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Es el medicamento más vendido del mundo, y se receta para evitar catástrofes cerebrovasculares. Pero las certezas en torno a él se han fisurado. He aquí el camino de una mujer sana pero afligida a la que no le satisfizo el consenso de que las estatinas son la solución indiscutible para reducir el colesterol, porque el colesterol es la fuente de todos los males para el corazón.
Mi médico se calzó los anteojos, se los quitó, los limpió, se los volvió a calzar, empezó a cargar en su computadora los números impresos en el análisis de sangre que le había entregado después de una breve conversación con intercambios de cortesía. Se te ve muy bien, me había dicho al entrar al consultorio; un día gélido de junio de 2024. Pero mientras cargaba los datos hubo un gesto, un movimiento tenso en el ceño mientras leía. Y yo, que hasta ese momento no había prestado demasiada atención a qué significaban cada una de esas siglas que me describían por dentro, contuve la respiración. Creí que en esos segundos que siguieron a su gesto tenso estaba buscando las palabras para darme una mala noticia. Pero dijo:
—¡La puta! ¡Esta máquina de mierda! Se me borró todo —y yo volví a respirar con más tranquilidad, no sin pensar en ese tinte perverso que tiendo a percibir en situaciones así, cuando el miedo del paciente aflora y el médico deviene un poco Dios.
No usa bata blanca, debe estar cerca de los 70 años, se lo ve conforme con su estado físico y alardea bastante con eso después de haber superado un cáncer de próstata. Es jefe de la sección de clínica general de uno de los sanatorios más notorios de Barrio Norte, Buenos Aires. El dato no es menor; siempre que pienso en cambiarlo por otro, me imagino en una emergencia, una internación imprevista, una cirugía urgente, estar recluida en ese lugar. Y entonces sospecho la importancia de ser paciente del jefe: paciente particular, atendida en su consultorio particular, pagando unos 80 dólares porque desde hace tiempo solo atiende consultas particulares. Cuando imagino cosas así pienso que la prepaga cubriría la internación, la cirugía, todos esos gastos millonarios, y mi médico, tal vez con cierta dedicación especial porque soy su paciente particular, estaría allí, cerca, para cuidar que los médicos y enfermeros bajo sus órdenes hagan lo que tienen que hacer y no se olviden de aquello que no deben olvidar.
Al terminar de cargar los indicadores en la computadora dijo:
—El colesterol está alto. Voy a recetarte estatinas.
Hasta hace poco, mis marcadores de salud eran impecables: peso, presión arterial, colesterol, triglicéridos, glucemia, vitamina D, etcétera. Todos los temas que ocupan a la mayoría de la población en su adultez estaban en mi cuerpo y sangre en su punto óptimo. Siempre había sido así; hacía todo lo indicado para que fuese así. Comida sana, ejercicio diario y excesos mínimos y esporádicos. Mi médico me felicitaba después de cada chequeo anual y me enviaba a mi casa con la recomendación de que siguiese practicando mis hábitos de vida saludables.
Toda esa bonanza estaba dando un giro imprevisto. Sin que yo hubiese hecho nada fuera de lo habitual. Simplemente ocurría; un giro hacia la zona del mal solo explicable por el paso del tiempo. Mi colesterol había trepado hasta un nivel peligroso que requiere medicación de acuerdo a los protocolos que rigen la práctica médica desde hace más de tres décadas, y que sostienen que el colesterol alto es la principal causa de enfermedades cardio y cerebrovasculares, y que las estatinas son el medicamento que soluciona el problema. Una aseveración que, supe un tiempo después de la consulta y de investigar el tema, está en plena discusión con posiciones antagónicas sobre las causas (el colesterol alto), el remedio (las estatinas), y los posibles efectos secundarios del que se dice es el fármaco más vendido en el mundo.
—Una píldora por noche —indicó mientras repetía el nombre que iba a convertirse en mi nueva obsesión.
Una de las varias marcas que desde que se descubrió la medicación en 1987 sirven para bloquear la producción de colesterol en el cuerpo, consiguiendo que se reduzca su presencia en la sangre.
Al despedirnos, no me dijo cuándo tenía que volver a verlo. Repitió: veamos cómo te va con esto. Solo mencionó que un porcentaje bajísimo de pacientes pueden llegar a sentir dolores musculares, calambres y algo de fatiga que van cesando a medida que el cuerpo se acostumbra; dijo también que no hiciera caso de la mala fama de las estatinas. Una recomendación incompleta e insuficiente que en ese momento no entendí. Pero ni siquiera atiné a preguntar a qué se refería, tal vez porque ya estábamos en la puerta saludándonos hasta la próxima vez.
Salí de la consulta, fui a la farmacia y compré la caja de estatinas sin ninguna convicción. Me resistía a empezar ese camino empedrado de píldoras de por vida. Hasta ese momento los cambios, después de los 50 años, se habían ensañado con la parte exterior; un proceso asimilado no sin angustias de distinta intensidad. Sobre las transformaciones internas, sobre el estado de la sangre y las arterias por las que circula, no había tenido ninguna señal, ningún síntoma de anomalía. La noticia me cayó mal, muy mal, un límite a mi ego, una embestida contra la ridícula certeza de que con privación y voluntad todo, incluso los cambios por el paso del tiempo, podía mantenerse bajo mi control.
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El colesterol es una sustancia cerosa, parecida a la grasa, que es producida por el hígado y viaja a través de la sangre en partículas llamadas lipoproteínas: algunas son de alta densidad, algo así como un vehículo de gran tamaño, ágil y necesario, y que, por sus siglas en inglés, se conoce como HDL (Higth Density Lipoprotein): es el colesterol que se considera “bueno” porque transporta la parte que el cuerpo no necesita, lo que sobra y hay que desechar; por eso, cuanto más alto, mejor.
Pero existen otras lipoproteínas que son de baja densidad, algo así como un transporte pequeño y pegajoso que se conoce como LDL (Low Density Lipoprotein): es el colesterol “malo”, capaz de adherirse con facilidad a las paredes de las arterias y formar placas que al obstaculizar la circulación normal de la sangre pueden provocar un infarto o un accidente cerebrovascular, ACV. También puede ocurrir que esas placas se desprendan parcialmente formando un coágulo que se mueve por el torrente sanguíneo hacia arterias más delgadas, obstruyéndolas con el mismo potencial de daño. Por eso, cuanto más bajo el nivel de colesterol “malo”, mejor.
Como ocurre con casi todo nuevo descubrimiento, desde el comienzo, a fines de los ochenta, hubo discusiones sobre la relación costo-beneficio del uso de estatinas, especialmente en su prescripción como fármaco preventivo para pacientes que nunca sufrieron un infarto o ACV (la denominada prevención primaria). En pacientes con antecedentes de ataques previos (prevención secundaria), la aceptación tuvo un consenso mayor. La controversia se agudizó a comienzos de este siglo cuando emergieron sospechas sobre posibles manipulaciones de la industria farmacéutica para potenciar la prescripción de estatinas a pacientes que no está claro que las necesiten. Un artículo de agosto de 2024, llamado “La estatinástrofe”, firmado por Ernesto Prieto Gratacós, responsable del Laboratorio de Ingeniería Biológica y del blog Science to the People!, dice: “En el año 2000 y nuevamente en 2004, sin ninguna evidencia científica nueva para respaldarlo, se modificó la definición médica de "colesterol alto" de 240 mg/dL a menos de 200 mg/dL, con lo que instantáneamente millones de personas pasaron a ser catalogados como pacientes de riesgo por exceso de colesterol (hiper-colesterolemia). De inmediato, todos esos millones de afiliados a la medicina pre-paga pasaron a tener derecho a las estatinas, al tiempo que los médicos se ven presionados a prescribirlas en conformidad con los protocolos de mejores prácticas... Como hemos dicho, esta decisión no se basó en ningún hallazgo clínico ni experimental…Más tarde se descubrió que 8 de los 9 especialistas que originalmente recomendaron la reducción del umbral de colesterol tenían vínculos financieros directos con los fabricantes de estatinas.”
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Unos años antes, en un artículo publicado el 17 de octubre de 2019 en eldiario.es, firmado por Darío Pescador, con el título “Las estatinas y las dudas sobre su eficacia” y la bajada: “Es el medicamento más vendido en el mundo pero su efectividad está en entredicho”, se presentaba una síntesis muy clara que recorría una docena de investigaciones científicas que revelaban que las estatinas funcionan en determinados casos y reducen el número de infartos especialmente en las personas con LDL elevado hereditariamente, y que también son efectivas para reducir la mortalidad en pacientes que presentan el llamado “trío de la muerte”: LDL alto, HDL bajo y triglicéridos altos. El problema es que hay contraejemplos y cada vez más evidencia de que no funcionan siempre ni por los motivos que se piensa.
La defensa de las estatinas, dice el artículo, responde a una teoría aceptada como dogma por la mayoría de las instituciones sanitarias: el nivel elevado de colesterol LDL es el causante de las lesiones y las obstrucciones en las arterias; si se come mucha grasa, el LDL será alto y habrá más probabilidades de sufrir un infarto. Sin embargo, cada vez más estudios indican que el HDL bajo y los triglicéridos altos son el verdadero riesgo, y que los valores de LDL solo son sintomáticos. Por ejemplo, hay personas que solo tienen el LDL alto, pero los demás factores en rangos saludables: HDL elevado y triglicéridos bajos: estas personas sufrieron más mortalidad tomando estatinas.
Un metaestudio de la Universidad de Cambridge, con más de 65 000 casos analizados, reveló que las estatinas no reducían la mortalidad de los pacientes con riesgo de enfermedad cardiovascular, y que tampoco tenían efectos beneficiosos en las personas mayores de 70 años ni en las que ya habían sufrido algún ataque. Y con efectos secundarios: un aumento de la resistencia a la insulina, el doble de probabilidad de padecer diabetes y posible pérdida de memoria, aunque este último punto aún no se pueda confirmar con los estudios existentes.
La conclusión de la nota es que “la controversia sobre el medicamento más vendido de la historia seguramente seguirá durante varios años ya que los científicos están amargamente divididos a favor y en contra. Un metaestudio de la prestigiosa Cochrane Library encontró que las estatinas tenían efectos favorables en el riesgo y la incidencia de enfermedades cardiovasculares en la mayoría de los casos, con pocos efectos secundarios. Sin embargo, la misma revisión alerta que “de los 18 estudios comparados todos, menos uno, habían sido financiados por compañías farmacéuticas, y también del riesgo de sesgo en los resultados, especialmente de los efectos secundarios.”
Entendí, después de leer este y otros artículos de buena fuente, a qué se refería mi médico cuando mencionó la mala fama de las estatinas. Recordé sus palabras: no hagas caso, y veamos cómo te va.
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Joan Ramón Laporte es el autor de Una sociedad intoxicada, publicado en España en 2024, y fundador del Instituto Farmacológico de Catalunya. En entrevistas con el diario La Vanguardia y con Infobae, y en relación con los indicadores de salud que se vuelven cada día más estrictos, dijo: “Un caso palmario es el del colesterol. Cada vez es más bajo el umbral que se considera que debe medicarse. Las estatinas se recetan aquí como si fueran caramelos, pero sus efectos secundarios no son desdeñables: desde dolores musculares hasta diabetes… Y ahora mismo un millón de catalanes las están tomando: ¿las necesitan?”.
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John Scharffenberg, médico y nutricionista formado en Harvard, de 102 años, dice en una nota de La Vanguardia publicada el 28 de abril de 2015: “Bajar el colesterol no evita enfermedades cardíacas. Los estudios muestran que los hombres mayores de 75 años viven más tiempo con niveles de colesterol más altos”. El médico asegura que evitando siete factores de riesgo del estilo de vida podemos reducir el riesgo de accidente cardiovascular en un 80% y el de diabetes en un 88%. Esos factores son el tabaco, el alcohol, la inactividad física, el sobrepeso, el consumo excesivo de carne y azúcar, la hipertensión y el colesterol elevado. Aunque, dice, los más relevantes son los cinco primeros, porque son los que influyen en la presión arterial y el colesterol. En la nota, el médico se manifiesta especialmente crítico con la actual industria médica; asegura que hay una cultura muy extendida de recetar pastillas en exceso, cuando no debería ser así. “Podríamos evitar muchas muertes simplemente cambiando el estilo de vida, pero los médicos no lo aceptan, han estado durante años recetando montones de estatinas para bajar el colesterol pensando que si lograban reducirlo no habría más enfermedades cardiovasculares, y se ha demostrado que eso es un error”. El colesterol como indicador aislado no es un buen predictor de riesgo de enfermedad cardíaca en personas mayores, y “denuncia que el sistema médico actual, enfocado en consultas rápidas y tratamientos farmacológicos, dificulta un enfoque real en la prevención de enfermedades.”
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Unos días después de la consulta le envié a mi médico varios artículos críticos que ponían en duda que el colesterol sea la causa principal de los infartos y ACV, y que las estatinas fueran un buen método preventivo para evitarlos. Le decía en ese mensaje que esperaba que no lo tomara a mal, pero que estaba preocupada porque los efectos secundarios parecían ser mucho más graves que los que él me había mencionado: una bajísima probabilidad de sufrir dolores musculares. Esas otras consecuencias de las que él no había hablado tenían que ver con la importancia del colesterol para el buen funcionamiento del cuerpo y las implicancias negativas de inhibir su producción: menos energía disponible para formar las membranas que protegen a las células, la producción de hormonas, los procesos metabólicos, el buen funcionamiento del cerebro, el corazón, el hígado y los riñones que son los órganos que más energía demandan. Le decía que había leído que las estatinas suprimen el síntoma enmascarando las causas reales del problema. Le decía que había leído que había que cambiar la conversación sobre el colesterol, que había que entender que no es un enemigo, que no es una toxina, que es algo esencial que el cuerpo necesita. Me respondió enseguida, con esmerada amabilidad. Dijo que me comprendía, pero que él no podía darme la respuesta, que la biblioteca médica estaba partida en dos, que lo pensara, que analizara la relación costo-beneficio: que la decisión era mía. No insistí. Cómo explicarle que no se trataba de lo que yo quería sino de lo que debía hacer para seguir sana, para aventar el fantasma de la herencia materna: un infarto a los 70 años, fulminante y sin señales previas. El intercambio de mensajes concluyó con mi claudicación: le dije que tomaría las estatinas porque, sencillamente, tenía miedo de no hacerlo.
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“¿Por qué deberíamos medir la lipoproteína (a) al menos una vez en la vida?”, un artículo publicado en el sitio web Cardioalianza, el 23 septiembre de 2024, informa sobre un estudio presentado en el Congreso de la Sociedad Europea de Cardiología que reveló la importancia de conocer los niveles de lipoproteína(a) (Lp(a)), una molécula producida en el hígado que puede aumentar de manera significativa el riesgo de enfermedades del corazón, incluso si el colesterol LDL está en niveles normales. La Lp(a) no se modifica con la alimentación o el ejercicio, ya que está determinada principalmente por la carga hereditaria, por eso su nivel se mantiene a lo largo de la vida. La nota dice que si bien la Lp(a) no se mide comúnmente en los análisis de sangre de rutina, muchos expertos recomiendan ahora que todas las personas, especialmente aquellas con antecedentes familiares de enfermedades del corazón, se hagan este análisis al menos una vez. “Hablar con tu médico sobre la posibilidad de hacer un análisis de Lp(a) es un buen paso para comprender mejor tu riesgo cardiovascular. Al igual que con el colesterol y la presión arterial, estar informado sobre tus niveles de Lp(a) te permite tomar decisiones más acertadas sobre tu salud. No dejes pasar esta oportunidad de cuidar tu corazón, especialmente si tienes factores de riesgo o antecedentes familiares de enfermedades cardiovasculares”.
Revisé mis últimos análisis. El colesterol total: 248. No figuraba la discriminación entre colesterol bueno y el malo. No figuraba la lipoproteína (a). Los triglicéridos, sí: y tenían un valor fantástico, completamente normal. A medida que iba informándome más me preguntaba si mi médico realmente conocía mi estado de salud y el potencial de mi riesgo, o si tan solo me recetó estatinas como un acto reflejo, como un cordero manso que sigue a la manada.
José Viña es catedrático de Fisiología en la Universidad de Valencia, director de la Cátedra de Gerociencia en la Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM), autor de más de 350 estudios científicos y del libro La ciencia de la longevidad. En una entrevista de elespañol.com, publicada el 10 de mayo de 2025, con el título “El colesterol que más nos debe preocupar no es el de las grasas sino el heredado de los padres”, dice que la hipercolesterolemia viene en gran parte de causas familiares endógenas, producidas por cada persona. La dieta y el ejercicio pueden aportar hasta un 30% del colesterol, y esto es mucho. Pero las grasas han sido malignizadas, estigmatizadas, y no lo merecen. Se ha visto que se puede consumir grasa, mientras que no hace falta tanto carbohidrato como se decía hace 20 años… “Hemos de estar más preocupados por el colesterol heredado”, sentencia Viña.
“La lipoproteína(a), el nuevo villano silencioso”, es el nombre de un artículo publicado en la web del periódico La nueva España, publicado el 20 de mayo de 2025. Allí explica que este indicador es “un viejo conocido con nueva popularidad”. La Lp(a) es una molécula de LDL (el conocido “colesterol malo”— a la que se une una proteína adicional llamada apolipoproteína(a). Esta unión le confiere propiedades especialmente nocivas: por un lado, es aterogénica, ya que favorece la formación de placas de ateroma; por otro, es trombogénica, al facilitar la formación de coágulos en el torrente sanguíneo. A diferencia de otros lípidos, los niveles de Lp(a) están determinados casi exclusivamente por la genética. Apenas se ven influenciados por la dieta, el ejercicio físico o el estilo de vida a lo largo de la vida de una persona. Actualmente, tampoco existen fármacos específicos contra la Lp(a), motivo por el cual tanto la Sociedad Europea de Cardiología como la American Heart Association recomiendan su determinación al menos una vez en la vida, especialmente en personas con antecedentes familiares.
Anoté entonces en mi agenda: pedir un análisis de lipoproteína (a), Lp(a), para saber finalmente y de una vez por todas cuánto de eso que tanto temo heredé de mi madre.
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“No busques más síntomas en internet. Hay aproximadamente 70 mil búsquedas sobre salud por minuto.” El mail inesperado llega desde una de las más importantes empresas de medicina prepaga. “Gran parte de la información que aparece no está chequeada por especialistas y, si lo está, suele ser difícil de interpretar para una persona que no estudió medicina. Sin embargo, ante cualquier duda médica, seguimos buscando respuestas en internet. Queremos cuidar a nuestros socios y por eso desarrollamos Chateá, un nuevo servicio de chat para hablar y consultarle a un médico de verdad”.
Pensé enseguida en las búsquedas que había realizado sobre colesterol y estatinas después de la consulta con mi médico; si algún algoritmo habría detectado mi insistencia en averiguar; si habría alguna conexión entre el historial de mis últimas intervenciones en internet y ese mensaje que era una especie de advertencia.
Apenas dos semanas después, desde el mismo remitente, la insistencia en el tema: “En un mundo lleno de ‘trucos caseros’, ‘consejos de conocidos’ y ‘datos sin chequear en Internet’, es fácil perderse entre tanta información. Pero cuando se trata de tu bienestar, no hay lugar para las dudas. Podés buscar en Google. Podés preguntarle a una IA. Incluso podés consultar a tus amigos. Pero solo un profesional de la salud puede darte una respuesta clara y segura. En la Semana de la Salud, y siempre que lo necesites, consultá con médicos de verdad”.
La pregunta sería qué es un médico de verdad. La pregunta también podría ser qué es lo que está detectando la empresa de salud, qué competencia tal vez inesperada los está preocupando. La pregunta sería por qué las personas buscan, buscamos, busco despejar las dudas en internet.
Una respuesta posible sería que la confianza en el sistema de salud y en la industria que lo sostiene se está derrumbando. Y que la figura más inmediata, la más cercana al paciente en ese conglomerado de intereses cruzados, el médico, se está desmoronando a la par. Médicos que atienden (seguro que no todos, pero seguro que muchos) con cierto espíritu desganado, sin tiempo que perder, sin demasiado entusiasmo ante un paciente inquieto e informado con ganas de hacer preguntas, de cuestionar una versión escrita en protocolos no pocas veces desactualizados que no acepta críticas ni fisuras. Por ejemplo, que las estatinas son la solución indiscutible para reducir el colesterol porque el colesterol es la fuente de todos los males para el corazón.
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Las enfermedades cardiovasculares matan a la mitad de la población, dice el doctor La Rosa, mirando a cámara, su rostro en primer plano, un enorme corazón púrpura latiendo como telón de fondo. “¿Cuál es tu riesgo cardiovascular? ¿Qué valores en tu analítica de sangre importan más? Te adelanto que no es el colesterol”.
No dice que no importa. Dice que no es el que más importa. Dice que medir el riesgo cardiovascular enfocando la lupa solo allí es un grave error que, por omisión o pereza, por dogmatismo o intereses sectoriales, se sigue cometiendo con consecuencias graves y visibles: la prescripción de estatinas solo por tener el colesterol total y/o el malo elevados, con millones de nuevos consumidores en el mundo desde que se redujo el umbral de “lo tolerable”, no consiguió en décadas que las enfermedades cardiovasculares dejaran de ser la primera y principal causa de muerte.
En el video publicado en su canal, con más de seis millones de seguidores, explica que tener diabetes o azúcar elevada en sangre es la principal fuente de riesgo de sufrir un infarto. Una afirmación que se basa en un estudio que analizó la evolución de 28 000 casos por más de 21 años, mujeres sanas que al empezar el estudio no tenían enfermedades cardiovasculares. El segundo factor de riesgo resultó ser lo que se conoce como síndrome metabólico y que se diagnostica cuando el paciente presenta tres o más de las siguientes características: una cintura más grande de lo que debería tener por acumulación de grasa por sobrepeso; presión arterial alta; niveles de azúcar en sangre elevados; triglicéridos elevados; bajo nivel de colesterol “bueno”. Más abajo, en la lista de factores de riesgo aparecen la hipertensión, la obesidad, fumar y el componente hereditario.
El doctor La Rosa exhibe estadísticas y hace cuentas que dicen que tener diabetes representa un riesgo 10 veces más alto que tener el colesterol “malo” elevado. Que tener síndrome metabólico o triglicéridos altos implican un riesgo cuatro veces mayor. Cálculos de los que se habla muy poco porque están, dice el médico, íntimamente relacionados con la calidad de la comida, de la enormidad de carbohidratos que se han transformado en la principal fuente de energía que se consume y que la industria alimenticia y farmacéutica parecen no considerar como un factor de riesgo.
Recetar estatinas a un paciente solo por tener el colesterol total y/o el “malo” elevado sería entonces un error que está llevando a la sobremedicación injustificada. Pero más aún, un paciente podría tener un colesterol total bajo, un colesterol “malo” también bajo y de todos modos tener un alto riesgo de sufrir un infarto si, por ejemplo, no regula su azúcar en sangre o su síndrome metabólico. Esa mirada parcial, incompleta e imprecisa que únicamente hace foco en el colesterol alto es la que intenta modificar la medicina integrativa, analizando la condición general de los pacientes.
Para eso los análisis son más detallados y exhaustivos. Porque existen indicadores más precisos que no son habituales de encontrar en un análisis estándar de sangre solicitado por un médico que no está actualizado o que no está dispuesto a alterar el statu-quo hasta que no se pronuncien las asociaciones médicas que emiten los protocolos que rigen la profesión.
“Algunos científicos comparan con los antivacunas a quienes cuestionan los beneficios de las estatinas”, se lee en un artículo del diario El País de España, publicado el 13 de diciembre de 2018, y titulado “¿Deben tomar estatinas las personas sanas?”. Allí se cita al editor de la prestigiosa revista científica The Lancet, Richard Horton, que llegó a decir que el daño causado a la confianza del público por los críticos de las estatinas era similar al que provocó un artículo que en 1998 relacionaba las vacunas con el autismo. “Aprendimos lecciones de aquel episodio —dice Horton— que deben ser ampliamente promulgadas. Son lecciones para todas las revistas y todos los científicos”. La nota concluye que “pese a los esfuerzos de instituciones como The Lancet, es improbable que desaparezca el debate sobre el uso de las estatinas por personas sin problemas cardiovasculares previos”.
Un artículo de La Vanguardia, publicado el 1 de julio de 2015, resume en su título todo el asunto: “´El colesterol alto se asocia a longevidad´ versus ´hay que bajarlo siempre´: la batalla de mensajes enfrentados sobre este índice confunde a los pacientes”.
Como tantos otros que discuten la demonización del colesterol y las bondades de las estatinas, tal vez anticipándose a las críticas de quienes los comparan con los detractores de vacunas y de fomentar la incredulidad en la ciencia, el doctor La Rosa, en sus populares videos, no dice que no importa el colesterol, dice que no es lo único que importa y que las investigaciones más recientes ponen en evidencia que hay mucho más que mirar antes de tomar una decisión de prescripción.
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¿Por qué, entonces, no se solicitan análisis con biomarcadores más exhaustivos para medir de una forma más certera el riesgo de las enfermedades que matan a la mitad de la población? La respuesta la brinda un joven cardiólogo y cirujano español, que forma parte de la academia y de la asociación de cardiología de su país, que es además uno de los responsables de desarrollar en España el Score (Systematic Coronary Risk Evaluation), una especie de calculadora que estima la probabilidad de morir por enfermedad cardiovascular, coronaria y no coronaria, en los próximos 10 años. José Abellán, autor del best seller publicado en 2023, Lo que tu corazón espera de ti, explica con cierto pudor (tal vez porque él pertenece a ese mundo que está criticando) en una larga entrevista que le hace el endocrinólogo Borja Bandera, y que se puede buscar en YouTube con el nombre: “La dura verdad del colesterol”, que los protocolos tardan en modificarse. Y dice mucho más: que medir en laboratorio la lipoproteína (a) para conocer el riesgo heredado, que medir la lipoproteína APO B100 (la parte del colesterol que más peligro aporta y que sería algo así como todo lo que no es colesterol bueno), que medir la insulina en lugar de la glucosa porque es una forma más precisa de conocer cuán cerca se está de tener diabetes, que medir la proteína C Reactiva que marca el nivel de inflamación del organismo (que es también un problema para la salud de las arterias), que medir cualquiera de todas esas cosas es más complejo y más caro que medir simplemente el colesterol total y el “malo”. Es decir, que hay costos, intereses en juego.
El doctor dice que hay que atacar los motivos por los que el colesterol está alto en lugar de tapar el síntoma con medicación. Una infección recurrente puede hacer subir el colesterol, no dormir bien, vivir en permanente estado de estrés, no hacer ejercicio, una dieta no equilibrada, consumir drogas y fumar. La buena noticia que trae a la conversación es que tomar vino tinto de manera habitual reduce el riesgo de sufrir un infarto, pero dice que una porción de torta puede darle al cuerpo todo el colesterol que necesita en un mes.
Los protocolos tardan en cambiar. Pero dice ser optimista, cuenta que en los hospitales donde él trabaja los médicos están empezando a solicitar este tipo de análisis de sangre con biomarcadores exhaustivos como norma habitual.
Pienso en su optimismo, pienso en lo lejos que queda España, pienso en la prescripción de estatinas que me recetó mi médico mirando sólo un número: colesterol total, 248.
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Durante cuatro meses consumí las píldoras cada noche. A las semanas de iniciar el tratamiento empecé a sentir dolor en las piernas, cansancio, fatiga. No podía evitar pensar que si dejaba la pastilla me infartaría sin remedio, o se desprendería una placa y formaría un coágulo que navegaría por mis arterias con consecuencias impredecibles. Fui sobrellevando ese malestar esperando que el cuerpo se acostumbrase con el paso de los días a la medicación y volviese a ser el de antes, más rápido, más flexible, menos quejoso.
Casi me había convencido de que tomar estatinas no estaba mal, que era una más entre los millones que lo hacen, que en todo caso estaba tomando algo que no necesitaba, que casi todos los medicamentos esconden consecuencias a futuro de las que se conoce muy poco. Casi me había convencido de todo eso cuando leí un estudio que señala que especialmente en mujeres posmenopáusicas las estatinas aumentan la probabilidad de sufrir diabetes. Recordé las investigaciones que señalan a la diabetes como la principal causa de sufrir infartos.
Fue entonces cuando decidí dejar de tomar las píldoras y buscar la forma de tener un diagnóstico más preciso.
