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El Balcón del Bicentenario en el Paseo de la Concha, también conocido como Kontxa Pasealekua, que rodea la imperdible playa de La Concha.
Hay que visitar las ciudades con apetito inmoderado de todo. ¿Qué de todo? Todo de todo. Hoy hemos pisado un referente en los contornos del golfo de Vizcaya.
En euskera, San Sebastián se dice Donostia, que significa “lugar del santo patrono de la ciudad”. Patrono de dos corazones —del País Vasco francés y del País Vasco español—, con un cuerpo de 190 000 habitantes que viven entre la nitidez del aire en la bahía de La Concha y la espesura de juncos, sauces y carrizos. El verdor nos explotó en la cara apenas bajamos del avión. En euskera, txirimiri es el nombre que recibe la lluvia fina en el País Vasco: esa que no moja, pero empapa. Justo ahí (en ese pedazo de norte) llueve tanto que adonde sea que mires, es “verde que te quiero verde. Verde viento. Verdes ramas”.
Lo primero que dijo Iñaki —donostiarra orgulloso, taxista, padre, tenaz defensor de su lengua autóctona y encima nuestro primer maestro en ese lugar— al recogernos del aeropuerto fue que de ahí mismo estaba más cerca Francia que Donostia. Se comienza a percibir el límite. Lo segundo que nos contó fue que había prohibido a su hijo Markel hablar castellano en casa porque no había encontrado otra forma de articular y ser en euskera, su lengua enigmática y sin parentesco con ninguna otra. En los bordes se habla, al parecer, el idioma del misterio.
Caminamos la capital de la provincia de Guipúzcoa con lujuria, la deambulamos con asombro y nos sumimos en sus paisajes como haría un ave rapaz. San Sebastián nos recibió cuando la luna se ponía grande y la brisa de la primavera nos soplaba la nuca sin apuro.


Itxaso significa “mar” en euskera
En euskera, zortea aldatzea es una forma de decir que algo cambia de rumbo, o de suerte, o, en este caso, de lo que ocurrió con San Sebastián cuando la reina María Cristina de Habsburgo-Lorena (regidora desde 1885 hasta 1902) lo convirtió en su destino veraniego —o amor estival— durante el florecimiento de la belle époque. Es por esto que la fisionomía moderna de San Sebastián se le atribuye, en gran medida, a los veraneos de la reina María Cristina en la ciudad: de ser corazón pesquero y villa marinera, lo transformó en epicentro de belleza occidental: voluptuoso y referente turístico aristócrata en los contornos del golfo de Vizcaya, el bosque y el art nouveau.
Fingimos vivir en el siglo XIX y caminamos por el malecón, atravesamos el puente de la Zurriola, el de Santa Catalina, el Mundaiz, el Lehendakari Aguirre y el de ella: María Cristina. Nos dejamos llamar por el Monte Urgull y por el susurro pedregoso del Peine del Viento XV, ese poema sinestésico de Eduardo Chillida en la playa de Ondarreta. Bueno, que Chillida hizo de su caminata predilecta esa obra de arte. Estar frente al Peine del Viento es atestiguar el diálogo entre la creación artística y la poesía: tres esculturas desenredando el aire que entra a Donostia. Es como un algo sagrado porque una se detiene ahí, en los bordes, y se siente perseguida por la belleza de los abismos.


Y ya cuando cae la tarde y nos andamos a un lado del río Urumea, jugamos a adivinar la edad de las piedras sumidas en la arena de la bahía y hablamos de cultivos en huertas de caseríos, variedades autóctonas de tomates, aceite de oliva, sidra, la desvergüenza de amojonar la tierra y el milagro fértil que ocurre cuando se habitan las fronteras.
Sobre denominaciones de origen, amores tórridos para la cena, retar límites y el Bar Martínez
En San Sebastián se brinda con txakoli, vino originario. En el Bar Martínez, Alfonso (el miloídos, el líder de barra, el apuesto) toma la botella de uva hondarrabi, la empuña al cielo y desde arriba la entrega en caída libre, dibujando un hilo perfecto que comienza a llenar la copa apenas burbujeante que nos salpica a todos. La efervescencia del txakoli es la analogía del mar Cantábrico rompiendo en las piedras. Llamamos de nuevo a Alfonso: queremos otra copa. Y quizás otra más.
Este ritual ocurre en cada lugar catalogado como templo de los pintxos. Pintxo significa “amor tórrido y fugaz”, también conocido como tapa vasca, y tapa vasca equivale a gastronomía en miniatura. Entonces se nos ocurre saltar de bar en bar entre calles y barrios: del Martínez nos vamos al Borda Berri y de ahí al Néstor, luego al Txepetxa y luego al Atari Gastroteka. En cada sitio pedimos el pintxo icónico y a la vez levantamos una orden de txipirones, gratinado de bacalao, piquillo relleno de bonito, terrina de pescado, arroz con crustáceos y socarrat.
Los enamoramientos fugaces se andan con soltura de plato en plato hasta que llegamos a La Viña, ese contraste de amor sólido, equilibrado, casi viejo. La Viña es un bar restaurante tradicional del chef Santiago Rivera que desde 1990 produce la icónica tarta de queso vasca (elegante, cremosa, simple, con bordes toscos e irregulares, quemada de arribita y de corazón blando), una adaptación del cheesecake neoyorquino, también hecho con queso crema, pero sin galleta ni corteza ni compotas.
Gutizia significa “lujuria” o “deseo vehemente” en euskera. Y, bueno, a partir de aquí toda la gula es también gutizia.
“Exquisitez” se dice txangurro a la donostiarra, en euskera. Y se piensa en centollos, cangrejos. Es un platillo que se sirve desde 1962 en el Bar San Sebastián en el puerto de la bahía de La Concha. La receta es carne de cangrejo desmenuzada adentro de su propio carapacho, tomate, aceite de oliva y una corteza de panko maridada con txakoli. Todo eso al horno: gutizia.
Tapas a manteles largos colonizan libremente San Sebastián. Acumula 20 estrellas Michelin repartidas en 12 hitos. Uno de ellos es el mítico Mugaritz de Andoni Luis Aduriz —Mugaritz significa empujar al límite. Muga, “frontera”, “límite”. H(ar)itz, “roble”—, un caserío inmerso en la montaña vasca, un laboratorio gastronómico que ha sido patrón en vanguardia desde 1998. Lo que se sirve primero termina siendo el plato principal de toda la experiencia: un pequeño glosario de términos culinarios y no, en otras palabras, un grito de guerra que impele a atravesar fronteras y prejuicios. Entre los términos en el librito están “instinto” —capacidad de viajar sin retrovisor— y “bocado” —medida en la que se avanza con los labios sobre un territorio—. Después cae a la mesa una degustación de pintxos experimentales en el borde de lo grotesco y la delicia, como un cuadro de James Turrell: cuando lo sublime aterra.


