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La dicción del dibujo sin límites.
Qué fortuna: encontró su vocación pronto, cuando era niño. A los ocho años, una profesora vio sus dibujos y quedó tan impresionada que pidió hablar con sus padres. Recomendó que lo metieran a clases de arte. Quizá fue la barrera del idioma, pues los padres de Eduardo Sarabia no hablaban inglés, lo que hizo que la ignoraran. Pero en esos dibujos infantiles se adivinaba un raro talento. Por eso la profesora fue más allá: ella misma buscó opciones y encontró un taller donde se daban clases los sábados. Regresó con la familia Sarabia: “Esto es algo único, si no lo van a llevar ustedes, yo lo llevo”, les dijo. Esa insistencia hizo comprender a la mamá de Eduardo, quien aceptó llevarlo a clases de dibujo.
Los Sarabia huyeron de la pobreza de Sinaloa en la década de los setenta y, como tantas otras familias, encontraron un nuevo hogar en Estados Unidos. Eduardo nació en Los Ángeles, California, en 1976. Creció entre dos patrias, Estados Unidos y México, entre las visitas a Mazatlán y la vida diaria en Boyle Heights, un barrio que padecía la violencia de las pandillas, pero que también le enseñó a observar con cuidado, a moverse; allí descubrió que lo que más disfrutaba era contar historias.
Mientras iba a clases de arte los sábados, Eduardo comenzó a ganar concursos, participar en exposiciones, hasta que a los 12 años sucedió otro evento que le cambió la vida. Obtuvo una beca para estudiar pintura en la todavía Unión Soviética. No recuerda la institución que le dio la beca, pero sí que era la primera vez que viajaría solo. Aunque sus padres no comprendían bien a qué iba, lo dejaron ir. “Estuve en Leningrado [hoy San Petersburgo] tres o cuatro meses, pintando. Fue increíble. Cuando regresé a mi casa, le dije a mi mamá que, si yo me puedo dedicar a esto, a viajar y conocer el mundo…, pues es lo que quiero hacer”, recuerda.
Ahora Eduardo vive en México. A los 28 años se mudó a Guadalajara, donde aún vive. Su familia sigue en Los Ángeles.
La resignificación continua de la cultura popular
Una de las palabras con las que puede definirse la obra de Eduardo Sarabia es “movimiento”. Porque esa ha sido su experiencia: moverse entre México y Estados Unidos; moverse entre culturas, idiomas y sensibilidades. Eso ha formado la materia prima de su trabajo. “Crecí viajando entre dos países. Tuve una perspectiva única al ver estos dos lados desde muy chico. Cuando comencé a desarrollarme como artista, siempre regresaba a lo que ya conocía: mis narrativas, mis historias, mi familia en México y mis amigos en Los Ángeles”, explica. Ese vaivén también le dio una mirada distinta en torno al arte. Recuerda que cuando estaba formándose como artista iba a museos y encontraba cuadros técnicamente perfectos, pero con los que no se identificaba: “Yo veía esas pinturas espectaculares, pero no conocía a esas personas. No se parecían a mis papás, ni a mi familia, ni a mis amigos. Entonces empecé a pensar que yo quería mostrar lo mío, lo que me había tocado vivir”.
Su trabajo a lo largo de estos años está marcado por la gran versatilidad de elementos a partir de los cuales se cuentan historias: los soportes de obra mutan libremente —textiles, cerámica, lienzo, instalación—; los patrones evocan artesanías mexicanas —se observa la clara influencia de la talavera—, o la presencia de animales como el quetzal, que remite a la cultura prehispánica.
Sarabia mezcla su historia personal con elementos de la cultura popular mexicana, como la moda, la música, la artesanía; los transforma y resignifica. “Me interesa cómo los símbolos se convierten en patrones, los patrones en diseños y los diseños en objetos. Esa transformación me parece fascinante”, reflexiona. Y aunque, como hemos dicho, no se apega a un solo soporte, el artista afirma que todo parte del dibujo. “Siempre empiezo con un dibujo. Es donde realmente me siento cómodo, sentado con un cuaderno, dibujando. Si pudiera hacerlo todo el día, lo haría”.
Ese trazo, sencillo en apariencia, lo ha llevado lejos: al Museo Universitario del Chopo, el Museo de Arte del Condado de Los Ángeles, el de Arte de Santa Mónica, el de Bellas Artes de Boston, el Tamayo y el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca. También obtuvo la beca Durfee Foundation Grant en 2004 y 2008, y fue artista residente del Tokyo Wonder Site.
El azul es un color recurrente en su obra. “Especialmente el cobalto”, precisa. Para él, los vínculos culturales en torno a este color —la porcelana de la Nao de China, el azulejo portugués y, claro, la talavera poblana— le abren múltiples posibilidades para experimentar.
El códice Sarabia
Es la tarde de un miércoles de finales de septiembre. Frente a la tienda Hermès de la calle Molière, Ciudad de México, un par de fotógrafos saca su equipo y se acomoda frente a una de las vitrinas, cubierta, como otras dos más, por una tela blanca. El vidrio abarca casi toda la pared, en la parte baja de ese triángulo rectángulo que es El Palacio de Hierro de Polanco, diseñado por el estudio de arquitectura Sordo-Madaleno. Comienza a ponerse el sol y el gran velo se aparta: aparece una instalación con tres dibujos —tres escenas— inspirados en los códices mesoamericanos. The Drawing Speaks es el nombre de la obra que Eduardo Sarabia realizó en colaboración con la casa de moda francesa.
