Una declaración de amor a lo <i>kawaii</i>

Una declaración de amor a lo <i>kawaii</i>

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Tiempo de Lectura: 00 min

Monstruos tiernos, conejos colmilludos y objetos irresistibles: de los Labubus virales a la estética <i>kawaii</i> que atraviesa generaciones, consumos y crisis. Un viaje por la dulzura exagerada que seduce al mundo —de Japón a Argentina— y revela cómo lo adorable puede ser refugio, rebeldía y hasta síntoma de nuestra época.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ilustración de Mirelle Mora.

Conejos élficos de ojos grandes, cuerpos peludos y bocas llenas de colmillos. Era 2015 cuando el artista chino Kasing Lung, de entonces 43 años, le mostró sus criaturas al mundo en el libro ilustrado The Monsters. Los dibujó influido por el folclore de Noruega, el país al que se había mudado a sus 7 años. En la obra, aparecen distintas especies de monstruos, pero una sola llegaría a ser conocida en todo el mundo: los Labubus.

Al principio, los Labubus circulaban más que nada en el nicho de coleccionistas de juguetes raros. Pero una historia de Instagram de Lisa, integrante del grupo de pop coreano Blackpink, los propulsó a la fama. Hoy cuelgan de las carteras Louis Vuitton de las estrellas estadounidenses y sonríen con malicia en todo tipo de publicidades. Los más cuidadosos los pasean dentro de fundas de plástico para que no se ensucien o los visten con prendas fabricadas especialmente.

Estos monstruos no solo son la cara de la era actual del consumo, su éxito también advierte la inminencia de China como potencia global e intercede en sus propias políticas económicas. Los juguetes oficiales de Pop Mart se agotan apenas salen al mercado, por eso estallan las reventas y las falsificaciones. En el Stratford Store de Londres, los compradores se pelean de tal manera para llevarse los juguetes que sus distribuidores los retiran de circulación. Un Labubu tamaño real se vende a una cifra aproximada de 150 000 dólares en una subasta de Pekín. Las aduanas del país madre de los Labubus confiscan valijas llenas de juguetes destinados a la reventa. Mientras tanto, las autoridades de China prohíben al banco Ping An Bank, con sede en Shenzhen, que siga ofreciendo Labubus a los clientes dispuestos a hacer un depósito de 50 000 yuanes durante tres meses (algo así como 6 000 dólares). En una nota publicada en el Diario del Pueblo del Partido Comunista Chino, se revela que el gobierno de Pekín pretende endurecer la regulación de los muñecos, aludiendo a que incentivan la adicción al consumo en menores de edad.

La primera vez que los veo me parecen algo desagradables. Más adelante los encuentro tintineando en la mochila de mi sobrina de 11 años y ya no me resultan tan feos. Meses después, me encuentro a mí misma deseando mi propio Labubu. Pero algo me lo impide, no me producen la ternura necesaria para dar el brazo a torcer.

¿Por qué no me conmueven los Labubu a mí, que colecciono toneladas de peluches y llaveros de animales antropomórficos? Quizá porque no encuentro en ellos la dulzura primitiva de lo kawaii, la noción estética que domina mi vida. ¿Pero qué es, precisamente, “lo kawaii”?

Esta podría ser una posible respuesta: hámsteres microscópicos de mirada suplicante, tortas glaseadas llenas de corazones, polleras con volados, objetos inanimados con expresión casi humana. Criaturas inocentes como un bebé o un animal pequeño que evocan la ternura y la desesperación. Una estética hiperfemenina, dulce, infantil.

A mis 11 años me adentré en una comunidad de Blogger en la que distintas preadolescentes latinoamericanas nos narrábamos nuestras vidas cotidianas a modo de diario íntimo virtual. Casi todas consumíamos animés y mangas japoneses, algunas ya eran adeptas a los doramas y también se hablaba de videojuegos, pero a todas nos unía fundamentalmente la fascinación por el mundo kawaii.

La palabra, en japonés, es un adjetivo que remite a “adorable”. Pero su acepción es más compleja: en general, se refiere a algo más que adorable, algo tan tierno que produce sentimientos de éxtasis o desesperación. Muchas cosas pueden ser kawaii, desde animales y humanos recién nacidos hasta bienes de consumo como postres, accesorios, artículos para el hogar y prendas de ropa.

Cute agression (“agresión adorable”) es un término acuñado por la psicóloga social Oriana Aragón. La experiencia que intenta describir es el deseo de morder o apretar cosas que nos resultan adorables, como cuando alguien observa a un bebé y dice “me lo comería”, o cuando un niño sostiene demasiado fuerte a una mascota y termina lastimándola. La ternura es el detonante, pero la emoción está mediada por la violencia. Algo muy similar dice la académica americana Sianne Ngai: “En su exagerada pasividad y vulnerabilidad, el objeto cute incita los deseos sadistas de posesión y control del consumidor al igual que sus ganas de abrazarlo”. 

¿Son kawaii los Labubu, el nuevo éxito absurdo del capitalismo salvaje? Acaso lo fueron esas primeras ilustraciones de Kasing Lung, que aún conservaban algo de inocencia animal y jugaban con la dimensión tierna de la fealdad. Pero esos muñecos que ahora saturan el mercado con su expresión burlona no parecen buscar protección, mucho menos necesitarla. Más que una sensibilidad kawaii, el éxito de esta nueva moda parece apelar a la abundancia tiktoker del “más es más”, a la necesidad actual de tenerlo todo impulsada por las microtrends: tendencias propagadas en redes sociales que nacen, aceleran el consumo y mueren en pocos meses.

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A los 12 años empecé a asistir a mis primeros eventos de animé. Conocí en persona a mi amiga virtual y nos acostumbramos a torturar a nuestros padres para que nos llevaran a distintos galpones del microcentro porteño en los que se llevaban a cabo las convenciones. En ese momento (el año era 2011), el merchandising que se podía encontrar era más bien escaso, pero para mí era una fantasía de consumo ideal. Pósteres, prendedores y tazas hechas por chicas que no tenían más de 20 veinte años. Personajes de animé hechos de tela y de trapo. Vinchas con orejas de gatita adheridas de modo artesanal. Todo nos encantaba y nos parecía suficiente. Nos comprábamos las orejitas y caminábamos sacándonos fotos con una cámara digital. Cuando veíamos algo que nos producía exaltación, gritábamos: “¡Kawaii!”.

La estética kawaii se masificó en Japón a un nivel tal que se pueden encontrar personajes adorables en cualquier lado: señales de tránsito, logos de marcas, oficinas del gobierno. Pero las raíces del fenómeno son mucho más antiguas. Los primeros registros de la palabra aparecen en obras como La historia de Genji, de Murasaki Shikibu (novela escrita en el siglo XI que es considerada una de las primeras de la historia) y en El libro de la almohada de Sei Shonagon, contemporánea y rival de Shikibu, un texto escrito a modo de diario que también es considerado una obra fundacional de la literatura japonesa. En estas primeras apariciones, la palabra “kawaii”, escrita como “kawayushi”, no apelaba tanto a algo “adorable”, sino a alguien avergonzado o patético, digno de lástima.

Más allá de sus raíces etimológicas, las bases de la cultura kawaii empezaron a delinearse a partir de 1945. Dice la crítica de arte Noi Sawaragi que, tras ser derrotada por Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, la nación japonesa, fundada en su propia imagen militarizada y viril, encontró refugio en la pequeñez inofensiva de lo adorable. Para Sawaragi, estos orígenes también se relacionan con la figura débil del emperador Hirohito durante el último tiempo de su reinado: “Un hombre viejo a punto de morir es la más débil de las criaturas. Hirohito era muy popular entre la gente como un anciano adorable”. Después de que las bombas atómicas destruyeran Hiroshima y Nagasaki y ese anciano adorable proclamara la rendición, una nueva fortaleza aparecería en el imaginario japonés: el poder de la debilidad. El mismo país que estaba globalmente asociado con su nacionalismo brutal, con sus prácticas imperialistas y con su rol como una de las potencias del Eje durante la Segunda Guerra, encontraba una nueva forma de mostrarse al mundo.

De la fusión de los productos occidentales que circulaban como consecuencia de la ocupación estadounidense en Japón —por ejemplo, los personajes de Disney— y de una voluntad por reinventarse estéticamente nació la cultura kawaii. Entre los cincuenta y los sesenta, el imperio de lo adorable creció en forma de peluches, comida, moda, publicidades y diseño industrial.

Sería imposible contar esta historia sin hablar de Sanrio: una empresa originalmente llamada Yamanashi Silk Company que empezó vendiendo sedas en los sesenta, luego pasó a dedicarse a las sandalias de goma, y más adelante descubrió el furor que podían causar sus productos si les agregaban un diseño de frutillas. En el 73 ya se habían rebautizado como Sanrio, un nombre que significa “río sagrado”, y ese rebranding allanó el terreno para el nacimiento de la reina por excelencia de las estrategias de marketing: Hello Kitty. La cara de la gatita —sus dos ojos negros como dos pelotitas, el icónico moño rojo, la ausencia de boca— apareció por primera vez en 1972, impresa en un monedero.

Dos años más tarde, Sanrio abrió su primer local en Estados Unidos. Desde entonces han dado a luz a más de cuatrocientos personajes y, según los datos de Forbes, Shintaro Tsuji, el fundador de la compañía, es uno de los hombres más ricos de su país.

En esa misma época, gracias al auge de las lapiceras mecánicas en los colegios, las estudiantes aprovecharon la posibilidad de escribir usando un trazo más fino para darle a sus hiraganas una impronta femenina. El estilo de los caracteres era más bien redondeado y los acompañaban pequeños dibujos como estrellas y corazones. Con aparente candidez, esas adolescentes inventaron un código propio: la caligrafía se desarrolló tanto que se volvió indescifrable para los adultos y fue prohibida en los colegios. Esta tendencia (que coincide con el boom del activismo estudiantil en Japón) habilitaba la posibilidad de que las estudiantes se comunicaran en secreto y a la vez rompía con la solemnidad de la vida escolar. La cultura kawaii empezaba a delinearse como un fenómeno de cierta voluntad rebelde que irrumpía en las tradiciones.

De forma análoga, el barrio de Harajuku se convertía en la meca de la subcultura joven. Ahí aparecían las primeras manifestaciones de la moda alternativa que explotaría definitivamente en los noventa. Subculturas urbanas que se suelen englobar bajo el genérico Harajuku Fashion. Algunas de ellas, como el Lolita y el Gyaru, tienen un fuerte componente feminista basado en revertir, a partir de la hiperfeminidad caprichosa, la imagen de la esposa japonesa ideal (la mujer callada y dócil de tez pálida y pelo oscuro).

En el 93 se empieza a emitir la versión animada del manga de Sailor Moon, una historia de romance y fantasía cuyas heroínas son justicieras que van al colegio de día y de noche luchan contra el mal. Los animés de este tipo son conocidos como mahou shōjo (“chicas mágicas”) y pertenecen, a su vez, a la categoría del animé shōjo (“chica joven”), series dirigidas especialmente a audiencias de mujeres: historias de grupos de amigas centradas en el humor y en la vida urbana, romances novelescos, chicas que encuentra la magia en sus vidas cotidianas. Sentadas debajo de un árbol de flores de cerezo, con los cachetes rosados, las chicas del shōjo habitan un mundo donde todo está por suceder: el descubrimiento del primer amor, el paso de la adolescencia a la adultez, el florecimiento de una feminidad deseada.

Cuenta la investigadora Sharon Kinsella que a partir del boom de la cultura kawaii surgieron los estereotipos de las mujeres obsesionadas con la ternura como personas infantiles, caprichosas y poco confiables que cultivaban un exterior inocente para seducir a los hombres y comprar chucherías con su dinero. Como consecuencia, muchas chicas respondían a estos prejuicios afianzando una cultura girls only (solo de chicas) y “empezaron a alardear su personalidad shōjo aún más, casi como un modo de ridiculizar la mirada masculina y dejar en claro su rechazo obstinado a la idea de dejar de jugar, irse a sus casas y aceptar menos de la vida”.

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Dos artistas del new pop japonés que empezaron a exponer en los noventa, influenciados por la estética kawaii: Takashi Murakami, famoso por sus margaritas multicolor de rostro humano, y Yoshitomo Nara, que creó un mundo de niñas heridas de ojos gigantes y mirada inquietante. En ese entonces Japón sufría las consecuencias de sus años de especulación financiera conocidos como “la burbuja económica”, una época marcada por la prosperidad y el despilfarro. Esa burbuja milagrosa que había elevado la calidad de vida estalló entre 1991 y 1992, iniciando un periodo de estancamiento económico. La obra de Yoshitomo Nara, para muchos, fue una representación simbólica de los sentimientos de una juventud que sentía una incertidumbre con respecto al futuro y un anhelo por recuperar la inocencia de la infancia.

"Peaceful Mind", Yoshitomo Nara (2019).

Según el economista Simon Kuznets hay dos casos que trascienden las categorías de países “desarrollados” o “en vías de desarrollo”: Japón y Argentina. Al primero lo describe como un país no desarrollado que logró desarrollarse (recordemos su situación de posguerra descripta más arriba, de la cual logró salir airoso y hoy es una de las mayores potencias económicas del mundo) mientras que al segundo lo considera uno relativamente desarrollado que fue en declive (el famoso “granero del mundo” que, aun con sus recursos naturales, no pudo sostenerse y cayó en las crisis cíclicas que todavía nos aquejan).

En la Argentina de los noventa, la ternura también aparecía para sublimar la angustia producida por la inestabilidad económica. Desde que Fernanda Laguna empezó a exponer, en 1994, su obra ha sido adjetivada con palabras como “cándida” o “cursi”.  Dice en su fanzine titulado Niña con perrito: “A los 21 cambié la búsqueda de la creatividad artística por el camino del corazón”. El camino del corazón: niñas rubias que parecen salidas de una estampita de Sarah Key o una postal de cumpleaños jugando con perritos en escenarios bucólicos. Un corazón peludo dibujado a lápiz, con pestañas arqueadas y sentimientos humanos (que hoy es parte de la colección del MoMA).

"Niña con perrito", Fernanda-Laguna (1994).

Con Menem a la presidencia, la política económica conocida como “el uno a uno” equiparaba el peso argentino al dólar, implantando una fantasía de acceso al consumo y la vida de lujos. Mientras crecía un mercado desregulado de importaciones abiertas que llenó las góndolas de productos primermundistas, el país se preparaba para la crisis del 2001. La pizza con champagne, los autos de último modelo y las jugueterías llenas de muñecas Barbie recién llegadas de Estados Unidos convivían con el aumento de la tasa de desempleo y el cierre de las industrias nacionales. De ese cráter, de esa contradicción entre consumo y decadencia, nace la galería y editorial Belleza y Felicidad, que Laguna fundó en el 99 junto a la escritora Cecilia Pavón. Un lugar que prometía el acceso al brillo desde la precariedad que caracterizó a esos años. En este contexto, la obra de Fernanda puso en valor la ternura y la recolección de chucherías como búsqueda estética. Una práctica que de cierta forma recuerda al vínculo que hoy establecen con los bazares las fanáticas de los objetos kawaii.

El primer animé en llegar a Latinoamérica fue Astroboy, que se emitió en México por primera vez en 1964. Propulsados por la expansión de los doblajes latinos, en los setenta ya circulaban en la televisión argentina, chilena, mexicana y peruana series como Heidi, Meteoro y Mazinger Z. Les siguieron los andróginos Caballeros del Zodiaco y Candy Candy, quizá la primera exportación de la abrillantada mirada shōjo en llegar a este lado del mundo. El boom se produce definitivamente en los noventa, de la mano de series como Sailor Moon, Dragon Ball Z, Pokémon y Ranma ½. Es a fines de esta década cuando la animación japonesa deja de ocupar un lugar infantil en la televisión de Argentina: el canal Locomotion, dedicado a dibujos animados +18, transmitió por primera vez Neon Genesis Evangelion, la joya existencialista de Hideaki Anno. Nueve años más tarde, Evangelion sería portada del Clarín. La tapa del diario anunciaba: “Los mejores amigos de los niños se han vuelto criaturas extrañas, complejas y levemente oscuras”.  

Antes de que las convenciones de animé se volvieran comunes en los dos mil, la artista Fernanda Laguna ya proponía una suerte de Sanrio tercermundista pintando sobre cartón, con materiales reutilizados y la emoción como valor máximo.

Hay nombres de la escena actual del arte argentino que dialogan con la filosofía de lo pequeño y lo infantil. Ad Minoliti, por ejemplo, propone un mundo reconstruido a la medida de la ternura. “Museo Peluche”, su primera muestra individual a gran escala que inauguró en el Museo de Arte Moderno a fines de 2019, convirtió el famoso cubo blanco en un universo lúdico y kawaii: colores estridentes que parecían gotear y derramarse sobre los bordes de la sala, miradas estilo manga atrapadas en formas geométricas, juguetes para niños deformados.

Otro artista joven, Gregorio Rubio, bautiza sus obras con palabras en diminutivo: Pinturita, Peluchites, Verduritas. Un gesto de ingenuidad burlona con el que se aleja de la solemnidad tanto tiempo asociada a la labor artística y se acerca a la frescura estética de un jardín de infantes.  En “Blonde” (2023), su primera muestra en la galería Hipopoety, expuso una serie de videos intervenidos digitalmente en los que él mismo aparecía como actor, encarnando distintos roles de cuentos de hadas y tomando una poción que lo convertía en dibujo animado. De nuevo, los juguetes: esas cuatro pantallas (con las que, en 2024, ganó el premio En Obra de Arteba) son kawaii como podría serlo un modelo reluciente de Fisher Price.