Todas las mañanas del mundo en el Chillida Leku
Hablar de Eduardo Chillida es hablar de amor. No porque fuese un vasco bien vasco, o poeta, o filósofo, o un apasionado de la geometría griega y del alabastro, o apóstol de la tolerancia (mira que tener como elemento compartido de sus esculturas esta acción de abrazar al otro no es poca cosa); no porque fuese residente del espacio y del fuego, o porque se llamase cóncavo a sí mismo, o porque apreciaba todo el universo en cualquier vacío; no porque se inspirara en el tiempo, el mar, la gravedad, sino por el puro placer de imaginar cómo hubiese sido andar de amantes.
Leku significa “lugar” en euskera. Y lo que a una le pasa en el Chillida Leku es el nítido descubrimiento de un romance con los espacios abiertos porque las esculturas conversan entre ellas. El lugar de Chillida, además de ser un tributo a la insigne siderurgia vasca, es una hacienda con un caserío recuperado del siglo XVI. Es más, se dice que Pilar Belzunce, perpetua cómplice de Chillida, sugirió el caserío como la obra central del museo. Todo ese verdegal intervenido es parte del legado de un artista polímata que se agarra de la poesía para explorar otros códigos y sus límites. ¿Se toca con las manos una obra de Bach? Chillida la hace escultura. Influido por el arte griego y la elegancia japonesa, Chillida se apreciaba a sí mismo como un árbol con las raíces ancladas al País Vasco y con las ramas abiertas hacia el mundo. Vaya encanto. Escritos es el título de un libro con un cúmulo de pensamientos de Chillida. Abrimos una página al azar: “La aventura, cuando busca lo desconocido, puede a veces llevarnos hacia el arte”.
Geltoki, cafetería clásica e imperdible de Donostia, nos regala una frase en una de sus servilletas: Eskerrik asko etortzeagatik (“gracias por su visita”). Y ya nos fuimos, pero queremos decir que, aunque San Sebastián se sienta cómodo y reconozca su sitio intersticial, sobre la exacta frontera, en realidad no es de ningún lugar. Es, aunque suene geográficamente incorrecto, de sí mismo.

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Hay que visitar las ciudades con apetito inmoderado de todo. ¿Qué de todo? Todo de todo. Hoy hemos pisado un referente en los contornos del golfo de Vizcaya.
En euskera, San Sebastián se dice Donostia, que significa “lugar del santo patrono de la ciudad”. Patrono de dos corazones —del País Vasco francés y del País Vasco español—, con un cuerpo de 190 000 habitantes que viven entre la nitidez del aire en la bahía de La Concha y la espesura de juncos, sauces y carrizos. El verdor nos explotó en la cara apenas bajamos del avión. En euskera, txirimiri es el nombre que recibe la lluvia fina en el País Vasco: esa que no moja, pero empapa. Justo ahí (en ese pedazo de norte) llueve tanto que adonde sea que mires, es “verde que te quiero verde. Verde viento. Verdes ramas”.
Lo primero que dijo Iñaki —donostiarra orgulloso, taxista, padre, tenaz defensor de su lengua autóctona y encima nuestro primer maestro en ese lugar— al recogernos del aeropuerto fue que de ahí mismo estaba más cerca Francia que Donostia. Se comienza a percibir el límite. Lo segundo que nos contó fue que había prohibido a su hijo Markel hablar castellano en casa porque no había encontrado otra forma de articular y ser en euskera, su lengua enigmática y sin parentesco con ninguna otra. En los bordes se habla, al parecer, el idioma del misterio.
Caminamos la capital de la provincia de Guipúzcoa con lujuria, la deambulamos con asombro y nos sumimos en sus paisajes como haría un ave rapaz. San Sebastián nos recibió cuando la luna se ponía grande y la brisa de la primavera nos soplaba la nuca sin apuro.


