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Tadeo, de 11 años, hijo de los Gabis, bebe aguamiel recién raspado al amanecer, en los magueyales de Las Joyas Altica, en los límites de los municipios de Otumba y Tepetlaoxtoc, Estado de México.
Desde el Estado de México hasta Hidalgo, una nueva generación revive el antiguo oficio de raspar magueyes para producir pulque. Frente a las plagas y los megaproyectos, la comunidad tlachiquera defiende más que una bebida. Su lucha es por el futuro de un paisaje y una forma de vida, una cultura y su memoria.
Una cabaña sin electricidad junto a un fogón, un tejabán al aire libre y un sofá a la sombra de un árbol. Poco más. Salvo —claro— el magueyal de 10 hectáreas que se extiende monte abajo: el horizonte partido por dos quiotes de cuyas flores amarillas liban docenas de colibríes.
Anoche cayó un aguacero y ahora el rocío hace que la luz se estanque en una bruma blanca. Detrás de la niebla, una bocina mamalona truena desde el techo de una troca: el psytrance hace eco en la montaña.
—Es pa’ que los magueyes se pongan más locos —dice él—. Pa’ que el pulque se ponga más mágico.
Menea la cabeza al ritmo extraterrestre. Veintiocho años, tlachiquero desde niño, ejidatario y albañil, a Gabriel no le gusta su apellido castellano. Pide ser nombrado Gabriel Neutli. Tal es la palabra que designa, en náhuatl, al néctar del maguey.
Creció escuchando el retumbe de los raves de principios de milenio en los alrededores de Teotihuacan. Su familia insistía en que aquello era un puro ruidero de fierros y latas chocando. Pero a él le prendía esa loquera; todavía le encanta sentir cómo la vibración de los tonos bajos convierte a su piel en un tambor humano. Aquí arriba, en el ejido, varios kilómetros separan cada vivienda, así que puede subir el volumen: darse grasa. El escándalo es, además, un aviso para los tlacuaches y los cacomixtles: es su manera de comunicar que ha llegado su turno y que ahora el ejido es suyo.
—Yo creo que a los magueyes también les gusta mi desmadre.
Gabriel hunde la cabeza entre las pencas de un enorme maguey manso que comenzó a raspar hace un par de semanas y que, desde hace unos días, le regala hasta tres litros diarios de aguamiel.
Su hijo, Tadeo, un fortachón de 11 años, se le adelanta para recolectar el néctar de otro maguey chilome o negro, una de las muchas variedades del maguey pulquero que existen en el centro de México. Para colectar el aguamiel, Tadeo usa un “cocacote”: una botella de Coca-Cola de dos litros, sustituto del ancestral acocote, ese guaje o calabaza seca y alargada con la que los tlachiqueros extraen tradicionalmente el aguamiel. Cada mañana y cada tarde, Tadeo debe succionar el aguamiel de unos 14 magueyes junto a su padre usando esta herramienta.
—Hace años que no llovía tanto —dice Gabriel Neutli mientras despunta la mañana y afila su raspador por segunda vez. A lo lejos una cortina de lluvia cae salvaje sobre los cerros de Otumba.

Gabriel vierte su cosecha en el tinacal: un pequeño corral al aire libre que cela y cuida como un tesoro. Allí, bajo la sombra de un capulín, el pulque se fermenta dentro de varios barriles de 150 litros cada uno. Al salir, con su navaja corta la hoja de un maguey cercano, pela las espinas y dobla la penca para convertirla en un cuenco. La espuma del pulque fresco aviva el aroma de la savia.
—Es el desayuno —el aguamiel le moja los bigotes—. La xoma nuestra de cada día.
Es julio. Son las seis y media de la mañana en Las Joyas Altica, justo en la frontera entre los municipios de Otumba y Tepetlaoxtoc, Estado de México.
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El esqueleto negro de una camioneta calcinada yace en la orilla del camino entre Las Joyas y el centro de Tepetlaoxtoc.
—Al parecer fue un asunto de huachicoleros —me dice un vecino—. O la quemaron para ocultar la evidencia o se lo robaron a una banda rival.
En México, la palabra “huachicol” define la práctica de robar gasolina de los ductos de Pemex. Los huachicoleros rebajan el combustible con agua y disolventes industriales para elevar su volumen. Noticias sobre decomisos de huachicol abundan en Tepetlaoxtoc, Otumba, Singuilucan, Apan o Tezontepec, municipios ubicados en el corazón de la tradición pulquera, una zona que se extiende desde el estado de Hidalgo hasta Puebla, pasando por el Estado de México y Tlaxcala.
El pulque se suele transportar en bidones de gasolina. Quizás por eso al pulque adulterado lo llaman también así: huachicol, “huachipulque”.
—La mayoría del pulque que se vende en la Ciudad de México es huachicol. Te das cuenta porque es demasiado dulce o demasiado amargo, porque ya se pudrió, porque huele feo y te duele la cabeza o la panza.
Quien habla es Jorge Eduardo Arellano, “Yorch Pulques”, un entusiasta de la cultura tlachiquera que desde hace cinco años mantiene una intensa cruzada en pro del “pulque legítimo”: aquel que se cosecha y fermenta de forma tradicional, sin adulterar.
Según se ha documentado a lo largo de los años, los grandes distribuidores suelen añadir agua, sacarina, jugo de nopal, harina, aguardiente y otras sustancias al pulque. Como con el combustible, esto se hace para aumentar su volumen, pero también para intentar retrasar su fermentación u ocultar su mal sabor cuando el pulque ya fue contaminado.
—Un buen pulque tiene un sabor casi ácido y no es tan baboso y pesado, como la mayoría del pulque comercial. Es una bebida que se echa a perder muy fácilmente: hay muchas formas de contaminarla o de cortar su proceso de fermentación —explica Yorch Pulques.



El huachicol no es algo nuevo, aunque ahora sea la norma. De otra forma no se explica que un producto tan delicado diera pie a la robusta industria que campeó en la mayor parte del siglo XIX y principios del XX. Hace todavía un siglo, los magueyes reinaban en estas tierras. Pocas haciendas eran tan poderosas como las magueyeras, y miles de campesinos eran empleados por empresarios como Ignacio Torres Adalid, “el Rey del Pulque” (la casona regia que poseyó en la capital del país, que aún se puede apreciar en avenida Juárez, frente a la Alameda, demuestra el poder que acumuló). Cada hacienda era un mundo que requería de tlachiqueros, capadores expertos, campesinos que supieran cuidar los mecuates —los brotes de la planta—, mayordomos a cargo de los tinacales, distribuidores, jicareros, cocineras especializadas en la gastronomía del maguey…
Incapaz de adaptarse al ritmo acelerado de los centros urbanos, el pulque quedó rezagado, y su producción se fue desplazando de las grandes haciendas al tipo de economía informal que hoy permite que el “huachipulque” circule sin control.
Tan grande era el negocio que, en algún momento, entre una cuarta y una quinta parte de los impuestos captados por el gobierno capitalino provenían del pulque, tal como documentó el sociólogo Mario Ramírez Rancaño. Numerosas leyes normaban esta industria e incluso existían aduanas para verificar su calidad. En 1929, según algunos registros periodísticos, se llegó a plantear la peregrina idea de construir un pulqueducto para saciar la sed capitalina.
El declive fue abrupto. La explosión de la industria cervecera en la primera mitad del siglo XX incluyó campañas negras para demeritar el néctar fermentado del maguey, llegando a sugerir el absurdo de que, para acelerar su fermentación, el pulque era preparado con excremento humano o animal. Si en el siglo XIX, el barón Alexander von Humboldt llegó a sostener que gracias al pulque y otros alimentos locales los indígenas mexicanos habían logrado mantener un perfecto estado de salud, para 1940 el pulque fue etiquetado como una “bebida propia de albañiles y de pobres del campo y la ciudad”. A esta campaña se unió gente tan poderosa como José Vasconcelos, quien llegó a relacionar el consumo de pulque con el alza de homicidios y otras conductas criminales.
Incapaz de adaptarse al ritmo acelerado de los centros urbanos, el pulque quedó rezagado, y su producción se fue desplazando de las grandes haciendas al tipo de economía informal que hoy permite que el “huachipulque” circule sin control.
En los últimos años, sin embargo, algo se agita.
Apenas en marzo pasado, un puñado de dueños de pulquerías, consumidores y artistas de la capital, se manifestaron contra la clausura de 14 locales emblemáticos —entre ellos, La Malquerida, La Tlaxcalteca, La Paloma Azul—. Las autoridades las acusaban de falta de permisos, usos de suelo o incumplimiento de normas. Las protestas exigían que no se les tratara como simples expendios de bebidas alcohólicas, sino como espacios de tradición y cultura.
La reapertura de las pulquerías, semanas después, no puso fin a las protestas. Ya organizados, ejidatarios y productores advierten que el mayor riesgo actualmente no lo corren las pulquerías de la ciudad: es la supervivencia misma del paisaje magueyero lo que está bajo amenaza. Por ello, exigen construir redes de comercio más éticas y reconocerle al pulque su lugar no solo como bebida, sino también como emblema de la defensa del territorio y el medio ambiente.
—El pulque legítimo es caro. Muchos no se dan cuenta de que raspar maguey es una verdadera chinga —señala Yorch—. Un pulque huachicoleado te lo venden a ocho pesos el litro por mayoreo. Un litro de pulque legítimo difícilmente baja de 30. Las pulquerías no quieren tomar esos riesgos. Pero hay quienes creemos que vale la pena beber pulque verdadero: pagar su precio real.


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“El pulquero que lo entiende,
más agua que pulque vende”.
Refrán popular
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Don Layo destroza con su machete los restos de un maguey ayoteco. Mete la mano entre el penquerío y extrae un bicharajo que presume un cuerno en la frente.
—Aquí está el canijo, míralo.
Parece un pequeño unicornio negro y gordo, agitado.
Don Layo es uno de los 64 ejidatarios de San Pedro Chiautzingo, un ejido de 1 300 hectáreas entre Tlaxcala y el Estado de México. Hasta hace no mucho, la mayoría de los ejidatarios de estas tierras sabían cuidar, además de maíz y calabaza, enormes plantíos de maguey.
Pero los tiempos son cada vez más recios. Un maguey necesita al menos una década de crecimiento para comenzar a dar aguamiel, un sosiego que estos tiempos difícilmente permiten. Hace cinco años, don Layo intentó sembrar en su parcela alrededor de 400 ejemplares de distintos tipos: ayotecos, pardos, carrizos. El año pasado, cuando aún les faltaba la mitad de su vida por delante, comenzaron a pudrirse uno por uno.
—Este es el responsable —dice con el bicho todavía entre sus dedos—: el famoso “picudo”.
La plaga del picudo era ya un problema hace 20 años. En Jalisco, por ejemplo, afectó hasta el 25% de las cosechas de agave según los registros de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa).
Las sequías cada vez más largas y los calores intensos han exacerbado el problema: el cambio climático y la poca polinización —provocada por la explotación industrial del mismo maguey— han debilitado la genética de la planta y las plagas han ganado velocidad y resistencia.
Antes de convertirse en escarabajo, el picudo pasa por una fase de gusano. En ese estado es capaz de barrenar túneles a través de los magueyes hasta instalarse en su piña y succionarlos desde adentro. La infección puede saltar de una planta a otra en cuestión de días y, en menos de un mes, arrasar todo un sembradío.
Entonces, la única solución es quemarlos todos.
—Ni modo, amigo —dice don Layo mirando el escarabajo entre sus dedos—. Tú me mataste mis magueyes, ora yo te mato a ti.
Corta de tajo la cabeza del bicho con su machete.
En los últimos años, el picudo ha llegado a amenazar especies enteras, como el agave papalote o cupreata, endémico de Guerrero. La misma Sagarpa registra hasta un 40% de daños en el cultivo del henequén en Yucatán y 30% en el maguey pulquero en la zona centro.
Autoridades de Conafor y Probosque, las agencias del Gobierno federal que administran los recursos forestales, han intentado inútilmente mermar la plaga en esta zona promoviendo entre los ejidatarios el uso de plaguicidas como el Malathion 1000 (prohibido en otros países porque mata también a los animales polinizadores, contamina el agua y es peligroso para la salud humana), pero cada vez es más difícil.
Don Layo ya ni siquiera piensa en ello. “La culpa la tiene el tiempo”, dice lacónico, escondiendo los ojos tras su sombrero de paja. El día que me encontré con él, una mañana de marzo, las lluvias se resistían y él hablaba de una época en que los magueyes crecían grandes como elefantes, días de un verdor de leyenda.
—Ya nadie entiende cómo sembrar con estas largas temporadas de secas. Ni con las heladas fuera de temporal, que arruinan las cosechas. Ya nadie entiende nada.