Entre las herederas de Fernanda Laguna se podría nombrar a Nikiri. En el 2023 expuso en Norma Mía, un local fundado por la misma Laguna. En medio de la vorágine de vida social de un sábado por la noche, un pasillo mal iluminado albergaba una colonia de dibujos microscópicos pegados en las paredes con cinta scotch. Era la muestra titulada “Moñitos, hebillas y camiones”, inductora de serenidad en noches caóticas. Con una mirada atenta se revelaba algo más sobre esos dibujos: como si fueran transformers de trazo simple, esos trazos dulces se retorcían sobre el papel tomando forma de máquinas industriales.

"Moñitos, hebillas y camiones" (2023).

Pero es probable que el mejor lugar para encontrar el fenómeno kawaii no sea en las galerías de arte contemporáneo sino, más bien, en el barrio porteño de Once, donde en los últimos años proliferaron los productos importados de China que emulan las versiones originales de otros productos asiáticos.

“Hoy en día todo es de plástico, en tres mil años los historiadores y los arqueólogos no van a encontrar nada más que restos de polímero de los Labubus [...], van a encontrar microplásticos en nuestros huesos y van a llamar a esta época los temu twenties”, dice la cuenta de Twitter @seapearlangel aludiendo a Temu, la nueva plataforma de compras online que ofrece productos importados de China a bajísimo costo. Se hizo viral por su elocuencia, pero la idea no es nueva: todos sabemos que estamos viviendo la era dorada del plástico.

En mis primeras convenciones de animé, la mayoría de los objetos kawaii con los que me encontraba eran artesanales. Las cosplayers cosían a mano sus propios trajes o se los encargaban a alguna conocida. Hoy, estos eventos están llenos de trajes comprados en tiendas virtuales del exterior. Más allá del pasaje del merch artesanal a la proliferación de productos fabricados en masa, es cierto que en la Argentina actual la estética kawaii se asocia más fuertemente al consumo masivo que cuando descubrí esas primeras convenciones (lo mismo sucede en el resto de Latinoamérica: en Ciudad de México, por ejemplo, hay un mercado callejero que se dedica enteramente a vender productos de Hello Kitty). En los bazares chinos las niñas les piden a sus padres que les compren peluches de Sanrio y nombran a cada uno por su nombre con rigurosidad profesional. Wanda Nara, vedette y figura de la farándula, luce orgullosa sus accesorios de Kitty e incluso acusa a su enemiga mediática de copiarle su amor por la gatita. La misma gatita, hecha por inteligencia artificial, sobrevuela el Obelisco en la última publicidad de Instagram en la que McDonald's anuncia su nueva cajita feliz.

Cuando Sianne Ngai piensa la relación entre las personas y los objetos adorables, dice que nadie se ve obligado a establecer una relación específica con las artes visuales (es común, por ejemplo, no relacionarse con un cuadro), pero es muy fácil vincularse estéticamente con objetos que no “son” obras. Se refiere a las mercancías especialmente diseñadas que nos rodean en el día a día: cualquier persona interactúa con objetos de papelería, paquetes de snacks o artefactos del hogar. Ella usa como ejemplo una esponja de baño que tiene forma de rana para demostrar cuánto la estética cute depende de una suavidad que invita al contacto físico y, también, la importancia que tiene el antropomorfismo para la ternura. Una ternura que debe ser, ante todo, primitiva: estilísticamente simplificada, evoca la emoción humana, pero se opone en un mismo gesto al realismo y la verosimilitud.

Cuanto más pequeño y manipulable sea el objeto, mayores serán sus cualidades kawaii. Casi como si al objeto esa ternura le fuera impuesta y a él, de modo pasivo, no le quedara más opción que entregarse a su existencia adorable. Siempre hay algo de violencia en el objeto kawaii, esa es la paradoja.

Es posible trazar un paralelismo entre aquellos escenarios en que Japón purgó sus males mediante la cultura de lo adorable con la relación entre Argentina y la ternura. Durante los años que precedieron y los que siguieron a la crisis del 2001, Fernanda Laguna experimentó con las distintas formas de la ingenuidad. Ahora, en un país gobernado por la ultraderecha y una economía en debacle, algunas nos aferramos a objetos adorables cuya existencia implica la acción violenta de deformar una criatura hasta llevarla a su punto cúlmine de ternura.

Difícil evadir la autorreferencialidad: nada me conmueve más que la ternura de un objeto importado de Japón. En su libro Maquillada: Ensayo sobre el mundo y sus sombras, la autora Daphné B reflexiona sobre chicas como ella y como yo, que vivimos en el limbo entre la infancia y la adultez (ella piensa en la canción de Britney: “I’m not a girl, not yet a woman”), obsesionadas con la ternura inanimada. Dice Daphné que, cuando nos proyectamos en Hello Kitty, lo que decimos no es tanto “hola”, sino más bien “por favor, cuídame”. Queremos habitar ese espacio liminal, ese mundo simple y rosado de animales adorables, un escapismo de bordes redondeados que nos permite soportar la realidad. La vida de las chicas shōjo nos permite detenernos en una temporalidad posterior a ese momento en que nos convertimos en mujeres adultas corrompidas por el cinismo del mundo.

Deseo estos objetos y me identifico con ellos, con su pequeñez y su maleabilidad. No sé qué sucede primero. Siento frenesí cuando gasto dinero en peluches adorables. No quiero pensar que mi interés por la dulzura está basado en el consumo. Me fascinan todos los animales pequeños, los atardeceres rosados, la espuma de mar que brilla sobre la arena. Pero cuando me pongo mis vestidos con volados y lleno la cartera de llaveros de Sanrio que chocan entre sí y hacen ruido mientras camino, me siento en paz. Como si pudiera encontrarme con la sustancia de la que estoy hecha.

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Traducción de
Ilustración de Mirelle Mora.
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Tiempo de Lectura: 00 min

Monstruos tiernos, conejos colmilludos y objetos irresistibles: de los Labubus virales a la estética <i>kawaii</i> que atraviesa generaciones, consumos y crisis. Un viaje por la dulzura exagerada que seduce al mundo —de Japón a Argentina— y revela cómo lo adorable puede ser refugio, rebeldía y hasta síntoma de nuestra época.

Conejos élficos de ojos grandes, cuerpos peludos y bocas llenas de colmillos. Era 2015 cuando el artista chino Kasing Lung, de entonces 43 años, le mostró sus criaturas al mundo en el libro ilustrado The Monsters. Los dibujó influido por el folclore de Noruega, el país al que se había mudado a sus 7 años. En la obra, aparecen distintas especies de monstruos, pero una sola llegaría a ser conocida en todo el mundo: los Labubus.

Al principio, los Labubus circulaban más que nada en el nicho de coleccionistas de juguetes raros. Pero una historia de Instagram de Lisa, integrante del grupo de pop coreano Blackpink, los propulsó a la fama. Hoy cuelgan de las carteras Louis Vuitton de las estrellas estadounidenses y sonríen con malicia en todo tipo de publicidades. Los más cuidadosos los pasean dentro de fundas de plástico para que no se ensucien o los visten con prendas fabricadas especialmente.

Estos monstruos no solo son la cara de la era actual del consumo, su éxito también advierte la inminencia de China como potencia global e intercede en sus propias políticas económicas. Los juguetes oficiales de Pop Mart se agotan apenas salen al mercado, por eso estallan las reventas y las falsificaciones. En el Stratford Store de Londres, los compradores se pelean de tal manera para llevarse los juguetes que sus distribuidores los retiran de circulación. Un Labubu tamaño real se vende a una cifra aproximada de 150 000 dólares en una subasta de Pekín. Las aduanas del país madre de los Labubus confiscan valijas llenas de juguetes destinados a la reventa. Mientras tanto, las autoridades de China prohíben al banco Ping An Bank, con sede en Shenzhen, que siga ofreciendo Labubus a los clientes dispuestos a hacer un depósito de 50 000 yuanes durante tres meses (algo así como 6 000 dólares). En una nota publicada en el Diario del Pueblo del Partido Comunista Chino, se revela que el gobierno de Pekín pretende endurecer la regulación de los muñecos, aludiendo a que incentivan la adicción al consumo en menores de edad.

La primera vez que los veo me parecen algo desagradables. Más adelante los encuentro tintineando en la mochila de mi sobrina de 11 años y ya no me resultan tan feos. Meses después, me encuentro a mí misma deseando mi propio Labubu. Pero algo me lo impide, no me producen la ternura necesaria para dar el brazo a torcer.

¿Por qué no me conmueven los Labubu a mí, que colecciono toneladas de peluches y llaveros de animales antropomórficos? Quizá porque no encuentro en ellos la dulzura primitiva de lo kawaii, la noción estética que domina mi vida. ¿Pero qué es, precisamente, “lo kawaii”?

Esta podría ser una posible respuesta: hámsteres microscópicos de mirada suplicante, tortas glaseadas llenas de corazones, polleras con volados, objetos inanimados con expresión casi humana. Criaturas inocentes como un bebé o un animal pequeño que evocan la ternura y la desesperación. Una estética hiperfemenina, dulce, infantil.

A mis 11 años me adentré en una comunidad de Blogger en la que distintas preadolescentes latinoamericanas nos narrábamos nuestras vidas cotidianas a modo de diario íntimo virtual. Casi todas consumíamos animés y mangas japoneses, algunas ya eran adeptas a los doramas y también se hablaba de videojuegos, pero a todas nos unía fundamentalmente la fascinación por el mundo kawaii.

La palabra, en japonés, es un adjetivo que remite a “adorable”. Pero su acepción es más compleja: en general, se refiere a algo más que adorable, algo tan tierno que produce sentimientos de éxtasis o desesperación. Muchas cosas pueden ser kawaii, desde animales y humanos recién nacidos hasta bienes de consumo como postres, accesorios, artículos para el hogar y prendas de ropa.

Cute agression (“agresión adorable”) es un término acuñado por la psicóloga social Oriana Aragón. La experiencia que intenta describir es el deseo de morder o apretar cosas que nos resultan adorables, como cuando alguien observa a un bebé y dice “me lo comería”, o cuando un niño sostiene demasiado fuerte a una mascota y termina lastimándola. La ternura es el detonante, pero la emoción está mediada por la violencia. Algo muy similar dice la académica americana Sianne Ngai: “En su exagerada pasividad y vulnerabilidad, el objeto cute incita los deseos sadistas de posesión y control del consumidor al igual que sus ganas de abrazarlo”. 

¿Son kawaii los Labubu, el nuevo éxito absurdo del capitalismo salvaje? Acaso lo fueron esas primeras ilustraciones de Kasing Lung, que aún conservaban algo de inocencia animal y jugaban con la dimensión tierna de la fealdad. Pero esos muñecos que ahora saturan el mercado con su expresión burlona no parecen buscar protección, mucho menos necesitarla. Más que una sensibilidad kawaii, el éxito de esta nueva moda parece apelar a la abundancia tiktoker del “más es más”, a la necesidad actual de tenerlo todo impulsada por las microtrends: tendencias propagadas en redes sociales que nacen, aceleran el consumo y mueren en pocos meses.

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A los 12 años empecé a asistir a mis primeros eventos de animé. Conocí en persona a mi amiga virtual y nos acostumbramos a torturar a nuestros padres para que nos llevaran a distintos galpones del microcentro porteño en los que se llevaban a cabo las convenciones. En ese momento (el año era 2011), el merchandising que se podía encontrar era más bien escaso, pero para mí era una fantasía de consumo ideal. Pósteres, prendedores y tazas hechas por chicas que no tenían más de 20 veinte años. Personajes de animé hechos de tela y de trapo. Vinchas con orejas de gatita adheridas de modo artesanal. Todo nos encantaba y nos parecía suficiente. Nos comprábamos las orejitas y caminábamos sacándonos fotos con una cámara digital. Cuando veíamos algo que nos producía exaltación, gritábamos: “¡Kawaii!”.

La estética kawaii se masificó en Japón a un nivel tal que se pueden encontrar personajes adorables en cualquier lado: señales de tránsito, logos de marcas, oficinas del gobierno. Pero las raíces del fenómeno son mucho más antiguas. Los primeros registros de la palabra aparecen en obras como La historia de Genji, de Murasaki Shikibu (novela escrita en el siglo XI que es considerada una de las primeras de la historia) y en El libro de la almohada de Sei Shonagon, contemporánea y rival de Shikibu, un texto escrito a modo de diario que también es considerado una obra fundacional de la literatura japonesa. En estas primeras apariciones, la palabra “kawaii”, escrita como “kawayushi”, no apelaba tanto a algo “adorable”, sino a alguien avergonzado o patético, digno de lástima.

Más allá de sus raíces etimológicas, las bases de la cultura kawaii empezaron a delinearse a partir de 1945. Dice la crítica de arte Noi Sawaragi que, tras ser derrotada por Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, la nación japonesa, fundada en su propia imagen militarizada y viril, encontró refugio en la pequeñez inofensiva de lo adorable. Para Sawaragi, estos orígenes también se relacionan con la figura débil del emperador Hirohito durante el último tiempo de su reinado: “Un hombre viejo a punto de morir es la más débil de las criaturas. Hirohito era muy popular entre la gente como un anciano adorable”. Después de que las bombas atómicas destruyeran Hiroshima y Nagasaki y ese anciano adorable proclamara la rendición, una nueva fortaleza aparecería en el imaginario japonés: el poder de la debilidad. El mismo país que estaba globalmente asociado con su nacionalismo brutal, con sus prácticas imperialistas y con su rol como una de las potencias del Eje durante la Segunda Guerra, encontraba una nueva forma de mostrarse al mundo.

De la fusión de los productos occidentales que circulaban como consecuencia de la ocupación estadounidense en Japón —por ejemplo, los personajes de Disney— y de una voluntad por reinventarse estéticamente nació la cultura kawaii. Entre los cincuenta y los sesenta, el imperio de lo adorable creció en forma de peluches, comida, moda, publicidades y diseño industrial.

Sería imposible contar esta historia sin hablar de Sanrio: una empresa originalmente llamada Yamanashi Silk Company que empezó vendiendo sedas en los sesenta, luego pasó a dedicarse a las sandalias de goma, y más adelante descubrió el furor que podían causar sus productos si les agregaban un diseño de frutillas. En el 73 ya se habían rebautizado como Sanrio, un nombre que significa “río sagrado”, y ese rebranding allanó el terreno para el nacimiento de la reina por excelencia de las estrategias de marketing: Hello Kitty. La cara de la gatita —sus dos ojos negros como dos pelotitas, el icónico moño rojo, la ausencia de boca— apareció por primera vez en 1972, impresa en un monedero.

Dos años más tarde, Sanrio abrió su primer local en Estados Unidos. Desde entonces han dado a luz a más de cuatrocientos personajes y, según los datos de Forbes, Shintaro Tsuji, el fundador de la compañía, es uno de los hombres más ricos de su país.

En esa misma época, gracias al auge de las lapiceras mecánicas en los colegios, las estudiantes aprovecharon la posibilidad de escribir usando un trazo más fino para darle a sus hiraganas una impronta femenina. El estilo de los caracteres era más bien redondeado y los acompañaban pequeños dibujos como estrellas y corazones. Con aparente candidez, esas adolescentes inventaron un código propio: la caligrafía se desarrolló tanto que se volvió indescifrable para los adultos y fue prohibida en los colegios. Esta tendencia (que coincide con el boom del activismo estudiantil en Japón) habilitaba la posibilidad de que las estudiantes se comunicaran en secreto y a la vez rompía con la solemnidad de la vida escolar. La cultura kawaii empezaba a delinearse como un fenómeno de cierta voluntad rebelde que irrumpía en las tradiciones.

De forma análoga, el barrio de Harajuku se convertía en la meca de la subcultura joven. Ahí aparecían las primeras manifestaciones de la moda alternativa que explotaría definitivamente en los noventa. Subculturas urbanas que se suelen englobar bajo el genérico Harajuku Fashion. Algunas de ellas, como el Lolita y el Gyaru, tienen un fuerte componente feminista basado en revertir, a partir de la hiperfeminidad caprichosa, la imagen de la esposa japonesa ideal (la mujer callada y dócil de tez pálida y pelo oscuro).

En el 93 se empieza a emitir la versión animada del manga de Sailor Moon, una historia de romance y fantasía cuyas heroínas son justicieras que van al colegio de día y de noche luchan contra el mal. Los animés de este tipo son conocidos como mahou shōjo (“chicas mágicas”) y pertenecen, a su vez, a la categoría del animé shōjo (“chica joven”), series dirigidas especialmente a audiencias de mujeres: historias de grupos de amigas centradas en el humor y en la vida urbana, romances novelescos, chicas que encuentra la magia en sus vidas cotidianas. Sentadas debajo de un árbol de flores de cerezo, con los cachetes rosados, las chicas del shōjo habitan un mundo donde todo está por suceder: el descubrimiento del primer amor, el paso de la adolescencia a la adultez, el florecimiento de una feminidad deseada.

