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Criptosecuestros en París con terror a la mexicana

Criptosecuestros en París con terror a la mexicana

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Debido a las demenciales expectativas lucrativas que presentan en un futuro inmediato, es sabido que los criptomercados se han convertido en un atractivo y rentable campo de guerra y extorsión internacional. Lo no tan sabido es la forma violenta y callejera en que la amenaza se expresó en París y algunas otras localidades de Francia, Bélgica y quizás España, a inicios de año. Aquí, la alucinante crónica.

Para Alfonso Armada, en Madrid

 

Donde se propone que los países pobres pueden ser ejemplo para los ricos

El 10 de noviembre de 1980, hacia las nueve de la mañana, mientras el otoño iba en franca salida de la ciudad de Filadelfia, Julio Scherer, director de Proceso y eterno reportero, entraba al campus de la Universidad de Pensilvania en busca del cubículo del profesor Lawrence Klein, quien entonces había obtenido apenas un mes antes el premio Nobel de Economía “por la creación de modelos econométricos y su aplicación al análisis de las fluctuaciones económicas y políticas económicas” ―explicaba el comunicado de la Academia Sueca.

Entre las 9:15 y las 10:30 de aquel día de noviembre, presumiblemente frío y de cielos grises, tuvo lugar la primera parte de la conversación de ese día entre Klein y Scherer[*], poco más de una hora durante la cual no faltaron las cervezas ni los sándwiches; tampoco las sugerencias de un economista versado ―y premiado por ello con el Nobel―  en la construcción de herramientas macroeconómicas y estadísticas capaces de ofrecer, más que un mero pronóstico, una auténtica prognosis tanto del proceso de fluctuaciones importantes en los negocios como de los efectos y medidas económico-políticas asociadas a dichas variaciones; así por ejemplo, una sugestión por parte del profesor Klein, quien se había doctorado en 1944 en el MIT, y que le presentó a Julio Scherer de manera casual y al mismo tiempo casi con un serio tono prescriptivo: “México debería asomarse al modelo de Noruega”.

Eran los años de gloria en que, gracias al descubrimiento de nuevos yacimientos de petróleo en México (Cantarell, en las costas de Campeche; Chicontepec, en el estado de Veracruz, y Bermúdez, en Tabasco) los mexicanos se vieron obligados a dejar de sufrir “carencias ancestrales”, según el celebérrimo apotegma del entonces presidente José López Portillo, y aprender “a administrar la abundancia”. Los mexicanos, o al menos unos cuantos, en efecto gozaron de la súbita fortuna que trajo consigo el oro negro, pero nadie, quiero decir: nadie, se presentó al salón de clase de la riqueza. De tal modo aquella promesa de eterna bonanza terminó —tenía que ser—, en un rotundo fracaso, y el presidente de múltiples talentos, orador, histrión y lector de Hegel, de pie ante el Congreso y la nación entera, lloriqueó abatido —el hombre de Estado convertido en un guiñapo—, lamentándose en cadena nacional del “saqueo” que su gobierno se había infligido a sí mismo.

Sobra decir que cuando López Portillo dejó la presidencia el 1º. de diciembre de 1982, el político hegeliano entregó la banda tricolor a su sucesor y se despidió con otra de sus ocurrentes frases de alta filosofía: “Tan pronto le di la mano, me dije: a éste ya me lo chingué”. Así, con semejantes y caballerosas maneras, a México no solo se le complicó echarle el vistazo a Noruega sugerido por el premio Nobel de Economía del año 1980, sino que terminó entrando de lleno a una singular forma de extravío colectivo, lo que los economistas no tardaron en llamar “la década perdida”, que en la realidad de la vida cotidiana fueron y se sintieron como más de dos.

Sin embargo, con petróleo, crudo, refinado, bueno o malo, bien o mal administrado, en ocasiones los papeles de las economías y las sociedades se invierten de maneras sorprendentes e inauditas. De ello tuvo un atisbo Julio Scherer cuando, en la sesión de la tarde para continuar su entrevista con el premio Nobel de Economía, Lawrence Klein, le soltó al profesor de la Universidad de Pensilvania una pregunta que logró romper las barreras del tiempo, de las “décadas perdidas” que nadie se toma más la molestia de contar y que al día de hoy, en pleno siglo XXI, la cuestión planteada por don Julio resulta más que vigente, aunque por razones de orden casi mágico y cósmico, pues la interrogante no solo siguió flotando en el espacio interestelar, sino que hace poco descendió en plena Francia y más de un francés la respondió con un afligido y afirmativo mais oui, Monsieur Scherer, pourquoi pas?: “¿Cree usted que los países subdesarrollados alcanzarán algún día a los desarrollados?”.

Y ocurrió: los países pobres alcanzaron, a su singular manera, a los países ricos.

Cuarenta y cinco años más tarde, pero ocurrió, y no me refiero a la migración Sur-Norte, de la cual dependen —no se necesita para saberlo doctorado alguno— las economías más avanzadas, por factores obvios: una mano de obra barata que permite ofrecer productos a precios por debajo de su costo real, así como el efecto multiplicador del consumo y del ahorro interno provocados por los migrantes en las economías que los emplean, etcétera.

No estoy hablando, precisamente, de desarrollo económico, tecnológico, número de universidades y demás. Nada de eso. De hecho, el “alcance” al que se refería don Julio Scherer ha llegado por canales poco usuales, por decir lo menos, y ha ocurrido en París y algunas otras localidades de Francia y Bélgica, al parecer también en España.

Las ballenas y los fantasmas visibles en el reino del anonimato

Desde principios de enero de 2025, comenzaron difundirse de manera casi histérica entre los fondos y casas que comercian con criptomonedas en París el auge de extorsiones, amenazas e incluso agresiones físicas bastante serias contra ricos empresarios cuya fortuna proviene, principalmente, del mercadeo global de criptomonedas, un punto importante que bien merecería un intento de explicación: salvo rarísimas excepciones, los medios de comunicación europeos apenas cubrieron la nota con el suficiente grado de detalle, en contraste con la National Public Radio (NPR), de este lado del Atlántico, cuyas estaciones de radio y páginas digitales dedicaron al tema un par de excelentes reportajes. Dicho sea de paso: esto ocurrió semanas antes de que Donald Trump y sus secuaces en el Congreso lograran obliterar el subsidio gubernamental de la Public Broadcasting Corporation, de la cual dependen más de mil estaciones locales de la NPR.

Para conocer más del asunto, busqué entrada con un alto ejecutivo del banco más grande y con los mayores activos de España, con presencia en más 10 mercados, distintos entre sí y cada uno con complejidades ―por llamarlas de alguna manera― en extremo diversas. Contacté también a un par de socios de una consultora en finanzas personales y empresariales asociada al mismo banco español, llamada Pictet, anclados en Madrid y Barcelona y con presencia en 31 centros financieros de todo el mundo, además de 40 años de sólida experiencia ―cero quimeras de marketing ni engañifas para captar nuevas carteras.

Y, sin embargo, fue un inversionista mexicano, de perfil mediano, experto en comunicación política, alejado del mundo de las finanzas en términos profesionales, a quien llamaré Antonio para resguardar su anonimato, el que me dio algo de luz. Antonio, de 48 años, quien hace apenas ocho invirtió sus ahorros en la compra de una criptomoneda que entonces le costó 40 000 dólares y hoy tiene un valor superior a los 108 000 dólares, me indicó, tan seguro de sí mismo como que mañana también saldrá el sol por la mañana, que dependiendo del día, del humor del oferente, casi que hasta del clima, cualquiera con mil pesos en efectivo o con tarjeta de banco se puede presentar a su tienda de conveniencia más cercana, Oxxo o 7-Eleven, y comprar, con esa cantidad, el equivalente al .0000001 del valor de una criptomoneda. Así, sin mediación ni asesoría financiera: soy un cliente de Oxxo urgido de comprar una bolsa de cacahuates, lo que cuesten, más mil pesos de criptomonedas, y ya soy un inversionista en el mercado global financiero más dinámico, sin regulaciones ni dolorosas comisiones o pago de impuestos sobre cada centavo que ganaré transaccionando criptomonedas alrededor del mundo.

Antonio fue la única persona que —además de ofrecerme un interesante cúmulo de información acerca del mercado omnipresente, hiperglobal, ciertamente opaco y a la vez plantado al descubierto, a los cuatro vientos, de las criptomonedas— igualmente me informó, en el slang propio de esa comunidad global que, quien sea tenedor de 100 o más criptomonedas se le llama “ballena”: una variante del latín balaena, y esta, a su vez proveniente del griego phállaina, pero que en cualquier caso no puede dejar de remitir a la gran ballena blanca: Moby Dick, esa evasiva bestia de los mares que provocaba terribles obsesiones y sudores a Ahab, el obcecado y vengativo capitán del ballenero Pequod; mientras que en el joven Ismael, fatigado narrador de la novela de Herman Melville, la simple llegada de la temporada de pesca, es decir el otoño, le provocaba el tipo de convulsiones internas con las que ahora deben soñar, o alucinar, las otras “ballenas”, los amos y señores de las criptomonedas:

Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero de los transeúntes, entonces, entiendo que es hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco.

Para las “ballenas” de las criptomonedas y sus crías, que bien podrían llamárseles sus “ballenatos”, los meses comprendidos entre enero y mayo de 2025 del hemisferio austral han sido un largo y traumático otoño. En esencia, no hay mar lo suficientemente profundo, ni oleajes tan altos tras los cuales puedan ocultarse los cachalotes henchidos de riqueza, los nuevos Masters of the Universe, les llamaría ahora el célebre novelista y emblema del Nuevo Periodismo, Tom Wolfe.

Dedos

En el cuidado y escrupuloso método de las cruentas prácticas de negociación, que parecen incluir invariablemente la amputación de los dedos de las manos ―al menos hasta ahora: falta ver qué sigue―, por parte de las bandas criminales que operan en Francia, los ultrarricos y su descendencia cargan con el peso de sus fortunas intangibles, virtuales, que se hallan y no se hallan en ninguna parte y por lo tanto tampoco pueden ser enterradas en la montaña ni ser puestas a resguardo en las impenetrables bóvedas de los bancos. Esto hace pensar en el tipo de persecución de la que están siendo objeto las ballenas y sus ballenatos. Las bandas que van tras sus criptofortunas a cualquier precio no están precisamente padeciendo el frío de las descomunales olas verdes del Atlántico y levantan su furia no lejos de las costas de Maine, Massachussets, Rhode Island o Connecticut, sino que más bien se hallan en una inaudita y aterradora hoguera de las vanidades ―para hacer referencia a la novela ya clásica de Tom Wolfe.

A inicios del pasado mes de enero, apenas comenzando el 2025, Monsieur David Balland, uno de los socios principales y fundador de Ledger, una exitosa plataforma de trading de criptoactivos, fue secuestrado junto con su esposa en su propia casa, ubicada en la coqueta commune de Méreau, ubicada en la región central de Francia, Val de Loire. Allí es sin duda un atractivo y placentero lugar para vivir entre antiguos domaines vinícolas, equipado con restaurantes de primera y senderos para tomar apacibles caminatas y mantener el caos de París lo suficientemente lejos: 221 kilómetros al sur, el sitio ideal para llevar una vida tranquila entre menos de 2 500 habitantes.

Los secuestradores, siguiendo una estrategia que creyeron los protegería y haría más eficaz el levantamiento de Balland y su esposa, los encerraron en localidades distantes entre sí. Sin perder demasiado el tiempo, a Ballard le cercenaron un dedo, acto que fue grabado en video y enviado a su socio más cercano en Ledger, exigiéndole como recompensa el pago de 10 millones de euros.

Llegado este punto, la evolución del caso y de la actuación de la policía francesa se torna gris. Veinticuatro horas después del rapto, David Balland fue rescatado, con un dedo menos, en una operación policiaca que tuvo lugar en una casa de seguridad localizada en Essonne, un anodino suburbio industrial y habitacional ubicado a 20 kilómetros al sur de París, en la cual fueron detenidas nueve personas. Por su parte, el socio de Balland, a quien le había sido enviado el video que registraba la amputación de uno de los dedos de su principal socio, apareció atado de pies y manos en la cajuela de un automóvil en una calle de París: sin dedos faltantes, pero con los nervios notoriamente destrozados.

Otro de los primeros casos conocidos en el exclusivo circuito de los traders y dueños de plataformas de criptomonedas ocurrió a principios del mes de mayo. Un hombre bien vestido, de 60 años, en realidad una ballena, se paseaba con toda calma en una calle cercana al bulevar Montparnasse, en pleno XIV Arrondissement, a plena luz de las diez de la mañana, cuando cuatro sujetos que portaban el obligado pasamontañas de secuestrador lo subieron a una típica y anodina camioneta de reparto. Los familiares, es decir los ballenatos, fueron prontamente contactados para pedir un rescate de siete millones de euros a cambio de mantener con vida y en el agua a la ballena.

Ante un acto criminal inaudito en la ciudad de París, la familia buscó el apoyo de la Gendarmería Nacional, una de cuyas fuerzas de élite entrenadas en el manejo de crisis, incluido el secuestro, movió sus fichas con la suficiente celeridad y, dos días después, en una operación rápida y eficaz, el grupo de policías ubicó la casa de seguridad donde se hallaba el empresario cautivo, de nuevo el suburbio industrial y habitacional, Essonne. Sin demasiadas complicaciones, allanaron y redujeron a cinco mocosos de 20 años en promedio. La ballena seguía viva, pero horas antes le habían mutilado un dedo y amenazado a sus familiares con aplicarse gustosos en sus nueve restantes si no pagaban la suma exigida.

Orejas

Todo esto sucede exactos 45 años después del encuentro, en el campus de la Universidad de Pensilvania, de don Julio Scherer —el tenaz, insobornable, curioso pertinente, abierto a todos los temas y valiente periodista que llegó a alcanzar, avis extra rara en el medio de los diarios y revistas mexicanas, una estatura mitológica— y el premio Nobel de Economía, Lawrence Klein, oriundo de Omaha y cuya infancia, marcada por las carencias y miseria de la Gran Depresión, determinó sus intereses intelectuales y académicos.

Transcurrida otra década pérdida después de la primerísima década pérdida que nos heredó el presidente López Portillo —ese mismo estadista al que en vida era preferible no darle la mano—, la economía mexicana se mantenía sostenida “con alfileres”, según otra célebre frase científica y grata a los oídos, en esta ocasión con el presidente Carlos Salinas de Gortari al frente del gobierno, y proferida por su secretario de Hacienda, también doctor en Economía.

Recuerdo, al igual que todos los miembros de mi generación, que vivimos con suficiente desagrado la segunda de nuestras décadas perdidas, es decir los años noventa del siglo pasado, como un tiempo de violencia de mediana a baja intensidad, padecida sobre todo en la ciudad de México. Cuando en el país todavía se podía viajar por vía terrestre, en dirección norte, sur, este y oeste, sin temor a que un grupo de encapuchados, a bordo de una camioneta con cristales negros y supremamente abastecidos, ya fuese de armas largas, ya de escopetas con el cañón recortado, o con el escabroso y temido “cuerno de chivo”, detuviera a los despreocupados paseantes por las carreteras y caminos de México.

Recuerdo también que, en tiempos cuando cursaba mis estudios universitarios, resultaba exponerse a miles de peligros, uno más estremecedor que el siguiente, salir en busca de fiesta en la macabra noche de la ciudad de México: pararse en un semáforo o cometer la estupidez de detenerse en un cajero automático para sacar algo de efectivo equivalía a convertirse en un blanco fácil, a ser víctima de assalīre, verbo del latín tardío que significa, tal cual, ser atacado, asaltado, de manera repentina y por sorpresa.

El escritor y periodista Sergio González Rodríguez publicó en 2009 El hombre sin cabeza, un excepcional ensayo-crónica que estudia la historia y el rito universales detrás de las decapitaciones, en busca de una explicación que diera cuenta de su popular tropicalización en el México de la primera década del siglo XXI.

Quizá algo similar podría intentarse con la práctica, ahora que ha empezado a ser común entre bandas francesas de secuestradores, de la mutilación de dedos y extremidades. Acaso se halle una larga historia detrás que remita hasta la dinastía Capeto, hacia el año 897 d. C.

Lo cierto es que, si todavía viviera, el profesor y premio Nobel Lawrence Klein tendría poco margen para no responder en sentido afirmativo la pregunta que le planteó en 1980 don Julio Scherer acerca de las posibilidades reales de que los países pobres pudieran alcanzar algún día a los más ricos. Tal vez tomaría el caso particular de Francia: un país con una población superior a los 68 millones de habitantes, cuyo Producto Interno Bruto alcanza los 3.7 trillones de dólares y los 55 400 dólares en términos per cápita, con una inflación reportada al pasado mes de abril de 0.8%, un crecimiento industrial promedio superior al 4.5% y, dato esencial, con casi el 70% del valor del PIB proveniente del sector servicios, que incluye desde luego a las instituciones financieras y de mercadeo, así como los criptoactivos. Lo que ha estado sucediendo en el contexto de las prácticas y patrones en operaciones criminales inusitadas para los estándares de un país a todas luces rico, en específico el secuestro de los magnates de las criptomonedas, el inmediato involucramiento de su primer círculo familiar para exigirles altas sumas de rescate y la mutilación de las falanges como obscena y retorcida referencia a Marshall McLuhan: el dedo de una mano ―cercenado, mutilado, tajado― es el mensaje.

A las cuentas nacionales de México, a su macroeconomía, le llevaría demasiadas décadas perdidas para alcanzar a Francia. Sin embargo, en lo referente a secuestros, demandas de rescate con un dedo envuelto en un clínex como mensaje para que los familiares entiendan que la cosa va en serio, México ha estado a la vanguardia, como en Francia lo estuvieron en su tiempo el dadaísmo, el ultraísmo, el surrealismo, el situacionismo, el happening, el arte cinético, la nouvelle vague en cine y literatura…

La conexión francesa: Daniel Arizmendi

Se desconoce con precisión el momento en que Daniel Arizmendi, nacido en 1958, en la meca del delito anexa a la capital del país, Ciudad Nezahualcóyotl. Es presumible que no haya sido un buen estudiante, cursó apenas el primer nivel de escuela secundaria, y hay antecedentes que apuntan a que su primer robo de automóvil lo perpetró a la tierna edad de 16 años. Se casó en 1977, apenas dos años después. No tardaron en nacer Danielito y Sandrita, poco tiempo después de que Daniel se iniciara y trabajara a tiempo completo en uno de los delitos más populares de la segunda década pérdida de nuestra era: el robo de autos, con y sin uso de violencia física.

Integrado a la policía antes de concluir el periodo presidencial de López Portillo, Daniel Arizmendi, un visionario al que hoy llamaríamos un “joven emprendedor”, tuvo la innovadora idea de hacer de su trabajo policial y criminal una sagaz y lucrativa joint venture. Las cosas, tratándose de robo de automóviles, no podían ir más que sobre ruedas.

Separado de la corporación policiaca, Daniel Arizmendi vio una vez más la luz, supongo que negra y abismal como el cosmos, y decidió que lo siguiente era enfocarse en un único negocio y evitar así lo que los economistas llaman externalidades: eso, lo que sea, que aparece cuando dos negocios operan en paralelo, dependientes entre ellos, y terminan afectándose uno al otro. Además de esta probable y súbita iluminación del expolicía, a Arizmendi, creyente como el 85% de los mexicanos, quizá también le fue revelado el sentido profundo de preservar la unión familiar, según prescriben las Escrituras (Colosenses 3:14-15), toda vez que el todopoderoso hace un llamado a los miembros del hogar a formar “un solo cuerpo”.

Tan pronto comenzó el año 1995, Daniel Arizmendi jubiló al total de su banda del robo de automóviles: a su hermano Aurelio, a Joaquín Parra Zúñiga y al hermano de este, Raciel, mejor conocido como “Rachi”, y a los hermanos de apellido Paz Villegas, con objeto de cambiar de giro comercial hacia el secuestro de personas ricas, o medio ricas, o al menos con suficientes recursos para comenzar a levantar el negocio. Aurelio se mudó a la nueva empresa.

Su primera víctima fue no precisamente el empresario más acaudalado del país, sino el modesto dueño de una gasolinera, levantado el 11 de junio de 1995 y conducido hasta una casa de seguridad no lejana de la autopista México-Puebla. Lo desnudaron, lo ataron, le vendaron los ojos y lo privaron de agua y alimentos. El monto original del rescate era de un millón de pesos, de los cuales Arizmendi, todavía verde, tuvo que resignarse a recibir solamente 350 000 pesos en pago.

Varios intentos fallidos y reducciones a la baja en la suma exigida para los rescates, llevaron a Daniel Arizmendi a la espeluznante conclusión de que si en verdad había futuro en el negocio del secuestro, habría que tomar medidas más extremas.

Así fue en el séptimo secuestro perpetrado por la banda de Daniel Arizmendi contra Leobardo Pineda, dueño de un conjunto de bodegas, ocurrido el día 7 de septiembre de 1995. La esposa de don Leobardo estaba segura de que se abriría una negociación en términos a su favor. Y así pasaron dos meses, hasta que advino el nacimiento del más conocido y temido secuestrador de México, el Mochaorejas: impaciente, exasperado, Daniel Arizmendi tomó unas tijeras para cortar pollo y le cortó, así, sin más, ambas orejas a Leobardo Pineda, las cuales fueron oportunamente remitidas a la esposa, hasta entonces reticente, y quien no dudó en pagar al instante el monto original del rescate.

