes. Los países carecen de toda lógica, salvo la de administrar para dominar. Dice Pierre Bourdieu que el sistema de dominación de las naciones es el más efectivo de todos porque disimula su coerción y aparenta existir por una cuestión natural, como si hubiera existido desde el principio de los tiempos. Imposible liberarse de una dominación que no sabemos que existe. Hasta el patriarcado está siendo puesto seriamente en cuestión, mientras el nacionalismo sigue intacto.
Si la Corte Suprema del país sin nombre le acepta la locura al hombre más peligroso del mundo, miles de recién nacidos pasarán a ser apátridas porque sus padres no pueden volver a sus países de origen. Serán apátridas y no tendrán derecho alguno. Y siempre que un niño no puede ir a la escuela, la que se queda en casa con él es su madre, por lo cual, por cada apátrida sin derechos, hay una mujer que también los pierde. Dos por uno, una promoción imperdible. Pero no nos metamos en temas de género porque después no podemos salir.
El lugar al que pertenecemos todos
A propósito de promociones: da la sensación de que tener una nacionalidad es un privilegio porque nos da un espacio de pertenencia y además nos da derechos. Pero no. La pertenencia se encuentra en otra parte, en el barrio, en la casa, en el equipo de futbol, en los pasatiempos, en la escuela (aunque la escuela suele ser una extensión de la patria). El capitalismo no nos da derechos si no los exigimos. La totalidad de derechos que tenemos son adquiridos; han sido conquistados, a menudo con la sangre (más sangre) de incontables luchadores, hombres y mujeres, a lo largo de la historia.
Habrá que reiterarlo. La nacionalidad no es un privilegio, es un ancla, es un peso que no nos permite conocer el mundo, que no nos permite entenderlo porque lo miramos todo desde el reducido filtro de nuestra nacionalidad. Por eso algunas personas usan la desafortunada frase “un país extranjero”, porque creen que su país es el único nacional, porque creen que son el centro de todas las cosas. Por eso tanta gente cree que los extranjeros “tienen acento”, pero ellos no, porque ellos “hablan neutro”. Porque nunca han hecho el ejercicio de alejarse de sí mismos, de verse con distancia. Porque nunca se han puesto a pensar que quizás es un poco extraño comer dulces con picante o echarle limón a todo. No es que esté mal (ni bien), simplemente es natural para unos e inconcebible para otros, como nadar en ríos llenos de la ceniza de sus antepasados. La patria y el pensamiento nacional son el ancla que no nos permite alejarnos de nosotros mismos. Y he aquí que algunos valoramos la condición del forastero, ese que sufre su soledad y padece el desamparo, pero que tiene la virtud de la distancia y no mira las cosas como si fueran naturales, sino construidas. El forastero que se conoce a sí mismo a partir de la mirada extrañada de los demás y entiende el lugar relativo que ocupa en el mundo gracias a ser un incomprendido.
Yo siempre fui extranjero, salvo los primeros dos meses de mi vida. Después fui extranjero todos y cada uno de los días que me tocó vivir, incluso en el país donde nací. Sé que muchos comparten esa condición. Uno es extranjero por una cuestión social, de convivencia, no por una cuestión legal. Yo soy extranjero en Argentina incluso con el pasaporte argentino en el bolsillo. Fui extranjero en Chile, con el pasaporte chileno en el bolsillo, y lo fui en España, con el español. Y si algún día me dan el pasaporte mexicano, seguiré siendo extranjero en México.
La condición de extranjero crónico me hace sentir bien. Me apasiona la condición del apátrida, porque, salvando el flagelo de la ausencia de derechos, me encantaría ser uno de ellos, al menos simbólicamente. Es más, le voy a mandar todos mis pasaportes al ACNUR a ver si no me los cambian por un documento que diga que no soy ni seré de ningún país del mundo.
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