En uno de los escaparates de la tienda conviven un pavorreal, un jaguar y un caballo dentro de un fondo azul; en otro, nopales y ramas verdes rodean un bolso Haut à Courroies 40 Coup de Soleil, y en el tercero, acompañados por una serpiente, un ave y un gato, un hombre y una mujer conversan.
“Esas burbujas representan diálogo. El diálogo es algo que era muy importante mostrar —me dice Eduardo, señalando las vírgulas naranjas que hay en ese aparador. Viste pantalón y camisa negra, una gabardina café que se quitará cuando entre a la tienda—. Sobre todo, por el tiempo que vivimos”.
También es el diálogo entre su imaginación y los íconos de Hermès; entre México y Francia. Se trata de un proyecto que le llevó meses, y cuyo reto principal fue “cómo iniciar un dibujo y convertirlo [en] tres dimensiones, pero manteniendo la idea de dibujo”. Con cada trazo, Sarabia sigue explorando lo mismo que lo llevó de las clases de dibujo en Los Ángeles a Leningrado, y luego a otras partes del mundo: la posibilidad de contar historias y crear vínculos entre distintos espacios.
El entusiasmo se le nota en el rostro, en el tono de voz alegre. Antes de posar para los fotógrafos, antes del brindis inaugural, conversamos. “Desde la semana pasada como que he estado superemocionado con este proyecto”, admite. Pero no descansa, porque prepara presentaciones en Miami y Los Ángeles. Y hay algo más: “Una cosa como que tengo medio abandonada…: compré un equipo de básquetbol, de segunda división; entonces, quiero ver sus juegos. Me urge”.
No es la primera vez que Eduardo se vincula con el deporte, pues en el pasado ha colaborado con los Mariachis, un equipo de béisbol profesional de la Liga Mexicana de Béisbol.
—¿Cuál equipo?
—Las Iguanas de Vallarta —y sonríe.
En este momento, las Iguanas Vallarta son líderes en la Liga de Baloncesto del Pacífico.
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La dicción del dibujo sin límites.
Qué fortuna: encontró su vocación pronto, cuando era niño. A los ocho años, una profesora vio sus dibujos y quedó tan impresionada que pidió hablar con sus padres. Recomendó que lo metieran a clases de arte. Quizá fue la barrera del idioma, pues los padres de Eduardo Sarabia no hablaban inglés, lo que hizo que la ignoraran. Pero en esos dibujos infantiles se adivinaba un raro talento. Por eso la profesora fue más allá: ella misma buscó opciones y encontró un taller donde se daban clases los sábados. Regresó con la familia Sarabia: “Esto es algo único, si no lo van a llevar ustedes, yo lo llevo”, les dijo. Esa insistencia hizo comprender a la mamá de Eduardo, quien aceptó llevarlo a clases de dibujo.
Los Sarabia huyeron de la pobreza de Sinaloa en la década de los setenta y, como tantas otras familias, encontraron un nuevo hogar en Estados Unidos. Eduardo nació en Los Ángeles, California, en 1976. Creció entre dos patrias, Estados Unidos y México, entre las visitas a Mazatlán y la vida diaria en Boyle Heights, un barrio que padecía la violencia de las pandillas, pero que también le enseñó a observar con cuidado, a moverse; allí descubrió que lo que más disfrutaba era contar historias.
Mientras iba a clases de arte los sábados, Eduardo comenzó a ganar concursos, participar en exposiciones, hasta que a los 12 años sucedió otro evento que le cambió la vida. Obtuvo una beca para estudiar pintura en la todavía Unión Soviética. No recuerda la institución que le dio la beca, pero sí que era la primera vez que viajaría solo. Aunque sus padres no comprendían bien a qué iba, lo dejaron ir. “Estuve en Leningrado [hoy San Petersburgo] tres o cuatro meses, pintando. Fue increíble. Cuando regresé a mi casa, le dije a mi mamá que, si yo me puedo dedicar a esto, a viajar y conocer el mundo…, pues es lo que quiero hacer”, recuerda.
Ahora Eduardo vive en México. A los 28 años se mudó a Guadalajara, donde aún vive. Su familia sigue en Los Ángeles.
La resignificación continua de la cultura popular
Una de las palabras con las que puede definirse la obra de Eduardo Sarabia es “movimiento”. Porque esa ha sido su experiencia: moverse entre México y Estados Unidos; moverse entre culturas, idiomas y sensibilidades. Eso ha formado la materia prima de su trabajo. “Crecí viajando entre dos países. Tuve una perspectiva única al ver estos dos lados desde muy chico. Cuando comencé a desarrollarme como artista, siempre regresaba a lo que ya conocía: mis narrativas, mis historias, mi familia en México y mis amigos en Los Ángeles”, explica. Ese vaivén también le dio una mirada distinta en torno al arte. Recuerda que cuando estaba formándose como artista iba a museos y encontraba cuadros técnicamente perfectos, pero con los que no se identificaba: “Yo veía esas pinturas espectaculares, pero no conocía a esas personas. No se parecían a mis papás, ni a mi familia, ni a mis amigos. Entonces empecé a pensar que yo quería mostrar lo mío, lo que me había tocado vivir”.
Su trabajo a lo largo de estos años está marcado por la gran versatilidad de elementos a partir de los cuales se cuentan historias: los soportes de obra mutan libremente —textiles, cerámica, lienzo, instalación—; los patrones evocan artesanías mexicanas —se observa la clara influencia de la talavera—, o la presencia de animales como el quetzal, que remite a la cultura prehispánica.
