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César Aira: huir hacia adelante

César Aira: huir hacia adelante

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Charla con un inventor de nuevas formas de felicidad.

Un raro acontecimiento: el escritor que ha publicado libros a borbotones, el hombre ineludible de la literatura argentina, el eterno candidato al Premio Nobel, sale de su casa, se sienta en un bar de Caballito, en Buenos Aires, pide un café y explica, tranquilo, que ya no escribirá más.

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El escritor de los 125 libros publicados, entre novelas, cuentos, dramaturgia y ensayos; el que nació en un pueblo de 20 000 habitantes llamado Pringles, en la provincia de Buenos Aires, Argentina, en una casa con pocos libros; el que ganó premios prestigiosos como el Roger Caillois y el Formentor; el que casi no se muestra públicamente, y se mantiene sin redes sociales y fuera de los circuitos literarios; el que ha hecho un culto de escribir “media o una paginita por día”, publicando en promedio un libro por año, en su mayoría novelas breves, de 100 páginas. Ese escritor que, con 76 años, sigue viviendo en el mismo barrio de Buenos Aires, que va cada tanto a los mismos bares, anuncia un día, con su tono tímido y ensimismado, que ya no tiene ganas de hacerlo.

Cincuenta años después de su primera novela, César Aira lentamente está dejando de escribir. 

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Entra en el bar Pizza-Pizza de Caballito, en el centro de Buenos Aires, con un bolso que pende del hombro, dando pasos lentos, cortos. Nadie repara en él una vez que se dirige a las mesas con la cabeza gacha, como si estuviera buscando alguna señal en el piso, algo distraído.

Es una tarde de marzo de 2025, uno de los días más calurosos del año, con una temperatura que supera los 40 °C. Levanta la vista y sonríe ligeramente. Flaco y de mediana estatura, camisa a cuadros de manga corta, bermuda marrón y zapatillas, pelo corto, anteojos y barba prolija, saluda extendiendo la mano, con un apretón suave y apresurado. La voz es apenas audible entre el barullo del bar y los autos que pasan por la avenida Rivadavia, una de las principales de la ciudad.

—Te traje un libro —dice César Aira, y saca del bolso una edición en miniatura de El infinito, publicado por Urania, que firma rápidamente con una caligrafía nerviosa: “C Aira”.

Escrito en 1993, es un breve relato sobre un juego de infancia. El propio Aira se involucra como personaje, como en tantas otras de sus novelas, y también aparece Coronel Pringles, el pueblo donde nació.

Minutos antes había enviado un mail: “Si tenés problemas para venir lo postergamos. Hay un caos de tránsito por los cortes de luz”. Parecía atento a los vaivenes del día, pero una vez que se sentó en la mesa y el mozo le preguntó: “¿Un cafecito?”, a lo que correspondió con un guiño cómplice, el escritor argentino admirado por artistas como Patti Smith —que ha dicho: “Aira viene de un lugar donde la música suena siempre y nunca pasa nada, excepto todo. Tiene un ojo cubista que ve las cosas desde muchos ángulos al mismo tiempo”— o escritores como María Moreno —“La obra de César Aira es una máquina de invención perfecta: escribe sin deber y sin padres, como si por primera vez”—, que recibió elogios de Octavio Paz, Sergio Pitol, Enrique Vila-Matas y Carlos Fuentes —que lo imaginó ganando el Nobel en una de sus novelas—, traducido a 40 idiomas y editado en más de 30 países, se abstrae en una mirada lánguida que posa sobre las personas que pasan por la vereda.

Sus libros, en la Argentina, despiertan interés y polémica, algo que también se refleja en el exterior: en 2020 superó los 100 libros publicados y fue considerado por The New York Times como “uno de los novelistas más provocativos e idiosincrásicos de la literatura en lengua española”. “Se está con o contra Aira”, dice la crítica y doctora en Letras Graciela Speranza, en un intercambio por mail. Cree que su literatura, desde siempre, impuso un esfuerzo de imaginación crítica, al ser “desmesurada, desopilante, desatinada”. Basta recorrer el maratónico archivo de reseñas, entrevistas y lecturas analíticas para recomponer el repertorio caleidoscópico que se actualiza en cada nueva novela con un mero cambio de títulos, tramas, escenarios y personajes, desde mediados de los ochenta hasta el presente: Aira, narrador prolífico, productor de un continuo que desdeña la corrección y la perfección de la “obra literaria”; Aira, enemigo del estilo y los escritores profesionales; Aira, cultor de la intrascendencia, la frivolidad, la huida hacia adelante; Aira, alegre desacralizador de los mitos fundacionales de la cultura argentina como civilización o barbarie, la pampa, el gaucho, la Conquista del Desierto; Aira, humorista disparatado y defensor de la escritura automática. “Los mismos tópicos, curiosamente, permiten argumentar el rechazo —escribió Speranza en su artículo “César Aira. Manual de uso”, publicado en la revista Milpalabras en 2001—; con un simple cambio de signo, la proliferación, la imperfección, la intrascendencia y la ironía lo convierten según el caso en genio o farsante”.

Fue alguien difícil de asimilar. La revista Punto de Vista, dirigida por Beatriz Sarlo y termómetro de los debates culturales entre 1978 y 2008, colocó a César Aira en el lote de los escritores que eran inmunes a cualquier intento de crítica por su capacidad literaria para hacer cualquier cosa. No pocos investigadores y periodistas piensan que Aira inventó un “verosímil Aira”, como su amigo el escritor Elvio Gandolfo, que postuló la pregunta “¿César Aira es o se hace?”, y se permitió bromear: “Una de las cosas que aprecio en César Aira, justamente, es que es descontroladamente así: ¡saca como 10 libros por año!”.

Así, en su obra inagotable y torrencial, ni escritor de ciencia ficción, ni realista, ni fantástico, ni surrealista, ni excéntrico, ni absurdo, ni ensayista, o bien, la suma sui géneris de todos ellos, César Aira nunca dejó de cambiar libro a libro, desconcertando, cansando o hechizando a sus lectores. Puede, en sus novelas, insertar monstruos estrafalarios en lugares insólitos o fantasmas entre albañiles e inquilinos de un edificio en construcción; obsesionarse con ninjas, gimnasios y supermercados chinos; con paisajes y geografías remotos como los que fascinaron al pintor alemán Johann Moritz Rugendas; puede empezar una novela con la frase “Mi historia, la historia de ‘cómo me hice monja’, comenzó muy temprano en mi vida; yo acababa de cumplir seis años”, para luego no saber si el que narra es un niño o una niña; o simplemente haber confesado que con dos palabras, la costurera y el viento, imaginó el título de una novela, ejemplo de sus “juguetes literarios para adultos”, en el que aparece la vida costumbrista de una costurera de pueblo y, en la segunda parte, tras un giro imprevisible, el personaje es el viento; pueden las historias de Aira volverse aún más fantásticas, como cuando gusanos gigantes, entre un ejército de clones de Carlos Fuentes, comienzan a salir de las montañas y amenazan con aplastar un pueblo venezolano en El congreso de literatura (1997), o cuando un escritor de novelas góticas deja todo por el consumo de opio mientras lo acechan sus ghostwriters como criminales sueltos en Buenos Aires en su novela Prins (2018). Él mismo, César Aira, fue alguna vez escritor por encargo, como se reveló con el best seller político La conspiración de los banqueros (1985), de Jorge Garfunkel, un banquero argentino multimillonario.

Su amor por Duchamp y los surrealistas franceses, las artes plásticas, la literatura y el lugar del escritor se refleja en un caudal de libros ensayísticos con prosa nítida y ágil como Continuación de ideas diversas (2014), Evasión y otros ensayos (2017) y El crítico. La prosopopeya (2022). Allí, con enorme erudición y la impronta de un artista conceptual, desarma los cánones sin ninguna línea sistemática y clásica, escribiendo aleatoriamente sobre Alejandra Pizarnik, Copi, Edward Lear, Emeterio Cerro, Silvina Ocampo, Norah Lange, pero también sobre John Cage, la juventud de Rubén Darío o los árboles de Buenos Aires. La historia argentina es otro de los temas que recurren en sus novelas. En uno de sus libros más famosos, La liebre (1991) —al cual Aira considera un “clásico” por sus constantes reediciones—, aparece Juan Manuel de Rosas, gobernador de la provincia de Buenos Aires entre 1835 y 1852. Se lo muestra haciendo abdominales mientras, en un monólogo interior, piensa en sus opositores: “Había sido demasiado blando, había sido convencional. Ellos decían que era un monstruo, y él lamentaba haber perdido en algún punto del camino la oportunidad de serlo de veras. Lamentaba no ser su propia oposición, para realizarse por los dos lados, como un bordado bien hecho. Le había faltado imaginación, y sin imaginación la crueldad no se hacía del todo real”.

—Todos los que me despreciaron deben tener razón, les agradezco que hayan escrito sobre mí. Ya no me peleo con nadie —se limita a decir Aira en el bar sobre sus críticos.

En un congreso literario en la Universidad Nacional de Rosario, en 2007, dijo que valoraba más las críticas negativas que las positivas, y citó la que en su momento escribió María Teresa Gramuglio en la revista Punto de Vista sobre su novela Ema, la cautiva. Aira rescató que la investigadora “hacía unas objeciones muy ciertas, y entonces comprendí cómo la omnipotencia del creador cuando está creando, esa libertad maravillosa, tiene ciertas restricciones. Yo hacía trampa en esa novela, que una lectora inteligente las vio enseguida”. Publicada en 1981, la historia de Ema, la cautiva, ocurrida en el siglo xix, arranca con un viaje en el que una comitiva de soldados y oficiales lleva una carga de presos, mujeres y niños hacia el fuerte de Pringles. En el devenir de la trama, Aira distorsiona el tópico del relato de civilización y barbarie latinoamericano, y Ema quiebra el estereotipo de la cautiva: no es blanca ni inocente, no está casada con un hombre blanco, no tiene un final trágico.

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En el bar Pizza-Pizza, agobiado por la humedad porteña del verano, Aira parece ya lejano a lo que se diga sobre él. Ese día de marzo, como todos los días, se levantó temprano, desayunó, revisó el mail. Desde que a su esposa, la poeta Liliana Ponce, se le detectó esclerosis lateral amiotrófica (ELA), hace una década, sale a hacer compras y prepara la comida con ayuda de trabajadoras domésticas. Hace años que no da entrevistas en la Argentina y solo unas pocas a medios extranjeros, en ocasión de algún premio o la salida de un nuevo libro. Escritoras como Selva Almada han dicho: “Lo envidio a Aira. Se resiste radicalmente a esa cosa de que los escritores tenemos que exponernos y hablar todo el tiempo. Así hemos perdido el misterio”.

Primero aceptó unas preguntas por mail. Luego, volvió sobre sus pasos. Escribió: “Lo estuve pensando y preferiría que escribieras ese artículo sin mi participación, sobre mis libros y no sobre mí, como se ha estado escribiendo últimamente, para mi íntimo bochorno. Además, no querría que me pase lo que a mi tocayo Thomas Randolph, que murió, a los 30 años, por indulging himself too much with the liberal conversation of his admirers”.

Con lo de “íntimo bochorno” se refería a una entrevista de la televisión sueca emitida en julio de 2024, en la que Aira abrió las puertas de su casa y repitió algunas de sus máximas: que su escritura es “como el caminar de los niños, a cada momento me estoy desviando”; que no le teme a la página en blanco, sino a “la página llena que hoy son las pantallas”; que nunca hay que escribirlo todo, sino dejar reposar el texto para el día siguiente; que sigue escribiendo a mano “por su devoción a la materialidad” y luego pasa todo a la computadora, y que no hay que esclavizarse con la calidad, pero que sí hay que desconfiar de uno mismo: “Me pasó que obras menores otros las vieron como genialidades y algunas que sentí como una obra maestra todos me dijeron: ‘¡Qué fiasco!’”.

En esa entrevista puede verse su casa, con pilas de libros y cajas de cartón, una silla de gamer frente a una computadora, lapiceras de colores, complejos vitamínicos y paredes con humedad: una casa austera con muebles viejos, de artistas de clase media. Simpático y ocurrente, se sienta en la cama enseñando manuscritos. En un momento, atiende el teléfono fijo. Es una tía de 90 que lo saluda por su cumpleaños y él la corta amablemente: “Para mí es un día normal. Lo pienso pasar acá, solo”, dice a cámara con mirada pícara.

Poco después del reportaje sueco, tuvo un sueño revelador. Así lo contó por mail: “Querido Juan Manuel, creo que después de todo será mejor que no hagamos la entrevista. Me disuadió un sueño que tuve anoche: me salía del cuerpo una sustancia viscosa y putrefacta, que caía sobre una pila de libros que había en el suelo. Yo trataba de salvarlos, aunque sabía que era imposible, esa plasta ya los cubría y se metía entre las hojas. La fragilidad de los libros quedaba claramente expuesta. Interpreté que esa materia destructiva era lo que yo podría decir, mi expresión personal, que iba a corroer la lectura de mis libros, manchándolos sin remedio. Un detalle que me llamó la atención fue que no era un sueño de angustia, aunque lo tenía todo para serlo. Tenía la forma de una pesadilla, y el contenido de una contemplación intelectual, casi de una interpretación o de un mensaje que venía de lejos. Me tranquilizó: bastaba con no hablar para que los libros no se echaran a perder. En fin, sé que harás un gran trabajo. Te mando un saludo. C”.

Tras ganar en marzo de 2025 el Premio Finestres de Narrativa en castellano, y a casi un año de solicitada la entrevista, accedió a un encuentro: “Hagámoslo la semana que viene. Me acaban de dar un premio en España y tengo que dar un discurso y responder preguntas, me tienen un poco abrumado”.

Ahora, en el centro de Buenos Aires, César Aira termina su café y come una galletita de chocolate.

—¿Seguís escribiendo en bares?

—No. No escribo hace más de un año. Pero sí…, cuando lo hago me siento en una mesa, anoto cosas en mi libretita y cada tanto veo a la gente pasar. Es una linda distracción. El resto lo paso encerrado, entre mis papeles y cuadernos, leyendo casi todo el día. Como hice toda mi vida.

Empezó a publicar en los ochenta, pero la crítica argentina enaltecía a otros escritores como Ricardo Piglia y Juan José Saer. A poco de editar su primera novela, Ema, la cautiva —aunque antes había escrito Moreira, en 1975—, a sus 30 años, César Aira escribió un ensayo en la revista Vigencia, en que dijo que la novela argentina era una “especie raquítica y malograda”, y que Respiración artificial, la novela insignia de Piglia, era “una de las peores novelas de su generación”. No faltaron los dardos contra los “escritores importantes” del boom latinoamericano —Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, García Márquez, Juan Rulfo—, y también llegó a decir que “el mejor Cortázar es un muy mal Borges”.

La división de aguas entre Aira y Piglia, con ecos del clásico Florida-Boedo de los años veinte y treinta en torno a dos vanguardias que discutían en Buenos Aires cuál debía ser el rol de los escritores, ocupó fervorosamente las aulas académicas. En la sede histórica de la calle Puan de la Facultad de Filosofía y Letras, eran la némesis el uno del otro. Los “aireanos” se enaltecían con declaraciones como las que Aira, en 2000, vertió sobre Piglia, diciendo que “era más profesor que escritor”. Creían que Piglia representaba un escritor profesional, consagrado en las instituciones de la burocracia literaria. Los “piglianos”, en tanto, no se quedaban atrás: creían que los experimentos del nacido en Pringles eran literatura pobre o directamente nula. “Simpático Aira, el típico niño olfa [o ñoño]”, lo había definido el autor de Respiración artificial. Parafraseando a Macedonio Fernández sobre Manuel Gálvez, Ricardo Piglia sugería que Aira en verdad no existía y que era el seudónimo con el que firmaba las novelas que le enviaban “los escritores malos de la Argentina”. Ambos, sin embargo, compartían su devoción por Roberto Arlt, Jorge Luis Borges y Duchamp. Con el paso del tiempo, primó cierta indiferencia: la ausencia de Aira, en efecto, quedó evidenciada en los tres volúmenes de los diarios de Piglia. Y en 2021, durante una entrevista en España, el propio Aira pareció cerrar la discusión. Dijo sobre Piglia: “Era una excelente persona. Siempre que nos vimos nos tratamos como distantes caballeros. Era un poco mi contrafigura: era serio, un profesor con mucha responsabilidad con lo que decía, con lo que hacía. No leí ninguno de sus libros, así que no puedo opinar”.

Aira se presentó a numerosos concursos, pero nunca ganó ninguno. En los noventa, persuadió a editores llevándoles sus manuscritos y pobló las editoriales argentinas —chicas, medianas y grandes— con sus “novelitas”, cosechando, a la vez, detractores indignados y admiradores fanáticos. Por caso, el filósofo Tomás Abraham confesó en un capítulo de su ensayo Fricciones que pasó de irritarse por los “indios disfrazados” de sus novelas a parecerle el escritor con las ideas más interesantes de la literatura argentina. Con el siglo xxi, Aira consiguió vender mucho en Europa cuando fue descubierto, en 2002, por el agente literario berlinés Michael Gaeb, fascinado por lo que denominó “libros surrealistas y poco convencionales”, y se hizo conocido fuera de Latinoamérica. Por esa época, sin frenar la provocación, escribió la novela Cómo me reí (2005), “contra la gente que viene a decirme ‘cómo me reí’ con mis libros”.

Tiempo después llegó el elogio de la madrina del punk, Patti Smith, y más traducciones, viajes, reconocimientos. En la edición inglesa de su novela La liebre —que trata, además de Rosas, sobre un cuñado de Darwin y la búsqueda de una especie inventada: la liebre legibreriana—, una frase lo define como “The Borges of the pampas”.

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En una de sus últimas novelas, Los hombrecitos con sobretodo, el narrador, de una edad semejante a Aira, parece observar lo que al resto le resulta indiferente: unos hombrecitos que hacen un espectáculo de piruetas en el techo de un cuartel de bomberos. “¿Yo era el único entonces, el único en apreciarlos y tomármelos en serio?”, se pregunta. Y luego: “Era paradójico que su mejor espectador fuera justamente alguien como yo, un hombre que vive en el pasado”.

En el bar Pizza-Pizza, Aira mira a su alrededor: hay pantallas de televisión, mozos vestidos a la antigua, techos altos y un promedio de clientes de más de 60 años.

—Acá cito a la gente que me interesa. Me gusta porque es un lugar barato y espacioso. Salvo cuando vienen grupos de hombres y confabulan con los mozos gritando como locos. Ay…, el fútbol, ¡qué maldición!

En otra parte de Los hombrecitos con sobretodo se lee: “Mientras los demás distritos de la ciudad van poniéndose de moda uno tras otro y se llenan de bares hípsters, restaurantes gourmet y tiendas de diseño, nosotros persistimos en los vetustos almacenes, supermercados chinos y parrillas grasientas”.

—¿No escribís hace más de un año?

—No, nada —la voz se apaga en un hilo, aunque los ojos están vivaces debajo de los anteojos cuadrados—. Qué sé yo, ya escribí tanto que me adelanté de antemano.

—¿Por qué no estás escribiendo?

—Por falta de ganas, por cansancio. Debe ser la edad.

—¿Y alguna vez estuviste tanto tiempo sin escribir?

—No…, que yo recuerde, no.

—¿Y cómo estás con eso?

—Naaa, bien —resopla ligeramente—. Me alegra lo que pude hacer en tantos años. Ahora me consuelo contando la plata de los premios, como una especie de exescritor —dice, riéndose.

En 2021, entrevistado por el diario El País en ocasión de recibir el Premio Formentor a su trayectoria literaria, anticipó: “Yo doy por terminada mi vida. No voy a adaptarme al nuevo mundo”.

Sus amigos dicen que, entre sus manuscritos inéditos, existen entre 30 y 40 títulos.

Hay Aira para rato en el mercado editorial.

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Coronel Pringles es un pueblo agrícola-ganadero de Buenos Aires que tiene 20 000 habitantes. Allí se implementó el “Circuito Aira”, un recorrido que va de la casa de sus primeros años al colegio donde estudió, pasando por lugares emblemáticos de sus relatos, como el Hotel Avenida y la iglesia. César Aira nació ahí en 1949.

—Pringles está igual que cuando mi hermano César se fue a sus 18 años a Buenos Aires. Estudió abogacía por consejo de mi papá, pero dejó y siguió Letras. Los jóvenes se van del pueblo y queda pelado.

La única hermana de César se llama Amelia, es docente jubilada y está preparando un viaje al Camino de Santiago, en España. Habla con su hermano por teléfono en ocasiones especiales. Como el resto del círculo íntimo, esquiva un encuentro y envía audios de WhatsApp. Lo primero que dice es que en la familia de su madre había teatreros y músicos. El arte estaba en la sangre. Con su hermano, quien le lleva pocos años, había buen trato, pero no jugaban juntos. De grandes, cuando ambos coincidieron en Buenos Aires, vivieron unos años en el mismo departamento. “Nunca me imaginé que sería escritor, pero tenía una personalidad distinta a los chicos de su edad”, reconoce, y cuenta que en su casa había pocos libros.

—En las dos bibliotecas del pueblo, César agotó todos los libros, no tenía nada más que leer —dice Amelia en tono algo neutro, como si se aburriera de haber contado la anécdota en más de una oportunidad.

Ahí, Aira devoró historietas, leyó a Julio Verne y a Salgari, descubrió el Quijote, la Divina comedia, a César Vallejo, Proust y Kafka, obras infinitas que releería de adulto, “la buena literatura” que le ha hecho decir que, desde las bibliotecas de Pringles, “he querido seguir siendo un lector escribiendo”.

En el barrio tenía varios amigos, muchos hijos únicos, varones. Pero él quería estar solo. Cuando con su familia iban al único cine del pueblo no le gustaba ver las películas en compañía.

—Se sentaba en la primera butaca de la fila 6, y yo me sentaba más atrás con mi papá y mi mamá. El dueño del cine lo mimaba y le daba ese lugar hasta cuando se vendían todas las entradas.

Pese a su retraimiento, les ayudaba a hacer las tareas a sus compañeros de escuela.

—Los pibes venían a casa y César les hacía la síntesis de los libros. Lo idolatraban.

Amelia dice que cuando viaja a Buenos Aires se suelen encontrar en San Telmo, en un bar que se llama La Poesía. Un rato de charla y poco más.

—Porque a Pringles no vino nunca más desde que murió nuestra mamá.

En Pringles vive Omar Berruet, uno de sus amigos de infancia, que nunca se fue del pueblo.

—De César apenas si leí sus libros, llego a la mitad y después los dejo —se sincera Omar.

En un terreno del padre de César hacían casitas, jugaban al ajedrez o leían. El padre de Aira tenía una casa de venta de máquinas agrícolas y corrían por los galpones, llenándose de grasa. Hacían fogatas con las cubiertas de camiones en las fiestas religiosas.

—En las noches de verano jugábamos con la luna bien grande en el cielo, la mirábamos y corríamos para escaparnos de ella. Eran calles de tierra, no había asfalto. Era hermoso —evoca Omar, con la voz atragantada.

El juego más memorable era cuando se ponían a contar. César empezaba con 10 avestruces, Omar seguía con 100, competían frenéticamente.

—Era nuestro preferido, lo llamó “el infinito” y me dio mucha alegría cuando lo leí en un relato suyo —dice, sentado en la plaza principal—. Pringles tiene las obras del arquitecto Francisco Salamone, y lo tenemos a Aira. Cuando viene la fecha de la entrega del Premio Nobel, en las radios y en la tele se hace la previa. El pueblo hace fuerza para que gane.

Con el correr del tiempo conservaron un trato distante pero ameno. A César Aira lo declararon ciudadano ilustre en 2020 y allí se cruzaron por última vez. Omar se enteró hace poco de que su amigo tiene celular y le pasaron el número, pero nunca lo quiso molestar.

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Desde que ganó fama a comienzos del nuevo siglo, cada tanto se publican notas con títulos como “¿Es Aira el mejor escritor de habla hispana del presente?”, “¿Quién es realmente César Aira?”, “Vanguardista o enfant terrible de las letras”, “¿Es el secreto mejor guardado de la literatura?”, “¿Es César Aira mejor ensayista que novelista?”.

Objeto de estudio de cientos de papers académicos y ensayos críticos que se actualizan en la web, venerado por escritores-fans —entre otros, dan cuenta los libros Aira o muerte, de Daniel Mecca; Los años Aira, de Alberto Giordano; La muerte de César Aira, de Francisco Bitar, o El mal de Aira, de Andrés Restrepo Gómez—, el nombre del escritor argentino no pasa desapercibido en congresos, seminarios y ensayos sobre literatura sudamericana. “En la Argentina hay más aireanos que escritores”, decía Ariana Harwicz en la Feria del Libro de Madrid hace unos años, cuando Aira figuraba entre los candidatos de las casas de apuestas para ganar el Premio Nobel.

Todos los especialistas coinciden en que no hay una novela consagratoria ni una etapa superior. Que no existe un Moby Dick ni una Madame Bovary en la obra de Aira. El escritor y abogado Ricardo Strafacce, que compiló César Aira, un catálogo, dice que produjo una ruptura en la literatura argentina sin dar un batacazo.

—A partir de Aira, se pueden ensanchar los límites. En su continuidad, libro a libro, dio un sentido nuevo al uso del habla común y a la autonomía de la literatura. Él dice de sí mismo: “Yo hago cuentos de hadas dadaístas”. Es notable el aspecto de su invención con las vanguardias históricas —dice Strafacce.

—Sus detractores dicen que está sobrevalorado, que tiene una obra despareja, lo critican porque no corrige o que publica, a veces, por demás —le planteo.

—Se han tomado en serio todo lo que dice y eso es un disparate. Me consta que Aira corrige, lo que quiso polemizar es que no se puede estar corrigiendo todo el tiempo, rescatar lo espontáneo y su gusto por la improvisación. En las críticas hay bastante mala fe, criticar a alguien por ser prolífico es ridículo. Hay una moda en hablar en contra de Aira, por pereza y por mala fe porque no aparece públicamente, no se encuadra política o socialmente. Ante los que dicen que banalizó la literatura y que hizo que cualquier pavada sea un libro, expreso lo contrario: modernizó nuestra tradición y se adelantó a la época.

Los amigos escritores del presente son un sostén para Aira, según él lo ha reconocido varias veces. Strafacce es de su misma generación, pero él suele juntarse con escritores y editores más jóvenes.

—Para mí es un genio —dice Strafacce—. Es un escritor experimental, sin renunciar al relato, creó nuevos mapas de lectura. Aira es una obra poética escrita en forma novelesca. Mi orden es Borges, Aira y después todos los demás. Pero una biografía sobre él sería muy aburrida. Él lo ha dicho miles de veces: las vidas de los escritores son muy pobres al lado de su literatura. Es tímido, un hombre que solo habla de literatura y destila un humor inteligente. Nada de política ni de deportes, algo de nuestras familias. En una charla reciente me habló [de] que se está perdiendo el largo camino del lector. Que para tomar un libro, tener una hora de lectura y sentir que te puede cambiar el día, hay que tener una sensibilidad previa hoy algo olvidada. “¿Qué es de un escritor sino leer y escribir?”, se queja.

En el último tiempo lo siente más melancólico, afectado por la pospandemia y quejándose de la vulgaridad extrema de su país.

—Cuando el Nobel vuelva a América del Sur, le tocará a César —dice.

El escritor Martín Kohan suma otro rasgo: dice que Aira es la contracara perfecta del estereotipo de escritor. Lo sitúa en un “vanguardismo lúdico” cuya novedad de la obra son sus novelas “biónicas” y “mutantes”. En Aira —analiza Kohan—, no hay un estilo reconocible ni un autor que piensa en los géneros. Aira es incontenible.

—Escapa al aura de trascendencia y a esa cosa profunda, grave, del escritor. Aira se ríe de la idea del sacrificio y de la inspiración, incluso de la búsqueda de la novela total y, por el contrario, lleva al extremo, a la saturación, un programa de publicación. Hay algo dichoso, de ganas de escribir, que es la antítesis del escritor sufriente y atormentado. Sus famosas ideas de la fuga hacia adelante y del continuo que puede unir los heterogéneos, algo que aprendió de Deleuze.

Cada novela es irrepetible e impulsa a la siguiente. “Y si no te gustó, no pasa nada”, comenta el narrador y docente argentino. Elige entre sus libros favoritos a Varamo (2002), El tilo (2003) y Un episodio en la vida del pintor viajero (2000). De la última rememora la escena “expresionista” en que Johann Moritz Rugendas, el personaje principal, sufre un accidente en las montañas y es electrocutado por un rayo junto a su caballo.

—Hay mucho siglo XIX argentino en su literatura, aparece Aira como personaje de sus novelas, está incluso la violencia de los setenta y no le esquiva a la política, como en la novela El presidente [2019]. Y de repente te saca ensayos sobre el arte y la creación, hablando de Baudelaire y Mariane Moore, como Sobre el arte contemporáneo [2016] y La ola que lee [2021]. Aira desarma todo, lo saca a golpes de parodia, sátira, risa, juego, absurdo, ironía. No existe, ni por mínimo, un escritor tan singular.

Su extensa obra está descentralizada en docenas de editoriales, la gran mayoría pequeñas, como Mansalva, cuyo editor, Francisco Garamona, es su amigo.

—Nos encontramos en bares. César tiene una luminosidad, una generosidad y una sabiduría que son únicas en este oficio. Le veo el aura de alguien que ha dominado una materia tan exigente como la literatura —dice Garamona—. Cada nuevo libro es esperado por los lectores como la dosis de una droga exquisita.

En su último libro, Alguien que canta en la habitación de al lado, Alan Pauls lo señaló como la gran influencia en la literatura argentina de las últimas décadas. Entrevistado por Pauls, Aira habló de la literatura como ese lugar en el que se encontró “condenado a vivir y protegerse de todo lo malo que sucede en la vida”. Pauls dice que, según sus editores extranjeros, triunfa centralmente en Estados Unidos, Francia y Alemania. En Argentina, Pauls encuentra una paradoja: Aira goza de bastante popularidad y a la vez sigue siendo un escritor de nicho, un escritor de escritores.

—Aira es el gran artista de la literatura infantil sin moraleja, mitad punk, mitad naíf —define el escritor argentino Juan José Becerra—. Sus libros nos hacen sentir niños leyendo por primera vez una primera literatura —dice una tarde de otoño, sentado en un bar del Centro Cultural Recoleta que expone la muestra “César Aira: medio siglo de literatura”, organizada por el especialista Diego Cano, administrador de la página de Facebook “Todo Aira”.

El encantamiento, según Becerra, lo acerca a los hermanos Grimm y a Perrault. Y dice que mientras Borges tiene una imaginación letrada y adulta, Aira ejerce su imaginación con una libertad total.

—Sus libros no tienen personajes memorables. El que siente es Aira, y generalmente lo hace con la cabeza. ¿Y? Reprochárselo es como reprocharle a Messi que haga mal los saques laterales.

Cierta vez entrevistó a Aira en la Universidad Nacional de Rosario. Cada respuesta terminaba con un “creo”.

—Me pareció un marciano. Su ritmo lento, su voz apagada, su cansancio estructural. Como diciendo: “Puta madre, tengo que vivir”. Me gustó esa manera ya no de colgarse, sino de vivir colgado, que es lo que deduzco de esa dinámica de autosuficiencia. Digamos que es un tipo que está en su mundo. Totalmente hecho de literatura.

Aira considera a Pablo Katchadjian, nacido en 1977, uno de los mejores escritores del presente. Lo defendió públicamente cuando Kodama, la albacea de Borges, le hizo un juicio por plagio por El Aleph engordado, un texto en el que usaba como base El Aleph, de Borges, al cual le agregó palabras. Katchadjian ganó el juicio y le agradeció la defensa como gesto de amistad.

—Le gustó una novela mía que se presentó en un concurso [del] que fue jurado y empezamos a ser amigos. En la primera charla me preguntó qué autor me gustaba, le respondí Heinrich von Kleist. Y ahí entramos en íntima afinidad —dice Katchadjian por teléfono, mientras camina rumbo al colegio de su hijo en Buenos Aires—. Aira es un faro, en el sentido de que como escritor siempre algo habilita. Es pop, es punk, es absurdo, es disruptivo. Nos enseñó la libertad en hacer lo que se le canta con la literatura. Y cada año escribe mejor, es buenísimo.

Los que conocen a Aira acuerdan en que durante décadas fue un autor subestimado y encasillado como de “culto” o “anormal” en el campo literario argentino, del cual incluso se hablaba despectivamente. Para Pablo Katchadjian, es un fenómeno literario en sí mismo.

—El otro día me dijo: “Me encontré con alguien que hablaba pestes sobre mí, y ahora le encanta lo que hago”. Lo noté contento —dice Katchadjian.

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—La mayoría de sus viejos amigos ya partieron.

En diálogo breve por Instagram, la mujer de Aira, Liliana Ponce, los enumera: Osvaldo Lamborghini, Alberto Laiseca, Luis Chitarroni, Héctor Libertella, Michel Lafon. De Lamborghini, a quien consideraba uno de sus maestros, Aira fue albacea y solía glorificar su boutade de “primero publicar, después escribir”.

—Con César tenemos mundos separados. Cada uno su círculo, sus cafés con sus propias relaciones. Y no intervenimos —cuenta Liliana, cuya movilidad está reducida por la ELA.

Habla de su marido con cautela. Se conocieron en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Se recibieron a comienzos de los setenta, en una época de convulsión política con tomas de facultades, redadas policiales y marchas estudiantiles. Egresaron con título de profesores. Aira nunca ejerció y al poco tiempo empezó a trabajar como traductor, pero Liliana sí. Hoy estudia la literatura japonesa clásica y del budismo. Además, trabajó como docente de colegios secundarios, como traductora y correctora en editoriales.

—La nuestra fue una generación potente. Tuvimos compañeros como Ana María Shua, Gabriela Massuh, Elsa Bornemann. Sumado al poeta Arturo Carrera, que se conocía desde Pringles con César y hacía reuniones en su departamento para charlar sobre arte y literatura o escuchar música. Ahí te encontrabas con pintores como Alfredo Prior y Juan José Cambre.

César Aira siente predilección por el free jazz, es admirador de Cecil Taylor, sobre quien escribió un libro. También le gustan Keith Jarrett, João Gilberto, Morton Feldman, Morrissey y Scarlatti. Suele escuchar música de noche, cuando toma un whisky para cerrar la jornada. En el cine siempre alabó la elegancia de Almodóvar, la vanguardia de Godard y la estética de Raúl Ruiz. Es fan de un dibujo animado llamado Las sombrías aventuras de Billy y Mandy, o de repeticiones de Alf o La niñera.

—Nunca fuimos bichos universitarios. Nuestro proyecto personal era más artístico que académico. Aunque yo siempre fui distinta que César, jamás tuve la ansiedad de publicar —dice Liliana Ponce, que desde hace más de 50 años, según la crítica especializada, publica una de las obras más singulares de la poesía argentina.

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Se casaron en 1979 y tuvieron dos hijos: Tomás y Noemí.

Tomás tiene 44 años y lleva el nombre del padre de César Aira. Prefiere hablar por celular. Al igual que su madre, se muestra cordial pero prudente. Es dibujante de historietas. En sus redes sociales escribió: “Dibujo historias de guerra y ciencia ficción. Quiero dibujar romance, ya saldrá”.

—Mi vieja pintaba antes de casarse. Mi viejo me contó que cuando yo tenía 10 años le compramos un juego de acuarelas. Lo dejó tirado en un armario, hasta que un día lo vi y me puse a pintar.

Fue al colegio Fernando Fader, un secundario artístico. “Me gusta más la literatura chatarra y de ciencia ficción, esos libros que no estaban en casa”, dice, e interrumpe para atender una llamada de su padre. Hay algo urgente que coordinar sobre la salud de su mamá.

La casa familiar es una especie de librería, con cerca de 20 bibliotecas. Pilas y pilas de libros distribuidos en habitaciones muy pequeñas.

—Hace unos años tenía miedo de que se le desfondara el piso, por su gigantesca cantidad de libros. Nos dio autorización para agarrarlos y hacer lo que quisiéramos. Pero cada tanto pregunta, algo molesto: “Che, ¿alguien vio este o agarró aquel?”. De mi viejo leí un montón de novelas. Es raro leerlo, pero me divierte.

Antes de que Aira sufriera la fractura de una pierna, lo que requirió que la estabilizaran con clavos de titanio, iba al gimnasio o a andar en bicicleta.

—Fue un padre cariñoso, atento. Íbamos al Parque Rivadavia y me compraba Astérix, las historietas de Disney, de Superman, Batman. Tiene una memoria impresionante. Es capaz de acordarse del actor de una película que vio en su pueblo cuando tenía 13 años. Y después te cuenta la historia completa.