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En su página web, el centro de salud se presenta como especializado en medicina integrativa funcional, algo que definen como “un enfoque holístico que considera al paciente como un sistema complejo, buscando la raíz de las enfermedades y no solo la eliminación de síntomas”. Para eso dicen combinar la medicina convencional con prácticas alternativas y complementarias, especialmente con la medicina ortomolecular, que se basa en utilizar altas dosis de vitaminas, minerales, oligoelementos y hormonas. La propuesta incluye las palabras: prevención, longevidad, inversión, más años de vida con calidad. Un diagnóstico basado en un exhaustivo análisis de sangre para ver qué le falta y le sobra al cuerpo, y en base a eso determinar cuál es el mix de complementos necesario para corregir ese estado interno defectuoso, con la confianza o la fe de que sean efectivos, algo que aún la medicina ortodoxa no termina de avalar, y los más críticos no tardan en señalar como un nuevo gran negocio.
La consulta se paga por adelantado, unos 100 dólares, se puede optar por tenerla de modo presencial o virtual. Se solicita al paciente el envío previo de todos los estudios que se hayan realizado durante el último año, y se pide completar un formulario on line en el que se vuelcan los antecedentes médicos propios y familiares. Además, se deben mencionar dos motivos por los cuales se solicitó la consulta. Anoto: 1. Colesterol total alto, medicada con estatinas que tomé durante cuatro meses y luego abandoné, dudas sobre si tengo que volver a tomarlas o no. 2. Consumo algunos suplementos vitamínicos sin prescripción médica y no sé si son los correctos y si las dosis son las apropiadas.
El día de la cita, cuando empieza el otoño de 2025, nueve meses después de aquel día de junio en que entré a la farmacia a comprar mi primera caja de estatinas, un médico me da la bienvenida en la pantalla. Para un turno presencial había que esperar tres meses. Él, en Córdoba capital, yo en el centro de Buenos Aires. Es un hombre de unos 45 años, con un rostro afable en el que se distingue una boca grande que (lo pensaré después, a lo largo de la consulta) sonríe quizás en exceso, como intentando generar esa confianza que es tan difícil de entablar en una primera cita virtual. No usa bata blanca, y salvo su imagen en un primer plano, solo se ve una pared blanca y una planta de grandes hojas verdes como telón. Hago un esfuerzo e intento sentirme a gusto mientras escucho cómo busca ahuyentar cualquiera de las sospechas que acechan sobre eso que él representa. Tras una introducción sobre el equipo médico, remarca que ya no se puede negar la importancia del enfoque que practican, que este año ha comenzado a dictarse en la Universidad de Córdoba un Posgrado de Medicina Integrativa Funcional. Que también la Escuela de Graduados de la Asociación Médica Argentina (AMA) dictará en agosto próximo un curso superior intensivo. Lo dice como una descarga, como si pesara sobre la disciplina la falta de tradición, la antigüedad corta que dificulta las investigaciones de campo de largo plazo que brinden la suficiente evidencia científica para acallar las dudas de la medicina más ortodoxa.
Ha leído mis estudios, mi ficha médica, me confirma que mi decisión ha sido la correcta al dejar la medicación. Pero que para tener una evaluación más precisa de mi riesgo cardíaco, me hará estudios complejos: escucho todo aquello que ya conozco gracias a Ernesto Gratacós, al doctor Viña, al doctor Laporte, al doctor La Rosa, al doctor Abellán, etcétera, etcétera. Dice: LDL, HDL, lipoproteína (a), lipoproteína APO B100, Proteína C Reactiva, triglicéridos y perfil lipídico.
Una semana después, le envío los resultados de los análisis: todos los biomarcadores están bien, normales. Salvo el colesterol total y el colesterol malo, el LDL. No hay riesgo genético, no hay inflamación, el colesterol bueno es alto, los triglicéridos bajos. Para la medicina integrativa soy una persona saludable a pesar de tener el LDL alto. En un mensaje telefónico me recuerda que debo comer proteínas, grasas saludables, que no debo comer carbohidratos, ni azúcares, ni demasiadas frutas. Le digo que no sé si podré cumplir, que una tostada, que una medialuna, que una copa de vino. La respuesta: puedo hacer lo que quiera, es mi decisión. Y entonces me atrevo y pregunto: ¿si tomo estatinas puedo comer croissants sin correr riesgos? Contesta que no. Que las estatinas no me van a proteger de nada. Que la mayoría de las personas hacen exactamente eso: llevan una vida no saludable y creen compensar con la píldora todo el daño que se hacen.
Poco después me envía un recetario de suplementos con una leyenda en letras mayúsculas que dicen para qué sirven: Mejorar angustia, Mejorar ansiedad, Mejorar irritabilidad, Mejorar descanso, Mejorar fatiga por la mañana, Mejorar energías, Mejorar dermatitis, Mejorar inflamación, Mejorar digestión, Mejorar pelo y uñas. Pienso en lo que no dice: mejorar los niveles de colesterol. Pienso que no necesito mejorar la mayor parte de los problemas incluidos en esa lista. Pero acato y unos días después encargo los suplementos que tienen un costo de unos 300 dólares mensuales y ninguna cobertura de la medicina prepaga. Quince veces el costo de las estatinas.
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La próxima consulta por internet será en julio. Un mes antes, el doctor cordobés me enviará las órdenes para hacerme nuevamente los análisis y ver si los suplementos me están haciendo bien. Pienso en si las tres cápsulas de Omega 3 que tomo por día influirán positivamente sobre el colesterol malo, haciéndolo descender. Algunos dicen que sí; otros dudan de la eficacia de los suplementos y ponen el énfasis en la falta de evidencia científica.
Desde hace semanas, a la espera de la próxima consulta, consumo los suplementos cuatro veces por día. Llevo conmigo una bolsa coqueta con los nueve tarritos de plástico blanco en los que está inscripta la fórmula con ingredientes de nombres imposibles de recordar. Los dolores musculares y la fatiga desaparecieron un par de meses después de dejar las estatinas y eso representa un enorme alivio, una victoria inesperada: recuperar el placer de caminar sin dolores ni agobios.
No sé todavía qué haré si el colesterol total y en especial el colesterol malo siguen altos, en esa zona crítica que hace sonar las alarmas de la mitad de la biblioteca médica. No sé por qué hemisferio de ese universo partido en dos me inclinaré. No sé a cuál de los dos doctores, si al de siempre o al nuevo cordobés, elevaré al pedestal de médico de verdad. Uno en el que depositar, finalmente, la confianza.
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Una semana después de la fecha en que se cumplía un año desde mi último control, un día también gélido de junio pero de 2025, recibí un mensaje de mi médico de siempre, que me recordaba la cita pendiente y me invitaba a sacar un turno antes de un viaje que lo tendría fuera del país por más de un mes. Y como si hubiese decidido continuar el intercambio de mensajes de un año atrás, tal vez sospechando que había dejado de tomar las estatinas y que por eso estaba evitando verlo para iniciar mi chequeo anual, adjuntó dos artículos que refutaban aquellos que yo le había enviado la última vez que hablamos. Los que él enviaba ahora resumían las posturas de instituciones de referencia en el país y, por supuesto, coincidían con la suya. Leí entonces que el cardiólogo Navarro Estrada, expresidente de la Sociedad Argentina de Cardiología (SAC), decía: “La Argentina es un país epidemiológicamente complicado. El 60% de la población tiene sobrepeso y eso suele acompañarse de otros factores de riesgo como el sedentarismo, la hipertensión, la diabetes o la obesidad, que ha aumentado en los últimos 15 años. Entonces, la mortalidad cardiovascular se ha reducido más que por los factores de prevención por los factores terapéuticos… El consumo de estatinas debería estar en aumento porque hay toda una serie de desarrollos científicos y demostraciones de su utilidad”. La nota había sido publicada por el diario La Nación el 25 de enero de 2023, con el título “¿Sobreconsumo? Por qué crece el uso de fármacos para bajar el colesterol”.
En la misma nota, Mariano Napoli Llobera, médico cardiólogo miembro de la Sociedad Interamericana de Cardiología, decía que “se ha detectado un aumento del 18% al 26% a nivel global en el uso de estatinas en los últimos años. Y la Argentina no es la excepción… La prevención primaria y secundaria tienen un alto grado de recomendación ya que provienen de análisis de décadas de investigación científica, en donde los pacientes tratados con estatinas tuvieron una reducción significativa de la mortalidad total”.
“Pueden presentarse dos personas con el mismo nivel de colesterol y a una se la medica y a la otra no”. La cita es del cardiólogo Walter Masson Juárez, especialista en prevención cardiovascular del Hospital Italiano de Buenos Aires, que explica en el artículo que existen dos elementos que un médico debe analizar para tomar la decisión de recetar o no estatinas a un paciente: uno es el nivel de colesterol y el otro es el nivel de riesgo cardiovascular de la persona. El riesgo puede ser chico, mediano o alto y se calcula en base a los valores de colesterol, a si se tiene o no diabetes, si se presenta tabaquismo, obesidad o sedentarismo, más el componente genético, entre otros factores. El uso de estatinas se justifica cuando el colesterol LDL es elevado y el riesgo se ubica de mediano para arriba. “Claramente —dice el médico— si se compara el consumo actual con el de hace 15 años, hay un aumento, pero no creo que haya un sobreconsumo. Al revés, creo que el tratamiento es subóptimo”, según estudios que muestran que solo la mitad de los pacientes de muy alto riesgo están recibiendo estatinas. “Lo que suele suceder con los remedios que se tienen que tomar por mucho tiempo es que tiende a haber una merma en la adherencia. Hay cuestiones relacionadas a los costos, a los efectos adversos y a la inercia médica. El efecto nocebo, que es lo contrario al efecto placebo, hace que los pacientes crean que tienen efectos adversos causados por este medicamento, como los dolores musculares, pero no lo son. Hay efectos adversos, pero están sobreestimados”.
El especialista coincidía con mi médico; me parecía escuchar su voz en nuestra despedida de la consulta de un año atrás: no hagas caso de la mala fama de las estatinas. En lo que no había coincidencia era en esa combinación de los dos elementos que cualquier especialista debía considerar antes de recetar estatinas: LDL elevado y riesgo cardíaco medio o alto. ¿Cuál era mi riesgo cardíaco? ¿Y si era bajo? ¿Y si empezaba a tomar medicamentos de por vida sólo por tener un LDL un poco por encima del máximo recomendable?
O tal vez lo que mi médico observaba, y yo no quería ver, era que mi estilo de vida era tan saludable que ya no había más ajustes que recomendar; que había antecedentes en mi familia; que también la glucosa estaba en el límite; que ante la duda, mejor prevenir que curar; que la única forma de reducir el colesterol LDL era apelar a los fármacos. Los pensamientos giraban en círculo, como una puerta giratoria, sentía que regresaba al mismo punto de partida una y otra vez.
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Cuando junio terminaba sin que yo hubiese sacado el turno con mi médico de siempre, esperando tal vez volver a verlo a su regreso de ese largo viaje que estaba a punto de emprender, y a pocos días de tener la consulta virtual con mi nuevo doctor cordobés, el algoritmo me trajo el artículo: “Un nivel más bajo de colesterol LDL durante más tiempo es mejor, según una nueva guía: cómo lograrlo”. La nota publicada en el sitio Buena Vida, el 30 de junio de 2025, resume los puntos de la guía elaborada por el Journal of Clinical Lipidology, la institución que reúne a los principales especialistas en lípidos de Estados Unidos: “Los eventos cardiovasculares mayores (como un infarto o un ACV) se reducen proporcionalmente al descenso del colesterol LDL, al valor alcanzado y al tiempo que se mantiene ese nivel bajo”.
En la nota se lee que la enfermedad cardiovascular sigue siendo la principal causa de muerte a nivel mundial, Argentina incluida, y se advierte que en Estados Unidos las tasas de mortalidad se encuentran en aumento desde 2010, revirtiendo una tendencia de más de cuatro décadas de caída, con dos señales alarmantes: casi una de cada tres personas tiene un riesgo muy alto de eventos recurrentes y se observa un aumento desproporcionado en poblaciones más jóvenes y de mediana edad. “Valentín Fuster, leyenda viva de la cardiología mundial, decía ante una sala colmada en la conferencia inaugural del último congreso de la Sociedad Argentina de Cardiología: ‘Señores, todo empieza muy pronto. Si se llevan este concepto a su casa, yo ya estoy contento’, y advertía de que si empezamos a preocuparnos por el corazón a los 50 y por el cerebro a los 60, estamos llegando muy tarde, porque el riesgo comienza a acumularse años antes”.
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Julio llegó con tres carillas enviadas desde el laboratorio que resumen mi estado interior cifrado en cuatro docenas de marcadores que incluía nombres que jamás había leído antes en un análisis de sangre. El resumen que hizo el doctor cordobés al otro lado de la pantalla, en una consulta virtual que duró más de una hora fue el siguiente: todo luce bien salvo los niveles de hormonas sexuales, algo absolutamente previsible para una mujer posmenopáusica que no ha considerado la terapia hormonal sustitutiva como una opción para intentar contrarrestar los efectos indeseados del ínfimo nivel de estrógenos, testosterona y dehidroepiandrosterona-S (SDHEA). En cuanto a lo que realmente me preocupa, el colesterol total y el LDL, siguen casi igual, apenas se redujeron; persisten en esa zona que es normal para unos y de riesgo para otros.
Por estos días, en que trato de tomar una decisión —si pedir ya mismo un turno con mi médico de siempre para cuando retorne de su viaje, o seguir las indicaciones del doctor cordobés, darle tiempo a él y sus creencias y a los suplementos—, me llega un mensaje de la droguería que me prepara las recetas magistrales: me ofrecen un “Kit de Pic” por 30 dólares más gastos de envío. Les respondo que no sé lo qué es. Me dicen que consulte con mi médico, que es algo nuevo que me puede interesar. Decido googlear antes de escribirle al doctor cordobés y encuentro un video de una chica jovencísima, radiante, una influencer tal vez, que dice que el Kit de Pic, Perfil de Inflamación Celular, es algo revolucionario, que una gota de sangre es suficiente para obtener toda la información sobre el nivel de inflamación del cuerpo, algo crucial para la prevención de enfermedades, porque como ya todos deberían saber, dice la chica, en la inflamación está el origen de todas las enfermedades, sin importar la edad. El kit trae todo lo necesario para realizar la extracción de sangre, para guardarla en un envase especial, para enviarla a un laboratorio que está domiciliado en la provincia de Santa Fe. Aunque me resulta un tanto extraño y complejo de implementar, sin pensarlo demasiado, casi como una autómata, le escribo al doctor cordobés, le explico la oferta que recibí. Creo que mi confianza en él comenzó a cobrar fuerza unas semanas atrás, una noche en la que le envié un mensaje junto a una fotografía en primer plano de una nube inquietante de puntos rojos que habían empezado a aparecerme en diferentes zonas del cuerpo. No soy alérgica a nada y supuse que podía ser una reacción a alguno de los suplementos nuevos que había incorporado en mi rutina. Solo después de enviarlo me di cuenta de que eran las 10 de la noche. Supuse que no me respondería. Pero ahí estaba la respuesta inmediata del doctor cordobés diciéndome que su mujer había comenzado el trabajo de parto, que estaba esperando a su segunda hija y saliendo hacia el hospital. Pero, decía en el mensaje, no quería dejar de contestar aunque fuese brevemente porque había detectado mi preocupación; me aseguró que no había ninguna posibilidad de que los suplementos provocasen esa reacción en la piel; me dijo en cambio que podía ser una respuesta de mis intestinos, que recordara evitar los lácteos y las harinas. En esa noche de unas semanas atrás, el doctor cordobés se había convertido de pronto en un médico con la virtud de responder mensajes, un médico con el que se podía contar. Por eso al recibir la publicidad del Kit de Pic no vacilo en escribirle para saber su opinión. No suele dejar notas de voz, pero esta vez lo hace. Siento que vuelve a detectar esa aflicción ensimismada que me acompaña desde hace más de un año, siento que me responde con paciencia, casi con ternura, me repite como en la última consulta que soy una mujer saludable (dada mi edad), me repite que el estrés es una de las causas del colesterol alto, que no dormir bien es otra causa, que la constante vigilancia de mi salud, que ese estado de alerta incesante no colabora en nada, pero siendo que estoy tan preocupada por mi salud, dice, no me vendría mal saber cuán inflamada estoy, que quizás eso contribuya a darme cierta tranquilidad. Le doy las gracias y me quedo mirando los mensajes, un poco avergonzada. Quizás porque empiezo a sospechar que finalmente no hay demasiada diferencia entre las mujeres que desesperadas por el paso del tiempo se someten a una cirugía plástica tras otra, a cuanta promesa de rejuvenecimiento aparece en el mercado de la industria estética. Empiezo a pensar que la única diferencia es que mi obsesión está enfocada en el interior, que los cuatro análisis de sangre que llevo hechos en lo que va del año, que los cientos de cápsulas que he tomado sin demasiada conciencia de su composición, son la expresión de lo que quisiera hacerles a mis células, a mis arterias, a mis órganos: una cirugía plástica para estirarles la juventud, para que dejen de envejecer. Pienso que es una buena conclusión. Digo en voz alta para convencerme: esto tiene que parar. Pero un rato después vuelvo a leer el mensaje del Kit de Pic, leo que el nivel óptimo es tres, leo que la mayoría de la población mundial se ubica por encima de 15. Algo se despierta, la seducción del mensaje ejerce su influjo, la curiosidad desatada por saber cuán inflamada estoy. Esto tiene que parar, digo en voz alta. Pero no sé si va a parar.
Es el medicamento más vendido del mundo, y se receta para evitar catástrofes cerebrovasculares. Pero las certezas en torno a él se han fisurado. He aquí el camino de una mujer sana pero afligida a la que no le satisfizo el consenso de que las estatinas son la solución indiscutible para reducir el colesterol, porque el colesterol es la fuente de todos los males para el corazón.
Mi médico se calzó los anteojos, se los quitó, los limpió, se los volvió a calzar, empezó a cargar en su computadora los números impresos en el análisis de sangre que le había entregado después de una breve conversación con intercambios de cortesía. Se te ve muy bien, me había dicho al entrar al consultorio; un día gélido de junio de 2024. Pero mientras cargaba los datos hubo un gesto, un movimiento tenso en el ceño mientras leía. Y yo, que hasta ese momento no había prestado demasiada atención a qué significaban cada una de esas siglas que me describían por dentro, contuve la respiración. Creí que en esos segundos que siguieron a su gesto tenso estaba buscando las palabras para darme una mala noticia. Pero dijo:
—¡La puta! ¡Esta máquina de mierda! Se me borró todo —y yo volví a respirar con más tranquilidad, no sin pensar en ese tinte perverso que tiendo a percibir en situaciones así, cuando el miedo del paciente aflora y el médico deviene un poco Dios.
No usa bata blanca, debe estar cerca de los 70 años, se lo ve conforme con su estado físico y alardea bastante con eso después de haber superado un cáncer de próstata. Es jefe de la sección de clínica general de uno de los sanatorios más notorios de Barrio Norte, Buenos Aires. El dato no es menor; siempre que pienso en cambiarlo por otro, me imagino en una emergencia, una internación imprevista, una cirugía urgente, estar recluida en ese lugar. Y entonces sospecho la importancia de ser paciente del jefe: paciente particular, atendida en su consultorio particular, pagando unos 80 dólares porque desde hace tiempo solo atiende consultas particulares. Cuando imagino cosas así pienso que la prepaga cubriría la internación, la cirugía, todos esos gastos millonarios, y mi médico, tal vez con cierta dedicación especial porque soy su paciente particular, estaría allí, cerca, para cuidar que los médicos y enfermeros bajo sus órdenes hagan lo que tienen que hacer y no se olviden de aquello que no deben olvidar.
Al terminar de cargar los indicadores en la computadora dijo:
—El colesterol está alto. Voy a recetarte estatinas.
Hasta hace poco, mis marcadores de salud eran impecables: peso, presión arterial, colesterol, triglicéridos, glucemia, vitamina D, etcétera. Todos los temas que ocupan a la mayoría de la población en su adultez estaban en mi cuerpo y sangre en su punto óptimo. Siempre había sido así; hacía todo lo indicado para que fuese así. Comida sana, ejercicio diario y excesos mínimos y esporádicos. Mi médico me felicitaba después de cada chequeo anual y me enviaba a mi casa con la recomendación de que siguiese practicando mis hábitos de vida saludables.
Toda esa bonanza estaba dando un giro imprevisto. Sin que yo hubiese hecho nada fuera de lo habitual. Simplemente ocurría; un giro hacia la zona del mal solo explicable por el paso del tiempo. Mi colesterol había trepado hasta un nivel peligroso que requiere medicación de acuerdo a los protocolos que rigen la práctica médica desde hace más de tres décadas, y que sostienen que el colesterol alto es la principal causa de enfermedades cardio y cerebrovasculares, y que las estatinas son el medicamento que soluciona el problema. Una aseveración que, supe un tiempo después de la consulta y de investigar el tema, está en plena discusión con posiciones antagónicas sobre las causas (el colesterol alto), el remedio (las estatinas), y los posibles efectos secundarios del que se dice es el fármaco más vendido en el mundo.
—Una píldora por noche —indicó mientras repetía el nombre que iba a convertirse en mi nueva obsesión.
Una de las varias marcas que desde que se descubrió la medicación en 1987 sirven para bloquear la producción de colesterol en el cuerpo, consiguiendo que se reduzca su presencia en la sangre.
Al despedirnos, no me dijo cuándo tenía que volver a verlo. Repitió: veamos cómo te va con esto. Solo mencionó que un porcentaje bajísimo de pacientes pueden llegar a sentir dolores musculares, calambres y algo de fatiga que van cesando a medida que el cuerpo se acostumbra; dijo también que no hiciera caso de la mala fama de las estatinas. Una recomendación incompleta e insuficiente que en ese momento no entendí. Pero ni siquiera atiné a preguntar a qué se refería, tal vez porque ya estábamos en la puerta saludándonos hasta la próxima vez.
Salí de la consulta, fui a la farmacia y compré la caja de estatinas sin ninguna convicción. Me resistía a empezar ese camino empedrado de píldoras de por vida. Hasta ese momento los cambios, después de los 50 años, se habían ensañado con la parte exterior; un proceso asimilado no sin angustias de distinta intensidad. Sobre las transformaciones internas, sobre el estado de la sangre y las arterias por las que circula, no había tenido ninguna señal, ningún síntoma de anomalía. La noticia me cayó mal, muy mal, un límite a mi ego, una embestida contra la ridícula certeza de que con privación y voluntad todo, incluso los cambios por el paso del tiempo, podía mantenerse bajo mi control.
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El colesterol es una sustancia cerosa, parecida a la grasa, que es producida por el hígado y viaja a través de la sangre en partículas llamadas lipoproteínas: algunas son de alta densidad, algo así como un vehículo de gran tamaño, ágil y necesario, y que, por sus siglas en inglés, se conoce como HDL (Higth Density Lipoprotein): es el colesterol que se considera “bueno” porque transporta la parte que el cuerpo no necesita, lo que sobra y hay que desechar; por eso, cuanto más alto, mejor.
Pero existen otras lipoproteínas que son de baja densidad, algo así como un transporte pequeño y pegajoso que se conoce como LDL (Low Density Lipoprotein): es el colesterol “malo”, capaz de adherirse con facilidad a las paredes de las arterias y formar placas que al obstaculizar la circulación normal de la sangre pueden provocar un infarto o un accidente cerebrovascular, ACV. También puede ocurrir que esas placas se desprendan parcialmente formando un coágulo que se mueve por el torrente sanguíneo hacia arterias más delgadas, obstruyéndolas con el mismo potencial de daño. Por eso, cuanto más bajo el nivel de colesterol “malo”, mejor.
Como ocurre con casi todo nuevo descubrimiento, desde el comienzo, a fines de los ochenta, hubo discusiones sobre la relación costo-beneficio del uso de estatinas, especialmente en su prescripción como fármaco preventivo para pacientes que nunca sufrieron un infarto o ACV (la denominada prevención primaria). En pacientes con antecedentes de ataques previos (prevención secundaria), la aceptación tuvo un consenso mayor. La controversia se agudizó a comienzos de este siglo cuando emergieron sospechas sobre posibles manipulaciones de la industria farmacéutica para potenciar la prescripción de estatinas a pacientes que no está claro que las necesiten. Un artículo de agosto de 2024, llamado “La estatinástrofe”, firmado por Ernesto Prieto Gratacós, responsable del Laboratorio de Ingeniería Biológica y del blog Science to the People!, dice: “En el año 2000 y nuevamente en 2004, sin ninguna evidencia científica nueva para respaldarlo, se modificó la definición médica de "colesterol alto" de 240 mg/dL a menos de 200 mg/dL, con lo que instantáneamente millones de personas pasaron a ser catalogados como pacientes de riesgo por exceso de colesterol (hiper-colesterolemia). De inmediato, todos esos millones de afiliados a la medicina pre-paga pasaron a tener derecho a las estatinas, al tiempo que los médicos se ven presionados a prescribirlas en conformidad con los protocolos de mejores prácticas... Como hemos dicho, esta decisión no se basó en ningún hallazgo clínico ni experimental…Más tarde se descubrió que 8 de los 9 especialistas que originalmente recomendaron la reducción del umbral de colesterol tenían vínculos financieros directos con los fabricantes de estatinas.”
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Unos años antes, en un artículo publicado el 17 de octubre de 2019 en eldiario.es, firmado por Darío Pescador, con el título “Las estatinas y las dudas sobre su eficacia” y la bajada: “Es el medicamento más vendido en el mundo pero su efectividad está en entredicho”, se presentaba una síntesis muy clara que recorría una docena de investigaciones científicas que revelaban que las estatinas funcionan en determinados casos y reducen el número de infartos especialmente en las personas con LDL elevado hereditariamente, y que también son efectivas para reducir la mortalidad en pacientes que presentan el llamado “trío de la muerte”: LDL alto, HDL bajo y triglicéridos altos. El problema es que hay contraejemplos y cada vez más evidencia de que no funcionan siempre ni por los motivos que se piensa.
La defensa de las estatinas, dice el artículo, responde a una teoría aceptada como dogma por la mayoría de las instituciones sanitarias: el nivel elevado de colesterol LDL es el causante de las lesiones y las obstrucciones en las arterias; si se come mucha grasa, el LDL será alto y habrá más probabilidades de sufrir un infarto. Sin embargo, cada vez más estudios indican que el HDL bajo y los triglicéridos altos son el verdadero riesgo, y que los valores de LDL solo son sintomáticos. Por ejemplo, hay personas que solo tienen el LDL alto, pero los demás factores en rangos saludables: HDL elevado y triglicéridos bajos: estas personas sufrieron más mortalidad tomando estatinas.
Un metaestudio de la Universidad de Cambridge, con más de 65 000 casos analizados, reveló que las estatinas no reducían la mortalidad de los pacientes con riesgo de enfermedad cardiovascular, y que tampoco tenían efectos beneficiosos en las personas mayores de 70 años ni en las que ya habían sufrido algún ataque. Y con efectos secundarios: un aumento de la resistencia a la insulina, el doble de probabilidad de padecer diabetes y posible pérdida de memoria, aunque este último punto aún no se pueda confirmar con los estudios existentes.
La conclusión de la nota es que “la controversia sobre el medicamento más vendido de la historia seguramente seguirá durante varios años ya que los científicos están amargamente divididos a favor y en contra. Un metaestudio de la prestigiosa Cochrane Library encontró que las estatinas tenían efectos favorables en el riesgo y la incidencia de enfermedades cardiovasculares en la mayoría de los casos, con pocos efectos secundarios. Sin embargo, la misma revisión alerta que “de los 18 estudios comparados todos, menos uno, habían sido financiados por compañías farmacéuticas, y también del riesgo de sesgo en los resultados, especialmente de los efectos secundarios.”
Entendí, después de leer este y otros artículos de buena fuente, a qué se refería mi médico cuando mencionó la mala fama de las estatinas. Recordé sus palabras: no hagas caso, y veamos cómo te va.
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Joan Ramón Laporte es el autor de Una sociedad intoxicada, publicado en España en 2024, y fundador del Instituto Farmacológico de Catalunya. En entrevistas con el diario La Vanguardia y con Infobae, y en relación con los indicadores de salud que se vuelven cada día más estrictos, dijo: “Un caso palmario es el del colesterol. Cada vez es más bajo el umbral que se considera que debe medicarse. Las estatinas se recetan aquí como si fueran caramelos, pero sus efectos secundarios no son desdeñables: desde dolores musculares hasta diabetes… Y ahora mismo un millón de catalanes las están tomando: ¿las necesitan?”.