Sarabia mezcla su historia personal con elementos de la cultura popular mexicana, como la moda, la música, la artesanía; los transforma y resignifica. “Me interesa cómo los símbolos se convierten en patrones, los patrones en diseños y los diseños en objetos. Esa transformación me parece fascinante”, reflexiona. Y aunque, como hemos dicho, no se apega a un solo soporte, el artista afirma que todo parte del dibujo. “Siempre empiezo con un dibujo. Es donde realmente me siento cómodo, sentado con un cuaderno, dibujando. Si pudiera hacerlo todo el día, lo haría”.
Ese trazo, sencillo en apariencia, lo ha llevado lejos: al Museo Universitario del Chopo, el Museo de Arte del Condado de Los Ángeles, el de Arte de Santa Mónica, el de Bellas Artes de Boston, el Tamayo y el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca. También obtuvo la beca Durfee Foundation Grant en 2004 y 2008, y fue artista residente del Tokyo Wonder Site.
El azul es un color recurrente en su obra. “Especialmente el cobalto”, precisa. Para él, los vínculos culturales en torno a este color —la porcelana de la Nao de China, el azulejo portugués y, claro, la talavera poblana— le abren múltiples posibilidades para experimentar.
El códice Sarabia
Es la tarde de un miércoles de finales de septiembre. Frente a la tienda Hermès de la calle Molière, Ciudad de México, un par de fotógrafos saca su equipo y se acomoda frente a una de las vitrinas, cubierta, como otras dos más, por una tela blanca. El vidrio abarca casi toda la pared, en la parte baja de ese triángulo rectángulo que es El Palacio de Hierro de Polanco, diseñado por el estudio de arquitectura Sordo-Madaleno. Comienza a ponerse el sol y el gran velo se aparta: aparece una instalación con tres dibujos —tres escenas— inspirados en los códices mesoamericanos. The Drawing Speaks es el nombre de la obra que Eduardo Sarabia realizó en colaboración con la casa de moda francesa.
En uno de los escaparates de la tienda conviven un pavorreal, un jaguar y un caballo dentro de un fondo azul; en otro, nopales y ramas verdes rodean un bolso Haut à Courroies 40 Coup de Soleil, y en el tercero, acompañados por una serpiente, un ave y un gato, un hombre y una mujer conversan.
“Esas burbujas representan diálogo. El diálogo es algo que era muy importante mostrar —me dice Eduardo, señalando las vírgulas naranjas que hay en ese aparador. Viste pantalón y camisa negra, una gabardina café que se quitará cuando entre a la tienda—. Sobre todo, por el tiempo que vivimos”.
También es el diálogo entre su imaginación y los íconos de Hermès; entre México y Francia. Se trata de un proyecto que le llevó meses, y cuyo reto principal fue “cómo iniciar un dibujo y convertirlo [en] tres dimensiones, pero manteniendo la idea de dibujo”. Con cada trazo, Sarabia sigue explorando lo mismo que lo llevó de las clases de dibujo en Los Ángeles a Leningrado, y luego a otras partes del mundo: la posibilidad de contar historias y crear vínculos entre distintos espacios.
El entusiasmo se le nota en el rostro, en el tono de voz alegre. Antes de posar para los fotógrafos, antes del brindis inaugural, conversamos. “Desde la semana pasada como que he estado superemocionado con este proyecto”, admite. Pero no descansa, porque prepara presentaciones en Miami y Los Ángeles. Y hay algo más: “Una cosa como que tengo medio abandonada…: compré un equipo de básquetbol, de segunda división; entonces, quiero ver sus juegos. Me urge”.
No es la primera vez que Eduardo se vincula con el deporte, pues en el pasado ha colaborado con los Mariachis, un equipo de béisbol profesional de la Liga Mexicana de Béisbol.
—¿Cuál equipo?
—Las Iguanas de Vallarta —y sonríe.
En este momento, las Iguanas Vallarta son líderes en la Liga de Baloncesto del Pacífico.
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Qué fortuna: encontró su vocación pronto, cuando era niño. A los ocho años, una profesora vio sus dibujos y quedó tan impresionada que pidió hablar con sus padres. Recomendó que lo metieran a clases de arte. Quizá fue la barrera del idioma, pues los padres de Eduardo Sarabia no hablaban inglés, lo que hizo que la ignoraran. Pero en esos dibujos infantiles se adivinaba un raro talento. Por eso la profesora fue más allá: ella misma buscó opciones y encontró un taller donde se daban clases los sábados. Regresó con la familia Sarabia: “Esto es algo único, si no lo van a llevar ustedes, yo lo llevo”, les dijo. Esa insistencia hizo comprender a la mamá de Eduardo, quien aceptó llevarlo a clases de dibujo.
Los Sarabia huyeron de la pobreza de Sinaloa en la década de los setenta y, como tantas otras familias, encontraron un nuevo hogar en Estados Unidos. Eduardo nació en Los Ángeles, California, en 1976. Creció entre dos patrias, Estados Unidos y México, entre las visitas a Mazatlán y la vida diaria en Boyle Heights, un barrio que padecía la violencia de las pandillas, pero que también le enseñó a observar con cuidado, a moverse; allí descubrió que lo que más disfrutaba era contar historias.
Mientras iba a clases de arte los sábados, Eduardo comenzó a ganar concursos, participar en exposiciones, hasta que a los 12 años sucedió otro evento que le cambió la vida. Obtuvo una beca para estudiar pintura en la todavía Unión Soviética. No recuerda la institución que le dio la beca, pero sí que era la primera vez que viajaría solo. Aunque sus padres no comprendían bien a qué iba, lo dejaron ir. “Estuve en Leningrado [hoy San Petersburgo] tres o cuatro meses, pintando. Fue increíble. Cuando regresé a mi casa, le dije a mi mamá que, si yo me puedo dedicar a esto, a viajar y conocer el mundo…, pues es lo que quiero hacer”, recuerda.