En los veranos iban a Coronel Pringles. Tomás Aira pasaba meses enteros con su primo Ramón: “Me quedaba más tiempo como una forma de liberar a mis viejos”.

—Mi viejo solo cocinaba cuando hacía falta. Cero fútbol. En casa no se reunía con amigos, siempre fue de ir a bares. De hacer su caminata diaria y después ir a los barcitos a escribir. Siempre fue hogareño, de estar tranquilo y trabajar desde casa. Se armó una especie de estudio en un cuarto pequeño, con la máquina de escribir y luego la compu. Y un teléfono que odiaba tanto atender que compró un contestador automático.

La última vez que viajaron juntos a Coronel Pringles fue cuando falleció su abuela Isabel, la madre de César Aira, hace 10 años. Isabel González Aira era profesora de música, fanática de la obra de su hijo, y escribía en la revista La Pringlense. Como parte del mito, se ha dicho que La Pringlense había sido una creación más de César Aira, y hasta incluso los más osados especularon con la idea de que su madre sería la verdadera autora de todo lo que firmó su hijo.

—Mi viejo estaba triste, pocas veces lo había visto así porque las emociones se las reservaba. Mi abuela era muy pegada a él y lo llamaba seguido. Recuerdo que él se había ido a Alemania, a una residencia, durante un mes. Mi abuela me llamaba y cada tanto me decía: “Pero ¿en qué Alemania está?”. Y le tenía que explicar que no existía más lo de Occidente y Oriente. Mi viejo es bastante charleta. Es irónico, despierto, asocia cosas. Un juego donde pasábamos horas era el ajedrez. Le gustan los chicos pequeños. Recuerdo que una vez un hijo de una familia conocida estaba en un rincón, sin jugar con nadie, y de pronto César se le acercó y jugaron a los autitos. Se reía como un loco y los adultos lo miraban asombrados.

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Arturo, de nueve años, es el único nieto de César Aira, hijo de Noemí.

—Mi hijo lo adora —dice Noemí, que atiende el teléfono con predisposición y luego completa la charla con audios de WhatsApp—. Juegan al ajedrez con un tablero que trae César. Y comparten lecturas. Hace poco le regaló Las aventuras de Tintín. Pero es bastante despistado, no podés pedirle que le haga una leche chocolatada. Conecta más con los juegos y desde lo mental. De chicos, nos leía de noche, Robin Hood, La historia sin fin. Papá siempre con un libro en la mano. Pero nunca diciendo: “Tenés que leer tal libro” o que uno por leer iba a ser mejor persona ni que los libros los escribe gente buena o mala.

Noemí tiene 42 años y vive en Avellaneda, una zona que está al sur de la ciudad de Buenos Aires. Sus padres buscaban un nombre sin “A” para que no se adosara al apellido. Le preguntaron a Tomás, su hermano, si sugería uno y dijo “Mimí”, como le decían a una amiga de ellos, la poeta Noemí Ulla.

Noemí Aira estudió la licenciatura en Artes en la Universidad de Buenos Aires, con especialidad en Artes Plásticas, y trabaja en la Fundación Proa, centro privado de arte orientado a la difusión de los grandes movimientos artísticos del siglo XX. Allí se dedica a atender al público. Es curadora, algo que, dice, descubrió en las revistas de arte que compraban sus padres. “La novela que más me gusta de [mi] viejo es Artforum [2014]. Ahí se cuenta la relación obsesiva de un coleccionista con la revista Artforum. Y ese justamente era mi viejo, que era un lector fan de esa publicación. Recuerdo como un evento muy lindo que llegaran a casa esas páginas internacionales, un objeto preciado”.

Su padre jamás se llevó bien con horarios de oficina: necesitaba autoimponerse rutinas fijas. Escribía de día, nunca trasnochaba.

—Hice una maestría y todos se me acercaban por él. Eso me metía bastante presión, como que había respeto por el apellido y debía ser una muy buena alumna. Que gane el Premio Nobel sería hermoso. Pero dice que nunca lo va a ganar porque el Nobel tiene un costado social, un compromiso político y de buenas causas. Y su literatura es surrealista y de realismo delirante, como la define él.

“Mi hija escribía poemas. Cierta vez dijo: ‘Voy a escribir un solo poema por día porque estoy ‘eteriorada’”, contó Aira durante una de sus últimas conferencias en Europa. Despojado y ahorrativo, ni siquiera en los instantes más celebratorios César Aira invitó a mucha gente. “Una cenita entre nosotros y listo”, se ríe su hija. No hubo grandes viajes ni regalos. El lujo era una lapicera de marca o un buen perfume.

En 2001, la familia sufrió la crisis económica del país. Nunca ajeno a su época, Aira publicó entonces La villa, una novela en la que cuenta cómo un joven que no hace otra cosa que ir al gimnasio y es hijo de una familia acomodada, de pronto empieza a ayudar a los cartoneros y vagabundos que colman la ciudad y se interna en los pasadizos de una superpoblada villa miseria.

Poco después, Aira empezó a publicar en Eloísa Cartonera, una editorial que usa tapas de cartón compradas a las cooperativas de trabajo de cartoneros de Buenos Aires. Les dio sus manuscritos sin pedirles nada a cambio.

—Vivimos con lo justo, pero todo era bastante calmo, se respiraba libertad —rememora Noemí—. Ni nosotros como hijos éramos muy locos ni ellos eran controladores.

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Pocas veces César Aira habla mirando a los ojos. Sigue dialogando en el bar Pizza-Pizza con un humor algo infantil y filoso —se indigna con el marketing literario y la promoción que se hace de escritores jóvenes diciendo que escriben “novelas extrañas y misteriosas”, lo ve como algo pomposo y esnob—, una permanencia entre serena y apesadumbrada, y un devenir de digresiones en las que prolonga largos mutismos, como si buscara algo olvidado en la memoria.

—Tanta curiosidad me da lo que dicen sobre esos escritores, se habla hace años también de la literatura del yo y esas modas, que van a lograr que algún día me compre algún libro y los conozca. Es el éxito de este nuevo mundo. En la era de la autoficción, no hay escritor más autobiográfico que yo, pero está todo en clave. Siempre escribí mis novelas casi como diarios íntimos. Lo que pasa es que nunca me preocupé por el marketing —vuelve a reír, suave y discreto.

—¿Cómo fue eso?

—Un error colosal mío, pero imaginate que publicando más de un libro por año como hice me la tendría que haber pasado dando entrevistas sin escribir nada. Muchos escritores aprenden trucos en los talleres literarios para hacerse conocer mejor, nunca tuve esa habilidad —dice Aira, que nunca tomó ni dio ninguno.

Los departamentos de prensa de las editoriales grandes rogaban que diera entrevistas. “Odiaba hacerlas. Localmente no hacía falta apoyar su obra para que se vendiera. En el exterior era diferente, porque lo necesitaba y las editoriales se lo exigían”, cuenta Florencia Ure, que fue jefa de prensa de Penguin Random House.

En Cumpleaños, novela publicada en 2001, escribió: “Hace poco cumplí 50 años, y había acumulado grandes expectativas con la fecha, no tanto por el balance de lo vivido que podría hacer entonces como por la renovación, el recomienzo, el cambio de hábitos. De hecho, no pensé ni por un instante en hacer un balance o evaluar el medio siglo pasado. Tenía la vista fija en el futuro […]. Y sin embargo, no pasó nada. El día de mi cumpleaños llegó y pasó: trabajos pendientes, ocupaciones banales, la fuerza de la rutina, que a esta edad se hace tan dominante, compitieron para que pasara sin pena ni gloria. La culpa fue mía, por supuesto, porque si quería que hubiera un cambio debía haberlo efectuado yo mismo, y en realidad me confié a la magia del acontecimiento, me dejé estar, seguí siendo el mismo de siempre. ¿Qué otra cosa podía esperar, en términos prácticos, si no había tenido ninguna intención de divorciarme, ni de mudarme, ni de cambiar de trabajo, ni de nada especial? En fin, lo tomé con filosofía y seguí viviendo, lo que no es poco”.

—Hablando de escritores, ¿qué leíste últimamente?

—Un amigo me regaló la obra completa de Balzac. Empecé a releer La comedia humana, pero paré un poco porque es demasiado pesimista, sombrío. Cuando me reponga vuelvo a atacar las más largas, como Esplendores y miserias de las cortesanas. La relectura es algo apasionante, siempre.

Vive entre los barrios de Caballito y Flores. Alquila un departamento en Caballito, con ascensor para su mujer, que se mueve en silla de ruedas, y conserva su departamento de más de 50 años, ubicado en un segundo piso por escalera, bautizado “el estudio de Bonorino”, en Flores, un barrio que fue cuna de su admirado Roberto Arlt y uno de los escenarios más recurrentes de su obra, junto a Coronel Pringles. En la charla comenta, al pasar, que las viejas casonas aristocráticas de Flores se convirtieron en edificios amplios y modernos, con el exarquero de fútbol José Luis Chilavert como dueño del negocio. “Me taparon el sol, pero gracias a sus contactos políticos nunca se me corta la luz, ¡un milagro en Buenos Aires!”, dice, como si hablara con alguien que no conoce su ciudad. Ha sido agasajado como vecino ilustre en el Museo Barrio de Flores, que suele empapelar las calles con sus textos. “Me da un poquito de vergüenza ir a ese museo. Mi viejo me contó el otro día, con sarcasmo, que su parte es más grande que la del papa Francisco”, se inquieta Tomás, su hijo.

No suele asistir a los homenajes que recibe en Argentina y nunca respondió a los legisladores de la ciudad de Buenos Aires que lo propusieron como Personalidad Destacada de la Cultura. No tiene auto, camina un rato todos los días. Sus famosas “caminatitas” por Coronel Pringles, cuando iba a visitar a su madre una o dos veces al año, las recuerdan los pueblerinos con un par de imágenes: Aira solo, sentado por horas en un banco de plaza o recorriendo las calles donde jugaba de niño. Cuando iba a ese pueblo, se quedaba más tiempo con sus sobrinos pequeños que entre adultos. Muchas novelas suyas tienen escenas de infancia, como En El Pensamiento (2024), la evocación de la niñez en un mundo rural; Cómo me hice monja (1993), que narra la vida interior de un introvertido niño de seis años llamado César Aira que se ve a sí mismo como una niña, o Yo era una niña de siete años (2005), las aventuras de una niña-princesa, hija de un rey que ha vendido su alma a potencias sobrenaturales.

Dice que un equipo de filmación del Premio Finestres lo grabó en su casa, y que con ese “discursito” consiguió no recibirlo en España. No es que no disfrute viajar —ha dicho que Niterói, en Río de Janeiro, era “su lugar en el mundo”, y se puso contento recientemente porque en Brasil, mercado esquivo para sus ediciones, publicaron más de 15 libros suyos—, sino que está agotado de las presentaciones. El jurado del Finestres, integrado por Mathias Enard, Mariana Enriquez y Carlos Zanón, rescató: “El lúdico placer de fabular del autor, la profunda ligereza y la aparente sencillez de una prosa y una estructura de una novela que viene a sumarse a un proyecto literario monumental”.

—Me enteré [de] que la estatuilla es un perro, con la aberración que les tengo. Ya tengo una colección de objetos abominables, me ocupan muchísimo espacio y no sirven para nada.

—El año pasado se dice que estuviste muy cerca de ganar el Nobel, ¿cómo lo viviste?

—Eso fue por la nota de la televisión sueca, pero generó falsas expectativas. Soy el eterno candidato. Estoy agradecido, pero ya no quiero más premios. Se los tienen que dar a los jóvenes, yo estoy viejo.

—En la entrevista aparecías con el pelo y la barba larguísimos, como un vagabundo…

—Me los había dejado en señal de rebeldía, pero mi familia hizo la guerra y me tuve que cortar. Bueh, no soy tan rebelde como parece.

De pronto, se acuerda de algo que quería comentar sobre el diseño de sus libros:

—Hubo una de relatos reunidos que eran zapatos tirados en el piso, ¡horrible! Eran ocurrencias de Claudio López Lamadrid, se aprovechaba [de] que era un gran amigo y lo dejaba que hiciera lo que quisiera. Recuerdo Los fantasmas, que trata sobre un edificio en construcción, a pleno sol, y la tapa fue una habitación a oscuras, con una señora sin rostro. ¡Nada que ver! Le expliqué a la editorial de qué se trataba la novela, porque nadie lee nada, y entonces la modificaron.

Rescata algunos dibujos de las tapas, sobre todo de las editoriales pequeñas. Y en la conversación, con los desvíos que acostumbra en sus ficciones, se cuela su hijo Tomás:

—Una vez estaba en Colombia como invitado de honor y en un puesto de cómics un vendedor se acerca y me dice: “Perdón, ¿usted es el padre de Tomás Aira?”. Me recuerda a Johann Sebastian Bach, que no fue muy valorado en vida, sino luego, por Schumann y Mendelssohn. Bach decía: “De joven, fui el hijo de Bach, y luego fui el padre de Bach”, en relación con su padre, gran músico, y a su hijo, Carl Philipp, compositor que fue más conocido que él. Esta cosa del padre y el hijo al revés, ¿no?

—Dijiste, más de una vez, que Manuel Puig te parecía uno de los mejores escritores argentinos. ¿Por qué?

—Puig se sentaba a escribir y se le ocurría sacar la punta al lápiz, y así se pasaba dos horas, y después regaba las plantas. Yo he dado los mismos rodeos, siempre escribí poco y lento, pero con mi paginita diaria sacaba dos o tres libros al año. Lo llegué a conocer y me gusta mucho como escritor, tanto como Borges, como Gombrowicz. Es muy bueno en el teatro, podría haber sido el dramaturgo argentino. Probaba distintos enfoques, cada obra es distinta. Tenés Bajo un manto de estrellas, una comedia a la inglesa en tiempo secular, o Misterio del ramo de rosas, una obra romántica que llegó a ser representada por la estrella de cine Anne Bancroft, o Triste golondrina macho, una obra expresionista a lo Strindberg.

Aira ya no va al teatro, a los museos, ni a los cines, ni a las galerías de arte. Ocupado de las tareas domésticas y del cuidado de su mujer, tiene tres horas libres por día, desde las cinco de la tarde a las ocho de la noche. A veces se pone a ordenar viejos papeles, como los textos ensayísticos que integraron uno de sus últimos libros, Actos de presencia (2025).

—Junté todo lo que había conservado de ponencias y conferencias, y lo ordené por fechas. Es un poco triste comprobar que se ha llegado a la edad de las recopilaciones y los refritos. Pero al pasar los 70 años, es lógico que las facultades mentales disminuyan.

Asegura que todo lo que escribió sobre literatura fue para justificar una invitación o un viaje.

—Me río cuando me definen como un escritor metaliterario o esas pavadas.

Entre lo que llama sus “novelitas” se reencontró con una de su juventud que escribió en francés, cuando vivió un tiempo en París. Y tiene otra guardada que le prometió a su amigo editor Damián Ríos.

Semanas después, en ese mismo bar, Damián Ríos rememora el momento en que lo conoció: leyendo su libro La prueba, en los noventa. “Me rompió la cabeza con esas dos muchachas punks como heroínas”, admite, y luego dice que fue como alumno a sus charlas sobre Alejandra Pizarnik en el Centro Cultural Rojas de la Universidad de Buenos Aires.

—Su condición de crítico agudo va de la mano con su ingenio como escritor. Deja que todo lo influya, es un lector contaminado. Y conserva un gran conocimiento literario que sintoniza con la frescura de su época. Aira es esencialmente contemporáneo —precisa Ríos, que cuando trabajaba en la editorial Interzona se sorprendió al recibir una propuesta de Aira para que publicara Yo era una chica moderna (2004]) Años después, junto a Mariano Blatt, fundaron la editorial Blatt & Ríos y editaron Yo era una mujer casada (2010). Y así, varias más hasta el presente.

—Las novelas más largas se las da a editoriales más grandes, y el resto va a nosotros, las más chicas. Piensa en nosotros, las selecciona.

Aira trabajó como traductor más de 30 años, con un manejo de, al menos, cuatro lenguas extranjeras. Su especialidad fueron los best sellers estadounidenses: eran los que mejor le pagaban. “Nunca me lo tomé en serio, fue puramente alimentario”, dijo Aira, aunque reconoció que traducir le dio un notable entrenamiento para su prosa.

Lo que sorprendió a Ríos, además de su amabilidad y caballerosidad —suele pagar cada vez que se encuentran en Pizza-Pizza—, y de disfrutar de su inteligencia “acogedora”, fue la velocidad de su prosa combinada con una gran capacidad de reflexión.

—Y esa mezcla única de realismo con fantasía, como ese personaje del indio filosofando como un lacaniano en Ema, la cautiva.

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No busca más pleitos y se siente arrepentido por haber cosechado enemigos con sus dardos venenosos. Habla de un encuentro reciente con la escritora argentina Liliana Heker, de 82 años. Se cruzaron casualmente en una calle de Buenos Aires.

—Con Liliana me porté como un maleducado, fue sin querer —rememora en el bar Pizza-Pizza, mientras se seca la humedad de la frente—. La felicité porque había ganado el Premio Nacional hace unos años. “Basta sobrevivir lo suficiente y ya te lo ganás”, me dijo. Y le respondí, muy suelto de cuerpo: “Claro, tenés razón”, en vez de decirle: “No, Liliana, qué decís, te lo tenés muy merecido”. Tres cuadras después reculé y me dije: “Qué hice, fui un tonto”.

Últimamente se la pasa haciendo pilas de libros para que un librero de Flores los recoja de forma gratuita.

—Muchos de esos los había comprado en mesas de saldos, por ejemplo, cuando escribí la locura del Diccionario de autores latinoamericanos [publicado por primera vez en 1998 y reeditado en 2018, una descomunal selección alfabética de autores y obras]. Hice tantas cosas ridículas.

Un joven psiquiatra lo empezó a visitar, se hicieron amigos y una tarde admiró su colección completa de Jacques Lacan. “¿Te gusta? Llevátela, te la regalo”, le dijo de inmediato.

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Los días anteriores a la entrega del Premio Nobel, en octubre de 2024, el timbre de la casa de Raúl Veroni, en Caballito, sonó durante todo el día.

—Los fanáticos de Aira se llevaron mis libros de a cantidades. Claro, esperan que a mí se me agoten para revenderlos por su cuenta. Ese es su negocio, porque hay una especulación con sus libros.

Veroni tiene 59 años y es dueño de la editorial Urania. Conoció a César Aira en una cena con escritores que discutían volcánicamente, en 2009, y de repente el nacido en Pringles levantó un dedo en la mesa y todos hicieron silencio.

—Era un Júpiter que ponía orden. Pero en la mesa amagó con decir algo y nunca dijo nada. Después me dijo: “¡Un ready-made!” —sonríe, sentado en su casa, donde funciona una galería de arte y la editorial pequeña, fundada en 1943 por su padre, que vende ejemplares numerados y firmados a mano por César Aira.

Dice que suele visitarlo con regularidad. Con las editoriales chicas, el candidato al Nobel apuesta a los libros-objeto: le gusta que los lectores lo busquen. Aira le dio varios relatos a Raúl Veroni, como Los dos hombres, para que publicara en su sello.

—Imprimí 50 ejemplares y le di la mitad a César. No era un libro barato en el mercado. Los aireanos compraron enseguida, y por ser la primera vez me llevé una gran sorpresa. César es discreto, pero de una erudición extraordinaria. La otra vez le mostré una revista surrealista y me dijo, sobre un personaje: “Ah, ¿sabés que ese era el compañero de banco de Lautréamont?”. Lo miré sin saber qué responderle. Y otro día, sobre un artista alemán, al toque me dijo: “Ah, ese es el que Rilke le hizo el prólogo”. Sabe datos muy curiosos. No es ningún secreto que es muy generoso con las editoriales pequeñas, renunciando a sus regalías. Los aireanos, que no son muchos, quieren tener todo lo que salga de él, como una especie de cofradía. Y César es un ciervo en el bosque.

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Son las cinco de la tarde. César Aira se siente algo fastidiado, con ganas de terminar la conversación. Dice que no tiene mucho que decir a escritores amateurs ni a lectores inéditos. Sin embargo, repite cosas que, en verdad, ya ha dicho en otras entrevistas, sin esconder contradicciones ni ambigüedades. Ha sido capaz de decir que “lo difícil es escribir, no escribir bien”, y a la vez habló de que todo se divide entre “buena” y “mala” literatura. Al tiempo que reivindicó la literatura como el arte supremo en que convergen todos los lenguajes artísticos, dijo, en más de una ocasión, que la literatura no tiene ninguna importancia en la sociedad y que es inoportuna e inútil. Que hay que recuperar la esencia lúdica e infantil del arte. Que sus historias son deshilvanadas e inconexas y que las lecturas que admira no se parecen en nada a lo que escribe. Se reconoce “anfibio” y “esquizofrénico”: vanguardista como escritor y conservador como lector. Sostiene que en un mundo que abunda en sobreexplicaciones, no hay que asustarse ante lo incomprensible: entender puede ser una condena. Y no entender, una puerta que se abre.

—Y, en definitiva, entonces, ¿qué es la literatura?

—Nunca me canso de decir que la literatura es solo placer, una linda evasión. El amor a los libros fue mi don. ¿Cuál es el trabajo de todo escritor? Inventar formas nuevas de felicidad, distintas a las del éxito. Me retracto: escribir no debe ser un trabajo, es una diversión.

Mira su reloj. Se levanta y dice que tiene que trabajar, debe obligaciones impositivas.

—Siempre dije que he sido un padre de familia pequeñoburgués, perfectamente adaptado, y no alguien misterioso y menos un ermitaño. Acá estoy, solo que ahora más viejito —se despide con ligereza y su infaltable sonrisa tímida.

Ya de pie comenta, indignado, que para cobrar el último premio le exigieron requisitos imposibles.

—Yo pago todo, me siguen persiguiendo y el dinero no me llega. Parezco un ciudadano modelo. Me atraso un día y me quieren cobrar un interés. En este país de Milei, qué chiste.

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César Aira: huir hacia adelante

César Aira: huir hacia adelante

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Charla con un inventor de nuevas formas de felicidad.

Un raro acontecimiento: el escritor que ha publicado libros a borbotones, el hombre ineludible de la literatura argentina, el eterno candidato al Premio Nobel, sale de su casa, se sienta en un bar de Caballito, en Buenos Aires, pide un café y explica, tranquilo, que ya no escribirá más.

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El escritor de los 125 libros publicados, entre novelas, cuentos, dramaturgia y ensayos; el que nació en un pueblo de 20 000 habitantes llamado Pringles, en la provincia de Buenos Aires, Argentina, en una casa con pocos libros; el que ganó premios prestigiosos como el Roger Caillois y el Formentor; el que casi no se muestra públicamente, y se mantiene sin redes sociales y fuera de los circuitos literarios; el que ha hecho un culto de escribir “media o una paginita por día”, publicando en promedio un libro por año, en su mayoría novelas breves, de 100 páginas. Ese escritor que, con 76 años, sigue viviendo en el mismo barrio de Buenos Aires, que va cada tanto a los mismos bares, anuncia un día, con su tono tímido y ensimismado, que ya no tiene ganas de hacerlo.

Cincuenta años después de su primera novela, César Aira lentamente está dejando de escribir. 

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Entra en el bar Pizza-Pizza de Caballito, en el centro de Buenos Aires, con un bolso que pende del hombro, dando pasos lentos, cortos. Nadie repara en él una vez que se dirige a las mesas con la cabeza gacha, como si estuviera buscando alguna señal en el piso, algo distraído.

Es una tarde de marzo de 2025, uno de los días más calurosos del año, con una temperatura que supera los 40 °C. Levanta la vista y sonríe ligeramente. Flaco y de mediana estatura, camisa a cuadros de manga corta, bermuda marrón y zapatillas, pelo corto, anteojos y barba prolija, saluda extendiendo la mano, con un apretón suave y apresurado. La voz es apenas audible entre el barullo del bar y los autos que pasan por la avenida Rivadavia, una de las principales de la ciudad.

—Te traje un libro —dice César Aira, y saca del bolso una edición en miniatura de El infinito, publicado por Urania, que firma rápidamente con una caligrafía nerviosa: “C Aira”.

Escrito en 1993, es un breve relato sobre un juego de infancia. El propio Aira se involucra como personaje, como en tantas otras de sus novelas, y también aparece Coronel Pringles, el pueblo donde nació.

Minutos antes había enviado un mail: “Si tenés problemas para venir lo postergamos. Hay un caos de tránsito por los cortes de luz”. Parecía atento a los vaivenes del día, pero una vez que se sentó en la mesa y el mozo le preguntó: “¿Un cafecito?”, a lo que correspondió con un guiño cómplice, el escritor argentino admirado por artistas como Patti Smith —que ha dicho: “Aira viene de un lugar donde la música suena siempre y nunca pasa nada, excepto todo. Tiene un ojo cubista que ve las cosas desde muchos ángulos al mismo tiempo”— o escritores como María Moreno —“La obra de César Aira es una máquina de invención perfecta: escribe sin deber y sin padres, como si por primera vez”—, que recibió elogios de Octavio Paz, Sergio Pitol, Enrique Vila-Matas y Carlos Fuentes —que lo imaginó ganando el Nobel en una de sus novelas—, traducido a 40 idiomas y editado en más de 30 países, se abstrae en una mirada lánguida que posa sobre las personas que pasan por la vereda.

Sus libros, en la Argentina, despiertan interés y polémica, algo que también se refleja en el exterior: en 2020 superó los 100 libros publicados y fue considerado por The New York Times como “uno de los novelistas más provocativos e idiosincrásicos de la literatura en lengua española”. “Se está con o contra Aira”, dice la crítica y doctora en Letras Graciela Speranza, en un intercambio por mail. Cree que su literatura, desde siempre, impuso un esfuerzo de imaginación crítica, al ser “desmesurada, desopilante, desatinada”. Basta recorrer el maratónico archivo de reseñas, entrevistas y lecturas analíticas para recomponer el repertorio caleidoscópico que se actualiza en cada nueva novela con un mero cambio de títulos, tramas, escenarios y personajes, desde mediados de los ochenta hasta el presente: Aira, narrador prolífico, productor de un continuo que desdeña la corrección y la perfección de la “obra literaria”; Aira, enemigo del estilo y los escritores profesionales; Aira, cultor de la intrascendencia, la frivolidad, la huida hacia adelante; Aira, alegre desacralizador de los mitos fundacionales de la cultura argentina como civilización o barbarie, la pampa, el gaucho, la Conquista del Desierto; Aira, humorista disparatado y defensor de la escritura automática. “Los mismos tópicos, curiosamente, permiten argumentar el rechazo —escribió Speranza en su artículo “César Aira. Manual de uso”, publicado en la revista Milpalabras en 2001—; con un simple cambio de signo, la proliferación, la imperfección, la intrascendencia y la ironía lo convierten según el caso en genio o farsante”.

Fue alguien difícil de asimilar. La revista Punto de Vista, dirigida por Beatriz Sarlo y termómetro de los debates culturales entre 1978 y 2008, colocó a César Aira en el lote de los escritores que eran inmunes a cualquier intento de crítica por su capacidad literaria para hacer cualquier cosa. No pocos investigadores y periodistas piensan que Aira inventó un “verosímil Aira”, como su amigo el escritor Elvio Gandolfo, que postuló la pregunta “¿César Aira es o se hace?”, y se permitió bromear: “Una de las cosas que aprecio en César Aira, justamente, es que es descontroladamente así: ¡saca como 10 libros por año!”.

Así, en su obra inagotable y torrencial, ni escritor de ciencia ficción, ni realista, ni fantástico, ni surrealista, ni excéntrico, ni absurdo, ni ensayista, o bien, la suma sui géneris de todos ellos, César Aira nunca dejó de cambiar libro a libro, desconcertando, cansando o hechizando a sus lectores. Puede, en sus novelas, insertar monstruos estrafalarios en lugares insólitos o fantasmas entre albañiles e inquilinos de un edificio en construcción; obsesionarse con ninjas, gimnasios y supermercados chinos; con paisajes y geografías remotos como los que fascinaron al pintor alemán Johann Moritz Rugendas; puede empezar una novela con la frase “Mi historia, la historia de ‘cómo me hice monja’, comenzó muy temprano en mi vida; yo acababa de cumplir seis años”, para luego no saber si el que narra es un niño o una niña; o simplemente haber confesado que con dos palabras, la costurera y el viento, imaginó el título de una novela, ejemplo de sus “juguetes literarios para adultos”, en el que aparece la vida costumbrista de una costurera de pueblo y, en la segunda parte, tras un giro imprevisible, el personaje es el viento; pueden las historias de Aira volverse aún más fantásticas, como cuando gusanos gigantes, entre un ejército de clones de Carlos Fuentes, comienzan a salir de las montañas y amenazan con aplastar un pueblo venezolano en El congreso de literatura (1997), o cuando un escritor de novelas góticas deja todo por el consumo de opio mientras lo acechan sus ghostwriters como criminales sueltos en Buenos Aires en su novela Prins (2018). Él mismo, César Aira, fue alguna vez escritor por encargo, como se reveló con el best seller político La conspiración de los banqueros (1985), de Jorge Garfunkel, un banquero argentino multimillonario.

Su amor por Duchamp y los surrealistas franceses, las artes plásticas, la literatura y el lugar del escritor se refleja en un caudal de libros ensayísticos con prosa nítida y ágil como Continuación de ideas diversas (2014), Evasión y otros ensayos (2017) y El crítico. La prosopopeya (2022). Allí, con enorme erudición y la impronta de un artista conceptual, desarma los cánones sin ninguna línea sistemática y clásica, escribiendo aleatoriamente sobre Alejandra Pizarnik, Copi, Edward Lear, Emeterio Cerro, Silvina Ocampo, Norah Lange, pero también sobre John Cage, la juventud de Rubén Darío o los árboles de Buenos Aires. La historia argentina es otro de los temas que recurren en sus novelas. En uno de sus libros más famosos, La liebre (1991) —al cual Aira considera un “clásico” por sus constantes reediciones—, aparece Juan Manuel de Rosas, gobernador de la provincia de Buenos Aires entre 1835 y 1852. Se lo muestra haciendo abdominales mientras, en un monólogo interior, piensa en sus opositores: “Había sido demasiado blando, había sido convencional. Ellos decían que era un monstruo, y él lamentaba haber perdido en algún punto del camino la oportunidad de serlo de veras. Lamentaba no ser su propia oposición, para realizarse por los dos lados, como un bordado bien hecho. Le había faltado imaginación, y sin imaginación la crueldad no se hacía del todo real”.

—Todos los que me despreciaron deben tener razón, les agradezco que hayan escrito sobre mí. Ya no me peleo con nadie —se limita a decir Aira en el bar sobre sus críticos.

En un congreso literario en la Universidad Nacional de Rosario, en 2007, dijo que valoraba más las críticas negativas que las positivas, y citó la que en su momento escribió María Teresa Gramuglio en la revista Punto de Vista sobre su novela Ema, la cautiva. Aira rescató que la investigadora “hacía unas objeciones muy ciertas, y entonces comprendí cómo la omnipotencia del creador cuando está creando, esa libertad maravillosa, tiene ciertas restricciones. Yo hacía trampa en esa novela, que una lectora inteligente las vio enseguida”. Publicada en 1981, la historia de Ema, la cautiva, ocurrida en el siglo xix, arranca con un viaje en el que una comitiva de soldados y oficiales lleva una carga de presos, mujeres y niños hacia el fuerte de Pringles. En el devenir de la trama, Aira distorsiona el tópico del relato de civilización y barbarie latinoamericano, y Ema quiebra el estereotipo de la cautiva: no es blanca ni inocente, no está casada con un hombre blanco, no tiene un final trágico.

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En el bar Pizza-Pizza, agobiado por la humedad porteña del verano, Aira parece ya lejano a lo que se diga sobre él. Ese día de marzo, como todos los días, se levantó temprano, desayunó, revisó el mail. Desde que a su esposa, la poeta Liliana Ponce, se le detectó esclerosis lateral amiotrófica (ELA), hace una década, sale a hacer compras y prepara la comida con ayuda de trabajadoras domésticas. Hace años que no da entrevistas en la Argentina y solo unas pocas a medios extranjeros, en ocasión de algún premio o la salida de un nuevo libro. Escritoras como Selva Almada han dicho: “Lo envidio a Aira. Se resiste radicalmente a esa cosa de que los escritores tenemos que exponernos y hablar todo el tiempo. Así hemos perdido el misterio”.

Primero aceptó unas preguntas por mail. Luego, volvió sobre sus pasos. Escribió: “Lo estuve pensando y preferiría que escribieras ese artículo sin mi participación, sobre mis libros y no sobre mí, como se ha estado escribiendo últimamente, para mi íntimo bochorno. Además, no querría que me pase lo que a mi tocayo Thomas Randolph, que murió, a los 30 años, por indulging himself too much with the liberal conversation of his admirers”.

Con lo de “íntimo bochorno” se refería a una entrevista de la televisión sueca emitida en julio de 2024, en la que Aira abrió las puertas de su casa y repitió algunas de sus máximas: que su escritura es “como el caminar de los niños, a cada momento me estoy desviando”; que no le teme a la página en blanco, sino a “la página llena que hoy son las pantallas”; que nunca hay que escribirlo todo, sino dejar reposar el texto para el día siguiente; que sigue escribiendo a mano “por su devoción a la materialidad” y luego pasa todo a la computadora, y que no hay que esclavizarse con la calidad, pero que sí hay que desconfiar de uno mismo: “Me pasó que obras menores otros las vieron como genialidades y algunas que sentí como una obra maestra todos me dijeron: ‘¡Qué fiasco!’”.

En esa entrevista puede verse su casa, con pilas de libros y cajas de cartón, una silla de gamer frente a una computadora, lapiceras de colores, complejos vitamínicos y paredes con humedad: una casa austera con muebles viejos, de artistas de clase media. Simpático y ocurrente, se sienta en la cama enseñando manuscritos. En un momento, atiende el teléfono fijo. Es una tía de 90 que lo saluda por su cumpleaños y él la corta amablemente: “Para mí es un día normal. Lo pienso pasar acá, solo”, dice a cámara con mirada pícara.

Poco después del reportaje sueco, tuvo un sueño revelador. Así lo contó por mail: “Querido Juan Manuel, creo que después de todo será mejor que no hagamos la entrevista. Me disuadió un sueño que tuve anoche: me salía del cuerpo una sustancia viscosa y putrefacta, que caía sobre una pila de libros que había en el suelo. Yo trataba de salvarlos, aunque sabía que era imposible, esa plasta ya los cubría y se metía entre las hojas. La fragilidad de los libros quedaba claramente expuesta. Interpreté que esa materia destructiva era lo que yo podría decir, mi expresión personal, que iba a corroer la lectura de mis libros, manchándolos sin remedio. Un detalle que me llamó la atención fue que no era un sueño de angustia, aunque lo tenía todo para serlo. Tenía la forma de una pesadilla, y el contenido de una contemplación intelectual, casi de una interpretación o de un mensaje que venía de lejos. Me tranquilizó: bastaba con no hablar para que los libros no se echaran a perder. En fin, sé que harás un gran trabajo. Te mando un saludo. C”.

Tras ganar en marzo de 2025 el Premio Finestres de Narrativa en castellano, y a casi un año de solicitada la entrevista, accedió a un encuentro: “Hagámoslo la semana que viene. Me acaban de dar un premio en España y tengo que dar un discurso y responder preguntas, me tienen un poco abrumado”.

Ahora, en el centro de Buenos Aires, César Aira termina su café y come una galletita de chocolate.

—¿Seguís escribiendo en bares?

—No. No escribo hace más de un año. Pero sí…, cuando lo hago me siento en una mesa, anoto cosas en mi libretita y cada tanto veo a la gente pasar. Es una linda distracción. El resto lo paso encerrado, entre mis papeles y cuadernos, leyendo casi todo el día. Como hice toda mi vida.

Empezó a publicar en los ochenta, pero la crítica argentina enaltecía a otros escritores como Ricardo Piglia y Juan José Saer. A poco de editar su primera novela, Ema, la cautiva —aunque antes había escrito Moreira, en 1975—, a sus 30 años, César Aira escribió un ensayo en la revista Vigencia, en que dijo que la novela argentina era una “especie raquítica y malograda”, y que Respiración artificial, la novela insignia de Piglia, era “una de las peores novelas de su generación”. No faltaron los dardos contra los “escritores importantes” del boom latinoamericano —Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, García Márquez, Juan Rulfo—, y también llegó a decir que “el mejor Cortázar es un muy mal Borges”.