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Trabajar al mediodía resulta insensato. A estas horas, en este rincón del municipio de Tepetlaoxtoc, lo mejor es aceptar la tregua: saciar la sed al refugio de la sombra de un mezquite. Cuando Juan Pablo Murillo llega a Las Joyas Altica, Gabriel Neutli se apresura a convidarle un taco de quiotillos cocinados en chimbote; le acerca también un cuenco con salsa de xoconostle y un perlado litro de blanca espuma.
—Pinches Gabis —dice agradecido al primer bocado—. Qué chingón cocinan ustedes.
Se refiere a Gabriel Neutli, pero también a Gabriela, su pareja y madre de Tadeo. Es una mujer alta y fuerte, de ojos terneros. Heredó estas tierras ejidales de su padre, un antiguo tlachicón a quien apodaban “el Pimienta”, debido a la sazón picante de sus guisos que atraían a labradores y jinetes, también sedientos de sus raros curados de piña con apio.
—Tu papá solía decir unos versos curiosos —le cuenta Murillo a Gabriela:
Pulque, dulce trementina
pariente de este ocote,
haz que a mi cogote
le quepa más que a mi acocote.
Murillo ríe. Es un hombre de mediana edad, viejo amigo de los Gabis. Aunque disfruta el pulque de vez en cuando, su verdadero vicio es lo andariego y a veces viene solo para ver el valle rebosar de tunas, los cardos florecer tras una buena lluvia: todo aquello que estuvo a nada de desaparecer hace pocos años, cuando decenas de minas fueron abiertas para abastecer de tezontle y de basalto la construcción del nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México, en la zona de Texcoco.
Murillo fue una de las personas que con más firmeza se opusieron al proyecto de Enrique Peña Nieto. Aunque fue cancelado en 2018, cerros enteros desaparecieron y ahí nomás quedaron los cráteres de las minas: socavones del tamaño de edificios donde antes crecían bosques de ocote y nopaleras. El coraje todavía no lo suelta.
Literato, hijo rebelde de una familia conservadora en toda regla, Murillo encontró desde joven su causa en la defensa de estos lares. Cuando apareció la amenaza de las minas no demoró mucho en unirse al colectivo #YoPrefieroElLago, desde donde colaboró en la redacción de pronunciamientos, relaciones minuciosas sobre el número de excavaciones que desgajaban el paisaje, recetarios y crónicas en octosílabos sobre la vida de los ejidatarios y la importancia ambiental de estas parcelas.
Esa labor le ayudó a comprobar lo que ya intuía: que en el habla campesina, llena de dicharajos y calambures, se expresaba también una resistencia a la voracidad industrial de las ciudades.
Uno de sus poemas habla sobre los Gabis:
Esta es de jóvenes una familia que come del campo que siembra
sobre la costura de las magueyeras
que el loop de los renders negaba.
Son semillennials de los panoramas de cuenca
donde la ciudad hidroeriza
allá al fondo
es un accidente aún
palaciego.
Su curiosidad lo ha llevado a colectar todo tipo de escritos, versos populares, libros sobre la vida campesina de la zona. Le llama la atención, especialmente, la tradición de crear coplas en torno al aguamiel y su fermento. Y piensa que es perfectamente natural que esa tradición exista. Sucede que el pulque sin adulterar, más cuando se bebe cerca del tinacal que le dio origen, suele provocar una embriaguez risueña, enteógena y muy propicia para la travesura verbal. No es casual que a la “leche de oso” también la llamen “dulce trementina”, “vino blanco de mucílago”, “leche alabastrina”, “pulque perro y sin bautizar”, el “regazo final de la xomada” y otros 400 etcéteras.
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“Ya bien pulques,
ya bien pulques
quesque el pulque habla”.
Coplas del Pulquero Octlero, de Jesús Jaimes
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—Si Jesús hubiera nacido en Singuilucan habría usado pulque en lugar de vino de consagrar —dice el sacerdote Erasmo Dorantes mientras salpica de agua bendita a casi un centenar de comadres y sombrerudos que se han reunido hoy en la Parroquia de San Antonio, en Singuilucan.
Aquí están todos: los viejos tlachiqueros del Tinacal Los Tuzos y los del Rancho La Gaspareña, los más jóvenes de Conejo Real y del Jardín de Mayahuel. También hay representantes de pulquerías de la Ciudad de México como La Burra Blanca y La Catedral del Pulque.
Es 2 de junio. Ayer cayeron las primeras lluvias del temporal. Mientras los campesinos se preparan para la siembra, un centenar de productores de Singuilucan, en el Estado de Hidalgo, acuden a la iglesia para bendecir sus acocotes y raspadores.
—Últimamente notamos que hay más gente raspando magueyes. Como nosotros distribuimos y compramos pulque al mayoreo, cada vez más chavos nos vienen a vender su aguamiel por las mañanas.
Habla Carmelita Ramos Tecomalman, la primera mujer de su familia que se dedica de lleno al negocio del pulque y el maguey. Originaria de Singuilucan, Carmelita nació en el Tinacal Los Tuzos, el cual pertenecía a Carmelo y Bernardo Ramos —su padre y su tío—, quienes, a su vez, heredaron de su abuelo el oficio de raspar. Aunque Carmelita se licenció en Arquitectura, su destino estaba escrito en las pencas del tinacal familiar. Hoy dedica sus días enteros a Conejo Real, la marca de productos magueyeros que fundó junto a su esposo, Miguel Ángel Alemán, un historiador chilango que decidió sumarse al ecosistema pulquero de la región.
—Es cierto: la mayoría de quienes se dedican a esto son hombres, pero en los últimos años he conocido muchas mujeres de aquí de la zona que están raspando sus magueyes.
Había ciertas creencias que alejaban a las mujeres del negocio del pulque: que el maquillaje o las cremas que usaban para las manos podían arruinar el aguamiel, por ejemplo —como si las mujeres no pudieran dejar de usar labial—, o que andar entre magueyes espinosos, manipular barretas y machetes, enguinchándose bajo el sol, era una labor demasiado ardua.
Le llama la atención la tradición de crear coplas en torno al aguamiel y su fermento. Y piensa que es perfectamente natural que esa tradición exista. Sucede que el pulque sin adulterar, más cuando se bebe cerca del tinacal que le dio origen, suele provocar una embriaguez risueña, enteógena y muy propicia para la travesura verbal.
Pero como a muchos hijos de tlachiquero, a Carmelita no le quedó opción: desde pequeña fue la responsable de mantener en estado óptimo el tinacal familiar y, con el tiempo, decidió también aprender a raspar y cuidar los magueyes. Contar con una carrera universitaria le permitió estructurar el negocio familiar. Y aunque hace un par de años dejó de raspar magueyes debido a su embarazo, hoy, además de administrar todo lo referente a Conejo Real, ha construido un pequeño hotel en el magueyal y ampliado la oferta de productos a la venta —miel y vinagre de maguey, sal de gusano, destilados de pulque—. Se siente orgullosa de que su tinacal distribuya a varias pulquerías de la zona y de la Ciudad de México. También de haber forjado alianzas con el ayuntamiento para organizar y participar en ferias y eventos turísticos de todo el estado como representantes de Singuilucan, un municipio promocionado como “la Capital Mundial del Pulque”.
Pero el éxito del negocio pulquero no los blinda del peligro. En los últimos meses, Carmelita y Miguel Ángel, junto con otros tlachiqueros de la zona (se calculan más de 280 en el municipio) han encabezado marchas, protestas, conferencias de prensa.
En los últimos años, empresas energéticas como Akuwa Solar, Ocote Solar, Saturno Solar o Dhammas se han acercado a los comisarios ejidales de Singuilucan y Epazoyucan para ofrecer grandes sumas de dinero a cambio de la renta de tierras ejidales para construir plantas de energía solar.
Los empresarios pagarán por el uso de la tierra con la condición de que esta sea entregada desmontada y lista para el negocio: que se retiren las cactáceas, los magueyes. Que deje de ser hogar para las aves, camaleones, venados, coyotes, cacomixtles, murciélagos y otras especies endémicas protegidas.
—Es un ecocidio —denuncian Carmelita y Miguel Ángel, decididos, junto a otro centenar de tlachiqueros, a proteger los magueyes como parte de su linaje. La sangre de sus padres, la savia de sus abuelos, el futuro de sus hijos está en juego.
Aunque la información oficial se mantiene opaca, valiéndose del rastreo minucioso de las manifestaciones de impacto ambiental, los campesinos han logrado desentrañar los pormenores de los proyectos más grandes, los cuales abarcan cerca de 1 000 hectáreas. Las autoridades ya han aprobado la instalación de 440 181 paneles solares: un mar cuadriculado y robótico, monocristalino, en medio del altiplano hidalguense.
En Singuilucan, la misa termina.
Afuera de la Parroquia de San Antonio, un cohetero lanza al cielo chupinazos en racimo. En la calle hay carros alegóricos decorados con mecuates, acocotes y papel picado. Alguien carga un estandarte de Cristo crucificado en medio de un magueyal espinoso.