Itxaso significa “mar” en euskera
En euskera, zortea aldatzea es una forma de decir que algo cambia de rumbo, o de suerte, o, en este caso, de lo que ocurrió con San Sebastián cuando la reina María Cristina de Habsburgo-Lorena (regidora desde 1885 hasta 1902) lo convirtió en su destino veraniego —o amor estival— durante el florecimiento de la belle époque. Es por esto que la fisionomía moderna de San Sebastián se le atribuye, en gran medida, a los veraneos de la reina María Cristina en la ciudad: de ser corazón pesquero y villa marinera, lo transformó en epicentro de belleza occidental: voluptuoso y referente turístico aristócrata en los contornos del golfo de Vizcaya, el bosque y el art nouveau.
Fingimos vivir en el siglo XIX y caminamos por el malecón, atravesamos el puente de la Zurriola, el de Santa Catalina, el Mundaiz, el Lehendakari Aguirre y el de ella: María Cristina. Nos dejamos llamar por el Monte Urgull y por el susurro pedregoso del Peine del Viento XV, ese poema sinestésico de Eduardo Chillida en la playa de Ondarreta. Bueno, que Chillida hizo de su caminata predilecta esa obra de arte. Estar frente al Peine del Viento es atestiguar el diálogo entre la creación artística y la poesía: tres esculturas desenredando el aire que entra a Donostia. Es como un algo sagrado porque una se detiene ahí, en los bordes, y se siente perseguida por la belleza de los abismos.


Y ya cuando cae la tarde y nos andamos a un lado del río Urumea, jugamos a adivinar la edad de las piedras sumidas en la arena de la bahía y hablamos de cultivos en huertas de caseríos, variedades autóctonas de tomates, aceite de oliva, sidra, la desvergüenza de amojonar la tierra y el milagro fértil que ocurre cuando se habitan las fronteras.
Sobre denominaciones de origen, amores tórridos para la cena, retar límites y el Bar Martínez
En San Sebastián se brinda con txakoli, vino originario. En el Bar Martínez, Alfonso (el miloídos, el líder de barra, el apuesto) toma la botella de uva hondarrabi, la empuña al cielo y desde arriba la entrega en caída libre, dibujando un hilo perfecto que comienza a llenar la copa apenas burbujeante que nos salpica a todos. La efervescencia del txakoli es la analogía del mar Cantábrico rompiendo en las piedras. Llamamos de nuevo a Alfonso: queremos otra copa. Y quizás otra más.
Este ritual ocurre en cada lugar catalogado como templo de los pintxos. Pintxo significa “amor tórrido y fugaz”, también conocido como tapa vasca, y tapa vasca equivale a gastronomía en miniatura. Entonces se nos ocurre saltar de bar en bar entre calles y barrios: del Martínez nos vamos al Borda Berri y de ahí al Néstor, luego al Txepetxa y luego al Atari Gastroteka. En cada sitio pedimos el pintxo icónico y a la vez levantamos una orden de txipirones, gratinado de bacalao, piquillo relleno de bonito, terrina de pescado, arroz con crustáceos y socarrat.
Los enamoramientos fugaces se andan con soltura de plato en plato hasta que llegamos a La Viña, ese contraste de amor sólido, equilibrado, casi viejo. La Viña es un bar restaurante tradicional del chef Santiago Rivera que desde 1990 produce la icónica tarta de queso vasca (elegante, cremosa, simple, con bordes toscos e irregulares, quemada de arribita y de corazón blando), una adaptación del cheesecake neoyorquino, también hecho con queso crema, pero sin galleta ni corteza ni compotas.
Gutizia significa “lujuria” o “deseo vehemente” en euskera. Y, bueno, a partir de aquí toda la gula es también gutizia.
“Exquisitez” se dice txangurro a la donostiarra, en euskera. Y se piensa en centollos, cangrejos. Es un platillo que se sirve desde 1962 en el Bar San Sebastián en el puerto de la bahía de La Concha. La receta es carne de cangrejo desmenuzada adentro de su propio carapacho, tomate, aceite de oliva y una corteza de panko maridada con txakoli. Todo eso al horno: gutizia.
Tapas a manteles largos colonizan libremente San Sebastián. Acumula 20 estrellas Michelin repartidas en 12 hitos. Uno de ellos es el mítico Mugaritz de Andoni Luis Aduriz —Mugaritz significa empujar al límite. Muga, “frontera”, “límite”. H(ar)itz, “roble”—, un caserío inmerso en la montaña vasca, un laboratorio gastronómico que ha sido patrón en vanguardia desde 1998. Lo que se sirve primero termina siendo el plato principal de toda la experiencia: un pequeño glosario de términos culinarios y no, en otras palabras, un grito de guerra que impele a atravesar fronteras y prejuicios. Entre los términos en el librito están “instinto” —capacidad de viajar sin retrovisor— y “bocado” —medida en la que se avanza con los labios sobre un territorio—. Después cae a la mesa una degustación de pintxos experimentales en el borde de lo grotesco y la delicia, como un cuadro de James Turrell: cuando lo sublime aterra.


