.webp)
“Y ustedes, ¿han vuelto a tener orgasmos?”, pregunta la autora. La cuestión adquiere un cariz radical cuando de por medio va una histerectomía, aunque no se necesita tocar esa frontera de la existencia para pararse en el borde del abismo en el que el cuerpo femenino termina siempre arrojándose, llamado menopausia.
“He venido para decirles que una mujer, una mujer que es la persona menos depresiva, optimista y alegre que conozco, se despertó una mañana y caminó directa a la cocina y agarró un cuchillo de carnicero (es una cocinera famosa) con la intención de atravesarse el corazón. Eso fue la menopausia”.
—Mary Ruefle, Pausa
{{ linea }}
El verano pasado fue mágico.
Está tan lejos ahora, como si todo lo que pasó, ese goce, esas manos abiertas para recibir sensualidad, le hubiera pasado a otra persona. Le pasó a otra persona: la mujer que veo en las fotos del verano pasado ya no soy yo. Ella vestía de rojo y yo de negro. Ella coqueteaba con la cámara y yo ya no soporto verme en fotos. Ella estaba ilusionada y yo miro las tijeras de la cocina pensando cuánto me costaría atravesarme el cuello.
Esa mujer, la que estaba en una residencia de artistas en Italia, empezaba a sentirse feliz. ¿Saben esa sensación de estar en el lugar y en el momento adecuados? ¿Saben lo que es no anhelar? Mi corazón, como esos perritos beagle rescatados de laboratorios, que nunca han visto la luz y que pisan por primera vez la hierba, había comenzado a dar saltitos, conatos de ¿esto es ilusión? ¿Estoy contenta?
Pensé que no volvería a pasar. Eso, lo de estar contenta. Pero pasó.
El verano pasado andaba en bicicleta en vestido, soltaba el manillar y abría los brazos al viento cálido, escribía en un estudio precioso donde estallaba un sol impresionista por la tarde y tenía videollamadas sexuales diarias con una nueva ilusión. El verano pasado horneaba tartas de melocotón maduro, tomaba Campari, hacía nuevos amigos y amigas y, sobre todo, tenía orgasmos —uvas blancas estallando entre los dedos— a cada rato. Todo era voluptuoso, erótico. Los ojos de S, el cuerpo de D, la carcajada de W, la comida, los ojos de G, la voz de M cuando grababa en su estudio esa música suya primitiva y cósmica, los tomates de la huerta —hinchados, la piel a punto de romperse y desaguarse—, los vestiditos que A usaba sin sujetador, las cenas bajo las parras, mi cuerpo poniéndose moreno, borracho de ligereza, presente y placer.
Mi cuerpo, ese cuerpo que ya no es este, riendo bajo la tormenta que cayó con gritos y luces para refrescar la vida tostada, las rosas sedientas, nuestros cuerpos humeantes de calor.
El verano pasado yo era tierra húmeda. M hizo un video en el que bailo bajo la lluvia salvaje y parezco una diosa.
Era una diosa: dueña de mí misma, voluptuosa, tentadora, abierta.
Es verdad que me dolía mucho el vientre algunos días, que tenía calambres menstruales que me doblaban en dos. Es verdad que tuve una hemorragia que confundí —ahora sí de veras que sí— con la última regla y tuve que pedirle a M tampones. Qué cosa volver a usar tampones. El verano pasado tenía 48 años, pero tenía 20, 15.
Este verano, en cambio, tengo 100, 200 000, todos.
{{ linea }}
“La menopausia es la adolescencia de nuevo, solo que eres adulta y tienes que salir al mundo todos los días de una manera que no tenías que hacer cuando ibas al colegio, donde estabas rodeada de otros adolescentes, segura, o relativamente, en el refugio de la secundaria”.
Mary Ruefle, Pausa
{{ linea }}
Volví a casa bronceada y feliz después del verano azul, del ensueño del castillo y el amor, de los abrazos y del casi beso con S —después de cantar “Don’t stop believin’” agarradas de las manos y sonrojadas como adolescentes— y del sexo salvaje, urgente, prohibido para menores con D. De volver, pues, a los 17 después de vivir un siglo, como canta la Violeta Parra.
En casa comenzamos a ponernos ropa de abrigo, los mensajes del grupo de la residencia se fueron espaciando, pasó la temporada de melocotones, la piel dorada, el imperio de los sentidos, pero los dolores seguían. Pedí cita con una ginecóloga privada.
En la sanidad pública me habían dicho que era normal, que en la menopausia hay, a veces, dolores como de regla, también sangrados espontáneos, que haga ejercicio y coma sanamente, lo de siempre: eres gorda y, por eso, todo te va mal en la vida.
En la sanidad pública, también, me dijeron que las hormonas que me recetó mi ginecóloga en México producen cáncer (hay estudios, lea) y que por eso en España no las recetan y te jodes: tienes que vivir la menopausia con asco, náuseas, sofocos, caída del pelo, manchas y picores en la piel, sequedad en todos lados, dolor en todos lados, paranoia, depresión, euforia, vértigos, rabia, zumbidos en el oído, niebla mental, pestilencia, incontinencia urinaria, insomnio, sed, angustia, hinchazón, extenuación y ansias inmensas de matar y de morir.
Es como si tu cuerpo te dijera: tuviste el eros y ahora te toca el tánatos porque eres mujer y las mujeres hemos venido a este mundo a sufrir.
Te di el goce y ahora la muerte. Te jodes.
Gaia se llama la ginecóloga privada. Gaia, como la madre del planeta Tierra para los griegos. Me hizo una ecografía, o sea, metió una especie de vibrador con ojos por mi vagina, y no le gustó lo que vio. No lo pudo disimular. Gaia, Madre Tierra, ¿qué has visto en mi interior?
{{ linea }}
La primera vez que ves en un papel con tu nombre la palabra “cáncer” te parece ficción. La segunda y la tercera también. No sé cuándo deja de sorprenderte: creo que nunca.
Tú y cáncer en la misma página. No, es una pesadilla. No, esto no me está pasando a mí, claro que no, es un error, ya van a darse cuenta.
Negación, negación, negación.
Qué coño voy a tener yo cáncer.
Miras, miras y miras el papel. Es tu nombre. Es tu diagnóstico.
Recuerdo bajar de la consulta y esperar el autobús cayendo en el foso profundísimo de la revelación. Dándome cuenta: es verdad. Y más: lo que me está comiendo por dentro se ha alojado justo en mi útero, ese espacio mullido de mi cuerpo que siempre esperó alojar vida y ahora está alojando muerte.
La paradoja madre de todas las paradojas de mi vida.
Me enfurezco. Entiendo por fin la furia de mi amiga V y de todas las mujeres con cáncer a las que quieren levantar el ánimo llamándolas valientes cuando, en verdad, nada más hacemos lo que podemos, lo que haría cualquiera: quedarnos sin tetas, sin útero, sin ovarios, sin un pedazo de estómago, poner el brazo para que inyecten la quimioterapia, tomar las pastillas, rezar (la que puede), llorar (la que puede), ser positiva (la que puede), imaginar los peores escenarios (casi todas).
¿Qué de heroico tiene eso?
Si alguien me llama campeona, guerrera, luchadora, juro que le parto la puta cabeza. Yo no he pedido esta mierda y esto, además, no es una guerra que se gana o se pierde: es una enfermedad que puede matarme o no según el estadio en el que esté, la posibilidad de cirugía, el acceso a tratamientos más o menos efectivos para lo que tengo, el hecho de que vuelva o no vuelva, que haya hecho metástasis o no. Una mezcla de azar y ciencia, de biología y fortuna.
Y de si vivo o no en un país donde puedo permitirme la atención médica.
O sea, morirme o sobrevivir es una lotería, no una contienda.
{{ linea }}
Lo que vino después del diagnóstico fue vorágine. El agujero negro del cáncer que se traga todo lo que no es el agujero negro del cáncer. La palabra “biopsia”, la palabra “maligno”, la palabra “histerectomía”, la palabra “vaciar”, la palabra “carcinoma”, la palabra “rezo”, la palabra “dios”, la palabra “sobrevivir”, la palabra “tiempo”, la palabra “muerte”.
Y lo otro: lo que no se puede nombrar porque son diapositivas de mi papá agonizando, flaco como un cadáver amarillo, lleno de pústulas, en un hospital público de Ecuador.
(Vamos a cubrir con una tela blanca el cuerpo esquelético y podrido de mi padre y no volveremos a hablar de él).
Entonces tengo cáncer, tienen que sacarme los órganos reproductivos, el útero, los ovarios, las trompas y unos ganglios que se llaman “centinelas”. Me quedo colgada por un rato de esa palabra: “centinela”, hasta que el cirujano me dice que si el cáncer se ha extendido al colon no me va a despertar de la anestesia para preguntarme si debe o no sacármelo. Estoy sola en la consulta. Niego con la cabeza porque no sé qué más hacer. Firmo que lo eximo de responsabilidades si me muero. Intento mirar a los ojos al médico para encontrar en ellos una luz, un hago esto todos los días, ya verás que en unos meses estás bailando, pero ya se ha ido de la consulta y las enfermeras han vuelto a sus asuntos.
Pregunto si cierro la puerta y me dicen que no, que ya entrará la siguiente paciente, la otra mujer que tiene cáncer, como yo. A la que le irá mejor o peor, quién sabe, mi compañera en esta tómbola maligna.
Salgo y espero el autobús con mi tarjeta de transporte en la mano, como una persona normal que lleva atados a la cintura diez kilos de explosivos.
No lloro. No pienso llorar.
Hasta que oigo a mi mamá al teléfono.
Ella está a 10 000 kilómetros de la carpeta donde voy guardando los informes médicos que dicen que tengo que operarme ya mismo, inmediatamente. De repente tengo cinco años y todo esto me queda inmenso, quiero que me lleven de la mano, que me pongan una toalla fresca en la frente, que me den un jarabe y se me pase. Lloro y mi mamá llora. Imagino que pasa por su cabeza tener que enterrar primero a un marido y luego a una hija de la misma enfermedad monstruosa, y pienso, también, que no lo va a poder soportar. Me calmo por ella y digo lo que no pienso de verdad:
Voy a estar bien.
{{ linea }}
Mi amigo E me acompaña a la última ecografía antes de la operación, una ecografía modernísima que nada más hacen en Maternidad. En la sala de espera estamos rodeados de embarazadas y, desde las paredes, nos miran jirafitas y elefantitos pintados de colores amables. Todo es amable en Maternidad. Me llaman y la enfermera nos ve, a E y a mí, abrazados, y se imagina que vamos a ser padres, así que dice: Estaréis deseosos de ver a vuestro bebé.
—A mi cáncer —digo antes de que E pueda responder porque se ha puesto a llorar en silencio.
La mujer murmura lo siento y yo le sonrío con amargura. He sido cruel porque siento que la vida está siendo cruel conmigo, pero la enfermera no tiene la culpa. La ecografía modernísima de mi cáncer —una especie de panal de telaraña— está en la puerta de mi nevera. Podrían decir que es macabro, pero es mi puto útero, mi puto cáncer y mi puta nevera.
Y sí, es macabro.
Pero también es un recordatorio.
Y una forma de hacerme daño: no gestarás más que muerte.
“Histerectomía radical” se llama la cirugía que me hicieron, lo que quiere decir que me vaciaron el aparato reproductor, lo que quiere decir, también, que la menopausia me reventó encima como una ola furiosa y me dejó empapada, revolcada y estúpida en la orilla de la vejez.