Cuenta la investigadora Sharon Kinsella que a partir del boom de la cultura kawaii surgieron los estereotipos de las mujeres obsesionadas con la ternura como personas infantiles, caprichosas y poco confiables que cultivaban un exterior inocente para seducir a los hombres y comprar chucherías con su dinero. Como consecuencia, muchas chicas respondían a estos prejuicios afianzando una cultura girls only (solo de chicas) y “empezaron a alardear su personalidad shōjo aún más, casi como un modo de ridiculizar la mirada masculina y dejar en claro su rechazo obstinado a la idea de dejar de jugar, irse a sus casas y aceptar menos de la vida”.

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Dos artistas del new pop japonés que empezaron a exponer en los noventa, influenciados por la estética kawaii: Takashi Murakami, famoso por sus margaritas multicolor de rostro humano, y Yoshitomo Nara, que creó un mundo de niñas heridas de ojos gigantes y mirada inquietante. En ese entonces Japón sufría las consecuencias de sus años de especulación financiera conocidos como “la burbuja económica”, una época marcada por la prosperidad y el despilfarro. Esa burbuja milagrosa que había elevado la calidad de vida estalló entre 1991 y 1992, iniciando un periodo de estancamiento económico. La obra de Yoshitomo Nara, para muchos, fue una representación simbólica de los sentimientos de una juventud que sentía una incertidumbre con respecto al futuro y un anhelo por recuperar la inocencia de la infancia.

"Peaceful Mind", Yoshitomo Nara (2019).

Según el economista Simon Kuznets hay dos casos que trascienden las categorías de países “desarrollados” o “en vías de desarrollo”: Japón y Argentina. Al primero lo describe como un país no desarrollado que logró desarrollarse (recordemos su situación de posguerra descripta más arriba, de la cual logró salir airoso y hoy es una de las mayores potencias económicas del mundo) mientras que al segundo lo considera uno relativamente desarrollado que fue en declive (el famoso “granero del mundo” que, aun con sus recursos naturales, no pudo sostenerse y cayó en las crisis cíclicas que todavía nos aquejan).

En la Argentina de los noventa, la ternura también aparecía para sublimar la angustia producida por la inestabilidad económica. Desde que Fernanda Laguna empezó a exponer, en 1994, su obra ha sido adjetivada con palabras como “cándida” o “cursi”.  Dice en su fanzine titulado Niña con perrito: “A los 21 cambié la búsqueda de la creatividad artística por el camino del corazón”. El camino del corazón: niñas rubias que parecen salidas de una estampita de Sarah Key o una postal de cumpleaños jugando con perritos en escenarios bucólicos. Un corazón peludo dibujado a lápiz, con pestañas arqueadas y sentimientos humanos (que hoy es parte de la colección del MoMA).

"Niña con perrito", Fernanda-Laguna (1994).

Con Menem a la presidencia, la política económica conocida como “el uno a uno” equiparaba el peso argentino al dólar, implantando una fantasía de acceso al consumo y la vida de lujos. Mientras crecía un mercado desregulado de importaciones abiertas que llenó las góndolas de productos primermundistas, el país se preparaba para la crisis del 2001. La pizza con champagne, los autos de último modelo y las jugueterías llenas de muñecas Barbie recién llegadas de Estados Unidos convivían con el aumento de la tasa de desempleo y el cierre de las industrias nacionales. De ese cráter, de esa contradicción entre consumo y decadencia, nace la galería y editorial Belleza y Felicidad, que Laguna fundó en el 99 junto a la escritora Cecilia Pavón. Un lugar que prometía el acceso al brillo desde la precariedad que caracterizó a esos años. En este contexto, la obra de Fernanda puso en valor la ternura y la recolección de chucherías como búsqueda estética. Una práctica que de cierta forma recuerda al vínculo que hoy establecen con los bazares las fanáticas de los objetos kawaii.

El primer animé en llegar a Latinoamérica fue Astroboy, que se emitió en México por primera vez en 1964. Propulsados por la expansión de los doblajes latinos, en los setenta ya circulaban en la televisión argentina, chilena, mexicana y peruana series como Heidi, Meteoro y Mazinger Z. Les siguieron los andróginos Caballeros del Zodiaco y Candy Candy, quizá la primera exportación de la abrillantada mirada shōjo en llegar a este lado del mundo. El boom se produce definitivamente en los noventa, de la mano de series como Sailor Moon, Dragon Ball Z, Pokémon y Ranma ½. Es a fines de esta década cuando la animación japonesa deja de ocupar un lugar infantil en la televisión de Argentina: el canal Locomotion, dedicado a dibujos animados +18, transmitió por primera vez Neon Genesis Evangelion, la joya existencialista de Hideaki Anno. Nueve años más tarde, Evangelion sería portada del Clarín. La tapa del diario anunciaba: “Los mejores amigos de los niños se han vuelto criaturas extrañas, complejas y levemente oscuras”.  

Antes de que las convenciones de animé se volvieran comunes en los dos mil, la artista Fernanda Laguna ya proponía una suerte de Sanrio tercermundista pintando sobre cartón, con materiales reutilizados y la emoción como valor máximo.

Hay nombres de la escena actual del arte argentino que dialogan con la filosofía de lo pequeño y lo infantil. Ad Minoliti, por ejemplo, propone un mundo reconstruido a la medida de la ternura. “Museo Peluche”, su primera muestra individual a gran escala que inauguró en el Museo de Arte Moderno a fines de 2019, convirtió el famoso cubo blanco en un universo lúdico y kawaii: colores estridentes que parecían gotear y derramarse sobre los bordes de la sala, miradas estilo manga atrapadas en formas geométricas, juguetes para niños deformados.

Otro artista joven, Gregorio Rubio, bautiza sus obras con palabras en diminutivo: Pinturita, Peluchites, Verduritas. Un gesto de ingenuidad burlona con el que se aleja de la solemnidad tanto tiempo asociada a la labor artística y se acerca a la frescura estética de un jardín de infantes.  En “Blonde” (2023), su primera muestra en la galería Hipopoety, expuso una serie de videos intervenidos digitalmente en los que él mismo aparecía como actor, encarnando distintos roles de cuentos de hadas y tomando una poción que lo convertía en dibujo animado. De nuevo, los juguetes: esas cuatro pantallas (con las que, en 2024, ganó el premio En Obra de Arteba) son kawaii como podría serlo un modelo reluciente de Fisher Price.

Entre las herederas de Fernanda Laguna se podría nombrar a Nikiri. En el 2023 expuso en Norma Mía, un local fundado por la misma Laguna. En medio de la vorágine de vida social de un sábado por la noche, un pasillo mal iluminado albergaba una colonia de dibujos microscópicos pegados en las paredes con cinta scotch. Era la muestra titulada “Moñitos, hebillas y camiones”, inductora de serenidad en noches caóticas. Con una mirada atenta se revelaba algo más sobre esos dibujos: como si fueran transformers de trazo simple, esos trazos dulces se retorcían sobre el papel tomando forma de máquinas industriales.

"Moñitos, hebillas y camiones" (2023).

Pero es probable que el mejor lugar para encontrar el fenómeno kawaii no sea en las galerías de arte contemporáneo sino, más bien, en el barrio porteño de Once, donde en los últimos años proliferaron los productos importados de China que emulan las versiones originales de otros productos asiáticos.

“Hoy en día todo es de plástico, en tres mil años los historiadores y los arqueólogos no van a encontrar nada más que restos de polímero de los Labubus [...], van a encontrar microplásticos en nuestros huesos y van a llamar a esta época los temu twenties”, dice la cuenta de Twitter @seapearlangel aludiendo a Temu, la nueva plataforma de compras online que ofrece productos importados de China a bajísimo costo. Se hizo viral por su elocuencia, pero la idea no es nueva: todos sabemos que estamos viviendo la era dorada del plástico.

En mis primeras convenciones de animé, la mayoría de los objetos kawaii con los que me encontraba eran artesanales. Las cosplayers cosían a mano sus propios trajes o se los encargaban a alguna conocida. Hoy, estos eventos están llenos de trajes comprados en tiendas virtuales del exterior. Más allá del pasaje del merch artesanal a la proliferación de productos fabricados en masa, es cierto que en la Argentina actual la estética kawaii se asocia más fuertemente al consumo masivo que cuando descubrí esas primeras convenciones (lo mismo sucede en el resto de Latinoamérica: en Ciudad de México, por ejemplo, hay un mercado callejero que se dedica enteramente a vender productos de Hello Kitty). En los bazares chinos las niñas les piden a sus padres que les compren peluches de Sanrio y nombran a cada uno por su nombre con rigurosidad profesional. Wanda Nara, vedette y figura de la farándula, luce orgullosa sus accesorios de Kitty e incluso acusa a su enemiga mediática de copiarle su amor por la gatita. La misma gatita, hecha por inteligencia artificial, sobrevuela el Obelisco en la última publicidad de Instagram en la que McDonald's anuncia su nueva cajita feliz.

Cuando Sianne Ngai piensa la relación entre las personas y los objetos adorables, dice que nadie se ve obligado a establecer una relación específica con las artes visuales (es común, por ejemplo, no relacionarse con un cuadro), pero es muy fácil vincularse estéticamente con objetos que no “son” obras. Se refiere a las mercancías especialmente diseñadas que nos rodean en el día a día: cualquier persona interactúa con objetos de papelería, paquetes de snacks o artefactos del hogar. Ella usa como ejemplo una esponja de baño que tiene forma de rana para demostrar cuánto la estética cute depende de una suavidad que invita al contacto físico y, también, la importancia que tiene el antropomorfismo para la ternura. Una ternura que debe ser, ante todo, primitiva: estilísticamente simplificada, evoca la emoción humana, pero se opone en un mismo gesto al realismo y la verosimilitud.

Cuanto más pequeño y manipulable sea el objeto, mayores serán sus cualidades kawaii. Casi como si al objeto esa ternura le fuera impuesta y a él, de modo pasivo, no le quedara más opción que entregarse a su existencia adorable. Siempre hay algo de violencia en el objeto kawaii, esa es la paradoja.

Es posible trazar un paralelismo entre aquellos escenarios en que Japón purgó sus males mediante la cultura de lo adorable con la relación entre Argentina y la ternura. Durante los años que precedieron y los que siguieron a la crisis del 2001, Fernanda Laguna experimentó con las distintas formas de la ingenuidad. Ahora, en un país gobernado por la ultraderecha y una economía en debacle, algunas nos aferramos a objetos adorables cuya existencia implica la acción violenta de deformar una criatura hasta llevarla a su punto cúlmine de ternura.

Difícil evadir la autorreferencialidad: nada me conmueve más que la ternura de un objeto importado de Japón. En su libro Maquillada: Ensayo sobre el mundo y sus sombras, la autora Daphné B reflexiona sobre chicas como ella y como yo, que vivimos en el limbo entre la infancia y la adultez (ella piensa en la canción de Britney: “I’m not a girl, not yet a woman”), obsesionadas con la ternura inanimada. Dice Daphné que, cuando nos proyectamos en Hello Kitty, lo que decimos no es tanto “hola”, sino más bien “por favor, cuídame”. Queremos habitar ese espacio liminal, ese mundo simple y rosado de animales adorables, un escapismo de bordes redondeados que nos permite soportar la realidad. La vida de las chicas shōjo nos permite detenernos en una temporalidad posterior a ese momento en que nos convertimos en mujeres adultas corrompidas por el cinismo del mundo.

Deseo estos objetos y me identifico con ellos, con su pequeñez y su maleabilidad. No sé qué sucede primero. Siento frenesí cuando gasto dinero en peluches adorables. No quiero pensar que mi interés por la dulzura está basado en el consumo. Me fascinan todos los animales pequeños, los atardeceres rosados, la espuma de mar que brilla sobre la arena. Pero cuando me pongo mis vestidos con volados y lleno la cartera de llaveros de Sanrio que chocan entre sí y hacen ruido mientras camino, me siento en paz. Como si pudiera encontrarme con la sustancia de la que estoy hecha.

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Una declaración de amor a lo <i>kawaii</i>

Una declaración de amor a lo <i>kawaii</i>

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Monstruos tiernos, conejos colmilludos y objetos irresistibles: de los Labubus virales a la estética <i>kawaii</i> que atraviesa generaciones, consumos y crisis. Un viaje por la dulzura exagerada que seduce al mundo —de Japón a Argentina— y revela cómo lo adorable puede ser refugio, rebeldía y hasta síntoma de nuestra época.

Conejos élficos de ojos grandes, cuerpos peludos y bocas llenas de colmillos. Era 2015 cuando el artista chino Kasing Lung, de entonces 43 años, le mostró sus criaturas al mundo en el libro ilustrado The Monsters. Los dibujó influido por el folclore de Noruega, el país al que se había mudado a sus 7 años. En la obra, aparecen distintas especies de monstruos, pero una sola llegaría a ser conocida en todo el mundo: los Labubus.

Al principio, los Labubus circulaban más que nada en el nicho de coleccionistas de juguetes raros. Pero una historia de Instagram de Lisa, integrante del grupo de pop coreano Blackpink, los propulsó a la fama. Hoy cuelgan de las carteras Louis Vuitton de las estrellas estadounidenses y sonríen con malicia en todo tipo de publicidades. Los más cuidadosos los pasean dentro de fundas de plástico para que no se ensucien o los visten con prendas fabricadas especialmente.

Estos monstruos no solo son la cara de la era actual del consumo, su éxito también advierte la inminencia de China como potencia global e intercede en sus propias políticas económicas. Los juguetes oficiales de Pop Mart se agotan apenas salen al mercado, por eso estallan las reventas y las falsificaciones. En el Stratford Store de Londres, los compradores se pelean de tal manera para llevarse los juguetes que sus distribuidores los retiran de circulación. Un Labubu tamaño real se vende a una cifra aproximada de 150 000 dólares en una subasta de Pekín. Las aduanas del país madre de los Labubus confiscan valijas llenas de juguetes destinados a la reventa. Mientras tanto, las autoridades de China prohíben al banco Ping An Bank, con sede en Shenzhen, que siga ofreciendo Labubus a los clientes dispuestos a hacer un depósito de 50 000 yuanes durante tres meses (algo así como 6 000 dólares). En una nota publicada en el Diario del Pueblo del Partido Comunista Chino, se revela que el gobierno de Pekín pretende endurecer la regulación de los muñecos, aludiendo a que incentivan la adicción al consumo en menores de edad.

La primera vez que los veo me parecen algo desagradables. Más adelante los encuentro tintineando en la mochila de mi sobrina de 11 años y ya no me resultan tan feos. Meses después, me encuentro a mí misma deseando mi propio Labubu. Pero algo me lo impide, no me producen la ternura necesaria para dar el brazo a torcer.

¿Por qué no me conmueven los Labubu a mí, que colecciono toneladas de peluches y llaveros de animales antropomórficos? Quizá porque no encuentro en ellos la dulzura primitiva de lo kawaii, la noción estética que domina mi vida. ¿Pero qué es, precisamente, “lo kawaii”?

Esta podría ser una posible respuesta: hámsteres microscópicos de mirada suplicante, tortas glaseadas llenas de corazones, polleras con volados, objetos inanimados con expresión casi humana. Criaturas inocentes como un bebé o un animal pequeño que evocan la ternura y la desesperación. Una estética hiperfemenina, dulce, infantil.

A mis 11 años me adentré en una comunidad de Blogger en la que distintas preadolescentes latinoamericanas nos narrábamos nuestras vidas cotidianas a modo de diario íntimo virtual. Casi todas consumíamos animés y mangas japoneses, algunas ya eran adeptas a los doramas y también se hablaba de videojuegos, pero a todas nos unía fundamentalmente la fascinación por el mundo kawaii.

La palabra, en japonés, es un adjetivo que remite a “adorable”. Pero su acepción es más compleja: en general, se refiere a algo más que adorable, algo tan tierno que produce sentimientos de éxtasis o desesperación. Muchas cosas pueden ser kawaii, desde animales y humanos recién nacidos hasta bienes de consumo como postres, accesorios, artículos para el hogar y prendas de ropa.

Cute agression (“agresión adorable”) es un término acuñado por la psicóloga social Oriana Aragón. La experiencia que intenta describir es el deseo de morder o apretar cosas que nos resultan adorables, como cuando alguien observa a un bebé y dice “me lo comería”, o cuando un niño sostiene demasiado fuerte a una mascota y termina lastimándola. La ternura es el detonante, pero la emoción está mediada por la violencia. Algo muy similar dice la académica americana Sianne Ngai: “En su exagerada pasividad y vulnerabilidad, el objeto cute incita los deseos sadistas de posesión y control del consumidor al igual que sus ganas de abrazarlo”. 

¿Son kawaii los Labubu, el nuevo éxito absurdo del capitalismo salvaje? Acaso lo fueron esas primeras ilustraciones de Kasing Lung, que aún conservaban algo de inocencia animal y jugaban con la dimensión tierna de la fealdad. Pero esos muñecos que ahora saturan el mercado con su expresión burlona no parecen buscar protección, mucho menos necesitarla. Más que una sensibilidad kawaii, el éxito de esta nueva moda parece apelar a la abundancia tiktoker del “más es más”, a la necesidad actual de tenerlo todo impulsada por las microtrends: tendencias propagadas en redes sociales que nacen, aceleran el consumo y mueren en pocos meses.

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A los 12 años empecé a asistir a mis primeros eventos de animé. Conocí en persona a mi amiga virtual y nos acostumbramos a torturar a nuestros padres para que nos llevaran a distintos galpones del microcentro porteño en los que se llevaban a cabo las convenciones. En ese momento (el año era 2011), el merchandising que se podía encontrar era más bien escaso, pero para mí era una fantasía de consumo ideal. Pósteres, prendedores y tazas hechas por chicas que no tenían más de 20 veinte años. Personajes de animé hechos de tela y de trapo. Vinchas con orejas de gatita adheridas de modo artesanal. Todo nos encantaba y nos parecía suficiente. Nos comprábamos las orejitas y caminábamos sacándonos fotos con una cámara digital. Cuando veíamos algo que nos producía exaltación, gritábamos: “¡Kawaii!”.