Todas las mañanas del mundo en el Chillida Leku
Hablar de Eduardo Chillida es hablar de amor. No porque fuese un vasco bien vasco, o poeta, o filósofo, o un apasionado de la geometría griega y del alabastro, o apóstol de la tolerancia (mira que tener como elemento compartido de sus esculturas esta acción de abrazar al otro no es poca cosa); no porque fuese residente del espacio y del fuego, o porque se llamase cóncavo a sí mismo, o porque apreciaba todo el universo en cualquier vacío; no porque se inspirara en el tiempo, el mar, la gravedad, sino por el puro placer de imaginar cómo hubiese sido andar de amantes.
Leku significa “lugar” en euskera. Y lo que a una le pasa en el Chillida Leku es el nítido descubrimiento de un romance con los espacios abiertos porque las esculturas conversan entre ellas. El lugar de Chillida, además de ser un tributo a la insigne siderurgia vasca, es una hacienda con un caserío recuperado del siglo XVI. Es más, se dice que Pilar Belzunce, perpetua cómplice de Chillida, sugirió el caserío como la obra central del museo. Todo ese verdegal intervenido es parte del legado de un artista polímata que se agarra de la poesía para explorar otros códigos y sus límites. ¿Se toca con las manos una obra de Bach? Chillida la hace escultura. Influido por el arte griego y la elegancia japonesa, Chillida se apreciaba a sí mismo como un árbol con las raíces ancladas al País Vasco y con las ramas abiertas hacia el mundo. Vaya encanto. Escritos es el título de un libro con un cúmulo de pensamientos de Chillida. Abrimos una página al azar: “La aventura, cuando busca lo desconocido, puede a veces llevarnos hacia el arte”.
Geltoki, cafetería clásica e imperdible de Donostia, nos regala una frase en una de sus servilletas: Eskerrik asko etortzeagatik (“gracias por su visita”). Y ya nos fuimos, pero queremos decir que, aunque San Sebastián se sienta cómodo y reconozca su sitio intersticial, sobre la exacta frontera, en realidad no es de ningún lugar. Es, aunque suene geográficamente incorrecto, de sí mismo.

{{ linea }}

El Balcón del Bicentenario en el Paseo de la Concha, también conocido como Kontxa Pasealekua, que rodea la imperdible playa de La Concha.
Hay que visitar las ciudades con apetito inmoderado de todo. ¿Qué de todo? Todo de todo. Hoy hemos pisado un referente en los contornos del golfo de Vizcaya.
En euskera, San Sebastián se dice Donostia, que significa “lugar del santo patrono de la ciudad”. Patrono de dos corazones —del País Vasco francés y del País Vasco español—, con un cuerpo de 190 000 habitantes que viven entre la nitidez del aire en la bahía de La Concha y la espesura de juncos, sauces y carrizos. El verdor nos explotó en la cara apenas bajamos del avión. En euskera, txirimiri es el nombre que recibe la lluvia fina en el País Vasco: esa que no moja, pero empapa. Justo ahí (en ese pedazo de norte) llueve tanto que adonde sea que mires, es “verde que te quiero verde. Verde viento. Verdes ramas”.
Lo primero que dijo Iñaki —donostiarra orgulloso, taxista, padre, tenaz defensor de su lengua autóctona y encima nuestro primer maestro en ese lugar— al recogernos del aeropuerto fue que de ahí mismo estaba más cerca Francia que Donostia. Se comienza a percibir el límite. Lo segundo que nos contó fue que había prohibido a su hijo Markel hablar castellano en casa porque no había encontrado otra forma de articular y ser en euskera, su lengua enigmática y sin parentesco con ninguna otra. En los bordes se habla, al parecer, el idioma del misterio.
Caminamos la capital de la provincia de Guipúzcoa con lujuria, la deambulamos con asombro y nos sumimos en sus paisajes como haría un ave rapaz. San Sebastián nos recibió cuando la luna se ponía grande y la brisa de la primavera nos soplaba la nuca sin apuro.


Itxaso significa “mar” en euskera
En euskera, zortea aldatzea es una forma de decir que algo cambia de rumbo, o de suerte, o, en este caso, de lo que ocurrió con San Sebastián cuando la reina María Cristina de Habsburgo-Lorena (regidora desde 1885 hasta 1902) lo convirtió en su destino veraniego —o amor estival— durante el florecimiento de la belle époque. Es por esto que la fisionomía moderna de San Sebastián se le atribuye, en gran medida, a los veraneos de la reina María Cristina en la ciudad: de ser corazón pesquero y villa marinera, lo transformó en epicentro de belleza occidental: voluptuoso y referente turístico aristócrata en los contornos del golfo de Vizcaya, el bosque y el art nouveau.
Fingimos vivir en el siglo XIX y caminamos por el malecón, atravesamos el puente de la Zurriola, el de Santa Catalina, el Mundaiz, el Lehendakari Aguirre y el de ella: María Cristina. Nos dejamos llamar por el Monte Urgull y por el susurro pedregoso del Peine del Viento XV, ese poema sinestésico de Eduardo Chillida en la playa de Ondarreta. Bueno, que Chillida hizo de su caminata predilecta esa obra de arte. Estar frente al Peine del Viento es atestiguar el diálogo entre la creación artística y la poesía: tres esculturas desenredando el aire que entra a Donostia. Es como un algo sagrado porque una se detiene ahí, en los bordes, y se siente perseguida por la belleza de los abismos.