{{ linea }}
Y ustedes, ¿han vuelto a tener orgasmos? Yo no y siento que así será ya para siempre. Que nunca más me derramaré, tibia, sobre una cama, un sofá, una silla, la butaca de un tren o un cine, que nunca más sentiré al mundo entero armonizarse dentro de mí o escucharé mi corazón triunfante como el “Himno a la alegría” o que seré por un instante, un breve instante, algo más que una humana.
El otro día lo hablé con mi amiga M, le pregunté si el deseo volvía y me dijo que no con la cabeza, pero que ella tiene la suerte de compartir con su pareja muchas más cosas: la música, los libros, el ajedrez, los viajes.
Me pareció desgarrador.
Le escribo a S, la extraño. Me contesta con una línea:
¿Podemos retroceder el tiempo?
Le respondo que sí, por favor, aunque sé que es imposible porque mi cuerpo ya no es mi cuerpo, sino el de una señora como M, la que juega ajedrez con su pareja en lugar de comerse con las bocas y las manos y los sexos y las lenguas como animales hambreados, enloquecidos, asalvajados.
Porque mi cuerpo no me pide orgasmos y goce, sino descanso, porque me siento una abuelita y, aunque no quiero quedarme atrás, me quedo porque me duele todo y porque, con la menopausia sobrevenida, mis niveles hormonales están en cero. Sin estrógenos no hay paraíso. Estoy entumecida, pesada, tristísima, ansiosa, débil y apática.
Del deseo sexual no hablemos: no existe.
Siento que ya está, que esa parte de mi vida se acabó, que Pedro Pascal podría darme un masaje tántrico al que yo, incómoda por el toqueteo, pondría fin con un beso en la frente.
Siento como si mis genitales fueran de piedra pómez.
Hablo con mi amiga C, que tiene una pareja menor: lo de la falta de deseo sexual es un problema grave, motivo de separación, cuerda floja. C me cuenta con una voz de profunda depresión que no le apetece coger con su pareja no porque no sea deseable, sino porque la que está seca por dentro es ella. Imagino esa cama: una persona joven y viva que duerme todos los días con una muerta.
M, otra amiga M, dice que ella no quiere que la toquen ni con un palo, pero no le pesa ni la aflige:
Una cosa menos, amiga, una cosa menos.
{{ linea }}
Pienso en todo lo que nos han hecho creer sobre la menopausia, el tema de los sofocos, las pérdidas de orina y la sequedad vaginal y las pastillas, compresas y lubricantes que hay para aliviarlos, pero, aunque sí, los sofocos en mi caso son tan bestiales que parecen ataques de pánico; aunque si me río o toso, goteo, y aunque tengo la vulva tan seca que me rasco hasta hacer sangre, no es lo que más me atormenta ni de lejos.
Me atormenta no ser la persona que era. Me atormenta la tristeza de estar desconectada de mi cuerpo, de sentirme invisible, de no reconocerme al punto de sentir miedo: body horror. Todo esto es tan hondo, el duelo por la que fui, que la idea recurrente de lanzarme por la ventana no me preocupa ni me sorprende.
Es parte de la rutina, como el café, como ir al baño.
Me sorprende sentirme así y seguir aquí. Me sorprende no haber perdido la cabeza del todo (antes nos metían en manicomios, ahora nos dicen que compremos antisofoquil plus para los calores). Me sorprende que los perros no se asusten cuando paso a su lado, una mujer muerta caminando. Me sorprende que el mundo esté lleno de señoras de mi edad, menopáusicas, trabajando, cuidando, criando, arreglando, leyendo. Me sorprende que tú me estés leyendo, amiga queridísima, y no estés gritando por las calles agitando la cabeza como una muñeca diabólica, tirando piedras a los escaparates y a la gente.
Me sorprende, créanme, que podamos parecer cuerdas mientras nuestros cuerpos se despeñan, mientras los miramos, impotentes, hacia el abismo de lo desconocido.
{{ linea }}
.webp)
{{ linea }}
No items found.
No items found.
No items found.
.webp)
“Y ustedes, ¿han vuelto a tener orgasmos?”, pregunta la autora. La cuestión adquiere un cariz radical cuando de por medio va una histerectomía, aunque no se necesita tocar esa frontera de la existencia para pararse en el borde del abismo en el que el cuerpo femenino termina siempre arrojándose, llamado menopausia.
“He venido para decirles que una mujer, una mujer que es la persona menos depresiva, optimista y alegre que conozco, se despertó una mañana y caminó directa a la cocina y agarró un cuchillo de carnicero (es una cocinera famosa) con la intención de atravesarse el corazón. Eso fue la menopausia”.
—Mary Ruefle, Pausa
{{ linea }}
El verano pasado fue mágico.
Está tan lejos ahora, como si todo lo que pasó, ese goce, esas manos abiertas para recibir sensualidad, le hubiera pasado a otra persona. Le pasó a otra persona: la mujer que veo en las fotos del verano pasado ya no soy yo. Ella vestía de rojo y yo de negro. Ella coqueteaba con la cámara y yo ya no soporto verme en fotos. Ella estaba ilusionada y yo miro las tijeras de la cocina pensando cuánto me costaría atravesarme el cuello.
Esa mujer, la que estaba en una residencia de artistas en Italia, empezaba a sentirse feliz. ¿Saben esa sensación de estar en el lugar y en el momento adecuados? ¿Saben lo que es no anhelar? Mi corazón, como esos perritos beagle rescatados de laboratorios, que nunca han visto la luz y que pisan por primera vez la hierba, había comenzado a dar saltitos, conatos de ¿esto es ilusión? ¿Estoy contenta?
Pensé que no volvería a pasar. Eso, lo de estar contenta. Pero pasó.
El verano pasado andaba en bicicleta en vestido, soltaba el manillar y abría los brazos al viento cálido, escribía en un estudio precioso donde estallaba un sol impresionista por la tarde y tenía videollamadas sexuales diarias con una nueva ilusión. El verano pasado horneaba tartas de melocotón maduro, tomaba Campari, hacía nuevos amigos y amigas y, sobre todo, tenía orgasmos —uvas blancas estallando entre los dedos— a cada rato. Todo era voluptuoso, erótico. Los ojos de S, el cuerpo de D, la carcajada de W, la comida, los ojos de G, la voz de M cuando grababa en su estudio esa música suya primitiva y cósmica, los tomates de la huerta —hinchados, la piel a punto de romperse y desaguarse—, los vestiditos que A usaba sin sujetador, las cenas bajo las parras, mi cuerpo poniéndose moreno, borracho de ligereza, presente y placer.
Mi cuerpo, ese cuerpo que ya no es este, riendo bajo la tormenta que cayó con gritos y luces para refrescar la vida tostada, las rosas sedientas, nuestros cuerpos humeantes de calor.
El verano pasado yo era tierra húmeda. M hizo un video en el que bailo bajo la lluvia salvaje y parezco una diosa.
Era una diosa: dueña de mí misma, voluptuosa, tentadora, abierta.
Es verdad que me dolía mucho el vientre algunos días, que tenía calambres menstruales que me doblaban en dos. Es verdad que tuve una hemorragia que confundí —ahora sí de veras que sí— con la última regla y tuve que pedirle a M tampones. Qué cosa volver a usar tampones. El verano pasado tenía 48 años, pero tenía 20, 15.
Este verano, en cambio, tengo 100, 200 000, todos.
{{ linea }}
“La menopausia es la adolescencia de nuevo, solo que eres adulta y tienes que salir al mundo todos los días de una manera que no tenías que hacer cuando ibas al colegio, donde estabas rodeada de otros adolescentes, segura, o relativamente, en el refugio de la secundaria”.
Mary Ruefle, Pausa
{{ linea }}
Volví a casa bronceada y feliz después del verano azul, del ensueño del castillo y el amor, de los abrazos y del casi beso con S —después de cantar “Don’t stop believin’” agarradas de las manos y sonrojadas como adolescentes— y del sexo salvaje, urgente, prohibido para menores con D. De volver, pues, a los 17 después de vivir un siglo, como canta la Violeta Parra.
En casa comenzamos a ponernos ropa de abrigo, los mensajes del grupo de la residencia se fueron espaciando, pasó la temporada de melocotones, la piel dorada, el imperio de los sentidos, pero los dolores seguían. Pedí cita con una ginecóloga privada.
En la sanidad pública me habían dicho que era normal, que en la menopausia hay, a veces, dolores como de regla, también sangrados espontáneos, que haga ejercicio y coma sanamente, lo de siempre: eres gorda y, por eso, todo te va mal en la vida.
En la sanidad pública, también, me dijeron que las hormonas que me recetó mi ginecóloga en México producen cáncer (hay estudios, lea) y que por eso en España no las recetan y te jodes: tienes que vivir la menopausia con asco, náuseas, sofocos, caída del pelo, manchas y picores en la piel, sequedad en todos lados, dolor en todos lados, paranoia, depresión, euforia, vértigos, rabia, zumbidos en el oído, niebla mental, pestilencia, incontinencia urinaria, insomnio, sed, angustia, hinchazón, extenuación y ansias inmensas de matar y de morir.
Es como si tu cuerpo te dijera: tuviste el eros y ahora te toca el tánatos porque eres mujer y las mujeres hemos venido a este mundo a sufrir.
Te di el goce y ahora la muerte. Te jodes.
Gaia se llama la ginecóloga privada. Gaia, como la madre del planeta Tierra para los griegos. Me hizo una ecografía, o sea, metió una especie de vibrador con ojos por mi vagina, y no le gustó lo que vio. No lo pudo disimular. Gaia, Madre Tierra, ¿qué has visto en mi interior?
{{ linea }}
La primera vez que ves en un papel con tu nombre la palabra “cáncer” te parece ficción. La segunda y la tercera también. No sé cuándo deja de sorprenderte: creo que nunca.
Tú y cáncer en la misma página. No, es una pesadilla. No, esto no me está pasando a mí, claro que no, es un error, ya van a darse cuenta.
Negación, negación, negación.
Qué coño voy a tener yo cáncer.
Miras, miras y miras el papel. Es tu nombre. Es tu diagnóstico.
Recuerdo bajar de la consulta y esperar el autobús cayendo en el foso profundísimo de la revelación. Dándome cuenta: es verdad. Y más: lo que me está comiendo por dentro se ha alojado justo en mi útero, ese espacio mullido de mi cuerpo que siempre esperó alojar vida y ahora está alojando muerte.
La paradoja madre de todas las paradojas de mi vida.
Me enfurezco. Entiendo por fin la furia de mi amiga V y de todas las mujeres con cáncer a las que quieren levantar el ánimo llamándolas valientes cuando, en verdad, nada más hacemos lo que podemos, lo que haría cualquiera: quedarnos sin tetas, sin útero, sin ovarios, sin un pedazo de estómago, poner el brazo para que inyecten la quimioterapia, tomar las pastillas, rezar (la que puede), llorar (la que puede), ser positiva (la que puede), imaginar los peores escenarios (casi todas).
¿Qué de heroico tiene eso?
Si alguien me llama campeona, guerrera, luchadora, juro que le parto la puta cabeza. Yo no he pedido esta mierda y esto, además, no es una guerra que se gana o se pierde: es una enfermedad que puede matarme o no según el estadio en el que esté, la posibilidad de cirugía, el acceso a tratamientos más o menos efectivos para lo que tengo, el hecho de que vuelva o no vuelva, que haya hecho metástasis o no. Una mezcla de azar y ciencia, de biología y fortuna.
Y de si vivo o no en un país donde puedo permitirme la atención médica.
O sea, morirme o sobrevivir es una lotería, no una contienda.