La estética kawaii se masificó en Japón a un nivel tal que se pueden encontrar personajes adorables en cualquier lado: señales de tránsito, logos de marcas, oficinas del gobierno. Pero las raíces del fenómeno son mucho más antiguas. Los primeros registros de la palabra aparecen en obras como La historia de Genji, de Murasaki Shikibu (novela escrita en el siglo XI que es considerada una de las primeras de la historia) y en El libro de la almohada de Sei Shonagon, contemporánea y rival de Shikibu, un texto escrito a modo de diario que también es considerado una obra fundacional de la literatura japonesa. En estas primeras apariciones, la palabra “kawaii”, escrita como “kawayushi”, no apelaba tanto a algo “adorable”, sino a alguien avergonzado o patético, digno de lástima.

Más allá de sus raíces etimológicas, las bases de la cultura kawaii empezaron a delinearse a partir de 1945. Dice la crítica de arte Noi Sawaragi que, tras ser derrotada por Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, la nación japonesa, fundada en su propia imagen militarizada y viril, encontró refugio en la pequeñez inofensiva de lo adorable. Para Sawaragi, estos orígenes también se relacionan con la figura débil del emperador Hirohito durante el último tiempo de su reinado: “Un hombre viejo a punto de morir es la más débil de las criaturas. Hirohito era muy popular entre la gente como un anciano adorable”. Después de que las bombas atómicas destruyeran Hiroshima y Nagasaki y ese anciano adorable proclamara la rendición, una nueva fortaleza aparecería en el imaginario japonés: el poder de la debilidad. El mismo país que estaba globalmente asociado con su nacionalismo brutal, con sus prácticas imperialistas y con su rol como una de las potencias del Eje durante la Segunda Guerra, encontraba una nueva forma de mostrarse al mundo.

De la fusión de los productos occidentales que circulaban como consecuencia de la ocupación estadounidense en Japón —por ejemplo, los personajes de Disney— y de una voluntad por reinventarse estéticamente nació la cultura kawaii. Entre los cincuenta y los sesenta, el imperio de lo adorable creció en forma de peluches, comida, moda, publicidades y diseño industrial.

Sería imposible contar esta historia sin hablar de Sanrio: una empresa originalmente llamada Yamanashi Silk Company que empezó vendiendo sedas en los sesenta, luego pasó a dedicarse a las sandalias de goma, y más adelante descubrió el furor que podían causar sus productos si les agregaban un diseño de frutillas. En el 73 ya se habían rebautizado como Sanrio, un nombre que significa “río sagrado”, y ese rebranding allanó el terreno para el nacimiento de la reina por excelencia de las estrategias de marketing: Hello Kitty. La cara de la gatita —sus dos ojos negros como dos pelotitas, el icónico moño rojo, la ausencia de boca— apareció por primera vez en 1972, impresa en un monedero.

Dos años más tarde, Sanrio abrió su primer local en Estados Unidos. Desde entonces han dado a luz a más de cuatrocientos personajes y, según los datos de Forbes, Shintaro Tsuji, el fundador de la compañía, es uno de los hombres más ricos de su país.

En esa misma época, gracias al auge de las lapiceras mecánicas en los colegios, las estudiantes aprovecharon la posibilidad de escribir usando un trazo más fino para darle a sus hiraganas una impronta femenina. El estilo de los caracteres era más bien redondeado y los acompañaban pequeños dibujos como estrellas y corazones. Con aparente candidez, esas adolescentes inventaron un código propio: la caligrafía se desarrolló tanto que se volvió indescifrable para los adultos y fue prohibida en los colegios. Esta tendencia (que coincide con el boom del activismo estudiantil en Japón) habilitaba la posibilidad de que las estudiantes se comunicaran en secreto y a la vez rompía con la solemnidad de la vida escolar. La cultura kawaii empezaba a delinearse como un fenómeno de cierta voluntad rebelde que irrumpía en las tradiciones.

De forma análoga, el barrio de Harajuku se convertía en la meca de la subcultura joven. Ahí aparecían las primeras manifestaciones de la moda alternativa que explotaría definitivamente en los noventa. Subculturas urbanas que se suelen englobar bajo el genérico Harajuku Fashion. Algunas de ellas, como el Lolita y el Gyaru, tienen un fuerte componente feminista basado en revertir, a partir de la hiperfeminidad caprichosa, la imagen de la esposa japonesa ideal (la mujer callada y dócil de tez pálida y pelo oscuro).

En el 93 se empieza a emitir la versión animada del manga de Sailor Moon, una historia de romance y fantasía cuyas heroínas son justicieras que van al colegio de día y de noche luchan contra el mal. Los animés de este tipo son conocidos como mahou shōjo (“chicas mágicas”) y pertenecen, a su vez, a la categoría del animé shōjo (“chica joven”), series dirigidas especialmente a audiencias de mujeres: historias de grupos de amigas centradas en el humor y en la vida urbana, romances novelescos, chicas que encuentra la magia en sus vidas cotidianas. Sentadas debajo de un árbol de flores de cerezo, con los cachetes rosados, las chicas del shōjo habitan un mundo donde todo está por suceder: el descubrimiento del primer amor, el paso de la adolescencia a la adultez, el florecimiento de una feminidad deseada.

Cuenta la investigadora Sharon Kinsella que a partir del boom de la cultura kawaii surgieron los estereotipos de las mujeres obsesionadas con la ternura como personas infantiles, caprichosas y poco confiables que cultivaban un exterior inocente para seducir a los hombres y comprar chucherías con su dinero. Como consecuencia, muchas chicas respondían a estos prejuicios afianzando una cultura girls only (solo de chicas) y “empezaron a alardear su personalidad shōjo aún más, casi como un modo de ridiculizar la mirada masculina y dejar en claro su rechazo obstinado a la idea de dejar de jugar, irse a sus casas y aceptar menos de la vida”.

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Dos artistas del new pop japonés que empezaron a exponer en los noventa, influenciados por la estética kawaii: Takashi Murakami, famoso por sus margaritas multicolor de rostro humano, y Yoshitomo Nara, que creó un mundo de niñas heridas de ojos gigantes y mirada inquietante. En ese entonces Japón sufría las consecuencias de sus años de especulación financiera conocidos como “la burbuja económica”, una época marcada por la prosperidad y el despilfarro. Esa burbuja milagrosa que había elevado la calidad de vida estalló entre 1991 y 1992, iniciando un periodo de estancamiento económico. La obra de Yoshitomo Nara, para muchos, fue una representación simbólica de los sentimientos de una juventud que sentía una incertidumbre con respecto al futuro y un anhelo por recuperar la inocencia de la infancia.

"Peaceful Mind", Yoshitomo Nara (2019).

Según el economista Simon Kuznets hay dos casos que trascienden las categorías de países “desarrollados” o “en vías de desarrollo”: Japón y Argentina. Al primero lo describe como un país no desarrollado que logró desarrollarse (recordemos su situación de posguerra descripta más arriba, de la cual logró salir airoso y hoy es una de las mayores potencias económicas del mundo) mientras que al segundo lo considera uno relativamente desarrollado que fue en declive (el famoso “granero del mundo” que, aun con sus recursos naturales, no pudo sostenerse y cayó en las crisis cíclicas que todavía nos aquejan).

En la Argentina de los noventa, la ternura también aparecía para sublimar la angustia producida por la inestabilidad económica. Desde que Fernanda Laguna empezó a exponer, en 1994, su obra ha sido adjetivada con palabras como “cándida” o “cursi”.  Dice en su fanzine titulado Niña con perrito: “A los 21 cambié la búsqueda de la creatividad artística por el camino del corazón”. El camino del corazón: niñas rubias que parecen salidas de una estampita de Sarah Key o una postal de cumpleaños jugando con perritos en escenarios bucólicos. Un corazón peludo dibujado a lápiz, con pestañas arqueadas y sentimientos humanos (que hoy es parte de la colección del MoMA).

"Niña con perrito", Fernanda-Laguna (1994).

Con Menem a la presidencia, la política económica conocida como “el uno a uno” equiparaba el peso argentino al dólar, implantando una fantasía de acceso al consumo y la vida de lujos. Mientras crecía un mercado desregulado de importaciones abiertas que llenó las góndolas de productos primermundistas, el país se preparaba para la crisis del 2001. La pizza con champagne, los autos de último modelo y las jugueterías llenas de muñecas Barbie recién llegadas de Estados Unidos convivían con el aumento de la tasa de desempleo y el cierre de las industrias nacionales. De ese cráter, de esa contradicción entre consumo y decadencia, nace la galería y editorial Belleza y Felicidad, que Laguna fundó en el 99 junto a la escritora Cecilia Pavón. Un lugar que prometía el acceso al brillo desde la precariedad que caracterizó a esos años. En este contexto, la obra de Fernanda puso en valor la ternura y la recolección de chucherías como búsqueda estética. Una práctica que de cierta forma recuerda al vínculo que hoy establecen con los bazares las fanáticas de los objetos kawaii.

El primer animé en llegar a Latinoamérica fue Astroboy, que se emitió en México por primera vez en 1964. Propulsados por la expansión de los doblajes latinos, en los setenta ya circulaban en la televisión argentina, chilena, mexicana y peruana series como Heidi, Meteoro y Mazinger Z. Les siguieron los andróginos Caballeros del Zodiaco y Candy Candy, quizá la primera exportación de la abrillantada mirada shōjo en llegar a este lado del mundo. El boom se produce definitivamente en los noventa, de la mano de series como Sailor Moon, Dragon Ball Z, Pokémon y Ranma ½. Es a fines de esta década cuando la animación japonesa deja de ocupar un lugar infantil en la televisión de Argentina: el canal Locomotion, dedicado a dibujos animados +18, transmitió por primera vez Neon Genesis Evangelion, la joya existencialista de Hideaki Anno. Nueve años más tarde, Evangelion sería portada del Clarín. La tapa del diario anunciaba: “Los mejores amigos de los niños se han vuelto criaturas extrañas, complejas y levemente oscuras”.  

Antes de que las convenciones de animé se volvieran comunes en los dos mil, la artista Fernanda Laguna ya proponía una suerte de Sanrio tercermundista pintando sobre cartón, con materiales reutilizados y la emoción como valor máximo.

Hay nombres de la escena actual del arte argentino que dialogan con la filosofía de lo pequeño y lo infantil. Ad Minoliti, por ejemplo, propone un mundo reconstruido a la medida de la ternura. “Museo Peluche”, su primera muestra individual a gran escala que inauguró en el Museo de Arte Moderno a fines de 2019, convirtió el famoso cubo blanco en un universo lúdico y kawaii: colores estridentes que parecían gotear y derramarse sobre los bordes de la sala, miradas estilo manga atrapadas en formas geométricas, juguetes para niños deformados.

Otro artista joven, Gregorio Rubio, bautiza sus obras con palabras en diminutivo: Pinturita, Peluchites, Verduritas. Un gesto de ingenuidad burlona con el que se aleja de la solemnidad tanto tiempo asociada a la labor artística y se acerca a la frescura estética de un jardín de infantes.  En “Blonde” (2023), su primera muestra en la galería Hipopoety, expuso una serie de videos intervenidos digitalmente en los que él mismo aparecía como actor, encarnando distintos roles de cuentos de hadas y tomando una poción que lo convertía en dibujo animado. De nuevo, los juguetes: esas cuatro pantallas (con las que, en 2024, ganó el premio En Obra de Arteba) son kawaii como podría serlo un modelo reluciente de Fisher Price.

Entre las herederas de Fernanda Laguna se podría nombrar a Nikiri. En el 2023 expuso en Norma Mía, un local fundado por la misma Laguna. En medio de la vorágine de vida social de un sábado por la noche, un pasillo mal iluminado albergaba una colonia de dibujos microscópicos pegados en las paredes con cinta scotch. Era la muestra titulada “Moñitos, hebillas y camiones”, inductora de serenidad en noches caóticas. Con una mirada atenta se revelaba algo más sobre esos dibujos: como si fueran transformers de trazo simple, esos trazos dulces se retorcían sobre el papel tomando forma de máquinas industriales.

"Moñitos, hebillas y camiones" (2023).

Pero es probable que el mejor lugar para encontrar el fenómeno kawaii no sea en las galerías de arte contemporáneo sino, más bien, en el barrio porteño de Once, donde en los últimos años proliferaron los productos importados de China que emulan las versiones originales de otros productos asiáticos.

“Hoy en día todo es de plástico, en tres mil años los historiadores y los arqueólogos no van a encontrar nada más que restos de polímero de los Labubus [...], van a encontrar microplásticos en nuestros huesos y van a llamar a esta época los temu twenties”, dice la cuenta de Twitter @seapearlangel aludiendo a Temu, la nueva plataforma de compras online que ofrece productos importados de China a bajísimo costo. Se hizo viral por su elocuencia, pero la idea no es nueva: todos sabemos que estamos viviendo la era dorada del plástico.

En mis primeras convenciones de animé, la mayoría de los objetos kawaii con los que me encontraba eran artesanales. Las cosplayers cosían a mano sus propios trajes o se los encargaban a alguna conocida. Hoy, estos eventos están llenos de trajes comprados en tiendas virtuales del exterior. Más allá del pasaje del merch artesanal a la proliferación de productos fabricados en masa, es cierto que en la Argentina actual la estética kawaii se asocia más fuertemente al consumo masivo que cuando descubrí esas primeras convenciones (lo mismo sucede en el resto de Latinoamérica: en Ciudad de México, por ejemplo, hay un mercado callejero que se dedica enteramente a vender productos de Hello Kitty). En los bazares chinos las niñas les piden a sus padres que les compren peluches de Sanrio y nombran a cada uno por su nombre con rigurosidad profesional. Wanda Nara, vedette y figura de la farándula, luce orgullosa sus accesorios de Kitty e incluso acusa a su enemiga mediática de copiarle su amor por la gatita. La misma gatita, hecha por inteligencia artificial, sobrevuela el Obelisco en la última publicidad de Instagram en la que McDonald's anuncia su nueva cajita feliz.

Cuando Sianne Ngai piensa la relación entre las personas y los objetos adorables, dice que nadie se ve obligado a establecer una relación específica con las artes visuales (es común, por ejemplo, no relacionarse con un cuadro), pero es muy fácil vincularse estéticamente con objetos que no “son” obras. Se refiere a las mercancías especialmente diseñadas que nos rodean en el día a día: cualquier persona interactúa con objetos de papelería, paquetes de snacks o artefactos del hogar. Ella usa como ejemplo una esponja de baño que tiene forma de rana para demostrar cuánto la estética cute depende de una suavidad que invita al contacto físico y, también, la importancia que tiene el antropomorfismo para la ternura. Una ternura que debe ser, ante todo, primitiva: estilísticamente simplificada, evoca la emoción humana, pero se opone en un mismo gesto al realismo y la verosimilitud.

Cuanto más pequeño y manipulable sea el objeto, mayores serán sus cualidades kawaii. Casi como si al objeto esa ternura le fuera impuesta y a él, de modo pasivo, no le quedara más opción que entregarse a su existencia adorable. Siempre hay algo de violencia en el objeto kawaii, esa es la paradoja.

Es posible trazar un paralelismo entre aquellos escenarios en que Japón purgó sus males mediante la cultura de lo adorable con la relación entre Argentina y la ternura. Durante los años que precedieron y los que siguieron a la crisis del 2001, Fernanda Laguna experimentó con las distintas formas de la ingenuidad. Ahora, en un país gobernado por la ultraderecha y una economía en debacle, algunas nos aferramos a objetos adorables cuya existencia implica la acción violenta de deformar una criatura hasta llevarla a su punto cúlmine de ternura.

Difícil evadir la autorreferencialidad: nada me conmueve más que la ternura de un objeto importado de Japón. En su libro Maquillada: Ensayo sobre el mundo y sus sombras, la autora Daphné B reflexiona sobre chicas como ella y como yo, que vivimos en el limbo entre la infancia y la adultez (ella piensa en la canción de Britney: “I’m not a girl, not yet a woman”), obsesionadas con la ternura inanimada. Dice Daphné que, cuando nos proyectamos en Hello Kitty, lo que decimos no es tanto “hola”, sino más bien “por favor, cuídame”. Queremos habitar ese espacio liminal, ese mundo simple y rosado de animales adorables, un escapismo de bordes redondeados que nos permite soportar la realidad. La vida de las chicas shōjo nos permite detenernos en una temporalidad posterior a ese momento en que nos convertimos en mujeres adultas corrompidas por el cinismo del mundo.

Deseo estos objetos y me identifico con ellos, con su pequeñez y su maleabilidad. No sé qué sucede primero. Siento frenesí cuando gasto dinero en peluches adorables. No quiero pensar que mi interés por la dulzura está basado en el consumo. Me fascinan todos los animales pequeños, los atardeceres rosados, la espuma de mar que brilla sobre la arena. Pero cuando me pongo mis vestidos con volados y lleno la cartera de llaveros de Sanrio que chocan entre sí y hacen ruido mientras camino, me siento en paz. Como si pudiera encontrarme con la sustancia de la que estoy hecha.