Y ya cuando cae la tarde y nos andamos a un lado del río Urumea, jugamos a adivinar la edad de las piedras sumidas en la arena de la bahía y hablamos de cultivos en huertas de caseríos, variedades autóctonas de tomates, aceite de oliva, sidra, la desvergüenza de amojonar la tierra y el milagro fértil que ocurre cuando se habitan las fronteras.
Sobre denominaciones de origen, amores tórridos para la cena, retar límites y el Bar Martínez
En San Sebastián se brinda con txakoli, vino originario. En el Bar Martínez, Alfonso (el miloídos, el líder de barra, el apuesto) toma la botella de uva hondarrabi, la empuña al cielo y desde arriba la entrega en caída libre, dibujando un hilo perfecto que comienza a llenar la copa apenas burbujeante que nos salpica a todos. La efervescencia del txakoli es la analogía del mar Cantábrico rompiendo en las piedras. Llamamos de nuevo a Alfonso: queremos otra copa. Y quizás otra más.
Este ritual ocurre en cada lugar catalogado como templo de los pintxos. Pintxo significa “amor tórrido y fugaz”, también conocido como tapa vasca, y tapa vasca equivale a gastronomía en miniatura. Entonces se nos ocurre saltar de bar en bar entre calles y barrios: del Martínez nos vamos al Borda Berri y de ahí al Néstor, luego al Txepetxa y luego al Atari Gastroteka. En cada sitio pedimos el pintxo icónico y a la vez levantamos una orden de txipirones, gratinado de bacalao, piquillo relleno de bonito, terrina de pescado, arroz con crustáceos y socarrat.
Los enamoramientos fugaces se andan con soltura de plato en plato hasta que llegamos a La Viña, ese contraste de amor sólido, equilibrado, casi viejo. La Viña es un bar restaurante tradicional del chef Santiago Rivera que desde 1990 produce la icónica tarta de queso vasca (elegante, cremosa, simple, con bordes toscos e irregulares, quemada de arribita y de corazón blando), una adaptación del cheesecake neoyorquino, también hecho con queso crema, pero sin galleta ni corteza ni compotas.
Gutizia significa “lujuria” o “deseo vehemente” en euskera. Y, bueno, a partir de aquí toda la gula es también gutizia.
“Exquisitez” se dice txangurro a la donostiarra, en euskera. Y se piensa en centollos, cangrejos. Es un platillo que se sirve desde 1962 en el Bar San Sebastián en el puerto de la bahía de La Concha. La receta es carne de cangrejo desmenuzada adentro de su propio carapacho, tomate, aceite de oliva y una corteza de panko maridada con txakoli. Todo eso al horno: gutizia.
Tapas a manteles largos colonizan libremente San Sebastián. Acumula 20 estrellas Michelin repartidas en 12 hitos. Uno de ellos es el mítico Mugaritz de Andoni Luis Aduriz —Mugaritz significa empujar al límite. Muga, “frontera”, “límite”. H(ar)itz, “roble”—, un caserío inmerso en la montaña vasca, un laboratorio gastronómico que ha sido patrón en vanguardia desde 1998. Lo que se sirve primero termina siendo el plato principal de toda la experiencia: un pequeño glosario de términos culinarios y no, en otras palabras, un grito de guerra que impele a atravesar fronteras y prejuicios. Entre los términos en el librito están “instinto” —capacidad de viajar sin retrovisor— y “bocado” —medida en la que se avanza con los labios sobre un territorio—. Después cae a la mesa una degustación de pintxos experimentales en el borde de lo grotesco y la delicia, como un cuadro de James Turrell: cuando lo sublime aterra.


Todas las mañanas del mundo en el Chillida Leku
Hablar de Eduardo Chillida es hablar de amor. No porque fuese un vasco bien vasco, o poeta, o filósofo, o un apasionado de la geometría griega y del alabastro, o apóstol de la tolerancia (mira que tener como elemento compartido de sus esculturas esta acción de abrazar al otro no es poca cosa); no porque fuese residente del espacio y del fuego, o porque se llamase cóncavo a sí mismo, o porque apreciaba todo el universo en cualquier vacío; no porque se inspirara en el tiempo, el mar, la gravedad, sino por el puro placer de imaginar cómo hubiese sido andar de amantes.
Leku significa “lugar” en euskera. Y lo que a una le pasa en el Chillida Leku es el nítido descubrimiento de un romance con los espacios abiertos porque las esculturas conversan entre ellas. El lugar de Chillida, además de ser un tributo a la insigne siderurgia vasca, es una hacienda con un caserío recuperado del siglo XVI. Es más, se dice que Pilar Belzunce, perpetua cómplice de Chillida, sugirió el caserío como la obra central del museo. Todo ese verdegal intervenido es parte del legado de un artista polímata que se agarra de la poesía para explorar otros códigos y sus límites. ¿Se toca con las manos una obra de Bach? Chillida la hace escultura. Influido por el arte griego y la elegancia japonesa, Chillida se apreciaba a sí mismo como un árbol con las raíces ancladas al País Vasco y con las ramas abiertas hacia el mundo. Vaya encanto. Escritos es el título de un libro con un cúmulo de pensamientos de Chillida. Abrimos una página al azar: “La aventura, cuando busca lo desconocido, puede a veces llevarnos hacia el arte”.
Geltoki, cafetería clásica e imperdible de Donostia, nos regala una frase en una de sus servilletas: Eskerrik asko etortzeagatik (“gracias por su visita”). Y ya nos fuimos, pero queremos decir que, aunque San Sebastián se sienta cómodo y reconozca su sitio intersticial, sobre la exacta frontera, en realidad no es de ningún lugar. Es, aunque suene geográficamente incorrecto, de sí mismo.

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Hay que visitar las ciudades con apetito inmoderado de todo. ¿Qué de todo? Todo de todo. Hoy hemos pisado un referente en los contornos del golfo de Vizcaya.
En euskera, San Sebastián se dice Donostia, que significa “lugar del santo patrono de la ciudad”. Patrono de dos corazones —del País Vasco francés y del País Vasco español—, con un cuerpo de 190 000 habitantes que viven entre la nitidez del aire en la bahía de La Concha y la espesura de juncos, sauces y carrizos. El verdor nos explotó en la cara apenas bajamos del avión. En euskera, txirimiri es el nombre que recibe la lluvia fina en el País Vasco: esa que no moja, pero empapa. Justo ahí (en ese pedazo de norte) llueve tanto que adonde sea que mires, es “verde que te quiero verde. Verde viento. Verdes ramas”.
Lo primero que dijo Iñaki —donostiarra orgulloso, taxista, padre, tenaz defensor de su lengua autóctona y encima nuestro primer maestro en ese lugar— al recogernos del aeropuerto fue que de ahí mismo estaba más cerca Francia que Donostia. Se comienza a percibir el límite. Lo segundo que nos contó fue que había prohibido a su hijo Markel hablar castellano en casa porque no había encontrado otra forma de articular y ser en euskera, su lengua enigmática y sin parentesco con ninguna otra. En los bordes se habla, al parecer, el idioma del misterio.
Caminamos la capital de la provincia de Guipúzcoa con lujuria, la deambulamos con asombro y nos sumimos en sus paisajes como haría un ave rapaz. San Sebastián nos recibió cuando la luna se ponía grande y la brisa de la primavera nos soplaba la nuca sin apuro.