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“¿Quién soy yo para valerme
de la siembra de otras manos?
Mixiote, penca, caracoles,
mezotes, mecuiles, mezontetes, chinicuiles.
¿Quién soy yo para aprovechar tu esencia?”.
Coplas del Pulquero Octlero, de Jesús Jaimes
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En épocas de sequía, el aguamiel ejerce un magnetismo que convoca por igual a tlacuaches, cacomixtles, artistas y poetas. No son pocos los que han encontrado en el pulque la razón definitiva para abandonar el hormiguero urbano y entregar sus días futuros al ritual del maguey.
Entre los artistas que siguieron el llamado del aguamiel, Carlos “Titos” Barraza ocupa un lugar ejemplar. Poeta e ingeniero de audio, Barraza era conocido por incendiar las fiestas de la Ciudad de México mezclando cumbia y ritmos electrónicos con poesía en náhuatl, otomí y otras lenguas de la región a través de su alter ego: Sonido Mamalón. A sus 28 años, decidió perseguir el sueño tlachiquero junto a su pareja Sandra Araujo, artista textil, promotora cultural y también poeta. En 2016, en Santa María Zacatepec, Puebla, fundaron El Xastle: una comunidad cultural y afectiva consagrada al cultivo del maíz y la producción de pulque.
—Muchos dicen que raspar maguey y hacer pulque viene conectado a una revelación espiritual —dice Sandra Araujo cuando le pregunto sobre aquellos años—. Yo no lo llamaría “espiritual”. Es realidad pura. Cuando trabajábamos con el maguey y la milpa no teníamos de otra más que darnos cuenta de cómo todo está conectado con todo. Y que necesitamos comprender a las especies terrícolas para poder vivir juntos.
Chapulines, chinicuiles o michicuiles, escamoles, alacranes, jumiles, abejas y avispas, todo tipo de aves, tlacuaches, coyotes, caracoles —que arruinan el aguamiel— son algunas de las muchas especies que pueden habitar o depender del maguey en alguna medida. Como algunos humanos, dice Sandra, muchos animales han entendido que el maguey es una planta generosa.
La muerte prematura de Carlos en 2018 inspiró al poeta Yaxkin Melchy a reflexionar sobre El Xastle. Melchy es un estudioso de los haikús y de eso que hoy ha dado por nombrarse “ecopoéticas”: una literatura que busca descifrar el vínculo entre la naturaleza y la humanidad desde una perspectiva menos antropocéntrica.
Desde su investigación doctoral en Filosofía en la Universidad de Tsukuba, Japón, Melchy argumenta que los ciclos agrícolas que Sandra y Carlos adoptaron en esos dos años de trabajo generaron una poética singular. Su tesis, que entrelaza la experiencia de El Xastle con la obra de poetas nipones como Nanao Sakaki y Sansei Yamao, sugiere que el raspado del maguey al amanecer, el cuidado de la milpa, la espera de la lluvia son actos que permiten al campesino sincronizarse con una gramática ancestral en cuyo ritmo aún es posible leer el espíritu vegetal del tiempo.
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“Canto y hago sonar el tambor
Mientras se multiplican los espejos
Preparen el pulque de blanca cabellera”.
Fragmento del “Cantar de los Centzontotochtin y de Tezcatzóncatl”, fanzine Tlachiqueros 2, publicado por El Xastle
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Una carreta de madera con magueyes pintados en cada costado. Desde allí arriba El Rorro de Topacio y su Sonido Marulanda hace tronar las cumbias. Aquí no hay internet, así que el repertorio depende de su selección de acetatos que tuvo buen tino de cargar consigo. Estamos en el Jardín de Mayahuel, un pequeño rincón en las orillas de Singuilucan donde al maguey se le rinde veneración y estudio.
—El problema del pulque es que no hace falta ser experto para emborracharse —reflexiona Jesús Jaimes, conocido como Meyolotlacuichuinicuil o, simplemente, el Chuy—. Por eso debemos dejar de verlo solo como una bebida alcohólica: es mucho más.
Mientras habla, sirve un pulque de piñón cultivado en su huerta. Chuy estudió Gastronomía en la Ciudad de México, pero el ajetreo de la capital nunca lo convenció. Décadas después de que su madre emigrara a trabajar en una imprenta, la convenció de regresar a Singuilucan, donde la familia conservaba derechos ejidales. Junto a su pareja, la bióloga Rita Fernández, forma parte de una nueva generación de tlachiqueros que han renovado el oficio. El Jardín de Mayahuel es el santuario que han construido juntos para resguardar las variedades de maguey en la región y un laboratorio para explorar las posibilidades que ofrece la planta.
—A mí me da risa que me digan “nuevo tlachiquero” —se queja Chuy—. Tengo 40 años; llevo 15 años haciendo esto. Pero entiendo: es el mismo tiempo que tarda un maguey en crecer, ¿no? Y es una planta de la que nunca dejas de aprender.
Estamos en la pretendida Capital Mundial del Pulque, pero en Singuilucan los magueyales menguan. Los ejidatarios prefieren invertir en cultivos seguros: avena para ganado y, sobre todo, cebada para la insaciable industria cervecera. La ironía duele. A diferencia de buena parte de Hidalgo —un estado lastimado por aguas negras y desechos industriales producto de la confabulación de una refinería, una termoeléctrica y la porquería de la capital que remonta por el río Tula—, el altiplano pulquero se mantiene relativamente sano. Como muchos, Chuy y Rita no dudan en atribuirle al maguey tal mérito.
La ciencia confirma la vocación alquímica de la planta. Biólogos como la doctora Patricia Colunga García-Marín o el doctor Eulogio Pimienta-Barrios documentaron cómo, en plena emergencia climática, el maguey captura hasta tres veces más CO2 que un árbol —60 toneladas por hectárea— e incluso más si se encuentra en un ecosistema forestal o en combinación con otras especies y no en un monocultivo industrial. Además, sobrevive sin riego ni fertilizantes gracias a un diseño prodigioso: extrae humedad del aire y la almacena en sus hojas, que cierran sus estomas de día para evitar la evaporación.
—En un solo maguey puedes estudiar el ecosistema entero —dice Rita, también bióloga de profesión—. Por la cantidad de especies que se acercan a alimentarse y por las simbiosis que genera con ellas. Los humanos aprendimos a trabajar el maguey mirando a los animales: raspamos porque vimos a los tlacuaches, de ahí la palabra “tlachiquero”. Supimos que el aguamiel es bueno para la lactancia al ver a las coyotas beberlo cuando estaban preñadas.
En la pista de baile —un patio de tierra flanqueado por magueyes mansos— la gente se mueve todavía con timidez.
—¡Vamos a poner otra cumbiaaa…! —anuncia el Rorro desde el micrófono—. Recuerden: hay que bailar para que el mundo gire. ¡Pero písenle bien, gente, que no les dé miedo levantar polvo!
Esta noche de mediados de mayo, el Jardín de Mayahuel acoge la novena edición del Festivalito Cultural del Maguey Pulquero (Fecumapu). Es uno de los muchísimos eventos con los cuales las y los tlachiqueros de Singuilucan promueven sus hallazgos. Entre talleres, pláticas, proyecciones de documentales y el homenaje al poeta tlachiquero Margarito Mendoza, el evento también es un muestrario de delicias: curados de carambolo o de manzana con chinicuil; tacos de gualumbos con salsa martajada de chinicuiles en molcajete; sopa de milpa en pulque; tamales de mezal —esa delgada tela que se le raspa al cajete del maguey—. Una muestra breve de la abundancia que el maguey genera.
Al maguey se le llamaba “el árbol de las maravillas” porque brindaba alimento, vestido —el ixtle— y casa —sus pencas y quiotes son también material de construcción—. Durante siglos, los campesinos lo han usado para levantar terrazas de cultivo y retener el agua de lluvia: técnicas recientemente reconocidas como patrimonio biocultural de la humanidad. Es una ecotecnología, fuente de trabajo y de cultura.
—Tendríamos que entender al pulque desde todo esto, no solo como una bebida alcohólica —insiste el Chuy, que viste un sombrero ranchero y una playera verde en cuya espalda puede leerse la leyenda: “Revolución Tlachiquera”—. Nada más por su gama de sabores tendríamos que valorarla más. Hay pulque de calor, de lluvias (el más trabajoso) y de frío (de los favoritos). Cada maguey, el ayoteco, el manso, el colorado, produce un sabor distinto. La altitud y la mano del tlachiquero también cambian todo: el sabor, la consistencia, el efecto. Aquí en Singuilucan, una vez al año hacemos “pulque perro”: lo dejamos fermentar en el mismo maguey. Imagínate qué delicia, hermano.
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“Nací en tierra de magueyes
donde el pulque es para reyes:
aquí el agua y la cerveza
se la damos a los bueyes”.
Copla popular
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—El maguey es también un oráculo, compadre.
El Chuy habla con medio cuerpo hundido en un maguey ayoteco. Son las siete de la mañana y han pasado apenas unas horas desde que la fiesta de ayer terminó.
—Ser tlachiquero es así: hay que cumplirle a la planta, nada de que estoy cansado —dice mientras lima las orillas del cajete con su raspador.
El maguey es una planta hermafrodita y hay algo casi erótico en el acto de rasparlo. El tlachiquero capa al maguey al retirarle su quiote, ese tronco floreado que le crece en su momento más fértil. Toda el agua y el azúcar que el maguey usaría en su reproducción se acumula entonces en su piña, misma que el tlachiquero debe picar, preferentemente, después de un año. Entonces debe rasparlo al menos dos veces por día como hace el Chuy esta mañana, con la cabeza dentro de la planta y usando su raspador para, con movimientos rápidos, precisos y repetitivos, hacer manar su savia o trementina: el aguamiel que luego será pulque.
—Es un oráculo del tiempo, el maguey —repite el Chuy—. Cuando va a llover, por ejemplo, se forma una especie de sarro en las paredes del cajete. Es una planta extremadamente sensible al clima, a la humedad, qué sé yo, a la electricidad en el ambiente. Entonces uno aprende a escucharlo: tu maguey te avisa cómo está la movida, si esta semana va a llover o si se va a asentar la seca varios meses.
La mayoría de los tlachiqueros protegen el cajete de sus magueyes con una piedra para evitar que el tlacuache o los conejos roben el aguamiel. En época de lluvias, cubren las pencas con plástico. Pero al Chuy ya no le convencen estas prácticas:
—Lo que pasa es que el tlacuache es un animal muy cochino y tiene la boca llena de choquilla, lo que arruina el aguamiel. Por eso la gente los tapa…, pero a mí me parece injusto que nos llevemos todo.
Él suele dejar descubiertos los magueyes más pequeños o los que ha raspado más de dos meses para que la fauna local también se alimente.
—Aquí no hay agua y los animales también tienen derecho y tienen sed, ¿o no? Yo siempre les dejo un charquito para que se lo beban.
Dice que aprender los secretos del oficio lleva su propio tiempo. Implica entender que los bichos que otros llaman plagas son, en realidad, indicadores de la salud de un ecosistema. O que, para hacer pulque, es necesario conseguir una semilla o pie: un cultivo madre, fermento vivo de levadura y bacterias para fermentar de manera adecuada el aguamiel.
Cada paso exige herramientas precisas: machetes, guaparras, tajaderas, barretas, punzones, raspadores que el Chuy aprendió a usar de los viejos tlachiqueros de la zona. En su opinión, la campaña negra contra el pulque (que lo catalogaba como una bebida poco higiénica) generó que toda una generación se alejara del oficio. Hoy son los hijos de quienes emigraron a las ciudades para volverse profesionistas los que han decidido regresar al campo para escudriñar sus secretos.
—En algunos lugares usan el famoso “cocacote” para recoger el aguamiel —dice refiriéndose a las botellas de Coca-Cola pegadas a una manguera—. A mí no me gusta. Es un símbolo culero. Son las refresqueras las que nos han robado el agua, las que nos provocan diabetes. Junto con las cerveceras, son las que hicieron todas las campañas negras contra el pulque.
A un costado de la carretera, junto al magueyal que el Chuy raspa esta tarde, un letrero ancla la vocación de aquellas tierras: “El Cebadal”. Una planicie de tierra amarilla y polvosa, lista para el cultivo de cebada, lo rodea todo.
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Leonardo Chávez desbloquea su celular. Sus dedos escudriñan la galería hasta encontrar un video fechado en septiembre de 2016. En la pantalla, una cascada de agua nítida rodeada de vegetación. El paisaje dura segundos. Luego, un estallido seco y el derrumbe. La imagen salta —pixeles rotos de fuego y humo—: el torrente que ahora arrastra piedra y barro, agua sucia. Una segunda explosión. Después, nada: tierra vacía, horadada.
—Esos cabrones, ¿qué no hicieron? —se queja—. Dinamitaban todo en esos años.
Originario del ejido de San Francisco Tlaltica, Estado de México, don Leonardo Chávez es un tlachiquero que supera el medio siglo de edad. Esta tarde se dirige a su magueyal para picar una planta que capó el año pasado. Antes de internarse en el laberinto de nopales y espinas, se detiene junto al cráter enorme. Hace 10 años, la empresa Coconal, contratada para construir las pistas del extinto aeropuerto internacional, abrió allí una mina de tezontle.
—Aquí fue de lo más feo. Yo trabajaba este magueyal entonces. Cuando iban a dinamitar sonaba la sirena de alerta y uno tenía que correrle. Nosotros nos rebelamos porque las explosiones nos llenaban los magueyes de un polvo amarillo apestoso.
Eran los días de las hileras interminables de tráileres que extraían cientos de toneladas de mineral al día. Los días en que Leonardo conoció al poeta Juan Pablo Murillo y juntos interpusieron un amparo para frenar lo que llaman “la barbarie”. Querían que la Secretaría de Medio Ambiente impidiera el cambio de uso de suelo en cañadas como la Barranca del Órgano, refugio de tejones, armadillos y especies protegidas como el lagarto alicante del Popocatépetl o la ranita de cañón. Eran los días en que decenas de ejidatarios, dolidos por la devastación, bloqueaban las carreteras para impedir la salida del material robado a sus cerros.
En épocas de sequía, el aguamiel ejerce un magnetismo que convoca por igual a tlacuaches, cacomixtles, artistas y poetas.
—Mi único consejo es que no hay que arrastrarse ante los millonetas —dice don Leonardo esquivando espinas con la naturalidad de un gato montés—. Ser tlachiquero es defender al maguey, no andar de pinche agachón.
Cada semana vende su pulque en el mercado Fuego Nuevo, en Ciudad Azteca, Ecatepec. Lector de Artemio de Valle Arizpe, se considera heredero de Nezahualcóyotl y devoto de Emiliano Zapata, el revolucionario que entendió el vínculo indisoluble de los campesinos con el paisaje y con la naturaleza: “¡La tierra es de quien la trabaja, con un carajo!”.
Por eso, Leonardo insiste en contar de nuevo estas historias y anima a sus hijos, también tlachiqueros, a no olvidar. Porque, pese a todo, algo hubo de victoria en la cancelación del nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México, el proyecto insignia del sexenio de Peña Nieto, y en la lenta regeneración de los cuerpos de agua del lago de Texcoco. Claro, quedan estas oquedades gigantescas, estos agujeros del demonio. Y la consecuencia: sin árboles, el calor pega más, llueve menos y las plagas se reproducen con ferocidad nueva, igual que en Tlaxcala, después de que los parques fotovoltaicos devastaron los magueyales, como documentó el medio Pie de Página.
Ser tlachiquero, define Leonardo, significa defender el maguey a toda costa. De las plagas, de las heladas, de las empresas que presumen energía verde, de los gobiernos que otorgan concesiones mineras e incluso de los saqueadores que en una noche pueden tumbar 50 plantas para robarse los chinicuiles, esos gusanos rojos que se venden en ciertos restaurantes gourmet.
No basta con raspar, capar y fermentar. Hay que entender de qué manera sembrar para enriquecer el suelo y después zanjear, terracear, barbechar y podar. A veces, también hay que estudiar las leyes, acudir a las asambleas ejidales, hablar con arrojo y hasta organizar la resistencia: marchas, festivales culturales y hasta misas o fiestas patronales. Todo lo que sea necesario.
—No es difícil de entender de dónde saca uno el coraje para defenderse —dice Leonardo—. Yo amo esta tierra. Aquí nací. No encuentro diferencia entre yo y mis magueyales. ¿Cómo carambas no va a defender uno a su familia, a su casa, pues?