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John Scharffenberg, médico y nutricionista formado en Harvard, de 102 años, dice en una nota de La Vanguardia publicada el 28 de abril de 2015: “Bajar el colesterol no evita enfermedades cardíacas. Los estudios muestran que los hombres mayores de 75 años viven más tiempo con niveles de colesterol más altos”. El médico asegura que evitando siete factores de riesgo del estilo de vida podemos reducir el riesgo de accidente cardiovascular en un 80% y el de diabetes en un 88%. Esos factores son el tabaco, el alcohol, la inactividad física, el sobrepeso, el consumo excesivo de carne y azúcar, la hipertensión y el colesterol elevado. Aunque, dice, los más relevantes son los cinco primeros, porque son los que influyen en la presión arterial y el colesterol. En la nota, el médico se manifiesta especialmente crítico con la actual industria médica; asegura que hay una cultura muy extendida de recetar pastillas en exceso, cuando no debería ser así. “Podríamos evitar muchas muertes simplemente cambiando el estilo de vida, pero los médicos no lo aceptan, han estado durante años recetando montones de estatinas para bajar el colesterol pensando que si lograban reducirlo no habría más enfermedades cardiovasculares, y se ha demostrado que eso es un error”. El colesterol como indicador aislado no es un buen predictor de riesgo de enfermedad cardíaca en personas mayores, y “denuncia que el sistema médico actual, enfocado en consultas rápidas y tratamientos farmacológicos, dificulta un enfoque real en la prevención de enfermedades.”
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Unos días después de la consulta le envié a mi médico varios artículos críticos que ponían en duda que el colesterol sea la causa principal de los infartos y ACV, y que las estatinas fueran un buen método preventivo para evitarlos. Le decía en ese mensaje que esperaba que no lo tomara a mal, pero que estaba preocupada porque los efectos secundarios parecían ser mucho más graves que los que él me había mencionado: una bajísima probabilidad de sufrir dolores musculares. Esas otras consecuencias de las que él no había hablado tenían que ver con la importancia del colesterol para el buen funcionamiento del cuerpo y las implicancias negativas de inhibir su producción: menos energía disponible para formar las membranas que protegen a las células, la producción de hormonas, los procesos metabólicos, el buen funcionamiento del cerebro, el corazón, el hígado y los riñones que son los órganos que más energía demandan. Le decía que había leído que las estatinas suprimen el síntoma enmascarando las causas reales del problema. Le decía que había leído que había que cambiar la conversación sobre el colesterol, que había que entender que no es un enemigo, que no es una toxina, que es algo esencial que el cuerpo necesita. Me respondió enseguida, con esmerada amabilidad. Dijo que me comprendía, pero que él no podía darme la respuesta, que la biblioteca médica estaba partida en dos, que lo pensara, que analizara la relación costo-beneficio: que la decisión era mía. No insistí. Cómo explicarle que no se trataba de lo que yo quería sino de lo que debía hacer para seguir sana, para aventar el fantasma de la herencia materna: un infarto a los 70 años, fulminante y sin señales previas. El intercambio de mensajes concluyó con mi claudicación: le dije que tomaría las estatinas porque, sencillamente, tenía miedo de no hacerlo.
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“¿Por qué deberíamos medir la lipoproteína (a) al menos una vez en la vida?”, un artículo publicado en el sitio web Cardioalianza, el 23 septiembre de 2024, informa sobre un estudio presentado en el Congreso de la Sociedad Europea de Cardiología que reveló la importancia de conocer los niveles de lipoproteína(a) (Lp(a)), una molécula producida en el hígado que puede aumentar de manera significativa el riesgo de enfermedades del corazón, incluso si el colesterol LDL está en niveles normales. La Lp(a) no se modifica con la alimentación o el ejercicio, ya que está determinada principalmente por la carga hereditaria, por eso su nivel se mantiene a lo largo de la vida. La nota dice que si bien la Lp(a) no se mide comúnmente en los análisis de sangre de rutina, muchos expertos recomiendan ahora que todas las personas, especialmente aquellas con antecedentes familiares de enfermedades del corazón, se hagan este análisis al menos una vez. “Hablar con tu médico sobre la posibilidad de hacer un análisis de Lp(a) es un buen paso para comprender mejor tu riesgo cardiovascular. Al igual que con el colesterol y la presión arterial, estar informado sobre tus niveles de Lp(a) te permite tomar decisiones más acertadas sobre tu salud. No dejes pasar esta oportunidad de cuidar tu corazón, especialmente si tienes factores de riesgo o antecedentes familiares de enfermedades cardiovasculares”.
Revisé mis últimos análisis. El colesterol total: 248. No figuraba la discriminación entre colesterol bueno y el malo. No figuraba la lipoproteína (a). Los triglicéridos, sí: y tenían un valor fantástico, completamente normal. A medida que iba informándome más me preguntaba si mi médico realmente conocía mi estado de salud y el potencial de mi riesgo, o si tan solo me recetó estatinas como un acto reflejo, como un cordero manso que sigue a la manada.
José Viña es catedrático de Fisiología en la Universidad de Valencia, director de la Cátedra de Gerociencia en la Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM), autor de más de 350 estudios científicos y del libro La ciencia de la longevidad. En una entrevista de elespañol.com, publicada el 10 de mayo de 2025, con el título “El colesterol que más nos debe preocupar no es el de las grasas sino el heredado de los padres”, dice que la hipercolesterolemia viene en gran parte de causas familiares endógenas, producidas por cada persona. La dieta y el ejercicio pueden aportar hasta un 30% del colesterol, y esto es mucho. Pero las grasas han sido malignizadas, estigmatizadas, y no lo merecen. Se ha visto que se puede consumir grasa, mientras que no hace falta tanto carbohidrato como se decía hace 20 años… “Hemos de estar más preocupados por el colesterol heredado”, sentencia Viña.
“La lipoproteína(a), el nuevo villano silencioso”, es el nombre de un artículo publicado en la web del periódico La nueva España, publicado el 20 de mayo de 2025. Allí explica que este indicador es “un viejo conocido con nueva popularidad”. La Lp(a) es una molécula de LDL (el conocido “colesterol malo”— a la que se une una proteína adicional llamada apolipoproteína(a). Esta unión le confiere propiedades especialmente nocivas: por un lado, es aterogénica, ya que favorece la formación de placas de ateroma; por otro, es trombogénica, al facilitar la formación de coágulos en el torrente sanguíneo. A diferencia de otros lípidos, los niveles de Lp(a) están determinados casi exclusivamente por la genética. Apenas se ven influenciados por la dieta, el ejercicio físico o el estilo de vida a lo largo de la vida de una persona. Actualmente, tampoco existen fármacos específicos contra la Lp(a), motivo por el cual tanto la Sociedad Europea de Cardiología como la American Heart Association recomiendan su determinación al menos una vez en la vida, especialmente en personas con antecedentes familiares.
Anoté entonces en mi agenda: pedir un análisis de lipoproteína (a), Lp(a), para saber finalmente y de una vez por todas cuánto de eso que tanto temo heredé de mi madre.
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“No busques más síntomas en internet. Hay aproximadamente 70 mil búsquedas sobre salud por minuto.” El mail inesperado llega desde una de las más importantes empresas de medicina prepaga. “Gran parte de la información que aparece no está chequeada por especialistas y, si lo está, suele ser difícil de interpretar para una persona que no estudió medicina. Sin embargo, ante cualquier duda médica, seguimos buscando respuestas en internet. Queremos cuidar a nuestros socios y por eso desarrollamos Chateá, un nuevo servicio de chat para hablar y consultarle a un médico de verdad”.
Pensé enseguida en las búsquedas que había realizado sobre colesterol y estatinas después de la consulta con mi médico; si algún algoritmo habría detectado mi insistencia en averiguar; si habría alguna conexión entre el historial de mis últimas intervenciones en internet y ese mensaje que era una especie de advertencia.
Apenas dos semanas después, desde el mismo remitente, la insistencia en el tema: “En un mundo lleno de ‘trucos caseros’, ‘consejos de conocidos’ y ‘datos sin chequear en Internet’, es fácil perderse entre tanta información. Pero cuando se trata de tu bienestar, no hay lugar para las dudas. Podés buscar en Google. Podés preguntarle a una IA. Incluso podés consultar a tus amigos. Pero solo un profesional de la salud puede darte una respuesta clara y segura. En la Semana de la Salud, y siempre que lo necesites, consultá con médicos de verdad”.
La pregunta sería qué es un médico de verdad. La pregunta también podría ser qué es lo que está detectando la empresa de salud, qué competencia tal vez inesperada los está preocupando. La pregunta sería por qué las personas buscan, buscamos, busco despejar las dudas en internet.
Una respuesta posible sería que la confianza en el sistema de salud y en la industria que lo sostiene se está derrumbando. Y que la figura más inmediata, la más cercana al paciente en ese conglomerado de intereses cruzados, el médico, se está desmoronando a la par. Médicos que atienden (seguro que no todos, pero seguro que muchos) con cierto espíritu desganado, sin tiempo que perder, sin demasiado entusiasmo ante un paciente inquieto e informado con ganas de hacer preguntas, de cuestionar una versión escrita en protocolos no pocas veces desactualizados que no acepta críticas ni fisuras. Por ejemplo, que las estatinas son la solución indiscutible para reducir el colesterol porque el colesterol es la fuente de todos los males para el corazón.
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Las enfermedades cardiovasculares matan a la mitad de la población, dice el doctor La Rosa, mirando a cámara, su rostro en primer plano, un enorme corazón púrpura latiendo como telón de fondo. “¿Cuál es tu riesgo cardiovascular? ¿Qué valores en tu analítica de sangre importan más? Te adelanto que no es el colesterol”.
No dice que no importa. Dice que no es el que más importa. Dice que medir el riesgo cardiovascular enfocando la lupa solo allí es un grave error que, por omisión o pereza, por dogmatismo o intereses sectoriales, se sigue cometiendo con consecuencias graves y visibles: la prescripción de estatinas solo por tener el colesterol total y/o el malo elevados, con millones de nuevos consumidores en el mundo desde que se redujo el umbral de “lo tolerable”, no consiguió en décadas que las enfermedades cardiovasculares dejaran de ser la primera y principal causa de muerte.
En el video publicado en su canal, con más de seis millones de seguidores, explica que tener diabetes o azúcar elevada en sangre es la principal fuente de riesgo de sufrir un infarto. Una afirmación que se basa en un estudio que analizó la evolución de 28 000 casos por más de 21 años, mujeres sanas que al empezar el estudio no tenían enfermedades cardiovasculares. El segundo factor de riesgo resultó ser lo que se conoce como síndrome metabólico y que se diagnostica cuando el paciente presenta tres o más de las siguientes características: una cintura más grande de lo que debería tener por acumulación de grasa por sobrepeso; presión arterial alta; niveles de azúcar en sangre elevados; triglicéridos elevados; bajo nivel de colesterol “bueno”. Más abajo, en la lista de factores de riesgo aparecen la hipertensión, la obesidad, fumar y el componente hereditario.
El doctor La Rosa exhibe estadísticas y hace cuentas que dicen que tener diabetes representa un riesgo 10 veces más alto que tener el colesterol “malo” elevado. Que tener síndrome metabólico o triglicéridos altos implican un riesgo cuatro veces mayor. Cálculos de los que se habla muy poco porque están, dice el médico, íntimamente relacionados con la calidad de la comida, de la enormidad de carbohidratos que se han transformado en la principal fuente de energía que se consume y que la industria alimenticia y farmacéutica parecen no considerar como un factor de riesgo.
Recetar estatinas a un paciente solo por tener el colesterol total y/o el “malo” elevado sería entonces un error que está llevando a la sobremedicación injustificada. Pero más aún, un paciente podría tener un colesterol total bajo, un colesterol “malo” también bajo y de todos modos tener un alto riesgo de sufrir un infarto si, por ejemplo, no regula su azúcar en sangre o su síndrome metabólico. Esa mirada parcial, incompleta e imprecisa que únicamente hace foco en el colesterol alto es la que intenta modificar la medicina integrativa, analizando la condición general de los pacientes.
Para eso los análisis son más detallados y exhaustivos. Porque existen indicadores más precisos que no son habituales de encontrar en un análisis estándar de sangre solicitado por un médico que no está actualizado o que no está dispuesto a alterar el statu-quo hasta que no se pronuncien las asociaciones médicas que emiten los protocolos que rigen la profesión.
“Algunos científicos comparan con los antivacunas a quienes cuestionan los beneficios de las estatinas”, se lee en un artículo del diario El País de España, publicado el 13 de diciembre de 2018, y titulado “¿Deben tomar estatinas las personas sanas?”. Allí se cita al editor de la prestigiosa revista científica The Lancet, Richard Horton, que llegó a decir que el daño causado a la confianza del público por los críticos de las estatinas era similar al que provocó un artículo que en 1998 relacionaba las vacunas con el autismo. “Aprendimos lecciones de aquel episodio —dice Horton— que deben ser ampliamente promulgadas. Son lecciones para todas las revistas y todos los científicos”. La nota concluye que “pese a los esfuerzos de instituciones como The Lancet, es improbable que desaparezca el debate sobre el uso de las estatinas por personas sin problemas cardiovasculares previos”.
Un artículo de La Vanguardia, publicado el 1 de julio de 2015, resume en su título todo el asunto: “´El colesterol alto se asocia a longevidad´ versus ´hay que bajarlo siempre´: la batalla de mensajes enfrentados sobre este índice confunde a los pacientes”.
Como tantos otros que discuten la demonización del colesterol y las bondades de las estatinas, tal vez anticipándose a las críticas de quienes los comparan con los detractores de vacunas y de fomentar la incredulidad en la ciencia, el doctor La Rosa, en sus populares videos, no dice que no importa el colesterol, dice que no es lo único que importa y que las investigaciones más recientes ponen en evidencia que hay mucho más que mirar antes de tomar una decisión de prescripción.
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¿Por qué, entonces, no se solicitan análisis con biomarcadores más exhaustivos para medir de una forma más certera el riesgo de las enfermedades que matan a la mitad de la población? La respuesta la brinda un joven cardiólogo y cirujano español, que forma parte de la academia y de la asociación de cardiología de su país, que es además uno de los responsables de desarrollar en España el Score (Systematic Coronary Risk Evaluation), una especie de calculadora que estima la probabilidad de morir por enfermedad cardiovascular, coronaria y no coronaria, en los próximos 10 años. José Abellán, autor del best seller publicado en 2023, Lo que tu corazón espera de ti, explica con cierto pudor (tal vez porque él pertenece a ese mundo que está criticando) en una larga entrevista que le hace el endocrinólogo Borja Bandera, y que se puede buscar en YouTube con el nombre: “La dura verdad del colesterol”, que los protocolos tardan en modificarse. Y dice mucho más: que medir en laboratorio la lipoproteína (a) para conocer el riesgo heredado, que medir la lipoproteína APO B100 (la parte del colesterol que más peligro aporta y que sería algo así como todo lo que no es colesterol bueno), que medir la insulina en lugar de la glucosa porque es una forma más precisa de conocer cuán cerca se está de tener diabetes, que medir la proteína C Reactiva que marca el nivel de inflamación del organismo (que es también un problema para la salud de las arterias), que medir cualquiera de todas esas cosas es más complejo y más caro que medir simplemente el colesterol total y el “malo”. Es decir, que hay costos, intereses en juego.
El doctor dice que hay que atacar los motivos por los que el colesterol está alto en lugar de tapar el síntoma con medicación. Una infección recurrente puede hacer subir el colesterol, no dormir bien, vivir en permanente estado de estrés, no hacer ejercicio, una dieta no equilibrada, consumir drogas y fumar. La buena noticia que trae a la conversación es que tomar vino tinto de manera habitual reduce el riesgo de sufrir un infarto, pero dice que una porción de torta puede darle al cuerpo todo el colesterol que necesita en un mes.
Los protocolos tardan en cambiar. Pero dice ser optimista, cuenta que en los hospitales donde él trabaja los médicos están empezando a solicitar este tipo de análisis de sangre con biomarcadores exhaustivos como norma habitual.
Pienso en su optimismo, pienso en lo lejos que queda España, pienso en la prescripción de estatinas que me recetó mi médico mirando sólo un número: colesterol total, 248.
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Durante cuatro meses consumí las píldoras cada noche. A las semanas de iniciar el tratamiento empecé a sentir dolor en las piernas, cansancio, fatiga. No podía evitar pensar que si dejaba la pastilla me infartaría sin remedio, o se desprendería una placa y formaría un coágulo que navegaría por mis arterias con consecuencias impredecibles. Fui sobrellevando ese malestar esperando que el cuerpo se acostumbrase con el paso de los días a la medicación y volviese a ser el de antes, más rápido, más flexible, menos quejoso.
Casi me había convencido de que tomar estatinas no estaba mal, que era una más entre los millones que lo hacen, que en todo caso estaba tomando algo que no necesitaba, que casi todos los medicamentos esconden consecuencias a futuro de las que se conoce muy poco. Casi me había convencido de todo eso cuando leí un estudio que señala que especialmente en mujeres posmenopáusicas las estatinas aumentan la probabilidad de sufrir diabetes. Recordé las investigaciones que señalan a la diabetes como la principal causa de sufrir infartos.
Fue entonces cuando decidí dejar de tomar las píldoras y buscar la forma de tener un diagnóstico más preciso.
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En su página web, el centro de salud se presenta como especializado en medicina integrativa funcional, algo que definen como “un enfoque holístico que considera al paciente como un sistema complejo, buscando la raíz de las enfermedades y no solo la eliminación de síntomas”. Para eso dicen combinar la medicina convencional con prácticas alternativas y complementarias, especialmente con la medicina ortomolecular, que se basa en utilizar altas dosis de vitaminas, minerales, oligoelementos y hormonas. La propuesta incluye las palabras: prevención, longevidad, inversión, más años de vida con calidad. Un diagnóstico basado en un exhaustivo análisis de sangre para ver qué le falta y le sobra al cuerpo, y en base a eso determinar cuál es el mix de complementos necesario para corregir ese estado interno defectuoso, con la confianza o la fe de que sean efectivos, algo que aún la medicina ortodoxa no termina de avalar, y los más críticos no tardan en señalar como un nuevo gran negocio.
La consulta se paga por adelantado, unos 100 dólares, se puede optar por tenerla de modo presencial o virtual. Se solicita al paciente el envío previo de todos los estudios que se hayan realizado durante el último año, y se pide completar un formulario on line en el que se vuelcan los antecedentes médicos propios y familiares. Además, se deben mencionar dos motivos por los cuales se solicitó la consulta. Anoto: 1. Colesterol total alto, medicada con estatinas que tomé durante cuatro meses y luego abandoné, dudas sobre si tengo que volver a tomarlas o no. 2. Consumo algunos suplementos vitamínicos sin prescripción médica y no sé si son los correctos y si las dosis son las apropiadas.
El día de la cita, cuando empieza el otoño de 2025, nueve meses después de aquel día de junio en que entré a la farmacia a comprar mi primera caja de estatinas, un médico me da la bienvenida en la pantalla. Para un turno presencial había que esperar tres meses. Él, en Córdoba capital, yo en el centro de Buenos Aires. Es un hombre de unos 45 años, con un rostro afable en el que se distingue una boca grande que (lo pensaré después, a lo largo de la consulta) sonríe quizás en exceso, como intentando generar esa confianza que es tan difícil de entablar en una primera cita virtual. No usa bata blanca, y salvo su imagen en un primer plano, solo se ve una pared blanca y una planta de grandes hojas verdes como telón. Hago un esfuerzo e intento sentirme a gusto mientras escucho cómo busca ahuyentar cualquiera de las sospechas que acechan sobre eso que él representa. Tras una introducción sobre el equipo médico, remarca que ya no se puede negar la importancia del enfoque que practican, que este año ha comenzado a dictarse en la Universidad de Córdoba un Posgrado de Medicina Integrativa Funcional. Que también la Escuela de Graduados de la Asociación Médica Argentina (AMA) dictará en agosto próximo un curso superior intensivo. Lo dice como una descarga, como si pesara sobre la disciplina la falta de tradición, la antigüedad corta que dificulta las investigaciones de campo de largo plazo que brinden la suficiente evidencia científica para acallar las dudas de la medicina más ortodoxa.
Ha leído mis estudios, mi ficha médica, me confirma que mi decisión ha sido la correcta al dejar la medicación. Pero que para tener una evaluación más precisa de mi riesgo cardíaco, me hará estudios complejos: escucho todo aquello que ya conozco gracias a Ernesto Gratacós, al doctor Viña, al doctor Laporte, al doctor La Rosa, al doctor Abellán, etcétera, etcétera. Dice: LDL, HDL, lipoproteína (a), lipoproteína APO B100, Proteína C Reactiva, triglicéridos y perfil lipídico.
Una semana después, le envío los resultados de los análisis: todos los biomarcadores están bien, normales. Salvo el colesterol total y el colesterol malo, el LDL. No hay riesgo genético, no hay inflamación, el colesterol bueno es alto, los triglicéridos bajos. Para la medicina integrativa soy una persona saludable a pesar de tener el LDL alto. En un mensaje telefónico me recuerda que debo comer proteínas, grasas saludables, que no debo comer carbohidratos, ni azúcares, ni demasiadas frutas. Le digo que no sé si podré cumplir, que una tostada, que una medialuna, que una copa de vino. La respuesta: puedo hacer lo que quiera, es mi decisión. Y entonces me atrevo y pregunto: ¿si tomo estatinas puedo comer croissants sin correr riesgos? Contesta que no. Que las estatinas no me van a proteger de nada. Que la mayoría de las personas hacen exactamente eso: llevan una vida no saludable y creen compensar con la píldora todo el daño que se hacen.
Poco después me envía un recetario de suplementos con una leyenda en letras mayúsculas que dicen para qué sirven: Mejorar angustia, Mejorar ansiedad, Mejorar irritabilidad, Mejorar descanso, Mejorar fatiga por la mañana, Mejorar energías, Mejorar dermatitis, Mejorar inflamación, Mejorar digestión, Mejorar pelo y uñas. Pienso en lo que no dice: mejorar los niveles de colesterol. Pienso que no necesito mejorar la mayor parte de los problemas incluidos en esa lista. Pero acato y unos días después encargo los suplementos que tienen un costo de unos 300 dólares mensuales y ninguna cobertura de la medicina prepaga. Quince veces el costo de las estatinas.
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La próxima consulta por internet será en julio. Un mes antes, el doctor cordobés me enviará las órdenes para hacerme nuevamente los análisis y ver si los suplementos me están haciendo bien. Pienso en si las tres cápsulas de Omega 3 que tomo por día influirán positivamente sobre el colesterol malo, haciéndolo descender. Algunos dicen que sí; otros dudan de la eficacia de los suplementos y ponen el énfasis en la falta de evidencia científica.
Desde hace semanas, a la espera de la próxima consulta, consumo los suplementos cuatro veces por día. Llevo conmigo una bolsa coqueta con los nueve tarritos de plástico blanco en los que está inscripta la fórmula con ingredientes de nombres imposibles de recordar. Los dolores musculares y la fatiga desaparecieron un par de meses después de dejar las estatinas y eso representa un enorme alivio, una victoria inesperada: recuperar el placer de caminar sin dolores ni agobios.
No sé todavía qué haré si el colesterol total y en especial el colesterol malo siguen altos, en esa zona crítica que hace sonar las alarmas de la mitad de la biblioteca médica. No sé por qué hemisferio de ese universo partido en dos me inclinaré. No sé a cuál de los dos doctores, si al de siempre o al nuevo cordobés, elevaré al pedestal de médico de verdad. Uno en el que depositar, finalmente, la confianza.
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Una semana después de la fecha en que se cumplía un año desde mi último control, un día también gélido de junio pero de 2025, recibí un mensaje de mi médico de siempre, que me recordaba la cita pendiente y me invitaba a sacar un turno antes de un viaje que lo tendría fuera del país por más de un mes. Y como si hubiese decidido continuar el intercambio de mensajes de un año atrás, tal vez sospechando que había dejado de tomar las estatinas y que por eso estaba evitando verlo para iniciar mi chequeo anual, adjuntó dos artículos que refutaban aquellos que yo le había enviado la última vez que hablamos. Los que él enviaba ahora resumían las posturas de instituciones de referencia en el país y, por supuesto, coincidían con la suya. Leí entonces que el cardiólogo Navarro Estrada, expresidente de la Sociedad Argentina de Cardiología (SAC), decía: “La Argentina es un país epidemiológicamente complicado. El 60% de la población tiene sobrepeso y eso suele acompañarse de otros factores de riesgo como el sedentarismo, la hipertensión, la diabetes o la obesidad, que ha aumentado en los últimos 15 años. Entonces, la mortalidad cardiovascular se ha reducido más que por los factores de prevención por los factores terapéuticos… El consumo de estatinas debería estar en aumento porque hay toda una serie de desarrollos científicos y demostraciones de su utilidad”. La nota había sido publicada por el diario La Nación el 25 de enero de 2023, con el título “¿Sobreconsumo? Por qué crece el uso de fármacos para bajar el colesterol”.
En la misma nota, Mariano Napoli Llobera, médico cardiólogo miembro de la Sociedad Interamericana de Cardiología, decía que “se ha detectado un aumento del 18% al 26% a nivel global en el uso de estatinas en los últimos años. Y la Argentina no es la excepción… La prevención primaria y secundaria tienen un alto grado de recomendación ya que provienen de análisis de décadas de investigación científica, en donde los pacientes tratados con estatinas tuvieron una reducción significativa de la mortalidad total”.
“Pueden presentarse dos personas con el mismo nivel de colesterol y a una se la medica y a la otra no”. La cita es del cardiólogo Walter Masson Juárez, especialista en prevención cardiovascular del Hospital Italiano de Buenos Aires, que explica en el artículo que existen dos elementos que un médico debe analizar para tomar la decisión de recetar o no estatinas a un paciente: uno es el nivel de colesterol y el otro es el nivel de riesgo cardiovascular de la persona. El riesgo puede ser chico, mediano o alto y se calcula en base a los valores de colesterol, a si se tiene o no diabetes, si se presenta tabaquismo, obesidad o sedentarismo, más el componente genético, entre otros factores. El uso de estatinas se justifica cuando el colesterol LDL es elevado y el riesgo se ubica de mediano para arriba. “Claramente —dice el médico— si se compara el consumo actual con el de hace 15 años, hay un aumento, pero no creo que haya un sobreconsumo. Al revés, creo que el tratamiento es subóptimo”, según estudios que muestran que solo la mitad de los pacientes de muy alto riesgo están recibiendo estatinas. “Lo que suele suceder con los remedios que se tienen que tomar por mucho tiempo es que tiende a haber una merma en la adherencia. Hay cuestiones relacionadas a los costos, a los efectos adversos y a la inercia médica. El efecto nocebo, que es lo contrario al efecto placebo, hace que los pacientes crean que tienen efectos adversos causados por este medicamento, como los dolores musculares, pero no lo son. Hay efectos adversos, pero están sobreestimados”.
El especialista coincidía con mi médico; me parecía escuchar su voz en nuestra despedida de la consulta de un año atrás: no hagas caso de la mala fama de las estatinas. En lo que no había coincidencia era en esa combinación de los dos elementos que cualquier especialista debía considerar antes de recetar estatinas: LDL elevado y riesgo cardíaco medio o alto. ¿Cuál era mi riesgo cardíaco? ¿Y si era bajo? ¿Y si empezaba a tomar medicamentos de por vida sólo por tener un LDL un poco por encima del máximo recomendable?
O tal vez lo que mi médico observaba, y yo no quería ver, era que mi estilo de vida era tan saludable que ya no había más ajustes que recomendar; que había antecedentes en mi familia; que también la glucosa estaba en el límite; que ante la duda, mejor prevenir que curar; que la única forma de reducir el colesterol LDL era apelar a los fármacos. Los pensamientos giraban en círculo, como una puerta giratoria, sentía que regresaba al mismo punto de partida una y otra vez.
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Cuando junio terminaba sin que yo hubiese sacado el turno con mi médico de siempre, esperando tal vez volver a verlo a su regreso de ese largo viaje que estaba a punto de emprender, y a pocos días de tener la consulta virtual con mi nuevo doctor cordobés, el algoritmo me trajo el artículo: “Un nivel más bajo de colesterol LDL durante más tiempo es mejor, según una nueva guía: cómo lograrlo”. La nota publicada en el sitio Buena Vida, el 30 de junio de 2025, resume los puntos de la guía elaborada por el Journal of Clinical Lipidology, la institución que reúne a los principales especialistas en lípidos de Estados Unidos: “Los eventos cardiovasculares mayores (como un infarto o un ACV) se reducen proporcionalmente al descenso del colesterol LDL, al valor alcanzado y al tiempo que se mantiene ese nivel bajo”.