{{ linea }}
Lo que vino después del diagnóstico fue vorágine. El agujero negro del cáncer que se traga todo lo que no es el agujero negro del cáncer. La palabra “biopsia”, la palabra “maligno”, la palabra “histerectomía”, la palabra “vaciar”, la palabra “carcinoma”, la palabra “rezo”, la palabra “dios”, la palabra “sobrevivir”, la palabra “tiempo”, la palabra “muerte”.
Y lo otro: lo que no se puede nombrar porque son diapositivas de mi papá agonizando, flaco como un cadáver amarillo, lleno de pústulas, en un hospital público de Ecuador.
(Vamos a cubrir con una tela blanca el cuerpo esquelético y podrido de mi padre y no volveremos a hablar de él).
Entonces tengo cáncer, tienen que sacarme los órganos reproductivos, el útero, los ovarios, las trompas y unos ganglios que se llaman “centinelas”. Me quedo colgada por un rato de esa palabra: “centinela”, hasta que el cirujano me dice que si el cáncer se ha extendido al colon no me va a despertar de la anestesia para preguntarme si debe o no sacármelo. Estoy sola en la consulta. Niego con la cabeza porque no sé qué más hacer. Firmo que lo eximo de responsabilidades si me muero. Intento mirar a los ojos al médico para encontrar en ellos una luz, un hago esto todos los días, ya verás que en unos meses estás bailando, pero ya se ha ido de la consulta y las enfermeras han vuelto a sus asuntos.
Pregunto si cierro la puerta y me dicen que no, que ya entrará la siguiente paciente, la otra mujer que tiene cáncer, como yo. A la que le irá mejor o peor, quién sabe, mi compañera en esta tómbola maligna.
Salgo y espero el autobús con mi tarjeta de transporte en la mano, como una persona normal que lleva atados a la cintura diez kilos de explosivos.
No lloro. No pienso llorar.
Hasta que oigo a mi mamá al teléfono.
Ella está a 10 000 kilómetros de la carpeta donde voy guardando los informes médicos que dicen que tengo que operarme ya mismo, inmediatamente. De repente tengo cinco años y todo esto me queda inmenso, quiero que me lleven de la mano, que me pongan una toalla fresca en la frente, que me den un jarabe y se me pase. Lloro y mi mamá llora. Imagino que pasa por su cabeza tener que enterrar primero a un marido y luego a una hija de la misma enfermedad monstruosa, y pienso, también, que no lo va a poder soportar. Me calmo por ella y digo lo que no pienso de verdad:
Voy a estar bien.
{{ linea }}
Mi amigo E me acompaña a la última ecografía antes de la operación, una ecografía modernísima que nada más hacen en Maternidad. En la sala de espera estamos rodeados de embarazadas y, desde las paredes, nos miran jirafitas y elefantitos pintados de colores amables. Todo es amable en Maternidad. Me llaman y la enfermera nos ve, a E y a mí, abrazados, y se imagina que vamos a ser padres, así que dice: Estaréis deseosos de ver a vuestro bebé.
—A mi cáncer —digo antes de que E pueda responder porque se ha puesto a llorar en silencio.
La mujer murmura lo siento y yo le sonrío con amargura. He sido cruel porque siento que la vida está siendo cruel conmigo, pero la enfermera no tiene la culpa. La ecografía modernísima de mi cáncer —una especie de panal de telaraña— está en la puerta de mi nevera. Podrían decir que es macabro, pero es mi puto útero, mi puto cáncer y mi puta nevera.
Y sí, es macabro.
Pero también es un recordatorio.
Y una forma de hacerme daño: no gestarás más que muerte.
“Histerectomía radical” se llama la cirugía que me hicieron, lo que quiere decir que me vaciaron el aparato reproductor, lo que quiere decir, también, que la menopausia me reventó encima como una ola furiosa y me dejó empapada, revolcada y estúpida en la orilla de la vejez.
{{ linea }}
Y ustedes, ¿han vuelto a tener orgasmos? Yo no y siento que así será ya para siempre. Que nunca más me derramaré, tibia, sobre una cama, un sofá, una silla, la butaca de un tren o un cine, que nunca más sentiré al mundo entero armonizarse dentro de mí o escucharé mi corazón triunfante como el “Himno a la alegría” o que seré por un instante, un breve instante, algo más que una humana.
El otro día lo hablé con mi amiga M, le pregunté si el deseo volvía y me dijo que no con la cabeza, pero que ella tiene la suerte de compartir con su pareja muchas más cosas: la música, los libros, el ajedrez, los viajes.
Me pareció desgarrador.
Le escribo a S, la extraño. Me contesta con una línea:
¿Podemos retroceder el tiempo?
Le respondo que sí, por favor, aunque sé que es imposible porque mi cuerpo ya no es mi cuerpo, sino el de una señora como M, la que juega ajedrez con su pareja en lugar de comerse con las bocas y las manos y los sexos y las lenguas como animales hambreados, enloquecidos, asalvajados.
Porque mi cuerpo no me pide orgasmos y goce, sino descanso, porque me siento una abuelita y, aunque no quiero quedarme atrás, me quedo porque me duele todo y porque, con la menopausia sobrevenida, mis niveles hormonales están en cero. Sin estrógenos no hay paraíso. Estoy entumecida, pesada, tristísima, ansiosa, débil y apática.
Del deseo sexual no hablemos: no existe.
Siento que ya está, que esa parte de mi vida se acabó, que Pedro Pascal podría darme un masaje tántrico al que yo, incómoda por el toqueteo, pondría fin con un beso en la frente.
Siento como si mis genitales fueran de piedra pómez.
Hablo con mi amiga C, que tiene una pareja menor: lo de la falta de deseo sexual es un problema grave, motivo de separación, cuerda floja. C me cuenta con una voz de profunda depresión que no le apetece coger con su pareja no porque no sea deseable, sino porque la que está seca por dentro es ella. Imagino esa cama: una persona joven y viva que duerme todos los días con una muerta.
M, otra amiga M, dice que ella no quiere que la toquen ni con un palo, pero no le pesa ni la aflige:
Una cosa menos, amiga, una cosa menos.
{{ linea }}
Pienso en todo lo que nos han hecho creer sobre la menopausia, el tema de los sofocos, las pérdidas de orina y la sequedad vaginal y las pastillas, compresas y lubricantes que hay para aliviarlos, pero, aunque sí, los sofocos en mi caso son tan bestiales que parecen ataques de pánico; aunque si me río o toso, goteo, y aunque tengo la vulva tan seca que me rasco hasta hacer sangre, no es lo que más me atormenta ni de lejos.
Me atormenta no ser la persona que era. Me atormenta la tristeza de estar desconectada de mi cuerpo, de sentirme invisible, de no reconocerme al punto de sentir miedo: body horror. Todo esto es tan hondo, el duelo por la que fui, que la idea recurrente de lanzarme por la ventana no me preocupa ni me sorprende.
Es parte de la rutina, como el café, como ir al baño.
Me sorprende sentirme así y seguir aquí. Me sorprende no haber perdido la cabeza del todo (antes nos metían en manicomios, ahora nos dicen que compremos antisofoquil plus para los calores). Me sorprende que los perros no se asusten cuando paso a su lado, una mujer muerta caminando. Me sorprende que el mundo esté lleno de señoras de mi edad, menopáusicas, trabajando, cuidando, criando, arreglando, leyendo. Me sorprende que tú me estés leyendo, amiga queridísima, y no estés gritando por las calles agitando la cabeza como una muñeca diabólica, tirando piedras a los escaparates y a la gente.
Me sorprende, créanme, que podamos parecer cuerdas mientras nuestros cuerpos se despeñan, mientras los miramos, impotentes, hacia el abismo de lo desconocido.
{{ linea }}
.webp)
{{ linea }}
“Y ustedes, ¿han vuelto a tener orgasmos?”, pregunta la autora. La cuestión adquiere un cariz radical cuando de por medio va una histerectomía, aunque no se necesita tocar esa frontera de la existencia para pararse en el borde del abismo en el que el cuerpo femenino termina siempre arrojándose, llamado menopausia.
“He venido para decirles que una mujer, una mujer que es la persona menos depresiva, optimista y alegre que conozco, se despertó una mañana y caminó directa a la cocina y agarró un cuchillo de carnicero (es una cocinera famosa) con la intención de atravesarse el corazón. Eso fue la menopausia”.
—Mary Ruefle, Pausa
{{ linea }}
El verano pasado fue mágico.
Está tan lejos ahora, como si todo lo que pasó, ese goce, esas manos abiertas para recibir sensualidad, le hubiera pasado a otra persona. Le pasó a otra persona: la mujer que veo en las fotos del verano pasado ya no soy yo. Ella vestía de rojo y yo de negro. Ella coqueteaba con la cámara y yo ya no soporto verme en fotos. Ella estaba ilusionada y yo miro las tijeras de la cocina pensando cuánto me costaría atravesarme el cuello.
Esa mujer, la que estaba en una residencia de artistas en Italia, empezaba a sentirse feliz. ¿Saben esa sensación de estar en el lugar y en el momento adecuados? ¿Saben lo que es no anhelar? Mi corazón, como esos perritos beagle rescatados de laboratorios, que nunca han visto la luz y que pisan por primera vez la hierba, había comenzado a dar saltitos, conatos de ¿esto es ilusión? ¿Estoy contenta?
Pensé que no volvería a pasar. Eso, lo de estar contenta. Pero pasó.
El verano pasado andaba en bicicleta en vestido, soltaba el manillar y abría los brazos al viento cálido, escribía en un estudio precioso donde estallaba un sol impresionista por la tarde y tenía videollamadas sexuales diarias con una nueva ilusión. El verano pasado horneaba tartas de melocotón maduro, tomaba Campari, hacía nuevos amigos y amigas y, sobre todo, tenía orgasmos —uvas blancas estallando entre los dedos— a cada rato. Todo era voluptuoso, erótico. Los ojos de S, el cuerpo de D, la carcajada de W, la comida, los ojos de G, la voz de M cuando grababa en su estudio esa música suya primitiva y cósmica, los tomates de la huerta —hinchados, la piel a punto de romperse y desaguarse—, los vestiditos que A usaba sin sujetador, las cenas bajo las parras, mi cuerpo poniéndose moreno, borracho de ligereza, presente y placer.
Mi cuerpo, ese cuerpo que ya no es este, riendo bajo la tormenta que cayó con gritos y luces para refrescar la vida tostada, las rosas sedientas, nuestros cuerpos humeantes de calor.
El verano pasado yo era tierra húmeda. M hizo un video en el que bailo bajo la lluvia salvaje y parezco una diosa.
Era una diosa: dueña de mí misma, voluptuosa, tentadora, abierta.
Es verdad que me dolía mucho el vientre algunos días, que tenía calambres menstruales que me doblaban en dos. Es verdad que tuve una hemorragia que confundí —ahora sí de veras que sí— con la última regla y tuve que pedirle a M tampones. Qué cosa volver a usar tampones. El verano pasado tenía 48 años, pero tenía 20, 15.
Este verano, en cambio, tengo 100, 200 000, todos.
{{ linea }}
“La menopausia es la adolescencia de nuevo, solo que eres adulta y tienes que salir al mundo todos los días de una manera que no tenías que hacer cuando ibas al colegio, donde estabas rodeada de otros adolescentes, segura, o relativamente, en el refugio de la secundaria”.