La división de aguas entre Aira y Piglia, con ecos del clásico Florida-Boedo de los años veinte y treinta en torno a dos vanguardias que discutían en Buenos Aires cuál debía ser el rol de los escritores, ocupó fervorosamente las aulas académicas. En la sede histórica de la calle Puan de la Facultad de Filosofía y Letras, eran la némesis el uno del otro. Los “aireanos” se enaltecían con declaraciones como las que Aira, en 2000, vertió sobre Piglia, diciendo que “era más profesor que escritor”. Creían que Piglia representaba un escritor profesional, consagrado en las instituciones de la burocracia literaria. Los “piglianos”, en tanto, no se quedaban atrás: creían que los experimentos del nacido en Pringles eran literatura pobre o directamente nula. “Simpático Aira, el típico niño olfa [o ñoño]”, lo había definido el autor de Respiración artificial. Parafraseando a Macedonio Fernández sobre Manuel Gálvez, Ricardo Piglia sugería que Aira en verdad no existía y que era el seudónimo con el que firmaba las novelas que le enviaban “los escritores malos de la Argentina”. Ambos, sin embargo, compartían su devoción por Roberto Arlt, Jorge Luis Borges y Duchamp. Con el paso del tiempo, primó cierta indiferencia: la ausencia de Aira, en efecto, quedó evidenciada en los tres volúmenes de los diarios de Piglia. Y en 2021, durante una entrevista en España, el propio Aira pareció cerrar la discusión. Dijo sobre Piglia: “Era una excelente persona. Siempre que nos vimos nos tratamos como distantes caballeros. Era un poco mi contrafigura: era serio, un profesor con mucha responsabilidad con lo que decía, con lo que hacía. No leí ninguno de sus libros, así que no puedo opinar”.

Aira se presentó a numerosos concursos, pero nunca ganó ninguno. En los noventa, persuadió a editores llevándoles sus manuscritos y pobló las editoriales argentinas —chicas, medianas y grandes— con sus “novelitas”, cosechando, a la vez, detractores indignados y admiradores fanáticos. Por caso, el filósofo Tomás Abraham confesó en un capítulo de su ensayo Fricciones que pasó de irritarse por los “indios disfrazados” de sus novelas a parecerle el escritor con las ideas más interesantes de la literatura argentina. Con el siglo xxi, Aira consiguió vender mucho en Europa cuando fue descubierto, en 2002, por el agente literario berlinés Michael Gaeb, fascinado por lo que denominó “libros surrealistas y poco convencionales”, y se hizo conocido fuera de Latinoamérica. Por esa época, sin frenar la provocación, escribió la novela Cómo me reí (2005), “contra la gente que viene a decirme ‘cómo me reí’ con mis libros”.

Tiempo después llegó el elogio de la madrina del punk, Patti Smith, y más traducciones, viajes, reconocimientos. En la edición inglesa de su novela La liebre —que trata, además de Rosas, sobre un cuñado de Darwin y la búsqueda de una especie inventada: la liebre legibreriana—, una frase lo define como “The Borges of the pampas”.

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En una de sus últimas novelas, Los hombrecitos con sobretodo, el narrador, de una edad semejante a Aira, parece observar lo que al resto le resulta indiferente: unos hombrecitos que hacen un espectáculo de piruetas en el techo de un cuartel de bomberos. “¿Yo era el único entonces, el único en apreciarlos y tomármelos en serio?”, se pregunta. Y luego: “Era paradójico que su mejor espectador fuera justamente alguien como yo, un hombre que vive en el pasado”.

En el bar Pizza-Pizza, Aira mira a su alrededor: hay pantallas de televisión, mozos vestidos a la antigua, techos altos y un promedio de clientes de más de 60 años.

—Acá cito a la gente que me interesa. Me gusta porque es un lugar barato y espacioso. Salvo cuando vienen grupos de hombres y confabulan con los mozos gritando como locos. Ay…, el fútbol, ¡qué maldición!

En otra parte de Los hombrecitos con sobretodo se lee: “Mientras los demás distritos de la ciudad van poniéndose de moda uno tras otro y se llenan de bares hípsters, restaurantes gourmet y tiendas de diseño, nosotros persistimos en los vetustos almacenes, supermercados chinos y parrillas grasientas”.

—¿No escribís hace más de un año?

—No, nada —la voz se apaga en un hilo, aunque los ojos están vivaces debajo de los anteojos cuadrados—. Qué sé yo, ya escribí tanto que me adelanté de antemano.

—¿Por qué no estás escribiendo?

—Por falta de ganas, por cansancio. Debe ser la edad.

—¿Y alguna vez estuviste tanto tiempo sin escribir?

—No…, que yo recuerde, no.

—¿Y cómo estás con eso?

—Naaa, bien —resopla ligeramente—. Me alegra lo que pude hacer en tantos años. Ahora me consuelo contando la plata de los premios, como una especie de exescritor —dice, riéndose.

En 2021, entrevistado por el diario El País en ocasión de recibir el Premio Formentor a su trayectoria literaria, anticipó: “Yo doy por terminada mi vida. No voy a adaptarme al nuevo mundo”.

Sus amigos dicen que, entre sus manuscritos inéditos, existen entre 30 y 40 títulos.

Hay Aira para rato en el mercado editorial.

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Coronel Pringles es un pueblo agrícola-ganadero de Buenos Aires que tiene 20 000 habitantes. Allí se implementó el “Circuito Aira”, un recorrido que va de la casa de sus primeros años al colegio donde estudió, pasando por lugares emblemáticos de sus relatos, como el Hotel Avenida y la iglesia. César Aira nació ahí en 1949.

—Pringles está igual que cuando mi hermano César se fue a sus 18 años a Buenos Aires. Estudió abogacía por consejo de mi papá, pero dejó y siguió Letras. Los jóvenes se van del pueblo y queda pelado.

La única hermana de César se llama Amelia, es docente jubilada y está preparando un viaje al Camino de Santiago, en España. Habla con su hermano por teléfono en ocasiones especiales. Como el resto del círculo íntimo, esquiva un encuentro y envía audios de WhatsApp. Lo primero que dice es que en la familia de su madre había teatreros y músicos. El arte estaba en la sangre. Con su hermano, quien le lleva pocos años, había buen trato, pero no jugaban juntos. De grandes, cuando ambos coincidieron en Buenos Aires, vivieron unos años en el mismo departamento. “Nunca me imaginé que sería escritor, pero tenía una personalidad distinta a los chicos de su edad”, reconoce, y cuenta que en su casa había pocos libros.

—En las dos bibliotecas del pueblo, César agotó todos los libros, no tenía nada más que leer —dice Amelia en tono algo neutro, como si se aburriera de haber contado la anécdota en más de una oportunidad.

Ahí, Aira devoró historietas, leyó a Julio Verne y a Salgari, descubrió el Quijote, la Divina comedia, a César Vallejo, Proust y Kafka, obras infinitas que releería de adulto, “la buena literatura” que le ha hecho decir que, desde las bibliotecas de Pringles, “he querido seguir siendo un lector escribiendo”.

En el barrio tenía varios amigos, muchos hijos únicos, varones. Pero él quería estar solo. Cuando con su familia iban al único cine del pueblo no le gustaba ver las películas en compañía.

—Se sentaba en la primera butaca de la fila 6, y yo me sentaba más atrás con mi papá y mi mamá. El dueño del cine lo mimaba y le daba ese lugar hasta cuando se vendían todas las entradas.

Pese a su retraimiento, les ayudaba a hacer las tareas a sus compañeros de escuela.

—Los pibes venían a casa y César les hacía la síntesis de los libros. Lo idolatraban.

Amelia dice que cuando viaja a Buenos Aires se suelen encontrar en San Telmo, en un bar que se llama La Poesía. Un rato de charla y poco más.

—Porque a Pringles no vino nunca más desde que murió nuestra mamá.

En Pringles vive Omar Berruet, uno de sus amigos de infancia, que nunca se fue del pueblo.

—De César apenas si leí sus libros, llego a la mitad y después los dejo —se sincera Omar.

En un terreno del padre de César hacían casitas, jugaban al ajedrez o leían. El padre de Aira tenía una casa de venta de máquinas agrícolas y corrían por los galpones, llenándose de grasa. Hacían fogatas con las cubiertas de camiones en las fiestas religiosas.

—En las noches de verano jugábamos con la luna bien grande en el cielo, la mirábamos y corríamos para escaparnos de ella. Eran calles de tierra, no había asfalto. Era hermoso —evoca Omar, con la voz atragantada.

El juego más memorable era cuando se ponían a contar. César empezaba con 10 avestruces, Omar seguía con 100, competían frenéticamente.

—Era nuestro preferido, lo llamó “el infinito” y me dio mucha alegría cuando lo leí en un relato suyo —dice, sentado en la plaza principal—. Pringles tiene las obras del arquitecto Francisco Salamone, y lo tenemos a Aira. Cuando viene la fecha de la entrega del Premio Nobel, en las radios y en la tele se hace la previa. El pueblo hace fuerza para que gane.

Con el correr del tiempo conservaron un trato distante pero ameno. A César Aira lo declararon ciudadano ilustre en 2020 y allí se cruzaron por última vez. Omar se enteró hace poco de que su amigo tiene celular y le pasaron el número, pero nunca lo quiso molestar.

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Desde que ganó fama a comienzos del nuevo siglo, cada tanto se publican notas con títulos como “¿Es Aira el mejor escritor de habla hispana del presente?”, “¿Quién es realmente César Aira?”, “Vanguardista o enfant terrible de las letras”, “¿Es el secreto mejor guardado de la literatura?”, “¿Es César Aira mejor ensayista que novelista?”.

Objeto de estudio de cientos de papers académicos y ensayos críticos que se actualizan en la web, venerado por escritores-fans —entre otros, dan cuenta los libros Aira o muerte, de Daniel Mecca; Los años Aira, de Alberto Giordano; La muerte de César Aira, de Francisco Bitar, o El mal de Aira, de Andrés Restrepo Gómez—, el nombre del escritor argentino no pasa desapercibido en congresos, seminarios y ensayos sobre literatura sudamericana. “En la Argentina hay más aireanos que escritores”, decía Ariana Harwicz en la Feria del Libro de Madrid hace unos años, cuando Aira figuraba entre los candidatos de las casas de apuestas para ganar el Premio Nobel.

Todos los especialistas coinciden en que no hay una novela consagratoria ni una etapa superior. Que no existe un Moby Dick ni una Madame Bovary en la obra de Aira. El escritor y abogado Ricardo Strafacce, que compiló César Aira, un catálogo, dice que produjo una ruptura en la literatura argentina sin dar un batacazo.

—A partir de Aira, se pueden ensanchar los límites. En su continuidad, libro a libro, dio un sentido nuevo al uso del habla común y a la autonomía de la literatura. Él dice de sí mismo: “Yo hago cuentos de hadas dadaístas”. Es notable el aspecto de su invención con las vanguardias históricas —dice Strafacce.

—Sus detractores dicen que está sobrevalorado, que tiene una obra despareja, lo critican porque no corrige o que publica, a veces, por demás —le planteo.

—Se han tomado en serio todo lo que dice y eso es un disparate. Me consta que Aira corrige, lo que quiso polemizar es que no se puede estar corrigiendo todo el tiempo, rescatar lo espontáneo y su gusto por la improvisación. En las críticas hay bastante mala fe, criticar a alguien por ser prolífico es ridículo. Hay una moda en hablar en contra de Aira, por pereza y por mala fe porque no aparece públicamente, no se encuadra política o socialmente. Ante los que dicen que banalizó la literatura y que hizo que cualquier pavada sea un libro, expreso lo contrario: modernizó nuestra tradición y se adelantó a la época.

Los amigos escritores del presente son un sostén para Aira, según él lo ha reconocido varias veces. Strafacce es de su misma generación, pero él suele juntarse con escritores y editores más jóvenes.

—Para mí es un genio —dice Strafacce—. Es un escritor experimental, sin renunciar al relato, creó nuevos mapas de lectura. Aira es una obra poética escrita en forma novelesca. Mi orden es Borges, Aira y después todos los demás. Pero una biografía sobre él sería muy aburrida. Él lo ha dicho miles de veces: las vidas de los escritores son muy pobres al lado de su literatura. Es tímido, un hombre que solo habla de literatura y destila un humor inteligente. Nada de política ni de deportes, algo de nuestras familias. En una charla reciente me habló [de] que se está perdiendo el largo camino del lector. Que para tomar un libro, tener una hora de lectura y sentir que te puede cambiar el día, hay que tener una sensibilidad previa hoy algo olvidada. “¿Qué es de un escritor sino leer y escribir?”, se queja.

En el último tiempo lo siente más melancólico, afectado por la pospandemia y quejándose de la vulgaridad extrema de su país.

—Cuando el Nobel vuelva a América del Sur, le tocará a César —dice.

El escritor Martín Kohan suma otro rasgo: dice que Aira es la contracara perfecta del estereotipo de escritor. Lo sitúa en un “vanguardismo lúdico” cuya novedad de la obra son sus novelas “biónicas” y “mutantes”. En Aira —analiza Kohan—, no hay un estilo reconocible ni un autor que piensa en los géneros. Aira es incontenible.

—Escapa al aura de trascendencia y a esa cosa profunda, grave, del escritor. Aira se ríe de la idea del sacrificio y de la inspiración, incluso de la búsqueda de la novela total y, por el contrario, lleva al extremo, a la saturación, un programa de publicación. Hay algo dichoso, de ganas de escribir, que es la antítesis del escritor sufriente y atormentado. Sus famosas ideas de la fuga hacia adelante y del continuo que puede unir los heterogéneos, algo que aprendió de Deleuze.

Cada novela es irrepetible e impulsa a la siguiente. “Y si no te gustó, no pasa nada”, comenta el narrador y docente argentino. Elige entre sus libros favoritos a Varamo (2002), El tilo (2003) y Un episodio en la vida del pintor viajero (2000). De la última rememora la escena “expresionista” en que Johann Moritz Rugendas, el personaje principal, sufre un accidente en las montañas y es electrocutado por un rayo junto a su caballo.

—Hay mucho siglo XIX argentino en su literatura, aparece Aira como personaje de sus novelas, está incluso la violencia de los setenta y no le esquiva a la política, como en la novela El presidente [2019]. Y de repente te saca ensayos sobre el arte y la creación, hablando de Baudelaire y Mariane Moore, como Sobre el arte contemporáneo [2016] y La ola que lee [2021]. Aira desarma todo, lo saca a golpes de parodia, sátira, risa, juego, absurdo, ironía. No existe, ni por mínimo, un escritor tan singular.

Su extensa obra está descentralizada en docenas de editoriales, la gran mayoría pequeñas, como Mansalva, cuyo editor, Francisco Garamona, es su amigo.

—Nos encontramos en bares. César tiene una luminosidad, una generosidad y una sabiduría que son únicas en este oficio. Le veo el aura de alguien que ha dominado una materia tan exigente como la literatura —dice Garamona—. Cada nuevo libro es esperado por los lectores como la dosis de una droga exquisita.

En su último libro, Alguien que canta en la habitación de al lado, Alan Pauls lo señaló como la gran influencia en la literatura argentina de las últimas décadas. Entrevistado por Pauls, Aira habló de la literatura como ese lugar en el que se encontró “condenado a vivir y protegerse de todo lo malo que sucede en la vida”. Pauls dice que, según sus editores extranjeros, triunfa centralmente en Estados Unidos, Francia y Alemania. En Argentina, Pauls encuentra una paradoja: Aira goza de bastante popularidad y a la vez sigue siendo un escritor de nicho, un escritor de escritores.

—Aira es el gran artista de la literatura infantil sin moraleja, mitad punk, mitad naíf —define el escritor argentino Juan José Becerra—. Sus libros nos hacen sentir niños leyendo por primera vez una primera literatura —dice una tarde de otoño, sentado en un bar del Centro Cultural Recoleta que expone la muestra “César Aira: medio siglo de literatura”, organizada por el especialista Diego Cano, administrador de la página de Facebook “Todo Aira”.

El encantamiento, según Becerra, lo acerca a los hermanos Grimm y a Perrault. Y dice que mientras Borges tiene una imaginación letrada y adulta, Aira ejerce su imaginación con una libertad total.

—Sus libros no tienen personajes memorables. El que siente es Aira, y generalmente lo hace con la cabeza. ¿Y? Reprochárselo es como reprocharle a Messi que haga mal los saques laterales.

Cierta vez entrevistó a Aira en la Universidad Nacional de Rosario. Cada respuesta terminaba con un “creo”.

—Me pareció un marciano. Su ritmo lento, su voz apagada, su cansancio estructural. Como diciendo: “Puta madre, tengo que vivir”. Me gustó esa manera ya no de colgarse, sino de vivir colgado, que es lo que deduzco de esa dinámica de autosuficiencia. Digamos que es un tipo que está en su mundo. Totalmente hecho de literatura.

Aira considera a Pablo Katchadjian, nacido en 1977, uno de los mejores escritores del presente. Lo defendió públicamente cuando Kodama, la albacea de Borges, le hizo un juicio por plagio por El Aleph engordado, un texto en el que usaba como base El Aleph, de Borges, al cual le agregó palabras. Katchadjian ganó el juicio y le agradeció la defensa como gesto de amistad.

—Le gustó una novela mía que se presentó en un concurso [del] que fue jurado y empezamos a ser amigos. En la primera charla me preguntó qué autor me gustaba, le respondí Heinrich von Kleist. Y ahí entramos en íntima afinidad —dice Katchadjian por teléfono, mientras camina rumbo al colegio de su hijo en Buenos Aires—. Aira es un faro, en el sentido de que como escritor siempre algo habilita. Es pop, es punk, es absurdo, es disruptivo. Nos enseñó la libertad en hacer lo que se le canta con la literatura. Y cada año escribe mejor, es buenísimo.

Los que conocen a Aira acuerdan en que durante décadas fue un autor subestimado y encasillado como de “culto” o “anormal” en el campo literario argentino, del cual incluso se hablaba despectivamente. Para Pablo Katchadjian, es un fenómeno literario en sí mismo.

—El otro día me dijo: “Me encontré con alguien que hablaba pestes sobre mí, y ahora le encanta lo que hago”. Lo noté contento —dice Katchadjian.

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—La mayoría de sus viejos amigos ya partieron.

En diálogo breve por Instagram, la mujer de Aira, Liliana Ponce, los enumera: Osvaldo Lamborghini, Alberto Laiseca, Luis Chitarroni, Héctor Libertella, Michel Lafon. De Lamborghini, a quien consideraba uno de sus maestros, Aira fue albacea y solía glorificar su boutade de “primero publicar, después escribir”.

—Con César tenemos mundos separados. Cada uno su círculo, sus cafés con sus propias relaciones. Y no intervenimos —cuenta Liliana, cuya movilidad está reducida por la ELA.

Habla de su marido con cautela. Se conocieron en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Se recibieron a comienzos de los setenta, en una época de convulsión política con tomas de facultades, redadas policiales y marchas estudiantiles. Egresaron con título de profesores. Aira nunca ejerció y al poco tiempo empezó a trabajar como traductor, pero Liliana sí. Hoy estudia la literatura japonesa clásica y del budismo. Además, trabajó como docente de colegios secundarios, como traductora y correctora en editoriales.

—La nuestra fue una generación potente. Tuvimos compañeros como Ana María Shua, Gabriela Massuh, Elsa Bornemann. Sumado al poeta Arturo Carrera, que se conocía desde Pringles con César y hacía reuniones en su departamento para charlar sobre arte y literatura o escuchar música. Ahí te encontrabas con pintores como Alfredo Prior y Juan José Cambre.

César Aira siente predilección por el free jazz, es admirador de Cecil Taylor, sobre quien escribió un libro. También le gustan Keith Jarrett, João Gilberto, Morton Feldman, Morrissey y Scarlatti. Suele escuchar música de noche, cuando toma un whisky para cerrar la jornada. En el cine siempre alabó la elegancia de Almodóvar, la vanguardia de Godard y la estética de Raúl Ruiz. Es fan de un dibujo animado llamado Las sombrías aventuras de Billy y Mandy, o de repeticiones de Alf o La niñera.

—Nunca fuimos bichos universitarios. Nuestro proyecto personal era más artístico que académico. Aunque yo siempre fui distinta que César, jamás tuve la ansiedad de publicar —dice Liliana Ponce, que desde hace más de 50 años, según la crítica especializada, publica una de las obras más singulares de la poesía argentina.

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Se casaron en 1979 y tuvieron dos hijos: Tomás y Noemí.

Tomás tiene 44 años y lleva el nombre del padre de César Aira. Prefiere hablar por celular. Al igual que su madre, se muestra cordial pero prudente. Es dibujante de historietas. En sus redes sociales escribió: “Dibujo historias de guerra y ciencia ficción. Quiero dibujar romance, ya saldrá”.

—Mi vieja pintaba antes de casarse. Mi viejo me contó que cuando yo tenía 10 años le compramos un juego de acuarelas. Lo dejó tirado en un armario, hasta que un día lo vi y me puse a pintar.

Fue al colegio Fernando Fader, un secundario artístico. “Me gusta más la literatura chatarra y de ciencia ficción, esos libros que no estaban en casa”, dice, e interrumpe para atender una llamada de su padre. Hay algo urgente que coordinar sobre la salud de su mamá.

La casa familiar es una especie de librería, con cerca de 20 bibliotecas. Pilas y pilas de libros distribuidos en habitaciones muy pequeñas.

—Hace unos años tenía miedo de que se le desfondara el piso, por su gigantesca cantidad de libros. Nos dio autorización para agarrarlos y hacer lo que quisiéramos. Pero cada tanto pregunta, algo molesto: “Che, ¿alguien vio este o agarró aquel?”. De mi viejo leí un montón de novelas. Es raro leerlo, pero me divierte.

Antes de que Aira sufriera la fractura de una pierna, lo que requirió que la estabilizaran con clavos de titanio, iba al gimnasio o a andar en bicicleta.

—Fue un padre cariñoso, atento. Íbamos al Parque Rivadavia y me compraba Astérix, las historietas de Disney, de Superman, Batman. Tiene una memoria impresionante. Es capaz de acordarse del actor de una película que vio en su pueblo cuando tenía 13 años. Y después te cuenta la historia completa.

En los veranos iban a Coronel Pringles. Tomás Aira pasaba meses enteros con su primo Ramón: “Me quedaba más tiempo como una forma de liberar a mis viejos”.

—Mi viejo solo cocinaba cuando hacía falta. Cero fútbol. En casa no se reunía con amigos, siempre fue de ir a bares. De hacer su caminata diaria y después ir a los barcitos a escribir. Siempre fue hogareño, de estar tranquilo y trabajar desde casa. Se armó una especie de estudio en un cuarto pequeño, con la máquina de escribir y luego la compu. Y un teléfono que odiaba tanto atender que compró un contestador automático.

La última vez que viajaron juntos a Coronel Pringles fue cuando falleció su abuela Isabel, la madre de César Aira, hace 10 años. Isabel González Aira era profesora de música, fanática de la obra de su hijo, y escribía en la revista La Pringlense. Como parte del mito, se ha dicho que La Pringlense había sido una creación más de César Aira, y hasta incluso los más osados especularon con la idea de que su madre sería la verdadera autora de todo lo que firmó su hijo.

—Mi viejo estaba triste, pocas veces lo había visto así porque las emociones se las reservaba. Mi abuela era muy pegada a él y lo llamaba seguido. Recuerdo que él se había ido a Alemania, a una residencia, durante un mes. Mi abuela me llamaba y cada tanto me decía: “Pero ¿en qué Alemania está?”. Y le tenía que explicar que no existía más lo de Occidente y Oriente. Mi viejo es bastante charleta. Es irónico, despierto, asocia cosas. Un juego donde pasábamos horas era el ajedrez. Le gustan los chicos pequeños. Recuerdo que una vez un hijo de una familia conocida estaba en un rincón, sin jugar con nadie, y de pronto César se le acercó y jugaron a los autitos. Se reía como un loco y los adultos lo miraban asombrados.

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Arturo, de nueve años, es el único nieto de César Aira, hijo de Noemí.

—Mi hijo lo adora —dice Noemí, que atiende el teléfono con predisposición y luego completa la charla con audios de WhatsApp—. Juegan al ajedrez con un tablero que trae César. Y comparten lecturas. Hace poco le regaló Las aventuras de Tintín. Pero es bastante despistado, no podés pedirle que le haga una leche chocolatada. Conecta más con los juegos y desde lo mental. De chicos, nos leía de noche, Robin Hood, La historia sin fin. Papá siempre con un libro en la mano. Pero nunca diciendo: “Tenés que leer tal libro” o que uno por leer iba a ser mejor persona ni que los libros los escribe gente buena o mala.

Noemí tiene 42 años y vive en Avellaneda, una zona que está al sur de la ciudad de Buenos Aires. Sus padres buscaban un nombre sin “A” para que no se adosara al apellido. Le preguntaron a Tomás, su hermano, si sugería uno y dijo “Mimí”, como le decían a una amiga de ellos, la poeta Noemí Ulla.

Noemí Aira estudió la licenciatura en Artes en la Universidad de Buenos Aires, con especialidad en Artes Plásticas, y trabaja en la Fundación Proa, centro privado de arte orientado a la difusión de los grandes movimientos artísticos del siglo XX. Allí se dedica a atender al público. Es curadora, algo que, dice, descubrió en las revistas de arte que compraban sus padres. “La novela que más me gusta de [mi] viejo es Artforum [2014]. Ahí se cuenta la relación obsesiva de un coleccionista con la revista Artforum. Y ese justamente era mi viejo, que era un lector fan de esa publicación. Recuerdo como un evento muy lindo que llegaran a casa esas páginas internacionales, un objeto preciado”.

Su padre jamás se llevó bien con horarios de oficina: necesitaba autoimponerse rutinas fijas. Escribía de día, nunca trasnochaba.

—Hice una maestría y todos se me acercaban por él. Eso me metía bastante presión, como que había respeto por el apellido y debía ser una muy buena alumna. Que gane el Premio Nobel sería hermoso. Pero dice que nunca lo va a ganar porque el Nobel tiene un costado social, un compromiso político y de buenas causas. Y su literatura es surrealista y de realismo delirante, como la define él.

“Mi hija escribía poemas. Cierta vez dijo: ‘Voy a escribir un solo poema por día porque estoy ‘eteriorada’”, contó Aira durante una de sus últimas conferencias en Europa. Despojado y ahorrativo, ni siquiera en los instantes más celebratorios César Aira invitó a mucha gente. “Una cenita entre nosotros y listo”, se ríe su hija. No hubo grandes viajes ni regalos. El lujo era una lapicera de marca o un buen perfume.

En 2001, la familia sufrió la crisis económica del país. Nunca ajeno a su época, Aira publicó entonces La villa, una novela en la que cuenta cómo un joven que no hace otra cosa que ir al gimnasio y es hijo de una familia acomodada, de pronto empieza a ayudar a los cartoneros y vagabundos que colman la ciudad y se interna en los pasadizos de una superpoblada villa miseria.

Poco después, Aira empezó a publicar en Eloísa Cartonera, una editorial que usa tapas de cartón compradas a las cooperativas de trabajo de cartoneros de Buenos Aires. Les dio sus manuscritos sin pedirles nada a cambio.

—Vivimos con lo justo, pero todo era bastante calmo, se respiraba libertad —rememora Noemí—. Ni nosotros como hijos éramos muy locos ni ellos eran controladores.

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Pocas veces César Aira habla mirando a los ojos. Sigue dialogando en el bar Pizza-Pizza con un humor algo infantil y filoso —se indigna con el marketing literario y la promoción que se hace de escritores jóvenes diciendo que escriben “novelas extrañas y misteriosas”, lo ve como algo pomposo y esnob—, una permanencia entre serena y apesadumbrada, y un devenir de digresiones en las que prolonga largos mutismos, como si buscara algo olvidado en la memoria.

—Tanta curiosidad me da lo que dicen sobre esos escritores, se habla hace años también de la literatura del yo y esas modas, que van a lograr que algún día me compre algún libro y los conozca. Es el éxito de este nuevo mundo. En la era de la autoficción, no hay escritor más autobiográfico que yo, pero está todo en clave. Siempre escribí mis novelas casi como diarios íntimos. Lo que pasa es que nunca me preocupé por el marketing —vuelve a reír, suave y discreto.

—¿Cómo fue eso?

—Un error colosal mío, pero imaginate que publicando más de un libro por año como hice me la tendría que haber pasado dando entrevistas sin escribir nada. Muchos escritores aprenden trucos en los talleres literarios para hacerse conocer mejor, nunca tuve esa habilidad —dice Aira, que nunca tomó ni dio ninguno.

Los departamentos de prensa de las editoriales grandes rogaban que diera entrevistas. “Odiaba hacerlas. Localmente no hacía falta apoyar su obra para que se vendiera. En el exterior era diferente, porque lo necesitaba y las editoriales se lo exigían”, cuenta Florencia Ure, que fue jefa de prensa de Penguin Random House.

En Cumpleaños, novela publicada en 2001, escribió: “Hace poco cumplí 50 años, y había acumulado grandes expectativas con la fecha, no tanto por el balance de lo vivido que podría hacer entonces como por la renovación, el recomienzo, el cambio de hábitos. De hecho, no pensé ni por un instante en hacer un balance o evaluar el medio siglo pasado. Tenía la vista fija en el futuro […]. Y sin embargo, no pasó nada. El día de mi cumpleaños llegó y pasó: trabajos pendientes, ocupaciones banales, la fuerza de la rutina, que a esta edad se hace tan dominante, compitieron para que pasara sin pena ni gloria. La culpa fue mía, por supuesto, porque si quería que hubiera un cambio debía haberlo efectuado yo mismo, y en realidad me confié a la magia del acontecimiento, me dejé estar, seguí siendo el mismo de siempre. ¿Qué otra cosa podía esperar, en términos prácticos, si no había tenido ninguna intención de divorciarme, ni de mudarme, ni de cambiar de trabajo, ni de nada especial? En fin, lo tomé con filosofía y seguí viviendo, lo que no es poco”.

—Hablando de escritores, ¿qué leíste últimamente?

—Un amigo me regaló la obra completa de Balzac. Empecé a releer La comedia humana, pero paré un poco porque es demasiado pesimista, sombrío. Cuando me reponga vuelvo a atacar las más largas, como Esplendores y miserias de las cortesanas. La relectura es algo apasionante, siempre.

Vive entre los barrios de Caballito y Flores. Alquila un departamento en Caballito, con ascensor para su mujer, que se mueve en silla de ruedas, y conserva su departamento de más de 50 años, ubicado en un segundo piso por escalera, bautizado “el estudio de Bonorino”, en Flores, un barrio que fue cuna de su admirado Roberto Arlt y uno de los escenarios más recurrentes de su obra, junto a Coronel Pringles. En la charla comenta, al pasar, que las viejas casonas aristocráticas de Flores se convirtieron en edificios amplios y modernos, con el exarquero de fútbol José Luis Chilavert como dueño del negocio. “Me taparon el sol, pero gracias a sus contactos políticos nunca se me corta la luz, ¡un milagro en Buenos Aires!”, dice, como si hablara con alguien que no conoce su ciudad. Ha sido agasajado como vecino ilustre en el Museo Barrio de Flores, que suele empapelar las calles con sus textos. “Me da un poquito de vergüenza ir a ese museo. Mi viejo me contó el otro día, con sarcasmo, que su parte es más grande que la del papa Francisco”, se inquieta Tomás, su hijo.

No suele asistir a los homenajes que recibe en Argentina y nunca respondió a los legisladores de la ciudad de Buenos Aires que lo propusieron como Personalidad Destacada de la Cultura. No tiene auto, camina un rato todos los días. Sus famosas “caminatitas” por Coronel Pringles, cuando iba a visitar a su madre una o dos veces al año, las recuerdan los pueblerinos con un par de imágenes: Aira solo, sentado por horas en un banco de plaza o recorriendo las calles donde jugaba de niño. Cuando iba a ese pueblo, se quedaba más tiempo con sus sobrinos pequeños que entre adultos. Muchas novelas suyas tienen escenas de infancia, como En El Pensamiento (2024), la evocación de la niñez en un mundo rural; Cómo me hice monja (1993), que narra la vida interior de un introvertido niño de seis años llamado César Aira que se ve a sí mismo como una niña, o Yo era una niña de siete años (2005), las aventuras de una niña-princesa, hija de un rey que ha vendido su alma a potencias sobrenaturales.

Dice que un equipo de filmación del Premio Finestres lo grabó en su casa, y que con ese “discursito” consiguió no recibirlo en España. No es que no disfrute viajar —ha dicho que Niterói, en Río de Janeiro, era “su lugar en el mundo”, y se puso contento recientemente porque en Brasil, mercado esquivo para sus ediciones, publicaron más de 15 libros suyos—, sino que está agotado de las presentaciones. El jurado del Finestres, integrado por Mathias Enard, Mariana Enriquez y Carlos Zanón, rescató: “El lúdico placer de fabular del autor, la profunda ligereza y la aparente sencillez de una prosa y una estructura de una novela que viene a sumarse a un proyecto literario monumental”.

—Me enteré [de] que la estatuilla es un perro, con la aberración que les tengo. Ya tengo una colección de objetos abominables, me ocupan muchísimo espacio y no sirven para nada.

—El año pasado se dice que estuviste muy cerca de ganar el Nobel, ¿cómo lo viviste?

—Eso fue por la nota de la televisión sueca, pero generó falsas expectativas. Soy el eterno candidato. Estoy agradecido, pero ya no quiero más premios. Se los tienen que dar a los jóvenes, yo estoy viejo.

—En la entrevista aparecías con el pelo y la barba larguísimos, como un vagabundo…

—Me los había dejado en señal de rebeldía, pero mi familia hizo la guerra y me tuve que cortar. Bueh, no soy tan rebelde como parece.

De pronto, se acuerda de algo que quería comentar sobre el diseño de sus libros:

—Hubo una de relatos reunidos que eran zapatos tirados en el piso, ¡horrible! Eran ocurrencias de Claudio López Lamadrid, se aprovechaba [de] que era un gran amigo y lo dejaba que hiciera lo que quisiera. Recuerdo Los fantasmas, que trata sobre un edificio en construcción, a pleno sol, y la tapa fue una habitación a oscuras, con una señora sin rostro. ¡Nada que ver! Le expliqué a la editorial de qué se trataba la novela, porque nadie lee nada, y entonces la modificaron.

Rescata algunos dibujos de las tapas, sobre todo de las editoriales pequeñas. Y en la conversación, con los desvíos que acostumbra en sus ficciones, se cuela su hijo Tomás:

—Una vez estaba en Colombia como invitado de honor y en un puesto de cómics un vendedor se acerca y me dice: “Perdón, ¿usted es el padre de Tomás Aira?”. Me recuerda a Johann Sebastian Bach, que no fue muy valorado en vida, sino luego, por Schumann y Mendelssohn. Bach decía: “De joven, fui el hijo de Bach, y luego fui el padre de Bach”, en relación con su padre, gran músico, y a su hijo, Carl Philipp, compositor que fue más conocido que él. Esta cosa del padre y el hijo al revés, ¿no?

—Dijiste, más de una vez, que Manuel Puig te parecía uno de los mejores escritores argentinos. ¿Por qué?

—Puig se sentaba a escribir y se le ocurría sacar la punta al lápiz, y así se pasaba dos horas, y después regaba las plantas. Yo he dado los mismos rodeos, siempre escribí poco y lento, pero con mi paginita diaria sacaba dos o tres libros al año. Lo llegué a conocer y me gusta mucho como escritor, tanto como Borges, como Gombrowicz. Es muy bueno en el teatro, podría haber sido el dramaturgo argentino. Probaba distintos enfoques, cada obra es distinta. Tenés Bajo un manto de estrellas, una comedia a la inglesa en tiempo secular, o Misterio del ramo de rosas, una obra romántica que llegó a ser representada por la estrella de cine Anne Bancroft, o Triste golondrina macho, una obra expresionista a lo Strindberg.

Aira ya no va al teatro, a los museos, ni a los cines, ni a las galerías de arte. Ocupado de las tareas domésticas y del cuidado de su mujer, tiene tres horas libres por día, desde las cinco de la tarde a las ocho de la noche. A veces se pone a ordenar viejos papeles, como los textos ensayísticos que integraron uno de sus últimos libros, Actos de presencia (2025).

—Junté todo lo que había conservado de ponencias y conferencias, y lo ordené por fechas. Es un poco triste comprobar que se ha llegado a la edad de las recopilaciones y los refritos. Pero al pasar los 70 años, es lógico que las facultades mentales disminuyan.

Asegura que todo lo que escribió sobre literatura fue para justificar una invitación o un viaje.

—Me río cuando me definen como un escritor metaliterario o esas pavadas.