En la nota se lee que la enfermedad cardiovascular sigue siendo la principal causa de muerte a nivel mundial, Argentina incluida, y se advierte que en Estados Unidos las tasas de mortalidad se encuentran en aumento desde 2010, revirtiendo una tendencia de más de cuatro décadas de caída, con dos señales alarmantes: casi una de cada tres personas tiene un riesgo muy alto de eventos recurrentes y se observa un aumento desproporcionado en poblaciones más jóvenes y de mediana edad. “Valentín Fuster, leyenda viva de la cardiología mundial, decía ante una sala colmada en la conferencia inaugural del último congreso de la Sociedad Argentina de Cardiología: ‘Señores, todo empieza muy pronto. Si se llevan este concepto a su casa, yo ya estoy contento’, y advertía de que si empezamos a preocuparnos por el corazón a los 50 y por el cerebro a los 60, estamos llegando muy tarde, porque el riesgo comienza a acumularse años antes”.
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Julio llegó con tres carillas enviadas desde el laboratorio que resumen mi estado interior cifrado en cuatro docenas de marcadores que incluía nombres que jamás había leído antes en un análisis de sangre. El resumen que hizo el doctor cordobés al otro lado de la pantalla, en una consulta virtual que duró más de una hora fue el siguiente: todo luce bien salvo los niveles de hormonas sexuales, algo absolutamente previsible para una mujer posmenopáusica que no ha considerado la terapia hormonal sustitutiva como una opción para intentar contrarrestar los efectos indeseados del ínfimo nivel de estrógenos, testosterona y dehidroepiandrosterona-S (SDHEA). En cuanto a lo que realmente me preocupa, el colesterol total y el LDL, siguen casi igual, apenas se redujeron; persisten en esa zona que es normal para unos y de riesgo para otros.
Por estos días, en que trato de tomar una decisión —si pedir ya mismo un turno con mi médico de siempre para cuando retorne de su viaje, o seguir las indicaciones del doctor cordobés, darle tiempo a él y sus creencias y a los suplementos—, me llega un mensaje de la droguería que me prepara las recetas magistrales: me ofrecen un “Kit de Pic” por 30 dólares más gastos de envío. Les respondo que no sé lo qué es. Me dicen que consulte con mi médico, que es algo nuevo que me puede interesar. Decido googlear antes de escribirle al doctor cordobés y encuentro un video de una chica jovencísima, radiante, una influencer tal vez, que dice que el Kit de Pic, Perfil de Inflamación Celular, es algo revolucionario, que una gota de sangre es suficiente para obtener toda la información sobre el nivel de inflamación del cuerpo, algo crucial para la prevención de enfermedades, porque como ya todos deberían saber, dice la chica, en la inflamación está el origen de todas las enfermedades, sin importar la edad. El kit trae todo lo necesario para realizar la extracción de sangre, para guardarla en un envase especial, para enviarla a un laboratorio que está domiciliado en la provincia de Santa Fe. Aunque me resulta un tanto extraño y complejo de implementar, sin pensarlo demasiado, casi como una autómata, le escribo al doctor cordobés, le explico la oferta que recibí. Creo que mi confianza en él comenzó a cobrar fuerza unas semanas atrás, una noche en la que le envié un mensaje junto a una fotografía en primer plano de una nube inquietante de puntos rojos que habían empezado a aparecerme en diferentes zonas del cuerpo. No soy alérgica a nada y supuse que podía ser una reacción a alguno de los suplementos nuevos que había incorporado en mi rutina. Solo después de enviarlo me di cuenta de que eran las 10 de la noche. Supuse que no me respondería. Pero ahí estaba la respuesta inmediata del doctor cordobés diciéndome que su mujer había comenzado el trabajo de parto, que estaba esperando a su segunda hija y saliendo hacia el hospital. Pero, decía en el mensaje, no quería dejar de contestar aunque fuese brevemente porque había detectado mi preocupación; me aseguró que no había ninguna posibilidad de que los suplementos provocasen esa reacción en la piel; me dijo en cambio que podía ser una respuesta de mis intestinos, que recordara evitar los lácteos y las harinas. En esa noche de unas semanas atrás, el doctor cordobés se había convertido de pronto en un médico con la virtud de responder mensajes, un médico con el que se podía contar. Por eso al recibir la publicidad del Kit de Pic no vacilo en escribirle para saber su opinión. No suele dejar notas de voz, pero esta vez lo hace. Siento que vuelve a detectar esa aflicción ensimismada que me acompaña desde hace más de un año, siento que me responde con paciencia, casi con ternura, me repite como en la última consulta que soy una mujer saludable (dada mi edad), me repite que el estrés es una de las causas del colesterol alto, que no dormir bien es otra causa, que la constante vigilancia de mi salud, que ese estado de alerta incesante no colabora en nada, pero siendo que estoy tan preocupada por mi salud, dice, no me vendría mal saber cuán inflamada estoy, que quizás eso contribuya a darme cierta tranquilidad. Le doy las gracias y me quedo mirando los mensajes, un poco avergonzada. Quizás porque empiezo a sospechar que finalmente no hay demasiada diferencia entre las mujeres que desesperadas por el paso del tiempo se someten a una cirugía plástica tras otra, a cuanta promesa de rejuvenecimiento aparece en el mercado de la industria estética. Empiezo a pensar que la única diferencia es que mi obsesión está enfocada en el interior, que los cuatro análisis de sangre que llevo hechos en lo que va del año, que los cientos de cápsulas que he tomado sin demasiada conciencia de su composición, son la expresión de lo que quisiera hacerles a mis células, a mis arterias, a mis órganos: una cirugía plástica para estirarles la juventud, para que dejen de envejecer. Pienso que es una buena conclusión. Digo en voz alta para convencerme: esto tiene que parar. Pero un rato después vuelvo a leer el mensaje del Kit de Pic, leo que el nivel óptimo es tres, leo que la mayoría de la población mundial se ubica por encima de 15. Algo se despierta, la seducción del mensaje ejerce su influjo, la curiosidad desatada por saber cuán inflamada estoy. Esto tiene que parar, digo en voz alta. Pero no sé si va a parar.
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Es el medicamento más vendido del mundo, y se receta para evitar catástrofes cerebrovasculares. Pero las certezas en torno a él se han fisurado. He aquí el camino de una mujer sana pero afligida a la que no le satisfizo el consenso de que las estatinas son la solución indiscutible para reducir el colesterol, porque el colesterol es la fuente de todos los males para el corazón.
Mi médico se calzó los anteojos, se los quitó, los limpió, se los volvió a calzar, empezó a cargar en su computadora los números impresos en el análisis de sangre que le había entregado después de una breve conversación con intercambios de cortesía. Se te ve muy bien, me había dicho al entrar al consultorio; un día gélido de junio de 2024. Pero mientras cargaba los datos hubo un gesto, un movimiento tenso en el ceño mientras leía. Y yo, que hasta ese momento no había prestado demasiada atención a qué significaban cada una de esas siglas que me describían por dentro, contuve la respiración. Creí que en esos segundos que siguieron a su gesto tenso estaba buscando las palabras para darme una mala noticia. Pero dijo:
—¡La puta! ¡Esta máquina de mierda! Se me borró todo —y yo volví a respirar con más tranquilidad, no sin pensar en ese tinte perverso que tiendo a percibir en situaciones así, cuando el miedo del paciente aflora y el médico deviene un poco Dios.
No usa bata blanca, debe estar cerca de los 70 años, se lo ve conforme con su estado físico y alardea bastante con eso después de haber superado un cáncer de próstata. Es jefe de la sección de clínica general de uno de los sanatorios más notorios de Barrio Norte, Buenos Aires. El dato no es menor; siempre que pienso en cambiarlo por otro, me imagino en una emergencia, una internación imprevista, una cirugía urgente, estar recluida en ese lugar. Y entonces sospecho la importancia de ser paciente del jefe: paciente particular, atendida en su consultorio particular, pagando unos 80 dólares porque desde hace tiempo solo atiende consultas particulares. Cuando imagino cosas así pienso que la prepaga cubriría la internación, la cirugía, todos esos gastos millonarios, y mi médico, tal vez con cierta dedicación especial porque soy su paciente particular, estaría allí, cerca, para cuidar que los médicos y enfermeros bajo sus órdenes hagan lo que tienen que hacer y no se olviden de aquello que no deben olvidar.
Al terminar de cargar los indicadores en la computadora dijo:
—El colesterol está alto. Voy a recetarte estatinas.
Hasta hace poco, mis marcadores de salud eran impecables: peso, presión arterial, colesterol, triglicéridos, glucemia, vitamina D, etcétera. Todos los temas que ocupan a la mayoría de la población en su adultez estaban en mi cuerpo y sangre en su punto óptimo. Siempre había sido así; hacía todo lo indicado para que fuese así. Comida sana, ejercicio diario y excesos mínimos y esporádicos. Mi médico me felicitaba después de cada chequeo anual y me enviaba a mi casa con la recomendación de que siguiese practicando mis hábitos de vida saludables.
Toda esa bonanza estaba dando un giro imprevisto. Sin que yo hubiese hecho nada fuera de lo habitual. Simplemente ocurría; un giro hacia la zona del mal solo explicable por el paso del tiempo. Mi colesterol había trepado hasta un nivel peligroso que requiere medicación de acuerdo a los protocolos que rigen la práctica médica desde hace más de tres décadas, y que sostienen que el colesterol alto es la principal causa de enfermedades cardio y cerebrovasculares, y que las estatinas son el medicamento que soluciona el problema. Una aseveración que, supe un tiempo después de la consulta y de investigar el tema, está en plena discusión con posiciones antagónicas sobre las causas (el colesterol alto), el remedio (las estatinas), y los posibles efectos secundarios del que se dice es el fármaco más vendido en el mundo.
—Una píldora por noche —indicó mientras repetía el nombre que iba a convertirse en mi nueva obsesión.
Una de las varias marcas que desde que se descubrió la medicación en 1987 sirven para bloquear la producción de colesterol en el cuerpo, consiguiendo que se reduzca su presencia en la sangre.
Al despedirnos, no me dijo cuándo tenía que volver a verlo. Repitió: veamos cómo te va con esto. Solo mencionó que un porcentaje bajísimo de pacientes pueden llegar a sentir dolores musculares, calambres y algo de fatiga que van cesando a medida que el cuerpo se acostumbra; dijo también que no hiciera caso de la mala fama de las estatinas. Una recomendación incompleta e insuficiente que en ese momento no entendí. Pero ni siquiera atiné a preguntar a qué se refería, tal vez porque ya estábamos en la puerta saludándonos hasta la próxima vez.
Salí de la consulta, fui a la farmacia y compré la caja de estatinas sin ninguna convicción. Me resistía a empezar ese camino empedrado de píldoras de por vida. Hasta ese momento los cambios, después de los 50 años, se habían ensañado con la parte exterior; un proceso asimilado no sin angustias de distinta intensidad. Sobre las transformaciones internas, sobre el estado de la sangre y las arterias por las que circula, no había tenido ninguna señal, ningún síntoma de anomalía. La noticia me cayó mal, muy mal, un límite a mi ego, una embestida contra la ridícula certeza de que con privación y voluntad todo, incluso los cambios por el paso del tiempo, podía mantenerse bajo mi control.
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El colesterol es una sustancia cerosa, parecida a la grasa, que es producida por el hígado y viaja a través de la sangre en partículas llamadas lipoproteínas: algunas son de alta densidad, algo así como un vehículo de gran tamaño, ágil y necesario, y que, por sus siglas en inglés, se conoce como HDL (Higth Density Lipoprotein): es el colesterol que se considera “bueno” porque transporta la parte que el cuerpo no necesita, lo que sobra y hay que desechar; por eso, cuanto más alto, mejor.
Pero existen otras lipoproteínas que son de baja densidad, algo así como un transporte pequeño y pegajoso que se conoce como LDL (Low Density Lipoprotein): es el colesterol “malo”, capaz de adherirse con facilidad a las paredes de las arterias y formar placas que al obstaculizar la circulación normal de la sangre pueden provocar un infarto o un accidente cerebrovascular, ACV. También puede ocurrir que esas placas se desprendan parcialmente formando un coágulo que se mueve por el torrente sanguíneo hacia arterias más delgadas, obstruyéndolas con el mismo potencial de daño. Por eso, cuanto más bajo el nivel de colesterol “malo”, mejor.
Como ocurre con casi todo nuevo descubrimiento, desde el comienzo, a fines de los ochenta, hubo discusiones sobre la relación costo-beneficio del uso de estatinas, especialmente en su prescripción como fármaco preventivo para pacientes que nunca sufrieron un infarto o ACV (la denominada prevención primaria). En pacientes con antecedentes de ataques previos (prevención secundaria), la aceptación tuvo un consenso mayor. La controversia se agudizó a comienzos de este siglo cuando emergieron sospechas sobre posibles manipulaciones de la industria farmacéutica para potenciar la prescripción de estatinas a pacientes que no está claro que las necesiten. Un artículo de agosto de 2024, llamado “La estatinástrofe”, firmado por Ernesto Prieto Gratacós, responsable del Laboratorio de Ingeniería Biológica y del blog Science to the People!, dice: “En el año 2000 y nuevamente en 2004, sin ninguna evidencia científica nueva para respaldarlo, se modificó la definición médica de "colesterol alto" de 240 mg/dL a menos de 200 mg/dL, con lo que instantáneamente millones de personas pasaron a ser catalogados como pacientes de riesgo por exceso de colesterol (hiper-colesterolemia). De inmediato, todos esos millones de afiliados a la medicina pre-paga pasaron a tener derecho a las estatinas, al tiempo que los médicos se ven presionados a prescribirlas en conformidad con los protocolos de mejores prácticas... Como hemos dicho, esta decisión no se basó en ningún hallazgo clínico ni experimental…Más tarde se descubrió que 8 de los 9 especialistas que originalmente recomendaron la reducción del umbral de colesterol tenían vínculos financieros directos con los fabricantes de estatinas.”
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Unos años antes, en un artículo publicado el 17 de octubre de 2019 en eldiario.es, firmado por Darío Pescador, con el título “Las estatinas y las dudas sobre su eficacia” y la bajada: “Es el medicamento más vendido en el mundo pero su efectividad está en entredicho”, se presentaba una síntesis muy clara que recorría una docena de investigaciones científicas que revelaban que las estatinas funcionan en determinados casos y reducen el número de infartos especialmente en las personas con LDL elevado hereditariamente, y que también son efectivas para reducir la mortalidad en pacientes que presentan el llamado “trío de la muerte”: LDL alto, HDL bajo y triglicéridos altos. El problema es que hay contraejemplos y cada vez más evidencia de que no funcionan siempre ni por los motivos que se piensa.
La defensa de las estatinas, dice el artículo, responde a una teoría aceptada como dogma por la mayoría de las instituciones sanitarias: el nivel elevado de colesterol LDL es el causante de las lesiones y las obstrucciones en las arterias; si se come mucha grasa, el LDL será alto y habrá más probabilidades de sufrir un infarto. Sin embargo, cada vez más estudios indican que el HDL bajo y los triglicéridos altos son el verdadero riesgo, y que los valores de LDL solo son sintomáticos. Por ejemplo, hay personas que solo tienen el LDL alto, pero los demás factores en rangos saludables: HDL elevado y triglicéridos bajos: estas personas sufrieron más mortalidad tomando estatinas.
Un metaestudio de la Universidad de Cambridge, con más de 65 000 casos analizados, reveló que las estatinas no reducían la mortalidad de los pacientes con riesgo de enfermedad cardiovascular, y que tampoco tenían efectos beneficiosos en las personas mayores de 70 años ni en las que ya habían sufrido algún ataque. Y con efectos secundarios: un aumento de la resistencia a la insulina, el doble de probabilidad de padecer diabetes y posible pérdida de memoria, aunque este último punto aún no se pueda confirmar con los estudios existentes.
La conclusión de la nota es que “la controversia sobre el medicamento más vendido de la historia seguramente seguirá durante varios años ya que los científicos están amargamente divididos a favor y en contra. Un metaestudio de la prestigiosa Cochrane Library encontró que las estatinas tenían efectos favorables en el riesgo y la incidencia de enfermedades cardiovasculares en la mayoría de los casos, con pocos efectos secundarios. Sin embargo, la misma revisión alerta que “de los 18 estudios comparados todos, menos uno, habían sido financiados por compañías farmacéuticas, y también del riesgo de sesgo en los resultados, especialmente de los efectos secundarios.”
Entendí, después de leer este y otros artículos de buena fuente, a qué se refería mi médico cuando mencionó la mala fama de las estatinas. Recordé sus palabras: no hagas caso, y veamos cómo te va.
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Joan Ramón Laporte es el autor de Una sociedad intoxicada, publicado en España en 2024, y fundador del Instituto Farmacológico de Catalunya. En entrevistas con el diario La Vanguardia y con Infobae, y en relación con los indicadores de salud que se vuelven cada día más estrictos, dijo: “Un caso palmario es el del colesterol. Cada vez es más bajo el umbral que se considera que debe medicarse. Las estatinas se recetan aquí como si fueran caramelos, pero sus efectos secundarios no son desdeñables: desde dolores musculares hasta diabetes… Y ahora mismo un millón de catalanes las están tomando: ¿las necesitan?”.
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John Scharffenberg, médico y nutricionista formado en Harvard, de 102 años, dice en una nota de La Vanguardia publicada el 28 de abril de 2015: “Bajar el colesterol no evita enfermedades cardíacas. Los estudios muestran que los hombres mayores de 75 años viven más tiempo con niveles de colesterol más altos”. El médico asegura que evitando siete factores de riesgo del estilo de vida podemos reducir el riesgo de accidente cardiovascular en un 80% y el de diabetes en un 88%. Esos factores son el tabaco, el alcohol, la inactividad física, el sobrepeso, el consumo excesivo de carne y azúcar, la hipertensión y el colesterol elevado. Aunque, dice, los más relevantes son los cinco primeros, porque son los que influyen en la presión arterial y el colesterol. En la nota, el médico se manifiesta especialmente crítico con la actual industria médica; asegura que hay una cultura muy extendida de recetar pastillas en exceso, cuando no debería ser así. “Podríamos evitar muchas muertes simplemente cambiando el estilo de vida, pero los médicos no lo aceptan, han estado durante años recetando montones de estatinas para bajar el colesterol pensando que si lograban reducirlo no habría más enfermedades cardiovasculares, y se ha demostrado que eso es un error”. El colesterol como indicador aislado no es un buen predictor de riesgo de enfermedad cardíaca en personas mayores, y “denuncia que el sistema médico actual, enfocado en consultas rápidas y tratamientos farmacológicos, dificulta un enfoque real en la prevención de enfermedades.”
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Unos días después de la consulta le envié a mi médico varios artículos críticos que ponían en duda que el colesterol sea la causa principal de los infartos y ACV, y que las estatinas fueran un buen método preventivo para evitarlos. Le decía en ese mensaje que esperaba que no lo tomara a mal, pero que estaba preocupada porque los efectos secundarios parecían ser mucho más graves que los que él me había mencionado: una bajísima probabilidad de sufrir dolores musculares. Esas otras consecuencias de las que él no había hablado tenían que ver con la importancia del colesterol para el buen funcionamiento del cuerpo y las implicancias negativas de inhibir su producción: menos energía disponible para formar las membranas que protegen a las células, la producción de hormonas, los procesos metabólicos, el buen funcionamiento del cerebro, el corazón, el hígado y los riñones que son los órganos que más energía demandan. Le decía que había leído que las estatinas suprimen el síntoma enmascarando las causas reales del problema. Le decía que había leído que había que cambiar la conversación sobre el colesterol, que había que entender que no es un enemigo, que no es una toxina, que es algo esencial que el cuerpo necesita. Me respondió enseguida, con esmerada amabilidad. Dijo que me comprendía, pero que él no podía darme la respuesta, que la biblioteca médica estaba partida en dos, que lo pensara, que analizara la relación costo-beneficio: que la decisión era mía. No insistí. Cómo explicarle que no se trataba de lo que yo quería sino de lo que debía hacer para seguir sana, para aventar el fantasma de la herencia materna: un infarto a los 70 años, fulminante y sin señales previas. El intercambio de mensajes concluyó con mi claudicación: le dije que tomaría las estatinas porque, sencillamente, tenía miedo de no hacerlo.
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“¿Por qué deberíamos medir la lipoproteína (a) al menos una vez en la vida?”, un artículo publicado en el sitio web Cardioalianza, el 23 septiembre de 2024, informa sobre un estudio presentado en el Congreso de la Sociedad Europea de Cardiología que reveló la importancia de conocer los niveles de lipoproteína(a) (Lp(a)), una molécula producida en el hígado que puede aumentar de manera significativa el riesgo de enfermedades del corazón, incluso si el colesterol LDL está en niveles normales. La Lp(a) no se modifica con la alimentación o el ejercicio, ya que está determinada principalmente por la carga hereditaria, por eso su nivel se mantiene a lo largo de la vida. La nota dice que si bien la Lp(a) no se mide comúnmente en los análisis de sangre de rutina, muchos expertos recomiendan ahora que todas las personas, especialmente aquellas con antecedentes familiares de enfermedades del corazón, se hagan este análisis al menos una vez. “Hablar con tu médico sobre la posibilidad de hacer un análisis de Lp(a) es un buen paso para comprender mejor tu riesgo cardiovascular. Al igual que con el colesterol y la presión arterial, estar informado sobre tus niveles de Lp(a) te permite tomar decisiones más acertadas sobre tu salud. No dejes pasar esta oportunidad de cuidar tu corazón, especialmente si tienes factores de riesgo o antecedentes familiares de enfermedades cardiovasculares”.
Revisé mis últimos análisis. El colesterol total: 248. No figuraba la discriminación entre colesterol bueno y el malo. No figuraba la lipoproteína (a). Los triglicéridos, sí: y tenían un valor fantástico, completamente normal. A medida que iba informándome más me preguntaba si mi médico realmente conocía mi estado de salud y el potencial de mi riesgo, o si tan solo me recetó estatinas como un acto reflejo, como un cordero manso que sigue a la manada.
José Viña es catedrático de Fisiología en la Universidad de Valencia, director de la Cátedra de Gerociencia en la Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM), autor de más de 350 estudios científicos y del libro La ciencia de la longevidad. En una entrevista de elespañol.com, publicada el 10 de mayo de 2025, con el título “El colesterol que más nos debe preocupar no es el de las grasas sino el heredado de los padres”, dice que la hipercolesterolemia viene en gran parte de causas familiares endógenas, producidas por cada persona. La dieta y el ejercicio pueden aportar hasta un 30% del colesterol, y esto es mucho. Pero las grasas han sido malignizadas, estigmatizadas, y no lo merecen. Se ha visto que se puede consumir grasa, mientras que no hace falta tanto carbohidrato como se decía hace 20 años… “Hemos de estar más preocupados por el colesterol heredado”, sentencia Viña.
“La lipoproteína(a), el nuevo villano silencioso”, es el nombre de un artículo publicado en la web del periódico La nueva España, publicado el 20 de mayo de 2025. Allí explica que este indicador es “un viejo conocido con nueva popularidad”. La Lp(a) es una molécula de LDL (el conocido “colesterol malo”— a la que se une una proteína adicional llamada apolipoproteína(a). Esta unión le confiere propiedades especialmente nocivas: por un lado, es aterogénica, ya que favorece la formación de placas de ateroma; por otro, es trombogénica, al facilitar la formación de coágulos en el torrente sanguíneo. A diferencia de otros lípidos, los niveles de Lp(a) están determinados casi exclusivamente por la genética. Apenas se ven influenciados por la dieta, el ejercicio físico o el estilo de vida a lo largo de la vida de una persona. Actualmente, tampoco existen fármacos específicos contra la Lp(a), motivo por el cual tanto la Sociedad Europea de Cardiología como la American Heart Association recomiendan su determinación al menos una vez en la vida, especialmente en personas con antecedentes familiares.
Anoté entonces en mi agenda: pedir un análisis de lipoproteína (a), Lp(a), para saber finalmente y de una vez por todas cuánto de eso que tanto temo heredé de mi madre.
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“No busques más síntomas en internet. Hay aproximadamente 70 mil búsquedas sobre salud por minuto.” El mail inesperado llega desde una de las más importantes empresas de medicina prepaga. “Gran parte de la información que aparece no está chequeada por especialistas y, si lo está, suele ser difícil de interpretar para una persona que no estudió medicina. Sin embargo, ante cualquier duda médica, seguimos buscando respuestas en internet. Queremos cuidar a nuestros socios y por eso desarrollamos Chateá, un nuevo servicio de chat para hablar y consultarle a un médico de verdad”.
Pensé enseguida en las búsquedas que había realizado sobre colesterol y estatinas después de la consulta con mi médico; si algún algoritmo habría detectado mi insistencia en averiguar; si habría alguna conexión entre el historial de mis últimas intervenciones en internet y ese mensaje que era una especie de advertencia.
Apenas dos semanas después, desde el mismo remitente, la insistencia en el tema: “En un mundo lleno de ‘trucos caseros’, ‘consejos de conocidos’ y ‘datos sin chequear en Internet’, es fácil perderse entre tanta información. Pero cuando se trata de tu bienestar, no hay lugar para las dudas. Podés buscar en Google. Podés preguntarle a una IA. Incluso podés consultar a tus amigos. Pero solo un profesional de la salud puede darte una respuesta clara y segura. En la Semana de la Salud, y siempre que lo necesites, consultá con médicos de verdad”.
La pregunta sería qué es un médico de verdad. La pregunta también podría ser qué es lo que está detectando la empresa de salud, qué competencia tal vez inesperada los está preocupando. La pregunta sería por qué las personas buscan, buscamos, busco despejar las dudas en internet.
Una respuesta posible sería que la confianza en el sistema de salud y en la industria que lo sostiene se está derrumbando. Y que la figura más inmediata, la más cercana al paciente en ese conglomerado de intereses cruzados, el médico, se está desmoronando a la par. Médicos que atienden (seguro que no todos, pero seguro que muchos) con cierto espíritu desganado, sin tiempo que perder, sin demasiado entusiasmo ante un paciente inquieto e informado con ganas de hacer preguntas, de cuestionar una versión escrita en protocolos no pocas veces desactualizados que no acepta críticas ni fisuras. Por ejemplo, que las estatinas son la solución indiscutible para reducir el colesterol porque el colesterol es la fuente de todos los males para el corazón.
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Las enfermedades cardiovasculares matan a la mitad de la población, dice el doctor La Rosa, mirando a cámara, su rostro en primer plano, un enorme corazón púrpura latiendo como telón de fondo. “¿Cuál es tu riesgo cardiovascular? ¿Qué valores en tu analítica de sangre importan más? Te adelanto que no es el colesterol”.
No dice que no importa. Dice que no es el que más importa. Dice que medir el riesgo cardiovascular enfocando la lupa solo allí es un grave error que, por omisión o pereza, por dogmatismo o intereses sectoriales, se sigue cometiendo con consecuencias graves y visibles: la prescripción de estatinas solo por tener el colesterol total y/o el malo elevados, con millones de nuevos consumidores en el mundo desde que se redujo el umbral de “lo tolerable”, no consiguió en décadas que las enfermedades cardiovasculares dejaran de ser la primera y principal causa de muerte.
En el video publicado en su canal, con más de seis millones de seguidores, explica que tener diabetes o azúcar elevada en sangre es la principal fuente de riesgo de sufrir un infarto. Una afirmación que se basa en un estudio que analizó la evolución de 28 000 casos por más de 21 años, mujeres sanas que al empezar el estudio no tenían enfermedades cardiovasculares. El segundo factor de riesgo resultó ser lo que se conoce como síndrome metabólico y que se diagnostica cuando el paciente presenta tres o más de las siguientes características: una cintura más grande de lo que debería tener por acumulación de grasa por sobrepeso; presión arterial alta; niveles de azúcar en sangre elevados; triglicéridos elevados; bajo nivel de colesterol “bueno”. Más abajo, en la lista de factores de riesgo aparecen la hipertensión, la obesidad, fumar y el componente hereditario.
El doctor La Rosa exhibe estadísticas y hace cuentas que dicen que tener diabetes representa un riesgo 10 veces más alto que tener el colesterol “malo” elevado. Que tener síndrome metabólico o triglicéridos altos implican un riesgo cuatro veces mayor. Cálculos de los que se habla muy poco porque están, dice el médico, íntimamente relacionados con la calidad de la comida, de la enormidad de carbohidratos que se han transformado en la principal fuente de energía que se consume y que la industria alimenticia y farmacéutica parecen no considerar como un factor de riesgo.
Recetar estatinas a un paciente solo por tener el colesterol total y/o el “malo” elevado sería entonces un error que está llevando a la sobremedicación injustificada. Pero más aún, un paciente podría tener un colesterol total bajo, un colesterol “malo” también bajo y de todos modos tener un alto riesgo de sufrir un infarto si, por ejemplo, no regula su azúcar en sangre o su síndrome metabólico. Esa mirada parcial, incompleta e imprecisa que únicamente hace foco en el colesterol alto es la que intenta modificar la medicina integrativa, analizando la condición general de los pacientes.