Mary Ruefle, Pausa
{{ linea }}
Volví a casa bronceada y feliz después del verano azul, del ensueño del castillo y el amor, de los abrazos y del casi beso con S —después de cantar “Don’t stop believin’” agarradas de las manos y sonrojadas como adolescentes— y del sexo salvaje, urgente, prohibido para menores con D. De volver, pues, a los 17 después de vivir un siglo, como canta la Violeta Parra.
En casa comenzamos a ponernos ropa de abrigo, los mensajes del grupo de la residencia se fueron espaciando, pasó la temporada de melocotones, la piel dorada, el imperio de los sentidos, pero los dolores seguían. Pedí cita con una ginecóloga privada.
En la sanidad pública me habían dicho que era normal, que en la menopausia hay, a veces, dolores como de regla, también sangrados espontáneos, que haga ejercicio y coma sanamente, lo de siempre: eres gorda y, por eso, todo te va mal en la vida.
En la sanidad pública, también, me dijeron que las hormonas que me recetó mi ginecóloga en México producen cáncer (hay estudios, lea) y que por eso en España no las recetan y te jodes: tienes que vivir la menopausia con asco, náuseas, sofocos, caída del pelo, manchas y picores en la piel, sequedad en todos lados, dolor en todos lados, paranoia, depresión, euforia, vértigos, rabia, zumbidos en el oído, niebla mental, pestilencia, incontinencia urinaria, insomnio, sed, angustia, hinchazón, extenuación y ansias inmensas de matar y de morir.
Es como si tu cuerpo te dijera: tuviste el eros y ahora te toca el tánatos porque eres mujer y las mujeres hemos venido a este mundo a sufrir.
Te di el goce y ahora la muerte. Te jodes.
Gaia se llama la ginecóloga privada. Gaia, como la madre del planeta Tierra para los griegos. Me hizo una ecografía, o sea, metió una especie de vibrador con ojos por mi vagina, y no le gustó lo que vio. No lo pudo disimular. Gaia, Madre Tierra, ¿qué has visto en mi interior?
{{ linea }}
La primera vez que ves en un papel con tu nombre la palabra “cáncer” te parece ficción. La segunda y la tercera también. No sé cuándo deja de sorprenderte: creo que nunca.
Tú y cáncer en la misma página. No, es una pesadilla. No, esto no me está pasando a mí, claro que no, es un error, ya van a darse cuenta.
Negación, negación, negación.
Qué coño voy a tener yo cáncer.
Miras, miras y miras el papel. Es tu nombre. Es tu diagnóstico.
Recuerdo bajar de la consulta y esperar el autobús cayendo en el foso profundísimo de la revelación. Dándome cuenta: es verdad. Y más: lo que me está comiendo por dentro se ha alojado justo en mi útero, ese espacio mullido de mi cuerpo que siempre esperó alojar vida y ahora está alojando muerte.
La paradoja madre de todas las paradojas de mi vida.
Me enfurezco. Entiendo por fin la furia de mi amiga V y de todas las mujeres con cáncer a las que quieren levantar el ánimo llamándolas valientes cuando, en verdad, nada más hacemos lo que podemos, lo que haría cualquiera: quedarnos sin tetas, sin útero, sin ovarios, sin un pedazo de estómago, poner el brazo para que inyecten la quimioterapia, tomar las pastillas, rezar (la que puede), llorar (la que puede), ser positiva (la que puede), imaginar los peores escenarios (casi todas).
¿Qué de heroico tiene eso?
Si alguien me llama campeona, guerrera, luchadora, juro que le parto la puta cabeza. Yo no he pedido esta mierda y esto, además, no es una guerra que se gana o se pierde: es una enfermedad que puede matarme o no según el estadio en el que esté, la posibilidad de cirugía, el acceso a tratamientos más o menos efectivos para lo que tengo, el hecho de que vuelva o no vuelva, que haya hecho metástasis o no. Una mezcla de azar y ciencia, de biología y fortuna.
Y de si vivo o no en un país donde puedo permitirme la atención médica.
O sea, morirme o sobrevivir es una lotería, no una contienda.
{{ linea }}
Lo que vino después del diagnóstico fue vorágine. El agujero negro del cáncer que se traga todo lo que no es el agujero negro del cáncer. La palabra “biopsia”, la palabra “maligno”, la palabra “histerectomía”, la palabra “vaciar”, la palabra “carcinoma”, la palabra “rezo”, la palabra “dios”, la palabra “sobrevivir”, la palabra “tiempo”, la palabra “muerte”.
Y lo otro: lo que no se puede nombrar porque son diapositivas de mi papá agonizando, flaco como un cadáver amarillo, lleno de pústulas, en un hospital público de Ecuador.
(Vamos a cubrir con una tela blanca el cuerpo esquelético y podrido de mi padre y no volveremos a hablar de él).
Entonces tengo cáncer, tienen que sacarme los órganos reproductivos, el útero, los ovarios, las trompas y unos ganglios que se llaman “centinelas”. Me quedo colgada por un rato de esa palabra: “centinela”, hasta que el cirujano me dice que si el cáncer se ha extendido al colon no me va a despertar de la anestesia para preguntarme si debe o no sacármelo. Estoy sola en la consulta. Niego con la cabeza porque no sé qué más hacer. Firmo que lo eximo de responsabilidades si me muero. Intento mirar a los ojos al médico para encontrar en ellos una luz, un hago esto todos los días, ya verás que en unos meses estás bailando, pero ya se ha ido de la consulta y las enfermeras han vuelto a sus asuntos.
Pregunto si cierro la puerta y me dicen que no, que ya entrará la siguiente paciente, la otra mujer que tiene cáncer, como yo. A la que le irá mejor o peor, quién sabe, mi compañera en esta tómbola maligna.
Salgo y espero el autobús con mi tarjeta de transporte en la mano, como una persona normal que lleva atados a la cintura diez kilos de explosivos.
No lloro. No pienso llorar.
Hasta que oigo a mi mamá al teléfono.
Ella está a 10 000 kilómetros de la carpeta donde voy guardando los informes médicos que dicen que tengo que operarme ya mismo, inmediatamente. De repente tengo cinco años y todo esto me queda inmenso, quiero que me lleven de la mano, que me pongan una toalla fresca en la frente, que me den un jarabe y se me pase. Lloro y mi mamá llora. Imagino que pasa por su cabeza tener que enterrar primero a un marido y luego a una hija de la misma enfermedad monstruosa, y pienso, también, que no lo va a poder soportar. Me calmo por ella y digo lo que no pienso de verdad:
Voy a estar bien.
{{ linea }}
Mi amigo E me acompaña a la última ecografía antes de la operación, una ecografía modernísima que nada más hacen en Maternidad. En la sala de espera estamos rodeados de embarazadas y, desde las paredes, nos miran jirafitas y elefantitos pintados de colores amables. Todo es amable en Maternidad. Me llaman y la enfermera nos ve, a E y a mí, abrazados, y se imagina que vamos a ser padres, así que dice: Estaréis deseosos de ver a vuestro bebé.
—A mi cáncer —digo antes de que E pueda responder porque se ha puesto a llorar en silencio.
La mujer murmura lo siento y yo le sonrío con amargura. He sido cruel porque siento que la vida está siendo cruel conmigo, pero la enfermera no tiene la culpa. La ecografía modernísima de mi cáncer —una especie de panal de telaraña— está en la puerta de mi nevera. Podrían decir que es macabro, pero es mi puto útero, mi puto cáncer y mi puta nevera.
Y sí, es macabro.
Pero también es un recordatorio.
Y una forma de hacerme daño: no gestarás más que muerte.
“Histerectomía radical” se llama la cirugía que me hicieron, lo que quiere decir que me vaciaron el aparato reproductor, lo que quiere decir, también, que la menopausia me reventó encima como una ola furiosa y me dejó empapada, revolcada y estúpida en la orilla de la vejez.
{{ linea }}
Y ustedes, ¿han vuelto a tener orgasmos? Yo no y siento que así será ya para siempre. Que nunca más me derramaré, tibia, sobre una cama, un sofá, una silla, la butaca de un tren o un cine, que nunca más sentiré al mundo entero armonizarse dentro de mí o escucharé mi corazón triunfante como el “Himno a la alegría” o que seré por un instante, un breve instante, algo más que una humana.
El otro día lo hablé con mi amiga M, le pregunté si el deseo volvía y me dijo que no con la cabeza, pero que ella tiene la suerte de compartir con su pareja muchas más cosas: la música, los libros, el ajedrez, los viajes.
Me pareció desgarrador.
Le escribo a S, la extraño. Me contesta con una línea:
¿Podemos retroceder el tiempo?
Le respondo que sí, por favor, aunque sé que es imposible porque mi cuerpo ya no es mi cuerpo, sino el de una señora como M, la que juega ajedrez con su pareja en lugar de comerse con las bocas y las manos y los sexos y las lenguas como animales hambreados, enloquecidos, asalvajados.
Porque mi cuerpo no me pide orgasmos y goce, sino descanso, porque me siento una abuelita y, aunque no quiero quedarme atrás, me quedo porque me duele todo y porque, con la menopausia sobrevenida, mis niveles hormonales están en cero. Sin estrógenos no hay paraíso. Estoy entumecida, pesada, tristísima, ansiosa, débil y apática.
Del deseo sexual no hablemos: no existe.
Siento que ya está, que esa parte de mi vida se acabó, que Pedro Pascal podría darme un masaje tántrico al que yo, incómoda por el toqueteo, pondría fin con un beso en la frente.
Siento como si mis genitales fueran de piedra pómez.
Hablo con mi amiga C, que tiene una pareja menor: lo de la falta de deseo sexual es un problema grave, motivo de separación, cuerda floja. C me cuenta con una voz de profunda depresión que no le apetece coger con su pareja no porque no sea deseable, sino porque la que está seca por dentro es ella. Imagino esa cama: una persona joven y viva que duerme todos los días con una muerta.
M, otra amiga M, dice que ella no quiere que la toquen ni con un palo, pero no le pesa ni la aflige:
Una cosa menos, amiga, una cosa menos.
{{ linea }}
Pienso en todo lo que nos han hecho creer sobre la menopausia, el tema de los sofocos, las pérdidas de orina y la sequedad vaginal y las pastillas, compresas y lubricantes que hay para aliviarlos, pero, aunque sí, los sofocos en mi caso son tan bestiales que parecen ataques de pánico; aunque si me río o toso, goteo, y aunque tengo la vulva tan seca que me rasco hasta hacer sangre, no es lo que más me atormenta ni de lejos.
Me atormenta no ser la persona que era. Me atormenta la tristeza de estar desconectada de mi cuerpo, de sentirme invisible, de no reconocerme al punto de sentir miedo: body horror. Todo esto es tan hondo, el duelo por la que fui, que la idea recurrente de lanzarme por la ventana no me preocupa ni me sorprende.
Es parte de la rutina, como el café, como ir al baño.
Me sorprende sentirme así y seguir aquí. Me sorprende no haber perdido la cabeza del todo (antes nos metían en manicomios, ahora nos dicen que compremos antisofoquil plus para los calores). Me sorprende que los perros no se asusten cuando paso a su lado, una mujer muerta caminando. Me sorprende que el mundo esté lleno de señoras de mi edad, menopáusicas, trabajando, cuidando, criando, arreglando, leyendo. Me sorprende que tú me estés leyendo, amiga queridísima, y no estés gritando por las calles agitando la cabeza como una muñeca diabólica, tirando piedras a los escaparates y a la gente.
Me sorprende, créanme, que podamos parecer cuerdas mientras nuestros cuerpos se despeñan, mientras los miramos, impotentes, hacia el abismo de lo desconocido.