Entre lo que llama sus “novelitas” se reencontró con una de su juventud que escribió en francés, cuando vivió un tiempo en París. Y tiene otra guardada que le prometió a su amigo editor Damián Ríos.

Semanas después, en ese mismo bar, Damián Ríos rememora el momento en que lo conoció: leyendo su libro La prueba, en los noventa. “Me rompió la cabeza con esas dos muchachas punks como heroínas”, admite, y luego dice que fue como alumno a sus charlas sobre Alejandra Pizarnik en el Centro Cultural Rojas de la Universidad de Buenos Aires.

—Su condición de crítico agudo va de la mano con su ingenio como escritor. Deja que todo lo influya, es un lector contaminado. Y conserva un gran conocimiento literario que sintoniza con la frescura de su época. Aira es esencialmente contemporáneo —precisa Ríos, que cuando trabajaba en la editorial Interzona se sorprendió al recibir una propuesta de Aira para que publicara Yo era una chica moderna (2004]) Años después, junto a Mariano Blatt, fundaron la editorial Blatt & Ríos y editaron Yo era una mujer casada (2010). Y así, varias más hasta el presente.

—Las novelas más largas se las da a editoriales más grandes, y el resto va a nosotros, las más chicas. Piensa en nosotros, las selecciona.

Aira trabajó como traductor más de 30 años, con un manejo de, al menos, cuatro lenguas extranjeras. Su especialidad fueron los best sellers estadounidenses: eran los que mejor le pagaban. “Nunca me lo tomé en serio, fue puramente alimentario”, dijo Aira, aunque reconoció que traducir le dio un notable entrenamiento para su prosa.

Lo que sorprendió a Ríos, además de su amabilidad y caballerosidad —suele pagar cada vez que se encuentran en Pizza-Pizza—, y de disfrutar de su inteligencia “acogedora”, fue la velocidad de su prosa combinada con una gran capacidad de reflexión.

—Y esa mezcla única de realismo con fantasía, como ese personaje del indio filosofando como un lacaniano en Ema, la cautiva.

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No busca más pleitos y se siente arrepentido por haber cosechado enemigos con sus dardos venenosos. Habla de un encuentro reciente con la escritora argentina Liliana Heker, de 82 años. Se cruzaron casualmente en una calle de Buenos Aires.

—Con Liliana me porté como un maleducado, fue sin querer —rememora en el bar Pizza-Pizza, mientras se seca la humedad de la frente—. La felicité porque había ganado el Premio Nacional hace unos años. “Basta sobrevivir lo suficiente y ya te lo ganás”, me dijo. Y le respondí, muy suelto de cuerpo: “Claro, tenés razón”, en vez de decirle: “No, Liliana, qué decís, te lo tenés muy merecido”. Tres cuadras después reculé y me dije: “Qué hice, fui un tonto”.

Últimamente se la pasa haciendo pilas de libros para que un librero de Flores los recoja de forma gratuita.

—Muchos de esos los había comprado en mesas de saldos, por ejemplo, cuando escribí la locura del Diccionario de autores latinoamericanos [publicado por primera vez en 1998 y reeditado en 2018, una descomunal selección alfabética de autores y obras]. Hice tantas cosas ridículas.

Un joven psiquiatra lo empezó a visitar, se hicieron amigos y una tarde admiró su colección completa de Jacques Lacan. “¿Te gusta? Llevátela, te la regalo”, le dijo de inmediato.

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Los días anteriores a la entrega del Premio Nobel, en octubre de 2024, el timbre de la casa de Raúl Veroni, en Caballito, sonó durante todo el día.

—Los fanáticos de Aira se llevaron mis libros de a cantidades. Claro, esperan que a mí se me agoten para revenderlos por su cuenta. Ese es su negocio, porque hay una especulación con sus libros.

Veroni tiene 59 años y es dueño de la editorial Urania. Conoció a César Aira en una cena con escritores que discutían volcánicamente, en 2009, y de repente el nacido en Pringles levantó un dedo en la mesa y todos hicieron silencio.

—Era un Júpiter que ponía orden. Pero en la mesa amagó con decir algo y nunca dijo nada. Después me dijo: “¡Un ready-made!” —sonríe, sentado en su casa, donde funciona una galería de arte y la editorial pequeña, fundada en 1943 por su padre, que vende ejemplares numerados y firmados a mano por César Aira.

Dice que suele visitarlo con regularidad. Con las editoriales chicas, el candidato al Nobel apuesta a los libros-objeto: le gusta que los lectores lo busquen. Aira le dio varios relatos a Raúl Veroni, como Los dos hombres, para que publicara en su sello.

—Imprimí 50 ejemplares y le di la mitad a César. No era un libro barato en el mercado. Los aireanos compraron enseguida, y por ser la primera vez me llevé una gran sorpresa. César es discreto, pero de una erudición extraordinaria. La otra vez le mostré una revista surrealista y me dijo, sobre un personaje: “Ah, ¿sabés que ese era el compañero de banco de Lautréamont?”. Lo miré sin saber qué responderle. Y otro día, sobre un artista alemán, al toque me dijo: “Ah, ese es el que Rilke le hizo el prólogo”. Sabe datos muy curiosos. No es ningún secreto que es muy generoso con las editoriales pequeñas, renunciando a sus regalías. Los aireanos, que no son muchos, quieren tener todo lo que salga de él, como una especie de cofradía. Y César es un ciervo en el bosque.

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Son las cinco de la tarde. César Aira se siente algo fastidiado, con ganas de terminar la conversación. Dice que no tiene mucho que decir a escritores amateurs ni a lectores inéditos. Sin embargo, repite cosas que, en verdad, ya ha dicho en otras entrevistas, sin esconder contradicciones ni ambigüedades. Ha sido capaz de decir que “lo difícil es escribir, no escribir bien”, y a la vez habló de que todo se divide entre “buena” y “mala” literatura. Al tiempo que reivindicó la literatura como el arte supremo en que convergen todos los lenguajes artísticos, dijo, en más de una ocasión, que la literatura no tiene ninguna importancia en la sociedad y que es inoportuna e inútil. Que hay que recuperar la esencia lúdica e infantil del arte. Que sus historias son deshilvanadas e inconexas y que las lecturas que admira no se parecen en nada a lo que escribe. Se reconoce “anfibio” y “esquizofrénico”: vanguardista como escritor y conservador como lector. Sostiene que en un mundo que abunda en sobreexplicaciones, no hay que asustarse ante lo incomprensible: entender puede ser una condena. Y no entender, una puerta que se abre.

—Y, en definitiva, entonces, ¿qué es la literatura?

—Nunca me canso de decir que la literatura es solo placer, una linda evasión. El amor a los libros fue mi don. ¿Cuál es el trabajo de todo escritor? Inventar formas nuevas de felicidad, distintas a las del éxito. Me retracto: escribir no debe ser un trabajo, es una diversión.

Mira su reloj. Se levanta y dice que tiene que trabajar, debe obligaciones impositivas.

—Siempre dije que he sido un padre de familia pequeñoburgués, perfectamente adaptado, y no alguien misterioso y menos un ermitaño. Acá estoy, solo que ahora más viejito —se despide con ligereza y su infaltable sonrisa tímida.

Ya de pie comenta, indignado, que para cobrar el último premio le exigieron requisitos imposibles.

—Yo pago todo, me siguen persiguiendo y el dinero no me llega. Parezco un ciudadano modelo. Me atraso un día y me quieren cobrar un interés. En este país de Milei, qué chiste.

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César Aira: huir hacia adelante

César Aira: huir hacia adelante

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Charla con un inventor de nuevas formas de felicidad.

Un raro acontecimiento: el escritor que ha publicado libros a borbotones, el hombre ineludible de la literatura argentina, el eterno candidato al Premio Nobel, sale de su casa, se sienta en un bar de Caballito, en Buenos Aires, pide un café y explica, tranquilo, que ya no escribirá más.

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El escritor de los 125 libros publicados, entre novelas, cuentos, dramaturgia y ensayos; el que nació en un pueblo de 20 000 habitantes llamado Pringles, en la provincia de Buenos Aires, Argentina, en una casa con pocos libros; el que ganó premios prestigiosos como el Roger Caillois y el Formentor; el que casi no se muestra públicamente, y se mantiene sin redes sociales y fuera de los circuitos literarios; el que ha hecho un culto de escribir “media o una paginita por día”, publicando en promedio un libro por año, en su mayoría novelas breves, de 100 páginas. Ese escritor que, con 76 años, sigue viviendo en el mismo barrio de Buenos Aires, que va cada tanto a los mismos bares, anuncia un día, con su tono tímido y ensimismado, que ya no tiene ganas de hacerlo.

Cincuenta años después de su primera novela, César Aira lentamente está dejando de escribir. 

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Entra en el bar Pizza-Pizza de Caballito, en el centro de Buenos Aires, con un bolso que pende del hombro, dando pasos lentos, cortos. Nadie repara en él una vez que se dirige a las mesas con la cabeza gacha, como si estuviera buscando alguna señal en el piso, algo distraído.

Es una tarde de marzo de 2025, uno de los días más calurosos del año, con una temperatura que supera los 40 °C. Levanta la vista y sonríe ligeramente. Flaco y de mediana estatura, camisa a cuadros de manga corta, bermuda marrón y zapatillas, pelo corto, anteojos y barba prolija, saluda extendiendo la mano, con un apretón suave y apresurado. La voz es apenas audible entre el barullo del bar y los autos que pasan por la avenida Rivadavia, una de las principales de la ciudad.

—Te traje un libro —dice César Aira, y saca del bolso una edición en miniatura de El infinito, publicado por Urania, que firma rápidamente con una caligrafía nerviosa: “C Aira”.

Escrito en 1993, es un breve relato sobre un juego de infancia. El propio Aira se involucra como personaje, como en tantas otras de sus novelas, y también aparece Coronel Pringles, el pueblo donde nació.

Minutos antes había enviado un mail: “Si tenés problemas para venir lo postergamos. Hay un caos de tránsito por los cortes de luz”. Parecía atento a los vaivenes del día, pero una vez que se sentó en la mesa y el mozo le preguntó: “¿Un cafecito?”, a lo que correspondió con un guiño cómplice, el escritor argentino admirado por artistas como Patti Smith —que ha dicho: “Aira viene de un lugar donde la música suena siempre y nunca pasa nada, excepto todo. Tiene un ojo cubista que ve las cosas desde muchos ángulos al mismo tiempo”— o escritores como María Moreno —“La obra de César Aira es una máquina de invención perfecta: escribe sin deber y sin padres, como si por primera vez”—, que recibió elogios de Octavio Paz, Sergio Pitol, Enrique Vila-Matas y Carlos Fuentes —que lo imaginó ganando el Nobel en una de sus novelas—, traducido a 40 idiomas y editado en más de 30 países, se abstrae en una mirada lánguida que posa sobre las personas que pasan por la vereda.

Sus libros, en la Argentina, despiertan interés y polémica, algo que también se refleja en el exterior: en 2020 superó los 100 libros publicados y fue considerado por The New York Times como “uno de los novelistas más provocativos e idiosincrásicos de la literatura en lengua española”. “Se está con o contra Aira”, dice la crítica y doctora en Letras Graciela Speranza, en un intercambio por mail. Cree que su literatura, desde siempre, impuso un esfuerzo de imaginación crítica, al ser “desmesurada, desopilante, desatinada”. Basta recorrer el maratónico archivo de reseñas, entrevistas y lecturas analíticas para recomponer el repertorio caleidoscópico que se actualiza en cada nueva novela con un mero cambio de títulos, tramas, escenarios y personajes, desde mediados de los ochenta hasta el presente: Aira, narrador prolífico, productor de un continuo que desdeña la corrección y la perfección de la “obra literaria”; Aira, enemigo del estilo y los escritores profesionales; Aira, cultor de la intrascendencia, la frivolidad, la huida hacia adelante; Aira, alegre desacralizador de los mitos fundacionales de la cultura argentina como civilización o barbarie, la pampa, el gaucho, la Conquista del Desierto; Aira, humorista disparatado y defensor de la escritura automática. “Los mismos tópicos, curiosamente, permiten argumentar el rechazo —escribió Speranza en su artículo “César Aira. Manual de uso”, publicado en la revista Milpalabras en 2001—; con un simple cambio de signo, la proliferación, la imperfección, la intrascendencia y la ironía lo convierten según el caso en genio o farsante”.

Fue alguien difícil de asimilar. La revista Punto de Vista, dirigida por Beatriz Sarlo y termómetro de los debates culturales entre 1978 y 2008, colocó a César Aira en el lote de los escritores que eran inmunes a cualquier intento de crítica por su capacidad literaria para hacer cualquier cosa. No pocos investigadores y periodistas piensan que Aira inventó un “verosímil Aira”, como su amigo el escritor Elvio Gandolfo, que postuló la pregunta “¿César Aira es o se hace?”, y se permitió bromear: “Una de las cosas que aprecio en César Aira, justamente, es que es descontroladamente así: ¡saca como 10 libros por año!”.

Así, en su obra inagotable y torrencial, ni escritor de ciencia ficción, ni realista, ni fantástico, ni surrealista, ni excéntrico, ni absurdo, ni ensayista, o bien, la suma sui géneris de todos ellos, César Aira nunca dejó de cambiar libro a libro, desconcertando, cansando o hechizando a sus lectores. Puede, en sus novelas, insertar monstruos estrafalarios en lugares insólitos o fantasmas entre albañiles e inquilinos de un edificio en construcción; obsesionarse con ninjas, gimnasios y supermercados chinos; con paisajes y geografías remotos como los que fascinaron al pintor alemán Johann Moritz Rugendas; puede empezar una novela con la frase “Mi historia, la historia de ‘cómo me hice monja’, comenzó muy temprano en mi vida; yo acababa de cumplir seis años”, para luego no saber si el que narra es un niño o una niña; o simplemente haber confesado que con dos palabras, la costurera y el viento, imaginó el título de una novela, ejemplo de sus “juguetes literarios para adultos”, en el que aparece la vida costumbrista de una costurera de pueblo y, en la segunda parte, tras un giro imprevisible, el personaje es el viento; pueden las historias de Aira volverse aún más fantásticas, como cuando gusanos gigantes, entre un ejército de clones de Carlos Fuentes, comienzan a salir de las montañas y amenazan con aplastar un pueblo venezolano en El congreso de literatura (1997), o cuando un escritor de novelas góticas deja todo por el consumo de opio mientras lo acechan sus ghostwriters como criminales sueltos en Buenos Aires en su novela Prins (2018). Él mismo, César Aira, fue alguna vez escritor por encargo, como se reveló con el best seller político La conspiración de los banqueros (1985), de Jorge Garfunkel, un banquero argentino multimillonario.

Su amor por Duchamp y los surrealistas franceses, las artes plásticas, la literatura y el lugar del escritor se refleja en un caudal de libros ensayísticos con prosa nítida y ágil como Continuación de ideas diversas (2014), Evasión y otros ensayos (2017) y El crítico. La prosopopeya (2022). Allí, con enorme erudición y la impronta de un artista conceptual, desarma los cánones sin ninguna línea sistemática y clásica, escribiendo aleatoriamente sobre Alejandra Pizarnik, Copi, Edward Lear, Emeterio Cerro, Silvina Ocampo, Norah Lange, pero también sobre John Cage, la juventud de Rubén Darío o los árboles de Buenos Aires. La historia argentina es otro de los temas que recurren en sus novelas. En uno de sus libros más famosos, La liebre (1991) —al cual Aira considera un “clásico” por sus constantes reediciones—, aparece Juan Manuel de Rosas, gobernador de la provincia de Buenos Aires entre 1835 y 1852. Se lo muestra haciendo abdominales mientras, en un monólogo interior, piensa en sus opositores: “Había sido demasiado blando, había sido convencional. Ellos decían que era un monstruo, y él lamentaba haber perdido en algún punto del camino la oportunidad de serlo de veras. Lamentaba no ser su propia oposición, para realizarse por los dos lados, como un bordado bien hecho. Le había faltado imaginación, y sin imaginación la crueldad no se hacía del todo real”.

—Todos los que me despreciaron deben tener razón, les agradezco que hayan escrito sobre mí. Ya no me peleo con nadie —se limita a decir Aira en el bar sobre sus críticos.

En un congreso literario en la Universidad Nacional de Rosario, en 2007, dijo que valoraba más las críticas negativas que las positivas, y citó la que en su momento escribió María Teresa Gramuglio en la revista Punto de Vista sobre su novela Ema, la cautiva. Aira rescató que la investigadora “hacía unas objeciones muy ciertas, y entonces comprendí cómo la omnipotencia del creador cuando está creando, esa libertad maravillosa, tiene ciertas restricciones. Yo hacía trampa en esa novela, que una lectora inteligente las vio enseguida”. Publicada en 1981, la historia de Ema, la cautiva, ocurrida en el siglo xix, arranca con un viaje en el que una comitiva de soldados y oficiales lleva una carga de presos, mujeres y niños hacia el fuerte de Pringles. En el devenir de la trama, Aira distorsiona el tópico del relato de civilización y barbarie latinoamericano, y Ema quiebra el estereotipo de la cautiva: no es blanca ni inocente, no está casada con un hombre blanco, no tiene un final trágico.

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En el bar Pizza-Pizza, agobiado por la humedad porteña del verano, Aira parece ya lejano a lo que se diga sobre él. Ese día de marzo, como todos los días, se levantó temprano, desayunó, revisó el mail. Desde que a su esposa, la poeta Liliana Ponce, se le detectó esclerosis lateral amiotrófica (ELA), hace una década, sale a hacer compras y prepara la comida con ayuda de trabajadoras domésticas. Hace años que no da entrevistas en la Argentina y solo unas pocas a medios extranjeros, en ocasión de algún premio o la salida de un nuevo libro. Escritoras como Selva Almada han dicho: “Lo envidio a Aira. Se resiste radicalmente a esa cosa de que los escritores tenemos que exponernos y hablar todo el tiempo. Así hemos perdido el misterio”.

Primero aceptó unas preguntas por mail. Luego, volvió sobre sus pasos. Escribió: “Lo estuve pensando y preferiría que escribieras ese artículo sin mi participación, sobre mis libros y no sobre mí, como se ha estado escribiendo últimamente, para mi íntimo bochorno. Además, no querría que me pase lo que a mi tocayo Thomas Randolph, que murió, a los 30 años, por indulging himself too much with the liberal conversation of his admirers”.

Con lo de “íntimo bochorno” se refería a una entrevista de la televisión sueca emitida en julio de 2024, en la que Aira abrió las puertas de su casa y repitió algunas de sus máximas: que su escritura es “como el caminar de los niños, a cada momento me estoy desviando”; que no le teme a la página en blanco, sino a “la página llena que hoy son las pantallas”; que nunca hay que escribirlo todo, sino dejar reposar el texto para el día siguiente; que sigue escribiendo a mano “por su devoción a la materialidad” y luego pasa todo a la computadora, y que no hay que esclavizarse con la calidad, pero que sí hay que desconfiar de uno mismo: “Me pasó que obras menores otros las vieron como genialidades y algunas que sentí como una obra maestra todos me dijeron: ‘¡Qué fiasco!’”.

En esa entrevista puede verse su casa, con pilas de libros y cajas de cartón, una silla de gamer frente a una computadora, lapiceras de colores, complejos vitamínicos y paredes con humedad: una casa austera con muebles viejos, de artistas de clase media. Simpático y ocurrente, se sienta en la cama enseñando manuscritos. En un momento, atiende el teléfono fijo. Es una tía de 90 que lo saluda por su cumpleaños y él la corta amablemente: “Para mí es un día normal. Lo pienso pasar acá, solo”, dice a cámara con mirada pícara.

Poco después del reportaje sueco, tuvo un sueño revelador. Así lo contó por mail: “Querido Juan Manuel, creo que después de todo será mejor que no hagamos la entrevista. Me disuadió un sueño que tuve anoche: me salía del cuerpo una sustancia viscosa y putrefacta, que caía sobre una pila de libros que había en el suelo. Yo trataba de salvarlos, aunque sabía que era imposible, esa plasta ya los cubría y se metía entre las hojas. La fragilidad de los libros quedaba claramente expuesta. Interpreté que esa materia destructiva era lo que yo podría decir, mi expresión personal, que iba a corroer la lectura de mis libros, manchándolos sin remedio. Un detalle que me llamó la atención fue que no era un sueño de angustia, aunque lo tenía todo para serlo. Tenía la forma de una pesadilla, y el contenido de una contemplación intelectual, casi de una interpretación o de un mensaje que venía de lejos. Me tranquilizó: bastaba con no hablar para que los libros no se echaran a perder. En fin, sé que harás un gran trabajo. Te mando un saludo. C”.

Tras ganar en marzo de 2025 el Premio Finestres de Narrativa en castellano, y a casi un año de solicitada la entrevista, accedió a un encuentro: “Hagámoslo la semana que viene. Me acaban de dar un premio en España y tengo que dar un discurso y responder preguntas, me tienen un poco abrumado”.

Ahora, en el centro de Buenos Aires, César Aira termina su café y come una galletita de chocolate.

—¿Seguís escribiendo en bares?

—No. No escribo hace más de un año. Pero sí…, cuando lo hago me siento en una mesa, anoto cosas en mi libretita y cada tanto veo a la gente pasar. Es una linda distracción. El resto lo paso encerrado, entre mis papeles y cuadernos, leyendo casi todo el día. Como hice toda mi vida.

Empezó a publicar en los ochenta, pero la crítica argentina enaltecía a otros escritores como Ricardo Piglia y Juan José Saer. A poco de editar su primera novela, Ema, la cautiva —aunque antes había escrito Moreira, en 1975—, a sus 30 años, César Aira escribió un ensayo en la revista Vigencia, en que dijo que la novela argentina era una “especie raquítica y malograda”, y que Respiración artificial, la novela insignia de Piglia, era “una de las peores novelas de su generación”. No faltaron los dardos contra los “escritores importantes” del boom latinoamericano —Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, García Márquez, Juan Rulfo—, y también llegó a decir que “el mejor Cortázar es un muy mal Borges”.

La división de aguas entre Aira y Piglia, con ecos del clásico Florida-Boedo de los años veinte y treinta en torno a dos vanguardias que discutían en Buenos Aires cuál debía ser el rol de los escritores, ocupó fervorosamente las aulas académicas. En la sede histórica de la calle Puan de la Facultad de Filosofía y Letras, eran la némesis el uno del otro. Los “aireanos” se enaltecían con declaraciones como las que Aira, en 2000, vertió sobre Piglia, diciendo que “era más profesor que escritor”. Creían que Piglia representaba un escritor profesional, consagrado en las instituciones de la burocracia literaria. Los “piglianos”, en tanto, no se quedaban atrás: creían que los experimentos del nacido en Pringles eran literatura pobre o directamente nula. “Simpático Aira, el típico niño olfa [o ñoño]”, lo había definido el autor de Respiración artificial. Parafraseando a Macedonio Fernández sobre Manuel Gálvez, Ricardo Piglia sugería que Aira en verdad no existía y que era el seudónimo con el que firmaba las novelas que le enviaban “los escritores malos de la Argentina”. Ambos, sin embargo, compartían su devoción por Roberto Arlt, Jorge Luis Borges y Duchamp. Con el paso del tiempo, primó cierta indiferencia: la ausencia de Aira, en efecto, quedó evidenciada en los tres volúmenes de los diarios de Piglia. Y en 2021, durante una entrevista en España, el propio Aira pareció cerrar la discusión. Dijo sobre Piglia: “Era una excelente persona. Siempre que nos vimos nos tratamos como distantes caballeros. Era un poco mi contrafigura: era serio, un profesor con mucha responsabilidad con lo que decía, con lo que hacía. No leí ninguno de sus libros, así que no puedo opinar”.

Aira se presentó a numerosos concursos, pero nunca ganó ninguno. En los noventa, persuadió a editores llevándoles sus manuscritos y pobló las editoriales argentinas —chicas, medianas y grandes— con sus “novelitas”, cosechando, a la vez, detractores indignados y admiradores fanáticos. Por caso, el filósofo Tomás Abraham confesó en un capítulo de su ensayo Fricciones que pasó de irritarse por los “indios disfrazados” de sus novelas a parecerle el escritor con las ideas más interesantes de la literatura argentina. Con el siglo xxi, Aira consiguió vender mucho en Europa cuando fue descubierto, en 2002, por el agente literario berlinés Michael Gaeb, fascinado por lo que denominó “libros surrealistas y poco convencionales”, y se hizo conocido fuera de Latinoamérica. Por esa época, sin frenar la provocación, escribió la novela Cómo me reí (2005), “contra la gente que viene a decirme ‘cómo me reí’ con mis libros”.

Tiempo después llegó el elogio de la madrina del punk, Patti Smith, y más traducciones, viajes, reconocimientos. En la edición inglesa de su novela La liebre —que trata, además de Rosas, sobre un cuñado de Darwin y la búsqueda de una especie inventada: la liebre legibreriana—, una frase lo define como “The Borges of the pampas”.

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En una de sus últimas novelas, Los hombrecitos con sobretodo, el narrador, de una edad semejante a Aira, parece observar lo que al resto le resulta indiferente: unos hombrecitos que hacen un espectáculo de piruetas en el techo de un cuartel de bomberos. “¿Yo era el único entonces, el único en apreciarlos y tomármelos en serio?”, se pregunta. Y luego: “Era paradójico que su mejor espectador fuera justamente alguien como yo, un hombre que vive en el pasado”.

En el bar Pizza-Pizza, Aira mira a su alrededor: hay pantallas de televisión, mozos vestidos a la antigua, techos altos y un promedio de clientes de más de 60 años.

—Acá cito a la gente que me interesa. Me gusta porque es un lugar barato y espacioso. Salvo cuando vienen grupos de hombres y confabulan con los mozos gritando como locos. Ay…, el fútbol, ¡qué maldición!

En otra parte de Los hombrecitos con sobretodo se lee: “Mientras los demás distritos de la ciudad van poniéndose de moda uno tras otro y se llenan de bares hípsters, restaurantes gourmet y tiendas de diseño, nosotros persistimos en los vetustos almacenes, supermercados chinos y parrillas grasientas”.

—¿No escribís hace más de un año?

—No, nada —la voz se apaga en un hilo, aunque los ojos están vivaces debajo de los anteojos cuadrados—. Qué sé yo, ya escribí tanto que me adelanté de antemano.

—¿Por qué no estás escribiendo?

—Por falta de ganas, por cansancio. Debe ser la edad.

—¿Y alguna vez estuviste tanto tiempo sin escribir?

—No…, que yo recuerde, no.

—¿Y cómo estás con eso?

—Naaa, bien —resopla ligeramente—. Me alegra lo que pude hacer en tantos años. Ahora me consuelo contando la plata de los premios, como una especie de exescritor —dice, riéndose.

En 2021, entrevistado por el diario El País en ocasión de recibir el Premio Formentor a su trayectoria literaria, anticipó: “Yo doy por terminada mi vida. No voy a adaptarme al nuevo mundo”.

Sus amigos dicen que, entre sus manuscritos inéditos, existen entre 30 y 40 títulos.

Hay Aira para rato en el mercado editorial.

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Coronel Pringles es un pueblo agrícola-ganadero de Buenos Aires que tiene 20 000 habitantes. Allí se implementó el “Circuito Aira”, un recorrido que va de la casa de sus primeros años al colegio donde estudió, pasando por lugares emblemáticos de sus relatos, como el Hotel Avenida y la iglesia. César Aira nació ahí en 1949.

—Pringles está igual que cuando mi hermano César se fue a sus 18 años a Buenos Aires. Estudió abogacía por consejo de mi papá, pero dejó y siguió Letras. Los jóvenes se van del pueblo y queda pelado.

La única hermana de César se llama Amelia, es docente jubilada y está preparando un viaje al Camino de Santiago, en España. Habla con su hermano por teléfono en ocasiones especiales. Como el resto del círculo íntimo, esquiva un encuentro y envía audios de WhatsApp. Lo primero que dice es que en la familia de su madre había teatreros y músicos. El arte estaba en la sangre. Con su hermano, quien le lleva pocos años, había buen trato, pero no jugaban juntos. De grandes, cuando ambos coincidieron en Buenos Aires, vivieron unos años en el mismo departamento. “Nunca me imaginé que sería escritor, pero tenía una personalidad distinta a los chicos de su edad”, reconoce, y cuenta que en su casa había pocos libros.

—En las dos bibliotecas del pueblo, César agotó todos los libros, no tenía nada más que leer —dice Amelia en tono algo neutro, como si se aburriera de haber contado la anécdota en más de una oportunidad.

Ahí, Aira devoró historietas, leyó a Julio Verne y a Salgari, descubrió el Quijote, la Divina comedia, a César Vallejo, Proust y Kafka, obras infinitas que releería de adulto, “la buena literatura” que le ha hecho decir que, desde las bibliotecas de Pringles, “he querido seguir siendo un lector escribiendo”.

En el barrio tenía varios amigos, muchos hijos únicos, varones. Pero él quería estar solo. Cuando con su familia iban al único cine del pueblo no le gustaba ver las películas en compañía.

—Se sentaba en la primera butaca de la fila 6, y yo me sentaba más atrás con mi papá y mi mamá. El dueño del cine lo mimaba y le daba ese lugar hasta cuando se vendían todas las entradas.

Pese a su retraimiento, les ayudaba a hacer las tareas a sus compañeros de escuela.

—Los pibes venían a casa y César les hacía la síntesis de los libros. Lo idolatraban.

Amelia dice que cuando viaja a Buenos Aires se suelen encontrar en San Telmo, en un bar que se llama La Poesía. Un rato de charla y poco más.

—Porque a Pringles no vino nunca más desde que murió nuestra mamá.

En Pringles vive Omar Berruet, uno de sus amigos de infancia, que nunca se fue del pueblo.

—De César apenas si leí sus libros, llego a la mitad y después los dejo —se sincera Omar.

En un terreno del padre de César hacían casitas, jugaban al ajedrez o leían. El padre de Aira tenía una casa de venta de máquinas agrícolas y corrían por los galpones, llenándose de grasa. Hacían fogatas con las cubiertas de camiones en las fiestas religiosas.

—En las noches de verano jugábamos con la luna bien grande en el cielo, la mirábamos y corríamos para escaparnos de ella. Eran calles de tierra, no había asfalto. Era hermoso —evoca Omar, con la voz atragantada.

El juego más memorable era cuando se ponían a contar. César empezaba con 10 avestruces, Omar seguía con 100, competían frenéticamente.

—Era nuestro preferido, lo llamó “el infinito” y me dio mucha alegría cuando lo leí en un relato suyo —dice, sentado en la plaza principal—. Pringles tiene las obras del arquitecto Francisco Salamone, y lo tenemos a Aira. Cuando viene la fecha de la entrega del Premio Nobel, en las radios y en la tele se hace la previa. El pueblo hace fuerza para que gane.

Con el correr del tiempo conservaron un trato distante pero ameno. A César Aira lo declararon ciudadano ilustre en 2020 y allí se cruzaron por última vez. Omar se enteró hace poco de que su amigo tiene celular y le pasaron el número, pero nunca lo quiso molestar.

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Desde que ganó fama a comienzos del nuevo siglo, cada tanto se publican notas con títulos como “¿Es Aira el mejor escritor de habla hispana del presente?”, “¿Quién es realmente César Aira?”, “Vanguardista o enfant terrible de las letras”, “¿Es el secreto mejor guardado de la literatura?”, “¿Es César Aira mejor ensayista que novelista?”.

Objeto de estudio de cientos de papers académicos y ensayos críticos que se actualizan en la web, venerado por escritores-fans —entre otros, dan cuenta los libros Aira o muerte, de Daniel Mecca; Los años Aira, de Alberto Giordano; La muerte de César Aira, de Francisco Bitar, o El mal de Aira, de Andrés Restrepo Gómez—, el nombre del escritor argentino no pasa desapercibido en congresos, seminarios y ensayos sobre literatura sudamericana. “En la Argentina hay más aireanos que escritores”, decía Ariana Harwicz en la Feria del Libro de Madrid hace unos años, cuando Aira figuraba entre los candidatos de las casas de apuestas para ganar el Premio Nobel.

Todos los especialistas coinciden en que no hay una novela consagratoria ni una etapa superior. Que no existe un Moby Dick ni una Madame Bovary en la obra de Aira. El escritor y abogado Ricardo Strafacce, que compiló César Aira, un catálogo, dice que produjo una ruptura en la literatura argentina sin dar un batacazo.

—A partir de Aira, se pueden ensanchar los límites. En su continuidad, libro a libro, dio un sentido nuevo al uso del habla común y a la autonomía de la literatura. Él dice de sí mismo: “Yo hago cuentos de hadas dadaístas”. Es notable el aspecto de su invención con las vanguardias históricas —dice Strafacce.

—Sus detractores dicen que está sobrevalorado, que tiene una obra despareja, lo critican porque no corrige o que publica, a veces, por demás —le planteo.

—Se han tomado en serio todo lo que dice y eso es un disparate. Me consta que Aira corrige, lo que quiso polemizar es que no se puede estar corrigiendo todo el tiempo, rescatar lo espontáneo y su gusto por la improvisación. En las críticas hay bastante mala fe, criticar a alguien por ser prolífico es ridículo. Hay una moda en hablar en contra de Aira, por pereza y por mala fe porque no aparece públicamente, no se encuadra política o socialmente. Ante los que dicen que banalizó la literatura y que hizo que cualquier pavada sea un libro, expreso lo contrario: modernizó nuestra tradición y se adelantó a la época.

Los amigos escritores del presente son un sostén para Aira, según él lo ha reconocido varias veces. Strafacce es de su misma generación, pero él suele juntarse con escritores y editores más jóvenes.

—Para mí es un genio —dice Strafacce—. Es un escritor experimental, sin renunciar al relato, creó nuevos mapas de lectura. Aira es una obra poética escrita en forma novelesca. Mi orden es Borges, Aira y después todos los demás. Pero una biografía sobre él sería muy aburrida. Él lo ha dicho miles de veces: las vidas de los escritores son muy pobres al lado de su literatura. Es tímido, un hombre que solo habla de literatura y destila un humor inteligente. Nada de política ni de deportes, algo de nuestras familias. En una charla reciente me habló [de] que se está perdiendo el largo camino del lector. Que para tomar un libro, tener una hora de lectura y sentir que te puede cambiar el día, hay que tener una sensibilidad previa hoy algo olvidada. “¿Qué es de un escritor sino leer y escribir?”, se queja.

En el último tiempo lo siente más melancólico, afectado por la pospandemia y quejándose de la vulgaridad extrema de su país.

—Cuando el Nobel vuelva a América del Sur, le tocará a César —dice.

El escritor Martín Kohan suma otro rasgo: dice que Aira es la contracara perfecta del estereotipo de escritor. Lo sitúa en un “vanguardismo lúdico” cuya novedad de la obra son sus novelas “biónicas” y “mutantes”. En Aira —analiza Kohan—, no hay un estilo reconocible ni un autor que piensa en los géneros. Aira es incontenible.

—Escapa al aura de trascendencia y a esa cosa profunda, grave, del escritor. Aira se ríe de la idea del sacrificio y de la inspiración, incluso de la búsqueda de la novela total y, por el contrario, lleva al extremo, a la saturación, un programa de publicación. Hay algo dichoso, de ganas de escribir, que es la antítesis del escritor sufriente y atormentado. Sus famosas ideas de la fuga hacia adelante y del continuo que puede unir los heterogéneos, algo que aprendió de Deleuze.

Cada novela es irrepetible e impulsa a la siguiente. “Y si no te gustó, no pasa nada”, comenta el narrador y docente argentino. Elige entre sus libros favoritos a Varamo (2002), El tilo (2003) y Un episodio en la vida del pintor viajero (2000). De la última rememora la escena “expresionista” en que Johann Moritz Rugendas, el personaje principal, sufre un accidente en las montañas y es electrocutado por un rayo junto a su caballo.

—Hay mucho siglo XIX argentino en su literatura, aparece Aira como personaje de sus novelas, está incluso la violencia de los setenta y no le esquiva a la política, como en la novela El presidente [2019]. Y de repente te saca ensayos sobre el arte y la creación, hablando de Baudelaire y Mariane Moore, como Sobre el arte contemporáneo [2016] y La ola que lee [2021]. Aira desarma todo, lo saca a golpes de parodia, sátira, risa, juego, absurdo, ironía. No existe, ni por mínimo, un escritor tan singular.

Su extensa obra está descentralizada en docenas de editoriales, la gran mayoría pequeñas, como Mansalva, cuyo editor, Francisco Garamona, es su amigo.