El año de 1996 fue especialmente lucrativo para el Mochaorejas. En ese periodo, la banda de secuestradores logró el plagio de más de 10 víctimas: nada de molestias como vérselas con los familiares de la víctima y escuchar sus ruegos de negociar a la baja.

En 1997, la banda liderada por el ultraconocido Mochaorejas, quien para esos años había alcanzado ya el rango de un rockstar del crimen, decidió secuestrar al hijo de un empresario exportador de plátanos a Estados Unidos y, cómo tenía que ser, dueño de múltiples bodegas para usos varios.

El joven Raúl Nava Ricaño fue secuestrado y llevado a una casa de seguridad del Mochaorejas en San Juan de Aragón, un ejemplo típico de falta de planificación urbana ubicado al noreste de la ciudad de México. A Raúl papá se le informó que el rescate por Raúl júnior se había fijado en tres millones de pesos; sin embargo, para que el mensaje se entendiera de manera cabal, Arizmendi se sacó del cinto las tijeras polleras y sin siquiera parpadear le amputó ambas orejas al joven secuestrado, las cuales hizo llegar a su padre. Aterrado y sin saber qué otra parte del cuerpo de su hijo sería la siguiente en aparecer al pie de su puerta, contactó a la policía buscando auxilio. Daniel Arizmendi mantenía contactos de sus años como miembro de la policía. El aviso de desesperación del padre le rebotó pronto al Mochaorejas y a los 11 días de transcurrido el secuestro, el propio Arizmendi asesinó al joven Raúl Nava. Su cuerpo nunca fue encontrado.

Es posible colegir que este inesperado revés en el negocio del Mochaorejas lo llevaría a intensificar su fijación con las bodegas, pues entre sus siguientes víctimas estuvieron el dueño de la cadena de vinaterías La Europea, así como el propietario de una cadena aún más grande, Pinturas La Comex.

Durante los años que operó la banda criminal del Mochaorejas, es difícil, si no es que imposible, conocer con exactitud el número de casos de secuestros y de víctimas mutiladas, evidentemente por el temor a la denuncia. Sin embargo, al menos se le imputan no menos de 200 secuestros, entre ellos el del padre del talentosísimo y multipremiado cineasta Guillermo del Toro, desde entonces residente en la ciudad de Los Ángeles.

Alcohol, cocaína, anfetaminas, el secuestro y la mutilación de las orejas de sus víctimas: los cinco vicios, las cinco compulsiones de Daniel Arizmendi. En una entrevista que el arrojado periodista Humberto Padgett le hizo en 2014, a la manera de Hannibal Lecter a la hora de comentar sus elaboradas recetas de sesos humanos y trufas blancas de Alba, meticulosamente preparadas à la casserole, el Mochaorejas no pestañeó al decirlo con todas sus letras, palabra por palabra: “Secuestrar era como una droga”.

En un reportaje aparecido en la revista Proceso en 1998, el Mochaorejas fue un poco más explícito frente a Carlos Monsiváis: “Yo creo ―se explayó con más libertad Arizmendi en esa ocasión― que si volviera a empezar de nuevo, aunque tuviera cien millones de dólares, lo volvería a hacer. Ya lo he dicho, secuestrar era para mí como una droga, como un vicio. Era la excitación de saber que te la estabas jugando, que te podrían matar. Era como adivinar: ahora le corto una oreja a este cuate y ya va a pagar”.

A partir del 17 de agosto de 1998, Daniel Arizmendi no volvió a desenfundar nunca más sus preciadas tijeras polleras. En un operativo en el que participaron la policía judicial y miembros del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen). La leyenda dice que también aportaron información como delatores su esposa, uno de sus hijos y un par de cómplices, detenidos con anterioridad. El Mochaorejas fue detenido y sentenciado, en 2003, a 389 años de cárcel ―si bien en México la pena máxima es de 60 años de encierro.

Sin falanges no hay criptomonedas ni cómo defenderlas

El último intento de secuestro en las calles de París del que se tiene noticia ocurrió el pasado 14 de mayo en el XI Arrondissement. Según se observa en el video que una vecina logró registrar, fue el fallido intento de tres encapuchados que pretendían meter por la fuerza en una furgoneta a la hija del dueño de una compañía dedicada al comercio de criptomonedas. La mujer, de 34 años, llevaba a su pequeño hijo de dos años en una carriola cuando en la calle Pache la furgoneta, después reportada como robada, avanzó para cometer el secuestro. En una escena de película, la madre del niño logró arrebatarle la pistola a uno de los atacantes, al tiempo que su pareja, a su vez nieto del CEO de otra empresa dedicada al comercio de criptomonedas, encaró a los atacantes, todo ello ante la vista de los vecinos y transeúntes, lo cual resultó en la fuga de los secuestradores a bordo del mismo vehículo.

En su reveladora historia del presente, El mundo entonces (2023), narrada por una historiadora del siglo XXII, Martín Caparrós propone, en buena medida, un futuro que ya ocurrió, una especie de prior apocalipsis en el cual “el poder del mercado y la democracia de delegación había sido reemplazado por el orden del estado y la autoridad del partido hegemónico. Ya sabemos cuáles fueron las extrañas disyuntivas”.

Entre las más notorias, continúa su relato la historiadora del apocalipsis que no acaba de caernos encima, pero ya casi:

Aparecían otros intentos de desligar el dinero del control ―siquiera nominal― de los estados. El más difundido fue un instrumento que se llamó, en un primer momento, ‘criptomoneda’, donde cripto, por supuesto, significaba ‘escondido’ o ‘secreto’. La primera lanzada en 2008 fue el ‘bitcoin’ […] el ‘bitcoin’ era una ‘moneda’ cuyo valor vendría de su escasez: los sistemas de control compartido aseguraban que solo se crearía una cantidad definida, 21 millones de unidades. En su creación y manejo los usuarios intervenían como iguales: las regulaciones verticales del estado o los grandes bancos eran reemplazadas por esa red horizontal de personas que no se conocían, pero confiaban en que su cantidad ―y las tecnologías que usaban― certificara los registros y los intercambios […] Así que las criptomonedas fueron al mismo tiempo una forma de salir del sistema y de seguir sus principios más extremos: recurso de tesorización secreta, números sin soporte material, quintaesencia de la especulación.

Conversé con el ejecutivo de un banco español encargado del manejo de instrumentos financieros que, a diferencia de los conocidos y populares fondos de inversión para el ahorro y el retiro a tasas preferenciales, son absolutos killers disponibles solo para quien puede pagarlos, pues buscan ir más allá de la especulación: desvalijar economías enteras apostando en su contra, contra su mercado bursátil, contra su moneda, contra sus predicciones de crecimiento. Se trata de auténticos dispositivos financieros para hacer la guerra. No me extrañó que lo primero que me mencionara para cuestionar y comparar la solidez, en términos de la confianza que ofrecen ―más preciso sería decir que venden― los grandes bancos internacionales, fue el caso del joven desgreñado de 32 años, Sam Bankman-Fried, condenado a 25 años de cárcel por estafar a sus clientes del fondo que creó para el manejo de criptomonedas (FTX) un fraude por un valor de 8 000 millones de dólares, salidos directo de las cuentas de sus clientes.

Al preguntarle cómo había sido posible que sobreviviera el mercado de criptoactivos luego del episodio de Bankman-Fried, el ejecutivo, alto funcionario de un poderoso banco español con presencia global, no le quedó otra más que recurrir al argumento de Caparrós en El mundo entonces, sin siquiera conocer el libro de Martín: el mercado sobrevivió por la tecnología digital y los sistemas informáticos de control que comparten todos los tenedores de criptomonedas, desde los minúsculos hasta las “ballenas”, y que en la jerga de los criptoinversionistas se le denomina blockchain (la garantía, póliza intangible, de que la cosa no terminará, pase lo que pase, por irse al garete). El blockchain no solo evita la falsificación de criptomonedas, sino que impide lo que tradicionalmente haría un gobierno y su banco central: recurrir al rescate financiero a costa de las costillas de quienes todavía no han siquiera nacido. Esta fue precisamente la operación que se vieron obligados a organizar el presidente George W. Bush y su secretario del Tesoro, Hank Paulson, para rescatar del fuego el sistema financiero de Estados Unidos y del planeta, bajo el controvertido programa TARP, por sus siglas en inglés, el llamado Programa de Alivio de Activos en Problemas, que se estableció con la Ley de Estabilización Económica de Urgencia de 2008.

Algo no muy distinto y, afortunadamente, expresado en términos alejados de los tecnicismos del mundo de las finanzas y la banca, me confirmaron los júniores partners de Pictet al cuestionarlos acerca de los factores tecnológicos e informáticos —sectores en constante innovación—, que jugaron o no un papel más bien secular en ese milagro en el que se resucitó —para efectos prácticos— a un muerto.

La respuesta que obtuve fue contundente: “Esto es único en la historia, en el desarrollo de tecnología digital nunca se pierde, eso es imposible”.

De hecho, confirma lo que profesa todo mundo respecto a la indestructibilidad del mercado de los criptoactivos, como el inventor de la criptomoneda y del blockchain, el japonés Satoshim Nakamoto; por supuesto que Martín Caparrós; varios de los miembros del Blockchain Council: Avi Felman, Michael Novogratz; los gemelos Cameron y Tyler Winklevoss; Changpeng Zhao, quien prácticamente le regaló 500 millones de dólares a Elon Musk para la compra de Twitter; el reticente alto ejecutivo de un banco español con quien me entrevisté, y no se diga los dos jóvenes socios de Pictet. Estos últimos, obligados a jugar en ambas canchas por la distribución de su cartera de clientes, bancos e inversionistas tradicionales y criptotalibanes, me revelan un dato que ignoro. Y quién podría saberlo a estas alturas del cambio civilizatorio al que nos ha llevado el uso cotidiano de las tecnologías digitales hasta para resolver los asuntos más insignificantes:

La creación de valor económico de la criptomoneda proviene de un sistema de sistemas, de juntar una pila de programas informáticos con otros, de desarrollar otros programas para proteger y defender la confiabilidad de la criptomoneda proveniente de cualquier tipo de ataque: imagínate a un soldado, igualmente creado por la tecnología digital, con armas y capacidades de destrucción modificables en segundos para adaptarse y responder a una diversidad de agente o agentes hostiles.

Y tienen razón: si en algo destaca la especie humana es en la creación de ejércitos cada vez más poderosos y armas más letales. Debido a las demenciales expectativas lucrativas que presentan en un futuro inmediato, no más de un lustro, los criptomercados se han convertido en un atractivo y rentable campo de guerra: otro más.

Pienso entonces en Washington, D. C. Y recuerdo también que incluso la mayor potencia militar que jamás haya existido en la historia de la humanidad tiene un cenotafio en honor al Soldado Desconocido, una estructura cuadrada, de estilo neoclásico y recubierta del mármol más cuidado, spotless, que he visto en mi vida, ubicado justo en el centro del cementerio de Arlington, donde yacen los restos de más de 400 000 mil soldados de los que, sospecho ―las generaciones pasan―, nadie recuerda.

De igual manera, en la prensa francesa e internacional los criptosecuestros parisinos han sido borrados del mapa. No es extraño: la Unión Europea está atareada en contener la guerra de Putin contra Ucrania, a la vez que, paralelamente, intenta por todos los medios ―incluidos la ignominia y humillación autoinfligidas― convencer al señor Trump de hacer algo, de intervenir para detener la carnicería.

Otro factor que suma es la crisis constante del gobierno de Macron. Su más reciente manifestación fue nombrar al ministro de la Defensa, Sébastien Lecornu, como primer ministro, luego de la defenestración de François Bayrou, víctima del voto de desconfianza de la Asamblea Nacional. Lecornu no solo es el único ministro que ha permanecido como tal desde la elección de Macron en 2017, sino que además es considerado de línea dura, al grado tal que su misión, hasta ahora, ha sido contener, si ello es concebible en las calles de París, a más de medio millón de personas según el sindicato Confederación General del Trabajo (CGT), no sin antes haber asegurado el aumento del gasto en defensa por un monto de hasta 6 500 millones de euros en los próximos dos años.

Los vaivenes del presidente Trump respecto a Estados Unidos en el tema de los criptoactivos se han resuelto de manera definitiva ―si es que ello es posible en la administración más descolocada en la historia de la gran potencia americana― con el establecimiento de un Grupo de Trabajo en la Casa Blanca, anunciado el 1º. de octubre, el cual por supuesto no hace mención alguna de las millonadas que se están embolsando los descendientes de Trump: el neurasténico Donald júnior y el celebérrimo hijo tonto que recoge lo que puede, en este caso billones de dólares, Eric Trump.

Lo cierto es que en una era cuando la política y las finanzas internacionales son un arte digital mayor —la misma que Martín Caparrós entrevió sería la quintaesencia de la especulación— a quién le importa un bledo enterarse si a esa “ballena” o bien a aquel “ballenato” les siguen cercenando los dedos.

El efecto final es que, como por un truco de magia, han quedado borrados, obliterados, del mapa informativo.

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[*] “El nobel Lawrence Klein: a la vista, la petrolización de México”, revista Proceso, 10 de noviembre de 1980.

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Criptosecuestros en París con terror a la mexicana

Criptosecuestros en París con terror a la mexicana

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Debido a las demenciales expectativas lucrativas que presentan en un futuro inmediato, es sabido que los criptomercados se han convertido en un atractivo y rentable campo de guerra y extorsión internacional. Lo no tan sabido es la forma violenta y callejera en que la amenaza se expresó en París y algunas otras localidades de Francia, Bélgica y quizás España, a inicios de año. Aquí, la alucinante crónica.

Para Alfonso Armada, en Madrid

 

Donde se propone que los países pobres pueden ser ejemplo para los ricos

El 10 de noviembre de 1980, hacia las nueve de la mañana, mientras el otoño iba en franca salida de la ciudad de Filadelfia, Julio Scherer, director de Proceso y eterno reportero, entraba al campus de la Universidad de Pensilvania en busca del cubículo del profesor Lawrence Klein, quien entonces había obtenido apenas un mes antes el premio Nobel de Economía “por la creación de modelos econométricos y su aplicación al análisis de las fluctuaciones económicas y políticas económicas” ―explicaba el comunicado de la Academia Sueca.

Entre las 9:15 y las 10:30 de aquel día de noviembre, presumiblemente frío y de cielos grises, tuvo lugar la primera parte de la conversación de ese día entre Klein y Scherer[*], poco más de una hora durante la cual no faltaron las cervezas ni los sándwiches; tampoco las sugerencias de un economista versado ―y premiado por ello con el Nobel―  en la construcción de herramientas macroeconómicas y estadísticas capaces de ofrecer, más que un mero pronóstico, una auténtica prognosis tanto del proceso de fluctuaciones importantes en los negocios como de los efectos y medidas económico-políticas asociadas a dichas variaciones; así por ejemplo, una sugestión por parte del profesor Klein, quien se había doctorado en 1944 en el MIT, y que le presentó a Julio Scherer de manera casual y al mismo tiempo casi con un serio tono prescriptivo: “México debería asomarse al modelo de Noruega”.

Eran los años de gloria en que, gracias al descubrimiento de nuevos yacimientos de petróleo en México (Cantarell, en las costas de Campeche; Chicontepec, en el estado de Veracruz, y Bermúdez, en Tabasco) los mexicanos se vieron obligados a dejar de sufrir “carencias ancestrales”, según el celebérrimo apotegma del entonces presidente José López Portillo, y aprender “a administrar la abundancia”. Los mexicanos, o al menos unos cuantos, en efecto gozaron de la súbita fortuna que trajo consigo el oro negro, pero nadie, quiero decir: nadie, se presentó al salón de clase de la riqueza. De tal modo aquella promesa de eterna bonanza terminó —tenía que ser—, en un rotundo fracaso, y el presidente de múltiples talentos, orador, histrión y lector de Hegel, de pie ante el Congreso y la nación entera, lloriqueó abatido —el hombre de Estado convertido en un guiñapo—, lamentándose en cadena nacional del “saqueo” que su gobierno se había infligido a sí mismo.

Sobra decir que cuando López Portillo dejó la presidencia el 1º. de diciembre de 1982, el político hegeliano entregó la banda tricolor a su sucesor y se despidió con otra de sus ocurrentes frases de alta filosofía: “Tan pronto le di la mano, me dije: a éste ya me lo chingué”. Así, con semejantes y caballerosas maneras, a México no solo se le complicó echarle el vistazo a Noruega sugerido por el premio Nobel de Economía del año 1980, sino que terminó entrando de lleno a una singular forma de extravío colectivo, lo que los economistas no tardaron en llamar “la década perdida”, que en la realidad de la vida cotidiana fueron y se sintieron como más de dos.

Sin embargo, con petróleo, crudo, refinado, bueno o malo, bien o mal administrado, en ocasiones los papeles de las economías y las sociedades se invierten de maneras sorprendentes e inauditas. De ello tuvo un atisbo Julio Scherer cuando, en la sesión de la tarde para continuar su entrevista con el premio Nobel de Economía, Lawrence Klein, le soltó al profesor de la Universidad de Pensilvania una pregunta que logró romper las barreras del tiempo, de las “décadas perdidas” que nadie se toma más la molestia de contar y que al día de hoy, en pleno siglo XXI, la cuestión planteada por don Julio resulta más que vigente, aunque por razones de orden casi mágico y cósmico, pues la interrogante no solo siguió flotando en el espacio interestelar, sino que hace poco descendió en plena Francia y más de un francés la respondió con un afligido y afirmativo mais oui, Monsieur Scherer, pourquoi pas?: “¿Cree usted que los países subdesarrollados alcanzarán algún día a los desarrollados?”.

Y ocurrió: los países pobres alcanzaron, a su singular manera, a los países ricos.

Cuarenta y cinco años más tarde, pero ocurrió, y no me refiero a la migración Sur-Norte, de la cual dependen —no se necesita para saberlo doctorado alguno— las economías más avanzadas, por factores obvios: una mano de obra barata que permite ofrecer productos a precios por debajo de su costo real, así como el efecto multiplicador del consumo y del ahorro interno provocados por los migrantes en las economías que los emplean, etcétera.

No estoy hablando, precisamente, de desarrollo económico, tecnológico, número de universidades y demás. Nada de eso. De hecho, el “alcance” al que se refería don Julio Scherer ha llegado por canales poco usuales, por decir lo menos, y ha ocurrido en París y algunas otras localidades de Francia y Bélgica, al parecer también en España.

Las ballenas y los fantasmas visibles en el reino del anonimato

Desde principios de enero de 2025, comenzaron difundirse de manera casi histérica entre los fondos y casas que comercian con criptomonedas en París el auge de extorsiones, amenazas e incluso agresiones físicas bastante serias contra ricos empresarios cuya fortuna proviene, principalmente, del mercadeo global de criptomonedas, un punto importante que bien merecería un intento de explicación: salvo rarísimas excepciones, los medios de comunicación europeos apenas cubrieron la nota con el suficiente grado de detalle, en contraste con la National Public Radio (NPR), de este lado del Atlántico, cuyas estaciones de radio y páginas digitales dedicaron al tema un par de excelentes reportajes. Dicho sea de paso: esto ocurrió semanas antes de que Donald Trump y sus secuaces en el Congreso lograran obliterar el subsidio gubernamental de la Public Broadcasting Corporation, de la cual dependen más de mil estaciones locales de la NPR.

Para conocer más del asunto, busqué entrada con un alto ejecutivo del banco más grande y con los mayores activos de España, con presencia en más 10 mercados, distintos entre sí y cada uno con complejidades ―por llamarlas de alguna manera― en extremo diversas. Contacté también a un par de socios de una consultora en finanzas personales y empresariales asociada al mismo banco español, llamada Pictet, anclados en Madrid y Barcelona y con presencia en 31 centros financieros de todo el mundo, además de 40 años de sólida experiencia ―cero quimeras de marketing ni engañifas para captar nuevas carteras.

Y, sin embargo, fue un inversionista mexicano, de perfil mediano, experto en comunicación política, alejado del mundo de las finanzas en términos profesionales, a quien llamaré Antonio para resguardar su anonimato, el que me dio algo de luz. Antonio, de 48 años, quien hace apenas ocho invirtió sus ahorros en la compra de una criptomoneda que entonces le costó 40 000 dólares y hoy tiene un valor superior a los 108 000 dólares, me indicó, tan seguro de sí mismo como que mañana también saldrá el sol por la mañana, que dependiendo del día, del humor del oferente, casi que hasta del clima, cualquiera con mil pesos en efectivo o con tarjeta de banco se puede presentar a su tienda de conveniencia más cercana, Oxxo o 7-Eleven, y comprar, con esa cantidad, el equivalente al .0000001 del valor de una criptomoneda. Así, sin mediación ni asesoría financiera: soy un cliente de Oxxo urgido de comprar una bolsa de cacahuates, lo que cuesten, más mil pesos de criptomonedas, y ya soy un inversionista en el mercado global financiero más dinámico, sin regulaciones ni dolorosas comisiones o pago de impuestos sobre cada centavo que ganaré transaccionando criptomonedas alrededor del mundo.

Antonio fue la única persona que —además de ofrecerme un interesante cúmulo de información acerca del mercado omnipresente, hiperglobal, ciertamente opaco y a la vez plantado al descubierto, a los cuatro vientos, de las criptomonedas— igualmente me informó, en el slang propio de esa comunidad global que, quien sea tenedor de 100 o más criptomonedas se le llama “ballena”: una variante del latín balaena, y esta, a su vez proveniente del griego phállaina, pero que en cualquier caso no puede dejar de remitir a la gran ballena blanca: Moby Dick, esa evasiva bestia de los mares que provocaba terribles obsesiones y sudores a Ahab, el obcecado y vengativo capitán del ballenero Pequod; mientras que en el joven Ismael, fatigado narrador de la novela de Herman Melville, la simple llegada de la temporada de pesca, es decir el otoño, le provocaba el tipo de convulsiones internas con las que ahora deben soñar, o alucinar, las otras “ballenas”, los amos y señores de las criptomonedas:

Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero de los transeúntes, entonces, entiendo que es hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco.