Para eso los análisis son más detallados y exhaustivos. Porque existen indicadores más precisos que no son habituales de encontrar en un análisis estándar de sangre solicitado por un médico que no está actualizado o que no está dispuesto a alterar el statu-quo hasta que no se pronuncien las asociaciones médicas que emiten los protocolos que rigen la profesión.
“Algunos científicos comparan con los antivacunas a quienes cuestionan los beneficios de las estatinas”, se lee en un artículo del diario El País de España, publicado el 13 de diciembre de 2018, y titulado “¿Deben tomar estatinas las personas sanas?”. Allí se cita al editor de la prestigiosa revista científica The Lancet, Richard Horton, que llegó a decir que el daño causado a la confianza del público por los críticos de las estatinas era similar al que provocó un artículo que en 1998 relacionaba las vacunas con el autismo. “Aprendimos lecciones de aquel episodio —dice Horton— que deben ser ampliamente promulgadas. Son lecciones para todas las revistas y todos los científicos”. La nota concluye que “pese a los esfuerzos de instituciones como The Lancet, es improbable que desaparezca el debate sobre el uso de las estatinas por personas sin problemas cardiovasculares previos”.
Un artículo de La Vanguardia, publicado el 1 de julio de 2015, resume en su título todo el asunto: “´El colesterol alto se asocia a longevidad´ versus ´hay que bajarlo siempre´: la batalla de mensajes enfrentados sobre este índice confunde a los pacientes”.
Como tantos otros que discuten la demonización del colesterol y las bondades de las estatinas, tal vez anticipándose a las críticas de quienes los comparan con los detractores de vacunas y de fomentar la incredulidad en la ciencia, el doctor La Rosa, en sus populares videos, no dice que no importa el colesterol, dice que no es lo único que importa y que las investigaciones más recientes ponen en evidencia que hay mucho más que mirar antes de tomar una decisión de prescripción.
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¿Por qué, entonces, no se solicitan análisis con biomarcadores más exhaustivos para medir de una forma más certera el riesgo de las enfermedades que matan a la mitad de la población? La respuesta la brinda un joven cardiólogo y cirujano español, que forma parte de la academia y de la asociación de cardiología de su país, que es además uno de los responsables de desarrollar en España el Score (Systematic Coronary Risk Evaluation), una especie de calculadora que estima la probabilidad de morir por enfermedad cardiovascular, coronaria y no coronaria, en los próximos 10 años. José Abellán, autor del best seller publicado en 2023, Lo que tu corazón espera de ti, explica con cierto pudor (tal vez porque él pertenece a ese mundo que está criticando) en una larga entrevista que le hace el endocrinólogo Borja Bandera, y que se puede buscar en YouTube con el nombre: “La dura verdad del colesterol”, que los protocolos tardan en modificarse. Y dice mucho más: que medir en laboratorio la lipoproteína (a) para conocer el riesgo heredado, que medir la lipoproteína APO B100 (la parte del colesterol que más peligro aporta y que sería algo así como todo lo que no es colesterol bueno), que medir la insulina en lugar de la glucosa porque es una forma más precisa de conocer cuán cerca se está de tener diabetes, que medir la proteína C Reactiva que marca el nivel de inflamación del organismo (que es también un problema para la salud de las arterias), que medir cualquiera de todas esas cosas es más complejo y más caro que medir simplemente el colesterol total y el “malo”. Es decir, que hay costos, intereses en juego.
El doctor dice que hay que atacar los motivos por los que el colesterol está alto en lugar de tapar el síntoma con medicación. Una infección recurrente puede hacer subir el colesterol, no dormir bien, vivir en permanente estado de estrés, no hacer ejercicio, una dieta no equilibrada, consumir drogas y fumar. La buena noticia que trae a la conversación es que tomar vino tinto de manera habitual reduce el riesgo de sufrir un infarto, pero dice que una porción de torta puede darle al cuerpo todo el colesterol que necesita en un mes.
Los protocolos tardan en cambiar. Pero dice ser optimista, cuenta que en los hospitales donde él trabaja los médicos están empezando a solicitar este tipo de análisis de sangre con biomarcadores exhaustivos como norma habitual.
Pienso en su optimismo, pienso en lo lejos que queda España, pienso en la prescripción de estatinas que me recetó mi médico mirando sólo un número: colesterol total, 248.
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Durante cuatro meses consumí las píldoras cada noche. A las semanas de iniciar el tratamiento empecé a sentir dolor en las piernas, cansancio, fatiga. No podía evitar pensar que si dejaba la pastilla me infartaría sin remedio, o se desprendería una placa y formaría un coágulo que navegaría por mis arterias con consecuencias impredecibles. Fui sobrellevando ese malestar esperando que el cuerpo se acostumbrase con el paso de los días a la medicación y volviese a ser el de antes, más rápido, más flexible, menos quejoso.
Casi me había convencido de que tomar estatinas no estaba mal, que era una más entre los millones que lo hacen, que en todo caso estaba tomando algo que no necesitaba, que casi todos los medicamentos esconden consecuencias a futuro de las que se conoce muy poco. Casi me había convencido de todo eso cuando leí un estudio que señala que especialmente en mujeres posmenopáusicas las estatinas aumentan la probabilidad de sufrir diabetes. Recordé las investigaciones que señalan a la diabetes como la principal causa de sufrir infartos.
Fue entonces cuando decidí dejar de tomar las píldoras y buscar la forma de tener un diagnóstico más preciso.
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En su página web, el centro de salud se presenta como especializado en medicina integrativa funcional, algo que definen como “un enfoque holístico que considera al paciente como un sistema complejo, buscando la raíz de las enfermedades y no solo la eliminación de síntomas”. Para eso dicen combinar la medicina convencional con prácticas alternativas y complementarias, especialmente con la medicina ortomolecular, que se basa en utilizar altas dosis de vitaminas, minerales, oligoelementos y hormonas. La propuesta incluye las palabras: prevención, longevidad, inversión, más años de vida con calidad. Un diagnóstico basado en un exhaustivo análisis de sangre para ver qué le falta y le sobra al cuerpo, y en base a eso determinar cuál es el mix de complementos necesario para corregir ese estado interno defectuoso, con la confianza o la fe de que sean efectivos, algo que aún la medicina ortodoxa no termina de avalar, y los más críticos no tardan en señalar como un nuevo gran negocio.
La consulta se paga por adelantado, unos 100 dólares, se puede optar por tenerla de modo presencial o virtual. Se solicita al paciente el envío previo de todos los estudios que se hayan realizado durante el último año, y se pide completar un formulario on line en el que se vuelcan los antecedentes médicos propios y familiares. Además, se deben mencionar dos motivos por los cuales se solicitó la consulta. Anoto: 1. Colesterol total alto, medicada con estatinas que tomé durante cuatro meses y luego abandoné, dudas sobre si tengo que volver a tomarlas o no. 2. Consumo algunos suplementos vitamínicos sin prescripción médica y no sé si son los correctos y si las dosis son las apropiadas.
El día de la cita, cuando empieza el otoño de 2025, nueve meses después de aquel día de junio en que entré a la farmacia a comprar mi primera caja de estatinas, un médico me da la bienvenida en la pantalla. Para un turno presencial había que esperar tres meses. Él, en Córdoba capital, yo en el centro de Buenos Aires. Es un hombre de unos 45 años, con un rostro afable en el que se distingue una boca grande que (lo pensaré después, a lo largo de la consulta) sonríe quizás en exceso, como intentando generar esa confianza que es tan difícil de entablar en una primera cita virtual. No usa bata blanca, y salvo su imagen en un primer plano, solo se ve una pared blanca y una planta de grandes hojas verdes como telón. Hago un esfuerzo e intento sentirme a gusto mientras escucho cómo busca ahuyentar cualquiera de las sospechas que acechan sobre eso que él representa. Tras una introducción sobre el equipo médico, remarca que ya no se puede negar la importancia del enfoque que practican, que este año ha comenzado a dictarse en la Universidad de Córdoba un Posgrado de Medicina Integrativa Funcional. Que también la Escuela de Graduados de la Asociación Médica Argentina (AMA) dictará en agosto próximo un curso superior intensivo. Lo dice como una descarga, como si pesara sobre la disciplina la falta de tradición, la antigüedad corta que dificulta las investigaciones de campo de largo plazo que brinden la suficiente evidencia científica para acallar las dudas de la medicina más ortodoxa.
Ha leído mis estudios, mi ficha médica, me confirma que mi decisión ha sido la correcta al dejar la medicación. Pero que para tener una evaluación más precisa de mi riesgo cardíaco, me hará estudios complejos: escucho todo aquello que ya conozco gracias a Ernesto Gratacós, al doctor Viña, al doctor Laporte, al doctor La Rosa, al doctor Abellán, etcétera, etcétera. Dice: LDL, HDL, lipoproteína (a), lipoproteína APO B100, Proteína C Reactiva, triglicéridos y perfil lipídico.
Una semana después, le envío los resultados de los análisis: todos los biomarcadores están bien, normales. Salvo el colesterol total y el colesterol malo, el LDL. No hay riesgo genético, no hay inflamación, el colesterol bueno es alto, los triglicéridos bajos. Para la medicina integrativa soy una persona saludable a pesar de tener el LDL alto. En un mensaje telefónico me recuerda que debo comer proteínas, grasas saludables, que no debo comer carbohidratos, ni azúcares, ni demasiadas frutas. Le digo que no sé si podré cumplir, que una tostada, que una medialuna, que una copa de vino. La respuesta: puedo hacer lo que quiera, es mi decisión. Y entonces me atrevo y pregunto: ¿si tomo estatinas puedo comer croissants sin correr riesgos? Contesta que no. Que las estatinas no me van a proteger de nada. Que la mayoría de las personas hacen exactamente eso: llevan una vida no saludable y creen compensar con la píldora todo el daño que se hacen.
Poco después me envía un recetario de suplementos con una leyenda en letras mayúsculas que dicen para qué sirven: Mejorar angustia, Mejorar ansiedad, Mejorar irritabilidad, Mejorar descanso, Mejorar fatiga por la mañana, Mejorar energías, Mejorar dermatitis, Mejorar inflamación, Mejorar digestión, Mejorar pelo y uñas. Pienso en lo que no dice: mejorar los niveles de colesterol. Pienso que no necesito mejorar la mayor parte de los problemas incluidos en esa lista. Pero acato y unos días después encargo los suplementos que tienen un costo de unos 300 dólares mensuales y ninguna cobertura de la medicina prepaga. Quince veces el costo de las estatinas.
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La próxima consulta por internet será en julio. Un mes antes, el doctor cordobés me enviará las órdenes para hacerme nuevamente los análisis y ver si los suplementos me están haciendo bien. Pienso en si las tres cápsulas de Omega 3 que tomo por día influirán positivamente sobre el colesterol malo, haciéndolo descender. Algunos dicen que sí; otros dudan de la eficacia de los suplementos y ponen el énfasis en la falta de evidencia científica.
Desde hace semanas, a la espera de la próxima consulta, consumo los suplementos cuatro veces por día. Llevo conmigo una bolsa coqueta con los nueve tarritos de plástico blanco en los que está inscripta la fórmula con ingredientes de nombres imposibles de recordar. Los dolores musculares y la fatiga desaparecieron un par de meses después de dejar las estatinas y eso representa un enorme alivio, una victoria inesperada: recuperar el placer de caminar sin dolores ni agobios.
No sé todavía qué haré si el colesterol total y en especial el colesterol malo siguen altos, en esa zona crítica que hace sonar las alarmas de la mitad de la biblioteca médica. No sé por qué hemisferio de ese universo partido en dos me inclinaré. No sé a cuál de los dos doctores, si al de siempre o al nuevo cordobés, elevaré al pedestal de médico de verdad. Uno en el que depositar, finalmente, la confianza.
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Una semana después de la fecha en que se cumplía un año desde mi último control, un día también gélido de junio pero de 2025, recibí un mensaje de mi médico de siempre, que me recordaba la cita pendiente y me invitaba a sacar un turno antes de un viaje que lo tendría fuera del país por más de un mes. Y como si hubiese decidido continuar el intercambio de mensajes de un año atrás, tal vez sospechando que había dejado de tomar las estatinas y que por eso estaba evitando verlo para iniciar mi chequeo anual, adjuntó dos artículos que refutaban aquellos que yo le había enviado la última vez que hablamos. Los que él enviaba ahora resumían las posturas de instituciones de referencia en el país y, por supuesto, coincidían con la suya. Leí entonces que el cardiólogo Navarro Estrada, expresidente de la Sociedad Argentina de Cardiología (SAC), decía: “La Argentina es un país epidemiológicamente complicado. El 60% de la población tiene sobrepeso y eso suele acompañarse de otros factores de riesgo como el sedentarismo, la hipertensión, la diabetes o la obesidad, que ha aumentado en los últimos 15 años. Entonces, la mortalidad cardiovascular se ha reducido más que por los factores de prevención por los factores terapéuticos… El consumo de estatinas debería estar en aumento porque hay toda una serie de desarrollos científicos y demostraciones de su utilidad”. La nota había sido publicada por el diario La Nación el 25 de enero de 2023, con el título “¿Sobreconsumo? Por qué crece el uso de fármacos para bajar el colesterol”.
En la misma nota, Mariano Napoli Llobera, médico cardiólogo miembro de la Sociedad Interamericana de Cardiología, decía que “se ha detectado un aumento del 18% al 26% a nivel global en el uso de estatinas en los últimos años. Y la Argentina no es la excepción… La prevención primaria y secundaria tienen un alto grado de recomendación ya que provienen de análisis de décadas de investigación científica, en donde los pacientes tratados con estatinas tuvieron una reducción significativa de la mortalidad total”.
“Pueden presentarse dos personas con el mismo nivel de colesterol y a una se la medica y a la otra no”. La cita es del cardiólogo Walter Masson Juárez, especialista en prevención cardiovascular del Hospital Italiano de Buenos Aires, que explica en el artículo que existen dos elementos que un médico debe analizar para tomar la decisión de recetar o no estatinas a un paciente: uno es el nivel de colesterol y el otro es el nivel de riesgo cardiovascular de la persona. El riesgo puede ser chico, mediano o alto y se calcula en base a los valores de colesterol, a si se tiene o no diabetes, si se presenta tabaquismo, obesidad o sedentarismo, más el componente genético, entre otros factores. El uso de estatinas se justifica cuando el colesterol LDL es elevado y el riesgo se ubica de mediano para arriba. “Claramente —dice el médico— si se compara el consumo actual con el de hace 15 años, hay un aumento, pero no creo que haya un sobreconsumo. Al revés, creo que el tratamiento es subóptimo”, según estudios que muestran que solo la mitad de los pacientes de muy alto riesgo están recibiendo estatinas. “Lo que suele suceder con los remedios que se tienen que tomar por mucho tiempo es que tiende a haber una merma en la adherencia. Hay cuestiones relacionadas a los costos, a los efectos adversos y a la inercia médica. El efecto nocebo, que es lo contrario al efecto placebo, hace que los pacientes crean que tienen efectos adversos causados por este medicamento, como los dolores musculares, pero no lo son. Hay efectos adversos, pero están sobreestimados”.
El especialista coincidía con mi médico; me parecía escuchar su voz en nuestra despedida de la consulta de un año atrás: no hagas caso de la mala fama de las estatinas. En lo que no había coincidencia era en esa combinación de los dos elementos que cualquier especialista debía considerar antes de recetar estatinas: LDL elevado y riesgo cardíaco medio o alto. ¿Cuál era mi riesgo cardíaco? ¿Y si era bajo? ¿Y si empezaba a tomar medicamentos de por vida sólo por tener un LDL un poco por encima del máximo recomendable?
O tal vez lo que mi médico observaba, y yo no quería ver, era que mi estilo de vida era tan saludable que ya no había más ajustes que recomendar; que había antecedentes en mi familia; que también la glucosa estaba en el límite; que ante la duda, mejor prevenir que curar; que la única forma de reducir el colesterol LDL era apelar a los fármacos. Los pensamientos giraban en círculo, como una puerta giratoria, sentía que regresaba al mismo punto de partida una y otra vez.
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Cuando junio terminaba sin que yo hubiese sacado el turno con mi médico de siempre, esperando tal vez volver a verlo a su regreso de ese largo viaje que estaba a punto de emprender, y a pocos días de tener la consulta virtual con mi nuevo doctor cordobés, el algoritmo me trajo el artículo: “Un nivel más bajo de colesterol LDL durante más tiempo es mejor, según una nueva guía: cómo lograrlo”. La nota publicada en el sitio Buena Vida, el 30 de junio de 2025, resume los puntos de la guía elaborada por el Journal of Clinical Lipidology, la institución que reúne a los principales especialistas en lípidos de Estados Unidos: “Los eventos cardiovasculares mayores (como un infarto o un ACV) se reducen proporcionalmente al descenso del colesterol LDL, al valor alcanzado y al tiempo que se mantiene ese nivel bajo”.
En la nota se lee que la enfermedad cardiovascular sigue siendo la principal causa de muerte a nivel mundial, Argentina incluida, y se advierte que en Estados Unidos las tasas de mortalidad se encuentran en aumento desde 2010, revirtiendo una tendencia de más de cuatro décadas de caída, con dos señales alarmantes: casi una de cada tres personas tiene un riesgo muy alto de eventos recurrentes y se observa un aumento desproporcionado en poblaciones más jóvenes y de mediana edad. “Valentín Fuster, leyenda viva de la cardiología mundial, decía ante una sala colmada en la conferencia inaugural del último congreso de la Sociedad Argentina de Cardiología: ‘Señores, todo empieza muy pronto. Si se llevan este concepto a su casa, yo ya estoy contento’, y advertía de que si empezamos a preocuparnos por el corazón a los 50 y por el cerebro a los 60, estamos llegando muy tarde, porque el riesgo comienza a acumularse años antes”.
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Julio llegó con tres carillas enviadas desde el laboratorio que resumen mi estado interior cifrado en cuatro docenas de marcadores que incluía nombres que jamás había leído antes en un análisis de sangre. El resumen que hizo el doctor cordobés al otro lado de la pantalla, en una consulta virtual que duró más de una hora fue el siguiente: todo luce bien salvo los niveles de hormonas sexuales, algo absolutamente previsible para una mujer posmenopáusica que no ha considerado la terapia hormonal sustitutiva como una opción para intentar contrarrestar los efectos indeseados del ínfimo nivel de estrógenos, testosterona y dehidroepiandrosterona-S (SDHEA). En cuanto a lo que realmente me preocupa, el colesterol total y el LDL, siguen casi igual, apenas se redujeron; persisten en esa zona que es normal para unos y de riesgo para otros.
Por estos días, en que trato de tomar una decisión —si pedir ya mismo un turno con mi médico de siempre para cuando retorne de su viaje, o seguir las indicaciones del doctor cordobés, darle tiempo a él y sus creencias y a los suplementos—, me llega un mensaje de la droguería que me prepara las recetas magistrales: me ofrecen un “Kit de Pic” por 30 dólares más gastos de envío. Les respondo que no sé lo qué es. Me dicen que consulte con mi médico, que es algo nuevo que me puede interesar. Decido googlear antes de escribirle al doctor cordobés y encuentro un video de una chica jovencísima, radiante, una influencer tal vez, que dice que el Kit de Pic, Perfil de Inflamación Celular, es algo revolucionario, que una gota de sangre es suficiente para obtener toda la información sobre el nivel de inflamación del cuerpo, algo crucial para la prevención de enfermedades, porque como ya todos deberían saber, dice la chica, en la inflamación está el origen de todas las enfermedades, sin importar la edad. El kit trae todo lo necesario para realizar la extracción de sangre, para guardarla en un envase especial, para enviarla a un laboratorio que está domiciliado en la provincia de Santa Fe. Aunque me resulta un tanto extraño y complejo de implementar, sin pensarlo demasiado, casi como una autómata, le escribo al doctor cordobés, le explico la oferta que recibí. Creo que mi confianza en él comenzó a cobrar fuerza unas semanas atrás, una noche en la que le envié un mensaje junto a una fotografía en primer plano de una nube inquietante de puntos rojos que habían empezado a aparecerme en diferentes zonas del cuerpo. No soy alérgica a nada y supuse que podía ser una reacción a alguno de los suplementos nuevos que había incorporado en mi rutina. Solo después de enviarlo me di cuenta de que eran las 10 de la noche. Supuse que no me respondería. Pero ahí estaba la respuesta inmediata del doctor cordobés diciéndome que su mujer había comenzado el trabajo de parto, que estaba esperando a su segunda hija y saliendo hacia el hospital. Pero, decía en el mensaje, no quería dejar de contestar aunque fuese brevemente porque había detectado mi preocupación; me aseguró que no había ninguna posibilidad de que los suplementos provocasen esa reacción en la piel; me dijo en cambio que podía ser una respuesta de mis intestinos, que recordara evitar los lácteos y las harinas. En esa noche de unas semanas atrás, el doctor cordobés se había convertido de pronto en un médico con la virtud de responder mensajes, un médico con el que se podía contar. Por eso al recibir la publicidad del Kit de Pic no vacilo en escribirle para saber su opinión. No suele dejar notas de voz, pero esta vez lo hace. Siento que vuelve a detectar esa aflicción ensimismada que me acompaña desde hace más de un año, siento que me responde con paciencia, casi con ternura, me repite como en la última consulta que soy una mujer saludable (dada mi edad), me repite que el estrés es una de las causas del colesterol alto, que no dormir bien es otra causa, que la constante vigilancia de mi salud, que ese estado de alerta incesante no colabora en nada, pero siendo que estoy tan preocupada por mi salud, dice, no me vendría mal saber cuán inflamada estoy, que quizás eso contribuya a darme cierta tranquilidad. Le doy las gracias y me quedo mirando los mensajes, un poco avergonzada. Quizás porque empiezo a sospechar que finalmente no hay demasiada diferencia entre las mujeres que desesperadas por el paso del tiempo se someten a una cirugía plástica tras otra, a cuanta promesa de rejuvenecimiento aparece en el mercado de la industria estética. Empiezo a pensar que la única diferencia es que mi obsesión está enfocada en el interior, que los cuatro análisis de sangre que llevo hechos en lo que va del año, que los cientos de cápsulas que he tomado sin demasiada conciencia de su composición, son la expresión de lo que quisiera hacerles a mis células, a mis arterias, a mis órganos: una cirugía plástica para estirarles la juventud, para que dejen de envejecer. Pienso que es una buena conclusión. Digo en voz alta para convencerme: esto tiene que parar. Pero un rato después vuelvo a leer el mensaje del Kit de Pic, leo que el nivel óptimo es tres, leo que la mayoría de la población mundial se ubica por encima de 15. Algo se despierta, la seducción del mensaje ejerce su influjo, la curiosidad desatada por saber cuán inflamada estoy. Esto tiene que parar, digo en voz alta. Pero no sé si va a parar.
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Es el medicamento más vendido del mundo, y se receta para evitar catástrofes cerebrovasculares. Pero las certezas en torno a él se han fisurado. He aquí el camino de una mujer sana pero afligida a la que no le satisfizo el consenso de que las estatinas son la solución indiscutible para reducir el colesterol, porque el colesterol es la fuente de todos los males para el corazón.
Mi médico se calzó los anteojos, se los quitó, los limpió, se los volvió a calzar, empezó a cargar en su computadora los números impresos en el análisis de sangre que le había entregado después de una breve conversación con intercambios de cortesía. Se te ve muy bien, me había dicho al entrar al consultorio; un día gélido de junio de 2024. Pero mientras cargaba los datos hubo un gesto, un movimiento tenso en el ceño mientras leía. Y yo, que hasta ese momento no había prestado demasiada atención a qué significaban cada una de esas siglas que me describían por dentro, contuve la respiración. Creí que en esos segundos que siguieron a su gesto tenso estaba buscando las palabras para darme una mala noticia. Pero dijo:
—¡La puta! ¡Esta máquina de mierda! Se me borró todo —y yo volví a respirar con más tranquilidad, no sin pensar en ese tinte perverso que tiendo a percibir en situaciones así, cuando el miedo del paciente aflora y el médico deviene un poco Dios.
No usa bata blanca, debe estar cerca de los 70 años, se lo ve conforme con su estado físico y alardea bastante con eso después de haber superado un cáncer de próstata. Es jefe de la sección de clínica general de uno de los sanatorios más notorios de Barrio Norte, Buenos Aires. El dato no es menor; siempre que pienso en cambiarlo por otro, me imagino en una emergencia, una internación imprevista, una cirugía urgente, estar recluida en ese lugar. Y entonces sospecho la importancia de ser paciente del jefe: paciente particular, atendida en su consultorio particular, pagando unos 80 dólares porque desde hace tiempo solo atiende consultas particulares. Cuando imagino cosas así pienso que la prepaga cubriría la internación, la cirugía, todos esos gastos millonarios, y mi médico, tal vez con cierta dedicación especial porque soy su paciente particular, estaría allí, cerca, para cuidar que los médicos y enfermeros bajo sus órdenes hagan lo que tienen que hacer y no se olviden de aquello que no deben olvidar.
Al terminar de cargar los indicadores en la computadora dijo:
—El colesterol está alto. Voy a recetarte estatinas.
Hasta hace poco, mis marcadores de salud eran impecables: peso, presión arterial, colesterol, triglicéridos, glucemia, vitamina D, etcétera. Todos los temas que ocupan a la mayoría de la población en su adultez estaban en mi cuerpo y sangre en su punto óptimo. Siempre había sido así; hacía todo lo indicado para que fuese así. Comida sana, ejercicio diario y excesos mínimos y esporádicos. Mi médico me felicitaba después de cada chequeo anual y me enviaba a mi casa con la recomendación de que siguiese practicando mis hábitos de vida saludables.
Toda esa bonanza estaba dando un giro imprevisto. Sin que yo hubiese hecho nada fuera de lo habitual. Simplemente ocurría; un giro hacia la zona del mal solo explicable por el paso del tiempo. Mi colesterol había trepado hasta un nivel peligroso que requiere medicación de acuerdo a los protocolos que rigen la práctica médica desde hace más de tres décadas, y que sostienen que el colesterol alto es la principal causa de enfermedades cardio y cerebrovasculares, y que las estatinas son el medicamento que soluciona el problema. Una aseveración que, supe un tiempo después de la consulta y de investigar el tema, está en plena discusión con posiciones antagónicas sobre las causas (el colesterol alto), el remedio (las estatinas), y los posibles efectos secundarios del que se dice es el fármaco más vendido en el mundo.
—Una píldora por noche —indicó mientras repetía el nombre que iba a convertirse en mi nueva obsesión.
Una de las varias marcas que desde que se descubrió la medicación en 1987 sirven para bloquear la producción de colesterol en el cuerpo, consiguiendo que se reduzca su presencia en la sangre.
Al despedirnos, no me dijo cuándo tenía que volver a verlo. Repitió: veamos cómo te va con esto. Solo mencionó que un porcentaje bajísimo de pacientes pueden llegar a sentir dolores musculares, calambres y algo de fatiga que van cesando a medida que el cuerpo se acostumbra; dijo también que no hiciera caso de la mala fama de las estatinas. Una recomendación incompleta e insuficiente que en ese momento no entendí. Pero ni siquiera atiné a preguntar a qué se refería, tal vez porque ya estábamos en la puerta saludándonos hasta la próxima vez.
Salí de la consulta, fui a la farmacia y compré la caja de estatinas sin ninguna convicción. Me resistía a empezar ese camino empedrado de píldoras de por vida. Hasta ese momento los cambios, después de los 50 años, se habían ensañado con la parte exterior; un proceso asimilado no sin angustias de distinta intensidad. Sobre las transformaciones internas, sobre el estado de la sangre y las arterias por las que circula, no había tenido ninguna señal, ningún síntoma de anomalía. La noticia me cayó mal, muy mal, un límite a mi ego, una embestida contra la ridícula certeza de que con privación y voluntad todo, incluso los cambios por el paso del tiempo, podía mantenerse bajo mi control.
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El colesterol es una sustancia cerosa, parecida a la grasa, que es producida por el hígado y viaja a través de la sangre en partículas llamadas lipoproteínas: algunas son de alta densidad, algo así como un vehículo de gran tamaño, ágil y necesario, y que, por sus siglas en inglés, se conoce como HDL (Higth Density Lipoprotein): es el colesterol que se considera “bueno” porque transporta la parte que el cuerpo no necesita, lo que sobra y hay que desechar; por eso, cuanto más alto, mejor.