—Nos encontramos en bares. César tiene una luminosidad, una generosidad y una sabiduría que son únicas en este oficio. Le veo el aura de alguien que ha dominado una materia tan exigente como la literatura —dice Garamona—. Cada nuevo libro es esperado por los lectores como la dosis de una droga exquisita.

En su último libro, Alguien que canta en la habitación de al lado, Alan Pauls lo señaló como la gran influencia en la literatura argentina de las últimas décadas. Entrevistado por Pauls, Aira habló de la literatura como ese lugar en el que se encontró “condenado a vivir y protegerse de todo lo malo que sucede en la vida”. Pauls dice que, según sus editores extranjeros, triunfa centralmente en Estados Unidos, Francia y Alemania. En Argentina, Pauls encuentra una paradoja: Aira goza de bastante popularidad y a la vez sigue siendo un escritor de nicho, un escritor de escritores.

—Aira es el gran artista de la literatura infantil sin moraleja, mitad punk, mitad naíf —define el escritor argentino Juan José Becerra—. Sus libros nos hacen sentir niños leyendo por primera vez una primera literatura —dice una tarde de otoño, sentado en un bar del Centro Cultural Recoleta que expone la muestra “César Aira: medio siglo de literatura”, organizada por el especialista Diego Cano, administrador de la página de Facebook “Todo Aira”.

El encantamiento, según Becerra, lo acerca a los hermanos Grimm y a Perrault. Y dice que mientras Borges tiene una imaginación letrada y adulta, Aira ejerce su imaginación con una libertad total.

—Sus libros no tienen personajes memorables. El que siente es Aira, y generalmente lo hace con la cabeza. ¿Y? Reprochárselo es como reprocharle a Messi que haga mal los saques laterales.

Cierta vez entrevistó a Aira en la Universidad Nacional de Rosario. Cada respuesta terminaba con un “creo”.

—Me pareció un marciano. Su ritmo lento, su voz apagada, su cansancio estructural. Como diciendo: “Puta madre, tengo que vivir”. Me gustó esa manera ya no de colgarse, sino de vivir colgado, que es lo que deduzco de esa dinámica de autosuficiencia. Digamos que es un tipo que está en su mundo. Totalmente hecho de literatura.

Aira considera a Pablo Katchadjian, nacido en 1977, uno de los mejores escritores del presente. Lo defendió públicamente cuando Kodama, la albacea de Borges, le hizo un juicio por plagio por El Aleph engordado, un texto en el que usaba como base El Aleph, de Borges, al cual le agregó palabras. Katchadjian ganó el juicio y le agradeció la defensa como gesto de amistad.

—Le gustó una novela mía que se presentó en un concurso [del] que fue jurado y empezamos a ser amigos. En la primera charla me preguntó qué autor me gustaba, le respondí Heinrich von Kleist. Y ahí entramos en íntima afinidad —dice Katchadjian por teléfono, mientras camina rumbo al colegio de su hijo en Buenos Aires—. Aira es un faro, en el sentido de que como escritor siempre algo habilita. Es pop, es punk, es absurdo, es disruptivo. Nos enseñó la libertad en hacer lo que se le canta con la literatura. Y cada año escribe mejor, es buenísimo.

Los que conocen a Aira acuerdan en que durante décadas fue un autor subestimado y encasillado como de “culto” o “anormal” en el campo literario argentino, del cual incluso se hablaba despectivamente. Para Pablo Katchadjian, es un fenómeno literario en sí mismo.

—El otro día me dijo: “Me encontré con alguien que hablaba pestes sobre mí, y ahora le encanta lo que hago”. Lo noté contento —dice Katchadjian.

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—La mayoría de sus viejos amigos ya partieron.

En diálogo breve por Instagram, la mujer de Aira, Liliana Ponce, los enumera: Osvaldo Lamborghini, Alberto Laiseca, Luis Chitarroni, Héctor Libertella, Michel Lafon. De Lamborghini, a quien consideraba uno de sus maestros, Aira fue albacea y solía glorificar su boutade de “primero publicar, después escribir”.

—Con César tenemos mundos separados. Cada uno su círculo, sus cafés con sus propias relaciones. Y no intervenimos —cuenta Liliana, cuya movilidad está reducida por la ELA.

Habla de su marido con cautela. Se conocieron en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Se recibieron a comienzos de los setenta, en una época de convulsión política con tomas de facultades, redadas policiales y marchas estudiantiles. Egresaron con título de profesores. Aira nunca ejerció y al poco tiempo empezó a trabajar como traductor, pero Liliana sí. Hoy estudia la literatura japonesa clásica y del budismo. Además, trabajó como docente de colegios secundarios, como traductora y correctora en editoriales.

—La nuestra fue una generación potente. Tuvimos compañeros como Ana María Shua, Gabriela Massuh, Elsa Bornemann. Sumado al poeta Arturo Carrera, que se conocía desde Pringles con César y hacía reuniones en su departamento para charlar sobre arte y literatura o escuchar música. Ahí te encontrabas con pintores como Alfredo Prior y Juan José Cambre.

César Aira siente predilección por el free jazz, es admirador de Cecil Taylor, sobre quien escribió un libro. También le gustan Keith Jarrett, João Gilberto, Morton Feldman, Morrissey y Scarlatti. Suele escuchar música de noche, cuando toma un whisky para cerrar la jornada. En el cine siempre alabó la elegancia de Almodóvar, la vanguardia de Godard y la estética de Raúl Ruiz. Es fan de un dibujo animado llamado Las sombrías aventuras de Billy y Mandy, o de repeticiones de Alf o La niñera.

—Nunca fuimos bichos universitarios. Nuestro proyecto personal era más artístico que académico. Aunque yo siempre fui distinta que César, jamás tuve la ansiedad de publicar —dice Liliana Ponce, que desde hace más de 50 años, según la crítica especializada, publica una de las obras más singulares de la poesía argentina.

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Se casaron en 1979 y tuvieron dos hijos: Tomás y Noemí.

Tomás tiene 44 años y lleva el nombre del padre de César Aira. Prefiere hablar por celular. Al igual que su madre, se muestra cordial pero prudente. Es dibujante de historietas. En sus redes sociales escribió: “Dibujo historias de guerra y ciencia ficción. Quiero dibujar romance, ya saldrá”.

—Mi vieja pintaba antes de casarse. Mi viejo me contó que cuando yo tenía 10 años le compramos un juego de acuarelas. Lo dejó tirado en un armario, hasta que un día lo vi y me puse a pintar.

Fue al colegio Fernando Fader, un secundario artístico. “Me gusta más la literatura chatarra y de ciencia ficción, esos libros que no estaban en casa”, dice, e interrumpe para atender una llamada de su padre. Hay algo urgente que coordinar sobre la salud de su mamá.

La casa familiar es una especie de librería, con cerca de 20 bibliotecas. Pilas y pilas de libros distribuidos en habitaciones muy pequeñas.

—Hace unos años tenía miedo de que se le desfondara el piso, por su gigantesca cantidad de libros. Nos dio autorización para agarrarlos y hacer lo que quisiéramos. Pero cada tanto pregunta, algo molesto: “Che, ¿alguien vio este o agarró aquel?”. De mi viejo leí un montón de novelas. Es raro leerlo, pero me divierte.

Antes de que Aira sufriera la fractura de una pierna, lo que requirió que la estabilizaran con clavos de titanio, iba al gimnasio o a andar en bicicleta.

—Fue un padre cariñoso, atento. Íbamos al Parque Rivadavia y me compraba Astérix, las historietas de Disney, de Superman, Batman. Tiene una memoria impresionante. Es capaz de acordarse del actor de una película que vio en su pueblo cuando tenía 13 años. Y después te cuenta la historia completa.

En los veranos iban a Coronel Pringles. Tomás Aira pasaba meses enteros con su primo Ramón: “Me quedaba más tiempo como una forma de liberar a mis viejos”.

—Mi viejo solo cocinaba cuando hacía falta. Cero fútbol. En casa no se reunía con amigos, siempre fue de ir a bares. De hacer su caminata diaria y después ir a los barcitos a escribir. Siempre fue hogareño, de estar tranquilo y trabajar desde casa. Se armó una especie de estudio en un cuarto pequeño, con la máquina de escribir y luego la compu. Y un teléfono que odiaba tanto atender que compró un contestador automático.

La última vez que viajaron juntos a Coronel Pringles fue cuando falleció su abuela Isabel, la madre de César Aira, hace 10 años. Isabel González Aira era profesora de música, fanática de la obra de su hijo, y escribía en la revista La Pringlense. Como parte del mito, se ha dicho que La Pringlense había sido una creación más de César Aira, y hasta incluso los más osados especularon con la idea de que su madre sería la verdadera autora de todo lo que firmó su hijo.

—Mi viejo estaba triste, pocas veces lo había visto así porque las emociones se las reservaba. Mi abuela era muy pegada a él y lo llamaba seguido. Recuerdo que él se había ido a Alemania, a una residencia, durante un mes. Mi abuela me llamaba y cada tanto me decía: “Pero ¿en qué Alemania está?”. Y le tenía que explicar que no existía más lo de Occidente y Oriente. Mi viejo es bastante charleta. Es irónico, despierto, asocia cosas. Un juego donde pasábamos horas era el ajedrez. Le gustan los chicos pequeños. Recuerdo que una vez un hijo de una familia conocida estaba en un rincón, sin jugar con nadie, y de pronto César se le acercó y jugaron a los autitos. Se reía como un loco y los adultos lo miraban asombrados.

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Arturo, de nueve años, es el único nieto de César Aira, hijo de Noemí.

—Mi hijo lo adora —dice Noemí, que atiende el teléfono con predisposición y luego completa la charla con audios de WhatsApp—. Juegan al ajedrez con un tablero que trae César. Y comparten lecturas. Hace poco le regaló Las aventuras de Tintín. Pero es bastante despistado, no podés pedirle que le haga una leche chocolatada. Conecta más con los juegos y desde lo mental. De chicos, nos leía de noche, Robin Hood, La historia sin fin. Papá siempre con un libro en la mano. Pero nunca diciendo: “Tenés que leer tal libro” o que uno por leer iba a ser mejor persona ni que los libros los escribe gente buena o mala.

Noemí tiene 42 años y vive en Avellaneda, una zona que está al sur de la ciudad de Buenos Aires. Sus padres buscaban un nombre sin “A” para que no se adosara al apellido. Le preguntaron a Tomás, su hermano, si sugería uno y dijo “Mimí”, como le decían a una amiga de ellos, la poeta Noemí Ulla.

Noemí Aira estudió la licenciatura en Artes en la Universidad de Buenos Aires, con especialidad en Artes Plásticas, y trabaja en la Fundación Proa, centro privado de arte orientado a la difusión de los grandes movimientos artísticos del siglo XX. Allí se dedica a atender al público. Es curadora, algo que, dice, descubrió en las revistas de arte que compraban sus padres. “La novela que más me gusta de [mi] viejo es Artforum [2014]. Ahí se cuenta la relación obsesiva de un coleccionista con la revista Artforum. Y ese justamente era mi viejo, que era un lector fan de esa publicación. Recuerdo como un evento muy lindo que llegaran a casa esas páginas internacionales, un objeto preciado”.

Su padre jamás se llevó bien con horarios de oficina: necesitaba autoimponerse rutinas fijas. Escribía de día, nunca trasnochaba.

—Hice una maestría y todos se me acercaban por él. Eso me metía bastante presión, como que había respeto por el apellido y debía ser una muy buena alumna. Que gane el Premio Nobel sería hermoso. Pero dice que nunca lo va a ganar porque el Nobel tiene un costado social, un compromiso político y de buenas causas. Y su literatura es surrealista y de realismo delirante, como la define él.

“Mi hija escribía poemas. Cierta vez dijo: ‘Voy a escribir un solo poema por día porque estoy ‘eteriorada’”, contó Aira durante una de sus últimas conferencias en Europa. Despojado y ahorrativo, ni siquiera en los instantes más celebratorios César Aira invitó a mucha gente. “Una cenita entre nosotros y listo”, se ríe su hija. No hubo grandes viajes ni regalos. El lujo era una lapicera de marca o un buen perfume.

En 2001, la familia sufrió la crisis económica del país. Nunca ajeno a su época, Aira publicó entonces La villa, una novela en la que cuenta cómo un joven que no hace otra cosa que ir al gimnasio y es hijo de una familia acomodada, de pronto empieza a ayudar a los cartoneros y vagabundos que colman la ciudad y se interna en los pasadizos de una superpoblada villa miseria.

Poco después, Aira empezó a publicar en Eloísa Cartonera, una editorial que usa tapas de cartón compradas a las cooperativas de trabajo de cartoneros de Buenos Aires. Les dio sus manuscritos sin pedirles nada a cambio.

—Vivimos con lo justo, pero todo era bastante calmo, se respiraba libertad —rememora Noemí—. Ni nosotros como hijos éramos muy locos ni ellos eran controladores.

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Pocas veces César Aira habla mirando a los ojos. Sigue dialogando en el bar Pizza-Pizza con un humor algo infantil y filoso —se indigna con el marketing literario y la promoción que se hace de escritores jóvenes diciendo que escriben “novelas extrañas y misteriosas”, lo ve como algo pomposo y esnob—, una permanencia entre serena y apesadumbrada, y un devenir de digresiones en las que prolonga largos mutismos, como si buscara algo olvidado en la memoria.

—Tanta curiosidad me da lo que dicen sobre esos escritores, se habla hace años también de la literatura del yo y esas modas, que van a lograr que algún día me compre algún libro y los conozca. Es el éxito de este nuevo mundo. En la era de la autoficción, no hay escritor más autobiográfico que yo, pero está todo en clave. Siempre escribí mis novelas casi como diarios íntimos. Lo que pasa es que nunca me preocupé por el marketing —vuelve a reír, suave y discreto.

—¿Cómo fue eso?

—Un error colosal mío, pero imaginate que publicando más de un libro por año como hice me la tendría que haber pasado dando entrevistas sin escribir nada. Muchos escritores aprenden trucos en los talleres literarios para hacerse conocer mejor, nunca tuve esa habilidad —dice Aira, que nunca tomó ni dio ninguno.

Los departamentos de prensa de las editoriales grandes rogaban que diera entrevistas. “Odiaba hacerlas. Localmente no hacía falta apoyar su obra para que se vendiera. En el exterior era diferente, porque lo necesitaba y las editoriales se lo exigían”, cuenta Florencia Ure, que fue jefa de prensa de Penguin Random House.

En Cumpleaños, novela publicada en 2001, escribió: “Hace poco cumplí 50 años, y había acumulado grandes expectativas con la fecha, no tanto por el balance de lo vivido que podría hacer entonces como por la renovación, el recomienzo, el cambio de hábitos. De hecho, no pensé ni por un instante en hacer un balance o evaluar el medio siglo pasado. Tenía la vista fija en el futuro […]. Y sin embargo, no pasó nada. El día de mi cumpleaños llegó y pasó: trabajos pendientes, ocupaciones banales, la fuerza de la rutina, que a esta edad se hace tan dominante, compitieron para que pasara sin pena ni gloria. La culpa fue mía, por supuesto, porque si quería que hubiera un cambio debía haberlo efectuado yo mismo, y en realidad me confié a la magia del acontecimiento, me dejé estar, seguí siendo el mismo de siempre. ¿Qué otra cosa podía esperar, en términos prácticos, si no había tenido ninguna intención de divorciarme, ni de mudarme, ni de cambiar de trabajo, ni de nada especial? En fin, lo tomé con filosofía y seguí viviendo, lo que no es poco”.

—Hablando de escritores, ¿qué leíste últimamente?

—Un amigo me regaló la obra completa de Balzac. Empecé a releer La comedia humana, pero paré un poco porque es demasiado pesimista, sombrío. Cuando me reponga vuelvo a atacar las más largas, como Esplendores y miserias de las cortesanas. La relectura es algo apasionante, siempre.

Vive entre los barrios de Caballito y Flores. Alquila un departamento en Caballito, con ascensor para su mujer, que se mueve en silla de ruedas, y conserva su departamento de más de 50 años, ubicado en un segundo piso por escalera, bautizado “el estudio de Bonorino”, en Flores, un barrio que fue cuna de su admirado Roberto Arlt y uno de los escenarios más recurrentes de su obra, junto a Coronel Pringles. En la charla comenta, al pasar, que las viejas casonas aristocráticas de Flores se convirtieron en edificios amplios y modernos, con el exarquero de fútbol José Luis Chilavert como dueño del negocio. “Me taparon el sol, pero gracias a sus contactos políticos nunca se me corta la luz, ¡un milagro en Buenos Aires!”, dice, como si hablara con alguien que no conoce su ciudad. Ha sido agasajado como vecino ilustre en el Museo Barrio de Flores, que suele empapelar las calles con sus textos. “Me da un poquito de vergüenza ir a ese museo. Mi viejo me contó el otro día, con sarcasmo, que su parte es más grande que la del papa Francisco”, se inquieta Tomás, su hijo.

No suele asistir a los homenajes que recibe en Argentina y nunca respondió a los legisladores de la ciudad de Buenos Aires que lo propusieron como Personalidad Destacada de la Cultura. No tiene auto, camina un rato todos los días. Sus famosas “caminatitas” por Coronel Pringles, cuando iba a visitar a su madre una o dos veces al año, las recuerdan los pueblerinos con un par de imágenes: Aira solo, sentado por horas en un banco de plaza o recorriendo las calles donde jugaba de niño. Cuando iba a ese pueblo, se quedaba más tiempo con sus sobrinos pequeños que entre adultos. Muchas novelas suyas tienen escenas de infancia, como En El Pensamiento (2024), la evocación de la niñez en un mundo rural; Cómo me hice monja (1993), que narra la vida interior de un introvertido niño de seis años llamado César Aira que se ve a sí mismo como una niña, o Yo era una niña de siete años (2005), las aventuras de una niña-princesa, hija de un rey que ha vendido su alma a potencias sobrenaturales.

Dice que un equipo de filmación del Premio Finestres lo grabó en su casa, y que con ese “discursito” consiguió no recibirlo en España. No es que no disfrute viajar —ha dicho que Niterói, en Río de Janeiro, era “su lugar en el mundo”, y se puso contento recientemente porque en Brasil, mercado esquivo para sus ediciones, publicaron más de 15 libros suyos—, sino que está agotado de las presentaciones. El jurado del Finestres, integrado por Mathias Enard, Mariana Enriquez y Carlos Zanón, rescató: “El lúdico placer de fabular del autor, la profunda ligereza y la aparente sencillez de una prosa y una estructura de una novela que viene a sumarse a un proyecto literario monumental”.

—Me enteré [de] que la estatuilla es un perro, con la aberración que les tengo. Ya tengo una colección de objetos abominables, me ocupan muchísimo espacio y no sirven para nada.

—El año pasado se dice que estuviste muy cerca de ganar el Nobel, ¿cómo lo viviste?

—Eso fue por la nota de la televisión sueca, pero generó falsas expectativas. Soy el eterno candidato. Estoy agradecido, pero ya no quiero más premios. Se los tienen que dar a los jóvenes, yo estoy viejo.

—En la entrevista aparecías con el pelo y la barba larguísimos, como un vagabundo…

—Me los había dejado en señal de rebeldía, pero mi familia hizo la guerra y me tuve que cortar. Bueh, no soy tan rebelde como parece.

De pronto, se acuerda de algo que quería comentar sobre el diseño de sus libros:

—Hubo una de relatos reunidos que eran zapatos tirados en el piso, ¡horrible! Eran ocurrencias de Claudio López Lamadrid, se aprovechaba [de] que era un gran amigo y lo dejaba que hiciera lo que quisiera. Recuerdo Los fantasmas, que trata sobre un edificio en construcción, a pleno sol, y la tapa fue una habitación a oscuras, con una señora sin rostro. ¡Nada que ver! Le expliqué a la editorial de qué se trataba la novela, porque nadie lee nada, y entonces la modificaron.

Rescata algunos dibujos de las tapas, sobre todo de las editoriales pequeñas. Y en la conversación, con los desvíos que acostumbra en sus ficciones, se cuela su hijo Tomás:

—Una vez estaba en Colombia como invitado de honor y en un puesto de cómics un vendedor se acerca y me dice: “Perdón, ¿usted es el padre de Tomás Aira?”. Me recuerda a Johann Sebastian Bach, que no fue muy valorado en vida, sino luego, por Schumann y Mendelssohn. Bach decía: “De joven, fui el hijo de Bach, y luego fui el padre de Bach”, en relación con su padre, gran músico, y a su hijo, Carl Philipp, compositor que fue más conocido que él. Esta cosa del padre y el hijo al revés, ¿no?

—Dijiste, más de una vez, que Manuel Puig te parecía uno de los mejores escritores argentinos. ¿Por qué?

—Puig se sentaba a escribir y se le ocurría sacar la punta al lápiz, y así se pasaba dos horas, y después regaba las plantas. Yo he dado los mismos rodeos, siempre escribí poco y lento, pero con mi paginita diaria sacaba dos o tres libros al año. Lo llegué a conocer y me gusta mucho como escritor, tanto como Borges, como Gombrowicz. Es muy bueno en el teatro, podría haber sido el dramaturgo argentino. Probaba distintos enfoques, cada obra es distinta. Tenés Bajo un manto de estrellas, una comedia a la inglesa en tiempo secular, o Misterio del ramo de rosas, una obra romántica que llegó a ser representada por la estrella de cine Anne Bancroft, o Triste golondrina macho, una obra expresionista a lo Strindberg.

Aira ya no va al teatro, a los museos, ni a los cines, ni a las galerías de arte. Ocupado de las tareas domésticas y del cuidado de su mujer, tiene tres horas libres por día, desde las cinco de la tarde a las ocho de la noche. A veces se pone a ordenar viejos papeles, como los textos ensayísticos que integraron uno de sus últimos libros, Actos de presencia (2025).

—Junté todo lo que había conservado de ponencias y conferencias, y lo ordené por fechas. Es un poco triste comprobar que se ha llegado a la edad de las recopilaciones y los refritos. Pero al pasar los 70 años, es lógico que las facultades mentales disminuyan.

Asegura que todo lo que escribió sobre literatura fue para justificar una invitación o un viaje.

—Me río cuando me definen como un escritor metaliterario o esas pavadas.

Entre lo que llama sus “novelitas” se reencontró con una de su juventud que escribió en francés, cuando vivió un tiempo en París. Y tiene otra guardada que le prometió a su amigo editor Damián Ríos.

Semanas después, en ese mismo bar, Damián Ríos rememora el momento en que lo conoció: leyendo su libro La prueba, en los noventa. “Me rompió la cabeza con esas dos muchachas punks como heroínas”, admite, y luego dice que fue como alumno a sus charlas sobre Alejandra Pizarnik en el Centro Cultural Rojas de la Universidad de Buenos Aires.

—Su condición de crítico agudo va de la mano con su ingenio como escritor. Deja que todo lo influya, es un lector contaminado. Y conserva un gran conocimiento literario que sintoniza con la frescura de su época. Aira es esencialmente contemporáneo —precisa Ríos, que cuando trabajaba en la editorial Interzona se sorprendió al recibir una propuesta de Aira para que publicara Yo era una chica moderna (2004]) Años después, junto a Mariano Blatt, fundaron la editorial Blatt & Ríos y editaron Yo era una mujer casada (2010). Y así, varias más hasta el presente.

—Las novelas más largas se las da a editoriales más grandes, y el resto va a nosotros, las más chicas. Piensa en nosotros, las selecciona.

Aira trabajó como traductor más de 30 años, con un manejo de, al menos, cuatro lenguas extranjeras. Su especialidad fueron los best sellers estadounidenses: eran los que mejor le pagaban. “Nunca me lo tomé en serio, fue puramente alimentario”, dijo Aira, aunque reconoció que traducir le dio un notable entrenamiento para su prosa.

Lo que sorprendió a Ríos, además de su amabilidad y caballerosidad —suele pagar cada vez que se encuentran en Pizza-Pizza—, y de disfrutar de su inteligencia “acogedora”, fue la velocidad de su prosa combinada con una gran capacidad de reflexión.

—Y esa mezcla única de realismo con fantasía, como ese personaje del indio filosofando como un lacaniano en Ema, la cautiva.

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No busca más pleitos y se siente arrepentido por haber cosechado enemigos con sus dardos venenosos. Habla de un encuentro reciente con la escritora argentina Liliana Heker, de 82 años. Se cruzaron casualmente en una calle de Buenos Aires.

—Con Liliana me porté como un maleducado, fue sin querer —rememora en el bar Pizza-Pizza, mientras se seca la humedad de la frente—. La felicité porque había ganado el Premio Nacional hace unos años. “Basta sobrevivir lo suficiente y ya te lo ganás”, me dijo. Y le respondí, muy suelto de cuerpo: “Claro, tenés razón”, en vez de decirle: “No, Liliana, qué decís, te lo tenés muy merecido”. Tres cuadras después reculé y me dije: “Qué hice, fui un tonto”.

Últimamente se la pasa haciendo pilas de libros para que un librero de Flores los recoja de forma gratuita.

—Muchos de esos los había comprado en mesas de saldos, por ejemplo, cuando escribí la locura del Diccionario de autores latinoamericanos [publicado por primera vez en 1998 y reeditado en 2018, una descomunal selección alfabética de autores y obras]. Hice tantas cosas ridículas.

Un joven psiquiatra lo empezó a visitar, se hicieron amigos y una tarde admiró su colección completa de Jacques Lacan. “¿Te gusta? Llevátela, te la regalo”, le dijo de inmediato.

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Los días anteriores a la entrega del Premio Nobel, en octubre de 2024, el timbre de la casa de Raúl Veroni, en Caballito, sonó durante todo el día.

—Los fanáticos de Aira se llevaron mis libros de a cantidades. Claro, esperan que a mí se me agoten para revenderlos por su cuenta. Ese es su negocio, porque hay una especulación con sus libros.

Veroni tiene 59 años y es dueño de la editorial Urania. Conoció a César Aira en una cena con escritores que discutían volcánicamente, en 2009, y de repente el nacido en Pringles levantó un dedo en la mesa y todos hicieron silencio.

—Era un Júpiter que ponía orden. Pero en la mesa amagó con decir algo y nunca dijo nada. Después me dijo: “¡Un ready-made!” —sonríe, sentado en su casa, donde funciona una galería de arte y la editorial pequeña, fundada en 1943 por su padre, que vende ejemplares numerados y firmados a mano por César Aira.

Dice que suele visitarlo con regularidad. Con las editoriales chicas, el candidato al Nobel apuesta a los libros-objeto: le gusta que los lectores lo busquen. Aira le dio varios relatos a Raúl Veroni, como Los dos hombres, para que publicara en su sello.

—Imprimí 50 ejemplares y le di la mitad a César. No era un libro barato en el mercado. Los aireanos compraron enseguida, y por ser la primera vez me llevé una gran sorpresa. César es discreto, pero de una erudición extraordinaria. La otra vez le mostré una revista surrealista y me dijo, sobre un personaje: “Ah, ¿sabés que ese era el compañero de banco de Lautréamont?”. Lo miré sin saber qué responderle. Y otro día, sobre un artista alemán, al toque me dijo: “Ah, ese es el que Rilke le hizo el prólogo”. Sabe datos muy curiosos. No es ningún secreto que es muy generoso con las editoriales pequeñas, renunciando a sus regalías. Los aireanos, que no son muchos, quieren tener todo lo que salga de él, como una especie de cofradía. Y César es un ciervo en el bosque.

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Son las cinco de la tarde. César Aira se siente algo fastidiado, con ganas de terminar la conversación. Dice que no tiene mucho que decir a escritores amateurs ni a lectores inéditos. Sin embargo, repite cosas que, en verdad, ya ha dicho en otras entrevistas, sin esconder contradicciones ni ambigüedades. Ha sido capaz de decir que “lo difícil es escribir, no escribir bien”, y a la vez habló de que todo se divide entre “buena” y “mala” literatura. Al tiempo que reivindicó la literatura como el arte supremo en que convergen todos los lenguajes artísticos, dijo, en más de una ocasión, que la literatura no tiene ninguna importancia en la sociedad y que es inoportuna e inútil. Que hay que recuperar la esencia lúdica e infantil del arte. Que sus historias son deshilvanadas e inconexas y que las lecturas que admira no se parecen en nada a lo que escribe. Se reconoce “anfibio” y “esquizofrénico”: vanguardista como escritor y conservador como lector. Sostiene que en un mundo que abunda en sobreexplicaciones, no hay que asustarse ante lo incomprensible: entender puede ser una condena. Y no entender, una puerta que se abre.

—Y, en definitiva, entonces, ¿qué es la literatura?

—Nunca me canso de decir que la literatura es solo placer, una linda evasión. El amor a los libros fue mi don. ¿Cuál es el trabajo de todo escritor? Inventar formas nuevas de felicidad, distintas a las del éxito. Me retracto: escribir no debe ser un trabajo, es una diversión.

Mira su reloj. Se levanta y dice que tiene que trabajar, debe obligaciones impositivas.

—Siempre dije que he sido un padre de familia pequeñoburgués, perfectamente adaptado, y no alguien misterioso y menos un ermitaño. Acá estoy, solo que ahora más viejito —se despide con ligereza y su infaltable sonrisa tímida.

Ya de pie comenta, indignado, que para cobrar el último premio le exigieron requisitos imposibles.

—Yo pago todo, me siguen persiguiendo y el dinero no me llega. Parezco un ciudadano modelo. Me atraso un día y me quieren cobrar un interés. En este país de Milei, qué chiste.

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César Aira: huir hacia adelante

César Aira: huir hacia adelante

07
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10
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25
2025
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Charla con un inventor de nuevas formas de felicidad.

Un raro acontecimiento: el escritor que ha publicado libros a borbotones, el hombre ineludible de la literatura argentina, el eterno candidato al Premio Nobel, sale de su casa, se sienta en un bar de Caballito, en Buenos Aires, pide un café y explica, tranquilo, que ya no escribirá más.

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El escritor de los 125 libros publicados, entre novelas, cuentos, dramaturgia y ensayos; el que nació en un pueblo de 20 000 habitantes llamado Pringles, en la provincia de Buenos Aires, Argentina, en una casa con pocos libros; el que ganó premios prestigiosos como el Roger Caillois y el Formentor; el que casi no se muestra públicamente, y se mantiene sin redes sociales y fuera de los circuitos literarios; el que ha hecho un culto de escribir “media o una paginita por día”, publicando en promedio un libro por año, en su mayoría novelas breves, de 100 páginas. Ese escritor que, con 76 años, sigue viviendo en el mismo barrio de Buenos Aires, que va cada tanto a los mismos bares, anuncia un día, con su tono tímido y ensimismado, que ya no tiene ganas de hacerlo.

Cincuenta años después de su primera novela, César Aira lentamente está dejando de escribir. 

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Entra en el bar Pizza-Pizza de Caballito, en el centro de Buenos Aires, con un bolso que pende del hombro, dando pasos lentos, cortos. Nadie repara en él una vez que se dirige a las mesas con la cabeza gacha, como si estuviera buscando alguna señal en el piso, algo distraído.

Es una tarde de marzo de 2025, uno de los días más calurosos del año, con una temperatura que supera los 40 °C. Levanta la vista y sonríe ligeramente. Flaco y de mediana estatura, camisa a cuadros de manga corta, bermuda marrón y zapatillas, pelo corto, anteojos y barba prolija, saluda extendiendo la mano, con un apretón suave y apresurado. La voz es apenas audible entre el barullo del bar y los autos que pasan por la avenida Rivadavia, una de las principales de la ciudad.

—Te traje un libro —dice César Aira, y saca del bolso una edición en miniatura de El infinito, publicado por Urania, que firma rápidamente con una caligrafía nerviosa: “C Aira”.

Escrito en 1993, es un breve relato sobre un juego de infancia. El propio Aira se involucra como personaje, como en tantas otras de sus novelas, y también aparece Coronel Pringles, el pueblo donde nació.

Minutos antes había enviado un mail: “Si tenés problemas para venir lo postergamos. Hay un caos de tránsito por los cortes de luz”. Parecía atento a los vaivenes del día, pero una vez que se sentó en la mesa y el mozo le preguntó: “¿Un cafecito?”, a lo que correspondió con un guiño cómplice, el escritor argentino admirado por artistas como Patti Smith —que ha dicho: “Aira viene de un lugar donde la música suena siempre y nunca pasa nada, excepto todo. Tiene un ojo cubista que ve las cosas desde muchos ángulos al mismo tiempo”— o escritores como María Moreno —“La obra de César Aira es una máquina de invención perfecta: escribe sin deber y sin padres, como si por primera vez”—, que recibió elogios de Octavio Paz, Sergio Pitol, Enrique Vila-Matas y Carlos Fuentes —que lo imaginó ganando el Nobel en una de sus novelas—, traducido a 40 idiomas y editado en más de 30 países, se abstrae en una mirada lánguida que posa sobre las personas que pasan por la vereda.

Sus libros, en la Argentina, despiertan interés y polémica, algo que también se refleja en el exterior: en 2020 superó los 100 libros publicados y fue considerado por The New York Times como “uno de los novelistas más provocativos e idiosincrásicos de la literatura en lengua española”. “Se está con o contra Aira”, dice la crítica y doctora en Letras Graciela Speranza, en un intercambio por mail. Cree que su literatura, desde siempre, impuso un esfuerzo de imaginación crítica, al ser “desmesurada, desopilante, desatinada”. Basta recorrer el maratónico archivo de reseñas, entrevistas y lecturas analíticas para recomponer el repertorio caleidoscópico que se actualiza en cada nueva novela con un mero cambio de títulos, tramas, escenarios y personajes, desde mediados de los ochenta hasta el presente: Aira, narrador prolífico, productor de un continuo que desdeña la corrección y la perfección de la “obra literaria”; Aira, enemigo del estilo y los escritores profesionales; Aira, cultor de la intrascendencia, la frivolidad, la huida hacia adelante; Aira, alegre desacralizador de los mitos fundacionales de la cultura argentina como civilización o barbarie, la pampa, el gaucho, la Conquista del Desierto; Aira, humorista disparatado y defensor de la escritura automática. “Los mismos tópicos, curiosamente, permiten argumentar el rechazo —escribió Speranza en su artículo “César Aira. Manual de uso”, publicado en la revista Milpalabras en 2001—; con un simple cambio de signo, la proliferación, la imperfección, la intrascendencia y la ironía lo convierten según el caso en genio o farsante”.

Fue alguien difícil de asimilar. La revista Punto de Vista, dirigida por Beatriz Sarlo y termómetro de los debates culturales entre 1978 y 2008, colocó a César Aira en el lote de los escritores que eran inmunes a cualquier intento de crítica por su capacidad literaria para hacer cualquier cosa. No pocos investigadores y periodistas piensan que Aira inventó un “verosímil Aira”, como su amigo el escritor Elvio Gandolfo, que postuló la pregunta “¿César Aira es o se hace?”, y se permitió bromear: “Una de las cosas que aprecio en César Aira, justamente, es que es descontroladamente así: ¡saca como 10 libros por año!”.

Así, en su obra inagotable y torrencial, ni escritor de ciencia ficción, ni realista, ni fantástico, ni surrealista, ni excéntrico, ni absurdo, ni ensayista, o bien, la suma sui géneris de todos ellos, César Aira nunca dejó de cambiar libro a libro, desconcertando, cansando o hechizando a sus lectores. Puede, en sus novelas, insertar monstruos estrafalarios en lugares insólitos o fantasmas entre albañiles e inquilinos de un edificio en construcción; obsesionarse con ninjas, gimnasios y supermercados chinos; con paisajes y geografías remotos como los que fascinaron al pintor alemán Johann Moritz Rugendas; puede empezar una novela con la frase “Mi historia, la historia de ‘cómo me hice monja’, comenzó muy temprano en mi vida; yo acababa de cumplir seis años”, para luego no saber si el que narra es un niño o una niña; o simplemente haber confesado que con dos palabras, la costurera y el viento, imaginó el título de una novela, ejemplo de sus “juguetes literarios para adultos”, en el que aparece la vida costumbrista de una costurera de pueblo y, en la segunda parte, tras un giro imprevisible, el personaje es el viento; pueden las historias de Aira volverse aún más fantásticas, como cuando gusanos gigantes, entre un ejército de clones de Carlos Fuentes, comienzan a salir de las montañas y amenazan con aplastar un pueblo venezolano en El congreso de literatura (1997), o cuando un escritor de novelas góticas deja todo por el consumo de opio mientras lo acechan sus ghostwriters como criminales sueltos en Buenos Aires en su novela Prins (2018). Él mismo, César Aira, fue alguna vez escritor por encargo, como se reveló con el best seller político La conspiración de los banqueros (1985), de Jorge Garfunkel, un banquero argentino multimillonario.