Para las “ballenas” de las criptomonedas y sus crías, que bien podrían llamárseles sus “ballenatos”, los meses comprendidos entre enero y mayo de 2025 del hemisferio austral han sido un largo y traumático otoño. En esencia, no hay mar lo suficientemente profundo, ni oleajes tan altos tras los cuales puedan ocultarse los cachalotes henchidos de riqueza, los nuevos Masters of the Universe, les llamaría ahora el célebre novelista y emblema del Nuevo Periodismo, Tom Wolfe.

Dedos

En el cuidado y escrupuloso método de las cruentas prácticas de negociación, que parecen incluir invariablemente la amputación de los dedos de las manos ―al menos hasta ahora: falta ver qué sigue―, por parte de las bandas criminales que operan en Francia, los ultrarricos y su descendencia cargan con el peso de sus fortunas intangibles, virtuales, que se hallan y no se hallan en ninguna parte y por lo tanto tampoco pueden ser enterradas en la montaña ni ser puestas a resguardo en las impenetrables bóvedas de los bancos. Esto hace pensar en el tipo de persecución de la que están siendo objeto las ballenas y sus ballenatos. Las bandas que van tras sus criptofortunas a cualquier precio no están precisamente padeciendo el frío de las descomunales olas verdes del Atlántico y levantan su furia no lejos de las costas de Maine, Massachussets, Rhode Island o Connecticut, sino que más bien se hallan en una inaudita y aterradora hoguera de las vanidades ―para hacer referencia a la novela ya clásica de Tom Wolfe.

A inicios del pasado mes de enero, apenas comenzando el 2025, Monsieur David Balland, uno de los socios principales y fundador de Ledger, una exitosa plataforma de trading de criptoactivos, fue secuestrado junto con su esposa en su propia casa, ubicada en la coqueta commune de Méreau, ubicada en la región central de Francia, Val de Loire. Allí es sin duda un atractivo y placentero lugar para vivir entre antiguos domaines vinícolas, equipado con restaurantes de primera y senderos para tomar apacibles caminatas y mantener el caos de París lo suficientemente lejos: 221 kilómetros al sur, el sitio ideal para llevar una vida tranquila entre menos de 2 500 habitantes.

Los secuestradores, siguiendo una estrategia que creyeron los protegería y haría más eficaz el levantamiento de Balland y su esposa, los encerraron en localidades distantes entre sí. Sin perder demasiado el tiempo, a Ballard le cercenaron un dedo, acto que fue grabado en video y enviado a su socio más cercano en Ledger, exigiéndole como recompensa el pago de 10 millones de euros.

Llegado este punto, la evolución del caso y de la actuación de la policía francesa se torna gris. Veinticuatro horas después del rapto, David Balland fue rescatado, con un dedo menos, en una operación policiaca que tuvo lugar en una casa de seguridad localizada en Essonne, un anodino suburbio industrial y habitacional ubicado a 20 kilómetros al sur de París, en la cual fueron detenidas nueve personas. Por su parte, el socio de Balland, a quien le había sido enviado el video que registraba la amputación de uno de los dedos de su principal socio, apareció atado de pies y manos en la cajuela de un automóvil en una calle de París: sin dedos faltantes, pero con los nervios notoriamente destrozados.

Otro de los primeros casos conocidos en el exclusivo circuito de los traders y dueños de plataformas de criptomonedas ocurrió a principios del mes de mayo. Un hombre bien vestido, de 60 años, en realidad una ballena, se paseaba con toda calma en una calle cercana al bulevar Montparnasse, en pleno XIV Arrondissement, a plena luz de las diez de la mañana, cuando cuatro sujetos que portaban el obligado pasamontañas de secuestrador lo subieron a una típica y anodina camioneta de reparto. Los familiares, es decir los ballenatos, fueron prontamente contactados para pedir un rescate de siete millones de euros a cambio de mantener con vida y en el agua a la ballena.

Ante un acto criminal inaudito en la ciudad de París, la familia buscó el apoyo de la Gendarmería Nacional, una de cuyas fuerzas de élite entrenadas en el manejo de crisis, incluido el secuestro, movió sus fichas con la suficiente celeridad y, dos días después, en una operación rápida y eficaz, el grupo de policías ubicó la casa de seguridad donde se hallaba el empresario cautivo, de nuevo el suburbio industrial y habitacional, Essonne. Sin demasiadas complicaciones, allanaron y redujeron a cinco mocosos de 20 años en promedio. La ballena seguía viva, pero horas antes le habían mutilado un dedo y amenazado a sus familiares con aplicarse gustosos en sus nueve restantes si no pagaban la suma exigida.

Orejas

Todo esto sucede exactos 45 años después del encuentro, en el campus de la Universidad de Pensilvania, de don Julio Scherer —el tenaz, insobornable, curioso pertinente, abierto a todos los temas y valiente periodista que llegó a alcanzar, avis extra rara en el medio de los diarios y revistas mexicanas, una estatura mitológica— y el premio Nobel de Economía, Lawrence Klein, oriundo de Omaha y cuya infancia, marcada por las carencias y miseria de la Gran Depresión, determinó sus intereses intelectuales y académicos.

Transcurrida otra década pérdida después de la primerísima década pérdida que nos heredó el presidente López Portillo —ese mismo estadista al que en vida era preferible no darle la mano—, la economía mexicana se mantenía sostenida “con alfileres”, según otra célebre frase científica y grata a los oídos, en esta ocasión con el presidente Carlos Salinas de Gortari al frente del gobierno, y proferida por su secretario de Hacienda, también doctor en Economía.

Recuerdo, al igual que todos los miembros de mi generación, que vivimos con suficiente desagrado la segunda de nuestras décadas perdidas, es decir los años noventa del siglo pasado, como un tiempo de violencia de mediana a baja intensidad, padecida sobre todo en la ciudad de México. Cuando en el país todavía se podía viajar por vía terrestre, en dirección norte, sur, este y oeste, sin temor a que un grupo de encapuchados, a bordo de una camioneta con cristales negros y supremamente abastecidos, ya fuese de armas largas, ya de escopetas con el cañón recortado, o con el escabroso y temido “cuerno de chivo”, detuviera a los despreocupados paseantes por las carreteras y caminos de México.

Recuerdo también que, en tiempos cuando cursaba mis estudios universitarios, resultaba exponerse a miles de peligros, uno más estremecedor que el siguiente, salir en busca de fiesta en la macabra noche de la ciudad de México: pararse en un semáforo o cometer la estupidez de detenerse en un cajero automático para sacar algo de efectivo equivalía a convertirse en un blanco fácil, a ser víctima de assalīre, verbo del latín tardío que significa, tal cual, ser atacado, asaltado, de manera repentina y por sorpresa.

El escritor y periodista Sergio González Rodríguez publicó en 2009 El hombre sin cabeza, un excepcional ensayo-crónica que estudia la historia y el rito universales detrás de las decapitaciones, en busca de una explicación que diera cuenta de su popular tropicalización en el México de la primera década del siglo XXI.

Quizá algo similar podría intentarse con la práctica, ahora que ha empezado a ser común entre bandas francesas de secuestradores, de la mutilación de dedos y extremidades. Acaso se halle una larga historia detrás que remita hasta la dinastía Capeto, hacia el año 897 d. C.

Lo cierto es que, si todavía viviera, el profesor y premio Nobel Lawrence Klein tendría poco margen para no responder en sentido afirmativo la pregunta que le planteó en 1980 don Julio Scherer acerca de las posibilidades reales de que los países pobres pudieran alcanzar algún día a los más ricos. Tal vez tomaría el caso particular de Francia: un país con una población superior a los 68 millones de habitantes, cuyo Producto Interno Bruto alcanza los 3.7 trillones de dólares y los 55 400 dólares en términos per cápita, con una inflación reportada al pasado mes de abril de 0.8%, un crecimiento industrial promedio superior al 4.5% y, dato esencial, con casi el 70% del valor del PIB proveniente del sector servicios, que incluye desde luego a las instituciones financieras y de mercadeo, así como los criptoactivos. Lo que ha estado sucediendo en el contexto de las prácticas y patrones en operaciones criminales inusitadas para los estándares de un país a todas luces rico, en específico el secuestro de los magnates de las criptomonedas, el inmediato involucramiento de su primer círculo familiar para exigirles altas sumas de rescate y la mutilación de las falanges como obscena y retorcida referencia a Marshall McLuhan: el dedo de una mano ―cercenado, mutilado, tajado― es el mensaje.

A las cuentas nacionales de México, a su macroeconomía, le llevaría demasiadas décadas perdidas para alcanzar a Francia. Sin embargo, en lo referente a secuestros, demandas de rescate con un dedo envuelto en un clínex como mensaje para que los familiares entiendan que la cosa va en serio, México ha estado a la vanguardia, como en Francia lo estuvieron en su tiempo el dadaísmo, el ultraísmo, el surrealismo, el situacionismo, el happening, el arte cinético, la nouvelle vague en cine y literatura…

La conexión francesa: Daniel Arizmendi

Se desconoce con precisión el momento en que Daniel Arizmendi, nacido en 1958, en la meca del delito anexa a la capital del país, Ciudad Nezahualcóyotl. Es presumible que no haya sido un buen estudiante, cursó apenas el primer nivel de escuela secundaria, y hay antecedentes que apuntan a que su primer robo de automóvil lo perpetró a la tierna edad de 16 años. Se casó en 1977, apenas dos años después. No tardaron en nacer Danielito y Sandrita, poco tiempo después de que Daniel se iniciara y trabajara a tiempo completo en uno de los delitos más populares de la segunda década pérdida de nuestra era: el robo de autos, con y sin uso de violencia física.

Integrado a la policía antes de concluir el periodo presidencial de López Portillo, Daniel Arizmendi, un visionario al que hoy llamaríamos un “joven emprendedor”, tuvo la innovadora idea de hacer de su trabajo policial y criminal una sagaz y lucrativa joint venture. Las cosas, tratándose de robo de automóviles, no podían ir más que sobre ruedas.

Separado de la corporación policiaca, Daniel Arizmendi vio una vez más la luz, supongo que negra y abismal como el cosmos, y decidió que lo siguiente era enfocarse en un único negocio y evitar así lo que los economistas llaman externalidades: eso, lo que sea, que aparece cuando dos negocios operan en paralelo, dependientes entre ellos, y terminan afectándose uno al otro. Además de esta probable y súbita iluminación del expolicía, a Arizmendi, creyente como el 85% de los mexicanos, quizá también le fue revelado el sentido profundo de preservar la unión familiar, según prescriben las Escrituras (Colosenses 3:14-15), toda vez que el todopoderoso hace un llamado a los miembros del hogar a formar “un solo cuerpo”.

Tan pronto comenzó el año 1995, Daniel Arizmendi jubiló al total de su banda del robo de automóviles: a su hermano Aurelio, a Joaquín Parra Zúñiga y al hermano de este, Raciel, mejor conocido como “Rachi”, y a los hermanos de apellido Paz Villegas, con objeto de cambiar de giro comercial hacia el secuestro de personas ricas, o medio ricas, o al menos con suficientes recursos para comenzar a levantar el negocio. Aurelio se mudó a la nueva empresa.

Su primera víctima fue no precisamente el empresario más acaudalado del país, sino el modesto dueño de una gasolinera, levantado el 11 de junio de 1995 y conducido hasta una casa de seguridad no lejana de la autopista México-Puebla. Lo desnudaron, lo ataron, le vendaron los ojos y lo privaron de agua y alimentos. El monto original del rescate era de un millón de pesos, de los cuales Arizmendi, todavía verde, tuvo que resignarse a recibir solamente 350 000 pesos en pago.

Varios intentos fallidos y reducciones a la baja en la suma exigida para los rescates, llevaron a Daniel Arizmendi a la espeluznante conclusión de que si en verdad había futuro en el negocio del secuestro, habría que tomar medidas más extremas.

Así fue en el séptimo secuestro perpetrado por la banda de Daniel Arizmendi contra Leobardo Pineda, dueño de un conjunto de bodegas, ocurrido el día 7 de septiembre de 1995. La esposa de don Leobardo estaba segura de que se abriría una negociación en términos a su favor. Y así pasaron dos meses, hasta que advino el nacimiento del más conocido y temido secuestrador de México, el Mochaorejas: impaciente, exasperado, Daniel Arizmendi tomó unas tijeras para cortar pollo y le cortó, así, sin más, ambas orejas a Leobardo Pineda, las cuales fueron oportunamente remitidas a la esposa, hasta entonces reticente, y quien no dudó en pagar al instante el monto original del rescate.

El año de 1996 fue especialmente lucrativo para el Mochaorejas. En ese periodo, la banda de secuestradores logró el plagio de más de 10 víctimas: nada de molestias como vérselas con los familiares de la víctima y escuchar sus ruegos de negociar a la baja.

En 1997, la banda liderada por el ultraconocido Mochaorejas, quien para esos años había alcanzado ya el rango de un rockstar del crimen, decidió secuestrar al hijo de un empresario exportador de plátanos a Estados Unidos y, cómo tenía que ser, dueño de múltiples bodegas para usos varios.

El joven Raúl Nava Ricaño fue secuestrado y llevado a una casa de seguridad del Mochaorejas en San Juan de Aragón, un ejemplo típico de falta de planificación urbana ubicado al noreste de la ciudad de México. A Raúl papá se le informó que el rescate por Raúl júnior se había fijado en tres millones de pesos; sin embargo, para que el mensaje se entendiera de manera cabal, Arizmendi se sacó del cinto las tijeras polleras y sin siquiera parpadear le amputó ambas orejas al joven secuestrado, las cuales hizo llegar a su padre. Aterrado y sin saber qué otra parte del cuerpo de su hijo sería la siguiente en aparecer al pie de su puerta, contactó a la policía buscando auxilio. Daniel Arizmendi mantenía contactos de sus años como miembro de la policía. El aviso de desesperación del padre le rebotó pronto al Mochaorejas y a los 11 días de transcurrido el secuestro, el propio Arizmendi asesinó al joven Raúl Nava. Su cuerpo nunca fue encontrado.

Es posible colegir que este inesperado revés en el negocio del Mochaorejas lo llevaría a intensificar su fijación con las bodegas, pues entre sus siguientes víctimas estuvieron el dueño de la cadena de vinaterías La Europea, así como el propietario de una cadena aún más grande, Pinturas La Comex.

Durante los años que operó la banda criminal del Mochaorejas, es difícil, si no es que imposible, conocer con exactitud el número de casos de secuestros y de víctimas mutiladas, evidentemente por el temor a la denuncia. Sin embargo, al menos se le imputan no menos de 200 secuestros, entre ellos el del padre del talentosísimo y multipremiado cineasta Guillermo del Toro, desde entonces residente en la ciudad de Los Ángeles.

Alcohol, cocaína, anfetaminas, el secuestro y la mutilación de las orejas de sus víctimas: los cinco vicios, las cinco compulsiones de Daniel Arizmendi. En una entrevista que el arrojado periodista Humberto Padgett le hizo en 2014, a la manera de Hannibal Lecter a la hora de comentar sus elaboradas recetas de sesos humanos y trufas blancas de Alba, meticulosamente preparadas à la casserole, el Mochaorejas no pestañeó al decirlo con todas sus letras, palabra por palabra: “Secuestrar era como una droga”.

En un reportaje aparecido en la revista Proceso en 1998, el Mochaorejas fue un poco más explícito frente a Carlos Monsiváis: “Yo creo ―se explayó con más libertad Arizmendi en esa ocasión― que si volviera a empezar de nuevo, aunque tuviera cien millones de dólares, lo volvería a hacer. Ya lo he dicho, secuestrar era para mí como una droga, como un vicio. Era la excitación de saber que te la estabas jugando, que te podrían matar. Era como adivinar: ahora le corto una oreja a este cuate y ya va a pagar”.

A partir del 17 de agosto de 1998, Daniel Arizmendi no volvió a desenfundar nunca más sus preciadas tijeras polleras. En un operativo en el que participaron la policía judicial y miembros del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen). La leyenda dice que también aportaron información como delatores su esposa, uno de sus hijos y un par de cómplices, detenidos con anterioridad. El Mochaorejas fue detenido y sentenciado, en 2003, a 389 años de cárcel ―si bien en México la pena máxima es de 60 años de encierro.

Sin falanges no hay criptomonedas ni cómo defenderlas

El último intento de secuestro en las calles de París del que se tiene noticia ocurrió el pasado 14 de mayo en el XI Arrondissement. Según se observa en el video que una vecina logró registrar, fue el fallido intento de tres encapuchados que pretendían meter por la fuerza en una furgoneta a la hija del dueño de una compañía dedicada al comercio de criptomonedas. La mujer, de 34 años, llevaba a su pequeño hijo de dos años en una carriola cuando en la calle Pache la furgoneta, después reportada como robada, avanzó para cometer el secuestro. En una escena de película, la madre del niño logró arrebatarle la pistola a uno de los atacantes, al tiempo que su pareja, a su vez nieto del CEO de otra empresa dedicada al comercio de criptomonedas, encaró a los atacantes, todo ello ante la vista de los vecinos y transeúntes, lo cual resultó en la fuga de los secuestradores a bordo del mismo vehículo.

En su reveladora historia del presente, El mundo entonces (2023), narrada por una historiadora del siglo XXII, Martín Caparrós propone, en buena medida, un futuro que ya ocurrió, una especie de prior apocalipsis en el cual “el poder del mercado y la democracia de delegación había sido reemplazado por el orden del estado y la autoridad del partido hegemónico. Ya sabemos cuáles fueron las extrañas disyuntivas”.

Entre las más notorias, continúa su relato la historiadora del apocalipsis que no acaba de caernos encima, pero ya casi:

Aparecían otros intentos de desligar el dinero del control ―siquiera nominal― de los estados. El más difundido fue un instrumento que se llamó, en un primer momento, ‘criptomoneda’, donde cripto, por supuesto, significaba ‘escondido’ o ‘secreto’. La primera lanzada en 2008 fue el ‘bitcoin’ […] el ‘bitcoin’ era una ‘moneda’ cuyo valor vendría de su escasez: los sistemas de control compartido aseguraban que solo se crearía una cantidad definida, 21 millones de unidades. En su creación y manejo los usuarios intervenían como iguales: las regulaciones verticales del estado o los grandes bancos eran reemplazadas por esa red horizontal de personas que no se conocían, pero confiaban en que su cantidad ―y las tecnologías que usaban― certificara los registros y los intercambios […] Así que las criptomonedas fueron al mismo tiempo una forma de salir del sistema y de seguir sus principios más extremos: recurso de tesorización secreta, números sin soporte material, quintaesencia de la especulación.

Conversé con el ejecutivo de un banco español encargado del manejo de instrumentos financieros que, a diferencia de los conocidos y populares fondos de inversión para el ahorro y el retiro a tasas preferenciales, son absolutos killers disponibles solo para quien puede pagarlos, pues buscan ir más allá de la especulación: desvalijar economías enteras apostando en su contra, contra su mercado bursátil, contra su moneda, contra sus predicciones de crecimiento. Se trata de auténticos dispositivos financieros para hacer la guerra. No me extrañó que lo primero que me mencionara para cuestionar y comparar la solidez, en términos de la confianza que ofrecen ―más preciso sería decir que venden― los grandes bancos internacionales, fue el caso del joven desgreñado de 32 años, Sam Bankman-Fried, condenado a 25 años de cárcel por estafar a sus clientes del fondo que creó para el manejo de criptomonedas (FTX) un fraude por un valor de 8 000 millones de dólares, salidos directo de las cuentas de sus clientes.

Al preguntarle cómo había sido posible que sobreviviera el mercado de criptoactivos luego del episodio de Bankman-Fried, el ejecutivo, alto funcionario de un poderoso banco español con presencia global, no le quedó otra más que recurrir al argumento de Caparrós en El mundo entonces, sin siquiera conocer el libro de Martín: el mercado sobrevivió por la tecnología digital y los sistemas informáticos de control que comparten todos los tenedores de criptomonedas, desde los minúsculos hasta las “ballenas”, y que en la jerga de los criptoinversionistas se le denomina blockchain (la garantía, póliza intangible, de que la cosa no terminará, pase lo que pase, por irse al garete). El blockchain no solo evita la falsificación de criptomonedas, sino que impide lo que tradicionalmente haría un gobierno y su banco central: recurrir al rescate financiero a costa de las costillas de quienes todavía no han siquiera nacido. Esta fue precisamente la operación que se vieron obligados a organizar el presidente George W. Bush y su secretario del Tesoro, Hank Paulson, para rescatar del fuego el sistema financiero de Estados Unidos y del planeta, bajo el controvertido programa TARP, por sus siglas en inglés, el llamado Programa de Alivio de Activos en Problemas, que se estableció con la Ley de Estabilización Económica de Urgencia de 2008.

Algo no muy distinto y, afortunadamente, expresado en términos alejados de los tecnicismos del mundo de las finanzas y la banca, me confirmaron los júniores partners de Pictet al cuestionarlos acerca de los factores tecnológicos e informáticos —sectores en constante innovación—, que jugaron o no un papel más bien secular en ese milagro en el que se resucitó —para efectos prácticos— a un muerto.