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“El día que yo me les muera
no me den ya por finado
sin antes la bendición
y las palabras pulqueras
de un tlachicón colorado
y chaparro
y barrigón”.
Canción popular
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Mientras Gabriel Neutli tala el quiote de un maguey joven (planea vender los quiotillos en la feria de Otumba), su esposa, Gabriela Chávez, lo observa a la distancia mientras piensa en su padre. Dice que solo le reclama una cosa: haberle enseñado todos los secretos del oficio, excepto sembrar maguey.
—Me dejó estas tierras, pero nunca me mostró cómo sembrar —dice, con una nostalgia que agita el viento—. No entiendo por qué.
Tadeo, su hijo de 11 años, usa una espiga como espada para jugar con la manada de perros del rancho. Los Gabis viven rodeados de animales: gallinas, guajolotes, michis y todo tipo de alecuijes.
—Un “alecuije” es un animal de monte —explica Gabi—: cualquier bicho raro del que no conozcas el nombre es un alecuije. Tadeo es nuestro alecuije mayor, por ejemplo.
Tienen 28 y 31 años. Llevan casi una década dedicados por completo al oficio. De a poco han ganado reconocimiento en ferias y encuentran en circuitos de temazcal y rituales neomexicas a consumidores dispuestos a pagar lo justo por su pulque fresco y recién raspado: un octli legítimo y sin huachicol. Pero la subsistencia plena todavía se les escapa. Necesitan un comprador estable que adquiera volúmenes mayores, sin caer en la explotación industrial, que rechazan con firmeza.
Ahora que la Ciudad de México ha reconocido el sistema de terrazas como patrimonio biocultural de la capital, Gabriel sabe que también se han liberado financiamientos para reforestar con maguey otros ejidos cercanos. Le alegra, pero es cauteloso.
—Esos magueyes hay que cuidarlos, ayudarles a fortalecerse —recuerda—. No es tan fácil como nomás sembrar 100 magueyes y ya.
Su lucha más íntima es convencer a los ejidatarios veteranos de que no capen todos los magueyes: les pide que dejen chispar algunos quiotes para alimentar polillas, murciélagos y colibríes. También para que, por medio de la polinización y la reproducción natural, se fortalezca la genética de las plantas. Que abandonen el uso plaguicidas, insiste. Aunque sus consejos suelen chocar con oídos endurecidos por el tiempo, de cuando en cuando alguien escucha, y en ese, quizá, piensa que puede germinar una semilla de futuro, una esperanza que acompañe a las nuevas generaciones.
Últimamente Tadeo tiene problemas en la escuela. Va un año atrasado y cada vez le cuesta más encerrarse en un salón de clases, en donde se engenta fácilmente. Extraña el campo y el ritmo tlachiquero de los días, el horizonte amplio y los mecuates que ayuda a sembrar: los mismos que él raspará en una década.
—El monte también es una escuela: aquí también se aprende —dice Gabriela, orgullosa de su linaje. En sus manos tiene un racimo de quiotes que separa uno a uno en una canasta—. Hubo toda una generación de hijos de campesinos que se hicieron profesionistas y abandonaron el campo. Pero el futuro también se va a decidir aquí: en el sembrar, en el cuidar la tierra. ¿De qué nos servirán el dinero y las máquinas cuando no tengamos campo para comer? Los magueyes son nuestros aliados por muchas razones: hay que aprender de ellos todo lo posible. El pulque no viene solo, viene con muchas otras cosas detrás, con todo eso que también somos.

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Desde el Estado de México hasta Hidalgo, una nueva generación revive el antiguo oficio de raspar magueyes para producir pulque. Frente a las plagas y los megaproyectos, la comunidad tlachiquera defiende más que una bebida. Su lucha es por el futuro de un paisaje y una forma de vida, una cultura y su memoria.
Una cabaña sin electricidad junto a un fogón, un tejabán al aire libre y un sofá a la sombra de un árbol. Poco más. Salvo —claro— el magueyal de 10 hectáreas que se extiende monte abajo: el horizonte partido por dos quiotes de cuyas flores amarillas liban docenas de colibríes.
Anoche cayó un aguacero y ahora el rocío hace que la luz se estanque en una bruma blanca. Detrás de la niebla, una bocina mamalona truena desde el techo de una troca: el psytrance hace eco en la montaña.
—Es pa’ que los magueyes se pongan más locos —dice él—. Pa’ que el pulque se ponga más mágico.
Menea la cabeza al ritmo extraterrestre. Veintiocho años, tlachiquero desde niño, ejidatario y albañil, a Gabriel no le gusta su apellido castellano. Pide ser nombrado Gabriel Neutli. Tal es la palabra que designa, en náhuatl, al néctar del maguey.
Creció escuchando el retumbe de los raves de principios de milenio en los alrededores de Teotihuacan. Su familia insistía en que aquello era un puro ruidero de fierros y latas chocando. Pero a él le prendía esa loquera; todavía le encanta sentir cómo la vibración de los tonos bajos convierte a su piel en un tambor humano. Aquí arriba, en el ejido, varios kilómetros separan cada vivienda, así que puede subir el volumen: darse grasa. El escándalo es, además, un aviso para los tlacuaches y los cacomixtles: es su manera de comunicar que ha llegado su turno y que ahora el ejido es suyo.
—Yo creo que a los magueyes también les gusta mi desmadre.
Gabriel hunde la cabeza entre las pencas de un enorme maguey manso que comenzó a raspar hace un par de semanas y que, desde hace unos días, le regala hasta tres litros diarios de aguamiel.
Su hijo, Tadeo, un fortachón de 11 años, se le adelanta para recolectar el néctar de otro maguey chilome o negro, una de las muchas variedades del maguey pulquero que existen en el centro de México. Para colectar el aguamiel, Tadeo usa un “cocacote”: una botella de Coca-Cola de dos litros, sustituto del ancestral acocote, ese guaje o calabaza seca y alargada con la que los tlachiqueros extraen tradicionalmente el aguamiel. Cada mañana y cada tarde, Tadeo debe succionar el aguamiel de unos 14 magueyes junto a su padre usando esta herramienta.
—Hace años que no llovía tanto —dice Gabriel Neutli mientras despunta la mañana y afila su raspador por segunda vez. A lo lejos una cortina de lluvia cae salvaje sobre los cerros de Otumba.

Gabriel vierte su cosecha en el tinacal: un pequeño corral al aire libre que cela y cuida como un tesoro. Allí, bajo la sombra de un capulín, el pulque se fermenta dentro de varios barriles de 150 litros cada uno. Al salir, con su navaja corta la hoja de un maguey cercano, pela las espinas y dobla la penca para convertirla en un cuenco. La espuma del pulque fresco aviva el aroma de la savia.
—Es el desayuno —el aguamiel le moja los bigotes—. La xoma nuestra de cada día.
Es julio. Son las seis y media de la mañana en Las Joyas Altica, justo en la frontera entre los municipios de Otumba y Tepetlaoxtoc, Estado de México.
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El esqueleto negro de una camioneta calcinada yace en la orilla del camino entre Las Joyas y el centro de Tepetlaoxtoc.
—Al parecer fue un asunto de huachicoleros —me dice un vecino—. O la quemaron para ocultar la evidencia o se lo robaron a una banda rival.
En México, la palabra “huachicol” define la práctica de robar gasolina de los ductos de Pemex. Los huachicoleros rebajan el combustible con agua y disolventes industriales para elevar su volumen. Noticias sobre decomisos de huachicol abundan en Tepetlaoxtoc, Otumba, Singuilucan, Apan o Tezontepec, municipios ubicados en el corazón de la tradición pulquera, una zona que se extiende desde el estado de Hidalgo hasta Puebla, pasando por el Estado de México y Tlaxcala.
El pulque se suele transportar en bidones de gasolina. Quizás por eso al pulque adulterado lo llaman también así: huachicol, “huachipulque”.
—La mayoría del pulque que se vende en la Ciudad de México es huachicol. Te das cuenta porque es demasiado dulce o demasiado amargo, porque ya se pudrió, porque huele feo y te duele la cabeza o la panza.
Quien habla es Jorge Eduardo Arellano, “Yorch Pulques”, un entusiasta de la cultura tlachiquera que desde hace cinco años mantiene una intensa cruzada en pro del “pulque legítimo”: aquel que se cosecha y fermenta de forma tradicional, sin adulterar.
Según se ha documentado a lo largo de los años, los grandes distribuidores suelen añadir agua, sacarina, jugo de nopal, harina, aguardiente y otras sustancias al pulque. Como con el combustible, esto se hace para aumentar su volumen, pero también para intentar retrasar su fermentación u ocultar su mal sabor cuando el pulque ya fue contaminado.
—Un buen pulque tiene un sabor casi ácido y no es tan baboso y pesado, como la mayoría del pulque comercial. Es una bebida que se echa a perder muy fácilmente: hay muchas formas de contaminarla o de cortar su proceso de fermentación —explica Yorch Pulques.