Pero existen otras lipoproteínas que son de baja densidad, algo así como un transporte pequeño y pegajoso que se conoce como LDL (Low Density Lipoprotein): es el colesterol “malo”, capaz de adherirse con facilidad a las paredes de las arterias y formar placas que al obstaculizar la circulación normal de la sangre pueden provocar un infarto o un accidente cerebrovascular, ACV. También puede ocurrir que esas placas se desprendan parcialmente formando un coágulo que se mueve por el torrente sanguíneo hacia arterias más delgadas, obstruyéndolas con el mismo potencial de daño. Por eso, cuanto más bajo el nivel de colesterol “malo”, mejor.
Como ocurre con casi todo nuevo descubrimiento, desde el comienzo, a fines de los ochenta, hubo discusiones sobre la relación costo-beneficio del uso de estatinas, especialmente en su prescripción como fármaco preventivo para pacientes que nunca sufrieron un infarto o ACV (la denominada prevención primaria). En pacientes con antecedentes de ataques previos (prevención secundaria), la aceptación tuvo un consenso mayor. La controversia se agudizó a comienzos de este siglo cuando emergieron sospechas sobre posibles manipulaciones de la industria farmacéutica para potenciar la prescripción de estatinas a pacientes que no está claro que las necesiten. Un artículo de agosto de 2024, llamado “La estatinástrofe”, firmado por Ernesto Prieto Gratacós, responsable del Laboratorio de Ingeniería Biológica y del blog Science to the People!, dice: “En el año 2000 y nuevamente en 2004, sin ninguna evidencia científica nueva para respaldarlo, se modificó la definición médica de "colesterol alto" de 240 mg/dL a menos de 200 mg/dL, con lo que instantáneamente millones de personas pasaron a ser catalogados como pacientes de riesgo por exceso de colesterol (hiper-colesterolemia). De inmediato, todos esos millones de afiliados a la medicina pre-paga pasaron a tener derecho a las estatinas, al tiempo que los médicos se ven presionados a prescribirlas en conformidad con los protocolos de mejores prácticas... Como hemos dicho, esta decisión no se basó en ningún hallazgo clínico ni experimental…Más tarde se descubrió que 8 de los 9 especialistas que originalmente recomendaron la reducción del umbral de colesterol tenían vínculos financieros directos con los fabricantes de estatinas.”
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Unos años antes, en un artículo publicado el 17 de octubre de 2019 en eldiario.es, firmado por Darío Pescador, con el título “Las estatinas y las dudas sobre su eficacia” y la bajada: “Es el medicamento más vendido en el mundo pero su efectividad está en entredicho”, se presentaba una síntesis muy clara que recorría una docena de investigaciones científicas que revelaban que las estatinas funcionan en determinados casos y reducen el número de infartos especialmente en las personas con LDL elevado hereditariamente, y que también son efectivas para reducir la mortalidad en pacientes que presentan el llamado “trío de la muerte”: LDL alto, HDL bajo y triglicéridos altos. El problema es que hay contraejemplos y cada vez más evidencia de que no funcionan siempre ni por los motivos que se piensa.
La defensa de las estatinas, dice el artículo, responde a una teoría aceptada como dogma por la mayoría de las instituciones sanitarias: el nivel elevado de colesterol LDL es el causante de las lesiones y las obstrucciones en las arterias; si se come mucha grasa, el LDL será alto y habrá más probabilidades de sufrir un infarto. Sin embargo, cada vez más estudios indican que el HDL bajo y los triglicéridos altos son el verdadero riesgo, y que los valores de LDL solo son sintomáticos. Por ejemplo, hay personas que solo tienen el LDL alto, pero los demás factores en rangos saludables: HDL elevado y triglicéridos bajos: estas personas sufrieron más mortalidad tomando estatinas.
Un metaestudio de la Universidad de Cambridge, con más de 65 000 casos analizados, reveló que las estatinas no reducían la mortalidad de los pacientes con riesgo de enfermedad cardiovascular, y que tampoco tenían efectos beneficiosos en las personas mayores de 70 años ni en las que ya habían sufrido algún ataque. Y con efectos secundarios: un aumento de la resistencia a la insulina, el doble de probabilidad de padecer diabetes y posible pérdida de memoria, aunque este último punto aún no se pueda confirmar con los estudios existentes.
La conclusión de la nota es que “la controversia sobre el medicamento más vendido de la historia seguramente seguirá durante varios años ya que los científicos están amargamente divididos a favor y en contra. Un metaestudio de la prestigiosa Cochrane Library encontró que las estatinas tenían efectos favorables en el riesgo y la incidencia de enfermedades cardiovasculares en la mayoría de los casos, con pocos efectos secundarios. Sin embargo, la misma revisión alerta que “de los 18 estudios comparados todos, menos uno, habían sido financiados por compañías farmacéuticas, y también del riesgo de sesgo en los resultados, especialmente de los efectos secundarios.”
Entendí, después de leer este y otros artículos de buena fuente, a qué se refería mi médico cuando mencionó la mala fama de las estatinas. Recordé sus palabras: no hagas caso, y veamos cómo te va.
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Joan Ramón Laporte es el autor de Una sociedad intoxicada, publicado en España en 2024, y fundador del Instituto Farmacológico de Catalunya. En entrevistas con el diario La Vanguardia y con Infobae, y en relación con los indicadores de salud que se vuelven cada día más estrictos, dijo: “Un caso palmario es el del colesterol. Cada vez es más bajo el umbral que se considera que debe medicarse. Las estatinas se recetan aquí como si fueran caramelos, pero sus efectos secundarios no son desdeñables: desde dolores musculares hasta diabetes… Y ahora mismo un millón de catalanes las están tomando: ¿las necesitan?”.
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John Scharffenberg, médico y nutricionista formado en Harvard, de 102 años, dice en una nota de La Vanguardia publicada el 28 de abril de 2015: “Bajar el colesterol no evita enfermedades cardíacas. Los estudios muestran que los hombres mayores de 75 años viven más tiempo con niveles de colesterol más altos”. El médico asegura que evitando siete factores de riesgo del estilo de vida podemos reducir el riesgo de accidente cardiovascular en un 80% y el de diabetes en un 88%. Esos factores son el tabaco, el alcohol, la inactividad física, el sobrepeso, el consumo excesivo de carne y azúcar, la hipertensión y el colesterol elevado. Aunque, dice, los más relevantes son los cinco primeros, porque son los que influyen en la presión arterial y el colesterol. En la nota, el médico se manifiesta especialmente crítico con la actual industria médica; asegura que hay una cultura muy extendida de recetar pastillas en exceso, cuando no debería ser así. “Podríamos evitar muchas muertes simplemente cambiando el estilo de vida, pero los médicos no lo aceptan, han estado durante años recetando montones de estatinas para bajar el colesterol pensando que si lograban reducirlo no habría más enfermedades cardiovasculares, y se ha demostrado que eso es un error”. El colesterol como indicador aislado no es un buen predictor de riesgo de enfermedad cardíaca en personas mayores, y “denuncia que el sistema médico actual, enfocado en consultas rápidas y tratamientos farmacológicos, dificulta un enfoque real en la prevención de enfermedades.”
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Unos días después de la consulta le envié a mi médico varios artículos críticos que ponían en duda que el colesterol sea la causa principal de los infartos y ACV, y que las estatinas fueran un buen método preventivo para evitarlos. Le decía en ese mensaje que esperaba que no lo tomara a mal, pero que estaba preocupada porque los efectos secundarios parecían ser mucho más graves que los que él me había mencionado: una bajísima probabilidad de sufrir dolores musculares. Esas otras consecuencias de las que él no había hablado tenían que ver con la importancia del colesterol para el buen funcionamiento del cuerpo y las implicancias negativas de inhibir su producción: menos energía disponible para formar las membranas que protegen a las células, la producción de hormonas, los procesos metabólicos, el buen funcionamiento del cerebro, el corazón, el hígado y los riñones que son los órganos que más energía demandan. Le decía que había leído que las estatinas suprimen el síntoma enmascarando las causas reales del problema. Le decía que había leído que había que cambiar la conversación sobre el colesterol, que había que entender que no es un enemigo, que no es una toxina, que es algo esencial que el cuerpo necesita. Me respondió enseguida, con esmerada amabilidad. Dijo que me comprendía, pero que él no podía darme la respuesta, que la biblioteca médica estaba partida en dos, que lo pensara, que analizara la relación costo-beneficio: que la decisión era mía. No insistí. Cómo explicarle que no se trataba de lo que yo quería sino de lo que debía hacer para seguir sana, para aventar el fantasma de la herencia materna: un infarto a los 70 años, fulminante y sin señales previas. El intercambio de mensajes concluyó con mi claudicación: le dije que tomaría las estatinas porque, sencillamente, tenía miedo de no hacerlo.
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“¿Por qué deberíamos medir la lipoproteína (a) al menos una vez en la vida?”, un artículo publicado en el sitio web Cardioalianza, el 23 septiembre de 2024, informa sobre un estudio presentado en el Congreso de la Sociedad Europea de Cardiología que reveló la importancia de conocer los niveles de lipoproteína(a) (Lp(a)), una molécula producida en el hígado que puede aumentar de manera significativa el riesgo de enfermedades del corazón, incluso si el colesterol LDL está en niveles normales. La Lp(a) no se modifica con la alimentación o el ejercicio, ya que está determinada principalmente por la carga hereditaria, por eso su nivel se mantiene a lo largo de la vida. La nota dice que si bien la Lp(a) no se mide comúnmente en los análisis de sangre de rutina, muchos expertos recomiendan ahora que todas las personas, especialmente aquellas con antecedentes familiares de enfermedades del corazón, se hagan este análisis al menos una vez. “Hablar con tu médico sobre la posibilidad de hacer un análisis de Lp(a) es un buen paso para comprender mejor tu riesgo cardiovascular. Al igual que con el colesterol y la presión arterial, estar informado sobre tus niveles de Lp(a) te permite tomar decisiones más acertadas sobre tu salud. No dejes pasar esta oportunidad de cuidar tu corazón, especialmente si tienes factores de riesgo o antecedentes familiares de enfermedades cardiovasculares”.
Revisé mis últimos análisis. El colesterol total: 248. No figuraba la discriminación entre colesterol bueno y el malo. No figuraba la lipoproteína (a). Los triglicéridos, sí: y tenían un valor fantástico, completamente normal. A medida que iba informándome más me preguntaba si mi médico realmente conocía mi estado de salud y el potencial de mi riesgo, o si tan solo me recetó estatinas como un acto reflejo, como un cordero manso que sigue a la manada.
José Viña es catedrático de Fisiología en la Universidad de Valencia, director de la Cátedra de Gerociencia en la Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM), autor de más de 350 estudios científicos y del libro La ciencia de la longevidad. En una entrevista de elespañol.com, publicada el 10 de mayo de 2025, con el título “El colesterol que más nos debe preocupar no es el de las grasas sino el heredado de los padres”, dice que la hipercolesterolemia viene en gran parte de causas familiares endógenas, producidas por cada persona. La dieta y el ejercicio pueden aportar hasta un 30% del colesterol, y esto es mucho. Pero las grasas han sido malignizadas, estigmatizadas, y no lo merecen. Se ha visto que se puede consumir grasa, mientras que no hace falta tanto carbohidrato como se decía hace 20 años… “Hemos de estar más preocupados por el colesterol heredado”, sentencia Viña.
“La lipoproteína(a), el nuevo villano silencioso”, es el nombre de un artículo publicado en la web del periódico La nueva España, publicado el 20 de mayo de 2025. Allí explica que este indicador es “un viejo conocido con nueva popularidad”. La Lp(a) es una molécula de LDL (el conocido “colesterol malo”— a la que se une una proteína adicional llamada apolipoproteína(a). Esta unión le confiere propiedades especialmente nocivas: por un lado, es aterogénica, ya que favorece la formación de placas de ateroma; por otro, es trombogénica, al facilitar la formación de coágulos en el torrente sanguíneo. A diferencia de otros lípidos, los niveles de Lp(a) están determinados casi exclusivamente por la genética. Apenas se ven influenciados por la dieta, el ejercicio físico o el estilo de vida a lo largo de la vida de una persona. Actualmente, tampoco existen fármacos específicos contra la Lp(a), motivo por el cual tanto la Sociedad Europea de Cardiología como la American Heart Association recomiendan su determinación al menos una vez en la vida, especialmente en personas con antecedentes familiares.
Anoté entonces en mi agenda: pedir un análisis de lipoproteína (a), Lp(a), para saber finalmente y de una vez por todas cuánto de eso que tanto temo heredé de mi madre.
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“No busques más síntomas en internet. Hay aproximadamente 70 mil búsquedas sobre salud por minuto.” El mail inesperado llega desde una de las más importantes empresas de medicina prepaga. “Gran parte de la información que aparece no está chequeada por especialistas y, si lo está, suele ser difícil de interpretar para una persona que no estudió medicina. Sin embargo, ante cualquier duda médica, seguimos buscando respuestas en internet. Queremos cuidar a nuestros socios y por eso desarrollamos Chateá, un nuevo servicio de chat para hablar y consultarle a un médico de verdad”.
Pensé enseguida en las búsquedas que había realizado sobre colesterol y estatinas después de la consulta con mi médico; si algún algoritmo habría detectado mi insistencia en averiguar; si habría alguna conexión entre el historial de mis últimas intervenciones en internet y ese mensaje que era una especie de advertencia.
Apenas dos semanas después, desde el mismo remitente, la insistencia en el tema: “En un mundo lleno de ‘trucos caseros’, ‘consejos de conocidos’ y ‘datos sin chequear en Internet’, es fácil perderse entre tanta información. Pero cuando se trata de tu bienestar, no hay lugar para las dudas. Podés buscar en Google. Podés preguntarle a una IA. Incluso podés consultar a tus amigos. Pero solo un profesional de la salud puede darte una respuesta clara y segura. En la Semana de la Salud, y siempre que lo necesites, consultá con médicos de verdad”.
La pregunta sería qué es un médico de verdad. La pregunta también podría ser qué es lo que está detectando la empresa de salud, qué competencia tal vez inesperada los está preocupando. La pregunta sería por qué las personas buscan, buscamos, busco despejar las dudas en internet.
Una respuesta posible sería que la confianza en el sistema de salud y en la industria que lo sostiene se está derrumbando. Y que la figura más inmediata, la más cercana al paciente en ese conglomerado de intereses cruzados, el médico, se está desmoronando a la par. Médicos que atienden (seguro que no todos, pero seguro que muchos) con cierto espíritu desganado, sin tiempo que perder, sin demasiado entusiasmo ante un paciente inquieto e informado con ganas de hacer preguntas, de cuestionar una versión escrita en protocolos no pocas veces desactualizados que no acepta críticas ni fisuras. Por ejemplo, que las estatinas son la solución indiscutible para reducir el colesterol porque el colesterol es la fuente de todos los males para el corazón.
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Las enfermedades cardiovasculares matan a la mitad de la población, dice el doctor La Rosa, mirando a cámara, su rostro en primer plano, un enorme corazón púrpura latiendo como telón de fondo. “¿Cuál es tu riesgo cardiovascular? ¿Qué valores en tu analítica de sangre importan más? Te adelanto que no es el colesterol”.
No dice que no importa. Dice que no es el que más importa. Dice que medir el riesgo cardiovascular enfocando la lupa solo allí es un grave error que, por omisión o pereza, por dogmatismo o intereses sectoriales, se sigue cometiendo con consecuencias graves y visibles: la prescripción de estatinas solo por tener el colesterol total y/o el malo elevados, con millones de nuevos consumidores en el mundo desde que se redujo el umbral de “lo tolerable”, no consiguió en décadas que las enfermedades cardiovasculares dejaran de ser la primera y principal causa de muerte.
En el video publicado en su canal, con más de seis millones de seguidores, explica que tener diabetes o azúcar elevada en sangre es la principal fuente de riesgo de sufrir un infarto. Una afirmación que se basa en un estudio que analizó la evolución de 28 000 casos por más de 21 años, mujeres sanas que al empezar el estudio no tenían enfermedades cardiovasculares. El segundo factor de riesgo resultó ser lo que se conoce como síndrome metabólico y que se diagnostica cuando el paciente presenta tres o más de las siguientes características: una cintura más grande de lo que debería tener por acumulación de grasa por sobrepeso; presión arterial alta; niveles de azúcar en sangre elevados; triglicéridos elevados; bajo nivel de colesterol “bueno”. Más abajo, en la lista de factores de riesgo aparecen la hipertensión, la obesidad, fumar y el componente hereditario.
El doctor La Rosa exhibe estadísticas y hace cuentas que dicen que tener diabetes representa un riesgo 10 veces más alto que tener el colesterol “malo” elevado. Que tener síndrome metabólico o triglicéridos altos implican un riesgo cuatro veces mayor. Cálculos de los que se habla muy poco porque están, dice el médico, íntimamente relacionados con la calidad de la comida, de la enormidad de carbohidratos que se han transformado en la principal fuente de energía que se consume y que la industria alimenticia y farmacéutica parecen no considerar como un factor de riesgo.
Recetar estatinas a un paciente solo por tener el colesterol total y/o el “malo” elevado sería entonces un error que está llevando a la sobremedicación injustificada. Pero más aún, un paciente podría tener un colesterol total bajo, un colesterol “malo” también bajo y de todos modos tener un alto riesgo de sufrir un infarto si, por ejemplo, no regula su azúcar en sangre o su síndrome metabólico. Esa mirada parcial, incompleta e imprecisa que únicamente hace foco en el colesterol alto es la que intenta modificar la medicina integrativa, analizando la condición general de los pacientes.
Para eso los análisis son más detallados y exhaustivos. Porque existen indicadores más precisos que no son habituales de encontrar en un análisis estándar de sangre solicitado por un médico que no está actualizado o que no está dispuesto a alterar el statu-quo hasta que no se pronuncien las asociaciones médicas que emiten los protocolos que rigen la profesión.
“Algunos científicos comparan con los antivacunas a quienes cuestionan los beneficios de las estatinas”, se lee en un artículo del diario El País de España, publicado el 13 de diciembre de 2018, y titulado “¿Deben tomar estatinas las personas sanas?”. Allí se cita al editor de la prestigiosa revista científica The Lancet, Richard Horton, que llegó a decir que el daño causado a la confianza del público por los críticos de las estatinas era similar al que provocó un artículo que en 1998 relacionaba las vacunas con el autismo. “Aprendimos lecciones de aquel episodio —dice Horton— que deben ser ampliamente promulgadas. Son lecciones para todas las revistas y todos los científicos”. La nota concluye que “pese a los esfuerzos de instituciones como The Lancet, es improbable que desaparezca el debate sobre el uso de las estatinas por personas sin problemas cardiovasculares previos”.
Un artículo de La Vanguardia, publicado el 1 de julio de 2015, resume en su título todo el asunto: “´El colesterol alto se asocia a longevidad´ versus ´hay que bajarlo siempre´: la batalla de mensajes enfrentados sobre este índice confunde a los pacientes”.
Como tantos otros que discuten la demonización del colesterol y las bondades de las estatinas, tal vez anticipándose a las críticas de quienes los comparan con los detractores de vacunas y de fomentar la incredulidad en la ciencia, el doctor La Rosa, en sus populares videos, no dice que no importa el colesterol, dice que no es lo único que importa y que las investigaciones más recientes ponen en evidencia que hay mucho más que mirar antes de tomar una decisión de prescripción.
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¿Por qué, entonces, no se solicitan análisis con biomarcadores más exhaustivos para medir de una forma más certera el riesgo de las enfermedades que matan a la mitad de la población? La respuesta la brinda un joven cardiólogo y cirujano español, que forma parte de la academia y de la asociación de cardiología de su país, que es además uno de los responsables de desarrollar en España el Score (Systematic Coronary Risk Evaluation), una especie de calculadora que estima la probabilidad de morir por enfermedad cardiovascular, coronaria y no coronaria, en los próximos 10 años. José Abellán, autor del best seller publicado en 2023, Lo que tu corazón espera de ti, explica con cierto pudor (tal vez porque él pertenece a ese mundo que está criticando) en una larga entrevista que le hace el endocrinólogo Borja Bandera, y que se puede buscar en YouTube con el nombre: “La dura verdad del colesterol”, que los protocolos tardan en modificarse. Y dice mucho más: que medir en laboratorio la lipoproteína (a) para conocer el riesgo heredado, que medir la lipoproteína APO B100 (la parte del colesterol que más peligro aporta y que sería algo así como todo lo que no es colesterol bueno), que medir la insulina en lugar de la glucosa porque es una forma más precisa de conocer cuán cerca se está de tener diabetes, que medir la proteína C Reactiva que marca el nivel de inflamación del organismo (que es también un problema para la salud de las arterias), que medir cualquiera de todas esas cosas es más complejo y más caro que medir simplemente el colesterol total y el “malo”. Es decir, que hay costos, intereses en juego.
El doctor dice que hay que atacar los motivos por los que el colesterol está alto en lugar de tapar el síntoma con medicación. Una infección recurrente puede hacer subir el colesterol, no dormir bien, vivir en permanente estado de estrés, no hacer ejercicio, una dieta no equilibrada, consumir drogas y fumar. La buena noticia que trae a la conversación es que tomar vino tinto de manera habitual reduce el riesgo de sufrir un infarto, pero dice que una porción de torta puede darle al cuerpo todo el colesterol que necesita en un mes.
Los protocolos tardan en cambiar. Pero dice ser optimista, cuenta que en los hospitales donde él trabaja los médicos están empezando a solicitar este tipo de análisis de sangre con biomarcadores exhaustivos como norma habitual.
Pienso en su optimismo, pienso en lo lejos que queda España, pienso en la prescripción de estatinas que me recetó mi médico mirando sólo un número: colesterol total, 248.
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Durante cuatro meses consumí las píldoras cada noche. A las semanas de iniciar el tratamiento empecé a sentir dolor en las piernas, cansancio, fatiga. No podía evitar pensar que si dejaba la pastilla me infartaría sin remedio, o se desprendería una placa y formaría un coágulo que navegaría por mis arterias con consecuencias impredecibles. Fui sobrellevando ese malestar esperando que el cuerpo se acostumbrase con el paso de los días a la medicación y volviese a ser el de antes, más rápido, más flexible, menos quejoso.
Casi me había convencido de que tomar estatinas no estaba mal, que era una más entre los millones que lo hacen, que en todo caso estaba tomando algo que no necesitaba, que casi todos los medicamentos esconden consecuencias a futuro de las que se conoce muy poco. Casi me había convencido de todo eso cuando leí un estudio que señala que especialmente en mujeres posmenopáusicas las estatinas aumentan la probabilidad de sufrir diabetes. Recordé las investigaciones que señalan a la diabetes como la principal causa de sufrir infartos.
Fue entonces cuando decidí dejar de tomar las píldoras y buscar la forma de tener un diagnóstico más preciso.
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En su página web, el centro de salud se presenta como especializado en medicina integrativa funcional, algo que definen como “un enfoque holístico que considera al paciente como un sistema complejo, buscando la raíz de las enfermedades y no solo la eliminación de síntomas”. Para eso dicen combinar la medicina convencional con prácticas alternativas y complementarias, especialmente con la medicina ortomolecular, que se basa en utilizar altas dosis de vitaminas, minerales, oligoelementos y hormonas. La propuesta incluye las palabras: prevención, longevidad, inversión, más años de vida con calidad. Un diagnóstico basado en un exhaustivo análisis de sangre para ver qué le falta y le sobra al cuerpo, y en base a eso determinar cuál es el mix de complementos necesario para corregir ese estado interno defectuoso, con la confianza o la fe de que sean efectivos, algo que aún la medicina ortodoxa no termina de avalar, y los más críticos no tardan en señalar como un nuevo gran negocio.
La consulta se paga por adelantado, unos 100 dólares, se puede optar por tenerla de modo presencial o virtual. Se solicita al paciente el envío previo de todos los estudios que se hayan realizado durante el último año, y se pide completar un formulario on line en el que se vuelcan los antecedentes médicos propios y familiares. Además, se deben mencionar dos motivos por los cuales se solicitó la consulta. Anoto: 1. Colesterol total alto, medicada con estatinas que tomé durante cuatro meses y luego abandoné, dudas sobre si tengo que volver a tomarlas o no. 2. Consumo algunos suplementos vitamínicos sin prescripción médica y no sé si son los correctos y si las dosis son las apropiadas.
El día de la cita, cuando empieza el otoño de 2025, nueve meses después de aquel día de junio en que entré a la farmacia a comprar mi primera caja de estatinas, un médico me da la bienvenida en la pantalla. Para un turno presencial había que esperar tres meses. Él, en Córdoba capital, yo en el centro de Buenos Aires. Es un hombre de unos 45 años, con un rostro afable en el que se distingue una boca grande que (lo pensaré después, a lo largo de la consulta) sonríe quizás en exceso, como intentando generar esa confianza que es tan difícil de entablar en una primera cita virtual. No usa bata blanca, y salvo su imagen en un primer plano, solo se ve una pared blanca y una planta de grandes hojas verdes como telón. Hago un esfuerzo e intento sentirme a gusto mientras escucho cómo busca ahuyentar cualquiera de las sospechas que acechan sobre eso que él representa. Tras una introducción sobre el equipo médico, remarca que ya no se puede negar la importancia del enfoque que practican, que este año ha comenzado a dictarse en la Universidad de Córdoba un Posgrado de Medicina Integrativa Funcional. Que también la Escuela de Graduados de la Asociación Médica Argentina (AMA) dictará en agosto próximo un curso superior intensivo. Lo dice como una descarga, como si pesara sobre la disciplina la falta de tradición, la antigüedad corta que dificulta las investigaciones de campo de largo plazo que brinden la suficiente evidencia científica para acallar las dudas de la medicina más ortodoxa.
Ha leído mis estudios, mi ficha médica, me confirma que mi decisión ha sido la correcta al dejar la medicación. Pero que para tener una evaluación más precisa de mi riesgo cardíaco, me hará estudios complejos: escucho todo aquello que ya conozco gracias a Ernesto Gratacós, al doctor Viña, al doctor Laporte, al doctor La Rosa, al doctor Abellán, etcétera, etcétera. Dice: LDL, HDL, lipoproteína (a), lipoproteína APO B100, Proteína C Reactiva, triglicéridos y perfil lipídico.
Una semana después, le envío los resultados de los análisis: todos los biomarcadores están bien, normales. Salvo el colesterol total y el colesterol malo, el LDL. No hay riesgo genético, no hay inflamación, el colesterol bueno es alto, los triglicéridos bajos. Para la medicina integrativa soy una persona saludable a pesar de tener el LDL alto. En un mensaje telefónico me recuerda que debo comer proteínas, grasas saludables, que no debo comer carbohidratos, ni azúcares, ni demasiadas frutas. Le digo que no sé si podré cumplir, que una tostada, que una medialuna, que una copa de vino. La respuesta: puedo hacer lo que quiera, es mi decisión. Y entonces me atrevo y pregunto: ¿si tomo estatinas puedo comer croissants sin correr riesgos? Contesta que no. Que las estatinas no me van a proteger de nada. Que la mayoría de las personas hacen exactamente eso: llevan una vida no saludable y creen compensar con la píldora todo el daño que se hacen.
Poco después me envía un recetario de suplementos con una leyenda en letras mayúsculas que dicen para qué sirven: Mejorar angustia, Mejorar ansiedad, Mejorar irritabilidad, Mejorar descanso, Mejorar fatiga por la mañana, Mejorar energías, Mejorar dermatitis, Mejorar inflamación, Mejorar digestión, Mejorar pelo y uñas. Pienso en lo que no dice: mejorar los niveles de colesterol. Pienso que no necesito mejorar la mayor parte de los problemas incluidos en esa lista. Pero acato y unos días después encargo los suplementos que tienen un costo de unos 300 dólares mensuales y ninguna cobertura de la medicina prepaga. Quince veces el costo de las estatinas.
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La próxima consulta por internet será en julio. Un mes antes, el doctor cordobés me enviará las órdenes para hacerme nuevamente los análisis y ver si los suplementos me están haciendo bien. Pienso en si las tres cápsulas de Omega 3 que tomo por día influirán positivamente sobre el colesterol malo, haciéndolo descender. Algunos dicen que sí; otros dudan de la eficacia de los suplementos y ponen el énfasis en la falta de evidencia científica.
Desde hace semanas, a la espera de la próxima consulta, consumo los suplementos cuatro veces por día. Llevo conmigo una bolsa coqueta con los nueve tarritos de plástico blanco en los que está inscripta la fórmula con ingredientes de nombres imposibles de recordar. Los dolores musculares y la fatiga desaparecieron un par de meses después de dejar las estatinas y eso representa un enorme alivio, una victoria inesperada: recuperar el placer de caminar sin dolores ni agobios.