Ahora Eduardo vive en México. A los 28 años se mudó a Guadalajara, donde aún vive. Su familia sigue en Los Ángeles.
La resignificación continua de la cultura popular
Una de las palabras con las que puede definirse la obra de Eduardo Sarabia es “movimiento”. Porque esa ha sido su experiencia: moverse entre México y Estados Unidos; moverse entre culturas, idiomas y sensibilidades. Eso ha formado la materia prima de su trabajo. “Crecí viajando entre dos países. Tuve una perspectiva única al ver estos dos lados desde muy chico. Cuando comencé a desarrollarme como artista, siempre regresaba a lo que ya conocía: mis narrativas, mis historias, mi familia en México y mis amigos en Los Ángeles”, explica. Ese vaivén también le dio una mirada distinta en torno al arte. Recuerda que cuando estaba formándose como artista iba a museos y encontraba cuadros técnicamente perfectos, pero con los que no se identificaba: “Yo veía esas pinturas espectaculares, pero no conocía a esas personas. No se parecían a mis papás, ni a mi familia, ni a mis amigos. Entonces empecé a pensar que yo quería mostrar lo mío, lo que me había tocado vivir”.
Su trabajo a lo largo de estos años está marcado por la gran versatilidad de elementos a partir de los cuales se cuentan historias: los soportes de obra mutan libremente —textiles, cerámica, lienzo, instalación—; los patrones evocan artesanías mexicanas —se observa la clara influencia de la talavera—, o la presencia de animales como el quetzal, que remite a la cultura prehispánica.
Sarabia mezcla su historia personal con elementos de la cultura popular mexicana, como la moda, la música, la artesanía; los transforma y resignifica. “Me interesa cómo los símbolos se convierten en patrones, los patrones en diseños y los diseños en objetos. Esa transformación me parece fascinante”, reflexiona. Y aunque, como hemos dicho, no se apega a un solo soporte, el artista afirma que todo parte del dibujo. “Siempre empiezo con un dibujo. Es donde realmente me siento cómodo, sentado con un cuaderno, dibujando. Si pudiera hacerlo todo el día, lo haría”.
Ese trazo, sencillo en apariencia, lo ha llevado lejos: al Museo Universitario del Chopo, el Museo de Arte del Condado de Los Ángeles, el de Arte de Santa Mónica, el de Bellas Artes de Boston, el Tamayo y el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca. También obtuvo la beca Durfee Foundation Grant en 2004 y 2008, y fue artista residente del Tokyo Wonder Site.
El azul es un color recurrente en su obra. “Especialmente el cobalto”, precisa. Para él, los vínculos culturales en torno a este color —la porcelana de la Nao de China, el azulejo portugués y, claro, la talavera poblana— le abren múltiples posibilidades para experimentar.
El códice Sarabia
Es la tarde de un miércoles de finales de septiembre. Frente a la tienda Hermès de la calle Molière, Ciudad de México, un par de fotógrafos saca su equipo y se acomoda frente a una de las vitrinas, cubierta, como otras dos más, por una tela blanca. El vidrio abarca casi toda la pared, en la parte baja de ese triángulo rectángulo que es El Palacio de Hierro de Polanco, diseñado por el estudio de arquitectura Sordo-Madaleno. Comienza a ponerse el sol y el gran velo se aparta: aparece una instalación con tres dibujos —tres escenas— inspirados en los códices mesoamericanos. The Drawing Speaks es el nombre de la obra que Eduardo Sarabia realizó en colaboración con la casa de moda francesa.
En uno de los escaparates de la tienda conviven un pavorreal, un jaguar y un caballo dentro de un fondo azul; en otro, nopales y ramas verdes rodean un bolso Haut à Courroies 40 Coup de Soleil, y en el tercero, acompañados por una serpiente, un ave y un gato, un hombre y una mujer conversan.
“Esas burbujas representan diálogo. El diálogo es algo que era muy importante mostrar —me dice Eduardo, señalando las vírgulas naranjas que hay en ese aparador. Viste pantalón y camisa negra, una gabardina café que se quitará cuando entre a la tienda—. Sobre todo, por el tiempo que vivimos”.
También es el diálogo entre su imaginación y los íconos de Hermès; entre México y Francia. Se trata de un proyecto que le llevó meses, y cuyo reto principal fue “cómo iniciar un dibujo y convertirlo [en] tres dimensiones, pero manteniendo la idea de dibujo”. Con cada trazo, Sarabia sigue explorando lo mismo que lo llevó de las clases de dibujo en Los Ángeles a Leningrado, y luego a otras partes del mundo: la posibilidad de contar historias y crear vínculos entre distintos espacios.
El entusiasmo se le nota en el rostro, en el tono de voz alegre. Antes de posar para los fotógrafos, antes del brindis inaugural, conversamos. “Desde la semana pasada como que he estado superemocionado con este proyecto”, admite. Pero no descansa, porque prepara presentaciones en Miami y Los Ángeles. Y hay algo más: “Una cosa como que tengo medio abandonada…: compré un equipo de básquetbol, de segunda división; entonces, quiero ver sus juegos. Me urge”.
No es la primera vez que Eduardo se vincula con el deporte, pues en el pasado ha colaborado con los Mariachis, un equipo de béisbol profesional de la Liga Mexicana de Béisbol.
—¿Cuál equipo?
—Las Iguanas de Vallarta —y sonríe.
En este momento, las Iguanas Vallarta son líderes en la Liga de Baloncesto del Pacífico.