La respuesta que obtuve fue contundente: “Esto es único en la historia, en el desarrollo de tecnología digital nunca se pierde, eso es imposible”.

De hecho, confirma lo que profesa todo mundo respecto a la indestructibilidad del mercado de los criptoactivos, como el inventor de la criptomoneda y del blockchain, el japonés Satoshim Nakamoto; por supuesto que Martín Caparrós; varios de los miembros del Blockchain Council: Avi Felman, Michael Novogratz; los gemelos Cameron y Tyler Winklevoss; Changpeng Zhao, quien prácticamente le regaló 500 millones de dólares a Elon Musk para la compra de Twitter; el reticente alto ejecutivo de un banco español con quien me entrevisté, y no se diga los dos jóvenes socios de Pictet. Estos últimos, obligados a jugar en ambas canchas por la distribución de su cartera de clientes, bancos e inversionistas tradicionales y criptotalibanes, me revelan un dato que ignoro. Y quién podría saberlo a estas alturas del cambio civilizatorio al que nos ha llevado el uso cotidiano de las tecnologías digitales hasta para resolver los asuntos más insignificantes:

La creación de valor económico de la criptomoneda proviene de un sistema de sistemas, de juntar una pila de programas informáticos con otros, de desarrollar otros programas para proteger y defender la confiabilidad de la criptomoneda proveniente de cualquier tipo de ataque: imagínate a un soldado, igualmente creado por la tecnología digital, con armas y capacidades de destrucción modificables en segundos para adaptarse y responder a una diversidad de agente o agentes hostiles.

Y tienen razón: si en algo destaca la especie humana es en la creación de ejércitos cada vez más poderosos y armas más letales. Debido a las demenciales expectativas lucrativas que presentan en un futuro inmediato, no más de un lustro, los criptomercados se han convertido en un atractivo y rentable campo de guerra: otro más.

Pienso entonces en Washington, D. C. Y recuerdo también que incluso la mayor potencia militar que jamás haya existido en la historia de la humanidad tiene un cenotafio en honor al Soldado Desconocido, una estructura cuadrada, de estilo neoclásico y recubierta del mármol más cuidado, spotless, que he visto en mi vida, ubicado justo en el centro del cementerio de Arlington, donde yacen los restos de más de 400 000 mil soldados de los que, sospecho ―las generaciones pasan―, nadie recuerda.

De igual manera, en la prensa francesa e internacional los criptosecuestros parisinos han sido borrados del mapa. No es extraño: la Unión Europea está atareada en contener la guerra de Putin contra Ucrania, a la vez que, paralelamente, intenta por todos los medios ―incluidos la ignominia y humillación autoinfligidas― convencer al señor Trump de hacer algo, de intervenir para detener la carnicería.

Otro factor que suma es la crisis constante del gobierno de Macron. Su más reciente manifestación fue nombrar al ministro de la Defensa, Sébastien Lecornu, como primer ministro, luego de la defenestración de François Bayrou, víctima del voto de desconfianza de la Asamblea Nacional. Lecornu no solo es el único ministro que ha permanecido como tal desde la elección de Macron en 2017, sino que además es considerado de línea dura, al grado tal que su misión, hasta ahora, ha sido contener, si ello es concebible en las calles de París, a más de medio millón de personas según el sindicato Confederación General del Trabajo (CGT), no sin antes haber asegurado el aumento del gasto en defensa por un monto de hasta 6 500 millones de euros en los próximos dos años.

Los vaivenes del presidente Trump respecto a Estados Unidos en el tema de los criptoactivos se han resuelto de manera definitiva ―si es que ello es posible en la administración más descolocada en la historia de la gran potencia americana― con el establecimiento de un Grupo de Trabajo en la Casa Blanca, anunciado el 1º. de octubre, el cual por supuesto no hace mención alguna de las millonadas que se están embolsando los descendientes de Trump: el neurasténico Donald júnior y el celebérrimo hijo tonto que recoge lo que puede, en este caso billones de dólares, Eric Trump.

Lo cierto es que en una era cuando la política y las finanzas internacionales son un arte digital mayor —la misma que Martín Caparrós entrevió sería la quintaesencia de la especulación— a quién le importa un bledo enterarse si a esa “ballena” o bien a aquel “ballenato” les siguen cercenando los dedos.

El efecto final es que, como por un truco de magia, han quedado borrados, obliterados, del mapa informativo.

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[*] “El nobel Lawrence Klein: a la vista, la petrolización de México”, revista Proceso, 10 de noviembre de 1980.

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Criptosecuestros en París con terror a la mexicana

Criptosecuestros en París con terror a la mexicana

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Debido a las demenciales expectativas lucrativas que presentan en un futuro inmediato, es sabido que los criptomercados se han convertido en un atractivo y rentable campo de guerra y extorsión internacional. Lo no tan sabido es la forma violenta y callejera en que la amenaza se expresó en París y algunas otras localidades de Francia, Bélgica y quizás España, a inicios de año. Aquí, la alucinante crónica.

Para Alfonso Armada, en Madrid

 

Donde se propone que los países pobres pueden ser ejemplo para los ricos

El 10 de noviembre de 1980, hacia las nueve de la mañana, mientras el otoño iba en franca salida de la ciudad de Filadelfia, Julio Scherer, director de Proceso y eterno reportero, entraba al campus de la Universidad de Pensilvania en busca del cubículo del profesor Lawrence Klein, quien entonces había obtenido apenas un mes antes el premio Nobel de Economía “por la creación de modelos econométricos y su aplicación al análisis de las fluctuaciones económicas y políticas económicas” ―explicaba el comunicado de la Academia Sueca.

Entre las 9:15 y las 10:30 de aquel día de noviembre, presumiblemente frío y de cielos grises, tuvo lugar la primera parte de la conversación de ese día entre Klein y Scherer[*], poco más de una hora durante la cual no faltaron las cervezas ni los sándwiches; tampoco las sugerencias de un economista versado ―y premiado por ello con el Nobel―  en la construcción de herramientas macroeconómicas y estadísticas capaces de ofrecer, más que un mero pronóstico, una auténtica prognosis tanto del proceso de fluctuaciones importantes en los negocios como de los efectos y medidas económico-políticas asociadas a dichas variaciones; así por ejemplo, una sugestión por parte del profesor Klein, quien se había doctorado en 1944 en el MIT, y que le presentó a Julio Scherer de manera casual y al mismo tiempo casi con un serio tono prescriptivo: “México debería asomarse al modelo de Noruega”.

Eran los años de gloria en que, gracias al descubrimiento de nuevos yacimientos de petróleo en México (Cantarell, en las costas de Campeche; Chicontepec, en el estado de Veracruz, y Bermúdez, en Tabasco) los mexicanos se vieron obligados a dejar de sufrir “carencias ancestrales”, según el celebérrimo apotegma del entonces presidente José López Portillo, y aprender “a administrar la abundancia”. Los mexicanos, o al menos unos cuantos, en efecto gozaron de la súbita fortuna que trajo consigo el oro negro, pero nadie, quiero decir: nadie, se presentó al salón de clase de la riqueza. De tal modo aquella promesa de eterna bonanza terminó —tenía que ser—, en un rotundo fracaso, y el presidente de múltiples talentos, orador, histrión y lector de Hegel, de pie ante el Congreso y la nación entera, lloriqueó abatido —el hombre de Estado convertido en un guiñapo—, lamentándose en cadena nacional del “saqueo” que su gobierno se había infligido a sí mismo.

Sobra decir que cuando López Portillo dejó la presidencia el 1º. de diciembre de 1982, el político hegeliano entregó la banda tricolor a su sucesor y se despidió con otra de sus ocurrentes frases de alta filosofía: “Tan pronto le di la mano, me dije: a éste ya me lo chingué”. Así, con semejantes y caballerosas maneras, a México no solo se le complicó echarle el vistazo a Noruega sugerido por el premio Nobel de Economía del año 1980, sino que terminó entrando de lleno a una singular forma de extravío colectivo, lo que los economistas no tardaron en llamar “la década perdida”, que en la realidad de la vida cotidiana fueron y se sintieron como más de dos.

Sin embargo, con petróleo, crudo, refinado, bueno o malo, bien o mal administrado, en ocasiones los papeles de las economías y las sociedades se invierten de maneras sorprendentes e inauditas. De ello tuvo un atisbo Julio Scherer cuando, en la sesión de la tarde para continuar su entrevista con el premio Nobel de Economía, Lawrence Klein, le soltó al profesor de la Universidad de Pensilvania una pregunta que logró romper las barreras del tiempo, de las “décadas perdidas” que nadie se toma más la molestia de contar y que al día de hoy, en pleno siglo XXI, la cuestión planteada por don Julio resulta más que vigente, aunque por razones de orden casi mágico y cósmico, pues la interrogante no solo siguió flotando en el espacio interestelar, sino que hace poco descendió en plena Francia y más de un francés la respondió con un afligido y afirmativo mais oui, Monsieur Scherer, pourquoi pas?: “¿Cree usted que los países subdesarrollados alcanzarán algún día a los desarrollados?”.

Y ocurrió: los países pobres alcanzaron, a su singular manera, a los países ricos.

Cuarenta y cinco años más tarde, pero ocurrió, y no me refiero a la migración Sur-Norte, de la cual dependen —no se necesita para saberlo doctorado alguno— las economías más avanzadas, por factores obvios: una mano de obra barata que permite ofrecer productos a precios por debajo de su costo real, así como el efecto multiplicador del consumo y del ahorro interno provocados por los migrantes en las economías que los emplean, etcétera.

No estoy hablando, precisamente, de desarrollo económico, tecnológico, número de universidades y demás. Nada de eso. De hecho, el “alcance” al que se refería don Julio Scherer ha llegado por canales poco usuales, por decir lo menos, y ha ocurrido en París y algunas otras localidades de Francia y Bélgica, al parecer también en España.

Las ballenas y los fantasmas visibles en el reino del anonimato

Desde principios de enero de 2025, comenzaron difundirse de manera casi histérica entre los fondos y casas que comercian con criptomonedas en París el auge de extorsiones, amenazas e incluso agresiones físicas bastante serias contra ricos empresarios cuya fortuna proviene, principalmente, del mercadeo global de criptomonedas, un punto importante que bien merecería un intento de explicación: salvo rarísimas excepciones, los medios de comunicación europeos apenas cubrieron la nota con el suficiente grado de detalle, en contraste con la National Public Radio (NPR), de este lado del Atlántico, cuyas estaciones de radio y páginas digitales dedicaron al tema un par de excelentes reportajes. Dicho sea de paso: esto ocurrió semanas antes de que Donald Trump y sus secuaces en el Congreso lograran obliterar el subsidio gubernamental de la Public Broadcasting Corporation, de la cual dependen más de mil estaciones locales de la NPR.

Para conocer más del asunto, busqué entrada con un alto ejecutivo del banco más grande y con los mayores activos de España, con presencia en más 10 mercados, distintos entre sí y cada uno con complejidades ―por llamarlas de alguna manera― en extremo diversas. Contacté también a un par de socios de una consultora en finanzas personales y empresariales asociada al mismo banco español, llamada Pictet, anclados en Madrid y Barcelona y con presencia en 31 centros financieros de todo el mundo, además de 40 años de sólida experiencia ―cero quimeras de marketing ni engañifas para captar nuevas carteras.

Y, sin embargo, fue un inversionista mexicano, de perfil mediano, experto en comunicación política, alejado del mundo de las finanzas en términos profesionales, a quien llamaré Antonio para resguardar su anonimato, el que me dio algo de luz. Antonio, de 48 años, quien hace apenas ocho invirtió sus ahorros en la compra de una criptomoneda que entonces le costó 40 000 dólares y hoy tiene un valor superior a los 108 000 dólares, me indicó, tan seguro de sí mismo como que mañana también saldrá el sol por la mañana, que dependiendo del día, del humor del oferente, casi que hasta del clima, cualquiera con mil pesos en efectivo o con tarjeta de banco se puede presentar a su tienda de conveniencia más cercana, Oxxo o 7-Eleven, y comprar, con esa cantidad, el equivalente al .0000001 del valor de una criptomoneda. Así, sin mediación ni asesoría financiera: soy un cliente de Oxxo urgido de comprar una bolsa de cacahuates, lo que cuesten, más mil pesos de criptomonedas, y ya soy un inversionista en el mercado global financiero más dinámico, sin regulaciones ni dolorosas comisiones o pago de impuestos sobre cada centavo que ganaré transaccionando criptomonedas alrededor del mundo.

Antonio fue la única persona que —además de ofrecerme un interesante cúmulo de información acerca del mercado omnipresente, hiperglobal, ciertamente opaco y a la vez plantado al descubierto, a los cuatro vientos, de las criptomonedas— igualmente me informó, en el slang propio de esa comunidad global que, quien sea tenedor de 100 o más criptomonedas se le llama “ballena”: una variante del latín balaena, y esta, a su vez proveniente del griego phállaina, pero que en cualquier caso no puede dejar de remitir a la gran ballena blanca: Moby Dick, esa evasiva bestia de los mares que provocaba terribles obsesiones y sudores a Ahab, el obcecado y vengativo capitán del ballenero Pequod; mientras que en el joven Ismael, fatigado narrador de la novela de Herman Melville, la simple llegada de la temporada de pesca, es decir el otoño, le provocaba el tipo de convulsiones internas con las que ahora deben soñar, o alucinar, las otras “ballenas”, los amos y señores de las criptomonedas:

Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero de los transeúntes, entonces, entiendo que es hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco.

Para las “ballenas” de las criptomonedas y sus crías, que bien podrían llamárseles sus “ballenatos”, los meses comprendidos entre enero y mayo de 2025 del hemisferio austral han sido un largo y traumático otoño. En esencia, no hay mar lo suficientemente profundo, ni oleajes tan altos tras los cuales puedan ocultarse los cachalotes henchidos de riqueza, los nuevos Masters of the Universe, les llamaría ahora el célebre novelista y emblema del Nuevo Periodismo, Tom Wolfe.

Dedos

En el cuidado y escrupuloso método de las cruentas prácticas de negociación, que parecen incluir invariablemente la amputación de los dedos de las manos ―al menos hasta ahora: falta ver qué sigue―, por parte de las bandas criminales que operan en Francia, los ultrarricos y su descendencia cargan con el peso de sus fortunas intangibles, virtuales, que se hallan y no se hallan en ninguna parte y por lo tanto tampoco pueden ser enterradas en la montaña ni ser puestas a resguardo en las impenetrables bóvedas de los bancos. Esto hace pensar en el tipo de persecución de la que están siendo objeto las ballenas y sus ballenatos. Las bandas que van tras sus criptofortunas a cualquier precio no están precisamente padeciendo el frío de las descomunales olas verdes del Atlántico y levantan su furia no lejos de las costas de Maine, Massachussets, Rhode Island o Connecticut, sino que más bien se hallan en una inaudita y aterradora hoguera de las vanidades ―para hacer referencia a la novela ya clásica de Tom Wolfe.

A inicios del pasado mes de enero, apenas comenzando el 2025, Monsieur David Balland, uno de los socios principales y fundador de Ledger, una exitosa plataforma de trading de criptoactivos, fue secuestrado junto con su esposa en su propia casa, ubicada en la coqueta commune de Méreau, ubicada en la región central de Francia, Val de Loire. Allí es sin duda un atractivo y placentero lugar para vivir entre antiguos domaines vinícolas, equipado con restaurantes de primera y senderos para tomar apacibles caminatas y mantener el caos de París lo suficientemente lejos: 221 kilómetros al sur, el sitio ideal para llevar una vida tranquila entre menos de 2 500 habitantes.

Los secuestradores, siguiendo una estrategia que creyeron los protegería y haría más eficaz el levantamiento de Balland y su esposa, los encerraron en localidades distantes entre sí. Sin perder demasiado el tiempo, a Ballard le cercenaron un dedo, acto que fue grabado en video y enviado a su socio más cercano en Ledger, exigiéndole como recompensa el pago de 10 millones de euros.

Llegado este punto, la evolución del caso y de la actuación de la policía francesa se torna gris. Veinticuatro horas después del rapto, David Balland fue rescatado, con un dedo menos, en una operación policiaca que tuvo lugar en una casa de seguridad localizada en Essonne, un anodino suburbio industrial y habitacional ubicado a 20 kilómetros al sur de París, en la cual fueron detenidas nueve personas. Por su parte, el socio de Balland, a quien le había sido enviado el video que registraba la amputación de uno de los dedos de su principal socio, apareció atado de pies y manos en la cajuela de un automóvil en una calle de París: sin dedos faltantes, pero con los nervios notoriamente destrozados.

Otro de los primeros casos conocidos en el exclusivo circuito de los traders y dueños de plataformas de criptomonedas ocurrió a principios del mes de mayo. Un hombre bien vestido, de 60 años, en realidad una ballena, se paseaba con toda calma en una calle cercana al bulevar Montparnasse, en pleno XIV Arrondissement, a plena luz de las diez de la mañana, cuando cuatro sujetos que portaban el obligado pasamontañas de secuestrador lo subieron a una típica y anodina camioneta de reparto. Los familiares, es decir los ballenatos, fueron prontamente contactados para pedir un rescate de siete millones de euros a cambio de mantener con vida y en el agua a la ballena.

Ante un acto criminal inaudito en la ciudad de París, la familia buscó el apoyo de la Gendarmería Nacional, una de cuyas fuerzas de élite entrenadas en el manejo de crisis, incluido el secuestro, movió sus fichas con la suficiente celeridad y, dos días después, en una operación rápida y eficaz, el grupo de policías ubicó la casa de seguridad donde se hallaba el empresario cautivo, de nuevo el suburbio industrial y habitacional, Essonne. Sin demasiadas complicaciones, allanaron y redujeron a cinco mocosos de 20 años en promedio. La ballena seguía viva, pero horas antes le habían mutilado un dedo y amenazado a sus familiares con aplicarse gustosos en sus nueve restantes si no pagaban la suma exigida.

Orejas

Todo esto sucede exactos 45 años después del encuentro, en el campus de la Universidad de Pensilvania, de don Julio Scherer —el tenaz, insobornable, curioso pertinente, abierto a todos los temas y valiente periodista que llegó a alcanzar, avis extra rara en el medio de los diarios y revistas mexicanas, una estatura mitológica— y el premio Nobel de Economía, Lawrence Klein, oriundo de Omaha y cuya infancia, marcada por las carencias y miseria de la Gran Depresión, determinó sus intereses intelectuales y académicos.

Transcurrida otra década pérdida después de la primerísima década pérdida que nos heredó el presidente López Portillo —ese mismo estadista al que en vida era preferible no darle la mano—, la economía mexicana se mantenía sostenida “con alfileres”, según otra célebre frase científica y grata a los oídos, en esta ocasión con el presidente Carlos Salinas de Gortari al frente del gobierno, y proferida por su secretario de Hacienda, también doctor en Economía.

Recuerdo, al igual que todos los miembros de mi generación, que vivimos con suficiente desagrado la segunda de nuestras décadas perdidas, es decir los años noventa del siglo pasado, como un tiempo de violencia de mediana a baja intensidad, padecida sobre todo en la ciudad de México. Cuando en el país todavía se podía viajar por vía terrestre, en dirección norte, sur, este y oeste, sin temor a que un grupo de encapuchados, a bordo de una camioneta con cristales negros y supremamente abastecidos, ya fuese de armas largas, ya de escopetas con el cañón recortado, o con el escabroso y temido “cuerno de chivo”, detuviera a los despreocupados paseantes por las carreteras y caminos de México.

Recuerdo también que, en tiempos cuando cursaba mis estudios universitarios, resultaba exponerse a miles de peligros, uno más estremecedor que el siguiente, salir en busca de fiesta en la macabra noche de la ciudad de México: pararse en un semáforo o cometer la estupidez de detenerse en un cajero automático para sacar algo de efectivo equivalía a convertirse en un blanco fácil, a ser víctima de assalīre, verbo del latín tardío que significa, tal cual, ser atacado, asaltado, de manera repentina y por sorpresa.

El escritor y periodista Sergio González Rodríguez publicó en 2009 El hombre sin cabeza, un excepcional ensayo-crónica que estudia la historia y el rito universales detrás de las decapitaciones, en busca de una explicación que diera cuenta de su popular tropicalización en el México de la primera década del siglo XXI.

Quizá algo similar podría intentarse con la práctica, ahora que ha empezado a ser común entre bandas francesas de secuestradores, de la mutilación de dedos y extremidades. Acaso se halle una larga historia detrás que remita hasta la dinastía Capeto, hacia el año 897 d. C.

Lo cierto es que, si todavía viviera, el profesor y premio Nobel Lawrence Klein tendría poco margen para no responder en sentido afirmativo la pregunta que le planteó en 1980 don Julio Scherer acerca de las posibilidades reales de que los países pobres pudieran alcanzar algún día a los más ricos. Tal vez tomaría el caso particular de Francia: un país con una población superior a los 68 millones de habitantes, cuyo Producto Interno Bruto alcanza los 3.7 trillones de dólares y los 55 400 dólares en términos per cápita, con una inflación reportada al pasado mes de abril de 0.8%, un crecimiento industrial promedio superior al 4.5% y, dato esencial, con casi el 70% del valor del PIB proveniente del sector servicios, que incluye desde luego a las instituciones financieras y de mercadeo, así como los criptoactivos. Lo que ha estado sucediendo en el contexto de las prácticas y patrones en operaciones criminales inusitadas para los estándares de un país a todas luces rico, en específico el secuestro de los magnates de las criptomonedas, el inmediato involucramiento de su primer círculo familiar para exigirles altas sumas de rescate y la mutilación de las falanges como obscena y retorcida referencia a Marshall McLuhan: el dedo de una mano ―cercenado, mutilado, tajado― es el mensaje.