No sé todavía qué haré si el colesterol total y en especial el colesterol malo siguen altos, en esa zona crítica que hace sonar las alarmas de la mitad de la biblioteca médica. No sé por qué hemisferio de ese universo partido en dos me inclinaré. No sé a cuál de los dos doctores, si al de siempre o al nuevo cordobés, elevaré al pedestal de médico de verdad. Uno en el que depositar, finalmente, la confianza.
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Una semana después de la fecha en que se cumplía un año desde mi último control, un día también gélido de junio pero de 2025, recibí un mensaje de mi médico de siempre, que me recordaba la cita pendiente y me invitaba a sacar un turno antes de un viaje que lo tendría fuera del país por más de un mes. Y como si hubiese decidido continuar el intercambio de mensajes de un año atrás, tal vez sospechando que había dejado de tomar las estatinas y que por eso estaba evitando verlo para iniciar mi chequeo anual, adjuntó dos artículos que refutaban aquellos que yo le había enviado la última vez que hablamos. Los que él enviaba ahora resumían las posturas de instituciones de referencia en el país y, por supuesto, coincidían con la suya. Leí entonces que el cardiólogo Navarro Estrada, expresidente de la Sociedad Argentina de Cardiología (SAC), decía: “La Argentina es un país epidemiológicamente complicado. El 60% de la población tiene sobrepeso y eso suele acompañarse de otros factores de riesgo como el sedentarismo, la hipertensión, la diabetes o la obesidad, que ha aumentado en los últimos 15 años. Entonces, la mortalidad cardiovascular se ha reducido más que por los factores de prevención por los factores terapéuticos… El consumo de estatinas debería estar en aumento porque hay toda una serie de desarrollos científicos y demostraciones de su utilidad”. La nota había sido publicada por el diario La Nación el 25 de enero de 2023, con el título “¿Sobreconsumo? Por qué crece el uso de fármacos para bajar el colesterol”.
En la misma nota, Mariano Napoli Llobera, médico cardiólogo miembro de la Sociedad Interamericana de Cardiología, decía que “se ha detectado un aumento del 18% al 26% a nivel global en el uso de estatinas en los últimos años. Y la Argentina no es la excepción… La prevención primaria y secundaria tienen un alto grado de recomendación ya que provienen de análisis de décadas de investigación científica, en donde los pacientes tratados con estatinas tuvieron una reducción significativa de la mortalidad total”.
“Pueden presentarse dos personas con el mismo nivel de colesterol y a una se la medica y a la otra no”. La cita es del cardiólogo Walter Masson Juárez, especialista en prevención cardiovascular del Hospital Italiano de Buenos Aires, que explica en el artículo que existen dos elementos que un médico debe analizar para tomar la decisión de recetar o no estatinas a un paciente: uno es el nivel de colesterol y el otro es el nivel de riesgo cardiovascular de la persona. El riesgo puede ser chico, mediano o alto y se calcula en base a los valores de colesterol, a si se tiene o no diabetes, si se presenta tabaquismo, obesidad o sedentarismo, más el componente genético, entre otros factores. El uso de estatinas se justifica cuando el colesterol LDL es elevado y el riesgo se ubica de mediano para arriba. “Claramente —dice el médico— si se compara el consumo actual con el de hace 15 años, hay un aumento, pero no creo que haya un sobreconsumo. Al revés, creo que el tratamiento es subóptimo”, según estudios que muestran que solo la mitad de los pacientes de muy alto riesgo están recibiendo estatinas. “Lo que suele suceder con los remedios que se tienen que tomar por mucho tiempo es que tiende a haber una merma en la adherencia. Hay cuestiones relacionadas a los costos, a los efectos adversos y a la inercia médica. El efecto nocebo, que es lo contrario al efecto placebo, hace que los pacientes crean que tienen efectos adversos causados por este medicamento, como los dolores musculares, pero no lo son. Hay efectos adversos, pero están sobreestimados”.
El especialista coincidía con mi médico; me parecía escuchar su voz en nuestra despedida de la consulta de un año atrás: no hagas caso de la mala fama de las estatinas. En lo que no había coincidencia era en esa combinación de los dos elementos que cualquier especialista debía considerar antes de recetar estatinas: LDL elevado y riesgo cardíaco medio o alto. ¿Cuál era mi riesgo cardíaco? ¿Y si era bajo? ¿Y si empezaba a tomar medicamentos de por vida sólo por tener un LDL un poco por encima del máximo recomendable?
O tal vez lo que mi médico observaba, y yo no quería ver, era que mi estilo de vida era tan saludable que ya no había más ajustes que recomendar; que había antecedentes en mi familia; que también la glucosa estaba en el límite; que ante la duda, mejor prevenir que curar; que la única forma de reducir el colesterol LDL era apelar a los fármacos. Los pensamientos giraban en círculo, como una puerta giratoria, sentía que regresaba al mismo punto de partida una y otra vez.
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Cuando junio terminaba sin que yo hubiese sacado el turno con mi médico de siempre, esperando tal vez volver a verlo a su regreso de ese largo viaje que estaba a punto de emprender, y a pocos días de tener la consulta virtual con mi nuevo doctor cordobés, el algoritmo me trajo el artículo: “Un nivel más bajo de colesterol LDL durante más tiempo es mejor, según una nueva guía: cómo lograrlo”. La nota publicada en el sitio Buena Vida, el 30 de junio de 2025, resume los puntos de la guía elaborada por el Journal of Clinical Lipidology, la institución que reúne a los principales especialistas en lípidos de Estados Unidos: “Los eventos cardiovasculares mayores (como un infarto o un ACV) se reducen proporcionalmente al descenso del colesterol LDL, al valor alcanzado y al tiempo que se mantiene ese nivel bajo”.
En la nota se lee que la enfermedad cardiovascular sigue siendo la principal causa de muerte a nivel mundial, Argentina incluida, y se advierte que en Estados Unidos las tasas de mortalidad se encuentran en aumento desde 2010, revirtiendo una tendencia de más de cuatro décadas de caída, con dos señales alarmantes: casi una de cada tres personas tiene un riesgo muy alto de eventos recurrentes y se observa un aumento desproporcionado en poblaciones más jóvenes y de mediana edad. “Valentín Fuster, leyenda viva de la cardiología mundial, decía ante una sala colmada en la conferencia inaugural del último congreso de la Sociedad Argentina de Cardiología: ‘Señores, todo empieza muy pronto. Si se llevan este concepto a su casa, yo ya estoy contento’, y advertía de que si empezamos a preocuparnos por el corazón a los 50 y por el cerebro a los 60, estamos llegando muy tarde, porque el riesgo comienza a acumularse años antes”.
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Julio llegó con tres carillas enviadas desde el laboratorio que resumen mi estado interior cifrado en cuatro docenas de marcadores que incluía nombres que jamás había leído antes en un análisis de sangre. El resumen que hizo el doctor cordobés al otro lado de la pantalla, en una consulta virtual que duró más de una hora fue el siguiente: todo luce bien salvo los niveles de hormonas sexuales, algo absolutamente previsible para una mujer posmenopáusica que no ha considerado la terapia hormonal sustitutiva como una opción para intentar contrarrestar los efectos indeseados del ínfimo nivel de estrógenos, testosterona y dehidroepiandrosterona-S (SDHEA). En cuanto a lo que realmente me preocupa, el colesterol total y el LDL, siguen casi igual, apenas se redujeron; persisten en esa zona que es normal para unos y de riesgo para otros.
Por estos días, en que trato de tomar una decisión —si pedir ya mismo un turno con mi médico de siempre para cuando retorne de su viaje, o seguir las indicaciones del doctor cordobés, darle tiempo a él y sus creencias y a los suplementos—, me llega un mensaje de la droguería que me prepara las recetas magistrales: me ofrecen un “Kit de Pic” por 30 dólares más gastos de envío. Les respondo que no sé lo qué es. Me dicen que consulte con mi médico, que es algo nuevo que me puede interesar. Decido googlear antes de escribirle al doctor cordobés y encuentro un video de una chica jovencísima, radiante, una influencer tal vez, que dice que el Kit de Pic, Perfil de Inflamación Celular, es algo revolucionario, que una gota de sangre es suficiente para obtener toda la información sobre el nivel de inflamación del cuerpo, algo crucial para la prevención de enfermedades, porque como ya todos deberían saber, dice la chica, en la inflamación está el origen de todas las enfermedades, sin importar la edad. El kit trae todo lo necesario para realizar la extracción de sangre, para guardarla en un envase especial, para enviarla a un laboratorio que está domiciliado en la provincia de Santa Fe. Aunque me resulta un tanto extraño y complejo de implementar, sin pensarlo demasiado, casi como una autómata, le escribo al doctor cordobés, le explico la oferta que recibí. Creo que mi confianza en él comenzó a cobrar fuerza unas semanas atrás, una noche en la que le envié un mensaje junto a una fotografía en primer plano de una nube inquietante de puntos rojos que habían empezado a aparecerme en diferentes zonas del cuerpo. No soy alérgica a nada y supuse que podía ser una reacción a alguno de los suplementos nuevos que había incorporado en mi rutina. Solo después de enviarlo me di cuenta de que eran las 10 de la noche. Supuse que no me respondería. Pero ahí estaba la respuesta inmediata del doctor cordobés diciéndome que su mujer había comenzado el trabajo de parto, que estaba esperando a su segunda hija y saliendo hacia el hospital. Pero, decía en el mensaje, no quería dejar de contestar aunque fuese brevemente porque había detectado mi preocupación; me aseguró que no había ninguna posibilidad de que los suplementos provocasen esa reacción en la piel; me dijo en cambio que podía ser una respuesta de mis intestinos, que recordara evitar los lácteos y las harinas. En esa noche de unas semanas atrás, el doctor cordobés se había convertido de pronto en un médico con la virtud de responder mensajes, un médico con el que se podía contar. Por eso al recibir la publicidad del Kit de Pic no vacilo en escribirle para saber su opinión. No suele dejar notas de voz, pero esta vez lo hace. Siento que vuelve a detectar esa aflicción ensimismada que me acompaña desde hace más de un año, siento que me responde con paciencia, casi con ternura, me repite como en la última consulta que soy una mujer saludable (dada mi edad), me repite que el estrés es una de las causas del colesterol alto, que no dormir bien es otra causa, que la constante vigilancia de mi salud, que ese estado de alerta incesante no colabora en nada, pero siendo que estoy tan preocupada por mi salud, dice, no me vendría mal saber cuán inflamada estoy, que quizás eso contribuya a darme cierta tranquilidad. Le doy las gracias y me quedo mirando los mensajes, un poco avergonzada. Quizás porque empiezo a sospechar que finalmente no hay demasiada diferencia entre las mujeres que desesperadas por el paso del tiempo se someten a una cirugía plástica tras otra, a cuanta promesa de rejuvenecimiento aparece en el mercado de la industria estética. Empiezo a pensar que la única diferencia es que mi obsesión está enfocada en el interior, que los cuatro análisis de sangre que llevo hechos en lo que va del año, que los cientos de cápsulas que he tomado sin demasiada conciencia de su composición, son la expresión de lo que quisiera hacerles a mis células, a mis arterias, a mis órganos: una cirugía plástica para estirarles la juventud, para que dejen de envejecer. Pienso que es una buena conclusión. Digo en voz alta para convencerme: esto tiene que parar. Pero un rato después vuelvo a leer el mensaje del Kit de Pic, leo que el nivel óptimo es tres, leo que la mayoría de la población mundial se ubica por encima de 15. Algo se despierta, la seducción del mensaje ejerce su influjo, la curiosidad desatada por saber cuán inflamada estoy. Esto tiene que parar, digo en voz alta. Pero no sé si va a parar.
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Es el medicamento más vendido del mundo, y se receta para evitar catástrofes cerebrovasculares. Pero las certezas en torno a él se han fisurado. He aquí el camino de una mujer sana pero afligida a la que no le satisfizo el consenso de que las estatinas son la solución indiscutible para reducir el colesterol, porque el colesterol es la fuente de todos los males para el corazón.
Mi médico se calzó los anteojos, se los quitó, los limpió, se los volvió a calzar, empezó a cargar en su computadora los números impresos en el análisis de sangre que le había entregado después de una breve conversación con intercambios de cortesía. Se te ve muy bien, me había dicho al entrar al consultorio; un día gélido de junio de 2024. Pero mientras cargaba los datos hubo un gesto, un movimiento tenso en el ceño mientras leía. Y yo, que hasta ese momento no había prestado demasiada atención a qué significaban cada una de esas siglas que me describían por dentro, contuve la respiración. Creí que en esos segundos que siguieron a su gesto tenso estaba buscando las palabras para darme una mala noticia. Pero dijo:
—¡La puta! ¡Esta máquina de mierda! Se me borró todo —y yo volví a respirar con más tranquilidad, no sin pensar en ese tinte perverso que tiendo a percibir en situaciones así, cuando el miedo del paciente aflora y el médico deviene un poco Dios.
No usa bata blanca, debe estar cerca de los 70 años, se lo ve conforme con su estado físico y alardea bastante con eso después de haber superado un cáncer de próstata. Es jefe de la sección de clínica general de uno de los sanatorios más notorios de Barrio Norte, Buenos Aires. El dato no es menor; siempre que pienso en cambiarlo por otro, me imagino en una emergencia, una internación imprevista, una cirugía urgente, estar recluida en ese lugar. Y entonces sospecho la importancia de ser paciente del jefe: paciente particular, atendida en su consultorio particular, pagando unos 80 dólares porque desde hace tiempo solo atiende consultas particulares. Cuando imagino cosas así pienso que la prepaga cubriría la internación, la cirugía, todos esos gastos millonarios, y mi médico, tal vez con cierta dedicación especial porque soy su paciente particular, estaría allí, cerca, para cuidar que los médicos y enfermeros bajo sus órdenes hagan lo que tienen que hacer y no se olviden de aquello que no deben olvidar.
Al terminar de cargar los indicadores en la computadora dijo:
—El colesterol está alto. Voy a recetarte estatinas.
Hasta hace poco, mis marcadores de salud eran impecables: peso, presión arterial, colesterol, triglicéridos, glucemia, vitamina D, etcétera. Todos los temas que ocupan a la mayoría de la población en su adultez estaban en mi cuerpo y sangre en su punto óptimo. Siempre había sido así; hacía todo lo indicado para que fuese así. Comida sana, ejercicio diario y excesos mínimos y esporádicos. Mi médico me felicitaba después de cada chequeo anual y me enviaba a mi casa con la recomendación de que siguiese practicando mis hábitos de vida saludables.
Toda esa bonanza estaba dando un giro imprevisto. Sin que yo hubiese hecho nada fuera de lo habitual. Simplemente ocurría; un giro hacia la zona del mal solo explicable por el paso del tiempo. Mi colesterol había trepado hasta un nivel peligroso que requiere medicación de acuerdo a los protocolos que rigen la práctica médica desde hace más de tres décadas, y que sostienen que el colesterol alto es la principal causa de enfermedades cardio y cerebrovasculares, y que las estatinas son el medicamento que soluciona el problema. Una aseveración que, supe un tiempo después de la consulta y de investigar el tema, está en plena discusión con posiciones antagónicas sobre las causas (el colesterol alto), el remedio (las estatinas), y los posibles efectos secundarios del que se dice es el fármaco más vendido en el mundo.
—Una píldora por noche —indicó mientras repetía el nombre que iba a convertirse en mi nueva obsesión.
Una de las varias marcas que desde que se descubrió la medicación en 1987 sirven para bloquear la producción de colesterol en el cuerpo, consiguiendo que se reduzca su presencia en la sangre.
Al despedirnos, no me dijo cuándo tenía que volver a verlo. Repitió: veamos cómo te va con esto. Solo mencionó que un porcentaje bajísimo de pacientes pueden llegar a sentir dolores musculares, calambres y algo de fatiga que van cesando a medida que el cuerpo se acostumbra; dijo también que no hiciera caso de la mala fama de las estatinas. Una recomendación incompleta e insuficiente que en ese momento no entendí. Pero ni siquiera atiné a preguntar a qué se refería, tal vez porque ya estábamos en la puerta saludándonos hasta la próxima vez.
Salí de la consulta, fui a la farmacia y compré la caja de estatinas sin ninguna convicción. Me resistía a empezar ese camino empedrado de píldoras de por vida. Hasta ese momento los cambios, después de los 50 años, se habían ensañado con la parte exterior; un proceso asimilado no sin angustias de distinta intensidad. Sobre las transformaciones internas, sobre el estado de la sangre y las arterias por las que circula, no había tenido ninguna señal, ningún síntoma de anomalía. La noticia me cayó mal, muy mal, un límite a mi ego, una embestida contra la ridícula certeza de que con privación y voluntad todo, incluso los cambios por el paso del tiempo, podía mantenerse bajo mi control.
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El colesterol es una sustancia cerosa, parecida a la grasa, que es producida por el hígado y viaja a través de la sangre en partículas llamadas lipoproteínas: algunas son de alta densidad, algo así como un vehículo de gran tamaño, ágil y necesario, y que, por sus siglas en inglés, se conoce como HDL (Higth Density Lipoprotein): es el colesterol que se considera “bueno” porque transporta la parte que el cuerpo no necesita, lo que sobra y hay que desechar; por eso, cuanto más alto, mejor.
Pero existen otras lipoproteínas que son de baja densidad, algo así como un transporte pequeño y pegajoso que se conoce como LDL (Low Density Lipoprotein): es el colesterol “malo”, capaz de adherirse con facilidad a las paredes de las arterias y formar placas que al obstaculizar la circulación normal de la sangre pueden provocar un infarto o un accidente cerebrovascular, ACV. También puede ocurrir que esas placas se desprendan parcialmente formando un coágulo que se mueve por el torrente sanguíneo hacia arterias más delgadas, obstruyéndolas con el mismo potencial de daño. Por eso, cuanto más bajo el nivel de colesterol “malo”, mejor.
Como ocurre con casi todo nuevo descubrimiento, desde el comienzo, a fines de los ochenta, hubo discusiones sobre la relación costo-beneficio del uso de estatinas, especialmente en su prescripción como fármaco preventivo para pacientes que nunca sufrieron un infarto o ACV (la denominada prevención primaria). En pacientes con antecedentes de ataques previos (prevención secundaria), la aceptación tuvo un consenso mayor. La controversia se agudizó a comienzos de este siglo cuando emergieron sospechas sobre posibles manipulaciones de la industria farmacéutica para potenciar la prescripción de estatinas a pacientes que no está claro que las necesiten. Un artículo de agosto de 2024, llamado “La estatinástrofe”, firmado por Ernesto Prieto Gratacós, responsable del Laboratorio de Ingeniería Biológica y del blog Science to the People!, dice: “En el año 2000 y nuevamente en 2004, sin ninguna evidencia científica nueva para respaldarlo, se modificó la definición médica de "colesterol alto" de 240 mg/dL a menos de 200 mg/dL, con lo que instantáneamente millones de personas pasaron a ser catalogados como pacientes de riesgo por exceso de colesterol (hiper-colesterolemia). De inmediato, todos esos millones de afiliados a la medicina pre-paga pasaron a tener derecho a las estatinas, al tiempo que los médicos se ven presionados a prescribirlas en conformidad con los protocolos de mejores prácticas... Como hemos dicho, esta decisión no se basó en ningún hallazgo clínico ni experimental…Más tarde se descubrió que 8 de los 9 especialistas que originalmente recomendaron la reducción del umbral de colesterol tenían vínculos financieros directos con los fabricantes de estatinas.”
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Unos años antes, en un artículo publicado el 17 de octubre de 2019 en eldiario.es, firmado por Darío Pescador, con el título “Las estatinas y las dudas sobre su eficacia” y la bajada: “Es el medicamento más vendido en el mundo pero su efectividad está en entredicho”, se presentaba una síntesis muy clara que recorría una docena de investigaciones científicas que revelaban que las estatinas funcionan en determinados casos y reducen el número de infartos especialmente en las personas con LDL elevado hereditariamente, y que también son efectivas para reducir la mortalidad en pacientes que presentan el llamado “trío de la muerte”: LDL alto, HDL bajo y triglicéridos altos. El problema es que hay contraejemplos y cada vez más evidencia de que no funcionan siempre ni por los motivos que se piensa.
La defensa de las estatinas, dice el artículo, responde a una teoría aceptada como dogma por la mayoría de las instituciones sanitarias: el nivel elevado de colesterol LDL es el causante de las lesiones y las obstrucciones en las arterias; si se come mucha grasa, el LDL será alto y habrá más probabilidades de sufrir un infarto. Sin embargo, cada vez más estudios indican que el HDL bajo y los triglicéridos altos son el verdadero riesgo, y que los valores de LDL solo son sintomáticos. Por ejemplo, hay personas que solo tienen el LDL alto, pero los demás factores en rangos saludables: HDL elevado y triglicéridos bajos: estas personas sufrieron más mortalidad tomando estatinas.
Un metaestudio de la Universidad de Cambridge, con más de 65 000 casos analizados, reveló que las estatinas no reducían la mortalidad de los pacientes con riesgo de enfermedad cardiovascular, y que tampoco tenían efectos beneficiosos en las personas mayores de 70 años ni en las que ya habían sufrido algún ataque. Y con efectos secundarios: un aumento de la resistencia a la insulina, el doble de probabilidad de padecer diabetes y posible pérdida de memoria, aunque este último punto aún no se pueda confirmar con los estudios existentes.
La conclusión de la nota es que “la controversia sobre el medicamento más vendido de la historia seguramente seguirá durante varios años ya que los científicos están amargamente divididos a favor y en contra. Un metaestudio de la prestigiosa Cochrane Library encontró que las estatinas tenían efectos favorables en el riesgo y la incidencia de enfermedades cardiovasculares en la mayoría de los casos, con pocos efectos secundarios. Sin embargo, la misma revisión alerta que “de los 18 estudios comparados todos, menos uno, habían sido financiados por compañías farmacéuticas, y también del riesgo de sesgo en los resultados, especialmente de los efectos secundarios.”
Entendí, después de leer este y otros artículos de buena fuente, a qué se refería mi médico cuando mencionó la mala fama de las estatinas. Recordé sus palabras: no hagas caso, y veamos cómo te va.
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Joan Ramón Laporte es el autor de Una sociedad intoxicada, publicado en España en 2024, y fundador del Instituto Farmacológico de Catalunya. En entrevistas con el diario La Vanguardia y con Infobae, y en relación con los indicadores de salud que se vuelven cada día más estrictos, dijo: “Un caso palmario es el del colesterol. Cada vez es más bajo el umbral que se considera que debe medicarse. Las estatinas se recetan aquí como si fueran caramelos, pero sus efectos secundarios no son desdeñables: desde dolores musculares hasta diabetes… Y ahora mismo un millón de catalanes las están tomando: ¿las necesitan?”.
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John Scharffenberg, médico y nutricionista formado en Harvard, de 102 años, dice en una nota de La Vanguardia publicada el 28 de abril de 2015: “Bajar el colesterol no evita enfermedades cardíacas. Los estudios muestran que los hombres mayores de 75 años viven más tiempo con niveles de colesterol más altos”. El médico asegura que evitando siete factores de riesgo del estilo de vida podemos reducir el riesgo de accidente cardiovascular en un 80% y el de diabetes en un 88%. Esos factores son el tabaco, el alcohol, la inactividad física, el sobrepeso, el consumo excesivo de carne y azúcar, la hipertensión y el colesterol elevado. Aunque, dice, los más relevantes son los cinco primeros, porque son los que influyen en la presión arterial y el colesterol. En la nota, el médico se manifiesta especialmente crítico con la actual industria médica; asegura que hay una cultura muy extendida de recetar pastillas en exceso, cuando no debería ser así. “Podríamos evitar muchas muertes simplemente cambiando el estilo de vida, pero los médicos no lo aceptan, han estado durante años recetando montones de estatinas para bajar el colesterol pensando que si lograban reducirlo no habría más enfermedades cardiovasculares, y se ha demostrado que eso es un error”. El colesterol como indicador aislado no es un buen predictor de riesgo de enfermedad cardíaca en personas mayores, y “denuncia que el sistema médico actual, enfocado en consultas rápidas y tratamientos farmacológicos, dificulta un enfoque real en la prevención de enfermedades.”
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Unos días después de la consulta le envié a mi médico varios artículos críticos que ponían en duda que el colesterol sea la causa principal de los infartos y ACV, y que las estatinas fueran un buen método preventivo para evitarlos. Le decía en ese mensaje que esperaba que no lo tomara a mal, pero que estaba preocupada porque los efectos secundarios parecían ser mucho más graves que los que él me había mencionado: una bajísima probabilidad de sufrir dolores musculares. Esas otras consecuencias de las que él no había hablado tenían que ver con la importancia del colesterol para el buen funcionamiento del cuerpo y las implicancias negativas de inhibir su producción: menos energía disponible para formar las membranas que protegen a las células, la producción de hormonas, los procesos metabólicos, el buen funcionamiento del cerebro, el corazón, el hígado y los riñones que son los órganos que más energía demandan. Le decía que había leído que las estatinas suprimen el síntoma enmascarando las causas reales del problema. Le decía que había leído que había que cambiar la conversación sobre el colesterol, que había que entender que no es un enemigo, que no es una toxina, que es algo esencial que el cuerpo necesita. Me respondió enseguida, con esmerada amabilidad. Dijo que me comprendía, pero que él no podía darme la respuesta, que la biblioteca médica estaba partida en dos, que lo pensara, que analizara la relación costo-beneficio: que la decisión era mía. No insistí. Cómo explicarle que no se trataba de lo que yo quería sino de lo que debía hacer para seguir sana, para aventar el fantasma de la herencia materna: un infarto a los 70 años, fulminante y sin señales previas. El intercambio de mensajes concluyó con mi claudicación: le dije que tomaría las estatinas porque, sencillamente, tenía miedo de no hacerlo.
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“¿Por qué deberíamos medir la lipoproteína (a) al menos una vez en la vida?”, un artículo publicado en el sitio web Cardioalianza, el 23 septiembre de 2024, informa sobre un estudio presentado en el Congreso de la Sociedad Europea de Cardiología que reveló la importancia de conocer los niveles de lipoproteína(a) (Lp(a)), una molécula producida en el hígado que puede aumentar de manera significativa el riesgo de enfermedades del corazón, incluso si el colesterol LDL está en niveles normales. La Lp(a) no se modifica con la alimentación o el ejercicio, ya que está determinada principalmente por la carga hereditaria, por eso su nivel se mantiene a lo largo de la vida. La nota dice que si bien la Lp(a) no se mide comúnmente en los análisis de sangre de rutina, muchos expertos recomiendan ahora que todas las personas, especialmente aquellas con antecedentes familiares de enfermedades del corazón, se hagan este análisis al menos una vez. “Hablar con tu médico sobre la posibilidad de hacer un análisis de Lp(a) es un buen paso para comprender mejor tu riesgo cardiovascular. Al igual que con el colesterol y la presión arterial, estar informado sobre tus niveles de Lp(a) te permite tomar decisiones más acertadas sobre tu salud. No dejes pasar esta oportunidad de cuidar tu corazón, especialmente si tienes factores de riesgo o antecedentes familiares de enfermedades cardiovasculares”.
Revisé mis últimos análisis. El colesterol total: 248. No figuraba la discriminación entre colesterol bueno y el malo. No figuraba la lipoproteína (a). Los triglicéridos, sí: y tenían un valor fantástico, completamente normal. A medida que iba informándome más me preguntaba si mi médico realmente conocía mi estado de salud y el potencial de mi riesgo, o si tan solo me recetó estatinas como un acto reflejo, como un cordero manso que sigue a la manada.
José Viña es catedrático de Fisiología en la Universidad de Valencia, director de la Cátedra de Gerociencia en la Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM), autor de más de 350 estudios científicos y del libro La ciencia de la longevidad. En una entrevista de elespañol.com, publicada el 10 de mayo de 2025, con el título “El colesterol que más nos debe preocupar no es el de las grasas sino el heredado de los padres”, dice que la hipercolesterolemia viene en gran parte de causas familiares endógenas, producidas por cada persona. La dieta y el ejercicio pueden aportar hasta un 30% del colesterol, y esto es mucho. Pero las grasas han sido malignizadas, estigmatizadas, y no lo merecen. Se ha visto que se puede consumir grasa, mientras que no hace falta tanto carbohidrato como se decía hace 20 años… “Hemos de estar más preocupados por el colesterol heredado”, sentencia Viña.