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La dicción del dibujo sin límites.
Qué fortuna: encontró su vocación pronto, cuando era niño. A los ocho años, una profesora vio sus dibujos y quedó tan impresionada que pidió hablar con sus padres. Recomendó que lo metieran a clases de arte. Quizá fue la barrera del idioma, pues los padres de Eduardo Sarabia no hablaban inglés, lo que hizo que la ignoraran. Pero en esos dibujos infantiles se adivinaba un raro talento. Por eso la profesora fue más allá: ella misma buscó opciones y encontró un taller donde se daban clases los sábados. Regresó con la familia Sarabia: “Esto es algo único, si no lo van a llevar ustedes, yo lo llevo”, les dijo. Esa insistencia hizo comprender a la mamá de Eduardo, quien aceptó llevarlo a clases de dibujo.
Los Sarabia huyeron de la pobreza de Sinaloa en la década de los setenta y, como tantas otras familias, encontraron un nuevo hogar en Estados Unidos. Eduardo nació en Los Ángeles, California, en 1976. Creció entre dos patrias, Estados Unidos y México, entre las visitas a Mazatlán y la vida diaria en Boyle Heights, un barrio que padecía la violencia de las pandillas, pero que también le enseñó a observar con cuidado, a moverse; allí descubrió que lo que más disfrutaba era contar historias.
Mientras iba a clases de arte los sábados, Eduardo comenzó a ganar concursos, participar en exposiciones, hasta que a los 12 años sucedió otro evento que le cambió la vida. Obtuvo una beca para estudiar pintura en la todavía Unión Soviética. No recuerda la institución que le dio la beca, pero sí que era la primera vez que viajaría solo. Aunque sus padres no comprendían bien a qué iba, lo dejaron ir. “Estuve en Leningrado [hoy San Petersburgo] tres o cuatro meses, pintando. Fue increíble. Cuando regresé a mi casa, le dije a mi mamá que, si yo me puedo dedicar a esto, a viajar y conocer el mundo…, pues es lo que quiero hacer”, recuerda.
Ahora Eduardo vive en México. A los 28 años se mudó a Guadalajara, donde aún vive. Su familia sigue en Los Ángeles.
La resignificación continua de la cultura popular
Una de las palabras con las que puede definirse la obra de Eduardo Sarabia es “movimiento”. Porque esa ha sido su experiencia: moverse entre México y Estados Unidos; moverse entre culturas, idiomas y sensibilidades. Eso ha formado la materia prima de su trabajo. “Crecí viajando entre dos países. Tuve una perspectiva única al ver estos dos lados desde muy chico. Cuando comencé a desarrollarme como artista, siempre regresaba a lo que ya conocía: mis narrativas, mis historias, mi familia en México y mis amigos en Los Ángeles”, explica. Ese vaivén también le dio una mirada distinta en torno al arte. Recuerda que cuando estaba formándose como artista iba a museos y encontraba cuadros técnicamente perfectos, pero con los que no se identificaba: “Yo veía esas pinturas espectaculares, pero no conocía a esas personas. No se parecían a mis papás, ni a mi familia, ni a mis amigos. Entonces empecé a pensar que yo quería mostrar lo mío, lo que me había tocado vivir”.
Su trabajo a lo largo de estos años está marcado por la gran versatilidad de elementos a partir de los cuales se cuentan historias: los soportes de obra mutan libremente —textiles, cerámica, lienzo, instalación—; los patrones evocan artesanías mexicanas —se observa la clara influencia de la talavera—, o la presencia de animales como el quetzal, que remite a la cultura prehispánica.
Sarabia mezcla su historia personal con elementos de la cultura popular mexicana, como la moda, la música, la artesanía; los transforma y resignifica. “Me interesa cómo los símbolos se convierten en patrones, los patrones en diseños y los diseños en objetos. Esa transformación me parece fascinante”, reflexiona. Y aunque, como hemos dicho, no se apega a un solo soporte, el artista afirma que todo parte del dibujo. “Siempre empiezo con un dibujo. Es donde realmente me siento cómodo, sentado con un cuaderno, dibujando. Si pudiera hacerlo todo el día, lo haría”.
Ese trazo, sencillo en apariencia, lo ha llevado lejos: al Museo Universitario del Chopo, el Museo de Arte del Condado de Los Ángeles, el de Arte de Santa Mónica, el de Bellas Artes de Boston, el Tamayo y el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca. También obtuvo la beca Durfee Foundation Grant en 2004 y 2008, y fue artista residente del Tokyo Wonder Site.
El azul es un color recurrente en su obra. “Especialmente el cobalto”, precisa. Para él, los vínculos culturales en torno a este color —la porcelana de la Nao de China, el azulejo portugués y, claro, la talavera poblana— le abren múltiples posibilidades para experimentar.
El códice Sarabia
Es la tarde de un miércoles de finales de septiembre. Frente a la tienda Hermès de la calle Molière, Ciudad de México, un par de fotógrafos saca su equipo y se acomoda frente a una de las vitrinas, cubierta, como otras dos más, por una tela blanca. El vidrio abarca casi toda la pared, en la parte baja de ese triángulo rectángulo que es El Palacio de Hierro de Polanco, diseñado por el estudio de arquitectura Sordo-Madaleno. Comienza a ponerse el sol y el gran velo se aparta: aparece una instalación con tres dibujos —tres escenas— inspirados en los códices mesoamericanos. The Drawing Speaks es el nombre de la obra que Eduardo Sarabia realizó en colaboración con la casa de moda francesa.