Su amor por Duchamp y los surrealistas franceses, las artes plásticas, la literatura y el lugar del escritor se refleja en un caudal de libros ensayísticos con prosa nítida y ágil como Continuación de ideas diversas (2014), Evasión y otros ensayos (2017) y El crítico. La prosopopeya (2022). Allí, con enorme erudición y la impronta de un artista conceptual, desarma los cánones sin ninguna línea sistemática y clásica, escribiendo aleatoriamente sobre Alejandra Pizarnik, Copi, Edward Lear, Emeterio Cerro, Silvina Ocampo, Norah Lange, pero también sobre John Cage, la juventud de Rubén Darío o los árboles de Buenos Aires. La historia argentina es otro de los temas que recurren en sus novelas. En uno de sus libros más famosos, La liebre (1991) —al cual Aira considera un “clásico” por sus constantes reediciones—, aparece Juan Manuel de Rosas, gobernador de la provincia de Buenos Aires entre 1835 y 1852. Se lo muestra haciendo abdominales mientras, en un monólogo interior, piensa en sus opositores: “Había sido demasiado blando, había sido convencional. Ellos decían que era un monstruo, y él lamentaba haber perdido en algún punto del camino la oportunidad de serlo de veras. Lamentaba no ser su propia oposición, para realizarse por los dos lados, como un bordado bien hecho. Le había faltado imaginación, y sin imaginación la crueldad no se hacía del todo real”.

—Todos los que me despreciaron deben tener razón, les agradezco que hayan escrito sobre mí. Ya no me peleo con nadie —se limita a decir Aira en el bar sobre sus críticos.

En un congreso literario en la Universidad Nacional de Rosario, en 2007, dijo que valoraba más las críticas negativas que las positivas, y citó la que en su momento escribió María Teresa Gramuglio en la revista Punto de Vista sobre su novela Ema, la cautiva. Aira rescató que la investigadora “hacía unas objeciones muy ciertas, y entonces comprendí cómo la omnipotencia del creador cuando está creando, esa libertad maravillosa, tiene ciertas restricciones. Yo hacía trampa en esa novela, que una lectora inteligente las vio enseguida”. Publicada en 1981, la historia de Ema, la cautiva, ocurrida en el siglo xix, arranca con un viaje en el que una comitiva de soldados y oficiales lleva una carga de presos, mujeres y niños hacia el fuerte de Pringles. En el devenir de la trama, Aira distorsiona el tópico del relato de civilización y barbarie latinoamericano, y Ema quiebra el estereotipo de la cautiva: no es blanca ni inocente, no está casada con un hombre blanco, no tiene un final trágico.

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En el bar Pizza-Pizza, agobiado por la humedad porteña del verano, Aira parece ya lejano a lo que se diga sobre él. Ese día de marzo, como todos los días, se levantó temprano, desayunó, revisó el mail. Desde que a su esposa, la poeta Liliana Ponce, se le detectó esclerosis lateral amiotrófica (ELA), hace una década, sale a hacer compras y prepara la comida con ayuda de trabajadoras domésticas. Hace años que no da entrevistas en la Argentina y solo unas pocas a medios extranjeros, en ocasión de algún premio o la salida de un nuevo libro. Escritoras como Selva Almada han dicho: “Lo envidio a Aira. Se resiste radicalmente a esa cosa de que los escritores tenemos que exponernos y hablar todo el tiempo. Así hemos perdido el misterio”.

Primero aceptó unas preguntas por mail. Luego, volvió sobre sus pasos. Escribió: “Lo estuve pensando y preferiría que escribieras ese artículo sin mi participación, sobre mis libros y no sobre mí, como se ha estado escribiendo últimamente, para mi íntimo bochorno. Además, no querría que me pase lo que a mi tocayo Thomas Randolph, que murió, a los 30 años, por indulging himself too much with the liberal conversation of his admirers”.

Con lo de “íntimo bochorno” se refería a una entrevista de la televisión sueca emitida en julio de 2024, en la que Aira abrió las puertas de su casa y repitió algunas de sus máximas: que su escritura es “como el caminar de los niños, a cada momento me estoy desviando”; que no le teme a la página en blanco, sino a “la página llena que hoy son las pantallas”; que nunca hay que escribirlo todo, sino dejar reposar el texto para el día siguiente; que sigue escribiendo a mano “por su devoción a la materialidad” y luego pasa todo a la computadora, y que no hay que esclavizarse con la calidad, pero que sí hay que desconfiar de uno mismo: “Me pasó que obras menores otros las vieron como genialidades y algunas que sentí como una obra maestra todos me dijeron: ‘¡Qué fiasco!’”.

En esa entrevista puede verse su casa, con pilas de libros y cajas de cartón, una silla de gamer frente a una computadora, lapiceras de colores, complejos vitamínicos y paredes con humedad: una casa austera con muebles viejos, de artistas de clase media. Simpático y ocurrente, se sienta en la cama enseñando manuscritos. En un momento, atiende el teléfono fijo. Es una tía de 90 que lo saluda por su cumpleaños y él la corta amablemente: “Para mí es un día normal. Lo pienso pasar acá, solo”, dice a cámara con mirada pícara.

Poco después del reportaje sueco, tuvo un sueño revelador. Así lo contó por mail: “Querido Juan Manuel, creo que después de todo será mejor que no hagamos la entrevista. Me disuadió un sueño que tuve anoche: me salía del cuerpo una sustancia viscosa y putrefacta, que caía sobre una pila de libros que había en el suelo. Yo trataba de salvarlos, aunque sabía que era imposible, esa plasta ya los cubría y se metía entre las hojas. La fragilidad de los libros quedaba claramente expuesta. Interpreté que esa materia destructiva era lo que yo podría decir, mi expresión personal, que iba a corroer la lectura de mis libros, manchándolos sin remedio. Un detalle que me llamó la atención fue que no era un sueño de angustia, aunque lo tenía todo para serlo. Tenía la forma de una pesadilla, y el contenido de una contemplación intelectual, casi de una interpretación o de un mensaje que venía de lejos. Me tranquilizó: bastaba con no hablar para que los libros no se echaran a perder. En fin, sé que harás un gran trabajo. Te mando un saludo. C”.

Tras ganar en marzo de 2025 el Premio Finestres de Narrativa en castellano, y a casi un año de solicitada la entrevista, accedió a un encuentro: “Hagámoslo la semana que viene. Me acaban de dar un premio en España y tengo que dar un discurso y responder preguntas, me tienen un poco abrumado”.

Ahora, en el centro de Buenos Aires, César Aira termina su café y come una galletita de chocolate.

—¿Seguís escribiendo en bares?

—No. No escribo hace más de un año. Pero sí…, cuando lo hago me siento en una mesa, anoto cosas en mi libretita y cada tanto veo a la gente pasar. Es una linda distracción. El resto lo paso encerrado, entre mis papeles y cuadernos, leyendo casi todo el día. Como hice toda mi vida.

Empezó a publicar en los ochenta, pero la crítica argentina enaltecía a otros escritores como Ricardo Piglia y Juan José Saer. A poco de editar su primera novela, Ema, la cautiva —aunque antes había escrito Moreira, en 1975—, a sus 30 años, César Aira escribió un ensayo en la revista Vigencia, en que dijo que la novela argentina era una “especie raquítica y malograda”, y que Respiración artificial, la novela insignia de Piglia, era “una de las peores novelas de su generación”. No faltaron los dardos contra los “escritores importantes” del boom latinoamericano —Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, García Márquez, Juan Rulfo—, y también llegó a decir que “el mejor Cortázar es un muy mal Borges”.

La división de aguas entre Aira y Piglia, con ecos del clásico Florida-Boedo de los años veinte y treinta en torno a dos vanguardias que discutían en Buenos Aires cuál debía ser el rol de los escritores, ocupó fervorosamente las aulas académicas. En la sede histórica de la calle Puan de la Facultad de Filosofía y Letras, eran la némesis el uno del otro. Los “aireanos” se enaltecían con declaraciones como las que Aira, en 2000, vertió sobre Piglia, diciendo que “era más profesor que escritor”. Creían que Piglia representaba un escritor profesional, consagrado en las instituciones de la burocracia literaria. Los “piglianos”, en tanto, no se quedaban atrás: creían que los experimentos del nacido en Pringles eran literatura pobre o directamente nula. “Simpático Aira, el típico niño olfa [o ñoño]”, lo había definido el autor de Respiración artificial. Parafraseando a Macedonio Fernández sobre Manuel Gálvez, Ricardo Piglia sugería que Aira en verdad no existía y que era el seudónimo con el que firmaba las novelas que le enviaban “los escritores malos de la Argentina”. Ambos, sin embargo, compartían su devoción por Roberto Arlt, Jorge Luis Borges y Duchamp. Con el paso del tiempo, primó cierta indiferencia: la ausencia de Aira, en efecto, quedó evidenciada en los tres volúmenes de los diarios de Piglia. Y en 2021, durante una entrevista en España, el propio Aira pareció cerrar la discusión. Dijo sobre Piglia: “Era una excelente persona. Siempre que nos vimos nos tratamos como distantes caballeros. Era un poco mi contrafigura: era serio, un profesor con mucha responsabilidad con lo que decía, con lo que hacía. No leí ninguno de sus libros, así que no puedo opinar”.

Aira se presentó a numerosos concursos, pero nunca ganó ninguno. En los noventa, persuadió a editores llevándoles sus manuscritos y pobló las editoriales argentinas —chicas, medianas y grandes— con sus “novelitas”, cosechando, a la vez, detractores indignados y admiradores fanáticos. Por caso, el filósofo Tomás Abraham confesó en un capítulo de su ensayo Fricciones que pasó de irritarse por los “indios disfrazados” de sus novelas a parecerle el escritor con las ideas más interesantes de la literatura argentina. Con el siglo xxi, Aira consiguió vender mucho en Europa cuando fue descubierto, en 2002, por el agente literario berlinés Michael Gaeb, fascinado por lo que denominó “libros surrealistas y poco convencionales”, y se hizo conocido fuera de Latinoamérica. Por esa época, sin frenar la provocación, escribió la novela Cómo me reí (2005), “contra la gente que viene a decirme ‘cómo me reí’ con mis libros”.

Tiempo después llegó el elogio de la madrina del punk, Patti Smith, y más traducciones, viajes, reconocimientos. En la edición inglesa de su novela La liebre —que trata, además de Rosas, sobre un cuñado de Darwin y la búsqueda de una especie inventada: la liebre legibreriana—, una frase lo define como “The Borges of the pampas”.

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En una de sus últimas novelas, Los hombrecitos con sobretodo, el narrador, de una edad semejante a Aira, parece observar lo que al resto le resulta indiferente: unos hombrecitos que hacen un espectáculo de piruetas en el techo de un cuartel de bomberos. “¿Yo era el único entonces, el único en apreciarlos y tomármelos en serio?”, se pregunta. Y luego: “Era paradójico que su mejor espectador fuera justamente alguien como yo, un hombre que vive en el pasado”.

En el bar Pizza-Pizza, Aira mira a su alrededor: hay pantallas de televisión, mozos vestidos a la antigua, techos altos y un promedio de clientes de más de 60 años.

—Acá cito a la gente que me interesa. Me gusta porque es un lugar barato y espacioso. Salvo cuando vienen grupos de hombres y confabulan con los mozos gritando como locos. Ay…, el fútbol, ¡qué maldición!

En otra parte de Los hombrecitos con sobretodo se lee: “Mientras los demás distritos de la ciudad van poniéndose de moda uno tras otro y se llenan de bares hípsters, restaurantes gourmet y tiendas de diseño, nosotros persistimos en los vetustos almacenes, supermercados chinos y parrillas grasientas”.

—¿No escribís hace más de un año?

—No, nada —la voz se apaga en un hilo, aunque los ojos están vivaces debajo de los anteojos cuadrados—. Qué sé yo, ya escribí tanto que me adelanté de antemano.

—¿Por qué no estás escribiendo?

—Por falta de ganas, por cansancio. Debe ser la edad.

—¿Y alguna vez estuviste tanto tiempo sin escribir?

—No…, que yo recuerde, no.

—¿Y cómo estás con eso?

—Naaa, bien —resopla ligeramente—. Me alegra lo que pude hacer en tantos años. Ahora me consuelo contando la plata de los premios, como una especie de exescritor —dice, riéndose.

En 2021, entrevistado por el diario El País en ocasión de recibir el Premio Formentor a su trayectoria literaria, anticipó: “Yo doy por terminada mi vida. No voy a adaptarme al nuevo mundo”.

Sus amigos dicen que, entre sus manuscritos inéditos, existen entre 30 y 40 títulos.

Hay Aira para rato en el mercado editorial.

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Coronel Pringles es un pueblo agrícola-ganadero de Buenos Aires que tiene 20 000 habitantes. Allí se implementó el “Circuito Aira”, un recorrido que va de la casa de sus primeros años al colegio donde estudió, pasando por lugares emblemáticos de sus relatos, como el Hotel Avenida y la iglesia. César Aira nació ahí en 1949.

—Pringles está igual que cuando mi hermano César se fue a sus 18 años a Buenos Aires. Estudió abogacía por consejo de mi papá, pero dejó y siguió Letras. Los jóvenes se van del pueblo y queda pelado.

La única hermana de César se llama Amelia, es docente jubilada y está preparando un viaje al Camino de Santiago, en España. Habla con su hermano por teléfono en ocasiones especiales. Como el resto del círculo íntimo, esquiva un encuentro y envía audios de WhatsApp. Lo primero que dice es que en la familia de su madre había teatreros y músicos. El arte estaba en la sangre. Con su hermano, quien le lleva pocos años, había buen trato, pero no jugaban juntos. De grandes, cuando ambos coincidieron en Buenos Aires, vivieron unos años en el mismo departamento. “Nunca me imaginé que sería escritor, pero tenía una personalidad distinta a los chicos de su edad”, reconoce, y cuenta que en su casa había pocos libros.

—En las dos bibliotecas del pueblo, César agotó todos los libros, no tenía nada más que leer —dice Amelia en tono algo neutro, como si se aburriera de haber contado la anécdota en más de una oportunidad.

Ahí, Aira devoró historietas, leyó a Julio Verne y a Salgari, descubrió el Quijote, la Divina comedia, a César Vallejo, Proust y Kafka, obras infinitas que releería de adulto, “la buena literatura” que le ha hecho decir que, desde las bibliotecas de Pringles, “he querido seguir siendo un lector escribiendo”.

En el barrio tenía varios amigos, muchos hijos únicos, varones. Pero él quería estar solo. Cuando con su familia iban al único cine del pueblo no le gustaba ver las películas en compañía.

—Se sentaba en la primera butaca de la fila 6, y yo me sentaba más atrás con mi papá y mi mamá. El dueño del cine lo mimaba y le daba ese lugar hasta cuando se vendían todas las entradas.

Pese a su retraimiento, les ayudaba a hacer las tareas a sus compañeros de escuela.

—Los pibes venían a casa y César les hacía la síntesis de los libros. Lo idolatraban.

Amelia dice que cuando viaja a Buenos Aires se suelen encontrar en San Telmo, en un bar que se llama La Poesía. Un rato de charla y poco más.

—Porque a Pringles no vino nunca más desde que murió nuestra mamá.

En Pringles vive Omar Berruet, uno de sus amigos de infancia, que nunca se fue del pueblo.

—De César apenas si leí sus libros, llego a la mitad y después los dejo —se sincera Omar.

En un terreno del padre de César hacían casitas, jugaban al ajedrez o leían. El padre de Aira tenía una casa de venta de máquinas agrícolas y corrían por los galpones, llenándose de grasa. Hacían fogatas con las cubiertas de camiones en las fiestas religiosas.

—En las noches de verano jugábamos con la luna bien grande en el cielo, la mirábamos y corríamos para escaparnos de ella. Eran calles de tierra, no había asfalto. Era hermoso —evoca Omar, con la voz atragantada.

El juego más memorable era cuando se ponían a contar. César empezaba con 10 avestruces, Omar seguía con 100, competían frenéticamente.

—Era nuestro preferido, lo llamó “el infinito” y me dio mucha alegría cuando lo leí en un relato suyo —dice, sentado en la plaza principal—. Pringles tiene las obras del arquitecto Francisco Salamone, y lo tenemos a Aira. Cuando viene la fecha de la entrega del Premio Nobel, en las radios y en la tele se hace la previa. El pueblo hace fuerza para que gane.

Con el correr del tiempo conservaron un trato distante pero ameno. A César Aira lo declararon ciudadano ilustre en 2020 y allí se cruzaron por última vez. Omar se enteró hace poco de que su amigo tiene celular y le pasaron el número, pero nunca lo quiso molestar.

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Desde que ganó fama a comienzos del nuevo siglo, cada tanto se publican notas con títulos como “¿Es Aira el mejor escritor de habla hispana del presente?”, “¿Quién es realmente César Aira?”, “Vanguardista o enfant terrible de las letras”, “¿Es el secreto mejor guardado de la literatura?”, “¿Es César Aira mejor ensayista que novelista?”.

Objeto de estudio de cientos de papers académicos y ensayos críticos que se actualizan en la web, venerado por escritores-fans —entre otros, dan cuenta los libros Aira o muerte, de Daniel Mecca; Los años Aira, de Alberto Giordano; La muerte de César Aira, de Francisco Bitar, o El mal de Aira, de Andrés Restrepo Gómez—, el nombre del escritor argentino no pasa desapercibido en congresos, seminarios y ensayos sobre literatura sudamericana. “En la Argentina hay más aireanos que escritores”, decía Ariana Harwicz en la Feria del Libro de Madrid hace unos años, cuando Aira figuraba entre los candidatos de las casas de apuestas para ganar el Premio Nobel.

Todos los especialistas coinciden en que no hay una novela consagratoria ni una etapa superior. Que no existe un Moby Dick ni una Madame Bovary en la obra de Aira. El escritor y abogado Ricardo Strafacce, que compiló César Aira, un catálogo, dice que produjo una ruptura en la literatura argentina sin dar un batacazo.

—A partir de Aira, se pueden ensanchar los límites. En su continuidad, libro a libro, dio un sentido nuevo al uso del habla común y a la autonomía de la literatura. Él dice de sí mismo: “Yo hago cuentos de hadas dadaístas”. Es notable el aspecto de su invención con las vanguardias históricas —dice Strafacce.

—Sus detractores dicen que está sobrevalorado, que tiene una obra despareja, lo critican porque no corrige o que publica, a veces, por demás —le planteo.

—Se han tomado en serio todo lo que dice y eso es un disparate. Me consta que Aira corrige, lo que quiso polemizar es que no se puede estar corrigiendo todo el tiempo, rescatar lo espontáneo y su gusto por la improvisación. En las críticas hay bastante mala fe, criticar a alguien por ser prolífico es ridículo. Hay una moda en hablar en contra de Aira, por pereza y por mala fe porque no aparece públicamente, no se encuadra política o socialmente. Ante los que dicen que banalizó la literatura y que hizo que cualquier pavada sea un libro, expreso lo contrario: modernizó nuestra tradición y se adelantó a la época.

Los amigos escritores del presente son un sostén para Aira, según él lo ha reconocido varias veces. Strafacce es de su misma generación, pero él suele juntarse con escritores y editores más jóvenes.

—Para mí es un genio —dice Strafacce—. Es un escritor experimental, sin renunciar al relato, creó nuevos mapas de lectura. Aira es una obra poética escrita en forma novelesca. Mi orden es Borges, Aira y después todos los demás. Pero una biografía sobre él sería muy aburrida. Él lo ha dicho miles de veces: las vidas de los escritores son muy pobres al lado de su literatura. Es tímido, un hombre que solo habla de literatura y destila un humor inteligente. Nada de política ni de deportes, algo de nuestras familias. En una charla reciente me habló [de] que se está perdiendo el largo camino del lector. Que para tomar un libro, tener una hora de lectura y sentir que te puede cambiar el día, hay que tener una sensibilidad previa hoy algo olvidada. “¿Qué es de un escritor sino leer y escribir?”, se queja.

En el último tiempo lo siente más melancólico, afectado por la pospandemia y quejándose de la vulgaridad extrema de su país.

—Cuando el Nobel vuelva a América del Sur, le tocará a César —dice.

El escritor Martín Kohan suma otro rasgo: dice que Aira es la contracara perfecta del estereotipo de escritor. Lo sitúa en un “vanguardismo lúdico” cuya novedad de la obra son sus novelas “biónicas” y “mutantes”. En Aira —analiza Kohan—, no hay un estilo reconocible ni un autor que piensa en los géneros. Aira es incontenible.

—Escapa al aura de trascendencia y a esa cosa profunda, grave, del escritor. Aira se ríe de la idea del sacrificio y de la inspiración, incluso de la búsqueda de la novela total y, por el contrario, lleva al extremo, a la saturación, un programa de publicación. Hay algo dichoso, de ganas de escribir, que es la antítesis del escritor sufriente y atormentado. Sus famosas ideas de la fuga hacia adelante y del continuo que puede unir los heterogéneos, algo que aprendió de Deleuze.

Cada novela es irrepetible e impulsa a la siguiente. “Y si no te gustó, no pasa nada”, comenta el narrador y docente argentino. Elige entre sus libros favoritos a Varamo (2002), El tilo (2003) y Un episodio en la vida del pintor viajero (2000). De la última rememora la escena “expresionista” en que Johann Moritz Rugendas, el personaje principal, sufre un accidente en las montañas y es electrocutado por un rayo junto a su caballo.

—Hay mucho siglo XIX argentino en su literatura, aparece Aira como personaje de sus novelas, está incluso la violencia de los setenta y no le esquiva a la política, como en la novela El presidente [2019]. Y de repente te saca ensayos sobre el arte y la creación, hablando de Baudelaire y Mariane Moore, como Sobre el arte contemporáneo [2016] y La ola que lee [2021]. Aira desarma todo, lo saca a golpes de parodia, sátira, risa, juego, absurdo, ironía. No existe, ni por mínimo, un escritor tan singular.

Su extensa obra está descentralizada en docenas de editoriales, la gran mayoría pequeñas, como Mansalva, cuyo editor, Francisco Garamona, es su amigo.

—Nos encontramos en bares. César tiene una luminosidad, una generosidad y una sabiduría que son únicas en este oficio. Le veo el aura de alguien que ha dominado una materia tan exigente como la literatura —dice Garamona—. Cada nuevo libro es esperado por los lectores como la dosis de una droga exquisita.

En su último libro, Alguien que canta en la habitación de al lado, Alan Pauls lo señaló como la gran influencia en la literatura argentina de las últimas décadas. Entrevistado por Pauls, Aira habló de la literatura como ese lugar en el que se encontró “condenado a vivir y protegerse de todo lo malo que sucede en la vida”. Pauls dice que, según sus editores extranjeros, triunfa centralmente en Estados Unidos, Francia y Alemania. En Argentina, Pauls encuentra una paradoja: Aira goza de bastante popularidad y a la vez sigue siendo un escritor de nicho, un escritor de escritores.

—Aira es el gran artista de la literatura infantil sin moraleja, mitad punk, mitad naíf —define el escritor argentino Juan José Becerra—. Sus libros nos hacen sentir niños leyendo por primera vez una primera literatura —dice una tarde de otoño, sentado en un bar del Centro Cultural Recoleta que expone la muestra “César Aira: medio siglo de literatura”, organizada por el especialista Diego Cano, administrador de la página de Facebook “Todo Aira”.

El encantamiento, según Becerra, lo acerca a los hermanos Grimm y a Perrault. Y dice que mientras Borges tiene una imaginación letrada y adulta, Aira ejerce su imaginación con una libertad total.

—Sus libros no tienen personajes memorables. El que siente es Aira, y generalmente lo hace con la cabeza. ¿Y? Reprochárselo es como reprocharle a Messi que haga mal los saques laterales.

Cierta vez entrevistó a Aira en la Universidad Nacional de Rosario. Cada respuesta terminaba con un “creo”.

—Me pareció un marciano. Su ritmo lento, su voz apagada, su cansancio estructural. Como diciendo: “Puta madre, tengo que vivir”. Me gustó esa manera ya no de colgarse, sino de vivir colgado, que es lo que deduzco de esa dinámica de autosuficiencia. Digamos que es un tipo que está en su mundo. Totalmente hecho de literatura.

Aira considera a Pablo Katchadjian, nacido en 1977, uno de los mejores escritores del presente. Lo defendió públicamente cuando Kodama, la albacea de Borges, le hizo un juicio por plagio por El Aleph engordado, un texto en el que usaba como base El Aleph, de Borges, al cual le agregó palabras. Katchadjian ganó el juicio y le agradeció la defensa como gesto de amistad.

—Le gustó una novela mía que se presentó en un concurso [del] que fue jurado y empezamos a ser amigos. En la primera charla me preguntó qué autor me gustaba, le respondí Heinrich von Kleist. Y ahí entramos en íntima afinidad —dice Katchadjian por teléfono, mientras camina rumbo al colegio de su hijo en Buenos Aires—. Aira es un faro, en el sentido de que como escritor siempre algo habilita. Es pop, es punk, es absurdo, es disruptivo. Nos enseñó la libertad en hacer lo que se le canta con la literatura. Y cada año escribe mejor, es buenísimo.

Los que conocen a Aira acuerdan en que durante décadas fue un autor subestimado y encasillado como de “culto” o “anormal” en el campo literario argentino, del cual incluso se hablaba despectivamente. Para Pablo Katchadjian, es un fenómeno literario en sí mismo.

—El otro día me dijo: “Me encontré con alguien que hablaba pestes sobre mí, y ahora le encanta lo que hago”. Lo noté contento —dice Katchadjian.

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—La mayoría de sus viejos amigos ya partieron.

En diálogo breve por Instagram, la mujer de Aira, Liliana Ponce, los enumera: Osvaldo Lamborghini, Alberto Laiseca, Luis Chitarroni, Héctor Libertella, Michel Lafon. De Lamborghini, a quien consideraba uno de sus maestros, Aira fue albacea y solía glorificar su boutade de “primero publicar, después escribir”.

—Con César tenemos mundos separados. Cada uno su círculo, sus cafés con sus propias relaciones. Y no intervenimos —cuenta Liliana, cuya movilidad está reducida por la ELA.

Habla de su marido con cautela. Se conocieron en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Se recibieron a comienzos de los setenta, en una época de convulsión política con tomas de facultades, redadas policiales y marchas estudiantiles. Egresaron con título de profesores. Aira nunca ejerció y al poco tiempo empezó a trabajar como traductor, pero Liliana sí. Hoy estudia la literatura japonesa clásica y del budismo. Además, trabajó como docente de colegios secundarios, como traductora y correctora en editoriales.

—La nuestra fue una generación potente. Tuvimos compañeros como Ana María Shua, Gabriela Massuh, Elsa Bornemann. Sumado al poeta Arturo Carrera, que se conocía desde Pringles con César y hacía reuniones en su departamento para charlar sobre arte y literatura o escuchar música. Ahí te encontrabas con pintores como Alfredo Prior y Juan José Cambre.

César Aira siente predilección por el free jazz, es admirador de Cecil Taylor, sobre quien escribió un libro. También le gustan Keith Jarrett, João Gilberto, Morton Feldman, Morrissey y Scarlatti. Suele escuchar música de noche, cuando toma un whisky para cerrar la jornada. En el cine siempre alabó la elegancia de Almodóvar, la vanguardia de Godard y la estética de Raúl Ruiz. Es fan de un dibujo animado llamado Las sombrías aventuras de Billy y Mandy, o de repeticiones de Alf o La niñera.

—Nunca fuimos bichos universitarios. Nuestro proyecto personal era más artístico que académico. Aunque yo siempre fui distinta que César, jamás tuve la ansiedad de publicar —dice Liliana Ponce, que desde hace más de 50 años, según la crítica especializada, publica una de las obras más singulares de la poesía argentina.

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Se casaron en 1979 y tuvieron dos hijos: Tomás y Noemí.

Tomás tiene 44 años y lleva el nombre del padre de César Aira. Prefiere hablar por celular. Al igual que su madre, se muestra cordial pero prudente. Es dibujante de historietas. En sus redes sociales escribió: “Dibujo historias de guerra y ciencia ficción. Quiero dibujar romance, ya saldrá”.

—Mi vieja pintaba antes de casarse. Mi viejo me contó que cuando yo tenía 10 años le compramos un juego de acuarelas. Lo dejó tirado en un armario, hasta que un día lo vi y me puse a pintar.

Fue al colegio Fernando Fader, un secundario artístico. “Me gusta más la literatura chatarra y de ciencia ficción, esos libros que no estaban en casa”, dice, e interrumpe para atender una llamada de su padre. Hay algo urgente que coordinar sobre la salud de su mamá.

La casa familiar es una especie de librería, con cerca de 20 bibliotecas. Pilas y pilas de libros distribuidos en habitaciones muy pequeñas.

—Hace unos años tenía miedo de que se le desfondara el piso, por su gigantesca cantidad de libros. Nos dio autorización para agarrarlos y hacer lo que quisiéramos. Pero cada tanto pregunta, algo molesto: “Che, ¿alguien vio este o agarró aquel?”. De mi viejo leí un montón de novelas. Es raro leerlo, pero me divierte.

Antes de que Aira sufriera la fractura de una pierna, lo que requirió que la estabilizaran con clavos de titanio, iba al gimnasio o a andar en bicicleta.

—Fue un padre cariñoso, atento. Íbamos al Parque Rivadavia y me compraba Astérix, las historietas de Disney, de Superman, Batman. Tiene una memoria impresionante. Es capaz de acordarse del actor de una película que vio en su pueblo cuando tenía 13 años. Y después te cuenta la historia completa.

En los veranos iban a Coronel Pringles. Tomás Aira pasaba meses enteros con su primo Ramón: “Me quedaba más tiempo como una forma de liberar a mis viejos”.

—Mi viejo solo cocinaba cuando hacía falta. Cero fútbol. En casa no se reunía con amigos, siempre fue de ir a bares. De hacer su caminata diaria y después ir a los barcitos a escribir. Siempre fue hogareño, de estar tranquilo y trabajar desde casa. Se armó una especie de estudio en un cuarto pequeño, con la máquina de escribir y luego la compu. Y un teléfono que odiaba tanto atender que compró un contestador automático.

La última vez que viajaron juntos a Coronel Pringles fue cuando falleció su abuela Isabel, la madre de César Aira, hace 10 años. Isabel González Aira era profesora de música, fanática de la obra de su hijo, y escribía en la revista La Pringlense. Como parte del mito, se ha dicho que La Pringlense había sido una creación más de César Aira, y hasta incluso los más osados especularon con la idea de que su madre sería la verdadera autora de todo lo que firmó su hijo.

—Mi viejo estaba triste, pocas veces lo había visto así porque las emociones se las reservaba. Mi abuela era muy pegada a él y lo llamaba seguido. Recuerdo que él se había ido a Alemania, a una residencia, durante un mes. Mi abuela me llamaba y cada tanto me decía: “Pero ¿en qué Alemania está?”. Y le tenía que explicar que no existía más lo de Occidente y Oriente. Mi viejo es bastante charleta. Es irónico, despierto, asocia cosas. Un juego donde pasábamos horas era el ajedrez. Le gustan los chicos pequeños. Recuerdo que una vez un hijo de una familia conocida estaba en un rincón, sin jugar con nadie, y de pronto César se le acercó y jugaron a los autitos. Se reía como un loco y los adultos lo miraban asombrados.

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Arturo, de nueve años, es el único nieto de César Aira, hijo de Noemí.

—Mi hijo lo adora —dice Noemí, que atiende el teléfono con predisposición y luego completa la charla con audios de WhatsApp—. Juegan al ajedrez con un tablero que trae César. Y comparten lecturas. Hace poco le regaló Las aventuras de Tintín. Pero es bastante despistado, no podés pedirle que le haga una leche chocolatada. Conecta más con los juegos y desde lo mental. De chicos, nos leía de noche, Robin Hood, La historia sin fin. Papá siempre con un libro en la mano. Pero nunca diciendo: “Tenés que leer tal libro” o que uno por leer iba a ser mejor persona ni que los libros los escribe gente buena o mala.

Noemí tiene 42 años y vive en Avellaneda, una zona que está al sur de la ciudad de Buenos Aires. Sus padres buscaban un nombre sin “A” para que no se adosara al apellido. Le preguntaron a Tomás, su hermano, si sugería uno y dijo “Mimí”, como le decían a una amiga de ellos, la poeta Noemí Ulla.

Noemí Aira estudió la licenciatura en Artes en la Universidad de Buenos Aires, con especialidad en Artes Plásticas, y trabaja en la Fundación Proa, centro privado de arte orientado a la difusión de los grandes movimientos artísticos del siglo XX. Allí se dedica a atender al público. Es curadora, algo que, dice, descubrió en las revistas de arte que compraban sus padres. “La novela que más me gusta de [mi] viejo es Artforum [2014]. Ahí se cuenta la relación obsesiva de un coleccionista con la revista Artforum. Y ese justamente era mi viejo, que era un lector fan de esa publicación. Recuerdo como un evento muy lindo que llegaran a casa esas páginas internacionales, un objeto preciado”.

Su padre jamás se llevó bien con horarios de oficina: necesitaba autoimponerse rutinas fijas. Escribía de día, nunca trasnochaba.

—Hice una maestría y todos se me acercaban por él. Eso me metía bastante presión, como que había respeto por el apellido y debía ser una muy buena alumna. Que gane el Premio Nobel sería hermoso. Pero dice que nunca lo va a ganar porque el Nobel tiene un costado social, un compromiso político y de buenas causas. Y su literatura es surrealista y de realismo delirante, como la define él.

“Mi hija escribía poemas. Cierta vez dijo: ‘Voy a escribir un solo poema por día porque estoy ‘eteriorada’”, contó Aira durante una de sus últimas conferencias en Europa. Despojado y ahorrativo, ni siquiera en los instantes más celebratorios César Aira invitó a mucha gente. “Una cenita entre nosotros y listo”, se ríe su hija. No hubo grandes viajes ni regalos. El lujo era una lapicera de marca o un buen perfume.

En 2001, la familia sufrió la crisis económica del país. Nunca ajeno a su época, Aira publicó entonces La villa, una novela en la que cuenta cómo un joven que no hace otra cosa que ir al gimnasio y es hijo de una familia acomodada, de pronto empieza a ayudar a los cartoneros y vagabundos que colman la ciudad y se interna en los pasadizos de una superpoblada villa miseria.

Poco después, Aira empezó a publicar en Eloísa Cartonera, una editorial que usa tapas de cartón compradas a las cooperativas de trabajo de cartoneros de Buenos Aires. Les dio sus manuscritos sin pedirles nada a cambio.

—Vivimos con lo justo, pero todo era bastante calmo, se respiraba libertad —rememora Noemí—. Ni nosotros como hijos éramos muy locos ni ellos eran controladores.

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Pocas veces César Aira habla mirando a los ojos. Sigue dialogando en el bar Pizza-Pizza con un humor algo infantil y filoso —se indigna con el marketing literario y la promoción que se hace de escritores jóvenes diciendo que escriben “novelas extrañas y misteriosas”, lo ve como algo pomposo y esnob—, una permanencia entre serena y apesadumbrada, y un devenir de digresiones en las que prolonga largos mutismos, como si buscara algo olvidado en la memoria.

—Tanta curiosidad me da lo que dicen sobre esos escritores, se habla hace años también de la literatura del yo y esas modas, que van a lograr que algún día me compre algún libro y los conozca. Es el éxito de este nuevo mundo. En la era de la autoficción, no hay escritor más autobiográfico que yo, pero está todo en clave. Siempre escribí mis novelas casi como diarios íntimos. Lo que pasa es que nunca me preocupé por el marketing —vuelve a reír, suave y discreto.

—¿Cómo fue eso?

—Un error colosal mío, pero imaginate que publicando más de un libro por año como hice me la tendría que haber pasado dando entrevistas sin escribir nada. Muchos escritores aprenden trucos en los talleres literarios para hacerse conocer mejor, nunca tuve esa habilidad —dice Aira, que nunca tomó ni dio ninguno.

Los departamentos de prensa de las editoriales grandes rogaban que diera entrevistas. “Odiaba hacerlas. Localmente no hacía falta apoyar su obra para que se vendiera. En el exterior era diferente, porque lo necesitaba y las editoriales se lo exigían”, cuenta Florencia Ure, que fue jefa de prensa de Penguin Random House.