“La lipoproteína(a), el nuevo villano silencioso”, es el nombre de un artículo publicado en la web del periódico La nueva España, publicado el 20 de mayo de 2025. Allí explica que este indicador es “un viejo conocido con nueva popularidad”. La Lp(a) es una molécula de LDL (el conocido “colesterol malo”— a la que se une una proteína adicional llamada apolipoproteína(a). Esta unión le confiere propiedades especialmente nocivas: por un lado, es aterogénica, ya que favorece la formación de placas de ateroma; por otro, es trombogénica, al facilitar la formación de coágulos en el torrente sanguíneo. A diferencia de otros lípidos, los niveles de Lp(a) están determinados casi exclusivamente por la genética. Apenas se ven influenciados por la dieta, el ejercicio físico o el estilo de vida a lo largo de la vida de una persona. Actualmente, tampoco existen fármacos específicos contra la Lp(a), motivo por el cual tanto la Sociedad Europea de Cardiología como la American Heart Association recomiendan su determinación al menos una vez en la vida, especialmente en personas con antecedentes familiares.
Anoté entonces en mi agenda: pedir un análisis de lipoproteína (a), Lp(a), para saber finalmente y de una vez por todas cuánto de eso que tanto temo heredé de mi madre.
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“No busques más síntomas en internet. Hay aproximadamente 70 mil búsquedas sobre salud por minuto.” El mail inesperado llega desde una de las más importantes empresas de medicina prepaga. “Gran parte de la información que aparece no está chequeada por especialistas y, si lo está, suele ser difícil de interpretar para una persona que no estudió medicina. Sin embargo, ante cualquier duda médica, seguimos buscando respuestas en internet. Queremos cuidar a nuestros socios y por eso desarrollamos Chateá, un nuevo servicio de chat para hablar y consultarle a un médico de verdad”.
Pensé enseguida en las búsquedas que había realizado sobre colesterol y estatinas después de la consulta con mi médico; si algún algoritmo habría detectado mi insistencia en averiguar; si habría alguna conexión entre el historial de mis últimas intervenciones en internet y ese mensaje que era una especie de advertencia.
Apenas dos semanas después, desde el mismo remitente, la insistencia en el tema: “En un mundo lleno de ‘trucos caseros’, ‘consejos de conocidos’ y ‘datos sin chequear en Internet’, es fácil perderse entre tanta información. Pero cuando se trata de tu bienestar, no hay lugar para las dudas. Podés buscar en Google. Podés preguntarle a una IA. Incluso podés consultar a tus amigos. Pero solo un profesional de la salud puede darte una respuesta clara y segura. En la Semana de la Salud, y siempre que lo necesites, consultá con médicos de verdad”.
La pregunta sería qué es un médico de verdad. La pregunta también podría ser qué es lo que está detectando la empresa de salud, qué competencia tal vez inesperada los está preocupando. La pregunta sería por qué las personas buscan, buscamos, busco despejar las dudas en internet.
Una respuesta posible sería que la confianza en el sistema de salud y en la industria que lo sostiene se está derrumbando. Y que la figura más inmediata, la más cercana al paciente en ese conglomerado de intereses cruzados, el médico, se está desmoronando a la par. Médicos que atienden (seguro que no todos, pero seguro que muchos) con cierto espíritu desganado, sin tiempo que perder, sin demasiado entusiasmo ante un paciente inquieto e informado con ganas de hacer preguntas, de cuestionar una versión escrita en protocolos no pocas veces desactualizados que no acepta críticas ni fisuras. Por ejemplo, que las estatinas son la solución indiscutible para reducir el colesterol porque el colesterol es la fuente de todos los males para el corazón.
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Las enfermedades cardiovasculares matan a la mitad de la población, dice el doctor La Rosa, mirando a cámara, su rostro en primer plano, un enorme corazón púrpura latiendo como telón de fondo. “¿Cuál es tu riesgo cardiovascular? ¿Qué valores en tu analítica de sangre importan más? Te adelanto que no es el colesterol”.
No dice que no importa. Dice que no es el que más importa. Dice que medir el riesgo cardiovascular enfocando la lupa solo allí es un grave error que, por omisión o pereza, por dogmatismo o intereses sectoriales, se sigue cometiendo con consecuencias graves y visibles: la prescripción de estatinas solo por tener el colesterol total y/o el malo elevados, con millones de nuevos consumidores en el mundo desde que se redujo el umbral de “lo tolerable”, no consiguió en décadas que las enfermedades cardiovasculares dejaran de ser la primera y principal causa de muerte.
En el video publicado en su canal, con más de seis millones de seguidores, explica que tener diabetes o azúcar elevada en sangre es la principal fuente de riesgo de sufrir un infarto. Una afirmación que se basa en un estudio que analizó la evolución de 28 000 casos por más de 21 años, mujeres sanas que al empezar el estudio no tenían enfermedades cardiovasculares. El segundo factor de riesgo resultó ser lo que se conoce como síndrome metabólico y que se diagnostica cuando el paciente presenta tres o más de las siguientes características: una cintura más grande de lo que debería tener por acumulación de grasa por sobrepeso; presión arterial alta; niveles de azúcar en sangre elevados; triglicéridos elevados; bajo nivel de colesterol “bueno”. Más abajo, en la lista de factores de riesgo aparecen la hipertensión, la obesidad, fumar y el componente hereditario.
El doctor La Rosa exhibe estadísticas y hace cuentas que dicen que tener diabetes representa un riesgo 10 veces más alto que tener el colesterol “malo” elevado. Que tener síndrome metabólico o triglicéridos altos implican un riesgo cuatro veces mayor. Cálculos de los que se habla muy poco porque están, dice el médico, íntimamente relacionados con la calidad de la comida, de la enormidad de carbohidratos que se han transformado en la principal fuente de energía que se consume y que la industria alimenticia y farmacéutica parecen no considerar como un factor de riesgo.
Recetar estatinas a un paciente solo por tener el colesterol total y/o el “malo” elevado sería entonces un error que está llevando a la sobremedicación injustificada. Pero más aún, un paciente podría tener un colesterol total bajo, un colesterol “malo” también bajo y de todos modos tener un alto riesgo de sufrir un infarto si, por ejemplo, no regula su azúcar en sangre o su síndrome metabólico. Esa mirada parcial, incompleta e imprecisa que únicamente hace foco en el colesterol alto es la que intenta modificar la medicina integrativa, analizando la condición general de los pacientes.
Para eso los análisis son más detallados y exhaustivos. Porque existen indicadores más precisos que no son habituales de encontrar en un análisis estándar de sangre solicitado por un médico que no está actualizado o que no está dispuesto a alterar el statu-quo hasta que no se pronuncien las asociaciones médicas que emiten los protocolos que rigen la profesión.
“Algunos científicos comparan con los antivacunas a quienes cuestionan los beneficios de las estatinas”, se lee en un artículo del diario El País de España, publicado el 13 de diciembre de 2018, y titulado “¿Deben tomar estatinas las personas sanas?”. Allí se cita al editor de la prestigiosa revista científica The Lancet, Richard Horton, que llegó a decir que el daño causado a la confianza del público por los críticos de las estatinas era similar al que provocó un artículo que en 1998 relacionaba las vacunas con el autismo. “Aprendimos lecciones de aquel episodio —dice Horton— que deben ser ampliamente promulgadas. Son lecciones para todas las revistas y todos los científicos”. La nota concluye que “pese a los esfuerzos de instituciones como The Lancet, es improbable que desaparezca el debate sobre el uso de las estatinas por personas sin problemas cardiovasculares previos”.
Un artículo de La Vanguardia, publicado el 1 de julio de 2015, resume en su título todo el asunto: “´El colesterol alto se asocia a longevidad´ versus ´hay que bajarlo siempre´: la batalla de mensajes enfrentados sobre este índice confunde a los pacientes”.
Como tantos otros que discuten la demonización del colesterol y las bondades de las estatinas, tal vez anticipándose a las críticas de quienes los comparan con los detractores de vacunas y de fomentar la incredulidad en la ciencia, el doctor La Rosa, en sus populares videos, no dice que no importa el colesterol, dice que no es lo único que importa y que las investigaciones más recientes ponen en evidencia que hay mucho más que mirar antes de tomar una decisión de prescripción.
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¿Por qué, entonces, no se solicitan análisis con biomarcadores más exhaustivos para medir de una forma más certera el riesgo de las enfermedades que matan a la mitad de la población? La respuesta la brinda un joven cardiólogo y cirujano español, que forma parte de la academia y de la asociación de cardiología de su país, que es además uno de los responsables de desarrollar en España el Score (Systematic Coronary Risk Evaluation), una especie de calculadora que estima la probabilidad de morir por enfermedad cardiovascular, coronaria y no coronaria, en los próximos 10 años. José Abellán, autor del best seller publicado en 2023, Lo que tu corazón espera de ti, explica con cierto pudor (tal vez porque él pertenece a ese mundo que está criticando) en una larga entrevista que le hace el endocrinólogo Borja Bandera, y que se puede buscar en YouTube con el nombre: “La dura verdad del colesterol”, que los protocolos tardan en modificarse. Y dice mucho más: que medir en laboratorio la lipoproteína (a) para conocer el riesgo heredado, que medir la lipoproteína APO B100 (la parte del colesterol que más peligro aporta y que sería algo así como todo lo que no es colesterol bueno), que medir la insulina en lugar de la glucosa porque es una forma más precisa de conocer cuán cerca se está de tener diabetes, que medir la proteína C Reactiva que marca el nivel de inflamación del organismo (que es también un problema para la salud de las arterias), que medir cualquiera de todas esas cosas es más complejo y más caro que medir simplemente el colesterol total y el “malo”. Es decir, que hay costos, intereses en juego.
El doctor dice que hay que atacar los motivos por los que el colesterol está alto en lugar de tapar el síntoma con medicación. Una infección recurrente puede hacer subir el colesterol, no dormir bien, vivir en permanente estado de estrés, no hacer ejercicio, una dieta no equilibrada, consumir drogas y fumar. La buena noticia que trae a la conversación es que tomar vino tinto de manera habitual reduce el riesgo de sufrir un infarto, pero dice que una porción de torta puede darle al cuerpo todo el colesterol que necesita en un mes.
Los protocolos tardan en cambiar. Pero dice ser optimista, cuenta que en los hospitales donde él trabaja los médicos están empezando a solicitar este tipo de análisis de sangre con biomarcadores exhaustivos como norma habitual.
Pienso en su optimismo, pienso en lo lejos que queda España, pienso en la prescripción de estatinas que me recetó mi médico mirando sólo un número: colesterol total, 248.
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Durante cuatro meses consumí las píldoras cada noche. A las semanas de iniciar el tratamiento empecé a sentir dolor en las piernas, cansancio, fatiga. No podía evitar pensar que si dejaba la pastilla me infartaría sin remedio, o se desprendería una placa y formaría un coágulo que navegaría por mis arterias con consecuencias impredecibles. Fui sobrellevando ese malestar esperando que el cuerpo se acostumbrase con el paso de los días a la medicación y volviese a ser el de antes, más rápido, más flexible, menos quejoso.
Casi me había convencido de que tomar estatinas no estaba mal, que era una más entre los millones que lo hacen, que en todo caso estaba tomando algo que no necesitaba, que casi todos los medicamentos esconden consecuencias a futuro de las que se conoce muy poco. Casi me había convencido de todo eso cuando leí un estudio que señala que especialmente en mujeres posmenopáusicas las estatinas aumentan la probabilidad de sufrir diabetes. Recordé las investigaciones que señalan a la diabetes como la principal causa de sufrir infartos.
Fue entonces cuando decidí dejar de tomar las píldoras y buscar la forma de tener un diagnóstico más preciso.
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En su página web, el centro de salud se presenta como especializado en medicina integrativa funcional, algo que definen como “un enfoque holístico que considera al paciente como un sistema complejo, buscando la raíz de las enfermedades y no solo la eliminación de síntomas”. Para eso dicen combinar la medicina convencional con prácticas alternativas y complementarias, especialmente con la medicina ortomolecular, que se basa en utilizar altas dosis de vitaminas, minerales, oligoelementos y hormonas. La propuesta incluye las palabras: prevención, longevidad, inversión, más años de vida con calidad. Un diagnóstico basado en un exhaustivo análisis de sangre para ver qué le falta y le sobra al cuerpo, y en base a eso determinar cuál es el mix de complementos necesario para corregir ese estado interno defectuoso, con la confianza o la fe de que sean efectivos, algo que aún la medicina ortodoxa no termina de avalar, y los más críticos no tardan en señalar como un nuevo gran negocio.
La consulta se paga por adelantado, unos 100 dólares, se puede optar por tenerla de modo presencial o virtual. Se solicita al paciente el envío previo de todos los estudios que se hayan realizado durante el último año, y se pide completar un formulario on line en el que se vuelcan los antecedentes médicos propios y familiares. Además, se deben mencionar dos motivos por los cuales se solicitó la consulta. Anoto: 1. Colesterol total alto, medicada con estatinas que tomé durante cuatro meses y luego abandoné, dudas sobre si tengo que volver a tomarlas o no. 2. Consumo algunos suplementos vitamínicos sin prescripción médica y no sé si son los correctos y si las dosis son las apropiadas.
El día de la cita, cuando empieza el otoño de 2025, nueve meses después de aquel día de junio en que entré a la farmacia a comprar mi primera caja de estatinas, un médico me da la bienvenida en la pantalla. Para un turno presencial había que esperar tres meses. Él, en Córdoba capital, yo en el centro de Buenos Aires. Es un hombre de unos 45 años, con un rostro afable en el que se distingue una boca grande que (lo pensaré después, a lo largo de la consulta) sonríe quizás en exceso, como intentando generar esa confianza que es tan difícil de entablar en una primera cita virtual. No usa bata blanca, y salvo su imagen en un primer plano, solo se ve una pared blanca y una planta de grandes hojas verdes como telón. Hago un esfuerzo e intento sentirme a gusto mientras escucho cómo busca ahuyentar cualquiera de las sospechas que acechan sobre eso que él representa. Tras una introducción sobre el equipo médico, remarca que ya no se puede negar la importancia del enfoque que practican, que este año ha comenzado a dictarse en la Universidad de Córdoba un Posgrado de Medicina Integrativa Funcional. Que también la Escuela de Graduados de la Asociación Médica Argentina (AMA) dictará en agosto próximo un curso superior intensivo. Lo dice como una descarga, como si pesara sobre la disciplina la falta de tradición, la antigüedad corta que dificulta las investigaciones de campo de largo plazo que brinden la suficiente evidencia científica para acallar las dudas de la medicina más ortodoxa.
Ha leído mis estudios, mi ficha médica, me confirma que mi decisión ha sido la correcta al dejar la medicación. Pero que para tener una evaluación más precisa de mi riesgo cardíaco, me hará estudios complejos: escucho todo aquello que ya conozco gracias a Ernesto Gratacós, al doctor Viña, al doctor Laporte, al doctor La Rosa, al doctor Abellán, etcétera, etcétera. Dice: LDL, HDL, lipoproteína (a), lipoproteína APO B100, Proteína C Reactiva, triglicéridos y perfil lipídico.
Una semana después, le envío los resultados de los análisis: todos los biomarcadores están bien, normales. Salvo el colesterol total y el colesterol malo, el LDL. No hay riesgo genético, no hay inflamación, el colesterol bueno es alto, los triglicéridos bajos. Para la medicina integrativa soy una persona saludable a pesar de tener el LDL alto. En un mensaje telefónico me recuerda que debo comer proteínas, grasas saludables, que no debo comer carbohidratos, ni azúcares, ni demasiadas frutas. Le digo que no sé si podré cumplir, que una tostada, que una medialuna, que una copa de vino. La respuesta: puedo hacer lo que quiera, es mi decisión. Y entonces me atrevo y pregunto: ¿si tomo estatinas puedo comer croissants sin correr riesgos? Contesta que no. Que las estatinas no me van a proteger de nada. Que la mayoría de las personas hacen exactamente eso: llevan una vida no saludable y creen compensar con la píldora todo el daño que se hacen.
Poco después me envía un recetario de suplementos con una leyenda en letras mayúsculas que dicen para qué sirven: Mejorar angustia, Mejorar ansiedad, Mejorar irritabilidad, Mejorar descanso, Mejorar fatiga por la mañana, Mejorar energías, Mejorar dermatitis, Mejorar inflamación, Mejorar digestión, Mejorar pelo y uñas. Pienso en lo que no dice: mejorar los niveles de colesterol. Pienso que no necesito mejorar la mayor parte de los problemas incluidos en esa lista. Pero acato y unos días después encargo los suplementos que tienen un costo de unos 300 dólares mensuales y ninguna cobertura de la medicina prepaga. Quince veces el costo de las estatinas.
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La próxima consulta por internet será en julio. Un mes antes, el doctor cordobés me enviará las órdenes para hacerme nuevamente los análisis y ver si los suplementos me están haciendo bien. Pienso en si las tres cápsulas de Omega 3 que tomo por día influirán positivamente sobre el colesterol malo, haciéndolo descender. Algunos dicen que sí; otros dudan de la eficacia de los suplementos y ponen el énfasis en la falta de evidencia científica.
Desde hace semanas, a la espera de la próxima consulta, consumo los suplementos cuatro veces por día. Llevo conmigo una bolsa coqueta con los nueve tarritos de plástico blanco en los que está inscripta la fórmula con ingredientes de nombres imposibles de recordar. Los dolores musculares y la fatiga desaparecieron un par de meses después de dejar las estatinas y eso representa un enorme alivio, una victoria inesperada: recuperar el placer de caminar sin dolores ni agobios.
No sé todavía qué haré si el colesterol total y en especial el colesterol malo siguen altos, en esa zona crítica que hace sonar las alarmas de la mitad de la biblioteca médica. No sé por qué hemisferio de ese universo partido en dos me inclinaré. No sé a cuál de los dos doctores, si al de siempre o al nuevo cordobés, elevaré al pedestal de médico de verdad. Uno en el que depositar, finalmente, la confianza.
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Una semana después de la fecha en que se cumplía un año desde mi último control, un día también gélido de junio pero de 2025, recibí un mensaje de mi médico de siempre, que me recordaba la cita pendiente y me invitaba a sacar un turno antes de un viaje que lo tendría fuera del país por más de un mes. Y como si hubiese decidido continuar el intercambio de mensajes de un año atrás, tal vez sospechando que había dejado de tomar las estatinas y que por eso estaba evitando verlo para iniciar mi chequeo anual, adjuntó dos artículos que refutaban aquellos que yo le había enviado la última vez que hablamos. Los que él enviaba ahora resumían las posturas de instituciones de referencia en el país y, por supuesto, coincidían con la suya. Leí entonces que el cardiólogo Navarro Estrada, expresidente de la Sociedad Argentina de Cardiología (SAC), decía: “La Argentina es un país epidemiológicamente complicado. El 60% de la población tiene sobrepeso y eso suele acompañarse de otros factores de riesgo como el sedentarismo, la hipertensión, la diabetes o la obesidad, que ha aumentado en los últimos 15 años. Entonces, la mortalidad cardiovascular se ha reducido más que por los factores de prevención por los factores terapéuticos… El consumo de estatinas debería estar en aumento porque hay toda una serie de desarrollos científicos y demostraciones de su utilidad”. La nota había sido publicada por el diario La Nación el 25 de enero de 2023, con el título “¿Sobreconsumo? Por qué crece el uso de fármacos para bajar el colesterol”.
En la misma nota, Mariano Napoli Llobera, médico cardiólogo miembro de la Sociedad Interamericana de Cardiología, decía que “se ha detectado un aumento del 18% al 26% a nivel global en el uso de estatinas en los últimos años. Y la Argentina no es la excepción… La prevención primaria y secundaria tienen un alto grado de recomendación ya que provienen de análisis de décadas de investigación científica, en donde los pacientes tratados con estatinas tuvieron una reducción significativa de la mortalidad total”.
“Pueden presentarse dos personas con el mismo nivel de colesterol y a una se la medica y a la otra no”. La cita es del cardiólogo Walter Masson Juárez, especialista en prevención cardiovascular del Hospital Italiano de Buenos Aires, que explica en el artículo que existen dos elementos que un médico debe analizar para tomar la decisión de recetar o no estatinas a un paciente: uno es el nivel de colesterol y el otro es el nivel de riesgo cardiovascular de la persona. El riesgo puede ser chico, mediano o alto y se calcula en base a los valores de colesterol, a si se tiene o no diabetes, si se presenta tabaquismo, obesidad o sedentarismo, más el componente genético, entre otros factores. El uso de estatinas se justifica cuando el colesterol LDL es elevado y el riesgo se ubica de mediano para arriba. “Claramente —dice el médico— si se compara el consumo actual con el de hace 15 años, hay un aumento, pero no creo que haya un sobreconsumo. Al revés, creo que el tratamiento es subóptimo”, según estudios que muestran que solo la mitad de los pacientes de muy alto riesgo están recibiendo estatinas. “Lo que suele suceder con los remedios que se tienen que tomar por mucho tiempo es que tiende a haber una merma en la adherencia. Hay cuestiones relacionadas a los costos, a los efectos adversos y a la inercia médica. El efecto nocebo, que es lo contrario al efecto placebo, hace que los pacientes crean que tienen efectos adversos causados por este medicamento, como los dolores musculares, pero no lo son. Hay efectos adversos, pero están sobreestimados”.
El especialista coincidía con mi médico; me parecía escuchar su voz en nuestra despedida de la consulta de un año atrás: no hagas caso de la mala fama de las estatinas. En lo que no había coincidencia era en esa combinación de los dos elementos que cualquier especialista debía considerar antes de recetar estatinas: LDL elevado y riesgo cardíaco medio o alto. ¿Cuál era mi riesgo cardíaco? ¿Y si era bajo? ¿Y si empezaba a tomar medicamentos de por vida sólo por tener un LDL un poco por encima del máximo recomendable?
O tal vez lo que mi médico observaba, y yo no quería ver, era que mi estilo de vida era tan saludable que ya no había más ajustes que recomendar; que había antecedentes en mi familia; que también la glucosa estaba en el límite; que ante la duda, mejor prevenir que curar; que la única forma de reducir el colesterol LDL era apelar a los fármacos. Los pensamientos giraban en círculo, como una puerta giratoria, sentía que regresaba al mismo punto de partida una y otra vez.
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Cuando junio terminaba sin que yo hubiese sacado el turno con mi médico de siempre, esperando tal vez volver a verlo a su regreso de ese largo viaje que estaba a punto de emprender, y a pocos días de tener la consulta virtual con mi nuevo doctor cordobés, el algoritmo me trajo el artículo: “Un nivel más bajo de colesterol LDL durante más tiempo es mejor, según una nueva guía: cómo lograrlo”. La nota publicada en el sitio Buena Vida, el 30 de junio de 2025, resume los puntos de la guía elaborada por el Journal of Clinical Lipidology, la institución que reúne a los principales especialistas en lípidos de Estados Unidos: “Los eventos cardiovasculares mayores (como un infarto o un ACV) se reducen proporcionalmente al descenso del colesterol LDL, al valor alcanzado y al tiempo que se mantiene ese nivel bajo”.
En la nota se lee que la enfermedad cardiovascular sigue siendo la principal causa de muerte a nivel mundial, Argentina incluida, y se advierte que en Estados Unidos las tasas de mortalidad se encuentran en aumento desde 2010, revirtiendo una tendencia de más de cuatro décadas de caída, con dos señales alarmantes: casi una de cada tres personas tiene un riesgo muy alto de eventos recurrentes y se observa un aumento desproporcionado en poblaciones más jóvenes y de mediana edad. “Valentín Fuster, leyenda viva de la cardiología mundial, decía ante una sala colmada en la conferencia inaugural del último congreso de la Sociedad Argentina de Cardiología: ‘Señores, todo empieza muy pronto. Si se llevan este concepto a su casa, yo ya estoy contento’, y advertía de que si empezamos a preocuparnos por el corazón a los 50 y por el cerebro a los 60, estamos llegando muy tarde, porque el riesgo comienza a acumularse años antes”.
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Julio llegó con tres carillas enviadas desde el laboratorio que resumen mi estado interior cifrado en cuatro docenas de marcadores que incluía nombres que jamás había leído antes en un análisis de sangre. El resumen que hizo el doctor cordobés al otro lado de la pantalla, en una consulta virtual que duró más de una hora fue el siguiente: todo luce bien salvo los niveles de hormonas sexuales, algo absolutamente previsible para una mujer posmenopáusica que no ha considerado la terapia hormonal sustitutiva como una opción para intentar contrarrestar los efectos indeseados del ínfimo nivel de estrógenos, testosterona y dehidroepiandrosterona-S (SDHEA). En cuanto a lo que realmente me preocupa, el colesterol total y el LDL, siguen casi igual, apenas se redujeron; persisten en esa zona que es normal para unos y de riesgo para otros.
Por estos días, en que trato de tomar una decisión —si pedir ya mismo un turno con mi médico de siempre para cuando retorne de su viaje, o seguir las indicaciones del doctor cordobés, darle tiempo a él y sus creencias y a los suplementos—, me llega un mensaje de la droguería que me prepara las recetas magistrales: me ofrecen un “Kit de Pic” por 30 dólares más gastos de envío. Les respondo que no sé lo qué es. Me dicen que consulte con mi médico, que es algo nuevo que me puede interesar. Decido googlear antes de escribirle al doctor cordobés y encuentro un video de una chica jovencísima, radiante, una influencer tal vez, que dice que el Kit de Pic, Perfil de Inflamación Celular, es algo revolucionario, que una gota de sangre es suficiente para obtener toda la información sobre el nivel de inflamación del cuerpo, algo crucial para la prevención de enfermedades, porque como ya todos deberían saber, dice la chica, en la inflamación está el origen de todas las enfermedades, sin importar la edad. El kit trae todo lo necesario para realizar la extracción de sangre, para guardarla en un envase especial, para enviarla a un laboratorio que está domiciliado en la provincia de Santa Fe. Aunque me resulta un tanto extraño y complejo de implementar, sin pensarlo demasiado, casi como una autómata, le escribo al doctor cordobés, le explico la oferta que recibí. Creo que mi confianza en él comenzó a cobrar fuerza unas semanas atrás, una noche en la que le envié un mensaje junto a una fotografía en primer plano de una nube inquietante de puntos rojos que habían empezado a aparecerme en diferentes zonas del cuerpo. No soy alérgica a nada y supuse que podía ser una reacción a alguno de los suplementos nuevos que había incorporado en mi rutina. Solo después de enviarlo me di cuenta de que eran las 10 de la noche. Supuse que no me respondería. Pero ahí estaba la respuesta inmediata del doctor cordobés diciéndome que su mujer había comenzado el trabajo de parto, que estaba esperando a su segunda hija y saliendo hacia el hospital. Pero, decía en el mensaje, no quería dejar de contestar aunque fuese brevemente porque había detectado mi preocupación; me aseguró que no había ninguna posibilidad de que los suplementos provocasen esa reacción en la piel; me dijo en cambio que podía ser una respuesta de mis intestinos, que recordara evitar los lácteos y las harinas. En esa noche de unas semanas atrás, el doctor cordobés se había convertido de pronto en un médico con la virtud de responder mensajes, un médico con el que se podía contar. Por eso al recibir la publicidad del Kit de Pic no vacilo en escribirle para saber su opinión. No suele dejar notas de voz, pero esta vez lo hace. Siento que vuelve a detectar esa aflicción ensimismada que me acompaña desde hace más de un año, siento que me responde con paciencia, casi con ternura, me repite como en la última consulta que soy una mujer saludable (dada mi edad), me repite que el estrés es una de las causas del colesterol alto, que no dormir bien es otra causa, que la constante vigilancia de mi salud, que ese estado de alerta incesante no colabora en nada, pero siendo que estoy tan preocupada por mi salud, dice, no me vendría mal saber cuán inflamada estoy, que quizás eso contribuya a darme cierta tranquilidad. Le doy las gracias y me quedo mirando los mensajes, un poco avergonzada. Quizás porque empiezo a sospechar que finalmente no hay demasiada diferencia entre las mujeres que desesperadas por el paso del tiempo se someten a una cirugía plástica tras otra, a cuanta promesa de rejuvenecimiento aparece en el mercado de la industria estética. Empiezo a pensar que la única diferencia es que mi obsesión está enfocada en el interior, que los cuatro análisis de sangre que llevo hechos en lo que va del año, que los cientos de cápsulas que he tomado sin demasiada conciencia de su composición, son la expresión de lo que quisiera hacerles a mis células, a mis arterias, a mis órganos: una cirugía plástica para estirarles la juventud, para que dejen de envejecer. Pienso que es una buena conclusión. Digo en voz alta para convencerme: esto tiene que parar. Pero un rato después vuelvo a leer el mensaje del Kit de Pic, leo que el nivel óptimo es tres, leo que la mayoría de la población mundial se ubica por encima de 15. Algo se despierta, la seducción del mensaje ejerce su influjo, la curiosidad desatada por saber cuán inflamada estoy. Esto tiene que parar, digo en voz alta. Pero no sé si va a parar.
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