A las cuentas nacionales de México, a su macroeconomía, le llevaría demasiadas décadas perdidas para alcanzar a Francia. Sin embargo, en lo referente a secuestros, demandas de rescate con un dedo envuelto en un clínex como mensaje para que los familiares entiendan que la cosa va en serio, México ha estado a la vanguardia, como en Francia lo estuvieron en su tiempo el dadaísmo, el ultraísmo, el surrealismo, el situacionismo, el happening, el arte cinético, la nouvelle vague en cine y literatura…

La conexión francesa: Daniel Arizmendi

Se desconoce con precisión el momento en que Daniel Arizmendi, nacido en 1958, en la meca del delito anexa a la capital del país, Ciudad Nezahualcóyotl. Es presumible que no haya sido un buen estudiante, cursó apenas el primer nivel de escuela secundaria, y hay antecedentes que apuntan a que su primer robo de automóvil lo perpetró a la tierna edad de 16 años. Se casó en 1977, apenas dos años después. No tardaron en nacer Danielito y Sandrita, poco tiempo después de que Daniel se iniciara y trabajara a tiempo completo en uno de los delitos más populares de la segunda década pérdida de nuestra era: el robo de autos, con y sin uso de violencia física.

Integrado a la policía antes de concluir el periodo presidencial de López Portillo, Daniel Arizmendi, un visionario al que hoy llamaríamos un “joven emprendedor”, tuvo la innovadora idea de hacer de su trabajo policial y criminal una sagaz y lucrativa joint venture. Las cosas, tratándose de robo de automóviles, no podían ir más que sobre ruedas.

Separado de la corporación policiaca, Daniel Arizmendi vio una vez más la luz, supongo que negra y abismal como el cosmos, y decidió que lo siguiente era enfocarse en un único negocio y evitar así lo que los economistas llaman externalidades: eso, lo que sea, que aparece cuando dos negocios operan en paralelo, dependientes entre ellos, y terminan afectándose uno al otro. Además de esta probable y súbita iluminación del expolicía, a Arizmendi, creyente como el 85% de los mexicanos, quizá también le fue revelado el sentido profundo de preservar la unión familiar, según prescriben las Escrituras (Colosenses 3:14-15), toda vez que el todopoderoso hace un llamado a los miembros del hogar a formar “un solo cuerpo”.

Tan pronto comenzó el año 1995, Daniel Arizmendi jubiló al total de su banda del robo de automóviles: a su hermano Aurelio, a Joaquín Parra Zúñiga y al hermano de este, Raciel, mejor conocido como “Rachi”, y a los hermanos de apellido Paz Villegas, con objeto de cambiar de giro comercial hacia el secuestro de personas ricas, o medio ricas, o al menos con suficientes recursos para comenzar a levantar el negocio. Aurelio se mudó a la nueva empresa.

Su primera víctima fue no precisamente el empresario más acaudalado del país, sino el modesto dueño de una gasolinera, levantado el 11 de junio de 1995 y conducido hasta una casa de seguridad no lejana de la autopista México-Puebla. Lo desnudaron, lo ataron, le vendaron los ojos y lo privaron de agua y alimentos. El monto original del rescate era de un millón de pesos, de los cuales Arizmendi, todavía verde, tuvo que resignarse a recibir solamente 350 000 pesos en pago.

Varios intentos fallidos y reducciones a la baja en la suma exigida para los rescates, llevaron a Daniel Arizmendi a la espeluznante conclusión de que si en verdad había futuro en el negocio del secuestro, habría que tomar medidas más extremas.

Así fue en el séptimo secuestro perpetrado por la banda de Daniel Arizmendi contra Leobardo Pineda, dueño de un conjunto de bodegas, ocurrido el día 7 de septiembre de 1995. La esposa de don Leobardo estaba segura de que se abriría una negociación en términos a su favor. Y así pasaron dos meses, hasta que advino el nacimiento del más conocido y temido secuestrador de México, el Mochaorejas: impaciente, exasperado, Daniel Arizmendi tomó unas tijeras para cortar pollo y le cortó, así, sin más, ambas orejas a Leobardo Pineda, las cuales fueron oportunamente remitidas a la esposa, hasta entonces reticente, y quien no dudó en pagar al instante el monto original del rescate.

El año de 1996 fue especialmente lucrativo para el Mochaorejas. En ese periodo, la banda de secuestradores logró el plagio de más de 10 víctimas: nada de molestias como vérselas con los familiares de la víctima y escuchar sus ruegos de negociar a la baja.

En 1997, la banda liderada por el ultraconocido Mochaorejas, quien para esos años había alcanzado ya el rango de un rockstar del crimen, decidió secuestrar al hijo de un empresario exportador de plátanos a Estados Unidos y, cómo tenía que ser, dueño de múltiples bodegas para usos varios.

El joven Raúl Nava Ricaño fue secuestrado y llevado a una casa de seguridad del Mochaorejas en San Juan de Aragón, un ejemplo típico de falta de planificación urbana ubicado al noreste de la ciudad de México. A Raúl papá se le informó que el rescate por Raúl júnior se había fijado en tres millones de pesos; sin embargo, para que el mensaje se entendiera de manera cabal, Arizmendi se sacó del cinto las tijeras polleras y sin siquiera parpadear le amputó ambas orejas al joven secuestrado, las cuales hizo llegar a su padre. Aterrado y sin saber qué otra parte del cuerpo de su hijo sería la siguiente en aparecer al pie de su puerta, contactó a la policía buscando auxilio. Daniel Arizmendi mantenía contactos de sus años como miembro de la policía. El aviso de desesperación del padre le rebotó pronto al Mochaorejas y a los 11 días de transcurrido el secuestro, el propio Arizmendi asesinó al joven Raúl Nava. Su cuerpo nunca fue encontrado.

Es posible colegir que este inesperado revés en el negocio del Mochaorejas lo llevaría a intensificar su fijación con las bodegas, pues entre sus siguientes víctimas estuvieron el dueño de la cadena de vinaterías La Europea, así como el propietario de una cadena aún más grande, Pinturas La Comex.

Durante los años que operó la banda criminal del Mochaorejas, es difícil, si no es que imposible, conocer con exactitud el número de casos de secuestros y de víctimas mutiladas, evidentemente por el temor a la denuncia. Sin embargo, al menos se le imputan no menos de 200 secuestros, entre ellos el del padre del talentosísimo y multipremiado cineasta Guillermo del Toro, desde entonces residente en la ciudad de Los Ángeles.

Alcohol, cocaína, anfetaminas, el secuestro y la mutilación de las orejas de sus víctimas: los cinco vicios, las cinco compulsiones de Daniel Arizmendi. En una entrevista que el arrojado periodista Humberto Padgett le hizo en 2014, a la manera de Hannibal Lecter a la hora de comentar sus elaboradas recetas de sesos humanos y trufas blancas de Alba, meticulosamente preparadas à la casserole, el Mochaorejas no pestañeó al decirlo con todas sus letras, palabra por palabra: “Secuestrar era como una droga”.

En un reportaje aparecido en la revista Proceso en 1998, el Mochaorejas fue un poco más explícito frente a Carlos Monsiváis: “Yo creo ―se explayó con más libertad Arizmendi en esa ocasión― que si volviera a empezar de nuevo, aunque tuviera cien millones de dólares, lo volvería a hacer. Ya lo he dicho, secuestrar era para mí como una droga, como un vicio. Era la excitación de saber que te la estabas jugando, que te podrían matar. Era como adivinar: ahora le corto una oreja a este cuate y ya va a pagar”.

A partir del 17 de agosto de 1998, Daniel Arizmendi no volvió a desenfundar nunca más sus preciadas tijeras polleras. En un operativo en el que participaron la policía judicial y miembros del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen). La leyenda dice que también aportaron información como delatores su esposa, uno de sus hijos y un par de cómplices, detenidos con anterioridad. El Mochaorejas fue detenido y sentenciado, en 2003, a 389 años de cárcel ―si bien en México la pena máxima es de 60 años de encierro.

Sin falanges no hay criptomonedas ni cómo defenderlas

El último intento de secuestro en las calles de París del que se tiene noticia ocurrió el pasado 14 de mayo en el XI Arrondissement. Según se observa en el video que una vecina logró registrar, fue el fallido intento de tres encapuchados que pretendían meter por la fuerza en una furgoneta a la hija del dueño de una compañía dedicada al comercio de criptomonedas. La mujer, de 34 años, llevaba a su pequeño hijo de dos años en una carriola cuando en la calle Pache la furgoneta, después reportada como robada, avanzó para cometer el secuestro. En una escena de película, la madre del niño logró arrebatarle la pistola a uno de los atacantes, al tiempo que su pareja, a su vez nieto del CEO de otra empresa dedicada al comercio de criptomonedas, encaró a los atacantes, todo ello ante la vista de los vecinos y transeúntes, lo cual resultó en la fuga de los secuestradores a bordo del mismo vehículo.

En su reveladora historia del presente, El mundo entonces (2023), narrada por una historiadora del siglo XXII, Martín Caparrós propone, en buena medida, un futuro que ya ocurrió, una especie de prior apocalipsis en el cual “el poder del mercado y la democracia de delegación había sido reemplazado por el orden del estado y la autoridad del partido hegemónico. Ya sabemos cuáles fueron las extrañas disyuntivas”.

Entre las más notorias, continúa su relato la historiadora del apocalipsis que no acaba de caernos encima, pero ya casi:

Aparecían otros intentos de desligar el dinero del control ―siquiera nominal― de los estados. El más difundido fue un instrumento que se llamó, en un primer momento, ‘criptomoneda’, donde cripto, por supuesto, significaba ‘escondido’ o ‘secreto’. La primera lanzada en 2008 fue el ‘bitcoin’ […] el ‘bitcoin’ era una ‘moneda’ cuyo valor vendría de su escasez: los sistemas de control compartido aseguraban que solo se crearía una cantidad definida, 21 millones de unidades. En su creación y manejo los usuarios intervenían como iguales: las regulaciones verticales del estado o los grandes bancos eran reemplazadas por esa red horizontal de personas que no se conocían, pero confiaban en que su cantidad ―y las tecnologías que usaban― certificara los registros y los intercambios […] Así que las criptomonedas fueron al mismo tiempo una forma de salir del sistema y de seguir sus principios más extremos: recurso de tesorización secreta, números sin soporte material, quintaesencia de la especulación.

Conversé con el ejecutivo de un banco español encargado del manejo de instrumentos financieros que, a diferencia de los conocidos y populares fondos de inversión para el ahorro y el retiro a tasas preferenciales, son absolutos killers disponibles solo para quien puede pagarlos, pues buscan ir más allá de la especulación: desvalijar economías enteras apostando en su contra, contra su mercado bursátil, contra su moneda, contra sus predicciones de crecimiento. Se trata de auténticos dispositivos financieros para hacer la guerra. No me extrañó que lo primero que me mencionara para cuestionar y comparar la solidez, en términos de la confianza que ofrecen ―más preciso sería decir que venden― los grandes bancos internacionales, fue el caso del joven desgreñado de 32 años, Sam Bankman-Fried, condenado a 25 años de cárcel por estafar a sus clientes del fondo que creó para el manejo de criptomonedas (FTX) un fraude por un valor de 8 000 millones de dólares, salidos directo de las cuentas de sus clientes.

Al preguntarle cómo había sido posible que sobreviviera el mercado de criptoactivos luego del episodio de Bankman-Fried, el ejecutivo, alto funcionario de un poderoso banco español con presencia global, no le quedó otra más que recurrir al argumento de Caparrós en El mundo entonces, sin siquiera conocer el libro de Martín: el mercado sobrevivió por la tecnología digital y los sistemas informáticos de control que comparten todos los tenedores de criptomonedas, desde los minúsculos hasta las “ballenas”, y que en la jerga de los criptoinversionistas se le denomina blockchain (la garantía, póliza intangible, de que la cosa no terminará, pase lo que pase, por irse al garete). El blockchain no solo evita la falsificación de criptomonedas, sino que impide lo que tradicionalmente haría un gobierno y su banco central: recurrir al rescate financiero a costa de las costillas de quienes todavía no han siquiera nacido. Esta fue precisamente la operación que se vieron obligados a organizar el presidente George W. Bush y su secretario del Tesoro, Hank Paulson, para rescatar del fuego el sistema financiero de Estados Unidos y del planeta, bajo el controvertido programa TARP, por sus siglas en inglés, el llamado Programa de Alivio de Activos en Problemas, que se estableció con la Ley de Estabilización Económica de Urgencia de 2008.

Algo no muy distinto y, afortunadamente, expresado en términos alejados de los tecnicismos del mundo de las finanzas y la banca, me confirmaron los júniores partners de Pictet al cuestionarlos acerca de los factores tecnológicos e informáticos —sectores en constante innovación—, que jugaron o no un papel más bien secular en ese milagro en el que se resucitó —para efectos prácticos— a un muerto.

La respuesta que obtuve fue contundente: “Esto es único en la historia, en el desarrollo de tecnología digital nunca se pierde, eso es imposible”.

De hecho, confirma lo que profesa todo mundo respecto a la indestructibilidad del mercado de los criptoactivos, como el inventor de la criptomoneda y del blockchain, el japonés Satoshim Nakamoto; por supuesto que Martín Caparrós; varios de los miembros del Blockchain Council: Avi Felman, Michael Novogratz; los gemelos Cameron y Tyler Winklevoss; Changpeng Zhao, quien prácticamente le regaló 500 millones de dólares a Elon Musk para la compra de Twitter; el reticente alto ejecutivo de un banco español con quien me entrevisté, y no se diga los dos jóvenes socios de Pictet. Estos últimos, obligados a jugar en ambas canchas por la distribución de su cartera de clientes, bancos e inversionistas tradicionales y criptotalibanes, me revelan un dato que ignoro. Y quién podría saberlo a estas alturas del cambio civilizatorio al que nos ha llevado el uso cotidiano de las tecnologías digitales hasta para resolver los asuntos más insignificantes:

La creación de valor económico de la criptomoneda proviene de un sistema de sistemas, de juntar una pila de programas informáticos con otros, de desarrollar otros programas para proteger y defender la confiabilidad de la criptomoneda proveniente de cualquier tipo de ataque: imagínate a un soldado, igualmente creado por la tecnología digital, con armas y capacidades de destrucción modificables en segundos para adaptarse y responder a una diversidad de agente o agentes hostiles.

Y tienen razón: si en algo destaca la especie humana es en la creación de ejércitos cada vez más poderosos y armas más letales. Debido a las demenciales expectativas lucrativas que presentan en un futuro inmediato, no más de un lustro, los criptomercados se han convertido en un atractivo y rentable campo de guerra: otro más.

Pienso entonces en Washington, D. C. Y recuerdo también que incluso la mayor potencia militar que jamás haya existido en la historia de la humanidad tiene un cenotafio en honor al Soldado Desconocido, una estructura cuadrada, de estilo neoclásico y recubierta del mármol más cuidado, spotless, que he visto en mi vida, ubicado justo en el centro del cementerio de Arlington, donde yacen los restos de más de 400 000 mil soldados de los que, sospecho ―las generaciones pasan―, nadie recuerda.

De igual manera, en la prensa francesa e internacional los criptosecuestros parisinos han sido borrados del mapa. No es extraño: la Unión Europea está atareada en contener la guerra de Putin contra Ucrania, a la vez que, paralelamente, intenta por todos los medios ―incluidos la ignominia y humillación autoinfligidas― convencer al señor Trump de hacer algo, de intervenir para detener la carnicería.

Otro factor que suma es la crisis constante del gobierno de Macron. Su más reciente manifestación fue nombrar al ministro de la Defensa, Sébastien Lecornu, como primer ministro, luego de la defenestración de François Bayrou, víctima del voto de desconfianza de la Asamblea Nacional. Lecornu no solo es el único ministro que ha permanecido como tal desde la elección de Macron en 2017, sino que además es considerado de línea dura, al grado tal que su misión, hasta ahora, ha sido contener, si ello es concebible en las calles de París, a más de medio millón de personas según el sindicato Confederación General del Trabajo (CGT), no sin antes haber asegurado el aumento del gasto en defensa por un monto de hasta 6 500 millones de euros en los próximos dos años.

Los vaivenes del presidente Trump respecto a Estados Unidos en el tema de los criptoactivos se han resuelto de manera definitiva ―si es que ello es posible en la administración más descolocada en la historia de la gran potencia americana― con el establecimiento de un Grupo de Trabajo en la Casa Blanca, anunciado el 1º. de octubre, el cual por supuesto no hace mención alguna de las millonadas que se están embolsando los descendientes de Trump: el neurasténico Donald júnior y el celebérrimo hijo tonto que recoge lo que puede, en este caso billones de dólares, Eric Trump.

Lo cierto es que en una era cuando la política y las finanzas internacionales son un arte digital mayor —la misma que Martín Caparrós entrevió sería la quintaesencia de la especulación— a quién le importa un bledo enterarse si a esa “ballena” o bien a aquel “ballenato” les siguen cercenando los dedos.

El efecto final es que, como por un truco de magia, han quedado borrados, obliterados, del mapa informativo.

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[*] “El nobel Lawrence Klein: a la vista, la petrolización de México”, revista Proceso, 10 de noviembre de 1980.

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Criptosecuestros en París con terror a la mexicana

Criptosecuestros en París con terror a la mexicana

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2025
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Debido a las demenciales expectativas lucrativas que presentan en un futuro inmediato, es sabido que los criptomercados se han convertido en un atractivo y rentable campo de guerra y extorsión internacional. Lo no tan sabido es la forma violenta y callejera en que la amenaza se expresó en París y algunas otras localidades de Francia, Bélgica y quizás España, a inicios de año. Aquí, la alucinante crónica.

Para Alfonso Armada, en Madrid

 

Donde se propone que los países pobres pueden ser ejemplo para los ricos

El 10 de noviembre de 1980, hacia las nueve de la mañana, mientras el otoño iba en franca salida de la ciudad de Filadelfia, Julio Scherer, director de Proceso y eterno reportero, entraba al campus de la Universidad de Pensilvania en busca del cubículo del profesor Lawrence Klein, quien entonces había obtenido apenas un mes antes el premio Nobel de Economía “por la creación de modelos econométricos y su aplicación al análisis de las fluctuaciones económicas y políticas económicas” ―explicaba el comunicado de la Academia Sueca.

Entre las 9:15 y las 10:30 de aquel día de noviembre, presumiblemente frío y de cielos grises, tuvo lugar la primera parte de la conversación de ese día entre Klein y Scherer[*], poco más de una hora durante la cual no faltaron las cervezas ni los sándwiches; tampoco las sugerencias de un economista versado ―y premiado por ello con el Nobel―  en la construcción de herramientas macroeconómicas y estadísticas capaces de ofrecer, más que un mero pronóstico, una auténtica prognosis tanto del proceso de fluctuaciones importantes en los negocios como de los efectos y medidas económico-políticas asociadas a dichas variaciones; así por ejemplo, una sugestión por parte del profesor Klein, quien se había doctorado en 1944 en el MIT, y que le presentó a Julio Scherer de manera casual y al mismo tiempo casi con un serio tono prescriptivo: “México debería asomarse al modelo de Noruega”.

Eran los años de gloria en que, gracias al descubrimiento de nuevos yacimientos de petróleo en México (Cantarell, en las costas de Campeche; Chicontepec, en el estado de Veracruz, y Bermúdez, en Tabasco) los mexicanos se vieron obligados a dejar de sufrir “carencias ancestrales”, según el celebérrimo apotegma del entonces presidente José López Portillo, y aprender “a administrar la abundancia”. Los mexicanos, o al menos unos cuantos, en efecto gozaron de la súbita fortuna que trajo consigo el oro negro, pero nadie, quiero decir: nadie, se presentó al salón de clase de la riqueza. De tal modo aquella promesa de eterna bonanza terminó —tenía que ser—, en un rotundo fracaso, y el presidente de múltiples talentos, orador, histrión y lector de Hegel, de pie ante el Congreso y la nación entera, lloriqueó abatido —el hombre de Estado convertido en un guiñapo—, lamentándose en cadena nacional del “saqueo” que su gobierno se había infligido a sí mismo.

Sobra decir que cuando López Portillo dejó la presidencia el 1º. de diciembre de 1982, el político hegeliano entregó la banda tricolor a su sucesor y se despidió con otra de sus ocurrentes frases de alta filosofía: “Tan pronto le di la mano, me dije: a éste ya me lo chingué”. Así, con semejantes y caballerosas maneras, a México no solo se le complicó echarle el vistazo a Noruega sugerido por el premio Nobel de Economía del año 1980, sino que terminó entrando de lleno a una singular forma de extravío colectivo, lo que los economistas no tardaron en llamar “la década perdida”, que en la realidad de la vida cotidiana fueron y se sintieron como más de dos.

Sin embargo, con petróleo, crudo, refinado, bueno o malo, bien o mal administrado, en ocasiones los papeles de las economías y las sociedades se invierten de maneras sorprendentes e inauditas. De ello tuvo un atisbo Julio Scherer cuando, en la sesión de la tarde para continuar su entrevista con el premio Nobel de Economía, Lawrence Klein, le soltó al profesor de la Universidad de Pensilvania una pregunta que logró romper las barreras del tiempo, de las “décadas perdidas” que nadie se toma más la molestia de contar y que al día de hoy, en pleno siglo XXI, la cuestión planteada por don Julio resulta más que vigente, aunque por razones de orden casi mágico y cósmico, pues la interrogante no solo siguió flotando en el espacio interestelar, sino que hace poco descendió en plena Francia y más de un francés la respondió con un afligido y afirmativo mais oui, Monsieur Scherer, pourquoi pas?: “¿Cree usted que los países subdesarrollados alcanzarán algún día a los desarrollados?”.