{{ linea }}
.webp)
{{ linea }}
.webp)
“Y ustedes, ¿han vuelto a tener orgasmos?”, pregunta la autora. La cuestión adquiere un cariz radical cuando de por medio va una histerectomía, aunque no se necesita tocar esa frontera de la existencia para pararse en el borde del abismo en el que el cuerpo femenino termina siempre arrojándose, llamado menopausia.
“He venido para decirles que una mujer, una mujer que es la persona menos depresiva, optimista y alegre que conozco, se despertó una mañana y caminó directa a la cocina y agarró un cuchillo de carnicero (es una cocinera famosa) con la intención de atravesarse el corazón. Eso fue la menopausia”.
—Mary Ruefle, Pausa
{{ linea }}
El verano pasado fue mágico.
Está tan lejos ahora, como si todo lo que pasó, ese goce, esas manos abiertas para recibir sensualidad, le hubiera pasado a otra persona. Le pasó a otra persona: la mujer que veo en las fotos del verano pasado ya no soy yo. Ella vestía de rojo y yo de negro. Ella coqueteaba con la cámara y yo ya no soporto verme en fotos. Ella estaba ilusionada y yo miro las tijeras de la cocina pensando cuánto me costaría atravesarme el cuello.
Esa mujer, la que estaba en una residencia de artistas en Italia, empezaba a sentirse feliz. ¿Saben esa sensación de estar en el lugar y en el momento adecuados? ¿Saben lo que es no anhelar? Mi corazón, como esos perritos beagle rescatados de laboratorios, que nunca han visto la luz y que pisan por primera vez la hierba, había comenzado a dar saltitos, conatos de ¿esto es ilusión? ¿Estoy contenta?
Pensé que no volvería a pasar. Eso, lo de estar contenta. Pero pasó.
El verano pasado andaba en bicicleta en vestido, soltaba el manillar y abría los brazos al viento cálido, escribía en un estudio precioso donde estallaba un sol impresionista por la tarde y tenía videollamadas sexuales diarias con una nueva ilusión. El verano pasado horneaba tartas de melocotón maduro, tomaba Campari, hacía nuevos amigos y amigas y, sobre todo, tenía orgasmos —uvas blancas estallando entre los dedos— a cada rato. Todo era voluptuoso, erótico. Los ojos de S, el cuerpo de D, la carcajada de W, la comida, los ojos de G, la voz de M cuando grababa en su estudio esa música suya primitiva y cósmica, los tomates de la huerta —hinchados, la piel a punto de romperse y desaguarse—, los vestiditos que A usaba sin sujetador, las cenas bajo las parras, mi cuerpo poniéndose moreno, borracho de ligereza, presente y placer.
Mi cuerpo, ese cuerpo que ya no es este, riendo bajo la tormenta que cayó con gritos y luces para refrescar la vida tostada, las rosas sedientas, nuestros cuerpos humeantes de calor.
El verano pasado yo era tierra húmeda. M hizo un video en el que bailo bajo la lluvia salvaje y parezco una diosa.
Era una diosa: dueña de mí misma, voluptuosa, tentadora, abierta.
Es verdad que me dolía mucho el vientre algunos días, que tenía calambres menstruales que me doblaban en dos. Es verdad que tuve una hemorragia que confundí —ahora sí de veras que sí— con la última regla y tuve que pedirle a M tampones. Qué cosa volver a usar tampones. El verano pasado tenía 48 años, pero tenía 20, 15.
Este verano, en cambio, tengo 100, 200 000, todos.
{{ linea }}
“La menopausia es la adolescencia de nuevo, solo que eres adulta y tienes que salir al mundo todos los días de una manera que no tenías que hacer cuando ibas al colegio, donde estabas rodeada de otros adolescentes, segura, o relativamente, en el refugio de la secundaria”.
Mary Ruefle, Pausa
{{ linea }}
Volví a casa bronceada y feliz después del verano azul, del ensueño del castillo y el amor, de los abrazos y del casi beso con S —después de cantar “Don’t stop believin’” agarradas de las manos y sonrojadas como adolescentes— y del sexo salvaje, urgente, prohibido para menores con D. De volver, pues, a los 17 después de vivir un siglo, como canta la Violeta Parra.
En casa comenzamos a ponernos ropa de abrigo, los mensajes del grupo de la residencia se fueron espaciando, pasó la temporada de melocotones, la piel dorada, el imperio de los sentidos, pero los dolores seguían. Pedí cita con una ginecóloga privada.
En la sanidad pública me habían dicho que era normal, que en la menopausia hay, a veces, dolores como de regla, también sangrados espontáneos, que haga ejercicio y coma sanamente, lo de siempre: eres gorda y, por eso, todo te va mal en la vida.
En la sanidad pública, también, me dijeron que las hormonas que me recetó mi ginecóloga en México producen cáncer (hay estudios, lea) y que por eso en España no las recetan y te jodes: tienes que vivir la menopausia con asco, náuseas, sofocos, caída del pelo, manchas y picores en la piel, sequedad en todos lados, dolor en todos lados, paranoia, depresión, euforia, vértigos, rabia, zumbidos en el oído, niebla mental, pestilencia, incontinencia urinaria, insomnio, sed, angustia, hinchazón, extenuación y ansias inmensas de matar y de morir.
Es como si tu cuerpo te dijera: tuviste el eros y ahora te toca el tánatos porque eres mujer y las mujeres hemos venido a este mundo a sufrir.
Te di el goce y ahora la muerte. Te jodes.
Gaia se llama la ginecóloga privada. Gaia, como la madre del planeta Tierra para los griegos. Me hizo una ecografía, o sea, metió una especie de vibrador con ojos por mi vagina, y no le gustó lo que vio. No lo pudo disimular. Gaia, Madre Tierra, ¿qué has visto en mi interior?
{{ linea }}
La primera vez que ves en un papel con tu nombre la palabra “cáncer” te parece ficción. La segunda y la tercera también. No sé cuándo deja de sorprenderte: creo que nunca.
Tú y cáncer en la misma página. No, es una pesadilla. No, esto no me está pasando a mí, claro que no, es un error, ya van a darse cuenta.
Negación, negación, negación.
Qué coño voy a tener yo cáncer.
Miras, miras y miras el papel. Es tu nombre. Es tu diagnóstico.
Recuerdo bajar de la consulta y esperar el autobús cayendo en el foso profundísimo de la revelación. Dándome cuenta: es verdad. Y más: lo que me está comiendo por dentro se ha alojado justo en mi útero, ese espacio mullido de mi cuerpo que siempre esperó alojar vida y ahora está alojando muerte.
La paradoja madre de todas las paradojas de mi vida.
Me enfurezco. Entiendo por fin la furia de mi amiga V y de todas las mujeres con cáncer a las que quieren levantar el ánimo llamándolas valientes cuando, en verdad, nada más hacemos lo que podemos, lo que haría cualquiera: quedarnos sin tetas, sin útero, sin ovarios, sin un pedazo de estómago, poner el brazo para que inyecten la quimioterapia, tomar las pastillas, rezar (la que puede), llorar (la que puede), ser positiva (la que puede), imaginar los peores escenarios (casi todas).
¿Qué de heroico tiene eso?
Si alguien me llama campeona, guerrera, luchadora, juro que le parto la puta cabeza. Yo no he pedido esta mierda y esto, además, no es una guerra que se gana o se pierde: es una enfermedad que puede matarme o no según el estadio en el que esté, la posibilidad de cirugía, el acceso a tratamientos más o menos efectivos para lo que tengo, el hecho de que vuelva o no vuelva, que haya hecho metástasis o no. Una mezcla de azar y ciencia, de biología y fortuna.
Y de si vivo o no en un país donde puedo permitirme la atención médica.
O sea, morirme o sobrevivir es una lotería, no una contienda.
{{ linea }}
Lo que vino después del diagnóstico fue vorágine. El agujero negro del cáncer que se traga todo lo que no es el agujero negro del cáncer. La palabra “biopsia”, la palabra “maligno”, la palabra “histerectomía”, la palabra “vaciar”, la palabra “carcinoma”, la palabra “rezo”, la palabra “dios”, la palabra “sobrevivir”, la palabra “tiempo”, la palabra “muerte”.
Y lo otro: lo que no se puede nombrar porque son diapositivas de mi papá agonizando, flaco como un cadáver amarillo, lleno de pústulas, en un hospital público de Ecuador.
(Vamos a cubrir con una tela blanca el cuerpo esquelético y podrido de mi padre y no volveremos a hablar de él).
Entonces tengo cáncer, tienen que sacarme los órganos reproductivos, el útero, los ovarios, las trompas y unos ganglios que se llaman “centinelas”. Me quedo colgada por un rato de esa palabra: “centinela”, hasta que el cirujano me dice que si el cáncer se ha extendido al colon no me va a despertar de la anestesia para preguntarme si debe o no sacármelo. Estoy sola en la consulta. Niego con la cabeza porque no sé qué más hacer. Firmo que lo eximo de responsabilidades si me muero. Intento mirar a los ojos al médico para encontrar en ellos una luz, un hago esto todos los días, ya verás que en unos meses estás bailando, pero ya se ha ido de la consulta y las enfermeras han vuelto a sus asuntos.
Pregunto si cierro la puerta y me dicen que no, que ya entrará la siguiente paciente, la otra mujer que tiene cáncer, como yo. A la que le irá mejor o peor, quién sabe, mi compañera en esta tómbola maligna.
Salgo y espero el autobús con mi tarjeta de transporte en la mano, como una persona normal que lleva atados a la cintura diez kilos de explosivos.
No lloro. No pienso llorar.
Hasta que oigo a mi mamá al teléfono.
Ella está a 10 000 kilómetros de la carpeta donde voy guardando los informes médicos que dicen que tengo que operarme ya mismo, inmediatamente. De repente tengo cinco años y todo esto me queda inmenso, quiero que me lleven de la mano, que me pongan una toalla fresca en la frente, que me den un jarabe y se me pase. Lloro y mi mamá llora. Imagino que pasa por su cabeza tener que enterrar primero a un marido y luego a una hija de la misma enfermedad monstruosa, y pienso, también, que no lo va a poder soportar. Me calmo por ella y digo lo que no pienso de verdad:
Voy a estar bien.
{{ linea }}
Mi amigo E me acompaña a la última ecografía antes de la operación, una ecografía modernísima que nada más hacen en Maternidad. En la sala de espera estamos rodeados de embarazadas y, desde las paredes, nos miran jirafitas y elefantitos pintados de colores amables. Todo es amable en Maternidad. Me llaman y la enfermera nos ve, a E y a mí, abrazados, y se imagina que vamos a ser padres, así que dice: Estaréis deseosos de ver a vuestro bebé.
—A mi cáncer —digo antes de que E pueda responder porque se ha puesto a llorar en silencio.
La mujer murmura lo siento y yo le sonrío con amargura. He sido cruel porque siento que la vida está siendo cruel conmigo, pero la enfermera no tiene la culpa. La ecografía modernísima de mi cáncer —una especie de panal de telaraña— está en la puerta de mi nevera. Podrían decir que es macabro, pero es mi puto útero, mi puto cáncer y mi puta nevera.
Y sí, es macabro.
Pero también es un recordatorio.
Y una forma de hacerme daño: no gestarás más que muerte.
“Histerectomía radical” se llama la cirugía que me hicieron, lo que quiere decir que me vaciaron el aparato reproductor, lo que quiere decir, también, que la menopausia me reventó encima como una ola furiosa y me dejó empapada, revolcada y estúpida en la orilla de la vejez.