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Una declaración de amor a lo <i>kawaii</i>

Una declaración de amor a lo <i>kawaii</i>

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ilustración de Mirelle Mora.
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Tiempo de Lectura: 00 min

Monstruos tiernos, conejos colmilludos y objetos irresistibles: de los Labubus virales a la estética <i>kawaii</i> que atraviesa generaciones, consumos y crisis. Un viaje por la dulzura exagerada que seduce al mundo —de Japón a Argentina— y revela cómo lo adorable puede ser refugio, rebeldía y hasta síntoma de nuestra época.

Conejos élficos de ojos grandes, cuerpos peludos y bocas llenas de colmillos. Era 2015 cuando el artista chino Kasing Lung, de entonces 43 años, le mostró sus criaturas al mundo en el libro ilustrado The Monsters. Los dibujó influido por el folclore de Noruega, el país al que se había mudado a sus 7 años. En la obra, aparecen distintas especies de monstruos, pero una sola llegaría a ser conocida en todo el mundo: los Labubus.

Al principio, los Labubus circulaban más que nada en el nicho de coleccionistas de juguetes raros. Pero una historia de Instagram de Lisa, integrante del grupo de pop coreano Blackpink, los propulsó a la fama. Hoy cuelgan de las carteras Louis Vuitton de las estrellas estadounidenses y sonríen con malicia en todo tipo de publicidades. Los más cuidadosos los pasean dentro de fundas de plástico para que no se ensucien o los visten con prendas fabricadas especialmente.

Estos monstruos no solo son la cara de la era actual del consumo, su éxito también advierte la inminencia de China como potencia global e intercede en sus propias políticas económicas. Los juguetes oficiales de Pop Mart se agotan apenas salen al mercado, por eso estallan las reventas y las falsificaciones. En el Stratford Store de Londres, los compradores se pelean de tal manera para llevarse los juguetes que sus distribuidores los retiran de circulación. Un Labubu tamaño real se vende a una cifra aproximada de 150 000 dólares en una subasta de Pekín. Las aduanas del país madre de los Labubus confiscan valijas llenas de juguetes destinados a la reventa. Mientras tanto, las autoridades de China prohíben al banco Ping An Bank, con sede en Shenzhen, que siga ofreciendo Labubus a los clientes dispuestos a hacer un depósito de 50 000 yuanes durante tres meses (algo así como 6 000 dólares). En una nota publicada en el Diario del Pueblo del Partido Comunista Chino, se revela que el gobierno de Pekín pretende endurecer la regulación de los muñecos, aludiendo a que incentivan la adicción al consumo en menores de edad.

La primera vez que los veo me parecen algo desagradables. Más adelante los encuentro tintineando en la mochila de mi sobrina de 11 años y ya no me resultan tan feos. Meses después, me encuentro a mí misma deseando mi propio Labubu. Pero algo me lo impide, no me producen la ternura necesaria para dar el brazo a torcer.

¿Por qué no me conmueven los Labubu a mí, que colecciono toneladas de peluches y llaveros de animales antropomórficos? Quizá porque no encuentro en ellos la dulzura primitiva de lo kawaii, la noción estética que domina mi vida. ¿Pero qué es, precisamente, “lo kawaii”?

Esta podría ser una posible respuesta: hámsteres microscópicos de mirada suplicante, tortas glaseadas llenas de corazones, polleras con volados, objetos inanimados con expresión casi humana. Criaturas inocentes como un bebé o un animal pequeño que evocan la ternura y la desesperación. Una estética hiperfemenina, dulce, infantil.

A mis 11 años me adentré en una comunidad de Blogger en la que distintas preadolescentes latinoamericanas nos narrábamos nuestras vidas cotidianas a modo de diario íntimo virtual. Casi todas consumíamos animés y mangas japoneses, algunas ya eran adeptas a los doramas y también se hablaba de videojuegos, pero a todas nos unía fundamentalmente la fascinación por el mundo kawaii.

La palabra, en japonés, es un adjetivo que remite a “adorable”. Pero su acepción es más compleja: en general, se refiere a algo más que adorable, algo tan tierno que produce sentimientos de éxtasis o desesperación. Muchas cosas pueden ser kawaii, desde animales y humanos recién nacidos hasta bienes de consumo como postres, accesorios, artículos para el hogar y prendas de ropa.

Cute agression (“agresión adorable”) es un término acuñado por la psicóloga social Oriana Aragón. La experiencia que intenta describir es el deseo de morder o apretar cosas que nos resultan adorables, como cuando alguien observa a un bebé y dice “me lo comería”, o cuando un niño sostiene demasiado fuerte a una mascota y termina lastimándola. La ternura es el detonante, pero la emoción está mediada por la violencia. Algo muy similar dice la académica americana Sianne Ngai: “En su exagerada pasividad y vulnerabilidad, el objeto cute incita los deseos sadistas de posesión y control del consumidor al igual que sus ganas de abrazarlo”. 

¿Son kawaii los Labubu, el nuevo éxito absurdo del capitalismo salvaje? Acaso lo fueron esas primeras ilustraciones de Kasing Lung, que aún conservaban algo de inocencia animal y jugaban con la dimensión tierna de la fealdad. Pero esos muñecos que ahora saturan el mercado con su expresión burlona no parecen buscar protección, mucho menos necesitarla. Más que una sensibilidad kawaii, el éxito de esta nueva moda parece apelar a la abundancia tiktoker del “más es más”, a la necesidad actual de tenerlo todo impulsada por las microtrends: tendencias propagadas en redes sociales que nacen, aceleran el consumo y mueren en pocos meses.

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A los 12 años empecé a asistir a mis primeros eventos de animé. Conocí en persona a mi amiga virtual y nos acostumbramos a torturar a nuestros padres para que nos llevaran a distintos galpones del microcentro porteño en los que se llevaban a cabo las convenciones. En ese momento (el año era 2011), el merchandising que se podía encontrar era más bien escaso, pero para mí era una fantasía de consumo ideal. Pósteres, prendedores y tazas hechas por chicas que no tenían más de 20 veinte años. Personajes de animé hechos de tela y de trapo. Vinchas con orejas de gatita adheridas de modo artesanal. Todo nos encantaba y nos parecía suficiente. Nos comprábamos las orejitas y caminábamos sacándonos fotos con una cámara digital. Cuando veíamos algo que nos producía exaltación, gritábamos: “¡Kawaii!”.

La estética kawaii se masificó en Japón a un nivel tal que se pueden encontrar personajes adorables en cualquier lado: señales de tránsito, logos de marcas, oficinas del gobierno. Pero las raíces del fenómeno son mucho más antiguas. Los primeros registros de la palabra aparecen en obras como La historia de Genji, de Murasaki Shikibu (novela escrita en el siglo XI que es considerada una de las primeras de la historia) y en El libro de la almohada de Sei Shonagon, contemporánea y rival de Shikibu, un texto escrito a modo de diario que también es considerado una obra fundacional de la literatura japonesa. En estas primeras apariciones, la palabra “kawaii”, escrita como “kawayushi”, no apelaba tanto a algo “adorable”, sino a alguien avergonzado o patético, digno de lástima.

Más allá de sus raíces etimológicas, las bases de la cultura kawaii empezaron a delinearse a partir de 1945. Dice la crítica de arte Noi Sawaragi que, tras ser derrotada por Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, la nación japonesa, fundada en su propia imagen militarizada y viril, encontró refugio en la pequeñez inofensiva de lo adorable. Para Sawaragi, estos orígenes también se relacionan con la figura débil del emperador Hirohito durante el último tiempo de su reinado: “Un hombre viejo a punto de morir es la más débil de las criaturas. Hirohito era muy popular entre la gente como un anciano adorable”. Después de que las bombas atómicas destruyeran Hiroshima y Nagasaki y ese anciano adorable proclamara la rendición, una nueva fortaleza aparecería en el imaginario japonés: el poder de la debilidad. El mismo país que estaba globalmente asociado con su nacionalismo brutal, con sus prácticas imperialistas y con su rol como una de las potencias del Eje durante la Segunda Guerra, encontraba una nueva forma de mostrarse al mundo.

De la fusión de los productos occidentales que circulaban como consecuencia de la ocupación estadounidense en Japón —por ejemplo, los personajes de Disney— y de una voluntad por reinventarse estéticamente nació la cultura kawaii. Entre los cincuenta y los sesenta, el imperio de lo adorable creció en forma de peluches, comida, moda, publicidades y diseño industrial.

Sería imposible contar esta historia sin hablar de Sanrio: una empresa originalmente llamada Yamanashi Silk Company que empezó vendiendo sedas en los sesenta, luego pasó a dedicarse a las sandalias de goma, y más adelante descubrió el furor que podían causar sus productos si les agregaban un diseño de frutillas. En el 73 ya se habían rebautizado como Sanrio, un nombre que significa “río sagrado”, y ese rebranding allanó el terreno para el nacimiento de la reina por excelencia de las estrategias de marketing: Hello Kitty. La cara de la gatita —sus dos ojos negros como dos pelotitas, el icónico moño rojo, la ausencia de boca— apareció por primera vez en 1972, impresa en un monedero.

Dos años más tarde, Sanrio abrió su primer local en Estados Unidos. Desde entonces han dado a luz a más de cuatrocientos personajes y, según los datos de Forbes, Shintaro Tsuji, el fundador de la compañía, es uno de los hombres más ricos de su país.

En esa misma época, gracias al auge de las lapiceras mecánicas en los colegios, las estudiantes aprovecharon la posibilidad de escribir usando un trazo más fino para darle a sus hiraganas una impronta femenina. El estilo de los caracteres era más bien redondeado y los acompañaban pequeños dibujos como estrellas y corazones. Con aparente candidez, esas adolescentes inventaron un código propio: la caligrafía se desarrolló tanto que se volvió indescifrable para los adultos y fue prohibida en los colegios. Esta tendencia (que coincide con el boom del activismo estudiantil en Japón) habilitaba la posibilidad de que las estudiantes se comunicaran en secreto y a la vez rompía con la solemnidad de la vida escolar. La cultura kawaii empezaba a delinearse como un fenómeno de cierta voluntad rebelde que irrumpía en las tradiciones.

De forma análoga, el barrio de Harajuku se convertía en la meca de la subcultura joven. Ahí aparecían las primeras manifestaciones de la moda alternativa que explotaría definitivamente en los noventa. Subculturas urbanas que se suelen englobar bajo el genérico Harajuku Fashion. Algunas de ellas, como el Lolita y el Gyaru, tienen un fuerte componente feminista basado en revertir, a partir de la hiperfeminidad caprichosa, la imagen de la esposa japonesa ideal (la mujer callada y dócil de tez pálida y pelo oscuro).

En el 93 se empieza a emitir la versión animada del manga de Sailor Moon, una historia de romance y fantasía cuyas heroínas son justicieras que van al colegio de día y de noche luchan contra el mal. Los animés de este tipo son conocidos como mahou shōjo (“chicas mágicas”) y pertenecen, a su vez, a la categoría del animé shōjo (“chica joven”), series dirigidas especialmente a audiencias de mujeres: historias de grupos de amigas centradas en el humor y en la vida urbana, romances novelescos, chicas que encuentra la magia en sus vidas cotidianas. Sentadas debajo de un árbol de flores de cerezo, con los cachetes rosados, las chicas del shōjo habitan un mundo donde todo está por suceder: el descubrimiento del primer amor, el paso de la adolescencia a la adultez, el florecimiento de una feminidad deseada.

Cuenta la investigadora Sharon Kinsella que a partir del boom de la cultura kawaii surgieron los estereotipos de las mujeres obsesionadas con la ternura como personas infantiles, caprichosas y poco confiables que cultivaban un exterior inocente para seducir a los hombres y comprar chucherías con su dinero. Como consecuencia, muchas chicas respondían a estos prejuicios afianzando una cultura girls only (solo de chicas) y “empezaron a alardear su personalidad shōjo aún más, casi como un modo de ridiculizar la mirada masculina y dejar en claro su rechazo obstinado a la idea de dejar de jugar, irse a sus casas y aceptar menos de la vida”.

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Dos artistas del new pop japonés que empezaron a exponer en los noventa, influenciados por la estética kawaii: Takashi Murakami, famoso por sus margaritas multicolor de rostro humano, y Yoshitomo Nara, que creó un mundo de niñas heridas de ojos gigantes y mirada inquietante. En ese entonces Japón sufría las consecuencias de sus años de especulación financiera conocidos como “la burbuja económica”, una época marcada por la prosperidad y el despilfarro. Esa burbuja milagrosa que había elevado la calidad de vida estalló entre 1991 y 1992, iniciando un periodo de estancamiento económico. La obra de Yoshitomo Nara, para muchos, fue una representación simbólica de los sentimientos de una juventud que sentía una incertidumbre con respecto al futuro y un anhelo por recuperar la inocencia de la infancia.

"Peaceful Mind", Yoshitomo Nara (2019).

Según el economista Simon Kuznets hay dos casos que trascienden las categorías de países “desarrollados” o “en vías de desarrollo”: Japón y Argentina. Al primero lo describe como un país no desarrollado que logró desarrollarse (recordemos su situación de posguerra descripta más arriba, de la cual logró salir airoso y hoy es una de las mayores potencias económicas del mundo) mientras que al segundo lo considera uno relativamente desarrollado que fue en declive (el famoso “granero del mundo” que, aun con sus recursos naturales, no pudo sostenerse y cayó en las crisis cíclicas que todavía nos aquejan).

En la Argentina de los noventa, la ternura también aparecía para sublimar la angustia producida por la inestabilidad económica. Desde que Fernanda Laguna empezó a exponer, en 1994, su obra ha sido adjetivada con palabras como “cándida” o “cursi”.  Dice en su fanzine titulado Niña con perrito: “A los 21 cambié la búsqueda de la creatividad artística por el camino del corazón”. El camino del corazón: niñas rubias que parecen salidas de una estampita de Sarah Key o una postal de cumpleaños jugando con perritos en escenarios bucólicos. Un corazón peludo dibujado a lápiz, con pestañas arqueadas y sentimientos humanos (que hoy es parte de la colección del MoMA).

"Niña con perrito", Fernanda-Laguna (1994).

Con Menem a la presidencia, la política económica conocida como “el uno a uno” equiparaba el peso argentino al dólar, implantando una fantasía de acceso al consumo y la vida de lujos. Mientras crecía un mercado desregulado de importaciones abiertas que llenó las góndolas de productos primermundistas, el país se preparaba para la crisis del 2001. La pizza con champagne, los autos de último modelo y las jugueterías llenas de muñecas Barbie recién llegadas de Estados Unidos convivían con el aumento de la tasa de desempleo y el cierre de las industrias nacionales. De ese cráter, de esa contradicción entre consumo y decadencia, nace la galería y editorial Belleza y Felicidad, que Laguna fundó en el 99 junto a la escritora Cecilia Pavón. Un lugar que prometía el acceso al brillo desde la precariedad que caracterizó a esos años. En este contexto, la obra de Fernanda puso en valor la ternura y la recolección de chucherías como búsqueda estética. Una práctica que de cierta forma recuerda al vínculo que hoy establecen con los bazares las fanáticas de los objetos kawaii.

El primer animé en llegar a Latinoamérica fue Astroboy, que se emitió en México por primera vez en 1964. Propulsados por la expansión de los doblajes latinos, en los setenta ya circulaban en la televisión argentina, chilena, mexicana y peruana series como Heidi, Meteoro y Mazinger Z. Les siguieron los andróginos Caballeros del Zodiaco y Candy Candy, quizá la primera exportación de la abrillantada mirada shōjo en llegar a este lado del mundo. El boom se produce definitivamente en los noventa, de la mano de series como Sailor Moon, Dragon Ball Z, Pokémon y Ranma ½. Es a fines de esta década cuando la animación japonesa deja de ocupar un lugar infantil en la televisión de Argentina: el canal Locomotion, dedicado a dibujos animados +18, transmitió por primera vez Neon Genesis Evangelion, la joya existencialista de Hideaki Anno. Nueve años más tarde, Evangelion sería portada del Clarín. La tapa del diario anunciaba: “Los mejores amigos de los niños se han vuelto criaturas extrañas, complejas y levemente oscuras”.  

Antes de que las convenciones de animé se volvieran comunes en los dos mil, la artista Fernanda Laguna ya proponía una suerte de Sanrio tercermundista pintando sobre cartón, con materiales reutilizados y la emoción como valor máximo.

Hay nombres de la escena actual del arte argentino que dialogan con la filosofía de lo pequeño y lo infantil. Ad Minoliti, por ejemplo, propone un mundo reconstruido a la medida de la ternura. “Museo Peluche”, su primera muestra individual a gran escala que inauguró en el Museo de Arte Moderno a fines de 2019, convirtió el famoso cubo blanco en un universo lúdico y kawaii: colores estridentes que parecían gotear y derramarse sobre los bordes de la sala, miradas estilo manga atrapadas en formas geométricas, juguetes para niños deformados.

Otro artista joven, Gregorio Rubio, bautiza sus obras con palabras en diminutivo: Pinturita, Peluchites, Verduritas. Un gesto de ingenuidad burlona con el que se aleja de la solemnidad tanto tiempo asociada a la labor artística y se acerca a la frescura estética de un jardín de infantes.  En “Blonde” (2023), su primera muestra en la galería Hipopoety, expuso una serie de videos intervenidos digitalmente en los que él mismo aparecía como actor, encarnando distintos roles de cuentos de hadas y tomando una poción que lo convertía en dibujo animado. De nuevo, los juguetes: esas cuatro pantallas (con las que, en 2024, ganó el premio En Obra de Arteba) son kawaii como podría serlo un modelo reluciente de Fisher Price.