El huachicol no es algo nuevo, aunque ahora sea la norma. De otra forma no se explica que un producto tan delicado diera pie a la robusta industria que campeó en la mayor parte del siglo XIX y principios del XX. Hace todavía un siglo, los magueyes reinaban en estas tierras. Pocas haciendas eran tan poderosas como las magueyeras, y miles de campesinos eran empleados por empresarios como Ignacio Torres Adalid, “el Rey del Pulque” (la casona regia que poseyó en la capital del país, que aún se puede apreciar en avenida Juárez, frente a la Alameda, demuestra el poder que acumuló). Cada hacienda era un mundo que requería de tlachiqueros, capadores expertos, campesinos que supieran cuidar los mecuates —los brotes de la planta—, mayordomos a cargo de los tinacales, distribuidores, jicareros, cocineras especializadas en la gastronomía del maguey…
Incapaz de adaptarse al ritmo acelerado de los centros urbanos, el pulque quedó rezagado, y su producción se fue desplazando de las grandes haciendas al tipo de economía informal que hoy permite que el “huachipulque” circule sin control.
Tan grande era el negocio que, en algún momento, entre una cuarta y una quinta parte de los impuestos captados por el gobierno capitalino provenían del pulque, tal como documentó el sociólogo Mario Ramírez Rancaño. Numerosas leyes normaban esta industria e incluso existían aduanas para verificar su calidad. En 1929, según algunos registros periodísticos, se llegó a plantear la peregrina idea de construir un pulqueducto para saciar la sed capitalina.
El declive fue abrupto. La explosión de la industria cervecera en la primera mitad del siglo XX incluyó campañas negras para demeritar el néctar fermentado del maguey, llegando a sugerir el absurdo de que, para acelerar su fermentación, el pulque era preparado con excremento humano o animal. Si en el siglo XIX, el barón Alexander von Humboldt llegó a sostener que gracias al pulque y otros alimentos locales los indígenas mexicanos habían logrado mantener un perfecto estado de salud, para 1940 el pulque fue etiquetado como una “bebida propia de albañiles y de pobres del campo y la ciudad”. A esta campaña se unió gente tan poderosa como José Vasconcelos, quien llegó a relacionar el consumo de pulque con el alza de homicidios y otras conductas criminales.
Incapaz de adaptarse al ritmo acelerado de los centros urbanos, el pulque quedó rezagado, y su producción se fue desplazando de las grandes haciendas al tipo de economía informal que hoy permite que el “huachipulque” circule sin control.
En los últimos años, sin embargo, algo se agita.
Apenas en marzo pasado, un puñado de dueños de pulquerías, consumidores y artistas de la capital, se manifestaron contra la clausura de 14 locales emblemáticos —entre ellos, La Malquerida, La Tlaxcalteca, La Paloma Azul—. Las autoridades las acusaban de falta de permisos, usos de suelo o incumplimiento de normas. Las protestas exigían que no se les tratara como simples expendios de bebidas alcohólicas, sino como espacios de tradición y cultura.
La reapertura de las pulquerías, semanas después, no puso fin a las protestas. Ya organizados, ejidatarios y productores advierten que el mayor riesgo actualmente no lo corren las pulquerías de la ciudad: es la supervivencia misma del paisaje magueyero lo que está bajo amenaza. Por ello, exigen construir redes de comercio más éticas y reconocerle al pulque su lugar no solo como bebida, sino también como emblema de la defensa del territorio y el medio ambiente.
—El pulque legítimo es caro. Muchos no se dan cuenta de que raspar maguey es una verdadera chinga —señala Yorch—. Un pulque huachicoleado te lo venden a ocho pesos el litro por mayoreo. Un litro de pulque legítimo difícilmente baja de 30. Las pulquerías no quieren tomar esos riesgos. Pero hay quienes creemos que vale la pena beber pulque verdadero: pagar su precio real.


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“El pulquero que lo entiende,
más agua que pulque vende”.
Refrán popular
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Don Layo destroza con su machete los restos de un maguey ayoteco. Mete la mano entre el penquerío y extrae un bicharajo que presume un cuerno en la frente.
—Aquí está el canijo, míralo.
Parece un pequeño unicornio negro y gordo, agitado.
Don Layo es uno de los 64 ejidatarios de San Pedro Chiautzingo, un ejido de 1 300 hectáreas entre Tlaxcala y el Estado de México. Hasta hace no mucho, la mayoría de los ejidatarios de estas tierras sabían cuidar, además de maíz y calabaza, enormes plantíos de maguey.
Pero los tiempos son cada vez más recios. Un maguey necesita al menos una década de crecimiento para comenzar a dar aguamiel, un sosiego que estos tiempos difícilmente permiten. Hace cinco años, don Layo intentó sembrar en su parcela alrededor de 400 ejemplares de distintos tipos: ayotecos, pardos, carrizos. El año pasado, cuando aún les faltaba la mitad de su vida por delante, comenzaron a pudrirse uno por uno.
—Este es el responsable —dice con el bicho todavía entre sus dedos—: el famoso “picudo”.
La plaga del picudo era ya un problema hace 20 años. En Jalisco, por ejemplo, afectó hasta el 25% de las cosechas de agave según los registros de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa).
Las sequías cada vez más largas y los calores intensos han exacerbado el problema: el cambio climático y la poca polinización —provocada por la explotación industrial del mismo maguey— han debilitado la genética de la planta y las plagas han ganado velocidad y resistencia.
Antes de convertirse en escarabajo, el picudo pasa por una fase de gusano. En ese estado es capaz de barrenar túneles a través de los magueyes hasta instalarse en su piña y succionarlos desde adentro. La infección puede saltar de una planta a otra en cuestión de días y, en menos de un mes, arrasar todo un sembradío.
Entonces, la única solución es quemarlos todos.
—Ni modo, amigo —dice don Layo mirando el escarabajo entre sus dedos—. Tú me mataste mis magueyes, ora yo te mato a ti.
Corta de tajo la cabeza del bicho con su machete.
En los últimos años, el picudo ha llegado a amenazar especies enteras, como el agave papalote o cupreata, endémico de Guerrero. La misma Sagarpa registra hasta un 40% de daños en el cultivo del henequén en Yucatán y 30% en el maguey pulquero en la zona centro.
Autoridades de Conafor y Probosque, las agencias del Gobierno federal que administran los recursos forestales, han intentado inútilmente mermar la plaga en esta zona promoviendo entre los ejidatarios el uso de plaguicidas como el Malathion 1000 (prohibido en otros países porque mata también a los animales polinizadores, contamina el agua y es peligroso para la salud humana), pero cada vez es más difícil.
Don Layo ya ni siquiera piensa en ello. “La culpa la tiene el tiempo”, dice lacónico, escondiendo los ojos tras su sombrero de paja. El día que me encontré con él, una mañana de marzo, las lluvias se resistían y él hablaba de una época en que los magueyes crecían grandes como elefantes, días de un verdor de leyenda.
—Ya nadie entiende cómo sembrar con estas largas temporadas de secas. Ni con las heladas fuera de temporal, que arruinan las cosechas. Ya nadie entiende nada.

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Trabajar al mediodía resulta insensato. A estas horas, en este rincón del municipio de Tepetlaoxtoc, lo mejor es aceptar la tregua: saciar la sed al refugio de la sombra de un mezquite. Cuando Juan Pablo Murillo llega a Las Joyas Altica, Gabriel Neutli se apresura a convidarle un taco de quiotillos cocinados en chimbote; le acerca también un cuenco con salsa de xoconostle y un perlado litro de blanca espuma.
—Pinches Gabis —dice agradecido al primer bocado—. Qué chingón cocinan ustedes.
Se refiere a Gabriel Neutli, pero también a Gabriela, su pareja y madre de Tadeo. Es una mujer alta y fuerte, de ojos terneros. Heredó estas tierras ejidales de su padre, un antiguo tlachicón a quien apodaban “el Pimienta”, debido a la sazón picante de sus guisos que atraían a labradores y jinetes, también sedientos de sus raros curados de piña con apio.
—Tu papá solía decir unos versos curiosos —le cuenta Murillo a Gabriela:
Pulque, dulce trementina
pariente de este ocote,
haz que a mi cogote
le quepa más que a mi acocote.
Murillo ríe. Es un hombre de mediana edad, viejo amigo de los Gabis. Aunque disfruta el pulque de vez en cuando, su verdadero vicio es lo andariego y a veces viene solo para ver el valle rebosar de tunas, los cardos florecer tras una buena lluvia: todo aquello que estuvo a nada de desaparecer hace pocos años, cuando decenas de minas fueron abiertas para abastecer de tezontle y de basalto la construcción del nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México, en la zona de Texcoco.
Murillo fue una de las personas que con más firmeza se opusieron al proyecto de Enrique Peña Nieto. Aunque fue cancelado en 2018, cerros enteros desaparecieron y ahí nomás quedaron los cráteres de las minas: socavones del tamaño de edificios donde antes crecían bosques de ocote y nopaleras. El coraje todavía no lo suelta.
Literato, hijo rebelde de una familia conservadora en toda regla, Murillo encontró desde joven su causa en la defensa de estos lares. Cuando apareció la amenaza de las minas no demoró mucho en unirse al colectivo #YoPrefieroElLago, desde donde colaboró en la redacción de pronunciamientos, relaciones minuciosas sobre el número de excavaciones que desgajaban el paisaje, recetarios y crónicas en octosílabos sobre la vida de los ejidatarios y la importancia ambiental de estas parcelas.
Esa labor le ayudó a comprobar lo que ya intuía: que en el habla campesina, llena de dicharajos y calambures, se expresaba también una resistencia a la voracidad industrial de las ciudades.
Uno de sus poemas habla sobre los Gabis:
Esta es de jóvenes una familia que come del campo que siembra
sobre la costura de las magueyeras
que el loop de los renders negaba.
Son semillennials de los panoramas de cuenca
donde la ciudad hidroeriza
allá al fondo
es un accidente aún
palaciego.
Su curiosidad lo ha llevado a colectar todo tipo de escritos, versos populares, libros sobre la vida campesina de la zona. Le llama la atención, especialmente, la tradición de crear coplas en torno al aguamiel y su fermento. Y piensa que es perfectamente natural que esa tradición exista. Sucede que el pulque sin adulterar, más cuando se bebe cerca del tinacal que le dio origen, suele provocar una embriaguez risueña, enteógena y muy propicia para la travesura verbal. No es casual que a la “leche de oso” también la llamen “dulce trementina”, “vino blanco de mucílago”, “leche alabastrina”, “pulque perro y sin bautizar”, el “regazo final de la xomada” y otros 400 etcéteras.
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“Ya bien pulques,
ya bien pulques
quesque el pulque habla”.
Coplas del Pulquero Octlero, de Jesús Jaimes
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—Si Jesús hubiera nacido en Singuilucan habría usado pulque en lugar de vino de consagrar —dice el sacerdote Erasmo Dorantes mientras salpica de agua bendita a casi un centenar de comadres y sombrerudos que se han reunido hoy en la Parroquia de San Antonio, en Singuilucan.
Aquí están todos: los viejos tlachiqueros del Tinacal Los Tuzos y los del Rancho La Gaspareña, los más jóvenes de Conejo Real y del Jardín de Mayahuel. También hay representantes de pulquerías de la Ciudad de México como La Burra Blanca y La Catedral del Pulque.
Es 2 de junio. Ayer cayeron las primeras lluvias del temporal. Mientras los campesinos se preparan para la siembra, un centenar de productores de Singuilucan, en el Estado de Hidalgo, acuden a la iglesia para bendecir sus acocotes y raspadores.
—Últimamente notamos que hay más gente raspando magueyes. Como nosotros distribuimos y compramos pulque al mayoreo, cada vez más chavos nos vienen a vender su aguamiel por las mañanas.
Habla Carmelita Ramos Tecomalman, la primera mujer de su familia que se dedica de lleno al negocio del pulque y el maguey. Originaria de Singuilucan, Carmelita nació en el Tinacal Los Tuzos, el cual pertenecía a Carmelo y Bernardo Ramos —su padre y su tío—, quienes, a su vez, heredaron de su abuelo el oficio de raspar. Aunque Carmelita se licenció en Arquitectura, su destino estaba escrito en las pencas del tinacal familiar. Hoy dedica sus días enteros a Conejo Real, la marca de productos magueyeros que fundó junto a su esposo, Miguel Ángel Alemán, un historiador chilango que decidió sumarse al ecosistema pulquero de la región.
—Es cierto: la mayoría de quienes se dedican a esto son hombres, pero en los últimos años he conocido muchas mujeres de aquí de la zona que están raspando sus magueyes.
Había ciertas creencias que alejaban a las mujeres del negocio del pulque: que el maquillaje o las cremas que usaban para las manos podían arruinar el aguamiel, por ejemplo —como si las mujeres no pudieran dejar de usar labial—, o que andar entre magueyes espinosos, manipular barretas y machetes, enguinchándose bajo el sol, era una labor demasiado ardua.
Le llama la atención la tradición de crear coplas en torno al aguamiel y su fermento. Y piensa que es perfectamente natural que esa tradición exista. Sucede que el pulque sin adulterar, más cuando se bebe cerca del tinacal que le dio origen, suele provocar una embriaguez risueña, enteógena y muy propicia para la travesura verbal.
Pero como a muchos hijos de tlachiquero, a Carmelita no le quedó opción: desde pequeña fue la responsable de mantener en estado óptimo el tinacal familiar y, con el tiempo, decidió también aprender a raspar y cuidar los magueyes. Contar con una carrera universitaria le permitió estructurar el negocio familiar. Y aunque hace un par de años dejó de raspar magueyes debido a su embarazo, hoy, además de administrar todo lo referente a Conejo Real, ha construido un pequeño hotel en el magueyal y ampliado la oferta de productos a la venta —miel y vinagre de maguey, sal de gusano, destilados de pulque—. Se siente orgullosa de que su tinacal distribuya a varias pulquerías de la zona y de la Ciudad de México. También de haber forjado alianzas con el ayuntamiento para organizar y participar en ferias y eventos turísticos de todo el estado como representantes de Singuilucan, un municipio promocionado como “la Capital Mundial del Pulque”.
Pero el éxito del negocio pulquero no los blinda del peligro. En los últimos meses, Carmelita y Miguel Ángel, junto con otros tlachiqueros de la zona (se calculan más de 280 en el municipio) han encabezado marchas, protestas, conferencias de prensa.
En los últimos años, empresas energéticas como Akuwa Solar, Ocote Solar, Saturno Solar o Dhammas se han acercado a los comisarios ejidales de Singuilucan y Epazoyucan para ofrecer grandes sumas de dinero a cambio de la renta de tierras ejidales para construir plantas de energía solar.
Los empresarios pagarán por el uso de la tierra con la condición de que esta sea entregada desmontada y lista para el negocio: que se retiren las cactáceas, los magueyes. Que deje de ser hogar para las aves, camaleones, venados, coyotes, cacomixtles, murciélagos y otras especies endémicas protegidas.
—Es un ecocidio —denuncian Carmelita y Miguel Ángel, decididos, junto a otro centenar de tlachiqueros, a proteger los magueyes como parte de su linaje. La sangre de sus padres, la savia de sus abuelos, el futuro de sus hijos está en juego.
Aunque la información oficial se mantiene opaca, valiéndose del rastreo minucioso de las manifestaciones de impacto ambiental, los campesinos han logrado desentrañar los pormenores de los proyectos más grandes, los cuales abarcan cerca de 1 000 hectáreas. Las autoridades ya han aprobado la instalación de 440 181 paneles solares: un mar cuadriculado y robótico, monocristalino, en medio del altiplano hidalguense.
En Singuilucan, la misa termina.
Afuera de la Parroquia de San Antonio, un cohetero lanza al cielo chupinazos en racimo. En la calle hay carros alegóricos decorados con mecuates, acocotes y papel picado. Alguien carga un estandarte de Cristo crucificado en medio de un magueyal espinoso.