{{ linea }}
Y ustedes, ¿han vuelto a tener orgasmos? Yo no y siento que así será ya para siempre. Que nunca más me derramaré, tibia, sobre una cama, un sofá, una silla, la butaca de un tren o un cine, que nunca más sentiré al mundo entero armonizarse dentro de mí o escucharé mi corazón triunfante como el “Himno a la alegría” o que seré por un instante, un breve instante, algo más que una humana.
El otro día lo hablé con mi amiga M, le pregunté si el deseo volvía y me dijo que no con la cabeza, pero que ella tiene la suerte de compartir con su pareja muchas más cosas: la música, los libros, el ajedrez, los viajes.
Me pareció desgarrador.
Le escribo a S, la extraño. Me contesta con una línea:
¿Podemos retroceder el tiempo?
Le respondo que sí, por favor, aunque sé que es imposible porque mi cuerpo ya no es mi cuerpo, sino el de una señora como M, la que juega ajedrez con su pareja en lugar de comerse con las bocas y las manos y los sexos y las lenguas como animales hambreados, enloquecidos, asalvajados.
Porque mi cuerpo no me pide orgasmos y goce, sino descanso, porque me siento una abuelita y, aunque no quiero quedarme atrás, me quedo porque me duele todo y porque, con la menopausia sobrevenida, mis niveles hormonales están en cero. Sin estrógenos no hay paraíso. Estoy entumecida, pesada, tristísima, ansiosa, débil y apática.
Del deseo sexual no hablemos: no existe.
Siento que ya está, que esa parte de mi vida se acabó, que Pedro Pascal podría darme un masaje tántrico al que yo, incómoda por el toqueteo, pondría fin con un beso en la frente.
Siento como si mis genitales fueran de piedra pómez.
Hablo con mi amiga C, que tiene una pareja menor: lo de la falta de deseo sexual es un problema grave, motivo de separación, cuerda floja. C me cuenta con una voz de profunda depresión que no le apetece coger con su pareja no porque no sea deseable, sino porque la que está seca por dentro es ella. Imagino esa cama: una persona joven y viva que duerme todos los días con una muerta.
M, otra amiga M, dice que ella no quiere que la toquen ni con un palo, pero no le pesa ni la aflige:
Una cosa menos, amiga, una cosa menos.
{{ linea }}
Pienso en todo lo que nos han hecho creer sobre la menopausia, el tema de los sofocos, las pérdidas de orina y la sequedad vaginal y las pastillas, compresas y lubricantes que hay para aliviarlos, pero, aunque sí, los sofocos en mi caso son tan bestiales que parecen ataques de pánico; aunque si me río o toso, goteo, y aunque tengo la vulva tan seca que me rasco hasta hacer sangre, no es lo que más me atormenta ni de lejos.
Me atormenta no ser la persona que era. Me atormenta la tristeza de estar desconectada de mi cuerpo, de sentirme invisible, de no reconocerme al punto de sentir miedo: body horror. Todo esto es tan hondo, el duelo por la que fui, que la idea recurrente de lanzarme por la ventana no me preocupa ni me sorprende.
Es parte de la rutina, como el café, como ir al baño.
Me sorprende sentirme así y seguir aquí. Me sorprende no haber perdido la cabeza del todo (antes nos metían en manicomios, ahora nos dicen que compremos antisofoquil plus para los calores). Me sorprende que los perros no se asusten cuando paso a su lado, una mujer muerta caminando. Me sorprende que el mundo esté lleno de señoras de mi edad, menopáusicas, trabajando, cuidando, criando, arreglando, leyendo. Me sorprende que tú me estés leyendo, amiga queridísima, y no estés gritando por las calles agitando la cabeza como una muñeca diabólica, tirando piedras a los escaparates y a la gente.
Me sorprende, créanme, que podamos parecer cuerdas mientras nuestros cuerpos se despeñan, mientras los miramos, impotentes, hacia el abismo de lo desconocido.
{{ linea }}
.webp)
{{ linea }}
.webp)
“Y ustedes, ¿han vuelto a tener orgasmos?”, pregunta la autora. La cuestión adquiere un cariz radical cuando de por medio va una histerectomía, aunque no se necesita tocar esa frontera de la existencia para pararse en el borde del abismo en el que el cuerpo femenino termina siempre arrojándose, llamado menopausia.
“He venido para decirles que una mujer, una mujer que es la persona menos depresiva, optimista y alegre que conozco, se despertó una mañana y caminó directa a la cocina y agarró un cuchillo de carnicero (es una cocinera famosa) con la intención de atravesarse el corazón. Eso fue la menopausia”.
—Mary Ruefle, Pausa
{{ linea }}
El verano pasado fue mágico.
Está tan lejos ahora, como si todo lo que pasó, ese goce, esas manos abiertas para recibir sensualidad, le hubiera pasado a otra persona. Le pasó a otra persona: la mujer que veo en las fotos del verano pasado ya no soy yo. Ella vestía de rojo y yo de negro. Ella coqueteaba con la cámara y yo ya no soporto verme en fotos. Ella estaba ilusionada y yo miro las tijeras de la cocina pensando cuánto me costaría atravesarme el cuello.
Esa mujer, la que estaba en una residencia de artistas en Italia, empezaba a sentirse feliz. ¿Saben esa sensación de estar en el lugar y en el momento adecuados? ¿Saben lo que es no anhelar? Mi corazón, como esos perritos beagle rescatados de laboratorios, que nunca han visto la luz y que pisan por primera vez la hierba, había comenzado a dar saltitos, conatos de ¿esto es ilusión? ¿Estoy contenta?
Pensé que no volvería a pasar. Eso, lo de estar contenta. Pero pasó.
El verano pasado andaba en bicicleta en vestido, soltaba el manillar y abría los brazos al viento cálido, escribía en un estudio precioso donde estallaba un sol impresionista por la tarde y tenía videollamadas sexuales diarias con una nueva ilusión. El verano pasado horneaba tartas de melocotón maduro, tomaba Campari, hacía nuevos amigos y amigas y, sobre todo, tenía orgasmos —uvas blancas estallando entre los dedos— a cada rato. Todo era voluptuoso, erótico. Los ojos de S, el cuerpo de D, la carcajada de W, la comida, los ojos de G, la voz de M cuando grababa en su estudio esa música suya primitiva y cósmica, los tomates de la huerta —hinchados, la piel a punto de romperse y desaguarse—, los vestiditos que A usaba sin sujetador, las cenas bajo las parras, mi cuerpo poniéndose moreno, borracho de ligereza, presente y placer.
Mi cuerpo, ese cuerpo que ya no es este, riendo bajo la tormenta que cayó con gritos y luces para refrescar la vida tostada, las rosas sedientas, nuestros cuerpos humeantes de calor.
El verano pasado yo era tierra húmeda. M hizo un video en el que bailo bajo la lluvia salvaje y parezco una diosa.
Era una diosa: dueña de mí misma, voluptuosa, tentadora, abierta.
Es verdad que me dolía mucho el vientre algunos días, que tenía calambres menstruales que me doblaban en dos. Es verdad que tuve una hemorragia que confundí —ahora sí de veras que sí— con la última regla y tuve que pedirle a M tampones. Qué cosa volver a usar tampones. El verano pasado tenía 48 años, pero tenía 20, 15.
Este verano, en cambio, tengo 100, 200 000, todos.
{{ linea }}
“La menopausia es la adolescencia de nuevo, solo que eres adulta y tienes que salir al mundo todos los días de una manera que no tenías que hacer cuando ibas al colegio, donde estabas rodeada de otros adolescentes, segura, o relativamente, en el refugio de la secundaria”.
Mary Ruefle, Pausa
{{ linea }}
Volví a casa bronceada y feliz después del verano azul, del ensueño del castillo y el amor, de los abrazos y del casi beso con S —después de cantar “Don’t stop believin’” agarradas de las manos y sonrojadas como adolescentes— y del sexo salvaje, urgente, prohibido para menores con D. De volver, pues, a los 17 después de vivir un siglo, como canta la Violeta Parra.
En casa comenzamos a ponernos ropa de abrigo, los mensajes del grupo de la residencia se fueron espaciando, pasó la temporada de melocotones, la piel dorada, el imperio de los sentidos, pero los dolores seguían. Pedí cita con una ginecóloga privada.
En la sanidad pública me habían dicho que era normal, que en la menopausia hay, a veces, dolores como de regla, también sangrados espontáneos, que haga ejercicio y coma sanamente, lo de siempre: eres gorda y, por eso, todo te va mal en la vida.
En la sanidad pública, también, me dijeron que las hormonas que me recetó mi ginecóloga en México producen cáncer (hay estudios, lea) y que por eso en España no las recetan y te jodes: tienes que vivir la menopausia con asco, náuseas, sofocos, caída del pelo, manchas y picores en la piel, sequedad en todos lados, dolor en todos lados, paranoia, depresión, euforia, vértigos, rabia, zumbidos en el oído, niebla mental, pestilencia, incontinencia urinaria, insomnio, sed, angustia, hinchazón, extenuación y ansias inmensas de matar y de morir.
Es como si tu cuerpo te dijera: tuviste el eros y ahora te toca el tánatos porque eres mujer y las mujeres hemos venido a este mundo a sufrir.
Te di el goce y ahora la muerte. Te jodes.
Gaia se llama la ginecóloga privada. Gaia, como la madre del planeta Tierra para los griegos. Me hizo una ecografía, o sea, metió una especie de vibrador con ojos por mi vagina, y no le gustó lo que vio. No lo pudo disimular. Gaia, Madre Tierra, ¿qué has visto en mi interior?
{{ linea }}
La primera vez que ves en un papel con tu nombre la palabra “cáncer” te parece ficción. La segunda y la tercera también. No sé cuándo deja de sorprenderte: creo que nunca.
Tú y cáncer en la misma página. No, es una pesadilla. No, esto no me está pasando a mí, claro que no, es un error, ya van a darse cuenta.
Negación, negación, negación.
Qué coño voy a tener yo cáncer.
Miras, miras y miras el papel. Es tu nombre. Es tu diagnóstico.
Recuerdo bajar de la consulta y esperar el autobús cayendo en el foso profundísimo de la revelación. Dándome cuenta: es verdad. Y más: lo que me está comiendo por dentro se ha alojado justo en mi útero, ese espacio mullido de mi cuerpo que siempre esperó alojar vida y ahora está alojando muerte.
La paradoja madre de todas las paradojas de mi vida.
Me enfurezco. Entiendo por fin la furia de mi amiga V y de todas las mujeres con cáncer a las que quieren levantar el ánimo llamándolas valientes cuando, en verdad, nada más hacemos lo que podemos, lo que haría cualquiera: quedarnos sin tetas, sin útero, sin ovarios, sin un pedazo de estómago, poner el brazo para que inyecten la quimioterapia, tomar las pastillas, rezar (la que puede), llorar (la que puede), ser positiva (la que puede), imaginar los peores escenarios (casi todas).
¿Qué de heroico tiene eso?
Si alguien me llama campeona, guerrera, luchadora, juro que le parto la puta cabeza. Yo no he pedido esta mierda y esto, además, no es una guerra que se gana o se pierde: es una enfermedad que puede matarme o no según el estadio en el que esté, la posibilidad de cirugía, el acceso a tratamientos más o menos efectivos para lo que tengo, el hecho de que vuelva o no vuelva, que haya hecho metástasis o no. Una mezcla de azar y ciencia, de biología y fortuna.
Y de si vivo o no en un país donde puedo permitirme la atención médica.
O sea, morirme o sobrevivir es una lotería, no una contienda.