Itxaso significa “mar” en euskera
En euskera, zortea aldatzea es una forma de decir que algo cambia de rumbo, o de suerte, o, en este caso, de lo que ocurrió con San Sebastián cuando la reina María Cristina de Habsburgo-Lorena (regidora desde 1885 hasta 1902) lo convirtió en su destino veraniego —o amor estival— durante el florecimiento de la belle époque. Es por esto que la fisionomía moderna de San Sebastián se le atribuye, en gran medida, a los veraneos de la reina María Cristina en la ciudad: de ser corazón pesquero y villa marinera, lo transformó en epicentro de belleza occidental: voluptuoso y referente turístico aristócrata en los contornos del golfo de Vizcaya, el bosque y el art nouveau.
Fingimos vivir en el siglo XIX y caminamos por el malecón, atravesamos el puente de la Zurriola, el de Santa Catalina, el Mundaiz, el Lehendakari Aguirre y el de ella: María Cristina. Nos dejamos llamar por el Monte Urgull y por el susurro pedregoso del Peine del Viento XV, ese poema sinestésico de Eduardo Chillida en la playa de Ondarreta. Bueno, que Chillida hizo de su caminata predilecta esa obra de arte. Estar frente al Peine del Viento es atestiguar el diálogo entre la creación artística y la poesía: tres esculturas desenredando el aire que entra a Donostia. Es como un algo sagrado porque una se detiene ahí, en los bordes, y se siente perseguida por la belleza de los abismos.


Y ya cuando cae la tarde y nos andamos a un lado del río Urumea, jugamos a adivinar la edad de las piedras sumidas en la arena de la bahía y hablamos de cultivos en huertas de caseríos, variedades autóctonas de tomates, aceite de oliva, sidra, la desvergüenza de amojonar la tierra y el milagro fértil que ocurre cuando se habitan las fronteras.
Sobre denominaciones de origen, amores tórridos para la cena, retar límites y el Bar Martínez
En San Sebastián se brinda con txakoli, vino originario. En el Bar Martínez, Alfonso (el miloídos, el líder de barra, el apuesto) toma la botella de uva hondarrabi, la empuña al cielo y desde arriba la entrega en caída libre, dibujando un hilo perfecto que comienza a llenar la copa apenas burbujeante que nos salpica a todos. La efervescencia del txakoli es la analogía del mar Cantábrico rompiendo en las piedras. Llamamos de nuevo a Alfonso: queremos otra copa. Y quizás otra más.
Este ritual ocurre en cada lugar catalogado como templo de los pintxos. Pintxo significa “amor tórrido y fugaz”, también conocido como tapa vasca, y tapa vasca equivale a gastronomía en miniatura. Entonces se nos ocurre saltar de bar en bar entre calles y barrios: del Martínez nos vamos al Borda Berri y de ahí al Néstor, luego al Txepetxa y luego al Atari Gastroteka. En cada sitio pedimos el pintxo icónico y a la vez levantamos una orden de txipirones, gratinado de bacalao, piquillo relleno de bonito, terrina de pescado, arroz con crustáceos y socarrat.
Los enamoramientos fugaces se andan con soltura de plato en plato hasta que llegamos a La Viña, ese contraste de amor sólido, equilibrado, casi viejo. La Viña es un bar restaurante tradicional del chef Santiago Rivera que desde 1990 produce la icónica tarta de queso vasca (elegante, cremosa, simple, con bordes toscos e irregulares, quemada de arribita y de corazón blando), una adaptación del cheesecake neoyorquino, también hecho con queso crema, pero sin galleta ni corteza ni compotas.
Gutizia significa “lujuria” o “deseo vehemente” en euskera. Y, bueno, a partir de aquí toda la gula es también gutizia.
“Exquisitez” se dice txangurro a la donostiarra, en euskera. Y se piensa en centollos, cangrejos. Es un platillo que se sirve desde 1962 en el Bar San Sebastián en el puerto de la bahía de La Concha. La receta es carne de cangrejo desmenuzada adentro de su propio carapacho, tomate, aceite de oliva y una corteza de panko maridada con txakoli. Todo eso al horno: gutizia.
Tapas a manteles largos colonizan libremente San Sebastián. Acumula 20 estrellas Michelin repartidas en 12 hitos. Uno de ellos es el mítico Mugaritz de Andoni Luis Aduriz —Mugaritz significa empujar al límite. Muga, “frontera”, “límite”. H(ar)itz, “roble”—, un caserío inmerso en la montaña vasca, un laboratorio gastronómico que ha sido patrón en vanguardia desde 1998. Lo que se sirve primero termina siendo el plato principal de toda la experiencia: un pequeño glosario de términos culinarios y no, en otras palabras, un grito de guerra que impele a atravesar fronteras y prejuicios. Entre los términos en el librito están “instinto” —capacidad de viajar sin retrovisor— y “bocado” —medida en la que se avanza con los labios sobre un territorio—. Después cae a la mesa una degustación de pintxos experimentales en el borde de lo grotesco y la delicia, como un cuadro de James Turrell: cuando lo sublime aterra.