Y ocurrió: los países pobres alcanzaron, a su singular manera, a los países ricos.

Cuarenta y cinco años más tarde, pero ocurrió, y no me refiero a la migración Sur-Norte, de la cual dependen —no se necesita para saberlo doctorado alguno— las economías más avanzadas, por factores obvios: una mano de obra barata que permite ofrecer productos a precios por debajo de su costo real, así como el efecto multiplicador del consumo y del ahorro interno provocados por los migrantes en las economías que los emplean, etcétera.

No estoy hablando, precisamente, de desarrollo económico, tecnológico, número de universidades y demás. Nada de eso. De hecho, el “alcance” al que se refería don Julio Scherer ha llegado por canales poco usuales, por decir lo menos, y ha ocurrido en París y algunas otras localidades de Francia y Bélgica, al parecer también en España.

Las ballenas y los fantasmas visibles en el reino del anonimato

Desde principios de enero de 2025, comenzaron difundirse de manera casi histérica entre los fondos y casas que comercian con criptomonedas en París el auge de extorsiones, amenazas e incluso agresiones físicas bastante serias contra ricos empresarios cuya fortuna proviene, principalmente, del mercadeo global de criptomonedas, un punto importante que bien merecería un intento de explicación: salvo rarísimas excepciones, los medios de comunicación europeos apenas cubrieron la nota con el suficiente grado de detalle, en contraste con la National Public Radio (NPR), de este lado del Atlántico, cuyas estaciones de radio y páginas digitales dedicaron al tema un par de excelentes reportajes. Dicho sea de paso: esto ocurrió semanas antes de que Donald Trump y sus secuaces en el Congreso lograran obliterar el subsidio gubernamental de la Public Broadcasting Corporation, de la cual dependen más de mil estaciones locales de la NPR.

Para conocer más del asunto, busqué entrada con un alto ejecutivo del banco más grande y con los mayores activos de España, con presencia en más 10 mercados, distintos entre sí y cada uno con complejidades ―por llamarlas de alguna manera― en extremo diversas. Contacté también a un par de socios de una consultora en finanzas personales y empresariales asociada al mismo banco español, llamada Pictet, anclados en Madrid y Barcelona y con presencia en 31 centros financieros de todo el mundo, además de 40 años de sólida experiencia ―cero quimeras de marketing ni engañifas para captar nuevas carteras.

Y, sin embargo, fue un inversionista mexicano, de perfil mediano, experto en comunicación política, alejado del mundo de las finanzas en términos profesionales, a quien llamaré Antonio para resguardar su anonimato, el que me dio algo de luz. Antonio, de 48 años, quien hace apenas ocho invirtió sus ahorros en la compra de una criptomoneda que entonces le costó 40 000 dólares y hoy tiene un valor superior a los 108 000 dólares, me indicó, tan seguro de sí mismo como que mañana también saldrá el sol por la mañana, que dependiendo del día, del humor del oferente, casi que hasta del clima, cualquiera con mil pesos en efectivo o con tarjeta de banco se puede presentar a su tienda de conveniencia más cercana, Oxxo o 7-Eleven, y comprar, con esa cantidad, el equivalente al .0000001 del valor de una criptomoneda. Así, sin mediación ni asesoría financiera: soy un cliente de Oxxo urgido de comprar una bolsa de cacahuates, lo que cuesten, más mil pesos de criptomonedas, y ya soy un inversionista en el mercado global financiero más dinámico, sin regulaciones ni dolorosas comisiones o pago de impuestos sobre cada centavo que ganaré transaccionando criptomonedas alrededor del mundo.

Antonio fue la única persona que —además de ofrecerme un interesante cúmulo de información acerca del mercado omnipresente, hiperglobal, ciertamente opaco y a la vez plantado al descubierto, a los cuatro vientos, de las criptomonedas— igualmente me informó, en el slang propio de esa comunidad global que, quien sea tenedor de 100 o más criptomonedas se le llama “ballena”: una variante del latín balaena, y esta, a su vez proveniente del griego phállaina, pero que en cualquier caso no puede dejar de remitir a la gran ballena blanca: Moby Dick, esa evasiva bestia de los mares que provocaba terribles obsesiones y sudores a Ahab, el obcecado y vengativo capitán del ballenero Pequod; mientras que en el joven Ismael, fatigado narrador de la novela de Herman Melville, la simple llegada de la temporada de pesca, es decir el otoño, le provocaba el tipo de convulsiones internas con las que ahora deben soñar, o alucinar, las otras “ballenas”, los amos y señores de las criptomonedas:

Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero de los transeúntes, entonces, entiendo que es hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco.

Para las “ballenas” de las criptomonedas y sus crías, que bien podrían llamárseles sus “ballenatos”, los meses comprendidos entre enero y mayo de 2025 del hemisferio austral han sido un largo y traumático otoño. En esencia, no hay mar lo suficientemente profundo, ni oleajes tan altos tras los cuales puedan ocultarse los cachalotes henchidos de riqueza, los nuevos Masters of the Universe, les llamaría ahora el célebre novelista y emblema del Nuevo Periodismo, Tom Wolfe.

Dedos

En el cuidado y escrupuloso método de las cruentas prácticas de negociación, que parecen incluir invariablemente la amputación de los dedos de las manos ―al menos hasta ahora: falta ver qué sigue―, por parte de las bandas criminales que operan en Francia, los ultrarricos y su descendencia cargan con el peso de sus fortunas intangibles, virtuales, que se hallan y no se hallan en ninguna parte y por lo tanto tampoco pueden ser enterradas en la montaña ni ser puestas a resguardo en las impenetrables bóvedas de los bancos. Esto hace pensar en el tipo de persecución de la que están siendo objeto las ballenas y sus ballenatos. Las bandas que van tras sus criptofortunas a cualquier precio no están precisamente padeciendo el frío de las descomunales olas verdes del Atlántico y levantan su furia no lejos de las costas de Maine, Massachussets, Rhode Island o Connecticut, sino que más bien se hallan en una inaudita y aterradora hoguera de las vanidades ―para hacer referencia a la novela ya clásica de Tom Wolfe.

A inicios del pasado mes de enero, apenas comenzando el 2025, Monsieur David Balland, uno de los socios principales y fundador de Ledger, una exitosa plataforma de trading de criptoactivos, fue secuestrado junto con su esposa en su propia casa, ubicada en la coqueta commune de Méreau, ubicada en la región central de Francia, Val de Loire. Allí es sin duda un atractivo y placentero lugar para vivir entre antiguos domaines vinícolas, equipado con restaurantes de primera y senderos para tomar apacibles caminatas y mantener el caos de París lo suficientemente lejos: 221 kilómetros al sur, el sitio ideal para llevar una vida tranquila entre menos de 2 500 habitantes.

Los secuestradores, siguiendo una estrategia que creyeron los protegería y haría más eficaz el levantamiento de Balland y su esposa, los encerraron en localidades distantes entre sí. Sin perder demasiado el tiempo, a Ballard le cercenaron un dedo, acto que fue grabado en video y enviado a su socio más cercano en Ledger, exigiéndole como recompensa el pago de 10 millones de euros.

Llegado este punto, la evolución del caso y de la actuación de la policía francesa se torna gris. Veinticuatro horas después del rapto, David Balland fue rescatado, con un dedo menos, en una operación policiaca que tuvo lugar en una casa de seguridad localizada en Essonne, un anodino suburbio industrial y habitacional ubicado a 20 kilómetros al sur de París, en la cual fueron detenidas nueve personas. Por su parte, el socio de Balland, a quien le había sido enviado el video que registraba la amputación de uno de los dedos de su principal socio, apareció atado de pies y manos en la cajuela de un automóvil en una calle de París: sin dedos faltantes, pero con los nervios notoriamente destrozados.

Otro de los primeros casos conocidos en el exclusivo circuito de los traders y dueños de plataformas de criptomonedas ocurrió a principios del mes de mayo. Un hombre bien vestido, de 60 años, en realidad una ballena, se paseaba con toda calma en una calle cercana al bulevar Montparnasse, en pleno XIV Arrondissement, a plena luz de las diez de la mañana, cuando cuatro sujetos que portaban el obligado pasamontañas de secuestrador lo subieron a una típica y anodina camioneta de reparto. Los familiares, es decir los ballenatos, fueron prontamente contactados para pedir un rescate de siete millones de euros a cambio de mantener con vida y en el agua a la ballena.

Ante un acto criminal inaudito en la ciudad de París, la familia buscó el apoyo de la Gendarmería Nacional, una de cuyas fuerzas de élite entrenadas en el manejo de crisis, incluido el secuestro, movió sus fichas con la suficiente celeridad y, dos días después, en una operación rápida y eficaz, el grupo de policías ubicó la casa de seguridad donde se hallaba el empresario cautivo, de nuevo el suburbio industrial y habitacional, Essonne. Sin demasiadas complicaciones, allanaron y redujeron a cinco mocosos de 20 años en promedio. La ballena seguía viva, pero horas antes le habían mutilado un dedo y amenazado a sus familiares con aplicarse gustosos en sus nueve restantes si no pagaban la suma exigida.

Orejas

Todo esto sucede exactos 45 años después del encuentro, en el campus de la Universidad de Pensilvania, de don Julio Scherer —el tenaz, insobornable, curioso pertinente, abierto a todos los temas y valiente periodista que llegó a alcanzar, avis extra rara en el medio de los diarios y revistas mexicanas, una estatura mitológica— y el premio Nobel de Economía, Lawrence Klein, oriundo de Omaha y cuya infancia, marcada por las carencias y miseria de la Gran Depresión, determinó sus intereses intelectuales y académicos.

Transcurrida otra década pérdida después de la primerísima década pérdida que nos heredó el presidente López Portillo —ese mismo estadista al que en vida era preferible no darle la mano—, la economía mexicana se mantenía sostenida “con alfileres”, según otra célebre frase científica y grata a los oídos, en esta ocasión con el presidente Carlos Salinas de Gortari al frente del gobierno, y proferida por su secretario de Hacienda, también doctor en Economía.

Recuerdo, al igual que todos los miembros de mi generación, que vivimos con suficiente desagrado la segunda de nuestras décadas perdidas, es decir los años noventa del siglo pasado, como un tiempo de violencia de mediana a baja intensidad, padecida sobre todo en la ciudad de México. Cuando en el país todavía se podía viajar por vía terrestre, en dirección norte, sur, este y oeste, sin temor a que un grupo de encapuchados, a bordo de una camioneta con cristales negros y supremamente abastecidos, ya fuese de armas largas, ya de escopetas con el cañón recortado, o con el escabroso y temido “cuerno de chivo”, detuviera a los despreocupados paseantes por las carreteras y caminos de México.

Recuerdo también que, en tiempos cuando cursaba mis estudios universitarios, resultaba exponerse a miles de peligros, uno más estremecedor que el siguiente, salir en busca de fiesta en la macabra noche de la ciudad de México: pararse en un semáforo o cometer la estupidez de detenerse en un cajero automático para sacar algo de efectivo equivalía a convertirse en un blanco fácil, a ser víctima de assalīre, verbo del latín tardío que significa, tal cual, ser atacado, asaltado, de manera repentina y por sorpresa.

El escritor y periodista Sergio González Rodríguez publicó en 2009 El hombre sin cabeza, un excepcional ensayo-crónica que estudia la historia y el rito universales detrás de las decapitaciones, en busca de una explicación que diera cuenta de su popular tropicalización en el México de la primera década del siglo XXI.

Quizá algo similar podría intentarse con la práctica, ahora que ha empezado a ser común entre bandas francesas de secuestradores, de la mutilación de dedos y extremidades. Acaso se halle una larga historia detrás que remita hasta la dinastía Capeto, hacia el año 897 d. C.

Lo cierto es que, si todavía viviera, el profesor y premio Nobel Lawrence Klein tendría poco margen para no responder en sentido afirmativo la pregunta que le planteó en 1980 don Julio Scherer acerca de las posibilidades reales de que los países pobres pudieran alcanzar algún día a los más ricos. Tal vez tomaría el caso particular de Francia: un país con una población superior a los 68 millones de habitantes, cuyo Producto Interno Bruto alcanza los 3.7 trillones de dólares y los 55 400 dólares en términos per cápita, con una inflación reportada al pasado mes de abril de 0.8%, un crecimiento industrial promedio superior al 4.5% y, dato esencial, con casi el 70% del valor del PIB proveniente del sector servicios, que incluye desde luego a las instituciones financieras y de mercadeo, así como los criptoactivos. Lo que ha estado sucediendo en el contexto de las prácticas y patrones en operaciones criminales inusitadas para los estándares de un país a todas luces rico, en específico el secuestro de los magnates de las criptomonedas, el inmediato involucramiento de su primer círculo familiar para exigirles altas sumas de rescate y la mutilación de las falanges como obscena y retorcida referencia a Marshall McLuhan: el dedo de una mano ―cercenado, mutilado, tajado― es el mensaje.

A las cuentas nacionales de México, a su macroeconomía, le llevaría demasiadas décadas perdidas para alcanzar a Francia. Sin embargo, en lo referente a secuestros, demandas de rescate con un dedo envuelto en un clínex como mensaje para que los familiares entiendan que la cosa va en serio, México ha estado a la vanguardia, como en Francia lo estuvieron en su tiempo el dadaísmo, el ultraísmo, el surrealismo, el situacionismo, el happening, el arte cinético, la nouvelle vague en cine y literatura…

La conexión francesa: Daniel Arizmendi

Se desconoce con precisión el momento en que Daniel Arizmendi, nacido en 1958, en la meca del delito anexa a la capital del país, Ciudad Nezahualcóyotl. Es presumible que no haya sido un buen estudiante, cursó apenas el primer nivel de escuela secundaria, y hay antecedentes que apuntan a que su primer robo de automóvil lo perpetró a la tierna edad de 16 años. Se casó en 1977, apenas dos años después. No tardaron en nacer Danielito y Sandrita, poco tiempo después de que Daniel se iniciara y trabajara a tiempo completo en uno de los delitos más populares de la segunda década pérdida de nuestra era: el robo de autos, con y sin uso de violencia física.

Integrado a la policía antes de concluir el periodo presidencial de López Portillo, Daniel Arizmendi, un visionario al que hoy llamaríamos un “joven emprendedor”, tuvo la innovadora idea de hacer de su trabajo policial y criminal una sagaz y lucrativa joint venture. Las cosas, tratándose de robo de automóviles, no podían ir más que sobre ruedas.

Separado de la corporación policiaca, Daniel Arizmendi vio una vez más la luz, supongo que negra y abismal como el cosmos, y decidió que lo siguiente era enfocarse en un único negocio y evitar así lo que los economistas llaman externalidades: eso, lo que sea, que aparece cuando dos negocios operan en paralelo, dependientes entre ellos, y terminan afectándose uno al otro. Además de esta probable y súbita iluminación del expolicía, a Arizmendi, creyente como el 85% de los mexicanos, quizá también le fue revelado el sentido profundo de preservar la unión familiar, según prescriben las Escrituras (Colosenses 3:14-15), toda vez que el todopoderoso hace un llamado a los miembros del hogar a formar “un solo cuerpo”.

Tan pronto comenzó el año 1995, Daniel Arizmendi jubiló al total de su banda del robo de automóviles: a su hermano Aurelio, a Joaquín Parra Zúñiga y al hermano de este, Raciel, mejor conocido como “Rachi”, y a los hermanos de apellido Paz Villegas, con objeto de cambiar de giro comercial hacia el secuestro de personas ricas, o medio ricas, o al menos con suficientes recursos para comenzar a levantar el negocio. Aurelio se mudó a la nueva empresa.

Su primera víctima fue no precisamente el empresario más acaudalado del país, sino el modesto dueño de una gasolinera, levantado el 11 de junio de 1995 y conducido hasta una casa de seguridad no lejana de la autopista México-Puebla. Lo desnudaron, lo ataron, le vendaron los ojos y lo privaron de agua y alimentos. El monto original del rescate era de un millón de pesos, de los cuales Arizmendi, todavía verde, tuvo que resignarse a recibir solamente 350 000 pesos en pago.

Varios intentos fallidos y reducciones a la baja en la suma exigida para los rescates, llevaron a Daniel Arizmendi a la espeluznante conclusión de que si en verdad había futuro en el negocio del secuestro, habría que tomar medidas más extremas.

Así fue en el séptimo secuestro perpetrado por la banda de Daniel Arizmendi contra Leobardo Pineda, dueño de un conjunto de bodegas, ocurrido el día 7 de septiembre de 1995. La esposa de don Leobardo estaba segura de que se abriría una negociación en términos a su favor. Y así pasaron dos meses, hasta que advino el nacimiento del más conocido y temido secuestrador de México, el Mochaorejas: impaciente, exasperado, Daniel Arizmendi tomó unas tijeras para cortar pollo y le cortó, así, sin más, ambas orejas a Leobardo Pineda, las cuales fueron oportunamente remitidas a la esposa, hasta entonces reticente, y quien no dudó en pagar al instante el monto original del rescate.

El año de 1996 fue especialmente lucrativo para el Mochaorejas. En ese periodo, la banda de secuestradores logró el plagio de más de 10 víctimas: nada de molestias como vérselas con los familiares de la víctima y escuchar sus ruegos de negociar a la baja.

En 1997, la banda liderada por el ultraconocido Mochaorejas, quien para esos años había alcanzado ya el rango de un rockstar del crimen, decidió secuestrar al hijo de un empresario exportador de plátanos a Estados Unidos y, cómo tenía que ser, dueño de múltiples bodegas para usos varios.

El joven Raúl Nava Ricaño fue secuestrado y llevado a una casa de seguridad del Mochaorejas en San Juan de Aragón, un ejemplo típico de falta de planificación urbana ubicado al noreste de la ciudad de México. A Raúl papá se le informó que el rescate por Raúl júnior se había fijado en tres millones de pesos; sin embargo, para que el mensaje se entendiera de manera cabal, Arizmendi se sacó del cinto las tijeras polleras y sin siquiera parpadear le amputó ambas orejas al joven secuestrado, las cuales hizo llegar a su padre. Aterrado y sin saber qué otra parte del cuerpo de su hijo sería la siguiente en aparecer al pie de su puerta, contactó a la policía buscando auxilio. Daniel Arizmendi mantenía contactos de sus años como miembro de la policía. El aviso de desesperación del padre le rebotó pronto al Mochaorejas y a los 11 días de transcurrido el secuestro, el propio Arizmendi asesinó al joven Raúl Nava. Su cuerpo nunca fue encontrado.

Es posible colegir que este inesperado revés en el negocio del Mochaorejas lo llevaría a intensificar su fijación con las bodegas, pues entre sus siguientes víctimas estuvieron el dueño de la cadena de vinaterías La Europea, así como el propietario de una cadena aún más grande, Pinturas La Comex.

Durante los años que operó la banda criminal del Mochaorejas, es difícil, si no es que imposible, conocer con exactitud el número de casos de secuestros y de víctimas mutiladas, evidentemente por el temor a la denuncia. Sin embargo, al menos se le imputan no menos de 200 secuestros, entre ellos el del padre del talentosísimo y multipremiado cineasta Guillermo del Toro, desde entonces residente en la ciudad de Los Ángeles.

Alcohol, cocaína, anfetaminas, el secuestro y la mutilación de las orejas de sus víctimas: los cinco vicios, las cinco compulsiones de Daniel Arizmendi. En una entrevista que el arrojado periodista Humberto Padgett le hizo en 2014, a la manera de Hannibal Lecter a la hora de comentar sus elaboradas recetas de sesos humanos y trufas blancas de Alba, meticulosamente preparadas à la casserole, el Mochaorejas no pestañeó al decirlo con todas sus letras, palabra por palabra: “Secuestrar era como una droga”.

En un reportaje aparecido en la revista Proceso en 1998, el Mochaorejas fue un poco más explícito frente a Carlos Monsiváis: “Yo creo ―se explayó con más libertad Arizmendi en esa ocasión― que si volviera a empezar de nuevo, aunque tuviera cien millones de dólares, lo volvería a hacer. Ya lo he dicho, secuestrar era para mí como una droga, como un vicio. Era la excitación de saber que te la estabas jugando, que te podrían matar. Era como adivinar: ahora le corto una oreja a este cuate y ya va a pagar”.

A partir del 17 de agosto de 1998, Daniel Arizmendi no volvió a desenfundar nunca más sus preciadas tijeras polleras. En un operativo en el que participaron la policía judicial y miembros del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen). La leyenda dice que también aportaron información como delatores su esposa, uno de sus hijos y un par de cómplices, detenidos con anterioridad. El Mochaorejas fue detenido y sentenciado, en 2003, a 389 años de cárcel ―si bien en México la pena máxima es de 60 años de encierro.

Sin falanges no hay criptomonedas ni cómo defenderlas

El último intento de secuestro en las calles de París del que se tiene noticia ocurrió el pasado 14 de mayo en el XI Arrondissement. Según se observa en el video que una vecina logró registrar, fue el fallido intento de tres encapuchados que pretendían meter por la fuerza en una furgoneta a la hija del dueño de una compañía dedicada al comercio de criptomonedas. La mujer, de 34 años, llevaba a su pequeño hijo de dos años en una carriola cuando en la calle Pache la furgoneta, después reportada como robada, avanzó para cometer el secuestro. En una escena de película, la madre del niño logró arrebatarle la pistola a uno de los atacantes, al tiempo que su pareja, a su vez nieto del CEO de otra empresa dedicada al comercio de criptomonedas, encaró a los atacantes, todo ello ante la vista de los vecinos y transeúntes, lo cual resultó en la fuga de los secuestradores a bordo del mismo vehículo.