{{ linea }}
Lo que vino después del diagnóstico fue vorágine. El agujero negro del cáncer que se traga todo lo que no es el agujero negro del cáncer. La palabra “biopsia”, la palabra “maligno”, la palabra “histerectomía”, la palabra “vaciar”, la palabra “carcinoma”, la palabra “rezo”, la palabra “dios”, la palabra “sobrevivir”, la palabra “tiempo”, la palabra “muerte”.
Y lo otro: lo que no se puede nombrar porque son diapositivas de mi papá agonizando, flaco como un cadáver amarillo, lleno de pústulas, en un hospital público de Ecuador.
(Vamos a cubrir con una tela blanca el cuerpo esquelético y podrido de mi padre y no volveremos a hablar de él).
Entonces tengo cáncer, tienen que sacarme los órganos reproductivos, el útero, los ovarios, las trompas y unos ganglios que se llaman “centinelas”. Me quedo colgada por un rato de esa palabra: “centinela”, hasta que el cirujano me dice que si el cáncer se ha extendido al colon no me va a despertar de la anestesia para preguntarme si debe o no sacármelo. Estoy sola en la consulta. Niego con la cabeza porque no sé qué más hacer. Firmo que lo eximo de responsabilidades si me muero. Intento mirar a los ojos al médico para encontrar en ellos una luz, un hago esto todos los días, ya verás que en unos meses estás bailando, pero ya se ha ido de la consulta y las enfermeras han vuelto a sus asuntos.
Pregunto si cierro la puerta y me dicen que no, que ya entrará la siguiente paciente, la otra mujer que tiene cáncer, como yo. A la que le irá mejor o peor, quién sabe, mi compañera en esta tómbola maligna.
Salgo y espero el autobús con mi tarjeta de transporte en la mano, como una persona normal que lleva atados a la cintura diez kilos de explosivos.
No lloro. No pienso llorar.
Hasta que oigo a mi mamá al teléfono.
Ella está a 10 000 kilómetros de la carpeta donde voy guardando los informes médicos que dicen que tengo que operarme ya mismo, inmediatamente. De repente tengo cinco años y todo esto me queda inmenso, quiero que me lleven de la mano, que me pongan una toalla fresca en la frente, que me den un jarabe y se me pase. Lloro y mi mamá llora. Imagino que pasa por su cabeza tener que enterrar primero a un marido y luego a una hija de la misma enfermedad monstruosa, y pienso, también, que no lo va a poder soportar. Me calmo por ella y digo lo que no pienso de verdad:
Voy a estar bien.
{{ linea }}
Mi amigo E me acompaña a la última ecografía antes de la operación, una ecografía modernísima que nada más hacen en Maternidad. En la sala de espera estamos rodeados de embarazadas y, desde las paredes, nos miran jirafitas y elefantitos pintados de colores amables. Todo es amable en Maternidad. Me llaman y la enfermera nos ve, a E y a mí, abrazados, y se imagina que vamos a ser padres, así que dice: Estaréis deseosos de ver a vuestro bebé.
—A mi cáncer —digo antes de que E pueda responder porque se ha puesto a llorar en silencio.
La mujer murmura lo siento y yo le sonrío con amargura. He sido cruel porque siento que la vida está siendo cruel conmigo, pero la enfermera no tiene la culpa. La ecografía modernísima de mi cáncer —una especie de panal de telaraña— está en la puerta de mi nevera. Podrían decir que es macabro, pero es mi puto útero, mi puto cáncer y mi puta nevera.
Y sí, es macabro.
Pero también es un recordatorio.
Y una forma de hacerme daño: no gestarás más que muerte.
“Histerectomía radical” se llama la cirugía que me hicieron, lo que quiere decir que me vaciaron el aparato reproductor, lo que quiere decir, también, que la menopausia me reventó encima como una ola furiosa y me dejó empapada, revolcada y estúpida en la orilla de la vejez.
{{ linea }}
Y ustedes, ¿han vuelto a tener orgasmos? Yo no y siento que así será ya para siempre. Que nunca más me derramaré, tibia, sobre una cama, un sofá, una silla, la butaca de un tren o un cine, que nunca más sentiré al mundo entero armonizarse dentro de mí o escucharé mi corazón triunfante como el “Himno a la alegría” o que seré por un instante, un breve instante, algo más que una humana.
El otro día lo hablé con mi amiga M, le pregunté si el deseo volvía y me dijo que no con la cabeza, pero que ella tiene la suerte de compartir con su pareja muchas más cosas: la música, los libros, el ajedrez, los viajes.
Me pareció desgarrador.
Le escribo a S, la extraño. Me contesta con una línea:
¿Podemos retroceder el tiempo?
Le respondo que sí, por favor, aunque sé que es imposible porque mi cuerpo ya no es mi cuerpo, sino el de una señora como M, la que juega ajedrez con su pareja en lugar de comerse con las bocas y las manos y los sexos y las lenguas como animales hambreados, enloquecidos, asalvajados.
Porque mi cuerpo no me pide orgasmos y goce, sino descanso, porque me siento una abuelita y, aunque no quiero quedarme atrás, me quedo porque me duele todo y porque, con la menopausia sobrevenida, mis niveles hormonales están en cero. Sin estrógenos no hay paraíso. Estoy entumecida, pesada, tristísima, ansiosa, débil y apática.
Del deseo sexual no hablemos: no existe.
Siento que ya está, que esa parte de mi vida se acabó, que Pedro Pascal podría darme un masaje tántrico al que yo, incómoda por el toqueteo, pondría fin con un beso en la frente.
Siento como si mis genitales fueran de piedra pómez.
Hablo con mi amiga C, que tiene una pareja menor: lo de la falta de deseo sexual es un problema grave, motivo de separación, cuerda floja. C me cuenta con una voz de profunda depresión que no le apetece coger con su pareja no porque no sea deseable, sino porque la que está seca por dentro es ella. Imagino esa cama: una persona joven y viva que duerme todos los días con una muerta.
M, otra amiga M, dice que ella no quiere que la toquen ni con un palo, pero no le pesa ni la aflige:
Una cosa menos, amiga, una cosa menos.
{{ linea }}
Pienso en todo lo que nos han hecho creer sobre la menopausia, el tema de los sofocos, las pérdidas de orina y la sequedad vaginal y las pastillas, compresas y lubricantes que hay para aliviarlos, pero, aunque sí, los sofocos en mi caso son tan bestiales que parecen ataques de pánico; aunque si me río o toso, goteo, y aunque tengo la vulva tan seca que me rasco hasta hacer sangre, no es lo que más me atormenta ni de lejos.
Me atormenta no ser la persona que era. Me atormenta la tristeza de estar desconectada de mi cuerpo, de sentirme invisible, de no reconocerme al punto de sentir miedo: body horror. Todo esto es tan hondo, el duelo por la que fui, que la idea recurrente de lanzarme por la ventana no me preocupa ni me sorprende.
Es parte de la rutina, como el café, como ir al baño.
Me sorprende sentirme así y seguir aquí. Me sorprende no haber perdido la cabeza del todo (antes nos metían en manicomios, ahora nos dicen que compremos antisofoquil plus para los calores). Me sorprende que los perros no se asusten cuando paso a su lado, una mujer muerta caminando. Me sorprende que el mundo esté lleno de señoras de mi edad, menopáusicas, trabajando, cuidando, criando, arreglando, leyendo. Me sorprende que tú me estés leyendo, amiga queridísima, y no estés gritando por las calles agitando la cabeza como una muñeca diabólica, tirando piedras a los escaparates y a la gente.
Me sorprende, créanme, que podamos parecer cuerdas mientras nuestros cuerpos se despeñan, mientras los miramos, impotentes, hacia el abismo de lo desconocido.
{{ linea }}
.webp)
{{ linea }}
.webp)
“Y ustedes, ¿han vuelto a tener orgasmos?”, pregunta la autora. La cuestión adquiere un cariz radical cuando de por medio va una histerectomía, aunque no se necesita tocar esa frontera de la existencia para pararse en el borde del abismo en el que el cuerpo femenino termina siempre arrojándose, llamado menopausia.
“He venido para decirles que una mujer, una mujer que es la persona menos depresiva, optimista y alegre que conozco, se despertó una mañana y caminó directa a la cocina y agarró un cuchillo de carnicero (es una cocinera famosa) con la intención de atravesarse el corazón. Eso fue la menopausia”.
—Mary Ruefle, Pausa
{{ linea }}
El verano pasado fue mágico.
Está tan lejos ahora, como si todo lo que pasó, ese goce, esas manos abiertas para recibir sensualidad, le hubiera pasado a otra persona. Le pasó a otra persona: la mujer que veo en las fotos del verano pasado ya no soy yo. Ella vestía de rojo y yo de negro. Ella coqueteaba con la cámara y yo ya no soporto verme en fotos. Ella estaba ilusionada y yo miro las tijeras de la cocina pensando cuánto me costaría atravesarme el cuello.
Esa mujer, la que estaba en una residencia de artistas en Italia, empezaba a sentirse feliz. ¿Saben esa sensación de estar en el lugar y en el momento adecuados? ¿Saben lo que es no anhelar? Mi corazón, como esos perritos beagle rescatados de laboratorios, que nunca han visto la luz y que pisan por primera vez la hierba, había comenzado a dar saltitos, conatos de ¿esto es ilusión? ¿Estoy contenta?
Pensé que no volvería a pasar. Eso, lo de estar contenta. Pero pasó.
El verano pasado andaba en bicicleta en vestido, soltaba el manillar y abría los brazos al viento cálido, escribía en un estudio precioso donde estallaba un sol impresionista por la tarde y tenía videollamadas sexuales diarias con una nueva ilusión. El verano pasado horneaba tartas de melocotón maduro, tomaba Campari, hacía nuevos amigos y amigas y, sobre todo, tenía orgasmos —uvas blancas estallando entre los dedos— a cada rato. Todo era voluptuoso, erótico. Los ojos de S, el cuerpo de D, la carcajada de W, la comida, los ojos de G, la voz de M cuando grababa en su estudio esa música suya primitiva y cósmica, los tomates de la huerta —hinchados, la piel a punto de romperse y desaguarse—, los vestiditos que A usaba sin sujetador, las cenas bajo las parras, mi cuerpo poniéndose moreno, borracho de ligereza, presente y placer.
Mi cuerpo, ese cuerpo que ya no es este, riendo bajo la tormenta que cayó con gritos y luces para refrescar la vida tostada, las rosas sedientas, nuestros cuerpos humeantes de calor.
El verano pasado yo era tierra húmeda. M hizo un video en el que bailo bajo la lluvia salvaje y parezco una diosa.
Era una diosa: dueña de mí misma, voluptuosa, tentadora, abierta.
Es verdad que me dolía mucho el vientre algunos días, que tenía calambres menstruales que me doblaban en dos. Es verdad que tuve una hemorragia que confundí —ahora sí de veras que sí— con la última regla y tuve que pedirle a M tampones. Qué cosa volver a usar tampones. El verano pasado tenía 48 años, pero tenía 20, 15.
Este verano, en cambio, tengo 100, 200 000, todos.
{{ linea }}
“La menopausia es la adolescencia de nuevo, solo que eres adulta y tienes que salir al mundo todos los días de una manera que no tenías que hacer cuando ibas al colegio, donde estabas rodeada de otros adolescentes, segura, o relativamente, en el refugio de la secundaria”.