En uno de los escaparates de la tienda conviven un pavorreal, un jaguar y un caballo dentro de un fondo azul; en otro, nopales y ramas verdes rodean un bolso Haut à Courroies 40 Coup de Soleil, y en el tercero, acompañados por una serpiente, un ave y un gato, un hombre y una mujer conversan.
“Esas burbujas representan diálogo. El diálogo es algo que era muy importante mostrar —me dice Eduardo, señalando las vírgulas naranjas que hay en ese aparador. Viste pantalón y camisa negra, una gabardina café que se quitará cuando entre a la tienda—. Sobre todo, por el tiempo que vivimos”.
También es el diálogo entre su imaginación y los íconos de Hermès; entre México y Francia. Se trata de un proyecto que le llevó meses, y cuyo reto principal fue “cómo iniciar un dibujo y convertirlo [en] tres dimensiones, pero manteniendo la idea de dibujo”. Con cada trazo, Sarabia sigue explorando lo mismo que lo llevó de las clases de dibujo en Los Ángeles a Leningrado, y luego a otras partes del mundo: la posibilidad de contar historias y crear vínculos entre distintos espacios.
El entusiasmo se le nota en el rostro, en el tono de voz alegre. Antes de posar para los fotógrafos, antes del brindis inaugural, conversamos. “Desde la semana pasada como que he estado superemocionado con este proyecto”, admite. Pero no descansa, porque prepara presentaciones en Miami y Los Ángeles. Y hay algo más: “Una cosa como que tengo medio abandonada…: compré un equipo de básquetbol, de segunda división; entonces, quiero ver sus juegos. Me urge”.
No es la primera vez que Eduardo se vincula con el deporte, pues en el pasado ha colaborado con los Mariachis, un equipo de béisbol profesional de la Liga Mexicana de Béisbol.
—¿Cuál equipo?
—Las Iguanas de Vallarta —y sonríe.
En este momento, las Iguanas Vallarta son líderes en la Liga de Baloncesto del Pacífico.
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La dicción del dibujo sin límites.
Qué fortuna: encontró su vocación pronto, cuando era niño. A los ocho años, una profesora vio sus dibujos y quedó tan impresionada que pidió hablar con sus padres. Recomendó que lo metieran a clases de arte. Quizá fue la barrera del idioma, pues los padres de Eduardo Sarabia no hablaban inglés, lo que hizo que la ignoraran. Pero en esos dibujos infantiles se adivinaba un raro talento. Por eso la profesora fue más allá: ella misma buscó opciones y encontró un taller donde se daban clases los sábados. Regresó con la familia Sarabia: “Esto es algo único, si no lo van a llevar ustedes, yo lo llevo”, les dijo. Esa insistencia hizo comprender a la mamá de Eduardo, quien aceptó llevarlo a clases de dibujo.
Los Sarabia huyeron de la pobreza de Sinaloa en la década de los setenta y, como tantas otras familias, encontraron un nuevo hogar en Estados Unidos. Eduardo nació en Los Ángeles, California, en 1976. Creció entre dos patrias, Estados Unidos y México, entre las visitas a Mazatlán y la vida diaria en Boyle Heights, un barrio que padecía la violencia de las pandillas, pero que también le enseñó a observar con cuidado, a moverse; allí descubrió que lo que más disfrutaba era contar historias.
Mientras iba a clases de arte los sábados, Eduardo comenzó a ganar concursos, participar en exposiciones, hasta que a los 12 años sucedió otro evento que le cambió la vida. Obtuvo una beca para estudiar pintura en la todavía Unión Soviética. No recuerda la institución que le dio la beca, pero sí que era la primera vez que viajaría solo. Aunque sus padres no comprendían bien a qué iba, lo dejaron ir. “Estuve en Leningrado [hoy San Petersburgo] tres o cuatro meses, pintando. Fue increíble. Cuando regresé a mi casa, le dije a mi mamá que, si yo me puedo dedicar a esto, a viajar y conocer el mundo…, pues es lo que quiero hacer”, recuerda.
Ahora Eduardo vive en México. A los 28 años se mudó a Guadalajara, donde aún vive. Su familia sigue en Los Ángeles.
La resignificación continua de la cultura popular
Una de las palabras con las que puede definirse la obra de Eduardo Sarabia es “movimiento”. Porque esa ha sido su experiencia: moverse entre México y Estados Unidos; moverse entre culturas, idiomas y sensibilidades. Eso ha formado la materia prima de su trabajo. “Crecí viajando entre dos países. Tuve una perspectiva única al ver estos dos lados desde muy chico. Cuando comencé a desarrollarme como artista, siempre regresaba a lo que ya conocía: mis narrativas, mis historias, mi familia en México y mis amigos en Los Ángeles”, explica. Ese vaivén también le dio una mirada distinta en torno al arte. Recuerda que cuando estaba formándose como artista iba a museos y encontraba cuadros técnicamente perfectos, pero con los que no se identificaba: “Yo veía esas pinturas espectaculares, pero no conocía a esas personas. No se parecían a mis papás, ni a mi familia, ni a mis amigos. Entonces empecé a pensar que yo quería mostrar lo mío, lo que me había tocado vivir”.
Su trabajo a lo largo de estos años está marcado por la gran versatilidad de elementos a partir de los cuales se cuentan historias: los soportes de obra mutan libremente —textiles, cerámica, lienzo, instalación—; los patrones evocan artesanías mexicanas —se observa la clara influencia de la talavera—, o la presencia de animales como el quetzal, que remite a la cultura prehispánica.