En Cumpleaños, novela publicada en 2001, escribió: “Hace poco cumplí 50 años, y había acumulado grandes expectativas con la fecha, no tanto por el balance de lo vivido que podría hacer entonces como por la renovación, el recomienzo, el cambio de hábitos. De hecho, no pensé ni por un instante en hacer un balance o evaluar el medio siglo pasado. Tenía la vista fija en el futuro […]. Y sin embargo, no pasó nada. El día de mi cumpleaños llegó y pasó: trabajos pendientes, ocupaciones banales, la fuerza de la rutina, que a esta edad se hace tan dominante, compitieron para que pasara sin pena ni gloria. La culpa fue mía, por supuesto, porque si quería que hubiera un cambio debía haberlo efectuado yo mismo, y en realidad me confié a la magia del acontecimiento, me dejé estar, seguí siendo el mismo de siempre. ¿Qué otra cosa podía esperar, en términos prácticos, si no había tenido ninguna intención de divorciarme, ni de mudarme, ni de cambiar de trabajo, ni de nada especial? En fin, lo tomé con filosofía y seguí viviendo, lo que no es poco”.

—Hablando de escritores, ¿qué leíste últimamente?

—Un amigo me regaló la obra completa de Balzac. Empecé a releer La comedia humana, pero paré un poco porque es demasiado pesimista, sombrío. Cuando me reponga vuelvo a atacar las más largas, como Esplendores y miserias de las cortesanas. La relectura es algo apasionante, siempre.

Vive entre los barrios de Caballito y Flores. Alquila un departamento en Caballito, con ascensor para su mujer, que se mueve en silla de ruedas, y conserva su departamento de más de 50 años, ubicado en un segundo piso por escalera, bautizado “el estudio de Bonorino”, en Flores, un barrio que fue cuna de su admirado Roberto Arlt y uno de los escenarios más recurrentes de su obra, junto a Coronel Pringles. En la charla comenta, al pasar, que las viejas casonas aristocráticas de Flores se convirtieron en edificios amplios y modernos, con el exarquero de fútbol José Luis Chilavert como dueño del negocio. “Me taparon el sol, pero gracias a sus contactos políticos nunca se me corta la luz, ¡un milagro en Buenos Aires!”, dice, como si hablara con alguien que no conoce su ciudad. Ha sido agasajado como vecino ilustre en el Museo Barrio de Flores, que suele empapelar las calles con sus textos. “Me da un poquito de vergüenza ir a ese museo. Mi viejo me contó el otro día, con sarcasmo, que su parte es más grande que la del papa Francisco”, se inquieta Tomás, su hijo.

No suele asistir a los homenajes que recibe en Argentina y nunca respondió a los legisladores de la ciudad de Buenos Aires que lo propusieron como Personalidad Destacada de la Cultura. No tiene auto, camina un rato todos los días. Sus famosas “caminatitas” por Coronel Pringles, cuando iba a visitar a su madre una o dos veces al año, las recuerdan los pueblerinos con un par de imágenes: Aira solo, sentado por horas en un banco de plaza o recorriendo las calles donde jugaba de niño. Cuando iba a ese pueblo, se quedaba más tiempo con sus sobrinos pequeños que entre adultos. Muchas novelas suyas tienen escenas de infancia, como En El Pensamiento (2024), la evocación de la niñez en un mundo rural; Cómo me hice monja (1993), que narra la vida interior de un introvertido niño de seis años llamado César Aira que se ve a sí mismo como una niña, o Yo era una niña de siete años (2005), las aventuras de una niña-princesa, hija de un rey que ha vendido su alma a potencias sobrenaturales.

Dice que un equipo de filmación del Premio Finestres lo grabó en su casa, y que con ese “discursito” consiguió no recibirlo en España. No es que no disfrute viajar —ha dicho que Niterói, en Río de Janeiro, era “su lugar en el mundo”, y se puso contento recientemente porque en Brasil, mercado esquivo para sus ediciones, publicaron más de 15 libros suyos—, sino que está agotado de las presentaciones. El jurado del Finestres, integrado por Mathias Enard, Mariana Enriquez y Carlos Zanón, rescató: “El lúdico placer de fabular del autor, la profunda ligereza y la aparente sencillez de una prosa y una estructura de una novela que viene a sumarse a un proyecto literario monumental”.

—Me enteré [de] que la estatuilla es un perro, con la aberración que les tengo. Ya tengo una colección de objetos abominables, me ocupan muchísimo espacio y no sirven para nada.

—El año pasado se dice que estuviste muy cerca de ganar el Nobel, ¿cómo lo viviste?

—Eso fue por la nota de la televisión sueca, pero generó falsas expectativas. Soy el eterno candidato. Estoy agradecido, pero ya no quiero más premios. Se los tienen que dar a los jóvenes, yo estoy viejo.

—En la entrevista aparecías con el pelo y la barba larguísimos, como un vagabundo…

—Me los había dejado en señal de rebeldía, pero mi familia hizo la guerra y me tuve que cortar. Bueh, no soy tan rebelde como parece.

De pronto, se acuerda de algo que quería comentar sobre el diseño de sus libros:

—Hubo una de relatos reunidos que eran zapatos tirados en el piso, ¡horrible! Eran ocurrencias de Claudio López Lamadrid, se aprovechaba [de] que era un gran amigo y lo dejaba que hiciera lo que quisiera. Recuerdo Los fantasmas, que trata sobre un edificio en construcción, a pleno sol, y la tapa fue una habitación a oscuras, con una señora sin rostro. ¡Nada que ver! Le expliqué a la editorial de qué se trataba la novela, porque nadie lee nada, y entonces la modificaron.

Rescata algunos dibujos de las tapas, sobre todo de las editoriales pequeñas. Y en la conversación, con los desvíos que acostumbra en sus ficciones, se cuela su hijo Tomás:

—Una vez estaba en Colombia como invitado de honor y en un puesto de cómics un vendedor se acerca y me dice: “Perdón, ¿usted es el padre de Tomás Aira?”. Me recuerda a Johann Sebastian Bach, que no fue muy valorado en vida, sino luego, por Schumann y Mendelssohn. Bach decía: “De joven, fui el hijo de Bach, y luego fui el padre de Bach”, en relación con su padre, gran músico, y a su hijo, Carl Philipp, compositor que fue más conocido que él. Esta cosa del padre y el hijo al revés, ¿no?

—Dijiste, más de una vez, que Manuel Puig te parecía uno de los mejores escritores argentinos. ¿Por qué?

—Puig se sentaba a escribir y se le ocurría sacar la punta al lápiz, y así se pasaba dos horas, y después regaba las plantas. Yo he dado los mismos rodeos, siempre escribí poco y lento, pero con mi paginita diaria sacaba dos o tres libros al año. Lo llegué a conocer y me gusta mucho como escritor, tanto como Borges, como Gombrowicz. Es muy bueno en el teatro, podría haber sido el dramaturgo argentino. Probaba distintos enfoques, cada obra es distinta. Tenés Bajo un manto de estrellas, una comedia a la inglesa en tiempo secular, o Misterio del ramo de rosas, una obra romántica que llegó a ser representada por la estrella de cine Anne Bancroft, o Triste golondrina macho, una obra expresionista a lo Strindberg.

Aira ya no va al teatro, a los museos, ni a los cines, ni a las galerías de arte. Ocupado de las tareas domésticas y del cuidado de su mujer, tiene tres horas libres por día, desde las cinco de la tarde a las ocho de la noche. A veces se pone a ordenar viejos papeles, como los textos ensayísticos que integraron uno de sus últimos libros, Actos de presencia (2025).

—Junté todo lo que había conservado de ponencias y conferencias, y lo ordené por fechas. Es un poco triste comprobar que se ha llegado a la edad de las recopilaciones y los refritos. Pero al pasar los 70 años, es lógico que las facultades mentales disminuyan.

Asegura que todo lo que escribió sobre literatura fue para justificar una invitación o un viaje.

—Me río cuando me definen como un escritor metaliterario o esas pavadas.

Entre lo que llama sus “novelitas” se reencontró con una de su juventud que escribió en francés, cuando vivió un tiempo en París. Y tiene otra guardada que le prometió a su amigo editor Damián Ríos.

Semanas después, en ese mismo bar, Damián Ríos rememora el momento en que lo conoció: leyendo su libro La prueba, en los noventa. “Me rompió la cabeza con esas dos muchachas punks como heroínas”, admite, y luego dice que fue como alumno a sus charlas sobre Alejandra Pizarnik en el Centro Cultural Rojas de la Universidad de Buenos Aires.

—Su condición de crítico agudo va de la mano con su ingenio como escritor. Deja que todo lo influya, es un lector contaminado. Y conserva un gran conocimiento literario que sintoniza con la frescura de su época. Aira es esencialmente contemporáneo —precisa Ríos, que cuando trabajaba en la editorial Interzona se sorprendió al recibir una propuesta de Aira para que publicara Yo era una chica moderna (2004]) Años después, junto a Mariano Blatt, fundaron la editorial Blatt & Ríos y editaron Yo era una mujer casada (2010). Y así, varias más hasta el presente.

—Las novelas más largas se las da a editoriales más grandes, y el resto va a nosotros, las más chicas. Piensa en nosotros, las selecciona.

Aira trabajó como traductor más de 30 años, con un manejo de, al menos, cuatro lenguas extranjeras. Su especialidad fueron los best sellers estadounidenses: eran los que mejor le pagaban. “Nunca me lo tomé en serio, fue puramente alimentario”, dijo Aira, aunque reconoció que traducir le dio un notable entrenamiento para su prosa.

Lo que sorprendió a Ríos, además de su amabilidad y caballerosidad —suele pagar cada vez que se encuentran en Pizza-Pizza—, y de disfrutar de su inteligencia “acogedora”, fue la velocidad de su prosa combinada con una gran capacidad de reflexión.

—Y esa mezcla única de realismo con fantasía, como ese personaje del indio filosofando como un lacaniano en Ema, la cautiva.

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No busca más pleitos y se siente arrepentido por haber cosechado enemigos con sus dardos venenosos. Habla de un encuentro reciente con la escritora argentina Liliana Heker, de 82 años. Se cruzaron casualmente en una calle de Buenos Aires.

—Con Liliana me porté como un maleducado, fue sin querer —rememora en el bar Pizza-Pizza, mientras se seca la humedad de la frente—. La felicité porque había ganado el Premio Nacional hace unos años. “Basta sobrevivir lo suficiente y ya te lo ganás”, me dijo. Y le respondí, muy suelto de cuerpo: “Claro, tenés razón”, en vez de decirle: “No, Liliana, qué decís, te lo tenés muy merecido”. Tres cuadras después reculé y me dije: “Qué hice, fui un tonto”.

Últimamente se la pasa haciendo pilas de libros para que un librero de Flores los recoja de forma gratuita.

—Muchos de esos los había comprado en mesas de saldos, por ejemplo, cuando escribí la locura del Diccionario de autores latinoamericanos [publicado por primera vez en 1998 y reeditado en 2018, una descomunal selección alfabética de autores y obras]. Hice tantas cosas ridículas.

Un joven psiquiatra lo empezó a visitar, se hicieron amigos y una tarde admiró su colección completa de Jacques Lacan. “¿Te gusta? Llevátela, te la regalo”, le dijo de inmediato.

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Los días anteriores a la entrega del Premio Nobel, en octubre de 2024, el timbre de la casa de Raúl Veroni, en Caballito, sonó durante todo el día.

—Los fanáticos de Aira se llevaron mis libros de a cantidades. Claro, esperan que a mí se me agoten para revenderlos por su cuenta. Ese es su negocio, porque hay una especulación con sus libros.

Veroni tiene 59 años y es dueño de la editorial Urania. Conoció a César Aira en una cena con escritores que discutían volcánicamente, en 2009, y de repente el nacido en Pringles levantó un dedo en la mesa y todos hicieron silencio.

—Era un Júpiter que ponía orden. Pero en la mesa amagó con decir algo y nunca dijo nada. Después me dijo: “¡Un ready-made!” —sonríe, sentado en su casa, donde funciona una galería de arte y la editorial pequeña, fundada en 1943 por su padre, que vende ejemplares numerados y firmados a mano por César Aira.

Dice que suele visitarlo con regularidad. Con las editoriales chicas, el candidato al Nobel apuesta a los libros-objeto: le gusta que los lectores lo busquen. Aira le dio varios relatos a Raúl Veroni, como Los dos hombres, para que publicara en su sello.

—Imprimí 50 ejemplares y le di la mitad a César. No era un libro barato en el mercado. Los aireanos compraron enseguida, y por ser la primera vez me llevé una gran sorpresa. César es discreto, pero de una erudición extraordinaria. La otra vez le mostré una revista surrealista y me dijo, sobre un personaje: “Ah, ¿sabés que ese era el compañero de banco de Lautréamont?”. Lo miré sin saber qué responderle. Y otro día, sobre un artista alemán, al toque me dijo: “Ah, ese es el que Rilke le hizo el prólogo”. Sabe datos muy curiosos. No es ningún secreto que es muy generoso con las editoriales pequeñas, renunciando a sus regalías. Los aireanos, que no son muchos, quieren tener todo lo que salga de él, como una especie de cofradía. Y César es un ciervo en el bosque.

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Son las cinco de la tarde. César Aira se siente algo fastidiado, con ganas de terminar la conversación. Dice que no tiene mucho que decir a escritores amateurs ni a lectores inéditos. Sin embargo, repite cosas que, en verdad, ya ha dicho en otras entrevistas, sin esconder contradicciones ni ambigüedades. Ha sido capaz de decir que “lo difícil es escribir, no escribir bien”, y a la vez habló de que todo se divide entre “buena” y “mala” literatura. Al tiempo que reivindicó la literatura como el arte supremo en que convergen todos los lenguajes artísticos, dijo, en más de una ocasión, que la literatura no tiene ninguna importancia en la sociedad y que es inoportuna e inútil. Que hay que recuperar la esencia lúdica e infantil del arte. Que sus historias son deshilvanadas e inconexas y que las lecturas que admira no se parecen en nada a lo que escribe. Se reconoce “anfibio” y “esquizofrénico”: vanguardista como escritor y conservador como lector. Sostiene que en un mundo que abunda en sobreexplicaciones, no hay que asustarse ante lo incomprensible: entender puede ser una condena. Y no entender, una puerta que se abre.

—Y, en definitiva, entonces, ¿qué es la literatura?

—Nunca me canso de decir que la literatura es solo placer, una linda evasión. El amor a los libros fue mi don. ¿Cuál es el trabajo de todo escritor? Inventar formas nuevas de felicidad, distintas a las del éxito. Me retracto: escribir no debe ser un trabajo, es una diversión.

Mira su reloj. Se levanta y dice que tiene que trabajar, debe obligaciones impositivas.

—Siempre dije que he sido un padre de familia pequeñoburgués, perfectamente adaptado, y no alguien misterioso y menos un ermitaño. Acá estoy, solo que ahora más viejito —se despide con ligereza y su infaltable sonrisa tímida.

Ya de pie comenta, indignado, que para cobrar el último premio le exigieron requisitos imposibles.

—Yo pago todo, me siguen persiguiendo y el dinero no me llega. Parezco un ciudadano modelo. Me atraso un día y me quieren cobrar un interés. En este país de Milei, qué chiste.

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César Aira: huir hacia adelante

César Aira: huir hacia adelante

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Charla con un inventor de nuevas formas de felicidad.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Un raro acontecimiento: el escritor que ha publicado libros a borbotones, el hombre ineludible de la literatura argentina, el eterno candidato al Premio Nobel, sale de su casa, se sienta en un bar de Caballito, en Buenos Aires, pide un café y explica, tranquilo, que ya no escribirá más.

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El escritor de los 125 libros publicados, entre novelas, cuentos, dramaturgia y ensayos; el que nació en un pueblo de 20 000 habitantes llamado Pringles, en la provincia de Buenos Aires, Argentina, en una casa con pocos libros; el que ganó premios prestigiosos como el Roger Caillois y el Formentor; el que casi no se muestra públicamente, y se mantiene sin redes sociales y fuera de los circuitos literarios; el que ha hecho un culto de escribir “media o una paginita por día”, publicando en promedio un libro por año, en su mayoría novelas breves, de 100 páginas. Ese escritor que, con 76 años, sigue viviendo en el mismo barrio de Buenos Aires, que va cada tanto a los mismos bares, anuncia un día, con su tono tímido y ensimismado, que ya no tiene ganas de hacerlo.

Cincuenta años después de su primera novela, César Aira lentamente está dejando de escribir. 

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Entra en el bar Pizza-Pizza de Caballito, en el centro de Buenos Aires, con un bolso que pende del hombro, dando pasos lentos, cortos. Nadie repara en él una vez que se dirige a las mesas con la cabeza gacha, como si estuviera buscando alguna señal en el piso, algo distraído.

Es una tarde de marzo de 2025, uno de los días más calurosos del año, con una temperatura que supera los 40 °C. Levanta la vista y sonríe ligeramente. Flaco y de mediana estatura, camisa a cuadros de manga corta, bermuda marrón y zapatillas, pelo corto, anteojos y barba prolija, saluda extendiendo la mano, con un apretón suave y apresurado. La voz es apenas audible entre el barullo del bar y los autos que pasan por la avenida Rivadavia, una de las principales de la ciudad.

—Te traje un libro —dice César Aira, y saca del bolso una edición en miniatura de El infinito, publicado por Urania, que firma rápidamente con una caligrafía nerviosa: “C Aira”.

Escrito en 1993, es un breve relato sobre un juego de infancia. El propio Aira se involucra como personaje, como en tantas otras de sus novelas, y también aparece Coronel Pringles, el pueblo donde nació.

Minutos antes había enviado un mail: “Si tenés problemas para venir lo postergamos. Hay un caos de tránsito por los cortes de luz”. Parecía atento a los vaivenes del día, pero una vez que se sentó en la mesa y el mozo le preguntó: “¿Un cafecito?”, a lo que correspondió con un guiño cómplice, el escritor argentino admirado por artistas como Patti Smith —que ha dicho: “Aira viene de un lugar donde la música suena siempre y nunca pasa nada, excepto todo. Tiene un ojo cubista que ve las cosas desde muchos ángulos al mismo tiempo”— o escritores como María Moreno —“La obra de César Aira es una máquina de invención perfecta: escribe sin deber y sin padres, como si por primera vez”—, que recibió elogios de Octavio Paz, Sergio Pitol, Enrique Vila-Matas y Carlos Fuentes —que lo imaginó ganando el Nobel en una de sus novelas—, traducido a 40 idiomas y editado en más de 30 países, se abstrae en una mirada lánguida que posa sobre las personas que pasan por la vereda.

Sus libros, en la Argentina, despiertan interés y polémica, algo que también se refleja en el exterior: en 2020 superó los 100 libros publicados y fue considerado por The New York Times como “uno de los novelistas más provocativos e idiosincrásicos de la literatura en lengua española”. “Se está con o contra Aira”, dice la crítica y doctora en Letras Graciela Speranza, en un intercambio por mail. Cree que su literatura, desde siempre, impuso un esfuerzo de imaginación crítica, al ser “desmesurada, desopilante, desatinada”. Basta recorrer el maratónico archivo de reseñas, entrevistas y lecturas analíticas para recomponer el repertorio caleidoscópico que se actualiza en cada nueva novela con un mero cambio de títulos, tramas, escenarios y personajes, desde mediados de los ochenta hasta el presente: Aira, narrador prolífico, productor de un continuo que desdeña la corrección y la perfección de la “obra literaria”; Aira, enemigo del estilo y los escritores profesionales; Aira, cultor de la intrascendencia, la frivolidad, la huida hacia adelante; Aira, alegre desacralizador de los mitos fundacionales de la cultura argentina como civilización o barbarie, la pampa, el gaucho, la Conquista del Desierto; Aira, humorista disparatado y defensor de la escritura automática. “Los mismos tópicos, curiosamente, permiten argumentar el rechazo —escribió Speranza en su artículo “César Aira. Manual de uso”, publicado en la revista Milpalabras en 2001—; con un simple cambio de signo, la proliferación, la imperfección, la intrascendencia y la ironía lo convierten según el caso en genio o farsante”.

Fue alguien difícil de asimilar. La revista Punto de Vista, dirigida por Beatriz Sarlo y termómetro de los debates culturales entre 1978 y 2008, colocó a César Aira en el lote de los escritores que eran inmunes a cualquier intento de crítica por su capacidad literaria para hacer cualquier cosa. No pocos investigadores y periodistas piensan que Aira inventó un “verosímil Aira”, como su amigo el escritor Elvio Gandolfo, que postuló la pregunta “¿César Aira es o se hace?”, y se permitió bromear: “Una de las cosas que aprecio en César Aira, justamente, es que es descontroladamente así: ¡saca como 10 libros por año!”.

Así, en su obra inagotable y torrencial, ni escritor de ciencia ficción, ni realista, ni fantástico, ni surrealista, ni excéntrico, ni absurdo, ni ensayista, o bien, la suma sui géneris de todos ellos, César Aira nunca dejó de cambiar libro a libro, desconcertando, cansando o hechizando a sus lectores. Puede, en sus novelas, insertar monstruos estrafalarios en lugares insólitos o fantasmas entre albañiles e inquilinos de un edificio en construcción; obsesionarse con ninjas, gimnasios y supermercados chinos; con paisajes y geografías remotos como los que fascinaron al pintor alemán Johann Moritz Rugendas; puede empezar una novela con la frase “Mi historia, la historia de ‘cómo me hice monja’, comenzó muy temprano en mi vida; yo acababa de cumplir seis años”, para luego no saber si el que narra es un niño o una niña; o simplemente haber confesado que con dos palabras, la costurera y el viento, imaginó el título de una novela, ejemplo de sus “juguetes literarios para adultos”, en el que aparece la vida costumbrista de una costurera de pueblo y, en la segunda parte, tras un giro imprevisible, el personaje es el viento; pueden las historias de Aira volverse aún más fantásticas, como cuando gusanos gigantes, entre un ejército de clones de Carlos Fuentes, comienzan a salir de las montañas y amenazan con aplastar un pueblo venezolano en El congreso de literatura (1997), o cuando un escritor de novelas góticas deja todo por el consumo de opio mientras lo acechan sus ghostwriters como criminales sueltos en Buenos Aires en su novela Prins (2018). Él mismo, César Aira, fue alguna vez escritor por encargo, como se reveló con el best seller político La conspiración de los banqueros (1985), de Jorge Garfunkel, un banquero argentino multimillonario.

Su amor por Duchamp y los surrealistas franceses, las artes plásticas, la literatura y el lugar del escritor se refleja en un caudal de libros ensayísticos con prosa nítida y ágil como Continuación de ideas diversas (2014), Evasión y otros ensayos (2017) y El crítico. La prosopopeya (2022). Allí, con enorme erudición y la impronta de un artista conceptual, desarma los cánones sin ninguna línea sistemática y clásica, escribiendo aleatoriamente sobre Alejandra Pizarnik, Copi, Edward Lear, Emeterio Cerro, Silvina Ocampo, Norah Lange, pero también sobre John Cage, la juventud de Rubén Darío o los árboles de Buenos Aires. La historia argentina es otro de los temas que recurren en sus novelas. En uno de sus libros más famosos, La liebre (1991) —al cual Aira considera un “clásico” por sus constantes reediciones—, aparece Juan Manuel de Rosas, gobernador de la provincia de Buenos Aires entre 1835 y 1852. Se lo muestra haciendo abdominales mientras, en un monólogo interior, piensa en sus opositores: “Había sido demasiado blando, había sido convencional. Ellos decían que era un monstruo, y él lamentaba haber perdido en algún punto del camino la oportunidad de serlo de veras. Lamentaba no ser su propia oposición, para realizarse por los dos lados, como un bordado bien hecho. Le había faltado imaginación, y sin imaginación la crueldad no se hacía del todo real”.

—Todos los que me despreciaron deben tener razón, les agradezco que hayan escrito sobre mí. Ya no me peleo con nadie —se limita a decir Aira en el bar sobre sus críticos.

En un congreso literario en la Universidad Nacional de Rosario, en 2007, dijo que valoraba más las críticas negativas que las positivas, y citó la que en su momento escribió María Teresa Gramuglio en la revista Punto de Vista sobre su novela Ema, la cautiva. Aira rescató que la investigadora “hacía unas objeciones muy ciertas, y entonces comprendí cómo la omnipotencia del creador cuando está creando, esa libertad maravillosa, tiene ciertas restricciones. Yo hacía trampa en esa novela, que una lectora inteligente las vio enseguida”. Publicada en 1981, la historia de Ema, la cautiva, ocurrida en el siglo xix, arranca con un viaje en el que una comitiva de soldados y oficiales lleva una carga de presos, mujeres y niños hacia el fuerte de Pringles. En el devenir de la trama, Aira distorsiona el tópico del relato de civilización y barbarie latinoamericano, y Ema quiebra el estereotipo de la cautiva: no es blanca ni inocente, no está casada con un hombre blanco, no tiene un final trágico.

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En el bar Pizza-Pizza, agobiado por la humedad porteña del verano, Aira parece ya lejano a lo que se diga sobre él. Ese día de marzo, como todos los días, se levantó temprano, desayunó, revisó el mail. Desde que a su esposa, la poeta Liliana Ponce, se le detectó esclerosis lateral amiotrófica (ELA), hace una década, sale a hacer compras y prepara la comida con ayuda de trabajadoras domésticas. Hace años que no da entrevistas en la Argentina y solo unas pocas a medios extranjeros, en ocasión de algún premio o la salida de un nuevo libro. Escritoras como Selva Almada han dicho: “Lo envidio a Aira. Se resiste radicalmente a esa cosa de que los escritores tenemos que exponernos y hablar todo el tiempo. Así hemos perdido el misterio”.

Primero aceptó unas preguntas por mail. Luego, volvió sobre sus pasos. Escribió: “Lo estuve pensando y preferiría que escribieras ese artículo sin mi participación, sobre mis libros y no sobre mí, como se ha estado escribiendo últimamente, para mi íntimo bochorno. Además, no querría que me pase lo que a mi tocayo Thomas Randolph, que murió, a los 30 años, por indulging himself too much with the liberal conversation of his admirers”.

Con lo de “íntimo bochorno” se refería a una entrevista de la televisión sueca emitida en julio de 2024, en la que Aira abrió las puertas de su casa y repitió algunas de sus máximas: que su escritura es “como el caminar de los niños, a cada momento me estoy desviando”; que no le teme a la página en blanco, sino a “la página llena que hoy son las pantallas”; que nunca hay que escribirlo todo, sino dejar reposar el texto para el día siguiente; que sigue escribiendo a mano “por su devoción a la materialidad” y luego pasa todo a la computadora, y que no hay que esclavizarse con la calidad, pero que sí hay que desconfiar de uno mismo: “Me pasó que obras menores otros las vieron como genialidades y algunas que sentí como una obra maestra todos me dijeron: ‘¡Qué fiasco!’”.

En esa entrevista puede verse su casa, con pilas de libros y cajas de cartón, una silla de gamer frente a una computadora, lapiceras de colores, complejos vitamínicos y paredes con humedad: una casa austera con muebles viejos, de artistas de clase media. Simpático y ocurrente, se sienta en la cama enseñando manuscritos. En un momento, atiende el teléfono fijo. Es una tía de 90 que lo saluda por su cumpleaños y él la corta amablemente: “Para mí es un día normal. Lo pienso pasar acá, solo”, dice a cámara con mirada pícara.

Poco después del reportaje sueco, tuvo un sueño revelador. Así lo contó por mail: “Querido Juan Manuel, creo que después de todo será mejor que no hagamos la entrevista. Me disuadió un sueño que tuve anoche: me salía del cuerpo una sustancia viscosa y putrefacta, que caía sobre una pila de libros que había en el suelo. Yo trataba de salvarlos, aunque sabía que era imposible, esa plasta ya los cubría y se metía entre las hojas. La fragilidad de los libros quedaba claramente expuesta. Interpreté que esa materia destructiva era lo que yo podría decir, mi expresión personal, que iba a corroer la lectura de mis libros, manchándolos sin remedio. Un detalle que me llamó la atención fue que no era un sueño de angustia, aunque lo tenía todo para serlo. Tenía la forma de una pesadilla, y el contenido de una contemplación intelectual, casi de una interpretación o de un mensaje que venía de lejos. Me tranquilizó: bastaba con no hablar para que los libros no se echaran a perder. En fin, sé que harás un gran trabajo. Te mando un saludo. C”.

Tras ganar en marzo de 2025 el Premio Finestres de Narrativa en castellano, y a casi un año de solicitada la entrevista, accedió a un encuentro: “Hagámoslo la semana que viene. Me acaban de dar un premio en España y tengo que dar un discurso y responder preguntas, me tienen un poco abrumado”.

Ahora, en el centro de Buenos Aires, César Aira termina su café y come una galletita de chocolate.

—¿Seguís escribiendo en bares?

—No. No escribo hace más de un año. Pero sí…, cuando lo hago me siento en una mesa, anoto cosas en mi libretita y cada tanto veo a la gente pasar. Es una linda distracción. El resto lo paso encerrado, entre mis papeles y cuadernos, leyendo casi todo el día. Como hice toda mi vida.

Empezó a publicar en los ochenta, pero la crítica argentina enaltecía a otros escritores como Ricardo Piglia y Juan José Saer. A poco de editar su primera novela, Ema, la cautiva —aunque antes había escrito Moreira, en 1975—, a sus 30 años, César Aira escribió un ensayo en la revista Vigencia, en que dijo que la novela argentina era una “especie raquítica y malograda”, y que Respiración artificial, la novela insignia de Piglia, era “una de las peores novelas de su generación”. No faltaron los dardos contra los “escritores importantes” del boom latinoamericano —Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, García Márquez, Juan Rulfo—, y también llegó a decir que “el mejor Cortázar es un muy mal Borges”.

La división de aguas entre Aira y Piglia, con ecos del clásico Florida-Boedo de los años veinte y treinta en torno a dos vanguardias que discutían en Buenos Aires cuál debía ser el rol de los escritores, ocupó fervorosamente las aulas académicas. En la sede histórica de la calle Puan de la Facultad de Filosofía y Letras, eran la némesis el uno del otro. Los “aireanos” se enaltecían con declaraciones como las que Aira, en 2000, vertió sobre Piglia, diciendo que “era más profesor que escritor”. Creían que Piglia representaba un escritor profesional, consagrado en las instituciones de la burocracia literaria. Los “piglianos”, en tanto, no se quedaban atrás: creían que los experimentos del nacido en Pringles eran literatura pobre o directamente nula. “Simpático Aira, el típico niño olfa [o ñoño]”, lo había definido el autor de Respiración artificial. Parafraseando a Macedonio Fernández sobre Manuel Gálvez, Ricardo Piglia sugería que Aira en verdad no existía y que era el seudónimo con el que firmaba las novelas que le enviaban “los escritores malos de la Argentina”. Ambos, sin embargo, compartían su devoción por Roberto Arlt, Jorge Luis Borges y Duchamp. Con el paso del tiempo, primó cierta indiferencia: la ausencia de Aira, en efecto, quedó evidenciada en los tres volúmenes de los diarios de Piglia. Y en 2021, durante una entrevista en España, el propio Aira pareció cerrar la discusión. Dijo sobre Piglia: “Era una excelente persona. Siempre que nos vimos nos tratamos como distantes caballeros. Era un poco mi contrafigura: era serio, un profesor con mucha responsabilidad con lo que decía, con lo que hacía. No leí ninguno de sus libros, así que no puedo opinar”.

Aira se presentó a numerosos concursos, pero nunca ganó ninguno. En los noventa, persuadió a editores llevándoles sus manuscritos y pobló las editoriales argentinas —chicas, medianas y grandes— con sus “novelitas”, cosechando, a la vez, detractores indignados y admiradores fanáticos. Por caso, el filósofo Tomás Abraham confesó en un capítulo de su ensayo Fricciones que pasó de irritarse por los “indios disfrazados” de sus novelas a parecerle el escritor con las ideas más interesantes de la literatura argentina. Con el siglo xxi, Aira consiguió vender mucho en Europa cuando fue descubierto, en 2002, por el agente literario berlinés Michael Gaeb, fascinado por lo que denominó “libros surrealistas y poco convencionales”, y se hizo conocido fuera de Latinoamérica. Por esa época, sin frenar la provocación, escribió la novela Cómo me reí (2005), “contra la gente que viene a decirme ‘cómo me reí’ con mis libros”.

Tiempo después llegó el elogio de la madrina del punk, Patti Smith, y más traducciones, viajes, reconocimientos. En la edición inglesa de su novela La liebre —que trata, además de Rosas, sobre un cuñado de Darwin y la búsqueda de una especie inventada: la liebre legibreriana—, una frase lo define como “The Borges of the pampas”.

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En una de sus últimas novelas, Los hombrecitos con sobretodo, el narrador, de una edad semejante a Aira, parece observar lo que al resto le resulta indiferente: unos hombrecitos que hacen un espectáculo de piruetas en el techo de un cuartel de bomberos. “¿Yo era el único entonces, el único en apreciarlos y tomármelos en serio?”, se pregunta. Y luego: “Era paradójico que su mejor espectador fuera justamente alguien como yo, un hombre que vive en el pasado”.

En el bar Pizza-Pizza, Aira mira a su alrededor: hay pantallas de televisión, mozos vestidos a la antigua, techos altos y un promedio de clientes de más de 60 años.

—Acá cito a la gente que me interesa. Me gusta porque es un lugar barato y espacioso. Salvo cuando vienen grupos de hombres y confabulan con los mozos gritando como locos. Ay…, el fútbol, ¡qué maldición!

En otra parte de Los hombrecitos con sobretodo se lee: “Mientras los demás distritos de la ciudad van poniéndose de moda uno tras otro y se llenan de bares hípsters, restaurantes gourmet y tiendas de diseño, nosotros persistimos en los vetustos almacenes, supermercados chinos y parrillas grasientas”.

—¿No escribís hace más de un año?

—No, nada —la voz se apaga en un hilo, aunque los ojos están vivaces debajo de los anteojos cuadrados—. Qué sé yo, ya escribí tanto que me adelanté de antemano.

—¿Por qué no estás escribiendo?

—Por falta de ganas, por cansancio. Debe ser la edad.

—¿Y alguna vez estuviste tanto tiempo sin escribir?

—No…, que yo recuerde, no.

—¿Y cómo estás con eso?

—Naaa, bien —resopla ligeramente—. Me alegra lo que pude hacer en tantos años. Ahora me consuelo contando la plata de los premios, como una especie de exescritor —dice, riéndose.

En 2021, entrevistado por el diario El País en ocasión de recibir el Premio Formentor a su trayectoria literaria, anticipó: “Yo doy por terminada mi vida. No voy a adaptarme al nuevo mundo”.

Sus amigos dicen que, entre sus manuscritos inéditos, existen entre 30 y 40 títulos.

Hay Aira para rato en el mercado editorial.

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Coronel Pringles es un pueblo agrícola-ganadero de Buenos Aires que tiene 20 000 habitantes. Allí se implementó el “Circuito Aira”, un recorrido que va de la casa de sus primeros años al colegio donde estudió, pasando por lugares emblemáticos de sus relatos, como el Hotel Avenida y la iglesia. César Aira nació ahí en 1949.

—Pringles está igual que cuando mi hermano César se fue a sus 18 años a Buenos Aires. Estudió abogacía por consejo de mi papá, pero dejó y siguió Letras. Los jóvenes se van del pueblo y queda pelado.

La única hermana de César se llama Amelia, es docente jubilada y está preparando un viaje al Camino de Santiago, en España. Habla con su hermano por teléfono en ocasiones especiales. Como el resto del círculo íntimo, esquiva un encuentro y envía audios de WhatsApp. Lo primero que dice es que en la familia de su madre había teatreros y músicos. El arte estaba en la sangre. Con su hermano, quien le lleva pocos años, había buen trato, pero no jugaban juntos. De grandes, cuando ambos coincidieron en Buenos Aires, vivieron unos años en el mismo departamento. “Nunca me imaginé que sería escritor, pero tenía una personalidad distinta a los chicos de su edad”, reconoce, y cuenta que en su casa había pocos libros.

—En las dos bibliotecas del pueblo, César agotó todos los libros, no tenía nada más que leer —dice Amelia en tono algo neutro, como si se aburriera de haber contado la anécdota en más de una oportunidad.

Ahí, Aira devoró historietas, leyó a Julio Verne y a Salgari, descubrió el Quijote, la Divina comedia, a César Vallejo, Proust y Kafka, obras infinitas que releería de adulto, “la buena literatura” que le ha hecho decir que, desde las bibliotecas de Pringles, “he querido seguir siendo un lector escribiendo”.

En el barrio tenía varios amigos, muchos hijos únicos, varones. Pero él quería estar solo. Cuando con su familia iban al único cine del pueblo no le gustaba ver las películas en compañía.

—Se sentaba en la primera butaca de la fila 6, y yo me sentaba más atrás con mi papá y mi mamá. El dueño del cine lo mimaba y le daba ese lugar hasta cuando se vendían todas las entradas.

Pese a su retraimiento, les ayudaba a hacer las tareas a sus compañeros de escuela.