Todas las mañanas del mundo en el Chillida Leku
Hablar de Eduardo Chillida es hablar de amor. No porque fuese un vasco bien vasco, o poeta, o filósofo, o un apasionado de la geometría griega y del alabastro, o apóstol de la tolerancia (mira que tener como elemento compartido de sus esculturas esta acción de abrazar al otro no es poca cosa); no porque fuese residente del espacio y del fuego, o porque se llamase cóncavo a sí mismo, o porque apreciaba todo el universo en cualquier vacío; no porque se inspirara en el tiempo, el mar, la gravedad, sino por el puro placer de imaginar cómo hubiese sido andar de amantes.
Leku significa “lugar” en euskera. Y lo que a una le pasa en el Chillida Leku es el nítido descubrimiento de un romance con los espacios abiertos porque las esculturas conversan entre ellas. El lugar de Chillida, además de ser un tributo a la insigne siderurgia vasca, es una hacienda con un caserío recuperado del siglo XVI. Es más, se dice que Pilar Belzunce, perpetua cómplice de Chillida, sugirió el caserío como la obra central del museo. Todo ese verdegal intervenido es parte del legado de un artista polímata que se agarra de la poesía para explorar otros códigos y sus límites. ¿Se toca con las manos una obra de Bach? Chillida la hace escultura. Influido por el arte griego y la elegancia japonesa, Chillida se apreciaba a sí mismo como un árbol con las raíces ancladas al País Vasco y con las ramas abiertas hacia el mundo. Vaya encanto. Escritos es el título de un libro con un cúmulo de pensamientos de Chillida. Abrimos una página al azar: “La aventura, cuando busca lo desconocido, puede a veces llevarnos hacia el arte”.
Geltoki, cafetería clásica e imperdible de Donostia, nos regala una frase en una de sus servilletas: Eskerrik asko etortzeagatik (“gracias por su visita”). Y ya nos fuimos, pero queremos decir que, aunque San Sebastián se sienta cómodo y reconozca su sitio intersticial, sobre la exacta frontera, en realidad no es de ningún lugar. Es, aunque suene geográficamente incorrecto, de sí mismo.

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El Balcón del Bicentenario en el Paseo de la Concha, también conocido como Kontxa Pasealekua, que rodea la imperdible playa de La Concha.
En euskera, San Sebastián se dice Donostia, que significa “lugar del santo patrono de la ciudad”. Patrono de dos corazones —del País Vasco francés y del País Vasco español—, con un cuerpo de 190 000 habitantes que viven entre la nitidez del aire en la bahía de La Concha y la espesura de juncos, sauces y carrizos. El verdor nos explotó en la cara apenas bajamos del avión. En euskera, txirimiri es el nombre que recibe la lluvia fina en el País Vasco: esa que no moja, pero empapa. Justo ahí (en ese pedazo de norte) llueve tanto que adonde sea que mires, es “verde que te quiero verde. Verde viento. Verdes ramas”.
Lo primero que dijo Iñaki —donostiarra orgulloso, taxista, padre, tenaz defensor de su lengua autóctona y encima nuestro primer maestro en ese lugar— al recogernos del aeropuerto fue que de ahí mismo estaba más cerca Francia que Donostia. Se comienza a percibir el límite. Lo segundo que nos contó fue que había prohibido a su hijo Markel hablar castellano en casa porque no había encontrado otra forma de articular y ser en euskera, su lengua enigmática y sin parentesco con ninguna otra. En los bordes se habla, al parecer, el idioma del misterio.
Caminamos la capital de la provincia de Guipúzcoa con lujuria, la deambulamos con asombro y nos sumimos en sus paisajes como haría un ave rapaz. San Sebastián nos recibió cuando la luna se ponía grande y la brisa de la primavera nos soplaba la nuca sin apuro.


Itxaso significa “mar” en euskera
En euskera, zortea aldatzea es una forma de decir que algo cambia de rumbo, o de suerte, o, en este caso, de lo que ocurrió con San Sebastián cuando la reina María Cristina de Habsburgo-Lorena (regidora desde 1885 hasta 1902) lo convirtió en su destino veraniego —o amor estival— durante el florecimiento de la belle époque. Es por esto que la fisionomía moderna de San Sebastián se le atribuye, en gran medida, a los veraneos de la reina María Cristina en la ciudad: de ser corazón pesquero y villa marinera, lo transformó en epicentro de belleza occidental: voluptuoso y referente turístico aristócrata en los contornos del golfo de Vizcaya, el bosque y el art nouveau.
Fingimos vivir en el siglo XIX y caminamos por el malecón, atravesamos el puente de la Zurriola, el de Santa Catalina, el Mundaiz, el Lehendakari Aguirre y el de ella: María Cristina. Nos dejamos llamar por el Monte Urgull y por el susurro pedregoso del Peine del Viento XV, ese poema sinestésico de Eduardo Chillida en la playa de Ondarreta. Bueno, que Chillida hizo de su caminata predilecta esa obra de arte. Estar frente al Peine del Viento es atestiguar el diálogo entre la creación artística y la poesía: tres esculturas desenredando el aire que entra a Donostia. Es como un algo sagrado porque una se detiene ahí, en los bordes, y se siente perseguida por la belleza de los abismos.