Entre las herederas de Fernanda Laguna se podría nombrar a Nikiri. En el 2023 expuso en Norma Mía, un local fundado por la misma Laguna. En medio de la vorágine de vida social de un sábado por la noche, un pasillo mal iluminado albergaba una colonia de dibujos microscópicos pegados en las paredes con cinta scotch. Era la muestra titulada “Moñitos, hebillas y camiones”, inductora de serenidad en noches caóticas. Con una mirada atenta se revelaba algo más sobre esos dibujos: como si fueran transformers de trazo simple, esos trazos dulces se retorcían sobre el papel tomando forma de máquinas industriales.

"Moñitos, hebillas y camiones" (2023).

Pero es probable que el mejor lugar para encontrar el fenómeno kawaii no sea en las galerías de arte contemporáneo sino, más bien, en el barrio porteño de Once, donde en los últimos años proliferaron los productos importados de China que emulan las versiones originales de otros productos asiáticos.

“Hoy en día todo es de plástico, en tres mil años los historiadores y los arqueólogos no van a encontrar nada más que restos de polímero de los Labubus [...], van a encontrar microplásticos en nuestros huesos y van a llamar a esta época los temu twenties”, dice la cuenta de Twitter @seapearlangel aludiendo a Temu, la nueva plataforma de compras online que ofrece productos importados de China a bajísimo costo. Se hizo viral por su elocuencia, pero la idea no es nueva: todos sabemos que estamos viviendo la era dorada del plástico.

En mis primeras convenciones de animé, la mayoría de los objetos kawaii con los que me encontraba eran artesanales. Las cosplayers cosían a mano sus propios trajes o se los encargaban a alguna conocida. Hoy, estos eventos están llenos de trajes comprados en tiendas virtuales del exterior. Más allá del pasaje del merch artesanal a la proliferación de productos fabricados en masa, es cierto que en la Argentina actual la estética kawaii se asocia más fuertemente al consumo masivo que cuando descubrí esas primeras convenciones (lo mismo sucede en el resto de Latinoamérica: en Ciudad de México, por ejemplo, hay un mercado callejero que se dedica enteramente a vender productos de Hello Kitty). En los bazares chinos las niñas les piden a sus padres que les compren peluches de Sanrio y nombran a cada uno por su nombre con rigurosidad profesional. Wanda Nara, vedette y figura de la farándula, luce orgullosa sus accesorios de Kitty e incluso acusa a su enemiga mediática de copiarle su amor por la gatita. La misma gatita, hecha por inteligencia artificial, sobrevuela el Obelisco en la última publicidad de Instagram en la que McDonald's anuncia su nueva cajita feliz.

Cuando Sianne Ngai piensa la relación entre las personas y los objetos adorables, dice que nadie se ve obligado a establecer una relación específica con las artes visuales (es común, por ejemplo, no relacionarse con un cuadro), pero es muy fácil vincularse estéticamente con objetos que no “son” obras. Se refiere a las mercancías especialmente diseñadas que nos rodean en el día a día: cualquier persona interactúa con objetos de papelería, paquetes de snacks o artefactos del hogar. Ella usa como ejemplo una esponja de baño que tiene forma de rana para demostrar cuánto la estética cute depende de una suavidad que invita al contacto físico y, también, la importancia que tiene el antropomorfismo para la ternura. Una ternura que debe ser, ante todo, primitiva: estilísticamente simplificada, evoca la emoción humana, pero se opone en un mismo gesto al realismo y la verosimilitud.

Cuanto más pequeño y manipulable sea el objeto, mayores serán sus cualidades kawaii. Casi como si al objeto esa ternura le fuera impuesta y a él, de modo pasivo, no le quedara más opción que entregarse a su existencia adorable. Siempre hay algo de violencia en el objeto kawaii, esa es la paradoja.

Es posible trazar un paralelismo entre aquellos escenarios en que Japón purgó sus males mediante la cultura de lo adorable con la relación entre Argentina y la ternura. Durante los años que precedieron y los que siguieron a la crisis del 2001, Fernanda Laguna experimentó con las distintas formas de la ingenuidad. Ahora, en un país gobernado por la ultraderecha y una economía en debacle, algunas nos aferramos a objetos adorables cuya existencia implica la acción violenta de deformar una criatura hasta llevarla a su punto cúlmine de ternura.

Difícil evadir la autorreferencialidad: nada me conmueve más que la ternura de un objeto importado de Japón. En su libro Maquillada: Ensayo sobre el mundo y sus sombras, la autora Daphné B reflexiona sobre chicas como ella y como yo, que vivimos en el limbo entre la infancia y la adultez (ella piensa en la canción de Britney: “I’m not a girl, not yet a woman”), obsesionadas con la ternura inanimada. Dice Daphné que, cuando nos proyectamos en Hello Kitty, lo que decimos no es tanto “hola”, sino más bien “por favor, cuídame”. Queremos habitar ese espacio liminal, ese mundo simple y rosado de animales adorables, un escapismo de bordes redondeados que nos permite soportar la realidad. La vida de las chicas shōjo nos permite detenernos en una temporalidad posterior a ese momento en que nos convertimos en mujeres adultas corrompidas por el cinismo del mundo.

Deseo estos objetos y me identifico con ellos, con su pequeñez y su maleabilidad. No sé qué sucede primero. Siento frenesí cuando gasto dinero en peluches adorables. No quiero pensar que mi interés por la dulzura está basado en el consumo. Me fascinan todos los animales pequeños, los atardeceres rosados, la espuma de mar que brilla sobre la arena. Pero cuando me pongo mis vestidos con volados y lleno la cartera de llaveros de Sanrio que chocan entre sí y hacen ruido mientras camino, me siento en paz. Como si pudiera encontrarme con la sustancia de la que estoy hecha.

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Monstruos tiernos, conejos colmilludos y objetos irresistibles: de los Labubus virales a la estética <i>kawaii</i> que atraviesa generaciones, consumos y crisis. Un viaje por la dulzura exagerada que seduce al mundo —de Japón a Argentina— y revela cómo lo adorable puede ser refugio, rebeldía y hasta síntoma de nuestra época.

Conejos élficos de ojos grandes, cuerpos peludos y bocas llenas de colmillos. Era 2015 cuando el artista chino Kasing Lung, de entonces 43 años, le mostró sus criaturas al mundo en el libro ilustrado The Monsters. Los dibujó influido por el folclore de Noruega, el país al que se había mudado a sus 7 años. En la obra, aparecen distintas especies de monstruos, pero una sola llegaría a ser conocida en todo el mundo: los Labubus.

Al principio, los Labubus circulaban más que nada en el nicho de coleccionistas de juguetes raros. Pero una historia de Instagram de Lisa, integrante del grupo de pop coreano Blackpink, los propulsó a la fama. Hoy cuelgan de las carteras Louis Vuitton de las estrellas estadounidenses y sonríen con malicia en todo tipo de publicidades. Los más cuidadosos los pasean dentro de fundas de plástico para que no se ensucien o los visten con prendas fabricadas especialmente.

Estos monstruos no solo son la cara de la era actual del consumo, su éxito también advierte la inminencia de China como potencia global e intercede en sus propias políticas económicas. Los juguetes oficiales de Pop Mart se agotan apenas salen al mercado, por eso estallan las reventas y las falsificaciones. En el Stratford Store de Londres, los compradores se pelean de tal manera para llevarse los juguetes que sus distribuidores los retiran de circulación. Un Labubu tamaño real se vende a una cifra aproximada de 150 000 dólares en una subasta de Pekín. Las aduanas del país madre de los Labubus confiscan valijas llenas de juguetes destinados a la reventa. Mientras tanto, las autoridades de China prohíben al banco Ping An Bank, con sede en Shenzhen, que siga ofreciendo Labubus a los clientes dispuestos a hacer un depósito de 50 000 yuanes durante tres meses (algo así como 6 000 dólares). En una nota publicada en el Diario del Pueblo del Partido Comunista Chino, se revela que el gobierno de Pekín pretende endurecer la regulación de los muñecos, aludiendo a que incentivan la adicción al consumo en menores de edad.

La primera vez que los veo me parecen algo desagradables. Más adelante los encuentro tintineando en la mochila de mi sobrina de 11 años y ya no me resultan tan feos. Meses después, me encuentro a mí misma deseando mi propio Labubu. Pero algo me lo impide, no me producen la ternura necesaria para dar el brazo a torcer.

¿Por qué no me conmueven los Labubu a mí, que colecciono toneladas de peluches y llaveros de animales antropomórficos? Quizá porque no encuentro en ellos la dulzura primitiva de lo kawaii, la noción estética que domina mi vida. ¿Pero qué es, precisamente, “lo kawaii”?

Esta podría ser una posible respuesta: hámsteres microscópicos de mirada suplicante, tortas glaseadas llenas de corazones, polleras con volados, objetos inanimados con expresión casi humana. Criaturas inocentes como un bebé o un animal pequeño que evocan la ternura y la desesperación. Una estética hiperfemenina, dulce, infantil.

A mis 11 años me adentré en una comunidad de Blogger en la que distintas preadolescentes latinoamericanas nos narrábamos nuestras vidas cotidianas a modo de diario íntimo virtual. Casi todas consumíamos animés y mangas japoneses, algunas ya eran adeptas a los doramas y también se hablaba de videojuegos, pero a todas nos unía fundamentalmente la fascinación por el mundo kawaii.

La palabra, en japonés, es un adjetivo que remite a “adorable”. Pero su acepción es más compleja: en general, se refiere a algo más que adorable, algo tan tierno que produce sentimientos de éxtasis o desesperación. Muchas cosas pueden ser kawaii, desde animales y humanos recién nacidos hasta bienes de consumo como postres, accesorios, artículos para el hogar y prendas de ropa.

Cute agression (“agresión adorable”) es un término acuñado por la psicóloga social Oriana Aragón. La experiencia que intenta describir es el deseo de morder o apretar cosas que nos resultan adorables, como cuando alguien observa a un bebé y dice “me lo comería”, o cuando un niño sostiene demasiado fuerte a una mascota y termina lastimándola. La ternura es el detonante, pero la emoción está mediada por la violencia. Algo muy similar dice la académica americana Sianne Ngai: “En su exagerada pasividad y vulnerabilidad, el objeto cute incita los deseos sadistas de posesión y control del consumidor al igual que sus ganas de abrazarlo”. 

¿Son kawaii los Labubu, el nuevo éxito absurdo del capitalismo salvaje? Acaso lo fueron esas primeras ilustraciones de Kasing Lung, que aún conservaban algo de inocencia animal y jugaban con la dimensión tierna de la fealdad. Pero esos muñecos que ahora saturan el mercado con su expresión burlona no parecen buscar protección, mucho menos necesitarla. Más que una sensibilidad kawaii, el éxito de esta nueva moda parece apelar a la abundancia tiktoker del “más es más”, a la necesidad actual de tenerlo todo impulsada por las microtrends: tendencias propagadas en redes sociales que nacen, aceleran el consumo y mueren en pocos meses.

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A los 12 años empecé a asistir a mis primeros eventos de animé. Conocí en persona a mi amiga virtual y nos acostumbramos a torturar a nuestros padres para que nos llevaran a distintos galpones del microcentro porteño en los que se llevaban a cabo las convenciones. En ese momento (el año era 2011), el merchandising que se podía encontrar era más bien escaso, pero para mí era una fantasía de consumo ideal. Pósteres, prendedores y tazas hechas por chicas que no tenían más de 20 veinte años. Personajes de animé hechos de tela y de trapo. Vinchas con orejas de gatita adheridas de modo artesanal. Todo nos encantaba y nos parecía suficiente. Nos comprábamos las orejitas y caminábamos sacándonos fotos con una cámara digital. Cuando veíamos algo que nos producía exaltación, gritábamos: “¡Kawaii!”.

La estética kawaii se masificó en Japón a un nivel tal que se pueden encontrar personajes adorables en cualquier lado: señales de tránsito, logos de marcas, oficinas del gobierno. Pero las raíces del fenómeno son mucho más antiguas. Los primeros registros de la palabra aparecen en obras como La historia de Genji, de Murasaki Shikibu (novela escrita en el siglo XI que es considerada una de las primeras de la historia) y en El libro de la almohada de Sei Shonagon, contemporánea y rival de Shikibu, un texto escrito a modo de diario que también es considerado una obra fundacional de la literatura japonesa. En estas primeras apariciones, la palabra “kawaii”, escrita como “kawayushi”, no apelaba tanto a algo “adorable”, sino a alguien avergonzado o patético, digno de lástima.

Más allá de sus raíces etimológicas, las bases de la cultura kawaii empezaron a delinearse a partir de 1945. Dice la crítica de arte Noi Sawaragi que, tras ser derrotada por Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, la nación japonesa, fundada en su propia imagen militarizada y viril, encontró refugio en la pequeñez inofensiva de lo adorable. Para Sawaragi, estos orígenes también se relacionan con la figura débil del emperador Hirohito durante el último tiempo de su reinado: “Un hombre viejo a punto de morir es la más débil de las criaturas. Hirohito era muy popular entre la gente como un anciano adorable”. Después de que las bombas atómicas destruyeran Hiroshima y Nagasaki y ese anciano adorable proclamara la rendición, una nueva fortaleza aparecería en el imaginario japonés: el poder de la debilidad. El mismo país que estaba globalmente asociado con su nacionalismo brutal, con sus prácticas imperialistas y con su rol como una de las potencias del Eje durante la Segunda Guerra, encontraba una nueva forma de mostrarse al mundo.

De la fusión de los productos occidentales que circulaban como consecuencia de la ocupación estadounidense en Japón —por ejemplo, los personajes de Disney— y de una voluntad por reinventarse estéticamente nació la cultura kawaii. Entre los cincuenta y los sesenta, el imperio de lo adorable creció en forma de peluches, comida, moda, publicidades y diseño industrial.

Sería imposible contar esta historia sin hablar de Sanrio: una empresa originalmente llamada Yamanashi Silk Company que empezó vendiendo sedas en los sesenta, luego pasó a dedicarse a las sandalias de goma, y más adelante descubrió el furor que podían causar sus productos si les agregaban un diseño de frutillas. En el 73 ya se habían rebautizado como Sanrio, un nombre que significa “río sagrado”, y ese rebranding allanó el terreno para el nacimiento de la reina por excelencia de las estrategias de marketing: Hello Kitty. La cara de la gatita —sus dos ojos negros como dos pelotitas, el icónico moño rojo, la ausencia de boca— apareció por primera vez en 1972, impresa en un monedero.

Dos años más tarde, Sanrio abrió su primer local en Estados Unidos. Desde entonces han dado a luz a más de cuatrocientos personajes y, según los datos de Forbes, Shintaro Tsuji, el fundador de la compañía, es uno de los hombres más ricos de su país.

En esa misma época, gracias al auge de las lapiceras mecánicas en los colegios, las estudiantes aprovecharon la posibilidad de escribir usando un trazo más fino para darle a sus hiraganas una impronta femenina. El estilo de los caracteres era más bien redondeado y los acompañaban pequeños dibujos como estrellas y corazones. Con aparente candidez, esas adolescentes inventaron un código propio: la caligrafía se desarrolló tanto que se volvió indescifrable para los adultos y fue prohibida en los colegios. Esta tendencia (que coincide con el boom del activismo estudiantil en Japón) habilitaba la posibilidad de que las estudiantes se comunicaran en secreto y a la vez rompía con la solemnidad de la vida escolar. La cultura kawaii empezaba a delinearse como un fenómeno de cierta voluntad rebelde que irrumpía en las tradiciones.

De forma análoga, el barrio de Harajuku se convertía en la meca de la subcultura joven. Ahí aparecían las primeras manifestaciones de la moda alternativa que explotaría definitivamente en los noventa. Subculturas urbanas que se suelen englobar bajo el genérico Harajuku Fashion. Algunas de ellas, como el Lolita y el Gyaru, tienen un fuerte componente feminista basado en revertir, a partir de la hiperfeminidad caprichosa, la imagen de la esposa japonesa ideal (la mujer callada y dócil de tez pálida y pelo oscuro).

En el 93 se empieza a emitir la versión animada del manga de Sailor Moon, una historia de romance y fantasía cuyas heroínas son justicieras que van al colegio de día y de noche luchan contra el mal. Los animés de este tipo son conocidos como mahou shōjo (“chicas mágicas”) y pertenecen, a su vez, a la categoría del animé shōjo (“chica joven”), series dirigidas especialmente a audiencias de mujeres: historias de grupos de amigas centradas en el humor y en la vida urbana, romances novelescos, chicas que encuentra la magia en sus vidas cotidianas. Sentadas debajo de un árbol de flores de cerezo, con los cachetes rosados, las chicas del shōjo habitan un mundo donde todo está por suceder: el descubrimiento del primer amor, el paso de la adolescencia a la adultez, el florecimiento de una feminidad deseada.

Cuenta la investigadora Sharon Kinsella que a partir del boom de la cultura kawaii surgieron los estereotipos de las mujeres obsesionadas con la ternura como personas infantiles, caprichosas y poco confiables que cultivaban un exterior inocente para seducir a los hombres y comprar chucherías con su dinero. Como consecuencia, muchas chicas respondían a estos prejuicios afianzando una cultura girls only (solo de chicas) y “empezaron a alardear su personalidad shōjo aún más, casi como un modo de ridiculizar la mirada masculina y dejar en claro su rechazo obstinado a la idea de dejar de jugar, irse a sus casas y aceptar menos de la vida”.