En su reveladora historia del presente, El mundo entonces (2023), narrada por una historiadora del siglo XXII, Martín Caparrós propone, en buena medida, un futuro que ya ocurrió, una especie de prior apocalipsis en el cual “el poder del mercado y la democracia de delegación había sido reemplazado por el orden del estado y la autoridad del partido hegemónico. Ya sabemos cuáles fueron las extrañas disyuntivas”.

Entre las más notorias, continúa su relato la historiadora del apocalipsis que no acaba de caernos encima, pero ya casi:

Aparecían otros intentos de desligar el dinero del control ―siquiera nominal― de los estados. El más difundido fue un instrumento que se llamó, en un primer momento, ‘criptomoneda’, donde cripto, por supuesto, significaba ‘escondido’ o ‘secreto’. La primera lanzada en 2008 fue el ‘bitcoin’ […] el ‘bitcoin’ era una ‘moneda’ cuyo valor vendría de su escasez: los sistemas de control compartido aseguraban que solo se crearía una cantidad definida, 21 millones de unidades. En su creación y manejo los usuarios intervenían como iguales: las regulaciones verticales del estado o los grandes bancos eran reemplazadas por esa red horizontal de personas que no se conocían, pero confiaban en que su cantidad ―y las tecnologías que usaban― certificara los registros y los intercambios […] Así que las criptomonedas fueron al mismo tiempo una forma de salir del sistema y de seguir sus principios más extremos: recurso de tesorización secreta, números sin soporte material, quintaesencia de la especulación.

Conversé con el ejecutivo de un banco español encargado del manejo de instrumentos financieros que, a diferencia de los conocidos y populares fondos de inversión para el ahorro y el retiro a tasas preferenciales, son absolutos killers disponibles solo para quien puede pagarlos, pues buscan ir más allá de la especulación: desvalijar economías enteras apostando en su contra, contra su mercado bursátil, contra su moneda, contra sus predicciones de crecimiento. Se trata de auténticos dispositivos financieros para hacer la guerra. No me extrañó que lo primero que me mencionara para cuestionar y comparar la solidez, en términos de la confianza que ofrecen ―más preciso sería decir que venden― los grandes bancos internacionales, fue el caso del joven desgreñado de 32 años, Sam Bankman-Fried, condenado a 25 años de cárcel por estafar a sus clientes del fondo que creó para el manejo de criptomonedas (FTX) un fraude por un valor de 8 000 millones de dólares, salidos directo de las cuentas de sus clientes.

Al preguntarle cómo había sido posible que sobreviviera el mercado de criptoactivos luego del episodio de Bankman-Fried, el ejecutivo, alto funcionario de un poderoso banco español con presencia global, no le quedó otra más que recurrir al argumento de Caparrós en El mundo entonces, sin siquiera conocer el libro de Martín: el mercado sobrevivió por la tecnología digital y los sistemas informáticos de control que comparten todos los tenedores de criptomonedas, desde los minúsculos hasta las “ballenas”, y que en la jerga de los criptoinversionistas se le denomina blockchain (la garantía, póliza intangible, de que la cosa no terminará, pase lo que pase, por irse al garete). El blockchain no solo evita la falsificación de criptomonedas, sino que impide lo que tradicionalmente haría un gobierno y su banco central: recurrir al rescate financiero a costa de las costillas de quienes todavía no han siquiera nacido. Esta fue precisamente la operación que se vieron obligados a organizar el presidente George W. Bush y su secretario del Tesoro, Hank Paulson, para rescatar del fuego el sistema financiero de Estados Unidos y del planeta, bajo el controvertido programa TARP, por sus siglas en inglés, el llamado Programa de Alivio de Activos en Problemas, que se estableció con la Ley de Estabilización Económica de Urgencia de 2008.

Algo no muy distinto y, afortunadamente, expresado en términos alejados de los tecnicismos del mundo de las finanzas y la banca, me confirmaron los júniores partners de Pictet al cuestionarlos acerca de los factores tecnológicos e informáticos —sectores en constante innovación—, que jugaron o no un papel más bien secular en ese milagro en el que se resucitó —para efectos prácticos— a un muerto.

La respuesta que obtuve fue contundente: “Esto es único en la historia, en el desarrollo de tecnología digital nunca se pierde, eso es imposible”.

De hecho, confirma lo que profesa todo mundo respecto a la indestructibilidad del mercado de los criptoactivos, como el inventor de la criptomoneda y del blockchain, el japonés Satoshim Nakamoto; por supuesto que Martín Caparrós; varios de los miembros del Blockchain Council: Avi Felman, Michael Novogratz; los gemelos Cameron y Tyler Winklevoss; Changpeng Zhao, quien prácticamente le regaló 500 millones de dólares a Elon Musk para la compra de Twitter; el reticente alto ejecutivo de un banco español con quien me entrevisté, y no se diga los dos jóvenes socios de Pictet. Estos últimos, obligados a jugar en ambas canchas por la distribución de su cartera de clientes, bancos e inversionistas tradicionales y criptotalibanes, me revelan un dato que ignoro. Y quién podría saberlo a estas alturas del cambio civilizatorio al que nos ha llevado el uso cotidiano de las tecnologías digitales hasta para resolver los asuntos más insignificantes:

La creación de valor económico de la criptomoneda proviene de un sistema de sistemas, de juntar una pila de programas informáticos con otros, de desarrollar otros programas para proteger y defender la confiabilidad de la criptomoneda proveniente de cualquier tipo de ataque: imagínate a un soldado, igualmente creado por la tecnología digital, con armas y capacidades de destrucción modificables en segundos para adaptarse y responder a una diversidad de agente o agentes hostiles.

Y tienen razón: si en algo destaca la especie humana es en la creación de ejércitos cada vez más poderosos y armas más letales. Debido a las demenciales expectativas lucrativas que presentan en un futuro inmediato, no más de un lustro, los criptomercados se han convertido en un atractivo y rentable campo de guerra: otro más.

Pienso entonces en Washington, D. C. Y recuerdo también que incluso la mayor potencia militar que jamás haya existido en la historia de la humanidad tiene un cenotafio en honor al Soldado Desconocido, una estructura cuadrada, de estilo neoclásico y recubierta del mármol más cuidado, spotless, que he visto en mi vida, ubicado justo en el centro del cementerio de Arlington, donde yacen los restos de más de 400 000 mil soldados de los que, sospecho ―las generaciones pasan―, nadie recuerda.

De igual manera, en la prensa francesa e internacional los criptosecuestros parisinos han sido borrados del mapa. No es extraño: la Unión Europea está atareada en contener la guerra de Putin contra Ucrania, a la vez que, paralelamente, intenta por todos los medios ―incluidos la ignominia y humillación autoinfligidas― convencer al señor Trump de hacer algo, de intervenir para detener la carnicería.

Otro factor que suma es la crisis constante del gobierno de Macron. Su más reciente manifestación fue nombrar al ministro de la Defensa, Sébastien Lecornu, como primer ministro, luego de la defenestración de François Bayrou, víctima del voto de desconfianza de la Asamblea Nacional. Lecornu no solo es el único ministro que ha permanecido como tal desde la elección de Macron en 2017, sino que además es considerado de línea dura, al grado tal que su misión, hasta ahora, ha sido contener, si ello es concebible en las calles de París, a más de medio millón de personas según el sindicato Confederación General del Trabajo (CGT), no sin antes haber asegurado el aumento del gasto en defensa por un monto de hasta 6 500 millones de euros en los próximos dos años.

Los vaivenes del presidente Trump respecto a Estados Unidos en el tema de los criptoactivos se han resuelto de manera definitiva ―si es que ello es posible en la administración más descolocada en la historia de la gran potencia americana― con el establecimiento de un Grupo de Trabajo en la Casa Blanca, anunciado el 1º. de octubre, el cual por supuesto no hace mención alguna de las millonadas que se están embolsando los descendientes de Trump: el neurasténico Donald júnior y el celebérrimo hijo tonto que recoge lo que puede, en este caso billones de dólares, Eric Trump.

Lo cierto es que en una era cuando la política y las finanzas internacionales son un arte digital mayor —la misma que Martín Caparrós entrevió sería la quintaesencia de la especulación— a quién le importa un bledo enterarse si a esa “ballena” o bien a aquel “ballenato” les siguen cercenando los dedos.

El efecto final es que, como por un truco de magia, han quedado borrados, obliterados, del mapa informativo.

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[*] “El nobel Lawrence Klein: a la vista, la petrolización de México”, revista Proceso, 10 de noviembre de 1980.

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Criptosecuestros en París con terror a la mexicana

Criptosecuestros en París con terror a la mexicana

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Debido a las demenciales expectativas lucrativas que presentan en un futuro inmediato, es sabido que los criptomercados se han convertido en un atractivo y rentable campo de guerra y extorsión internacional. Lo no tan sabido es la forma violenta y callejera en que la amenaza se expresó en París y algunas otras localidades de Francia, Bélgica y quizás España, a inicios de año. Aquí, la alucinante crónica.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Para Alfonso Armada, en Madrid

 

Donde se propone que los países pobres pueden ser ejemplo para los ricos

El 10 de noviembre de 1980, hacia las nueve de la mañana, mientras el otoño iba en franca salida de la ciudad de Filadelfia, Julio Scherer, director de Proceso y eterno reportero, entraba al campus de la Universidad de Pensilvania en busca del cubículo del profesor Lawrence Klein, quien entonces había obtenido apenas un mes antes el premio Nobel de Economía “por la creación de modelos econométricos y su aplicación al análisis de las fluctuaciones económicas y políticas económicas” ―explicaba el comunicado de la Academia Sueca.

Entre las 9:15 y las 10:30 de aquel día de noviembre, presumiblemente frío y de cielos grises, tuvo lugar la primera parte de la conversación de ese día entre Klein y Scherer[*], poco más de una hora durante la cual no faltaron las cervezas ni los sándwiches; tampoco las sugerencias de un economista versado ―y premiado por ello con el Nobel―  en la construcción de herramientas macroeconómicas y estadísticas capaces de ofrecer, más que un mero pronóstico, una auténtica prognosis tanto del proceso de fluctuaciones importantes en los negocios como de los efectos y medidas económico-políticas asociadas a dichas variaciones; así por ejemplo, una sugestión por parte del profesor Klein, quien se había doctorado en 1944 en el MIT, y que le presentó a Julio Scherer de manera casual y al mismo tiempo casi con un serio tono prescriptivo: “México debería asomarse al modelo de Noruega”.

Eran los años de gloria en que, gracias al descubrimiento de nuevos yacimientos de petróleo en México (Cantarell, en las costas de Campeche; Chicontepec, en el estado de Veracruz, y Bermúdez, en Tabasco) los mexicanos se vieron obligados a dejar de sufrir “carencias ancestrales”, según el celebérrimo apotegma del entonces presidente José López Portillo, y aprender “a administrar la abundancia”. Los mexicanos, o al menos unos cuantos, en efecto gozaron de la súbita fortuna que trajo consigo el oro negro, pero nadie, quiero decir: nadie, se presentó al salón de clase de la riqueza. De tal modo aquella promesa de eterna bonanza terminó —tenía que ser—, en un rotundo fracaso, y el presidente de múltiples talentos, orador, histrión y lector de Hegel, de pie ante el Congreso y la nación entera, lloriqueó abatido —el hombre de Estado convertido en un guiñapo—, lamentándose en cadena nacional del “saqueo” que su gobierno se había infligido a sí mismo.

Sobra decir que cuando López Portillo dejó la presidencia el 1º. de diciembre de 1982, el político hegeliano entregó la banda tricolor a su sucesor y se despidió con otra de sus ocurrentes frases de alta filosofía: “Tan pronto le di la mano, me dije: a éste ya me lo chingué”. Así, con semejantes y caballerosas maneras, a México no solo se le complicó echarle el vistazo a Noruega sugerido por el premio Nobel de Economía del año 1980, sino que terminó entrando de lleno a una singular forma de extravío colectivo, lo que los economistas no tardaron en llamar “la década perdida”, que en la realidad de la vida cotidiana fueron y se sintieron como más de dos.

Sin embargo, con petróleo, crudo, refinado, bueno o malo, bien o mal administrado, en ocasiones los papeles de las economías y las sociedades se invierten de maneras sorprendentes e inauditas. De ello tuvo un atisbo Julio Scherer cuando, en la sesión de la tarde para continuar su entrevista con el premio Nobel de Economía, Lawrence Klein, le soltó al profesor de la Universidad de Pensilvania una pregunta que logró romper las barreras del tiempo, de las “décadas perdidas” que nadie se toma más la molestia de contar y que al día de hoy, en pleno siglo XXI, la cuestión planteada por don Julio resulta más que vigente, aunque por razones de orden casi mágico y cósmico, pues la interrogante no solo siguió flotando en el espacio interestelar, sino que hace poco descendió en plena Francia y más de un francés la respondió con un afligido y afirmativo mais oui, Monsieur Scherer, pourquoi pas?: “¿Cree usted que los países subdesarrollados alcanzarán algún día a los desarrollados?”.

Y ocurrió: los países pobres alcanzaron, a su singular manera, a los países ricos.

Cuarenta y cinco años más tarde, pero ocurrió, y no me refiero a la migración Sur-Norte, de la cual dependen —no se necesita para saberlo doctorado alguno— las economías más avanzadas, por factores obvios: una mano de obra barata que permite ofrecer productos a precios por debajo de su costo real, así como el efecto multiplicador del consumo y del ahorro interno provocados por los migrantes en las economías que los emplean, etcétera.

No estoy hablando, precisamente, de desarrollo económico, tecnológico, número de universidades y demás. Nada de eso. De hecho, el “alcance” al que se refería don Julio Scherer ha llegado por canales poco usuales, por decir lo menos, y ha ocurrido en París y algunas otras localidades de Francia y Bélgica, al parecer también en España.

Las ballenas y los fantasmas visibles en el reino del anonimato

Desde principios de enero de 2025, comenzaron difundirse de manera casi histérica entre los fondos y casas que comercian con criptomonedas en París el auge de extorsiones, amenazas e incluso agresiones físicas bastante serias contra ricos empresarios cuya fortuna proviene, principalmente, del mercadeo global de criptomonedas, un punto importante que bien merecería un intento de explicación: salvo rarísimas excepciones, los medios de comunicación europeos apenas cubrieron la nota con el suficiente grado de detalle, en contraste con la National Public Radio (NPR), de este lado del Atlántico, cuyas estaciones de radio y páginas digitales dedicaron al tema un par de excelentes reportajes. Dicho sea de paso: esto ocurrió semanas antes de que Donald Trump y sus secuaces en el Congreso lograran obliterar el subsidio gubernamental de la Public Broadcasting Corporation, de la cual dependen más de mil estaciones locales de la NPR.

Para conocer más del asunto, busqué entrada con un alto ejecutivo del banco más grande y con los mayores activos de España, con presencia en más 10 mercados, distintos entre sí y cada uno con complejidades ―por llamarlas de alguna manera― en extremo diversas. Contacté también a un par de socios de una consultora en finanzas personales y empresariales asociada al mismo banco español, llamada Pictet, anclados en Madrid y Barcelona y con presencia en 31 centros financieros de todo el mundo, además de 40 años de sólida experiencia ―cero quimeras de marketing ni engañifas para captar nuevas carteras.

Y, sin embargo, fue un inversionista mexicano, de perfil mediano, experto en comunicación política, alejado del mundo de las finanzas en términos profesionales, a quien llamaré Antonio para resguardar su anonimato, el que me dio algo de luz. Antonio, de 48 años, quien hace apenas ocho invirtió sus ahorros en la compra de una criptomoneda que entonces le costó 40 000 dólares y hoy tiene un valor superior a los 108 000 dólares, me indicó, tan seguro de sí mismo como que mañana también saldrá el sol por la mañana, que dependiendo del día, del humor del oferente, casi que hasta del clima, cualquiera con mil pesos en efectivo o con tarjeta de banco se puede presentar a su tienda de conveniencia más cercana, Oxxo o 7-Eleven, y comprar, con esa cantidad, el equivalente al .0000001 del valor de una criptomoneda. Así, sin mediación ni asesoría financiera: soy un cliente de Oxxo urgido de comprar una bolsa de cacahuates, lo que cuesten, más mil pesos de criptomonedas, y ya soy un inversionista en el mercado global financiero más dinámico, sin regulaciones ni dolorosas comisiones o pago de impuestos sobre cada centavo que ganaré transaccionando criptomonedas alrededor del mundo.

Antonio fue la única persona que —además de ofrecerme un interesante cúmulo de información acerca del mercado omnipresente, hiperglobal, ciertamente opaco y a la vez plantado al descubierto, a los cuatro vientos, de las criptomonedas— igualmente me informó, en el slang propio de esa comunidad global que, quien sea tenedor de 100 o más criptomonedas se le llama “ballena”: una variante del latín balaena, y esta, a su vez proveniente del griego phállaina, pero que en cualquier caso no puede dejar de remitir a la gran ballena blanca: Moby Dick, esa evasiva bestia de los mares que provocaba terribles obsesiones y sudores a Ahab, el obcecado y vengativo capitán del ballenero Pequod; mientras que en el joven Ismael, fatigado narrador de la novela de Herman Melville, la simple llegada de la temporada de pesca, es decir el otoño, le provocaba el tipo de convulsiones internas con las que ahora deben soñar, o alucinar, las otras “ballenas”, los amos y señores de las criptomonedas:

Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero de los transeúntes, entonces, entiendo que es hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco.

Para las “ballenas” de las criptomonedas y sus crías, que bien podrían llamárseles sus “ballenatos”, los meses comprendidos entre enero y mayo de 2025 del hemisferio austral han sido un largo y traumático otoño. En esencia, no hay mar lo suficientemente profundo, ni oleajes tan altos tras los cuales puedan ocultarse los cachalotes henchidos de riqueza, los nuevos Masters of the Universe, les llamaría ahora el célebre novelista y emblema del Nuevo Periodismo, Tom Wolfe.

Dedos

En el cuidado y escrupuloso método de las cruentas prácticas de negociación, que parecen incluir invariablemente la amputación de los dedos de las manos ―al menos hasta ahora: falta ver qué sigue―, por parte de las bandas criminales que operan en Francia, los ultrarricos y su descendencia cargan con el peso de sus fortunas intangibles, virtuales, que se hallan y no se hallan en ninguna parte y por lo tanto tampoco pueden ser enterradas en la montaña ni ser puestas a resguardo en las impenetrables bóvedas de los bancos. Esto hace pensar en el tipo de persecución de la que están siendo objeto las ballenas y sus ballenatos. Las bandas que van tras sus criptofortunas a cualquier precio no están precisamente padeciendo el frío de las descomunales olas verdes del Atlántico y levantan su furia no lejos de las costas de Maine, Massachussets, Rhode Island o Connecticut, sino que más bien se hallan en una inaudita y aterradora hoguera de las vanidades ―para hacer referencia a la novela ya clásica de Tom Wolfe.

A inicios del pasado mes de enero, apenas comenzando el 2025, Monsieur David Balland, uno de los socios principales y fundador de Ledger, una exitosa plataforma de trading de criptoactivos, fue secuestrado junto con su esposa en su propia casa, ubicada en la coqueta commune de Méreau, ubicada en la región central de Francia, Val de Loire. Allí es sin duda un atractivo y placentero lugar para vivir entre antiguos domaines vinícolas, equipado con restaurantes de primera y senderos para tomar apacibles caminatas y mantener el caos de París lo suficientemente lejos: 221 kilómetros al sur, el sitio ideal para llevar una vida tranquila entre menos de 2 500 habitantes.

Los secuestradores, siguiendo una estrategia que creyeron los protegería y haría más eficaz el levantamiento de Balland y su esposa, los encerraron en localidades distantes entre sí. Sin perder demasiado el tiempo, a Ballard le cercenaron un dedo, acto que fue grabado en video y enviado a su socio más cercano en Ledger, exigiéndole como recompensa el pago de 10 millones de euros.

Llegado este punto, la evolución del caso y de la actuación de la policía francesa se torna gris. Veinticuatro horas después del rapto, David Balland fue rescatado, con un dedo menos, en una operación policiaca que tuvo lugar en una casa de seguridad localizada en Essonne, un anodino suburbio industrial y habitacional ubicado a 20 kilómetros al sur de París, en la cual fueron detenidas nueve personas. Por su parte, el socio de Balland, a quien le había sido enviado el video que registraba la amputación de uno de los dedos de su principal socio, apareció atado de pies y manos en la cajuela de un automóvil en una calle de París: sin dedos faltantes, pero con los nervios notoriamente destrozados.

Otro de los primeros casos conocidos en el exclusivo circuito de los traders y dueños de plataformas de criptomonedas ocurrió a principios del mes de mayo. Un hombre bien vestido, de 60 años, en realidad una ballena, se paseaba con toda calma en una calle cercana al bulevar Montparnasse, en pleno XIV Arrondissement, a plena luz de las diez de la mañana, cuando cuatro sujetos que portaban el obligado pasamontañas de secuestrador lo subieron a una típica y anodina camioneta de reparto. Los familiares, es decir los ballenatos, fueron prontamente contactados para pedir un rescate de siete millones de euros a cambio de mantener con vida y en el agua a la ballena.