Sarabia mezcla su historia personal con elementos de la cultura popular mexicana, como la moda, la música, la artesanía; los transforma y resignifica. “Me interesa cómo los símbolos se convierten en patrones, los patrones en diseños y los diseños en objetos. Esa transformación me parece fascinante”, reflexiona. Y aunque, como hemos dicho, no se apega a un solo soporte, el artista afirma que todo parte del dibujo. “Siempre empiezo con un dibujo. Es donde realmente me siento cómodo, sentado con un cuaderno, dibujando. Si pudiera hacerlo todo el día, lo haría”.
Ese trazo, sencillo en apariencia, lo ha llevado lejos: al Museo Universitario del Chopo, el Museo de Arte del Condado de Los Ángeles, el de Arte de Santa Mónica, el de Bellas Artes de Boston, el Tamayo y el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca. También obtuvo la beca Durfee Foundation Grant en 2004 y 2008, y fue artista residente del Tokyo Wonder Site.
El azul es un color recurrente en su obra. “Especialmente el cobalto”, precisa. Para él, los vínculos culturales en torno a este color —la porcelana de la Nao de China, el azulejo portugués y, claro, la talavera poblana— le abren múltiples posibilidades para experimentar.
El códice Sarabia
Es la tarde de un miércoles de finales de septiembre. Frente a la tienda Hermès de la calle Molière, Ciudad de México, un par de fotógrafos saca su equipo y se acomoda frente a una de las vitrinas, cubierta, como otras dos más, por una tela blanca. El vidrio abarca casi toda la pared, en la parte baja de ese triángulo rectángulo que es El Palacio de Hierro de Polanco, diseñado por el estudio de arquitectura Sordo-Madaleno. Comienza a ponerse el sol y el gran velo se aparta: aparece una instalación con tres dibujos —tres escenas— inspirados en los códices mesoamericanos. The Drawing Speaks es el nombre de la obra que Eduardo Sarabia realizó en colaboración con la casa de moda francesa.
En uno de los escaparates de la tienda conviven un pavorreal, un jaguar y un caballo dentro de un fondo azul; en otro, nopales y ramas verdes rodean un bolso Haut à Courroies 40 Coup de Soleil, y en el tercero, acompañados por una serpiente, un ave y un gato, un hombre y una mujer conversan.
“Esas burbujas representan diálogo. El diálogo es algo que era muy importante mostrar —me dice Eduardo, señalando las vírgulas naranjas que hay en ese aparador. Viste pantalón y camisa negra, una gabardina café que se quitará cuando entre a la tienda—. Sobre todo, por el tiempo que vivimos”.
También es el diálogo entre su imaginación y los íconos de Hermès; entre México y Francia. Se trata de un proyecto que le llevó meses, y cuyo reto principal fue “cómo iniciar un dibujo y convertirlo [en] tres dimensiones, pero manteniendo la idea de dibujo”. Con cada trazo, Sarabia sigue explorando lo mismo que lo llevó de las clases de dibujo en Los Ángeles a Leningrado, y luego a otras partes del mundo: la posibilidad de contar historias y crear vínculos entre distintos espacios.
El entusiasmo se le nota en el rostro, en el tono de voz alegre. Antes de posar para los fotógrafos, antes del brindis inaugural, conversamos. “Desde la semana pasada como que he estado superemocionado con este proyecto”, admite. Pero no descansa, porque prepara presentaciones en Miami y Los Ángeles. Y hay algo más: “Una cosa como que tengo medio abandonada…: compré un equipo de básquetbol, de segunda división; entonces, quiero ver sus juegos. Me urge”.
No es la primera vez que Eduardo se vincula con el deporte, pues en el pasado ha colaborado con los Mariachis, un equipo de béisbol profesional de la Liga Mexicana de Béisbol.
—¿Cuál equipo?
—Las Iguanas de Vallarta —y sonríe.
En este momento, las Iguanas Vallarta son líderes en la Liga de Baloncesto del Pacífico.
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Qué fortuna: encontró su vocación pronto, cuando era niño. A los ocho años, una profesora vio sus dibujos y quedó tan impresionada que pidió hablar con sus padres. Recomendó que lo metieran a clases de arte. Quizá fue la barrera del idioma, pues los padres de Eduardo Sarabia no hablaban inglés, lo que hizo que la ignoraran. Pero en esos dibujos infantiles se adivinaba un raro talento. Por eso la profesora fue más allá: ella misma buscó opciones y encontró un taller donde se daban clases los sábados. Regresó con la familia Sarabia: “Esto es algo único, si no lo van a llevar ustedes, yo lo llevo”, les dijo. Esa insistencia hizo comprender a la mamá de Eduardo, quien aceptó llevarlo a clases de dibujo.
Los Sarabia huyeron de la pobreza de Sinaloa en la década de los setenta y, como tantas otras familias, encontraron un nuevo hogar en Estados Unidos. Eduardo nació en Los Ángeles, California, en 1976. Creció entre dos patrias, Estados Unidos y México, entre las visitas a Mazatlán y la vida diaria en Boyle Heights, un barrio que padecía la violencia de las pandillas, pero que también le enseñó a observar con cuidado, a moverse; allí descubrió que lo que más disfrutaba era contar historias.
Mientras iba a clases de arte los sábados, Eduardo comenzó a ganar concursos, participar en exposiciones, hasta que a los 12 años sucedió otro evento que le cambió la vida. Obtuvo una beca para estudiar pintura en la todavía Unión Soviética. No recuerda la institución que le dio la beca, pero sí que era la primera vez que viajaría solo. Aunque sus padres no comprendían bien a qué iba, lo dejaron ir. “Estuve en Leningrado [hoy San Petersburgo] tres o cuatro meses, pintando. Fue increíble. Cuando regresé a mi casa, le dije a mi mamá que, si yo me puedo dedicar a esto, a viajar y conocer el mundo…, pues es lo que quiero hacer”, recuerda.