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Dos artistas del new pop japonés que empezaron a exponer en los noventa, influenciados por la estética kawaii: Takashi Murakami, famoso por sus margaritas multicolor de rostro humano, y Yoshitomo Nara, que creó un mundo de niñas heridas de ojos gigantes y mirada inquietante. En ese entonces Japón sufría las consecuencias de sus años de especulación financiera conocidos como “la burbuja económica”, una época marcada por la prosperidad y el despilfarro. Esa burbuja milagrosa que había elevado la calidad de vida estalló entre 1991 y 1992, iniciando un periodo de estancamiento económico. La obra de Yoshitomo Nara, para muchos, fue una representación simbólica de los sentimientos de una juventud que sentía una incertidumbre con respecto al futuro y un anhelo por recuperar la inocencia de la infancia.

"Peaceful Mind", Yoshitomo Nara (2019).

Según el economista Simon Kuznets hay dos casos que trascienden las categorías de países “desarrollados” o “en vías de desarrollo”: Japón y Argentina. Al primero lo describe como un país no desarrollado que logró desarrollarse (recordemos su situación de posguerra descripta más arriba, de la cual logró salir airoso y hoy es una de las mayores potencias económicas del mundo) mientras que al segundo lo considera uno relativamente desarrollado que fue en declive (el famoso “granero del mundo” que, aun con sus recursos naturales, no pudo sostenerse y cayó en las crisis cíclicas que todavía nos aquejan).

En la Argentina de los noventa, la ternura también aparecía para sublimar la angustia producida por la inestabilidad económica. Desde que Fernanda Laguna empezó a exponer, en 1994, su obra ha sido adjetivada con palabras como “cándida” o “cursi”.  Dice en su fanzine titulado Niña con perrito: “A los 21 cambié la búsqueda de la creatividad artística por el camino del corazón”. El camino del corazón: niñas rubias que parecen salidas de una estampita de Sarah Key o una postal de cumpleaños jugando con perritos en escenarios bucólicos. Un corazón peludo dibujado a lápiz, con pestañas arqueadas y sentimientos humanos (que hoy es parte de la colección del MoMA).

"Niña con perrito", Fernanda-Laguna (1994).

Con Menem a la presidencia, la política económica conocida como “el uno a uno” equiparaba el peso argentino al dólar, implantando una fantasía de acceso al consumo y la vida de lujos. Mientras crecía un mercado desregulado de importaciones abiertas que llenó las góndolas de productos primermundistas, el país se preparaba para la crisis del 2001. La pizza con champagne, los autos de último modelo y las jugueterías llenas de muñecas Barbie recién llegadas de Estados Unidos convivían con el aumento de la tasa de desempleo y el cierre de las industrias nacionales. De ese cráter, de esa contradicción entre consumo y decadencia, nace la galería y editorial Belleza y Felicidad, que Laguna fundó en el 99 junto a la escritora Cecilia Pavón. Un lugar que prometía el acceso al brillo desde la precariedad que caracterizó a esos años. En este contexto, la obra de Fernanda puso en valor la ternura y la recolección de chucherías como búsqueda estética. Una práctica que de cierta forma recuerda al vínculo que hoy establecen con los bazares las fanáticas de los objetos kawaii.

El primer animé en llegar a Latinoamérica fue Astroboy, que se emitió en México por primera vez en 1964. Propulsados por la expansión de los doblajes latinos, en los setenta ya circulaban en la televisión argentina, chilena, mexicana y peruana series como Heidi, Meteoro y Mazinger Z. Les siguieron los andróginos Caballeros del Zodiaco y Candy Candy, quizá la primera exportación de la abrillantada mirada shōjo en llegar a este lado del mundo. El boom se produce definitivamente en los noventa, de la mano de series como Sailor Moon, Dragon Ball Z, Pokémon y Ranma ½. Es a fines de esta década cuando la animación japonesa deja de ocupar un lugar infantil en la televisión de Argentina: el canal Locomotion, dedicado a dibujos animados +18, transmitió por primera vez Neon Genesis Evangelion, la joya existencialista de Hideaki Anno. Nueve años más tarde, Evangelion sería portada del Clarín. La tapa del diario anunciaba: “Los mejores amigos de los niños se han vuelto criaturas extrañas, complejas y levemente oscuras”.  

Antes de que las convenciones de animé se volvieran comunes en los dos mil, la artista Fernanda Laguna ya proponía una suerte de Sanrio tercermundista pintando sobre cartón, con materiales reutilizados y la emoción como valor máximo.

Hay nombres de la escena actual del arte argentino que dialogan con la filosofía de lo pequeño y lo infantil. Ad Minoliti, por ejemplo, propone un mundo reconstruido a la medida de la ternura. “Museo Peluche”, su primera muestra individual a gran escala que inauguró en el Museo de Arte Moderno a fines de 2019, convirtió el famoso cubo blanco en un universo lúdico y kawaii: colores estridentes que parecían gotear y derramarse sobre los bordes de la sala, miradas estilo manga atrapadas en formas geométricas, juguetes para niños deformados.

Otro artista joven, Gregorio Rubio, bautiza sus obras con palabras en diminutivo: Pinturita, Peluchites, Verduritas. Un gesto de ingenuidad burlona con el que se aleja de la solemnidad tanto tiempo asociada a la labor artística y se acerca a la frescura estética de un jardín de infantes.  En “Blonde” (2023), su primera muestra en la galería Hipopoety, expuso una serie de videos intervenidos digitalmente en los que él mismo aparecía como actor, encarnando distintos roles de cuentos de hadas y tomando una poción que lo convertía en dibujo animado. De nuevo, los juguetes: esas cuatro pantallas (con las que, en 2024, ganó el premio En Obra de Arteba) son kawaii como podría serlo un modelo reluciente de Fisher Price.

Entre las herederas de Fernanda Laguna se podría nombrar a Nikiri. En el 2023 expuso en Norma Mía, un local fundado por la misma Laguna. En medio de la vorágine de vida social de un sábado por la noche, un pasillo mal iluminado albergaba una colonia de dibujos microscópicos pegados en las paredes con cinta scotch. Era la muestra titulada “Moñitos, hebillas y camiones”, inductora de serenidad en noches caóticas. Con una mirada atenta se revelaba algo más sobre esos dibujos: como si fueran transformers de trazo simple, esos trazos dulces se retorcían sobre el papel tomando forma de máquinas industriales.

"Moñitos, hebillas y camiones" (2023).

Pero es probable que el mejor lugar para encontrar el fenómeno kawaii no sea en las galerías de arte contemporáneo sino, más bien, en el barrio porteño de Once, donde en los últimos años proliferaron los productos importados de China que emulan las versiones originales de otros productos asiáticos.

“Hoy en día todo es de plástico, en tres mil años los historiadores y los arqueólogos no van a encontrar nada más que restos de polímero de los Labubus [...], van a encontrar microplásticos en nuestros huesos y van a llamar a esta época los temu twenties”, dice la cuenta de Twitter @seapearlangel aludiendo a Temu, la nueva plataforma de compras online que ofrece productos importados de China a bajísimo costo. Se hizo viral por su elocuencia, pero la idea no es nueva: todos sabemos que estamos viviendo la era dorada del plástico.

En mis primeras convenciones de animé, la mayoría de los objetos kawaii con los que me encontraba eran artesanales. Las cosplayers cosían a mano sus propios trajes o se los encargaban a alguna conocida. Hoy, estos eventos están llenos de trajes comprados en tiendas virtuales del exterior. Más allá del pasaje del merch artesanal a la proliferación de productos fabricados en masa, es cierto que en la Argentina actual la estética kawaii se asocia más fuertemente al consumo masivo que cuando descubrí esas primeras convenciones (lo mismo sucede en el resto de Latinoamérica: en Ciudad de México, por ejemplo, hay un mercado callejero que se dedica enteramente a vender productos de Hello Kitty). En los bazares chinos las niñas les piden a sus padres que les compren peluches de Sanrio y nombran a cada uno por su nombre con rigurosidad profesional. Wanda Nara, vedette y figura de la farándula, luce orgullosa sus accesorios de Kitty e incluso acusa a su enemiga mediática de copiarle su amor por la gatita. La misma gatita, hecha por inteligencia artificial, sobrevuela el Obelisco en la última publicidad de Instagram en la que McDonald's anuncia su nueva cajita feliz.

Cuando Sianne Ngai piensa la relación entre las personas y los objetos adorables, dice que nadie se ve obligado a establecer una relación específica con las artes visuales (es común, por ejemplo, no relacionarse con un cuadro), pero es muy fácil vincularse estéticamente con objetos que no “son” obras. Se refiere a las mercancías especialmente diseñadas que nos rodean en el día a día: cualquier persona interactúa con objetos de papelería, paquetes de snacks o artefactos del hogar. Ella usa como ejemplo una esponja de baño que tiene forma de rana para demostrar cuánto la estética cute depende de una suavidad que invita al contacto físico y, también, la importancia que tiene el antropomorfismo para la ternura. Una ternura que debe ser, ante todo, primitiva: estilísticamente simplificada, evoca la emoción humana, pero se opone en un mismo gesto al realismo y la verosimilitud.

Cuanto más pequeño y manipulable sea el objeto, mayores serán sus cualidades kawaii. Casi como si al objeto esa ternura le fuera impuesta y a él, de modo pasivo, no le quedara más opción que entregarse a su existencia adorable. Siempre hay algo de violencia en el objeto kawaii, esa es la paradoja.

Es posible trazar un paralelismo entre aquellos escenarios en que Japón purgó sus males mediante la cultura de lo adorable con la relación entre Argentina y la ternura. Durante los años que precedieron y los que siguieron a la crisis del 2001, Fernanda Laguna experimentó con las distintas formas de la ingenuidad. Ahora, en un país gobernado por la ultraderecha y una economía en debacle, algunas nos aferramos a objetos adorables cuya existencia implica la acción violenta de deformar una criatura hasta llevarla a su punto cúlmine de ternura.

Difícil evadir la autorreferencialidad: nada me conmueve más que la ternura de un objeto importado de Japón. En su libro Maquillada: Ensayo sobre el mundo y sus sombras, la autora Daphné B reflexiona sobre chicas como ella y como yo, que vivimos en el limbo entre la infancia y la adultez (ella piensa en la canción de Britney: “I’m not a girl, not yet a woman”), obsesionadas con la ternura inanimada. Dice Daphné que, cuando nos proyectamos en Hello Kitty, lo que decimos no es tanto “hola”, sino más bien “por favor, cuídame”. Queremos habitar ese espacio liminal, ese mundo simple y rosado de animales adorables, un escapismo de bordes redondeados que nos permite soportar la realidad. La vida de las chicas shōjo nos permite detenernos en una temporalidad posterior a ese momento en que nos convertimos en mujeres adultas corrompidas por el cinismo del mundo.

Deseo estos objetos y me identifico con ellos, con su pequeñez y su maleabilidad. No sé qué sucede primero. Siento frenesí cuando gasto dinero en peluches adorables. No quiero pensar que mi interés por la dulzura está basado en el consumo. Me fascinan todos los animales pequeños, los atardeceres rosados, la espuma de mar que brilla sobre la arena. Pero cuando me pongo mis vestidos con volados y lleno la cartera de llaveros de Sanrio que chocan entre sí y hacen ruido mientras camino, me siento en paz. Como si pudiera encontrarme con la sustancia de la que estoy hecha.

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Ilustración de Mirelle Mora.

Una declaración de amor a lo <i>kawaii</i>

Una declaración de amor a lo <i>kawaii</i>

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Tiempo de Lectura: 00 min

Monstruos tiernos, conejos colmilludos y objetos irresistibles: de los Labubus virales a la estética <i>kawaii</i> que atraviesa generaciones, consumos y crisis. Un viaje por la dulzura exagerada que seduce al mundo —de Japón a Argentina— y revela cómo lo adorable puede ser refugio, rebeldía y hasta síntoma de nuestra época.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Conejos élficos de ojos grandes, cuerpos peludos y bocas llenas de colmillos. Era 2015 cuando el artista chino Kasing Lung, de entonces 43 años, le mostró sus criaturas al mundo en el libro ilustrado The Monsters. Los dibujó influido por el folclore de Noruega, el país al que se había mudado a sus 7 años. En la obra, aparecen distintas especies de monstruos, pero una sola llegaría a ser conocida en todo el mundo: los Labubus.

Al principio, los Labubus circulaban más que nada en el nicho de coleccionistas de juguetes raros. Pero una historia de Instagram de Lisa, integrante del grupo de pop coreano Blackpink, los propulsó a la fama. Hoy cuelgan de las carteras Louis Vuitton de las estrellas estadounidenses y sonríen con malicia en todo tipo de publicidades. Los más cuidadosos los pasean dentro de fundas de plástico para que no se ensucien o los visten con prendas fabricadas especialmente.

Estos monstruos no solo son la cara de la era actual del consumo, su éxito también advierte la inminencia de China como potencia global e intercede en sus propias políticas económicas. Los juguetes oficiales de Pop Mart se agotan apenas salen al mercado, por eso estallan las reventas y las falsificaciones. En el Stratford Store de Londres, los compradores se pelean de tal manera para llevarse los juguetes que sus distribuidores los retiran de circulación. Un Labubu tamaño real se vende a una cifra aproximada de 150 000 dólares en una subasta de Pekín. Las aduanas del país madre de los Labubus confiscan valijas llenas de juguetes destinados a la reventa. Mientras tanto, las autoridades de China prohíben al banco Ping An Bank, con sede en Shenzhen, que siga ofreciendo Labubus a los clientes dispuestos a hacer un depósito de 50 000 yuanes durante tres meses (algo así como 6 000 dólares). En una nota publicada en el Diario del Pueblo del Partido Comunista Chino, se revela que el gobierno de Pekín pretende endurecer la regulación de los muñecos, aludiendo a que incentivan la adicción al consumo en menores de edad.

La primera vez que los veo me parecen algo desagradables. Más adelante los encuentro tintineando en la mochila de mi sobrina de 11 años y ya no me resultan tan feos. Meses después, me encuentro a mí misma deseando mi propio Labubu. Pero algo me lo impide, no me producen la ternura necesaria para dar el brazo a torcer.

¿Por qué no me conmueven los Labubu a mí, que colecciono toneladas de peluches y llaveros de animales antropomórficos? Quizá porque no encuentro en ellos la dulzura primitiva de lo kawaii, la noción estética que domina mi vida. ¿Pero qué es, precisamente, “lo kawaii”?

Esta podría ser una posible respuesta: hámsteres microscópicos de mirada suplicante, tortas glaseadas llenas de corazones, polleras con volados, objetos inanimados con expresión casi humana. Criaturas inocentes como un bebé o un animal pequeño que evocan la ternura y la desesperación. Una estética hiperfemenina, dulce, infantil.

A mis 11 años me adentré en una comunidad de Blogger en la que distintas preadolescentes latinoamericanas nos narrábamos nuestras vidas cotidianas a modo de diario íntimo virtual. Casi todas consumíamos animés y mangas japoneses, algunas ya eran adeptas a los doramas y también se hablaba de videojuegos, pero a todas nos unía fundamentalmente la fascinación por el mundo kawaii.

La palabra, en japonés, es un adjetivo que remite a “adorable”. Pero su acepción es más compleja: en general, se refiere a algo más que adorable, algo tan tierno que produce sentimientos de éxtasis o desesperación. Muchas cosas pueden ser kawaii, desde animales y humanos recién nacidos hasta bienes de consumo como postres, accesorios, artículos para el hogar y prendas de ropa.

Cute agression (“agresión adorable”) es un término acuñado por la psicóloga social Oriana Aragón. La experiencia que intenta describir es el deseo de morder o apretar cosas que nos resultan adorables, como cuando alguien observa a un bebé y dice “me lo comería”, o cuando un niño sostiene demasiado fuerte a una mascota y termina lastimándola. La ternura es el detonante, pero la emoción está mediada por la violencia. Algo muy similar dice la académica americana Sianne Ngai: “En su exagerada pasividad y vulnerabilidad, el objeto cute incita los deseos sadistas de posesión y control del consumidor al igual que sus ganas de abrazarlo”. 

¿Son kawaii los Labubu, el nuevo éxito absurdo del capitalismo salvaje? Acaso lo fueron esas primeras ilustraciones de Kasing Lung, que aún conservaban algo de inocencia animal y jugaban con la dimensión tierna de la fealdad. Pero esos muñecos que ahora saturan el mercado con su expresión burlona no parecen buscar protección, mucho menos necesitarla. Más que una sensibilidad kawaii, el éxito de esta nueva moda parece apelar a la abundancia tiktoker del “más es más”, a la necesidad actual de tenerlo todo impulsada por las microtrends: tendencias propagadas en redes sociales que nacen, aceleran el consumo y mueren en pocos meses.

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A los 12 años empecé a asistir a mis primeros eventos de animé. Conocí en persona a mi amiga virtual y nos acostumbramos a torturar a nuestros padres para que nos llevaran a distintos galpones del microcentro porteño en los que se llevaban a cabo las convenciones. En ese momento (el año era 2011), el merchandising que se podía encontrar era más bien escaso, pero para mí era una fantasía de consumo ideal. Pósteres, prendedores y tazas hechas por chicas que no tenían más de 20 veinte años. Personajes de animé hechos de tela y de trapo. Vinchas con orejas de gatita adheridas de modo artesanal. Todo nos encantaba y nos parecía suficiente. Nos comprábamos las orejitas y caminábamos sacándonos fotos con una cámara digital. Cuando veíamos algo que nos producía exaltación, gritábamos: “¡Kawaii!”.