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“¿Quién soy yo para valerme
de la siembra de otras manos?
Mixiote, penca, caracoles,
mezotes, mecuiles, mezontetes, chinicuiles.
¿Quién soy yo para aprovechar tu esencia?”.
Coplas del Pulquero Octlero, de Jesús Jaimes
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En épocas de sequía, el aguamiel ejerce un magnetismo que convoca por igual a tlacuaches, cacomixtles, artistas y poetas. No son pocos los que han encontrado en el pulque la razón definitiva para abandonar el hormiguero urbano y entregar sus días futuros al ritual del maguey.
Entre los artistas que siguieron el llamado del aguamiel, Carlos “Titos” Barraza ocupa un lugar ejemplar. Poeta e ingeniero de audio, Barraza era conocido por incendiar las fiestas de la Ciudad de México mezclando cumbia y ritmos electrónicos con poesía en náhuatl, otomí y otras lenguas de la región a través de su alter ego: Sonido Mamalón. A sus 28 años, decidió perseguir el sueño tlachiquero junto a su pareja Sandra Araujo, artista textil, promotora cultural y también poeta. En 2016, en Santa María Zacatepec, Puebla, fundaron El Xastle: una comunidad cultural y afectiva consagrada al cultivo del maíz y la producción de pulque.
—Muchos dicen que raspar maguey y hacer pulque viene conectado a una revelación espiritual —dice Sandra Araujo cuando le pregunto sobre aquellos años—. Yo no lo llamaría “espiritual”. Es realidad pura. Cuando trabajábamos con el maguey y la milpa no teníamos de otra más que darnos cuenta de cómo todo está conectado con todo. Y que necesitamos comprender a las especies terrícolas para poder vivir juntos.
Chapulines, chinicuiles o michicuiles, escamoles, alacranes, jumiles, abejas y avispas, todo tipo de aves, tlacuaches, coyotes, caracoles —que arruinan el aguamiel— son algunas de las muchas especies que pueden habitar o depender del maguey en alguna medida. Como algunos humanos, dice Sandra, muchos animales han entendido que el maguey es una planta generosa.
La muerte prematura de Carlos en 2018 inspiró al poeta Yaxkin Melchy a reflexionar sobre El Xastle. Melchy es un estudioso de los haikús y de eso que hoy ha dado por nombrarse “ecopoéticas”: una literatura que busca descifrar el vínculo entre la naturaleza y la humanidad desde una perspectiva menos antropocéntrica.
Desde su investigación doctoral en Filosofía en la Universidad de Tsukuba, Japón, Melchy argumenta que los ciclos agrícolas que Sandra y Carlos adoptaron en esos dos años de trabajo generaron una poética singular. Su tesis, que entrelaza la experiencia de El Xastle con la obra de poetas nipones como Nanao Sakaki y Sansei Yamao, sugiere que el raspado del maguey al amanecer, el cuidado de la milpa, la espera de la lluvia son actos que permiten al campesino sincronizarse con una gramática ancestral en cuyo ritmo aún es posible leer el espíritu vegetal del tiempo.
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“Canto y hago sonar el tambor
Mientras se multiplican los espejos
Preparen el pulque de blanca cabellera”.
Fragmento del “Cantar de los Centzontotochtin y de Tezcatzóncatl”, fanzine Tlachiqueros 2, publicado por El Xastle
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Una carreta de madera con magueyes pintados en cada costado. Desde allí arriba El Rorro de Topacio y su Sonido Marulanda hace tronar las cumbias. Aquí no hay internet, así que el repertorio depende de su selección de acetatos que tuvo buen tino de cargar consigo. Estamos en el Jardín de Mayahuel, un pequeño rincón en las orillas de Singuilucan donde al maguey se le rinde veneración y estudio.
—El problema del pulque es que no hace falta ser experto para emborracharse —reflexiona Jesús Jaimes, conocido como Meyolotlacuichuinicuil o, simplemente, el Chuy—. Por eso debemos dejar de verlo solo como una bebida alcohólica: es mucho más.
Mientras habla, sirve un pulque de piñón cultivado en su huerta. Chuy estudió Gastronomía en la Ciudad de México, pero el ajetreo de la capital nunca lo convenció. Décadas después de que su madre emigrara a trabajar en una imprenta, la convenció de regresar a Singuilucan, donde la familia conservaba derechos ejidales. Junto a su pareja, la bióloga Rita Fernández, forma parte de una nueva generación de tlachiqueros que han renovado el oficio. El Jardín de Mayahuel es el santuario que han construido juntos para resguardar las variedades de maguey en la región y un laboratorio para explorar las posibilidades que ofrece la planta.
—A mí me da risa que me digan “nuevo tlachiquero” —se queja Chuy—. Tengo 40 años; llevo 15 años haciendo esto. Pero entiendo: es el mismo tiempo que tarda un maguey en crecer, ¿no? Y es una planta de la que nunca dejas de aprender.
Estamos en la pretendida Capital Mundial del Pulque, pero en Singuilucan los magueyales menguan. Los ejidatarios prefieren invertir en cultivos seguros: avena para ganado y, sobre todo, cebada para la insaciable industria cervecera. La ironía duele. A diferencia de buena parte de Hidalgo —un estado lastimado por aguas negras y desechos industriales producto de la confabulación de una refinería, una termoeléctrica y la porquería de la capital que remonta por el río Tula—, el altiplano pulquero se mantiene relativamente sano. Como muchos, Chuy y Rita no dudan en atribuirle al maguey tal mérito.
La ciencia confirma la vocación alquímica de la planta. Biólogos como la doctora Patricia Colunga García-Marín o el doctor Eulogio Pimienta-Barrios documentaron cómo, en plena emergencia climática, el maguey captura hasta tres veces más CO2 que un árbol —60 toneladas por hectárea— e incluso más si se encuentra en un ecosistema forestal o en combinación con otras especies y no en un monocultivo industrial. Además, sobrevive sin riego ni fertilizantes gracias a un diseño prodigioso: extrae humedad del aire y la almacena en sus hojas, que cierran sus estomas de día para evitar la evaporación.
—En un solo maguey puedes estudiar el ecosistema entero —dice Rita, también bióloga de profesión—. Por la cantidad de especies que se acercan a alimentarse y por las simbiosis que genera con ellas. Los humanos aprendimos a trabajar el maguey mirando a los animales: raspamos porque vimos a los tlacuaches, de ahí la palabra “tlachiquero”. Supimos que el aguamiel es bueno para la lactancia al ver a las coyotas beberlo cuando estaban preñadas.
En la pista de baile —un patio de tierra flanqueado por magueyes mansos— la gente se mueve todavía con timidez.
—¡Vamos a poner otra cumbiaaa…! —anuncia el Rorro desde el micrófono—. Recuerden: hay que bailar para que el mundo gire. ¡Pero písenle bien, gente, que no les dé miedo levantar polvo!
Esta noche de mediados de mayo, el Jardín de Mayahuel acoge la novena edición del Festivalito Cultural del Maguey Pulquero (Fecumapu). Es uno de los muchísimos eventos con los cuales las y los tlachiqueros de Singuilucan promueven sus hallazgos. Entre talleres, pláticas, proyecciones de documentales y el homenaje al poeta tlachiquero Margarito Mendoza, el evento también es un muestrario de delicias: curados de carambolo o de manzana con chinicuil; tacos de gualumbos con salsa martajada de chinicuiles en molcajete; sopa de milpa en pulque; tamales de mezal —esa delgada tela que se le raspa al cajete del maguey—. Una muestra breve de la abundancia que el maguey genera.
Al maguey se le llamaba “el árbol de las maravillas” porque brindaba alimento, vestido —el ixtle— y casa —sus pencas y quiotes son también material de construcción—. Durante siglos, los campesinos lo han usado para levantar terrazas de cultivo y retener el agua de lluvia: técnicas recientemente reconocidas como patrimonio biocultural de la humanidad. Es una ecotecnología, fuente de trabajo y de cultura.
—Tendríamos que entender al pulque desde todo esto, no solo como una bebida alcohólica —insiste el Chuy, que viste un sombrero ranchero y una playera verde en cuya espalda puede leerse la leyenda: “Revolución Tlachiquera”—. Nada más por su gama de sabores tendríamos que valorarla más. Hay pulque de calor, de lluvias (el más trabajoso) y de frío (de los favoritos). Cada maguey, el ayoteco, el manso, el colorado, produce un sabor distinto. La altitud y la mano del tlachiquero también cambian todo: el sabor, la consistencia, el efecto. Aquí en Singuilucan, una vez al año hacemos “pulque perro”: lo dejamos fermentar en el mismo maguey. Imagínate qué delicia, hermano.
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“Nací en tierra de magueyes
donde el pulque es para reyes:
aquí el agua y la cerveza
se la damos a los bueyes”.
Copla popular
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—El maguey es también un oráculo, compadre.
El Chuy habla con medio cuerpo hundido en un maguey ayoteco. Son las siete de la mañana y han pasado apenas unas horas desde que la fiesta de ayer terminó.
—Ser tlachiquero es así: hay que cumplirle a la planta, nada de que estoy cansado —dice mientras lima las orillas del cajete con su raspador.
El maguey es una planta hermafrodita y hay algo casi erótico en el acto de rasparlo. El tlachiquero capa al maguey al retirarle su quiote, ese tronco floreado que le crece en su momento más fértil. Toda el agua y el azúcar que el maguey usaría en su reproducción se acumula entonces en su piña, misma que el tlachiquero debe picar, preferentemente, después de un año. Entonces debe rasparlo al menos dos veces por día como hace el Chuy esta mañana, con la cabeza dentro de la planta y usando su raspador para, con movimientos rápidos, precisos y repetitivos, hacer manar su savia o trementina: el aguamiel que luego será pulque.
—Es un oráculo del tiempo, el maguey —repite el Chuy—. Cuando va a llover, por ejemplo, se forma una especie de sarro en las paredes del cajete. Es una planta extremadamente sensible al clima, a la humedad, qué sé yo, a la electricidad en el ambiente. Entonces uno aprende a escucharlo: tu maguey te avisa cómo está la movida, si esta semana va a llover o si se va a asentar la seca varios meses.
La mayoría de los tlachiqueros protegen el cajete de sus magueyes con una piedra para evitar que el tlacuache o los conejos roben el aguamiel. En época de lluvias, cubren las pencas con plástico. Pero al Chuy ya no le convencen estas prácticas:
—Lo que pasa es que el tlacuache es un animal muy cochino y tiene la boca llena de choquilla, lo que arruina el aguamiel. Por eso la gente los tapa…, pero a mí me parece injusto que nos llevemos todo.
Él suele dejar descubiertos los magueyes más pequeños o los que ha raspado más de dos meses para que la fauna local también se alimente.
—Aquí no hay agua y los animales también tienen derecho y tienen sed, ¿o no? Yo siempre les dejo un charquito para que se lo beban.
Dice que aprender los secretos del oficio lleva su propio tiempo. Implica entender que los bichos que otros llaman plagas son, en realidad, indicadores de la salud de un ecosistema. O que, para hacer pulque, es necesario conseguir una semilla o pie: un cultivo madre, fermento vivo de levadura y bacterias para fermentar de manera adecuada el aguamiel.
Cada paso exige herramientas precisas: machetes, guaparras, tajaderas, barretas, punzones, raspadores que el Chuy aprendió a usar de los viejos tlachiqueros de la zona. En su opinión, la campaña negra contra el pulque (que lo catalogaba como una bebida poco higiénica) generó que toda una generación se alejara del oficio. Hoy son los hijos de quienes emigraron a las ciudades para volverse profesionistas los que han decidido regresar al campo para escudriñar sus secretos.
—En algunos lugares usan el famoso “cocacote” para recoger el aguamiel —dice refiriéndose a las botellas de Coca-Cola pegadas a una manguera—. A mí no me gusta. Es un símbolo culero. Son las refresqueras las que nos han robado el agua, las que nos provocan diabetes. Junto con las cerveceras, son las que hicieron todas las campañas negras contra el pulque.
A un costado de la carretera, junto al magueyal que el Chuy raspa esta tarde, un letrero ancla la vocación de aquellas tierras: “El Cebadal”. Una planicie de tierra amarilla y polvosa, lista para el cultivo de cebada, lo rodea todo.
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Leonardo Chávez desbloquea su celular. Sus dedos escudriñan la galería hasta encontrar un video fechado en septiembre de 2016. En la pantalla, una cascada de agua nítida rodeada de vegetación. El paisaje dura segundos. Luego, un estallido seco y el derrumbe. La imagen salta —pixeles rotos de fuego y humo—: el torrente que ahora arrastra piedra y barro, agua sucia. Una segunda explosión. Después, nada: tierra vacía, horadada.
—Esos cabrones, ¿qué no hicieron? —se queja—. Dinamitaban todo en esos años.
Originario del ejido de San Francisco Tlaltica, Estado de México, don Leonardo Chávez es un tlachiquero que supera el medio siglo de edad. Esta tarde se dirige a su magueyal para picar una planta que capó el año pasado. Antes de internarse en el laberinto de nopales y espinas, se detiene junto al cráter enorme. Hace 10 años, la empresa Coconal, contratada para construir las pistas del extinto aeropuerto internacional, abrió allí una mina de tezontle.
—Aquí fue de lo más feo. Yo trabajaba este magueyal entonces. Cuando iban a dinamitar sonaba la sirena de alerta y uno tenía que correrle. Nosotros nos rebelamos porque las explosiones nos llenaban los magueyes de un polvo amarillo apestoso.
Eran los días de las hileras interminables de tráileres que extraían cientos de toneladas de mineral al día. Los días en que Leonardo conoció al poeta Juan Pablo Murillo y juntos interpusieron un amparo para frenar lo que llaman “la barbarie”. Querían que la Secretaría de Medio Ambiente impidiera el cambio de uso de suelo en cañadas como la Barranca del Órgano, refugio de tejones, armadillos y especies protegidas como el lagarto alicante del Popocatépetl o la ranita de cañón. Eran los días en que decenas de ejidatarios, dolidos por la devastación, bloqueaban las carreteras para impedir la salida del material robado a sus cerros.
En épocas de sequía, el aguamiel ejerce un magnetismo que convoca por igual a tlacuaches, cacomixtles, artistas y poetas.
—Mi único consejo es que no hay que arrastrarse ante los millonetas —dice don Leonardo esquivando espinas con la naturalidad de un gato montés—. Ser tlachiquero es defender al maguey, no andar de pinche agachón.
Cada semana vende su pulque en el mercado Fuego Nuevo, en Ciudad Azteca, Ecatepec. Lector de Artemio de Valle Arizpe, se considera heredero de Nezahualcóyotl y devoto de Emiliano Zapata, el revolucionario que entendió el vínculo indisoluble de los campesinos con el paisaje y con la naturaleza: “¡La tierra es de quien la trabaja, con un carajo!”.
Por eso, Leonardo insiste en contar de nuevo estas historias y anima a sus hijos, también tlachiqueros, a no olvidar. Porque, pese a todo, algo hubo de victoria en la cancelación del nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México, el proyecto insignia del sexenio de Peña Nieto, y en la lenta regeneración de los cuerpos de agua del lago de Texcoco. Claro, quedan estas oquedades gigantescas, estos agujeros del demonio. Y la consecuencia: sin árboles, el calor pega más, llueve menos y las plagas se reproducen con ferocidad nueva, igual que en Tlaxcala, después de que los parques fotovoltaicos devastaron los magueyales, como documentó el medio Pie de Página.
Ser tlachiquero, define Leonardo, significa defender el maguey a toda costa. De las plagas, de las heladas, de las empresas que presumen energía verde, de los gobiernos que otorgan concesiones mineras e incluso de los saqueadores que en una noche pueden tumbar 50 plantas para robarse los chinicuiles, esos gusanos rojos que se venden en ciertos restaurantes gourmet.
No basta con raspar, capar y fermentar. Hay que entender de qué manera sembrar para enriquecer el suelo y después zanjear, terracear, barbechar y podar. A veces, también hay que estudiar las leyes, acudir a las asambleas ejidales, hablar con arrojo y hasta organizar la resistencia: marchas, festivales culturales y hasta misas o fiestas patronales. Todo lo que sea necesario.
—No es difícil de entender de dónde saca uno el coraje para defenderse —dice Leonardo—. Yo amo esta tierra. Aquí nací. No encuentro diferencia entre yo y mis magueyales. ¿Cómo carambas no va a defender uno a su familia, a su casa, pues?