—Los pibes venían a casa y César les hacía la síntesis de los libros. Lo idolatraban.

Amelia dice que cuando viaja a Buenos Aires se suelen encontrar en San Telmo, en un bar que se llama La Poesía. Un rato de charla y poco más.

—Porque a Pringles no vino nunca más desde que murió nuestra mamá.

En Pringles vive Omar Berruet, uno de sus amigos de infancia, que nunca se fue del pueblo.

—De César apenas si leí sus libros, llego a la mitad y después los dejo —se sincera Omar.

En un terreno del padre de César hacían casitas, jugaban al ajedrez o leían. El padre de Aira tenía una casa de venta de máquinas agrícolas y corrían por los galpones, llenándose de grasa. Hacían fogatas con las cubiertas de camiones en las fiestas religiosas.

—En las noches de verano jugábamos con la luna bien grande en el cielo, la mirábamos y corríamos para escaparnos de ella. Eran calles de tierra, no había asfalto. Era hermoso —evoca Omar, con la voz atragantada.

El juego más memorable era cuando se ponían a contar. César empezaba con 10 avestruces, Omar seguía con 100, competían frenéticamente.

—Era nuestro preferido, lo llamó “el infinito” y me dio mucha alegría cuando lo leí en un relato suyo —dice, sentado en la plaza principal—. Pringles tiene las obras del arquitecto Francisco Salamone, y lo tenemos a Aira. Cuando viene la fecha de la entrega del Premio Nobel, en las radios y en la tele se hace la previa. El pueblo hace fuerza para que gane.

Con el correr del tiempo conservaron un trato distante pero ameno. A César Aira lo declararon ciudadano ilustre en 2020 y allí se cruzaron por última vez. Omar se enteró hace poco de que su amigo tiene celular y le pasaron el número, pero nunca lo quiso molestar.

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Desde que ganó fama a comienzos del nuevo siglo, cada tanto se publican notas con títulos como “¿Es Aira el mejor escritor de habla hispana del presente?”, “¿Quién es realmente César Aira?”, “Vanguardista o enfant terrible de las letras”, “¿Es el secreto mejor guardado de la literatura?”, “¿Es César Aira mejor ensayista que novelista?”.

Objeto de estudio de cientos de papers académicos y ensayos críticos que se actualizan en la web, venerado por escritores-fans —entre otros, dan cuenta los libros Aira o muerte, de Daniel Mecca; Los años Aira, de Alberto Giordano; La muerte de César Aira, de Francisco Bitar, o El mal de Aira, de Andrés Restrepo Gómez—, el nombre del escritor argentino no pasa desapercibido en congresos, seminarios y ensayos sobre literatura sudamericana. “En la Argentina hay más aireanos que escritores”, decía Ariana Harwicz en la Feria del Libro de Madrid hace unos años, cuando Aira figuraba entre los candidatos de las casas de apuestas para ganar el Premio Nobel.

Todos los especialistas coinciden en que no hay una novela consagratoria ni una etapa superior. Que no existe un Moby Dick ni una Madame Bovary en la obra de Aira. El escritor y abogado Ricardo Strafacce, que compiló César Aira, un catálogo, dice que produjo una ruptura en la literatura argentina sin dar un batacazo.

—A partir de Aira, se pueden ensanchar los límites. En su continuidad, libro a libro, dio un sentido nuevo al uso del habla común y a la autonomía de la literatura. Él dice de sí mismo: “Yo hago cuentos de hadas dadaístas”. Es notable el aspecto de su invención con las vanguardias históricas —dice Strafacce.

—Sus detractores dicen que está sobrevalorado, que tiene una obra despareja, lo critican porque no corrige o que publica, a veces, por demás —le planteo.

—Se han tomado en serio todo lo que dice y eso es un disparate. Me consta que Aira corrige, lo que quiso polemizar es que no se puede estar corrigiendo todo el tiempo, rescatar lo espontáneo y su gusto por la improvisación. En las críticas hay bastante mala fe, criticar a alguien por ser prolífico es ridículo. Hay una moda en hablar en contra de Aira, por pereza y por mala fe porque no aparece públicamente, no se encuadra política o socialmente. Ante los que dicen que banalizó la literatura y que hizo que cualquier pavada sea un libro, expreso lo contrario: modernizó nuestra tradición y se adelantó a la época.

Los amigos escritores del presente son un sostén para Aira, según él lo ha reconocido varias veces. Strafacce es de su misma generación, pero él suele juntarse con escritores y editores más jóvenes.

—Para mí es un genio —dice Strafacce—. Es un escritor experimental, sin renunciar al relato, creó nuevos mapas de lectura. Aira es una obra poética escrita en forma novelesca. Mi orden es Borges, Aira y después todos los demás. Pero una biografía sobre él sería muy aburrida. Él lo ha dicho miles de veces: las vidas de los escritores son muy pobres al lado de su literatura. Es tímido, un hombre que solo habla de literatura y destila un humor inteligente. Nada de política ni de deportes, algo de nuestras familias. En una charla reciente me habló [de] que se está perdiendo el largo camino del lector. Que para tomar un libro, tener una hora de lectura y sentir que te puede cambiar el día, hay que tener una sensibilidad previa hoy algo olvidada. “¿Qué es de un escritor sino leer y escribir?”, se queja.

En el último tiempo lo siente más melancólico, afectado por la pospandemia y quejándose de la vulgaridad extrema de su país.

—Cuando el Nobel vuelva a América del Sur, le tocará a César —dice.

El escritor Martín Kohan suma otro rasgo: dice que Aira es la contracara perfecta del estereotipo de escritor. Lo sitúa en un “vanguardismo lúdico” cuya novedad de la obra son sus novelas “biónicas” y “mutantes”. En Aira —analiza Kohan—, no hay un estilo reconocible ni un autor que piensa en los géneros. Aira es incontenible.

—Escapa al aura de trascendencia y a esa cosa profunda, grave, del escritor. Aira se ríe de la idea del sacrificio y de la inspiración, incluso de la búsqueda de la novela total y, por el contrario, lleva al extremo, a la saturación, un programa de publicación. Hay algo dichoso, de ganas de escribir, que es la antítesis del escritor sufriente y atormentado. Sus famosas ideas de la fuga hacia adelante y del continuo que puede unir los heterogéneos, algo que aprendió de Deleuze.

Cada novela es irrepetible e impulsa a la siguiente. “Y si no te gustó, no pasa nada”, comenta el narrador y docente argentino. Elige entre sus libros favoritos a Varamo (2002), El tilo (2003) y Un episodio en la vida del pintor viajero (2000). De la última rememora la escena “expresionista” en que Johann Moritz Rugendas, el personaje principal, sufre un accidente en las montañas y es electrocutado por un rayo junto a su caballo.

—Hay mucho siglo XIX argentino en su literatura, aparece Aira como personaje de sus novelas, está incluso la violencia de los setenta y no le esquiva a la política, como en la novela El presidente [2019]. Y de repente te saca ensayos sobre el arte y la creación, hablando de Baudelaire y Mariane Moore, como Sobre el arte contemporáneo [2016] y La ola que lee [2021]. Aira desarma todo, lo saca a golpes de parodia, sátira, risa, juego, absurdo, ironía. No existe, ni por mínimo, un escritor tan singular.

Su extensa obra está descentralizada en docenas de editoriales, la gran mayoría pequeñas, como Mansalva, cuyo editor, Francisco Garamona, es su amigo.

—Nos encontramos en bares. César tiene una luminosidad, una generosidad y una sabiduría que son únicas en este oficio. Le veo el aura de alguien que ha dominado una materia tan exigente como la literatura —dice Garamona—. Cada nuevo libro es esperado por los lectores como la dosis de una droga exquisita.

En su último libro, Alguien que canta en la habitación de al lado, Alan Pauls lo señaló como la gran influencia en la literatura argentina de las últimas décadas. Entrevistado por Pauls, Aira habló de la literatura como ese lugar en el que se encontró “condenado a vivir y protegerse de todo lo malo que sucede en la vida”. Pauls dice que, según sus editores extranjeros, triunfa centralmente en Estados Unidos, Francia y Alemania. En Argentina, Pauls encuentra una paradoja: Aira goza de bastante popularidad y a la vez sigue siendo un escritor de nicho, un escritor de escritores.

—Aira es el gran artista de la literatura infantil sin moraleja, mitad punk, mitad naíf —define el escritor argentino Juan José Becerra—. Sus libros nos hacen sentir niños leyendo por primera vez una primera literatura —dice una tarde de otoño, sentado en un bar del Centro Cultural Recoleta que expone la muestra “César Aira: medio siglo de literatura”, organizada por el especialista Diego Cano, administrador de la página de Facebook “Todo Aira”.

El encantamiento, según Becerra, lo acerca a los hermanos Grimm y a Perrault. Y dice que mientras Borges tiene una imaginación letrada y adulta, Aira ejerce su imaginación con una libertad total.

—Sus libros no tienen personajes memorables. El que siente es Aira, y generalmente lo hace con la cabeza. ¿Y? Reprochárselo es como reprocharle a Messi que haga mal los saques laterales.

Cierta vez entrevistó a Aira en la Universidad Nacional de Rosario. Cada respuesta terminaba con un “creo”.

—Me pareció un marciano. Su ritmo lento, su voz apagada, su cansancio estructural. Como diciendo: “Puta madre, tengo que vivir”. Me gustó esa manera ya no de colgarse, sino de vivir colgado, que es lo que deduzco de esa dinámica de autosuficiencia. Digamos que es un tipo que está en su mundo. Totalmente hecho de literatura.

Aira considera a Pablo Katchadjian, nacido en 1977, uno de los mejores escritores del presente. Lo defendió públicamente cuando Kodama, la albacea de Borges, le hizo un juicio por plagio por El Aleph engordado, un texto en el que usaba como base El Aleph, de Borges, al cual le agregó palabras. Katchadjian ganó el juicio y le agradeció la defensa como gesto de amistad.

—Le gustó una novela mía que se presentó en un concurso [del] que fue jurado y empezamos a ser amigos. En la primera charla me preguntó qué autor me gustaba, le respondí Heinrich von Kleist. Y ahí entramos en íntima afinidad —dice Katchadjian por teléfono, mientras camina rumbo al colegio de su hijo en Buenos Aires—. Aira es un faro, en el sentido de que como escritor siempre algo habilita. Es pop, es punk, es absurdo, es disruptivo. Nos enseñó la libertad en hacer lo que se le canta con la literatura. Y cada año escribe mejor, es buenísimo.

Los que conocen a Aira acuerdan en que durante décadas fue un autor subestimado y encasillado como de “culto” o “anormal” en el campo literario argentino, del cual incluso se hablaba despectivamente. Para Pablo Katchadjian, es un fenómeno literario en sí mismo.

—El otro día me dijo: “Me encontré con alguien que hablaba pestes sobre mí, y ahora le encanta lo que hago”. Lo noté contento —dice Katchadjian.

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—La mayoría de sus viejos amigos ya partieron.

En diálogo breve por Instagram, la mujer de Aira, Liliana Ponce, los enumera: Osvaldo Lamborghini, Alberto Laiseca, Luis Chitarroni, Héctor Libertella, Michel Lafon. De Lamborghini, a quien consideraba uno de sus maestros, Aira fue albacea y solía glorificar su boutade de “primero publicar, después escribir”.

—Con César tenemos mundos separados. Cada uno su círculo, sus cafés con sus propias relaciones. Y no intervenimos —cuenta Liliana, cuya movilidad está reducida por la ELA.

Habla de su marido con cautela. Se conocieron en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Se recibieron a comienzos de los setenta, en una época de convulsión política con tomas de facultades, redadas policiales y marchas estudiantiles. Egresaron con título de profesores. Aira nunca ejerció y al poco tiempo empezó a trabajar como traductor, pero Liliana sí. Hoy estudia la literatura japonesa clásica y del budismo. Además, trabajó como docente de colegios secundarios, como traductora y correctora en editoriales.

—La nuestra fue una generación potente. Tuvimos compañeros como Ana María Shua, Gabriela Massuh, Elsa Bornemann. Sumado al poeta Arturo Carrera, que se conocía desde Pringles con César y hacía reuniones en su departamento para charlar sobre arte y literatura o escuchar música. Ahí te encontrabas con pintores como Alfredo Prior y Juan José Cambre.

César Aira siente predilección por el free jazz, es admirador de Cecil Taylor, sobre quien escribió un libro. También le gustan Keith Jarrett, João Gilberto, Morton Feldman, Morrissey y Scarlatti. Suele escuchar música de noche, cuando toma un whisky para cerrar la jornada. En el cine siempre alabó la elegancia de Almodóvar, la vanguardia de Godard y la estética de Raúl Ruiz. Es fan de un dibujo animado llamado Las sombrías aventuras de Billy y Mandy, o de repeticiones de Alf o La niñera.

—Nunca fuimos bichos universitarios. Nuestro proyecto personal era más artístico que académico. Aunque yo siempre fui distinta que César, jamás tuve la ansiedad de publicar —dice Liliana Ponce, que desde hace más de 50 años, según la crítica especializada, publica una de las obras más singulares de la poesía argentina.

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Se casaron en 1979 y tuvieron dos hijos: Tomás y Noemí.

Tomás tiene 44 años y lleva el nombre del padre de César Aira. Prefiere hablar por celular. Al igual que su madre, se muestra cordial pero prudente. Es dibujante de historietas. En sus redes sociales escribió: “Dibujo historias de guerra y ciencia ficción. Quiero dibujar romance, ya saldrá”.

—Mi vieja pintaba antes de casarse. Mi viejo me contó que cuando yo tenía 10 años le compramos un juego de acuarelas. Lo dejó tirado en un armario, hasta que un día lo vi y me puse a pintar.

Fue al colegio Fernando Fader, un secundario artístico. “Me gusta más la literatura chatarra y de ciencia ficción, esos libros que no estaban en casa”, dice, e interrumpe para atender una llamada de su padre. Hay algo urgente que coordinar sobre la salud de su mamá.

La casa familiar es una especie de librería, con cerca de 20 bibliotecas. Pilas y pilas de libros distribuidos en habitaciones muy pequeñas.

—Hace unos años tenía miedo de que se le desfondara el piso, por su gigantesca cantidad de libros. Nos dio autorización para agarrarlos y hacer lo que quisiéramos. Pero cada tanto pregunta, algo molesto: “Che, ¿alguien vio este o agarró aquel?”. De mi viejo leí un montón de novelas. Es raro leerlo, pero me divierte.

Antes de que Aira sufriera la fractura de una pierna, lo que requirió que la estabilizaran con clavos de titanio, iba al gimnasio o a andar en bicicleta.

—Fue un padre cariñoso, atento. Íbamos al Parque Rivadavia y me compraba Astérix, las historietas de Disney, de Superman, Batman. Tiene una memoria impresionante. Es capaz de acordarse del actor de una película que vio en su pueblo cuando tenía 13 años. Y después te cuenta la historia completa.

En los veranos iban a Coronel Pringles. Tomás Aira pasaba meses enteros con su primo Ramón: “Me quedaba más tiempo como una forma de liberar a mis viejos”.

—Mi viejo solo cocinaba cuando hacía falta. Cero fútbol. En casa no se reunía con amigos, siempre fue de ir a bares. De hacer su caminata diaria y después ir a los barcitos a escribir. Siempre fue hogareño, de estar tranquilo y trabajar desde casa. Se armó una especie de estudio en un cuarto pequeño, con la máquina de escribir y luego la compu. Y un teléfono que odiaba tanto atender que compró un contestador automático.

La última vez que viajaron juntos a Coronel Pringles fue cuando falleció su abuela Isabel, la madre de César Aira, hace 10 años. Isabel González Aira era profesora de música, fanática de la obra de su hijo, y escribía en la revista La Pringlense. Como parte del mito, se ha dicho que La Pringlense había sido una creación más de César Aira, y hasta incluso los más osados especularon con la idea de que su madre sería la verdadera autora de todo lo que firmó su hijo.

—Mi viejo estaba triste, pocas veces lo había visto así porque las emociones se las reservaba. Mi abuela era muy pegada a él y lo llamaba seguido. Recuerdo que él se había ido a Alemania, a una residencia, durante un mes. Mi abuela me llamaba y cada tanto me decía: “Pero ¿en qué Alemania está?”. Y le tenía que explicar que no existía más lo de Occidente y Oriente. Mi viejo es bastante charleta. Es irónico, despierto, asocia cosas. Un juego donde pasábamos horas era el ajedrez. Le gustan los chicos pequeños. Recuerdo que una vez un hijo de una familia conocida estaba en un rincón, sin jugar con nadie, y de pronto César se le acercó y jugaron a los autitos. Se reía como un loco y los adultos lo miraban asombrados.

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Arturo, de nueve años, es el único nieto de César Aira, hijo de Noemí.

—Mi hijo lo adora —dice Noemí, que atiende el teléfono con predisposición y luego completa la charla con audios de WhatsApp—. Juegan al ajedrez con un tablero que trae César. Y comparten lecturas. Hace poco le regaló Las aventuras de Tintín. Pero es bastante despistado, no podés pedirle que le haga una leche chocolatada. Conecta más con los juegos y desde lo mental. De chicos, nos leía de noche, Robin Hood, La historia sin fin. Papá siempre con un libro en la mano. Pero nunca diciendo: “Tenés que leer tal libro” o que uno por leer iba a ser mejor persona ni que los libros los escribe gente buena o mala.

Noemí tiene 42 años y vive en Avellaneda, una zona que está al sur de la ciudad de Buenos Aires. Sus padres buscaban un nombre sin “A” para que no se adosara al apellido. Le preguntaron a Tomás, su hermano, si sugería uno y dijo “Mimí”, como le decían a una amiga de ellos, la poeta Noemí Ulla.

Noemí Aira estudió la licenciatura en Artes en la Universidad de Buenos Aires, con especialidad en Artes Plásticas, y trabaja en la Fundación Proa, centro privado de arte orientado a la difusión de los grandes movimientos artísticos del siglo XX. Allí se dedica a atender al público. Es curadora, algo que, dice, descubrió en las revistas de arte que compraban sus padres. “La novela que más me gusta de [mi] viejo es Artforum [2014]. Ahí se cuenta la relación obsesiva de un coleccionista con la revista Artforum. Y ese justamente era mi viejo, que era un lector fan de esa publicación. Recuerdo como un evento muy lindo que llegaran a casa esas páginas internacionales, un objeto preciado”.

Su padre jamás se llevó bien con horarios de oficina: necesitaba autoimponerse rutinas fijas. Escribía de día, nunca trasnochaba.

—Hice una maestría y todos se me acercaban por él. Eso me metía bastante presión, como que había respeto por el apellido y debía ser una muy buena alumna. Que gane el Premio Nobel sería hermoso. Pero dice que nunca lo va a ganar porque el Nobel tiene un costado social, un compromiso político y de buenas causas. Y su literatura es surrealista y de realismo delirante, como la define él.

“Mi hija escribía poemas. Cierta vez dijo: ‘Voy a escribir un solo poema por día porque estoy ‘eteriorada’”, contó Aira durante una de sus últimas conferencias en Europa. Despojado y ahorrativo, ni siquiera en los instantes más celebratorios César Aira invitó a mucha gente. “Una cenita entre nosotros y listo”, se ríe su hija. No hubo grandes viajes ni regalos. El lujo era una lapicera de marca o un buen perfume.

En 2001, la familia sufrió la crisis económica del país. Nunca ajeno a su época, Aira publicó entonces La villa, una novela en la que cuenta cómo un joven que no hace otra cosa que ir al gimnasio y es hijo de una familia acomodada, de pronto empieza a ayudar a los cartoneros y vagabundos que colman la ciudad y se interna en los pasadizos de una superpoblada villa miseria.

Poco después, Aira empezó a publicar en Eloísa Cartonera, una editorial que usa tapas de cartón compradas a las cooperativas de trabajo de cartoneros de Buenos Aires. Les dio sus manuscritos sin pedirles nada a cambio.

—Vivimos con lo justo, pero todo era bastante calmo, se respiraba libertad —rememora Noemí—. Ni nosotros como hijos éramos muy locos ni ellos eran controladores.

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Pocas veces César Aira habla mirando a los ojos. Sigue dialogando en el bar Pizza-Pizza con un humor algo infantil y filoso —se indigna con el marketing literario y la promoción que se hace de escritores jóvenes diciendo que escriben “novelas extrañas y misteriosas”, lo ve como algo pomposo y esnob—, una permanencia entre serena y apesadumbrada, y un devenir de digresiones en las que prolonga largos mutismos, como si buscara algo olvidado en la memoria.

—Tanta curiosidad me da lo que dicen sobre esos escritores, se habla hace años también de la literatura del yo y esas modas, que van a lograr que algún día me compre algún libro y los conozca. Es el éxito de este nuevo mundo. En la era de la autoficción, no hay escritor más autobiográfico que yo, pero está todo en clave. Siempre escribí mis novelas casi como diarios íntimos. Lo que pasa es que nunca me preocupé por el marketing —vuelve a reír, suave y discreto.

—¿Cómo fue eso?

—Un error colosal mío, pero imaginate que publicando más de un libro por año como hice me la tendría que haber pasado dando entrevistas sin escribir nada. Muchos escritores aprenden trucos en los talleres literarios para hacerse conocer mejor, nunca tuve esa habilidad —dice Aira, que nunca tomó ni dio ninguno.

Los departamentos de prensa de las editoriales grandes rogaban que diera entrevistas. “Odiaba hacerlas. Localmente no hacía falta apoyar su obra para que se vendiera. En el exterior era diferente, porque lo necesitaba y las editoriales se lo exigían”, cuenta Florencia Ure, que fue jefa de prensa de Penguin Random House.

En Cumpleaños, novela publicada en 2001, escribió: “Hace poco cumplí 50 años, y había acumulado grandes expectativas con la fecha, no tanto por el balance de lo vivido que podría hacer entonces como por la renovación, el recomienzo, el cambio de hábitos. De hecho, no pensé ni por un instante en hacer un balance o evaluar el medio siglo pasado. Tenía la vista fija en el futuro […]. Y sin embargo, no pasó nada. El día de mi cumpleaños llegó y pasó: trabajos pendientes, ocupaciones banales, la fuerza de la rutina, que a esta edad se hace tan dominante, compitieron para que pasara sin pena ni gloria. La culpa fue mía, por supuesto, porque si quería que hubiera un cambio debía haberlo efectuado yo mismo, y en realidad me confié a la magia del acontecimiento, me dejé estar, seguí siendo el mismo de siempre. ¿Qué otra cosa podía esperar, en términos prácticos, si no había tenido ninguna intención de divorciarme, ni de mudarme, ni de cambiar de trabajo, ni de nada especial? En fin, lo tomé con filosofía y seguí viviendo, lo que no es poco”.

—Hablando de escritores, ¿qué leíste últimamente?

—Un amigo me regaló la obra completa de Balzac. Empecé a releer La comedia humana, pero paré un poco porque es demasiado pesimista, sombrío. Cuando me reponga vuelvo a atacar las más largas, como Esplendores y miserias de las cortesanas. La relectura es algo apasionante, siempre.

Vive entre los barrios de Caballito y Flores. Alquila un departamento en Caballito, con ascensor para su mujer, que se mueve en silla de ruedas, y conserva su departamento de más de 50 años, ubicado en un segundo piso por escalera, bautizado “el estudio de Bonorino”, en Flores, un barrio que fue cuna de su admirado Roberto Arlt y uno de los escenarios más recurrentes de su obra, junto a Coronel Pringles. En la charla comenta, al pasar, que las viejas casonas aristocráticas de Flores se convirtieron en edificios amplios y modernos, con el exarquero de fútbol José Luis Chilavert como dueño del negocio. “Me taparon el sol, pero gracias a sus contactos políticos nunca se me corta la luz, ¡un milagro en Buenos Aires!”, dice, como si hablara con alguien que no conoce su ciudad. Ha sido agasajado como vecino ilustre en el Museo Barrio de Flores, que suele empapelar las calles con sus textos. “Me da un poquito de vergüenza ir a ese museo. Mi viejo me contó el otro día, con sarcasmo, que su parte es más grande que la del papa Francisco”, se inquieta Tomás, su hijo.

No suele asistir a los homenajes que recibe en Argentina y nunca respondió a los legisladores de la ciudad de Buenos Aires que lo propusieron como Personalidad Destacada de la Cultura. No tiene auto, camina un rato todos los días. Sus famosas “caminatitas” por Coronel Pringles, cuando iba a visitar a su madre una o dos veces al año, las recuerdan los pueblerinos con un par de imágenes: Aira solo, sentado por horas en un banco de plaza o recorriendo las calles donde jugaba de niño. Cuando iba a ese pueblo, se quedaba más tiempo con sus sobrinos pequeños que entre adultos. Muchas novelas suyas tienen escenas de infancia, como En El Pensamiento (2024), la evocación de la niñez en un mundo rural; Cómo me hice monja (1993), que narra la vida interior de un introvertido niño de seis años llamado César Aira que se ve a sí mismo como una niña, o Yo era una niña de siete años (2005), las aventuras de una niña-princesa, hija de un rey que ha vendido su alma a potencias sobrenaturales.

Dice que un equipo de filmación del Premio Finestres lo grabó en su casa, y que con ese “discursito” consiguió no recibirlo en España. No es que no disfrute viajar —ha dicho que Niterói, en Río de Janeiro, era “su lugar en el mundo”, y se puso contento recientemente porque en Brasil, mercado esquivo para sus ediciones, publicaron más de 15 libros suyos—, sino que está agotado de las presentaciones. El jurado del Finestres, integrado por Mathias Enard, Mariana Enriquez y Carlos Zanón, rescató: “El lúdico placer de fabular del autor, la profunda ligereza y la aparente sencillez de una prosa y una estructura de una novela que viene a sumarse a un proyecto literario monumental”.

—Me enteré [de] que la estatuilla es un perro, con la aberración que les tengo. Ya tengo una colección de objetos abominables, me ocupan muchísimo espacio y no sirven para nada.

—El año pasado se dice que estuviste muy cerca de ganar el Nobel, ¿cómo lo viviste?

—Eso fue por la nota de la televisión sueca, pero generó falsas expectativas. Soy el eterno candidato. Estoy agradecido, pero ya no quiero más premios. Se los tienen que dar a los jóvenes, yo estoy viejo.

—En la entrevista aparecías con el pelo y la barba larguísimos, como un vagabundo…

—Me los había dejado en señal de rebeldía, pero mi familia hizo la guerra y me tuve que cortar. Bueh, no soy tan rebelde como parece.

De pronto, se acuerda de algo que quería comentar sobre el diseño de sus libros:

—Hubo una de relatos reunidos que eran zapatos tirados en el piso, ¡horrible! Eran ocurrencias de Claudio López Lamadrid, se aprovechaba [de] que era un gran amigo y lo dejaba que hiciera lo que quisiera. Recuerdo Los fantasmas, que trata sobre un edificio en construcción, a pleno sol, y la tapa fue una habitación a oscuras, con una señora sin rostro. ¡Nada que ver! Le expliqué a la editorial de qué se trataba la novela, porque nadie lee nada, y entonces la modificaron.

Rescata algunos dibujos de las tapas, sobre todo de las editoriales pequeñas. Y en la conversación, con los desvíos que acostumbra en sus ficciones, se cuela su hijo Tomás:

—Una vez estaba en Colombia como invitado de honor y en un puesto de cómics un vendedor se acerca y me dice: “Perdón, ¿usted es el padre de Tomás Aira?”. Me recuerda a Johann Sebastian Bach, que no fue muy valorado en vida, sino luego, por Schumann y Mendelssohn. Bach decía: “De joven, fui el hijo de Bach, y luego fui el padre de Bach”, en relación con su padre, gran músico, y a su hijo, Carl Philipp, compositor que fue más conocido que él. Esta cosa del padre y el hijo al revés, ¿no?

—Dijiste, más de una vez, que Manuel Puig te parecía uno de los mejores escritores argentinos. ¿Por qué?

—Puig se sentaba a escribir y se le ocurría sacar la punta al lápiz, y así se pasaba dos horas, y después regaba las plantas. Yo he dado los mismos rodeos, siempre escribí poco y lento, pero con mi paginita diaria sacaba dos o tres libros al año. Lo llegué a conocer y me gusta mucho como escritor, tanto como Borges, como Gombrowicz. Es muy bueno en el teatro, podría haber sido el dramaturgo argentino. Probaba distintos enfoques, cada obra es distinta. Tenés Bajo un manto de estrellas, una comedia a la inglesa en tiempo secular, o Misterio del ramo de rosas, una obra romántica que llegó a ser representada por la estrella de cine Anne Bancroft, o Triste golondrina macho, una obra expresionista a lo Strindberg.

Aira ya no va al teatro, a los museos, ni a los cines, ni a las galerías de arte. Ocupado de las tareas domésticas y del cuidado de su mujer, tiene tres horas libres por día, desde las cinco de la tarde a las ocho de la noche. A veces se pone a ordenar viejos papeles, como los textos ensayísticos que integraron uno de sus últimos libros, Actos de presencia (2025).

—Junté todo lo que había conservado de ponencias y conferencias, y lo ordené por fechas. Es un poco triste comprobar que se ha llegado a la edad de las recopilaciones y los refritos. Pero al pasar los 70 años, es lógico que las facultades mentales disminuyan.

Asegura que todo lo que escribió sobre literatura fue para justificar una invitación o un viaje.

—Me río cuando me definen como un escritor metaliterario o esas pavadas.

Entre lo que llama sus “novelitas” se reencontró con una de su juventud que escribió en francés, cuando vivió un tiempo en París. Y tiene otra guardada que le prometió a su amigo editor Damián Ríos.

Semanas después, en ese mismo bar, Damián Ríos rememora el momento en que lo conoció: leyendo su libro La prueba, en los noventa. “Me rompió la cabeza con esas dos muchachas punks como heroínas”, admite, y luego dice que fue como alumno a sus charlas sobre Alejandra Pizarnik en el Centro Cultural Rojas de la Universidad de Buenos Aires.

—Su condición de crítico agudo va de la mano con su ingenio como escritor. Deja que todo lo influya, es un lector contaminado. Y conserva un gran conocimiento literario que sintoniza con la frescura de su época. Aira es esencialmente contemporáneo —precisa Ríos, que cuando trabajaba en la editorial Interzona se sorprendió al recibir una propuesta de Aira para que publicara Yo era una chica moderna (2004]) Años después, junto a Mariano Blatt, fundaron la editorial Blatt & Ríos y editaron Yo era una mujer casada (2010). Y así, varias más hasta el presente.

—Las novelas más largas se las da a editoriales más grandes, y el resto va a nosotros, las más chicas. Piensa en nosotros, las selecciona.

Aira trabajó como traductor más de 30 años, con un manejo de, al menos, cuatro lenguas extranjeras. Su especialidad fueron los best sellers estadounidenses: eran los que mejor le pagaban. “Nunca me lo tomé en serio, fue puramente alimentario”, dijo Aira, aunque reconoció que traducir le dio un notable entrenamiento para su prosa.

Lo que sorprendió a Ríos, además de su amabilidad y caballerosidad —suele pagar cada vez que se encuentran en Pizza-Pizza—, y de disfrutar de su inteligencia “acogedora”, fue la velocidad de su prosa combinada con una gran capacidad de reflexión.

—Y esa mezcla única de realismo con fantasía, como ese personaje del indio filosofando como un lacaniano en Ema, la cautiva.

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No busca más pleitos y se siente arrepentido por haber cosechado enemigos con sus dardos venenosos. Habla de un encuentro reciente con la escritora argentina Liliana Heker, de 82 años. Se cruzaron casualmente en una calle de Buenos Aires.

—Con Liliana me porté como un maleducado, fue sin querer —rememora en el bar Pizza-Pizza, mientras se seca la humedad de la frente—. La felicité porque había ganado el Premio Nacional hace unos años. “Basta sobrevivir lo suficiente y ya te lo ganás”, me dijo. Y le respondí, muy suelto de cuerpo: “Claro, tenés razón”, en vez de decirle: “No, Liliana, qué decís, te lo tenés muy merecido”. Tres cuadras después reculé y me dije: “Qué hice, fui un tonto”.

Últimamente se la pasa haciendo pilas de libros para que un librero de Flores los recoja de forma gratuita.

—Muchos de esos los había comprado en mesas de saldos, por ejemplo, cuando escribí la locura del Diccionario de autores latinoamericanos [publicado por primera vez en 1998 y reeditado en 2018, una descomunal selección alfabética de autores y obras]. Hice tantas cosas ridículas.

Un joven psiquiatra lo empezó a visitar, se hicieron amigos y una tarde admiró su colección completa de Jacques Lacan. “¿Te gusta? Llevátela, te la regalo”, le dijo de inmediato.

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Los días anteriores a la entrega del Premio Nobel, en octubre de 2024, el timbre de la casa de Raúl Veroni, en Caballito, sonó durante todo el día.

—Los fanáticos de Aira se llevaron mis libros de a cantidades. Claro, esperan que a mí se me agoten para revenderlos por su cuenta. Ese es su negocio, porque hay una especulación con sus libros.

Veroni tiene 59 años y es dueño de la editorial Urania. Conoció a César Aira en una cena con escritores que discutían volcánicamente, en 2009, y de repente el nacido en Pringles levantó un dedo en la mesa y todos hicieron silencio.

—Era un Júpiter que ponía orden. Pero en la mesa amagó con decir algo y nunca dijo nada. Después me dijo: “¡Un ready-made!” —sonríe, sentado en su casa, donde funciona una galería de arte y la editorial pequeña, fundada en 1943 por su padre, que vende ejemplares numerados y firmados a mano por César Aira.

Dice que suele visitarlo con regularidad. Con las editoriales chicas, el candidato al Nobel apuesta a los libros-objeto: le gusta que los lectores lo busquen. Aira le dio varios relatos a Raúl Veroni, como Los dos hombres, para que publicara en su sello.

—Imprimí 50 ejemplares y le di la mitad a César. No era un libro barato en el mercado. Los aireanos compraron enseguida, y por ser la primera vez me llevé una gran sorpresa. César es discreto, pero de una erudición extraordinaria. La otra vez le mostré una revista surrealista y me dijo, sobre un personaje: “Ah, ¿sabés que ese era el compañero de banco de Lautréamont?”. Lo miré sin saber qué responderle. Y otro día, sobre un artista alemán, al toque me dijo: “Ah, ese es el que Rilke le hizo el prólogo”. Sabe datos muy curiosos. No es ningún secreto que es muy generoso con las editoriales pequeñas, renunciando a sus regalías. Los aireanos, que no son muchos, quieren tener todo lo que salga de él, como una especie de cofradía. Y César es un ciervo en el bosque.

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Son las cinco de la tarde. César Aira se siente algo fastidiado, con ganas de terminar la conversación. Dice que no tiene mucho que decir a escritores amateurs ni a lectores inéditos. Sin embargo, repite cosas que, en verdad, ya ha dicho en otras entrevistas, sin esconder contradicciones ni ambigüedades. Ha sido capaz de decir que “lo difícil es escribir, no escribir bien”, y a la vez habló de que todo se divide entre “buena” y “mala” literatura. Al tiempo que reivindicó la literatura como el arte supremo en que convergen todos los lenguajes artísticos, dijo, en más de una ocasión, que la literatura no tiene ninguna importancia en la sociedad y que es inoportuna e inútil. Que hay que recuperar la esencia lúdica e infantil del arte. Que sus historias son deshilvanadas e inconexas y que las lecturas que admira no se parecen en nada a lo que escribe. Se reconoce “anfibio” y “esquizofrénico”: vanguardista como escritor y conservador como lector. Sostiene que en un mundo que abunda en sobreexplicaciones, no hay que asustarse ante lo incomprensible: entender puede ser una condena. Y no entender, una puerta que se abre.

—Y, en definitiva, entonces, ¿qué es la literatura?

—Nunca me canso de decir que la literatura es solo placer, una linda evasión. El amor a los libros fue mi don. ¿Cuál es el trabajo de todo escritor? Inventar formas nuevas de felicidad, distintas a las del éxito. Me retracto: escribir no debe ser un trabajo, es una diversión.

Mira su reloj. Se levanta y dice que tiene que trabajar, debe obligaciones impositivas.

—Siempre dije que he sido un padre de familia pequeñoburgués, perfectamente adaptado, y no alguien misterioso y menos un ermitaño. Acá estoy, solo que ahora más viejito —se despide con ligereza y su infaltable sonrisa tímida.

Ya de pie comenta, indignado, que para cobrar el último premio le exigieron requisitos imposibles.

—Yo pago todo, me siguen persiguiendo y el dinero no me llega. Parezco un ciudadano modelo. Me atraso un día y me quieren cobrar un interés. En este país de Milei, qué chiste.

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