La estética kawaii se masificó en Japón a un nivel tal que se pueden encontrar personajes adorables en cualquier lado: señales de tránsito, logos de marcas, oficinas del gobierno. Pero las raíces del fenómeno son mucho más antiguas. Los primeros registros de la palabra aparecen en obras como La historia de Genji, de Murasaki Shikibu (novela escrita en el siglo XI que es considerada una de las primeras de la historia) y en El libro de la almohada de Sei Shonagon, contemporánea y rival de Shikibu, un texto escrito a modo de diario que también es considerado una obra fundacional de la literatura japonesa. En estas primeras apariciones, la palabra “kawaii”, escrita como “kawayushi”, no apelaba tanto a algo “adorable”, sino a alguien avergonzado o patético, digno de lástima.

Más allá de sus raíces etimológicas, las bases de la cultura kawaii empezaron a delinearse a partir de 1945. Dice la crítica de arte Noi Sawaragi que, tras ser derrotada por Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, la nación japonesa, fundada en su propia imagen militarizada y viril, encontró refugio en la pequeñez inofensiva de lo adorable. Para Sawaragi, estos orígenes también se relacionan con la figura débil del emperador Hirohito durante el último tiempo de su reinado: “Un hombre viejo a punto de morir es la más débil de las criaturas. Hirohito era muy popular entre la gente como un anciano adorable”. Después de que las bombas atómicas destruyeran Hiroshima y Nagasaki y ese anciano adorable proclamara la rendición, una nueva fortaleza aparecería en el imaginario japonés: el poder de la debilidad. El mismo país que estaba globalmente asociado con su nacionalismo brutal, con sus prácticas imperialistas y con su rol como una de las potencias del Eje durante la Segunda Guerra, encontraba una nueva forma de mostrarse al mundo.

De la fusión de los productos occidentales que circulaban como consecuencia de la ocupación estadounidense en Japón —por ejemplo, los personajes de Disney— y de una voluntad por reinventarse estéticamente nació la cultura kawaii. Entre los cincuenta y los sesenta, el imperio de lo adorable creció en forma de peluches, comida, moda, publicidades y diseño industrial.

Sería imposible contar esta historia sin hablar de Sanrio: una empresa originalmente llamada Yamanashi Silk Company que empezó vendiendo sedas en los sesenta, luego pasó a dedicarse a las sandalias de goma, y más adelante descubrió el furor que podían causar sus productos si les agregaban un diseño de frutillas. En el 73 ya se habían rebautizado como Sanrio, un nombre que significa “río sagrado”, y ese rebranding allanó el terreno para el nacimiento de la reina por excelencia de las estrategias de marketing: Hello Kitty. La cara de la gatita —sus dos ojos negros como dos pelotitas, el icónico moño rojo, la ausencia de boca— apareció por primera vez en 1972, impresa en un monedero.

Dos años más tarde, Sanrio abrió su primer local en Estados Unidos. Desde entonces han dado a luz a más de cuatrocientos personajes y, según los datos de Forbes, Shintaro Tsuji, el fundador de la compañía, es uno de los hombres más ricos de su país.

En esa misma época, gracias al auge de las lapiceras mecánicas en los colegios, las estudiantes aprovecharon la posibilidad de escribir usando un trazo más fino para darle a sus hiraganas una impronta femenina. El estilo de los caracteres era más bien redondeado y los acompañaban pequeños dibujos como estrellas y corazones. Con aparente candidez, esas adolescentes inventaron un código propio: la caligrafía se desarrolló tanto que se volvió indescifrable para los adultos y fue prohibida en los colegios. Esta tendencia (que coincide con el boom del activismo estudiantil en Japón) habilitaba la posibilidad de que las estudiantes se comunicaran en secreto y a la vez rompía con la solemnidad de la vida escolar. La cultura kawaii empezaba a delinearse como un fenómeno de cierta voluntad rebelde que irrumpía en las tradiciones.

De forma análoga, el barrio de Harajuku se convertía en la meca de la subcultura joven. Ahí aparecían las primeras manifestaciones de la moda alternativa que explotaría definitivamente en los noventa. Subculturas urbanas que se suelen englobar bajo el genérico Harajuku Fashion. Algunas de ellas, como el Lolita y el Gyaru, tienen un fuerte componente feminista basado en revertir, a partir de la hiperfeminidad caprichosa, la imagen de la esposa japonesa ideal (la mujer callada y dócil de tez pálida y pelo oscuro).

En el 93 se empieza a emitir la versión animada del manga de Sailor Moon, una historia de romance y fantasía cuyas heroínas son justicieras que van al colegio de día y de noche luchan contra el mal. Los animés de este tipo son conocidos como mahou shōjo (“chicas mágicas”) y pertenecen, a su vez, a la categoría del animé shōjo (“chica joven”), series dirigidas especialmente a audiencias de mujeres: historias de grupos de amigas centradas en el humor y en la vida urbana, romances novelescos, chicas que encuentra la magia en sus vidas cotidianas. Sentadas debajo de un árbol de flores de cerezo, con los cachetes rosados, las chicas del shōjo habitan un mundo donde todo está por suceder: el descubrimiento del primer amor, el paso de la adolescencia a la adultez, el florecimiento de una feminidad deseada.

Cuenta la investigadora Sharon Kinsella que a partir del boom de la cultura kawaii surgieron los estereotipos de las mujeres obsesionadas con la ternura como personas infantiles, caprichosas y poco confiables que cultivaban un exterior inocente para seducir a los hombres y comprar chucherías con su dinero. Como consecuencia, muchas chicas respondían a estos prejuicios afianzando una cultura girls only (solo de chicas) y “empezaron a alardear su personalidad shōjo aún más, casi como un modo de ridiculizar la mirada masculina y dejar en claro su rechazo obstinado a la idea de dejar de jugar, irse a sus casas y aceptar menos de la vida”.

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Dos artistas del new pop japonés que empezaron a exponer en los noventa, influenciados por la estética kawaii: Takashi Murakami, famoso por sus margaritas multicolor de rostro humano, y Yoshitomo Nara, que creó un mundo de niñas heridas de ojos gigantes y mirada inquietante. En ese entonces Japón sufría las consecuencias de sus años de especulación financiera conocidos como “la burbuja económica”, una época marcada por la prosperidad y el despilfarro. Esa burbuja milagrosa que había elevado la calidad de vida estalló entre 1991 y 1992, iniciando un periodo de estancamiento económico. La obra de Yoshitomo Nara, para muchos, fue una representación simbólica de los sentimientos de una juventud que sentía una incertidumbre con respecto al futuro y un anhelo por recuperar la inocencia de la infancia.

"Peaceful Mind", Yoshitomo Nara (2019).

Según el economista Simon Kuznets hay dos casos que trascienden las categorías de países “desarrollados” o “en vías de desarrollo”: Japón y Argentina. Al primero lo describe como un país no desarrollado que logró desarrollarse (recordemos su situación de posguerra descripta más arriba, de la cual logró salir airoso y hoy es una de las mayores potencias económicas del mundo) mientras que al segundo lo considera uno relativamente desarrollado que fue en declive (el famoso “granero del mundo” que, aun con sus recursos naturales, no pudo sostenerse y cayó en las crisis cíclicas que todavía nos aquejan).

En la Argentina de los noventa, la ternura también aparecía para sublimar la angustia producida por la inestabilidad económica. Desde que Fernanda Laguna empezó a exponer, en 1994, su obra ha sido adjetivada con palabras como “cándida” o “cursi”.  Dice en su fanzine titulado Niña con perrito: “A los 21 cambié la búsqueda de la creatividad artística por el camino del corazón”. El camino del corazón: niñas rubias que parecen salidas de una estampita de Sarah Key o una postal de cumpleaños jugando con perritos en escenarios bucólicos. Un corazón peludo dibujado a lápiz, con pestañas arqueadas y sentimientos humanos (que hoy es parte de la colección del MoMA).

"Niña con perrito", Fernanda-Laguna (1994).

Con Menem a la presidencia, la política económica conocida como “el uno a uno” equiparaba el peso argentino al dólar, implantando una fantasía de acceso al consumo y la vida de lujos. Mientras crecía un mercado desregulado de importaciones abiertas que llenó las góndolas de productos primermundistas, el país se preparaba para la crisis del 2001. La pizza con champagne, los autos de último modelo y las jugueterías llenas de muñecas Barbie recién llegadas de Estados Unidos convivían con el aumento de la tasa de desempleo y el cierre de las industrias nacionales. De ese cráter, de esa contradicción entre consumo y decadencia, nace la galería y editorial Belleza y Felicidad, que Laguna fundó en el 99 junto a la escritora Cecilia Pavón. Un lugar que prometía el acceso al brillo desde la precariedad que caracterizó a esos años. En este contexto, la obra de Fernanda puso en valor la ternura y la recolección de chucherías como búsqueda estética. Una práctica que de cierta forma recuerda al vínculo que hoy establecen con los bazares las fanáticas de los objetos kawaii.

El primer animé en llegar a Latinoamérica fue Astroboy, que se emitió en México por primera vez en 1964. Propulsados por la expansión de los doblajes latinos, en los setenta ya circulaban en la televisión argentina, chilena, mexicana y peruana series como Heidi, Meteoro y Mazinger Z. Les siguieron los andróginos Caballeros del Zodiaco y Candy Candy, quizá la primera exportación de la abrillantada mirada shōjo en llegar a este lado del mundo. El boom se produce definitivamente en los noventa, de la mano de series como Sailor Moon, Dragon Ball Z, Pokémon y Ranma ½. Es a fines de esta década cuando la animación japonesa deja de ocupar un lugar infantil en la televisión de Argentina: el canal Locomotion, dedicado a dibujos animados +18, transmitió por primera vez Neon Genesis Evangelion, la joya existencialista de Hideaki Anno. Nueve años más tarde, Evangelion sería portada del Clarín. La tapa del diario anunciaba: “Los mejores amigos de los niños se han vuelto criaturas extrañas, complejas y levemente oscuras”.  

Antes de que las convenciones de animé se volvieran comunes en los dos mil, la artista Fernanda Laguna ya proponía una suerte de Sanrio tercermundista pintando sobre cartón, con materiales reutilizados y la emoción como valor máximo.

Hay nombres de la escena actual del arte argentino que dialogan con la filosofía de lo pequeño y lo infantil. Ad Minoliti, por ejemplo, propone un mundo reconstruido a la medida de la ternura. “Museo Peluche”, su primera muestra individual a gran escala que inauguró en el Museo de Arte Moderno a fines de 2019, convirtió el famoso cubo blanco en un universo lúdico y kawaii: colores estridentes que parecían gotear y derramarse sobre los bordes de la sala, miradas estilo manga atrapadas en formas geométricas, juguetes para niños deformados.

Otro artista joven, Gregorio Rubio, bautiza sus obras con palabras en diminutivo: Pinturita, Peluchites, Verduritas. Un gesto de ingenuidad burlona con el que se aleja de la solemnidad tanto tiempo asociada a la labor artística y se acerca a la frescura estética de un jardín de infantes.  En “Blonde” (2023), su primera muestra en la galería Hipopoety, expuso una serie de videos intervenidos digitalmente en los que él mismo aparecía como actor, encarnando distintos roles de cuentos de hadas y tomando una poción que lo convertía en dibujo animado. De nuevo, los juguetes: esas cuatro pantallas (con las que, en 2024, ganó el premio En Obra de Arteba) son kawaii como podría serlo un modelo reluciente de Fisher Price.

Entre las herederas de Fernanda Laguna se podría nombrar a Nikiri. En el 2023 expuso en Norma Mía, un local fundado por la misma Laguna. En medio de la vorágine de vida social de un sábado por la noche, un pasillo mal iluminado albergaba una colonia de dibujos microscópicos pegados en las paredes con cinta scotch. Era la muestra titulada “Moñitos, hebillas y camiones”, inductora de serenidad en noches caóticas. Con una mirada atenta se revelaba algo más sobre esos dibujos: como si fueran transformers de trazo simple, esos trazos dulces se retorcían sobre el papel tomando forma de máquinas industriales.

"Moñitos, hebillas y camiones" (2023).

Pero es probable que el mejor lugar para encontrar el fenómeno kawaii no sea en las galerías de arte contemporáneo sino, más bien, en el barrio porteño de Once, donde en los últimos años proliferaron los productos importados de China que emulan las versiones originales de otros productos asiáticos.

“Hoy en día todo es de plástico, en tres mil años los historiadores y los arqueólogos no van a encontrar nada más que restos de polímero de los Labubus [...], van a encontrar microplásticos en nuestros huesos y van a llamar a esta época los temu twenties”, dice la cuenta de Twitter @seapearlangel aludiendo a Temu, la nueva plataforma de compras online que ofrece productos importados de China a bajísimo costo. Se hizo viral por su elocuencia, pero la idea no es nueva: todos sabemos que estamos viviendo la era dorada del plástico.

En mis primeras convenciones de animé, la mayoría de los objetos kawaii con los que me encontraba eran artesanales. Las cosplayers cosían a mano sus propios trajes o se los encargaban a alguna conocida. Hoy, estos eventos están llenos de trajes comprados en tiendas virtuales del exterior. Más allá del pasaje del merch artesanal a la proliferación de productos fabricados en masa, es cierto que en la Argentina actual la estética kawaii se asocia más fuertemente al consumo masivo que cuando descubrí esas primeras convenciones (lo mismo sucede en el resto de Latinoamérica: en Ciudad de México, por ejemplo, hay un mercado callejero que se dedica enteramente a vender productos de Hello Kitty). En los bazares chinos las niñas les piden a sus padres que les compren peluches de Sanrio y nombran a cada uno por su nombre con rigurosidad profesional. Wanda Nara, vedette y figura de la farándula, luce orgullosa sus accesorios de Kitty e incluso acusa a su enemiga mediática de copiarle su amor por la gatita. La misma gatita, hecha por inteligencia artificial, sobrevuela el Obelisco en la última publicidad de Instagram en la que McDonald's anuncia su nueva cajita feliz.

Cuando Sianne Ngai piensa la relación entre las personas y los objetos adorables, dice que nadie se ve obligado a establecer una relación específica con las artes visuales (es común, por ejemplo, no relacionarse con un cuadro), pero es muy fácil vincularse estéticamente con objetos que no “son” obras. Se refiere a las mercancías especialmente diseñadas que nos rodean en el día a día: cualquier persona interactúa con objetos de papelería, paquetes de snacks o artefactos del hogar. Ella usa como ejemplo una esponja de baño que tiene forma de rana para demostrar cuánto la estética cute depende de una suavidad que invita al contacto físico y, también, la importancia que tiene el antropomorfismo para la ternura. Una ternura que debe ser, ante todo, primitiva: estilísticamente simplificada, evoca la emoción humana, pero se opone en un mismo gesto al realismo y la verosimilitud.

Cuanto más pequeño y manipulable sea el objeto, mayores serán sus cualidades kawaii. Casi como si al objeto esa ternura le fuera impuesta y a él, de modo pasivo, no le quedara más opción que entregarse a su existencia adorable. Siempre hay algo de violencia en el objeto kawaii, esa es la paradoja.

Es posible trazar un paralelismo entre aquellos escenarios en que Japón purgó sus males mediante la cultura de lo adorable con la relación entre Argentina y la ternura. Durante los años que precedieron y los que siguieron a la crisis del 2001, Fernanda Laguna experimentó con las distintas formas de la ingenuidad. Ahora, en un país gobernado por la ultraderecha y una economía en debacle, algunas nos aferramos a objetos adorables cuya existencia implica la acción violenta de deformar una criatura hasta llevarla a su punto cúlmine de ternura.

Difícil evadir la autorreferencialidad: nada me conmueve más que la ternura de un objeto importado de Japón. En su libro Maquillada: Ensayo sobre el mundo y sus sombras, la autora Daphné B reflexiona sobre chicas como ella y como yo, que vivimos en el limbo entre la infancia y la adultez (ella piensa en la canción de Britney: “I’m not a girl, not yet a woman”), obsesionadas con la ternura inanimada. Dice Daphné que, cuando nos proyectamos en Hello Kitty, lo que decimos no es tanto “hola”, sino más bien “por favor, cuídame”. Queremos habitar ese espacio liminal, ese mundo simple y rosado de animales adorables, un escapismo de bordes redondeados que nos permite soportar la realidad. La vida de las chicas shōjo nos permite detenernos en una temporalidad posterior a ese momento en que nos convertimos en mujeres adultas corrompidas por el cinismo del mundo.

Deseo estos objetos y me identifico con ellos, con su pequeñez y su maleabilidad. No sé qué sucede primero. Siento frenesí cuando gasto dinero en peluches adorables. No quiero pensar que mi interés por la dulzura está basado en el consumo. Me fascinan todos los animales pequeños, los atardeceres rosados, la espuma de mar que brilla sobre la arena. Pero cuando me pongo mis vestidos con volados y lleno la cartera de llaveros de Sanrio que chocan entre sí y hacen ruido mientras camino, me siento en paz. Como si pudiera encontrarme con la sustancia de la que estoy hecha.

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