Ante un acto criminal inaudito en la ciudad de París, la familia buscó el apoyo de la Gendarmería Nacional, una de cuyas fuerzas de élite entrenadas en el manejo de crisis, incluido el secuestro, movió sus fichas con la suficiente celeridad y, dos días después, en una operación rápida y eficaz, el grupo de policías ubicó la casa de seguridad donde se hallaba el empresario cautivo, de nuevo el suburbio industrial y habitacional, Essonne. Sin demasiadas complicaciones, allanaron y redujeron a cinco mocosos de 20 años en promedio. La ballena seguía viva, pero horas antes le habían mutilado un dedo y amenazado a sus familiares con aplicarse gustosos en sus nueve restantes si no pagaban la suma exigida.

Orejas

Todo esto sucede exactos 45 años después del encuentro, en el campus de la Universidad de Pensilvania, de don Julio Scherer —el tenaz, insobornable, curioso pertinente, abierto a todos los temas y valiente periodista que llegó a alcanzar, avis extra rara en el medio de los diarios y revistas mexicanas, una estatura mitológica— y el premio Nobel de Economía, Lawrence Klein, oriundo de Omaha y cuya infancia, marcada por las carencias y miseria de la Gran Depresión, determinó sus intereses intelectuales y académicos.

Transcurrida otra década pérdida después de la primerísima década pérdida que nos heredó el presidente López Portillo —ese mismo estadista al que en vida era preferible no darle la mano—, la economía mexicana se mantenía sostenida “con alfileres”, según otra célebre frase científica y grata a los oídos, en esta ocasión con el presidente Carlos Salinas de Gortari al frente del gobierno, y proferida por su secretario de Hacienda, también doctor en Economía.

Recuerdo, al igual que todos los miembros de mi generación, que vivimos con suficiente desagrado la segunda de nuestras décadas perdidas, es decir los años noventa del siglo pasado, como un tiempo de violencia de mediana a baja intensidad, padecida sobre todo en la ciudad de México. Cuando en el país todavía se podía viajar por vía terrestre, en dirección norte, sur, este y oeste, sin temor a que un grupo de encapuchados, a bordo de una camioneta con cristales negros y supremamente abastecidos, ya fuese de armas largas, ya de escopetas con el cañón recortado, o con el escabroso y temido “cuerno de chivo”, detuviera a los despreocupados paseantes por las carreteras y caminos de México.

Recuerdo también que, en tiempos cuando cursaba mis estudios universitarios, resultaba exponerse a miles de peligros, uno más estremecedor que el siguiente, salir en busca de fiesta en la macabra noche de la ciudad de México: pararse en un semáforo o cometer la estupidez de detenerse en un cajero automático para sacar algo de efectivo equivalía a convertirse en un blanco fácil, a ser víctima de assalīre, verbo del latín tardío que significa, tal cual, ser atacado, asaltado, de manera repentina y por sorpresa.

El escritor y periodista Sergio González Rodríguez publicó en 2009 El hombre sin cabeza, un excepcional ensayo-crónica que estudia la historia y el rito universales detrás de las decapitaciones, en busca de una explicación que diera cuenta de su popular tropicalización en el México de la primera década del siglo XXI.

Quizá algo similar podría intentarse con la práctica, ahora que ha empezado a ser común entre bandas francesas de secuestradores, de la mutilación de dedos y extremidades. Acaso se halle una larga historia detrás que remita hasta la dinastía Capeto, hacia el año 897 d. C.

Lo cierto es que, si todavía viviera, el profesor y premio Nobel Lawrence Klein tendría poco margen para no responder en sentido afirmativo la pregunta que le planteó en 1980 don Julio Scherer acerca de las posibilidades reales de que los países pobres pudieran alcanzar algún día a los más ricos. Tal vez tomaría el caso particular de Francia: un país con una población superior a los 68 millones de habitantes, cuyo Producto Interno Bruto alcanza los 3.7 trillones de dólares y los 55 400 dólares en términos per cápita, con una inflación reportada al pasado mes de abril de 0.8%, un crecimiento industrial promedio superior al 4.5% y, dato esencial, con casi el 70% del valor del PIB proveniente del sector servicios, que incluye desde luego a las instituciones financieras y de mercadeo, así como los criptoactivos. Lo que ha estado sucediendo en el contexto de las prácticas y patrones en operaciones criminales inusitadas para los estándares de un país a todas luces rico, en específico el secuestro de los magnates de las criptomonedas, el inmediato involucramiento de su primer círculo familiar para exigirles altas sumas de rescate y la mutilación de las falanges como obscena y retorcida referencia a Marshall McLuhan: el dedo de una mano ―cercenado, mutilado, tajado― es el mensaje.

A las cuentas nacionales de México, a su macroeconomía, le llevaría demasiadas décadas perdidas para alcanzar a Francia. Sin embargo, en lo referente a secuestros, demandas de rescate con un dedo envuelto en un clínex como mensaje para que los familiares entiendan que la cosa va en serio, México ha estado a la vanguardia, como en Francia lo estuvieron en su tiempo el dadaísmo, el ultraísmo, el surrealismo, el situacionismo, el happening, el arte cinético, la nouvelle vague en cine y literatura…

La conexión francesa: Daniel Arizmendi

Se desconoce con precisión el momento en que Daniel Arizmendi, nacido en 1958, en la meca del delito anexa a la capital del país, Ciudad Nezahualcóyotl. Es presumible que no haya sido un buen estudiante, cursó apenas el primer nivel de escuela secundaria, y hay antecedentes que apuntan a que su primer robo de automóvil lo perpetró a la tierna edad de 16 años. Se casó en 1977, apenas dos años después. No tardaron en nacer Danielito y Sandrita, poco tiempo después de que Daniel se iniciara y trabajara a tiempo completo en uno de los delitos más populares de la segunda década pérdida de nuestra era: el robo de autos, con y sin uso de violencia física.

Integrado a la policía antes de concluir el periodo presidencial de López Portillo, Daniel Arizmendi, un visionario al que hoy llamaríamos un “joven emprendedor”, tuvo la innovadora idea de hacer de su trabajo policial y criminal una sagaz y lucrativa joint venture. Las cosas, tratándose de robo de automóviles, no podían ir más que sobre ruedas.

Separado de la corporación policiaca, Daniel Arizmendi vio una vez más la luz, supongo que negra y abismal como el cosmos, y decidió que lo siguiente era enfocarse en un único negocio y evitar así lo que los economistas llaman externalidades: eso, lo que sea, que aparece cuando dos negocios operan en paralelo, dependientes entre ellos, y terminan afectándose uno al otro. Además de esta probable y súbita iluminación del expolicía, a Arizmendi, creyente como el 85% de los mexicanos, quizá también le fue revelado el sentido profundo de preservar la unión familiar, según prescriben las Escrituras (Colosenses 3:14-15), toda vez que el todopoderoso hace un llamado a los miembros del hogar a formar “un solo cuerpo”.

Tan pronto comenzó el año 1995, Daniel Arizmendi jubiló al total de su banda del robo de automóviles: a su hermano Aurelio, a Joaquín Parra Zúñiga y al hermano de este, Raciel, mejor conocido como “Rachi”, y a los hermanos de apellido Paz Villegas, con objeto de cambiar de giro comercial hacia el secuestro de personas ricas, o medio ricas, o al menos con suficientes recursos para comenzar a levantar el negocio. Aurelio se mudó a la nueva empresa.

Su primera víctima fue no precisamente el empresario más acaudalado del país, sino el modesto dueño de una gasolinera, levantado el 11 de junio de 1995 y conducido hasta una casa de seguridad no lejana de la autopista México-Puebla. Lo desnudaron, lo ataron, le vendaron los ojos y lo privaron de agua y alimentos. El monto original del rescate era de un millón de pesos, de los cuales Arizmendi, todavía verde, tuvo que resignarse a recibir solamente 350 000 pesos en pago.

Varios intentos fallidos y reducciones a la baja en la suma exigida para los rescates, llevaron a Daniel Arizmendi a la espeluznante conclusión de que si en verdad había futuro en el negocio del secuestro, habría que tomar medidas más extremas.

Así fue en el séptimo secuestro perpetrado por la banda de Daniel Arizmendi contra Leobardo Pineda, dueño de un conjunto de bodegas, ocurrido el día 7 de septiembre de 1995. La esposa de don Leobardo estaba segura de que se abriría una negociación en términos a su favor. Y así pasaron dos meses, hasta que advino el nacimiento del más conocido y temido secuestrador de México, el Mochaorejas: impaciente, exasperado, Daniel Arizmendi tomó unas tijeras para cortar pollo y le cortó, así, sin más, ambas orejas a Leobardo Pineda, las cuales fueron oportunamente remitidas a la esposa, hasta entonces reticente, y quien no dudó en pagar al instante el monto original del rescate.

El año de 1996 fue especialmente lucrativo para el Mochaorejas. En ese periodo, la banda de secuestradores logró el plagio de más de 10 víctimas: nada de molestias como vérselas con los familiares de la víctima y escuchar sus ruegos de negociar a la baja.

En 1997, la banda liderada por el ultraconocido Mochaorejas, quien para esos años había alcanzado ya el rango de un rockstar del crimen, decidió secuestrar al hijo de un empresario exportador de plátanos a Estados Unidos y, cómo tenía que ser, dueño de múltiples bodegas para usos varios.

El joven Raúl Nava Ricaño fue secuestrado y llevado a una casa de seguridad del Mochaorejas en San Juan de Aragón, un ejemplo típico de falta de planificación urbana ubicado al noreste de la ciudad de México. A Raúl papá se le informó que el rescate por Raúl júnior se había fijado en tres millones de pesos; sin embargo, para que el mensaje se entendiera de manera cabal, Arizmendi se sacó del cinto las tijeras polleras y sin siquiera parpadear le amputó ambas orejas al joven secuestrado, las cuales hizo llegar a su padre. Aterrado y sin saber qué otra parte del cuerpo de su hijo sería la siguiente en aparecer al pie de su puerta, contactó a la policía buscando auxilio. Daniel Arizmendi mantenía contactos de sus años como miembro de la policía. El aviso de desesperación del padre le rebotó pronto al Mochaorejas y a los 11 días de transcurrido el secuestro, el propio Arizmendi asesinó al joven Raúl Nava. Su cuerpo nunca fue encontrado.

Es posible colegir que este inesperado revés en el negocio del Mochaorejas lo llevaría a intensificar su fijación con las bodegas, pues entre sus siguientes víctimas estuvieron el dueño de la cadena de vinaterías La Europea, así como el propietario de una cadena aún más grande, Pinturas La Comex.

Durante los años que operó la banda criminal del Mochaorejas, es difícil, si no es que imposible, conocer con exactitud el número de casos de secuestros y de víctimas mutiladas, evidentemente por el temor a la denuncia. Sin embargo, al menos se le imputan no menos de 200 secuestros, entre ellos el del padre del talentosísimo y multipremiado cineasta Guillermo del Toro, desde entonces residente en la ciudad de Los Ángeles.

Alcohol, cocaína, anfetaminas, el secuestro y la mutilación de las orejas de sus víctimas: los cinco vicios, las cinco compulsiones de Daniel Arizmendi. En una entrevista que el arrojado periodista Humberto Padgett le hizo en 2014, a la manera de Hannibal Lecter a la hora de comentar sus elaboradas recetas de sesos humanos y trufas blancas de Alba, meticulosamente preparadas à la casserole, el Mochaorejas no pestañeó al decirlo con todas sus letras, palabra por palabra: “Secuestrar era como una droga”.

En un reportaje aparecido en la revista Proceso en 1998, el Mochaorejas fue un poco más explícito frente a Carlos Monsiváis: “Yo creo ―se explayó con más libertad Arizmendi en esa ocasión― que si volviera a empezar de nuevo, aunque tuviera cien millones de dólares, lo volvería a hacer. Ya lo he dicho, secuestrar era para mí como una droga, como un vicio. Era la excitación de saber que te la estabas jugando, que te podrían matar. Era como adivinar: ahora le corto una oreja a este cuate y ya va a pagar”.

A partir del 17 de agosto de 1998, Daniel Arizmendi no volvió a desenfundar nunca más sus preciadas tijeras polleras. En un operativo en el que participaron la policía judicial y miembros del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen). La leyenda dice que también aportaron información como delatores su esposa, uno de sus hijos y un par de cómplices, detenidos con anterioridad. El Mochaorejas fue detenido y sentenciado, en 2003, a 389 años de cárcel ―si bien en México la pena máxima es de 60 años de encierro.

Sin falanges no hay criptomonedas ni cómo defenderlas

El último intento de secuestro en las calles de París del que se tiene noticia ocurrió el pasado 14 de mayo en el XI Arrondissement. Según se observa en el video que una vecina logró registrar, fue el fallido intento de tres encapuchados que pretendían meter por la fuerza en una furgoneta a la hija del dueño de una compañía dedicada al comercio de criptomonedas. La mujer, de 34 años, llevaba a su pequeño hijo de dos años en una carriola cuando en la calle Pache la furgoneta, después reportada como robada, avanzó para cometer el secuestro. En una escena de película, la madre del niño logró arrebatarle la pistola a uno de los atacantes, al tiempo que su pareja, a su vez nieto del CEO de otra empresa dedicada al comercio de criptomonedas, encaró a los atacantes, todo ello ante la vista de los vecinos y transeúntes, lo cual resultó en la fuga de los secuestradores a bordo del mismo vehículo.

En su reveladora historia del presente, El mundo entonces (2023), narrada por una historiadora del siglo XXII, Martín Caparrós propone, en buena medida, un futuro que ya ocurrió, una especie de prior apocalipsis en el cual “el poder del mercado y la democracia de delegación había sido reemplazado por el orden del estado y la autoridad del partido hegemónico. Ya sabemos cuáles fueron las extrañas disyuntivas”.

Entre las más notorias, continúa su relato la historiadora del apocalipsis que no acaba de caernos encima, pero ya casi:

Aparecían otros intentos de desligar el dinero del control ―siquiera nominal― de los estados. El más difundido fue un instrumento que se llamó, en un primer momento, ‘criptomoneda’, donde cripto, por supuesto, significaba ‘escondido’ o ‘secreto’. La primera lanzada en 2008 fue el ‘bitcoin’ […] el ‘bitcoin’ era una ‘moneda’ cuyo valor vendría de su escasez: los sistemas de control compartido aseguraban que solo se crearía una cantidad definida, 21 millones de unidades. En su creación y manejo los usuarios intervenían como iguales: las regulaciones verticales del estado o los grandes bancos eran reemplazadas por esa red horizontal de personas que no se conocían, pero confiaban en que su cantidad ―y las tecnologías que usaban― certificara los registros y los intercambios […] Así que las criptomonedas fueron al mismo tiempo una forma de salir del sistema y de seguir sus principios más extremos: recurso de tesorización secreta, números sin soporte material, quintaesencia de la especulación.

Conversé con el ejecutivo de un banco español encargado del manejo de instrumentos financieros que, a diferencia de los conocidos y populares fondos de inversión para el ahorro y el retiro a tasas preferenciales, son absolutos killers disponibles solo para quien puede pagarlos, pues buscan ir más allá de la especulación: desvalijar economías enteras apostando en su contra, contra su mercado bursátil, contra su moneda, contra sus predicciones de crecimiento. Se trata de auténticos dispositivos financieros para hacer la guerra. No me extrañó que lo primero que me mencionara para cuestionar y comparar la solidez, en términos de la confianza que ofrecen ―más preciso sería decir que venden― los grandes bancos internacionales, fue el caso del joven desgreñado de 32 años, Sam Bankman-Fried, condenado a 25 años de cárcel por estafar a sus clientes del fondo que creó para el manejo de criptomonedas (FTX) un fraude por un valor de 8 000 millones de dólares, salidos directo de las cuentas de sus clientes.

Al preguntarle cómo había sido posible que sobreviviera el mercado de criptoactivos luego del episodio de Bankman-Fried, el ejecutivo, alto funcionario de un poderoso banco español con presencia global, no le quedó otra más que recurrir al argumento de Caparrós en El mundo entonces, sin siquiera conocer el libro de Martín: el mercado sobrevivió por la tecnología digital y los sistemas informáticos de control que comparten todos los tenedores de criptomonedas, desde los minúsculos hasta las “ballenas”, y que en la jerga de los criptoinversionistas se le denomina blockchain (la garantía, póliza intangible, de que la cosa no terminará, pase lo que pase, por irse al garete). El blockchain no solo evita la falsificación de criptomonedas, sino que impide lo que tradicionalmente haría un gobierno y su banco central: recurrir al rescate financiero a costa de las costillas de quienes todavía no han siquiera nacido. Esta fue precisamente la operación que se vieron obligados a organizar el presidente George W. Bush y su secretario del Tesoro, Hank Paulson, para rescatar del fuego el sistema financiero de Estados Unidos y del planeta, bajo el controvertido programa TARP, por sus siglas en inglés, el llamado Programa de Alivio de Activos en Problemas, que se estableció con la Ley de Estabilización Económica de Urgencia de 2008.

Algo no muy distinto y, afortunadamente, expresado en términos alejados de los tecnicismos del mundo de las finanzas y la banca, me confirmaron los júniores partners de Pictet al cuestionarlos acerca de los factores tecnológicos e informáticos —sectores en constante innovación—, que jugaron o no un papel más bien secular en ese milagro en el que se resucitó —para efectos prácticos— a un muerto.

La respuesta que obtuve fue contundente: “Esto es único en la historia, en el desarrollo de tecnología digital nunca se pierde, eso es imposible”.

De hecho, confirma lo que profesa todo mundo respecto a la indestructibilidad del mercado de los criptoactivos, como el inventor de la criptomoneda y del blockchain, el japonés Satoshim Nakamoto; por supuesto que Martín Caparrós; varios de los miembros del Blockchain Council: Avi Felman, Michael Novogratz; los gemelos Cameron y Tyler Winklevoss; Changpeng Zhao, quien prácticamente le regaló 500 millones de dólares a Elon Musk para la compra de Twitter; el reticente alto ejecutivo de un banco español con quien me entrevisté, y no se diga los dos jóvenes socios de Pictet. Estos últimos, obligados a jugar en ambas canchas por la distribución de su cartera de clientes, bancos e inversionistas tradicionales y criptotalibanes, me revelan un dato que ignoro. Y quién podría saberlo a estas alturas del cambio civilizatorio al que nos ha llevado el uso cotidiano de las tecnologías digitales hasta para resolver los asuntos más insignificantes:

La creación de valor económico de la criptomoneda proviene de un sistema de sistemas, de juntar una pila de programas informáticos con otros, de desarrollar otros programas para proteger y defender la confiabilidad de la criptomoneda proveniente de cualquier tipo de ataque: imagínate a un soldado, igualmente creado por la tecnología digital, con armas y capacidades de destrucción modificables en segundos para adaptarse y responder a una diversidad de agente o agentes hostiles.

Y tienen razón: si en algo destaca la especie humana es en la creación de ejércitos cada vez más poderosos y armas más letales. Debido a las demenciales expectativas lucrativas que presentan en un futuro inmediato, no más de un lustro, los criptomercados se han convertido en un atractivo y rentable campo de guerra: otro más.

Pienso entonces en Washington, D. C. Y recuerdo también que incluso la mayor potencia militar que jamás haya existido en la historia de la humanidad tiene un cenotafio en honor al Soldado Desconocido, una estructura cuadrada, de estilo neoclásico y recubierta del mármol más cuidado, spotless, que he visto en mi vida, ubicado justo en el centro del cementerio de Arlington, donde yacen los restos de más de 400 000 mil soldados de los que, sospecho ―las generaciones pasan―, nadie recuerda.

De igual manera, en la prensa francesa e internacional los criptosecuestros parisinos han sido borrados del mapa. No es extraño: la Unión Europea está atareada en contener la guerra de Putin contra Ucrania, a la vez que, paralelamente, intenta por todos los medios ―incluidos la ignominia y humillación autoinfligidas― convencer al señor Trump de hacer algo, de intervenir para detener la carnicería.

Otro factor que suma es la crisis constante del gobierno de Macron. Su más reciente manifestación fue nombrar al ministro de la Defensa, Sébastien Lecornu, como primer ministro, luego de la defenestración de François Bayrou, víctima del voto de desconfianza de la Asamblea Nacional. Lecornu no solo es el único ministro que ha permanecido como tal desde la elección de Macron en 2017, sino que además es considerado de línea dura, al grado tal que su misión, hasta ahora, ha sido contener, si ello es concebible en las calles de París, a más de medio millón de personas según el sindicato Confederación General del Trabajo (CGT), no sin antes haber asegurado el aumento del gasto en defensa por un monto de hasta 6 500 millones de euros en los próximos dos años.

Los vaivenes del presidente Trump respecto a Estados Unidos en el tema de los criptoactivos se han resuelto de manera definitiva ―si es que ello es posible en la administración más descolocada en la historia de la gran potencia americana― con el establecimiento de un Grupo de Trabajo en la Casa Blanca, anunciado el 1º. de octubre, el cual por supuesto no hace mención alguna de las millonadas que se están embolsando los descendientes de Trump: el neurasténico Donald júnior y el celebérrimo hijo tonto que recoge lo que puede, en este caso billones de dólares, Eric Trump.

Lo cierto es que en una era cuando la política y las finanzas internacionales son un arte digital mayor —la misma que Martín Caparrós entrevió sería la quintaesencia de la especulación— a quién le importa un bledo enterarse si a esa “ballena” o bien a aquel “ballenato” les siguen cercenando los dedos.

El efecto final es que, como por un truco de magia, han quedado borrados, obliterados, del mapa informativo.

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[*] “El nobel Lawrence Klein: a la vista, la petrolización de México”, revista Proceso, 10 de noviembre de 1980.

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