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“El día que yo me les muera
no me den ya por finado
sin antes la bendición
y las palabras pulqueras
de un tlachicón colorado
y chaparro
y barrigón”.
Canción popular
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Mientras Gabriel Neutli tala el quiote de un maguey joven (planea vender los quiotillos en la feria de Otumba), su esposa, Gabriela Chávez, lo observa a la distancia mientras piensa en su padre. Dice que solo le reclama una cosa: haberle enseñado todos los secretos del oficio, excepto sembrar maguey.
—Me dejó estas tierras, pero nunca me mostró cómo sembrar —dice, con una nostalgia que agita el viento—. No entiendo por qué.
Tadeo, su hijo de 11 años, usa una espiga como espada para jugar con la manada de perros del rancho. Los Gabis viven rodeados de animales: gallinas, guajolotes, michis y todo tipo de alecuijes.
—Un “alecuije” es un animal de monte —explica Gabi—: cualquier bicho raro del que no conozcas el nombre es un alecuije. Tadeo es nuestro alecuije mayor, por ejemplo.
Tienen 28 y 31 años. Llevan casi una década dedicados por completo al oficio. De a poco han ganado reconocimiento en ferias y encuentran en circuitos de temazcal y rituales neomexicas a consumidores dispuestos a pagar lo justo por su pulque fresco y recién raspado: un octli legítimo y sin huachicol. Pero la subsistencia plena todavía se les escapa. Necesitan un comprador estable que adquiera volúmenes mayores, sin caer en la explotación industrial, que rechazan con firmeza.
Ahora que la Ciudad de México ha reconocido el sistema de terrazas como patrimonio biocultural de la capital, Gabriel sabe que también se han liberado financiamientos para reforestar con maguey otros ejidos cercanos. Le alegra, pero es cauteloso.
—Esos magueyes hay que cuidarlos, ayudarles a fortalecerse —recuerda—. No es tan fácil como nomás sembrar 100 magueyes y ya.
Su lucha más íntima es convencer a los ejidatarios veteranos de que no capen todos los magueyes: les pide que dejen chispar algunos quiotes para alimentar polillas, murciélagos y colibríes. También para que, por medio de la polinización y la reproducción natural, se fortalezca la genética de las plantas. Que abandonen el uso plaguicidas, insiste. Aunque sus consejos suelen chocar con oídos endurecidos por el tiempo, de cuando en cuando alguien escucha, y en ese, quizá, piensa que puede germinar una semilla de futuro, una esperanza que acompañe a las nuevas generaciones.
Últimamente Tadeo tiene problemas en la escuela. Va un año atrasado y cada vez le cuesta más encerrarse en un salón de clases, en donde se engenta fácilmente. Extraña el campo y el ritmo tlachiquero de los días, el horizonte amplio y los mecuates que ayuda a sembrar: los mismos que él raspará en una década.
—El monte también es una escuela: aquí también se aprende —dice Gabriela, orgullosa de su linaje. En sus manos tiene un racimo de quiotes que separa uno a uno en una canasta—. Hubo toda una generación de hijos de campesinos que se hicieron profesionistas y abandonaron el campo. Pero el futuro también se va a decidir aquí: en el sembrar, en el cuidar la tierra. ¿De qué nos servirán el dinero y las máquinas cuando no tengamos campo para comer? Los magueyes son nuestros aliados por muchas razones: hay que aprender de ellos todo lo posible. El pulque no viene solo, viene con muchas otras cosas detrás, con todo eso que también somos.