Y ya cuando cae la tarde y nos andamos a un lado del río Urumea, jugamos a adivinar la edad de las piedras sumidas en la arena de la bahía y hablamos de cultivos en huertas de caseríos, variedades autóctonas de tomates, aceite de oliva, sidra, la desvergüenza de amojonar la tierra y el milagro fértil que ocurre cuando se habitan las fronteras.
Sobre denominaciones de origen, amores tórridos para la cena, retar límites y el Bar Martínez
En San Sebastián se brinda con txakoli, vino originario. En el Bar Martínez, Alfonso (el miloídos, el líder de barra, el apuesto) toma la botella de uva hondarrabi, la empuña al cielo y desde arriba la entrega en caída libre, dibujando un hilo perfecto que comienza a llenar la copa apenas burbujeante que nos salpica a todos. La efervescencia del txakoli es la analogía del mar Cantábrico rompiendo en las piedras. Llamamos de nuevo a Alfonso: queremos otra copa. Y quizás otra más.
Este ritual ocurre en cada lugar catalogado como templo de los pintxos. Pintxo significa “amor tórrido y fugaz”, también conocido como tapa vasca, y tapa vasca equivale a gastronomía en miniatura. Entonces se nos ocurre saltar de bar en bar entre calles y barrios: del Martínez nos vamos al Borda Berri y de ahí al Néstor, luego al Txepetxa y luego al Atari Gastroteka. En cada sitio pedimos el pintxo icónico y a la vez levantamos una orden de txipirones, gratinado de bacalao, piquillo relleno de bonito, terrina de pescado, arroz con crustáceos y socarrat.
Los enamoramientos fugaces se andan con soltura de plato en plato hasta que llegamos a La Viña, ese contraste de amor sólido, equilibrado, casi viejo. La Viña es un bar restaurante tradicional del chef Santiago Rivera que desde 1990 produce la icónica tarta de queso vasca (elegante, cremosa, simple, con bordes toscos e irregulares, quemada de arribita y de corazón blando), una adaptación del cheesecake neoyorquino, también hecho con queso crema, pero sin galleta ni corteza ni compotas.
Gutizia significa “lujuria” o “deseo vehemente” en euskera. Y, bueno, a partir de aquí toda la gula es también gutizia.
“Exquisitez” se dice txangurro a la donostiarra, en euskera. Y se piensa en centollos, cangrejos. Es un platillo que se sirve desde 1962 en el Bar San Sebastián en el puerto de la bahía de La Concha. La receta es carne de cangrejo desmenuzada adentro de su propio carapacho, tomate, aceite de oliva y una corteza de panko maridada con txakoli. Todo eso al horno: gutizia.
Tapas a manteles largos colonizan libremente San Sebastián. Acumula 20 estrellas Michelin repartidas en 12 hitos. Uno de ellos es el mítico Mugaritz de Andoni Luis Aduriz —Mugaritz significa empujar al límite. Muga, “frontera”, “límite”. H(ar)itz, “roble”—, un caserío inmerso en la montaña vasca, un laboratorio gastronómico que ha sido patrón en vanguardia desde 1998. Lo que se sirve primero termina siendo el plato principal de toda la experiencia: un pequeño glosario de términos culinarios y no, en otras palabras, un grito de guerra que impele a atravesar fronteras y prejuicios. Entre los términos en el librito están “instinto” —capacidad de viajar sin retrovisor— y “bocado” —medida en la que se avanza con los labios sobre un territorio—. Después cae a la mesa una degustación de pintxos experimentales en el borde de lo grotesco y la delicia, como un cuadro de James Turrell: cuando lo sublime aterra.


Todas las mañanas del mundo en el Chillida Leku
Hablar de Eduardo Chillida es hablar de amor. No porque fuese un vasco bien vasco, o poeta, o filósofo, o un apasionado de la geometría griega y del alabastro, o apóstol de la tolerancia (mira que tener como elemento compartido de sus esculturas esta acción de abrazar al otro no es poca cosa); no porque fuese residente del espacio y del fuego, o porque se llamase cóncavo a sí mismo, o porque apreciaba todo el universo en cualquier vacío; no porque se inspirara en el tiempo, el mar, la gravedad, sino por el puro placer de imaginar cómo hubiese sido andar de amantes.
Leku significa “lugar” en euskera. Y lo que a una le pasa en el Chillida Leku es el nítido descubrimiento de un romance con los espacios abiertos porque las esculturas conversan entre ellas. El lugar de Chillida, además de ser un tributo a la insigne siderurgia vasca, es una hacienda con un caserío recuperado del siglo XVI. Es más, se dice que Pilar Belzunce, perpetua cómplice de Chillida, sugirió el caserío como la obra central del museo. Todo ese verdegal intervenido es parte del legado de un artista polímata que se agarra de la poesía para explorar otros códigos y sus límites. ¿Se toca con las manos una obra de Bach? Chillida la hace escultura. Influido por el arte griego y la elegancia japonesa, Chillida se apreciaba a sí mismo como un árbol con las raíces ancladas al País Vasco y con las ramas abiertas hacia el mundo. Vaya encanto. Escritos es el título de un libro con un cúmulo de pensamientos de Chillida. Abrimos una página al azar: “La aventura, cuando busca lo desconocido, puede a veces llevarnos hacia el arte”.
Geltoki, cafetería clásica e imperdible de Donostia, nos regala una frase en una de sus servilletas: Eskerrik asko etortzeagatik (“gracias por su visita”). Y ya nos fuimos, pero queremos decir que, aunque San Sebastián se sienta cómodo y reconozca su sitio intersticial, sobre la exacta frontera, en realidad no es de ningún lugar. Es, aunque suene geográficamente incorrecto, de sí mismo.

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