Mary Ruefle, Pausa
{{ linea }}
Volví a casa bronceada y feliz después del verano azul, del ensueño del castillo y el amor, de los abrazos y del casi beso con S —después de cantar “Don’t stop believin’” agarradas de las manos y sonrojadas como adolescentes— y del sexo salvaje, urgente, prohibido para menores con D. De volver, pues, a los 17 después de vivir un siglo, como canta la Violeta Parra.
En casa comenzamos a ponernos ropa de abrigo, los mensajes del grupo de la residencia se fueron espaciando, pasó la temporada de melocotones, la piel dorada, el imperio de los sentidos, pero los dolores seguían. Pedí cita con una ginecóloga privada.
En la sanidad pública me habían dicho que era normal, que en la menopausia hay, a veces, dolores como de regla, también sangrados espontáneos, que haga ejercicio y coma sanamente, lo de siempre: eres gorda y, por eso, todo te va mal en la vida.
En la sanidad pública, también, me dijeron que las hormonas que me recetó mi ginecóloga en México producen cáncer (hay estudios, lea) y que por eso en España no las recetan y te jodes: tienes que vivir la menopausia con asco, náuseas, sofocos, caída del pelo, manchas y picores en la piel, sequedad en todos lados, dolor en todos lados, paranoia, depresión, euforia, vértigos, rabia, zumbidos en el oído, niebla mental, pestilencia, incontinencia urinaria, insomnio, sed, angustia, hinchazón, extenuación y ansias inmensas de matar y de morir.
Es como si tu cuerpo te dijera: tuviste el eros y ahora te toca el tánatos porque eres mujer y las mujeres hemos venido a este mundo a sufrir.
Te di el goce y ahora la muerte. Te jodes.
Gaia se llama la ginecóloga privada. Gaia, como la madre del planeta Tierra para los griegos. Me hizo una ecografía, o sea, metió una especie de vibrador con ojos por mi vagina, y no le gustó lo que vio. No lo pudo disimular. Gaia, Madre Tierra, ¿qué has visto en mi interior?
{{ linea }}
La primera vez que ves en un papel con tu nombre la palabra “cáncer” te parece ficción. La segunda y la tercera también. No sé cuándo deja de sorprenderte: creo que nunca.
Tú y cáncer en la misma página. No, es una pesadilla. No, esto no me está pasando a mí, claro que no, es un error, ya van a darse cuenta.
Negación, negación, negación.
Qué coño voy a tener yo cáncer.
Miras, miras y miras el papel. Es tu nombre. Es tu diagnóstico.
Recuerdo bajar de la consulta y esperar el autobús cayendo en el foso profundísimo de la revelación. Dándome cuenta: es verdad. Y más: lo que me está comiendo por dentro se ha alojado justo en mi útero, ese espacio mullido de mi cuerpo que siempre esperó alojar vida y ahora está alojando muerte.
La paradoja madre de todas las paradojas de mi vida.
Me enfurezco. Entiendo por fin la furia de mi amiga V y de todas las mujeres con cáncer a las que quieren levantar el ánimo llamándolas valientes cuando, en verdad, nada más hacemos lo que podemos, lo que haría cualquiera: quedarnos sin tetas, sin útero, sin ovarios, sin un pedazo de estómago, poner el brazo para que inyecten la quimioterapia, tomar las pastillas, rezar (la que puede), llorar (la que puede), ser positiva (la que puede), imaginar los peores escenarios (casi todas).
¿Qué de heroico tiene eso?
Si alguien me llama campeona, guerrera, luchadora, juro que le parto la puta cabeza. Yo no he pedido esta mierda y esto, además, no es una guerra que se gana o se pierde: es una enfermedad que puede matarme o no según el estadio en el que esté, la posibilidad de cirugía, el acceso a tratamientos más o menos efectivos para lo que tengo, el hecho de que vuelva o no vuelva, que haya hecho metástasis o no. Una mezcla de azar y ciencia, de biología y fortuna.
Y de si vivo o no en un país donde puedo permitirme la atención médica.
O sea, morirme o sobrevivir es una lotería, no una contienda.
{{ linea }}
Lo que vino después del diagnóstico fue vorágine. El agujero negro del cáncer que se traga todo lo que no es el agujero negro del cáncer. La palabra “biopsia”, la palabra “maligno”, la palabra “histerectomía”, la palabra “vaciar”, la palabra “carcinoma”, la palabra “rezo”, la palabra “dios”, la palabra “sobrevivir”, la palabra “tiempo”, la palabra “muerte”.
Y lo otro: lo que no se puede nombrar porque son diapositivas de mi papá agonizando, flaco como un cadáver amarillo, lleno de pústulas, en un hospital público de Ecuador.
(Vamos a cubrir con una tela blanca el cuerpo esquelético y podrido de mi padre y no volveremos a hablar de él).
Entonces tengo cáncer, tienen que sacarme los órganos reproductivos, el útero, los ovarios, las trompas y unos ganglios que se llaman “centinelas”. Me quedo colgada por un rato de esa palabra: “centinela”, hasta que el cirujano me dice que si el cáncer se ha extendido al colon no me va a despertar de la anestesia para preguntarme si debe o no sacármelo. Estoy sola en la consulta. Niego con la cabeza porque no sé qué más hacer. Firmo que lo eximo de responsabilidades si me muero. Intento mirar a los ojos al médico para encontrar en ellos una luz, un hago esto todos los días, ya verás que en unos meses estás bailando, pero ya se ha ido de la consulta y las enfermeras han vuelto a sus asuntos.
Pregunto si cierro la puerta y me dicen que no, que ya entrará la siguiente paciente, la otra mujer que tiene cáncer, como yo. A la que le irá mejor o peor, quién sabe, mi compañera en esta tómbola maligna.
Salgo y espero el autobús con mi tarjeta de transporte en la mano, como una persona normal que lleva atados a la cintura diez kilos de explosivos.
No lloro. No pienso llorar.
Hasta que oigo a mi mamá al teléfono.
Ella está a 10 000 kilómetros de la carpeta donde voy guardando los informes médicos que dicen que tengo que operarme ya mismo, inmediatamente. De repente tengo cinco años y todo esto me queda inmenso, quiero que me lleven de la mano, que me pongan una toalla fresca en la frente, que me den un jarabe y se me pase. Lloro y mi mamá llora. Imagino que pasa por su cabeza tener que enterrar primero a un marido y luego a una hija de la misma enfermedad monstruosa, y pienso, también, que no lo va a poder soportar. Me calmo por ella y digo lo que no pienso de verdad:
Voy a estar bien.
{{ linea }}
Mi amigo E me acompaña a la última ecografía antes de la operación, una ecografía modernísima que nada más hacen en Maternidad. En la sala de espera estamos rodeados de embarazadas y, desde las paredes, nos miran jirafitas y elefantitos pintados de colores amables. Todo es amable en Maternidad. Me llaman y la enfermera nos ve, a E y a mí, abrazados, y se imagina que vamos a ser padres, así que dice: Estaréis deseosos de ver a vuestro bebé.
—A mi cáncer —digo antes de que E pueda responder porque se ha puesto a llorar en silencio.
La mujer murmura lo siento y yo le sonrío con amargura. He sido cruel porque siento que la vida está siendo cruel conmigo, pero la enfermera no tiene la culpa. La ecografía modernísima de mi cáncer —una especie de panal de telaraña— está en la puerta de mi nevera. Podrían decir que es macabro, pero es mi puto útero, mi puto cáncer y mi puta nevera.
Y sí, es macabro.
Pero también es un recordatorio.
Y una forma de hacerme daño: no gestarás más que muerte.
“Histerectomía radical” se llama la cirugía que me hicieron, lo que quiere decir que me vaciaron el aparato reproductor, lo que quiere decir, también, que la menopausia me reventó encima como una ola furiosa y me dejó empapada, revolcada y estúpida en la orilla de la vejez.
{{ linea }}
Y ustedes, ¿han vuelto a tener orgasmos? Yo no y siento que así será ya para siempre. Que nunca más me derramaré, tibia, sobre una cama, un sofá, una silla, la butaca de un tren o un cine, que nunca más sentiré al mundo entero armonizarse dentro de mí o escucharé mi corazón triunfante como el “Himno a la alegría” o que seré por un instante, un breve instante, algo más que una humana.
El otro día lo hablé con mi amiga M, le pregunté si el deseo volvía y me dijo que no con la cabeza, pero que ella tiene la suerte de compartir con su pareja muchas más cosas: la música, los libros, el ajedrez, los viajes.
Me pareció desgarrador.
Le escribo a S, la extraño. Me contesta con una línea:
¿Podemos retroceder el tiempo?
Le respondo que sí, por favor, aunque sé que es imposible porque mi cuerpo ya no es mi cuerpo, sino el de una señora como M, la que juega ajedrez con su pareja en lugar de comerse con las bocas y las manos y los sexos y las lenguas como animales hambreados, enloquecidos, asalvajados.
Porque mi cuerpo no me pide orgasmos y goce, sino descanso, porque me siento una abuelita y, aunque no quiero quedarme atrás, me quedo porque me duele todo y porque, con la menopausia sobrevenida, mis niveles hormonales están en cero. Sin estrógenos no hay paraíso. Estoy entumecida, pesada, tristísima, ansiosa, débil y apática.
Del deseo sexual no hablemos: no existe.
Siento que ya está, que esa parte de mi vida se acabó, que Pedro Pascal podría darme un masaje tántrico al que yo, incómoda por el toqueteo, pondría fin con un beso en la frente.
Siento como si mis genitales fueran de piedra pómez.
Hablo con mi amiga C, que tiene una pareja menor: lo de la falta de deseo sexual es un problema grave, motivo de separación, cuerda floja. C me cuenta con una voz de profunda depresión que no le apetece coger con su pareja no porque no sea deseable, sino porque la que está seca por dentro es ella. Imagino esa cama: una persona joven y viva que duerme todos los días con una muerta.
M, otra amiga M, dice que ella no quiere que la toquen ni con un palo, pero no le pesa ni la aflige:
Una cosa menos, amiga, una cosa menos.
{{ linea }}
Pienso en todo lo que nos han hecho creer sobre la menopausia, el tema de los sofocos, las pérdidas de orina y la sequedad vaginal y las pastillas, compresas y lubricantes que hay para aliviarlos, pero, aunque sí, los sofocos en mi caso son tan bestiales que parecen ataques de pánico; aunque si me río o toso, goteo, y aunque tengo la vulva tan seca que me rasco hasta hacer sangre, no es lo que más me atormenta ni de lejos.
Me atormenta no ser la persona que era. Me atormenta la tristeza de estar desconectada de mi cuerpo, de sentirme invisible, de no reconocerme al punto de sentir miedo: body horror. Todo esto es tan hondo, el duelo por la que fui, que la idea recurrente de lanzarme por la ventana no me preocupa ni me sorprende.
Es parte de la rutina, como el café, como ir al baño.
Me sorprende sentirme así y seguir aquí. Me sorprende no haber perdido la cabeza del todo (antes nos metían en manicomios, ahora nos dicen que compremos antisofoquil plus para los calores). Me sorprende que los perros no se asusten cuando paso a su lado, una mujer muerta caminando. Me sorprende que el mundo esté lleno de señoras de mi edad, menopáusicas, trabajando, cuidando, criando, arreglando, leyendo. Me sorprende que tú me estés leyendo, amiga queridísima, y no estés gritando por las calles agitando la cabeza como una muñeca diabólica, tirando piedras a los escaparates y a la gente.
Me sorprende, créanme, que podamos parecer cuerdas mientras nuestros cuerpos se despeñan, mientras los miramos, impotentes, hacia el abismo de lo desconocido.
{{ linea }}
.webp)
{{ linea }}
No items found.