Ahora Eduardo vive en México. A los 28 años se mudó a Guadalajara, donde aún vive. Su familia sigue en Los Ángeles.
La resignificación continua de la cultura popular
Una de las palabras con las que puede definirse la obra de Eduardo Sarabia es “movimiento”. Porque esa ha sido su experiencia: moverse entre México y Estados Unidos; moverse entre culturas, idiomas y sensibilidades. Eso ha formado la materia prima de su trabajo. “Crecí viajando entre dos países. Tuve una perspectiva única al ver estos dos lados desde muy chico. Cuando comencé a desarrollarme como artista, siempre regresaba a lo que ya conocía: mis narrativas, mis historias, mi familia en México y mis amigos en Los Ángeles”, explica. Ese vaivén también le dio una mirada distinta en torno al arte. Recuerda que cuando estaba formándose como artista iba a museos y encontraba cuadros técnicamente perfectos, pero con los que no se identificaba: “Yo veía esas pinturas espectaculares, pero no conocía a esas personas. No se parecían a mis papás, ni a mi familia, ni a mis amigos. Entonces empecé a pensar que yo quería mostrar lo mío, lo que me había tocado vivir”.
Su trabajo a lo largo de estos años está marcado por la gran versatilidad de elementos a partir de los cuales se cuentan historias: los soportes de obra mutan libremente —textiles, cerámica, lienzo, instalación—; los patrones evocan artesanías mexicanas —se observa la clara influencia de la talavera—, o la presencia de animales como el quetzal, que remite a la cultura prehispánica.
Sarabia mezcla su historia personal con elementos de la cultura popular mexicana, como la moda, la música, la artesanía; los transforma y resignifica. “Me interesa cómo los símbolos se convierten en patrones, los patrones en diseños y los diseños en objetos. Esa transformación me parece fascinante”, reflexiona. Y aunque, como hemos dicho, no se apega a un solo soporte, el artista afirma que todo parte del dibujo. “Siempre empiezo con un dibujo. Es donde realmente me siento cómodo, sentado con un cuaderno, dibujando. Si pudiera hacerlo todo el día, lo haría”.
Ese trazo, sencillo en apariencia, lo ha llevado lejos: al Museo Universitario del Chopo, el Museo de Arte del Condado de Los Ángeles, el de Arte de Santa Mónica, el de Bellas Artes de Boston, el Tamayo y el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca. También obtuvo la beca Durfee Foundation Grant en 2004 y 2008, y fue artista residente del Tokyo Wonder Site.
El azul es un color recurrente en su obra. “Especialmente el cobalto”, precisa. Para él, los vínculos culturales en torno a este color —la porcelana de la Nao de China, el azulejo portugués y, claro, la talavera poblana— le abren múltiples posibilidades para experimentar.
El códice Sarabia
Es la tarde de un miércoles de finales de septiembre. Frente a la tienda Hermès de la calle Molière, Ciudad de México, un par de fotógrafos saca su equipo y se acomoda frente a una de las vitrinas, cubierta, como otras dos más, por una tela blanca. El vidrio abarca casi toda la pared, en la parte baja de ese triángulo rectángulo que es El Palacio de Hierro de Polanco, diseñado por el estudio de arquitectura Sordo-Madaleno. Comienza a ponerse el sol y el gran velo se aparta: aparece una instalación con tres dibujos —tres escenas— inspirados en los códices mesoamericanos. The Drawing Speaks es el nombre de la obra que Eduardo Sarabia realizó en colaboración con la casa de moda francesa.
En uno de los escaparates de la tienda conviven un pavorreal, un jaguar y un caballo dentro de un fondo azul; en otro, nopales y ramas verdes rodean un bolso Haut à Courroies 40 Coup de Soleil, y en el tercero, acompañados por una serpiente, un ave y un gato, un hombre y una mujer conversan.
“Esas burbujas representan diálogo. El diálogo es algo que era muy importante mostrar —me dice Eduardo, señalando las vírgulas naranjas que hay en ese aparador. Viste pantalón y camisa negra, una gabardina café que se quitará cuando entre a la tienda—. Sobre todo, por el tiempo que vivimos”.
También es el diálogo entre su imaginación y los íconos de Hermès; entre México y Francia. Se trata de un proyecto que le llevó meses, y cuyo reto principal fue “cómo iniciar un dibujo y convertirlo [en] tres dimensiones, pero manteniendo la idea de dibujo”. Con cada trazo, Sarabia sigue explorando lo mismo que lo llevó de las clases de dibujo en Los Ángeles a Leningrado, y luego a otras partes del mundo: la posibilidad de contar historias y crear vínculos entre distintos espacios.
El entusiasmo se le nota en el rostro, en el tono de voz alegre. Antes de posar para los fotógrafos, antes del brindis inaugural, conversamos. “Desde la semana pasada como que he estado superemocionado con este proyecto”, admite. Pero no descansa, porque prepara presentaciones en Miami y Los Ángeles. Y hay algo más: “Una cosa como que tengo medio abandonada…: compré un equipo de básquetbol, de segunda división; entonces, quiero ver sus juegos. Me urge”.
No es la primera vez que Eduardo se vincula con el deporte, pues en el pasado ha colaborado con los Mariachis, un equipo de béisbol profesional de la Liga Mexicana de Béisbol.
—¿Cuál equipo?
—Las Iguanas de Vallarta —y sonríe.
En este momento, las Iguanas Vallarta son líderes en la Liga de Baloncesto del Pacífico.
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