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Tadeo, de 11 años, hijo de los Gabis, bebe aguamiel recién raspado al amanecer, en los magueyales de Las Joyas Altica, en los límites de los municipios de Otumba y Tepetlaoxtoc, Estado de México.
Desde el Estado de México hasta Hidalgo, una nueva generación revive el antiguo oficio de raspar magueyes para producir pulque. Frente a las plagas y los megaproyectos, la comunidad tlachiquera defiende más que una bebida. Su lucha es por el futuro de un paisaje y una forma de vida, una cultura y su memoria.
Una cabaña sin electricidad junto a un fogón, un tejabán al aire libre y un sofá a la sombra de un árbol. Poco más. Salvo —claro— el magueyal de 10 hectáreas que se extiende monte abajo: el horizonte partido por dos quiotes de cuyas flores amarillas liban docenas de colibríes.
Anoche cayó un aguacero y ahora el rocío hace que la luz se estanque en una bruma blanca. Detrás de la niebla, una bocina mamalona truena desde el techo de una troca: el psytrance hace eco en la montaña.
—Es pa’ que los magueyes se pongan más locos —dice él—. Pa’ que el pulque se ponga más mágico.
Menea la cabeza al ritmo extraterrestre. Veintiocho años, tlachiquero desde niño, ejidatario y albañil, a Gabriel no le gusta su apellido castellano. Pide ser nombrado Gabriel Neutli. Tal es la palabra que designa, en náhuatl, al néctar del maguey.
Creció escuchando el retumbe de los raves de principios de milenio en los alrededores de Teotihuacan. Su familia insistía en que aquello era un puro ruidero de fierros y latas chocando. Pero a él le prendía esa loquera; todavía le encanta sentir cómo la vibración de los tonos bajos convierte a su piel en un tambor humano. Aquí arriba, en el ejido, varios kilómetros separan cada vivienda, así que puede subir el volumen: darse grasa. El escándalo es, además, un aviso para los tlacuaches y los cacomixtles: es su manera de comunicar que ha llegado su turno y que ahora el ejido es suyo.
—Yo creo que a los magueyes también les gusta mi desmadre.
Gabriel hunde la cabeza entre las pencas de un enorme maguey manso que comenzó a raspar hace un par de semanas y que, desde hace unos días, le regala hasta tres litros diarios de aguamiel.
Su hijo, Tadeo, un fortachón de 11 años, se le adelanta para recolectar el néctar de otro maguey chilome o negro, una de las muchas variedades del maguey pulquero que existen en el centro de México. Para colectar el aguamiel, Tadeo usa un “cocacote”: una botella de Coca-Cola de dos litros, sustituto del ancestral acocote, ese guaje o calabaza seca y alargada con la que los tlachiqueros extraen tradicionalmente el aguamiel. Cada mañana y cada tarde, Tadeo debe succionar el aguamiel de unos 14 magueyes junto a su padre usando esta herramienta.
—Hace años que no llovía tanto —dice Gabriel Neutli mientras despunta la mañana y afila su raspador por segunda vez. A lo lejos una cortina de lluvia cae salvaje sobre los cerros de Otumba.

Gabriel vierte su cosecha en el tinacal: un pequeño corral al aire libre que cela y cuida como un tesoro. Allí, bajo la sombra de un capulín, el pulque se fermenta dentro de varios barriles de 150 litros cada uno. Al salir, con su navaja corta la hoja de un maguey cercano, pela las espinas y dobla la penca para convertirla en un cuenco. La espuma del pulque fresco aviva el aroma de la savia.
—Es el desayuno —el aguamiel le moja los bigotes—. La xoma nuestra de cada día.
Es julio. Son las seis y media de la mañana en Las Joyas Altica, justo en la frontera entre los municipios de Otumba y Tepetlaoxtoc, Estado de México.
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El esqueleto negro de una camioneta calcinada yace en la orilla del camino entre Las Joyas y el centro de Tepetlaoxtoc.
—Al parecer fue un asunto de huachicoleros —me dice un vecino—. O la quemaron para ocultar la evidencia o se lo robaron a una banda rival.
En México, la palabra “huachicol” define la práctica de robar gasolina de los ductos de Pemex. Los huachicoleros rebajan el combustible con agua y disolventes industriales para elevar su volumen. Noticias sobre decomisos de huachicol abundan en Tepetlaoxtoc, Otumba, Singuilucan, Apan o Tezontepec, municipios ubicados en el corazón de la tradición pulquera, una zona que se extiende desde el estado de Hidalgo hasta Puebla, pasando por el Estado de México y Tlaxcala.
El pulque se suele transportar en bidones de gasolina. Quizás por eso al pulque adulterado lo llaman también así: huachicol, “huachipulque”.
—La mayoría del pulque que se vende en la Ciudad de México es huachicol. Te das cuenta porque es demasiado dulce o demasiado amargo, porque ya se pudrió, porque huele feo y te duele la cabeza o la panza.
Quien habla es Jorge Eduardo Arellano, “Yorch Pulques”, un entusiasta de la cultura tlachiquera que desde hace cinco años mantiene una intensa cruzada en pro del “pulque legítimo”: aquel que se cosecha y fermenta de forma tradicional, sin adulterar.
Según se ha documentado a lo largo de los años, los grandes distribuidores suelen añadir agua, sacarina, jugo de nopal, harina, aguardiente y otras sustancias al pulque. Como con el combustible, esto se hace para aumentar su volumen, pero también para intentar retrasar su fermentación u ocultar su mal sabor cuando el pulque ya fue contaminado.
—Un buen pulque tiene un sabor casi ácido y no es tan baboso y pesado, como la mayoría del pulque comercial. Es una bebida que se echa a perder muy fácilmente: hay muchas formas de contaminarla o de cortar su proceso de fermentación —explica Yorch Pulques.



El huachicol no es algo nuevo, aunque ahora sea la norma. De otra forma no se explica que un producto tan delicado diera pie a la robusta industria que campeó en la mayor parte del siglo XIX y principios del XX. Hace todavía un siglo, los magueyes reinaban en estas tierras. Pocas haciendas eran tan poderosas como las magueyeras, y miles de campesinos eran empleados por empresarios como Ignacio Torres Adalid, “el Rey del Pulque” (la casona regia que poseyó en la capital del país, que aún se puede apreciar en avenida Juárez, frente a la Alameda, demuestra el poder que acumuló). Cada hacienda era un mundo que requería de tlachiqueros, capadores expertos, campesinos que supieran cuidar los mecuates —los brotes de la planta—, mayordomos a cargo de los tinacales, distribuidores, jicareros, cocineras especializadas en la gastronomía del maguey…
Incapaz de adaptarse al ritmo acelerado de los centros urbanos, el pulque quedó rezagado, y su producción se fue desplazando de las grandes haciendas al tipo de economía informal que hoy permite que el “huachipulque” circule sin control.
Tan grande era el negocio que, en algún momento, entre una cuarta y una quinta parte de los impuestos captados por el gobierno capitalino provenían del pulque, tal como documentó el sociólogo Mario Ramírez Rancaño. Numerosas leyes normaban esta industria e incluso existían aduanas para verificar su calidad. En 1929, según algunos registros periodísticos, se llegó a plantear la peregrina idea de construir un pulqueducto para saciar la sed capitalina.
El declive fue abrupto. La explosión de la industria cervecera en la primera mitad del siglo XX incluyó campañas negras para demeritar el néctar fermentado del maguey, llegando a sugerir el absurdo de que, para acelerar su fermentación, el pulque era preparado con excremento humano o animal. Si en el siglo XIX, el barón Alexander von Humboldt llegó a sostener que gracias al pulque y otros alimentos locales los indígenas mexicanos habían logrado mantener un perfecto estado de salud, para 1940 el pulque fue etiquetado como una “bebida propia de albañiles y de pobres del campo y la ciudad”. A esta campaña se unió gente tan poderosa como José Vasconcelos, quien llegó a relacionar el consumo de pulque con el alza de homicidios y otras conductas criminales.
Incapaz de adaptarse al ritmo acelerado de los centros urbanos, el pulque quedó rezagado, y su producción se fue desplazando de las grandes haciendas al tipo de economía informal que hoy permite que el “huachipulque” circule sin control.
En los últimos años, sin embargo, algo se agita.
Apenas en marzo pasado, un puñado de dueños de pulquerías, consumidores y artistas de la capital, se manifestaron contra la clausura de 14 locales emblemáticos —entre ellos, La Malquerida, La Tlaxcalteca, La Paloma Azul—. Las autoridades las acusaban de falta de permisos, usos de suelo o incumplimiento de normas. Las protestas exigían que no se les tratara como simples expendios de bebidas alcohólicas, sino como espacios de tradición y cultura.
La reapertura de las pulquerías, semanas después, no puso fin a las protestas. Ya organizados, ejidatarios y productores advierten que el mayor riesgo actualmente no lo corren las pulquerías de la ciudad: es la supervivencia misma del paisaje magueyero lo que está bajo amenaza. Por ello, exigen construir redes de comercio más éticas y reconocerle al pulque su lugar no solo como bebida, sino también como emblema de la defensa del territorio y el medio ambiente.
—El pulque legítimo es caro. Muchos no se dan cuenta de que raspar maguey es una verdadera chinga —señala Yorch—. Un pulque huachicoleado te lo venden a ocho pesos el litro por mayoreo. Un litro de pulque legítimo difícilmente baja de 30. Las pulquerías no quieren tomar esos riesgos. Pero hay quienes creemos que vale la pena beber pulque verdadero: pagar su precio real.


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“El pulquero que lo entiende,
más agua que pulque vende”.
Refrán popular
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Don Layo destroza con su machete los restos de un maguey ayoteco. Mete la mano entre el penquerío y extrae un bicharajo que presume un cuerno en la frente.
—Aquí está el canijo, míralo.
Parece un pequeño unicornio negro y gordo, agitado.
Don Layo es uno de los 64 ejidatarios de San Pedro Chiautzingo, un ejido de 1 300 hectáreas entre Tlaxcala y el Estado de México. Hasta hace no mucho, la mayoría de los ejidatarios de estas tierras sabían cuidar, además de maíz y calabaza, enormes plantíos de maguey.
Pero los tiempos son cada vez más recios. Un maguey necesita al menos una década de crecimiento para comenzar a dar aguamiel, un sosiego que estos tiempos difícilmente permiten. Hace cinco años, don Layo intentó sembrar en su parcela alrededor de 400 ejemplares de distintos tipos: ayotecos, pardos, carrizos. El año pasado, cuando aún les faltaba la mitad de su vida por delante, comenzaron a pudrirse uno por uno.
—Este es el responsable —dice con el bicho todavía entre sus dedos—: el famoso “picudo”.
La plaga del picudo era ya un problema hace 20 años. En Jalisco, por ejemplo, afectó hasta el 25% de las cosechas de agave según los registros de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa).
Las sequías cada vez más largas y los calores intensos han exacerbado el problema: el cambio climático y la poca polinización —provocada por la explotación industrial del mismo maguey— han debilitado la genética de la planta y las plagas han ganado velocidad y resistencia.
Antes de convertirse en escarabajo, el picudo pasa por una fase de gusano. En ese estado es capaz de barrenar túneles a través de los magueyes hasta instalarse en su piña y succionarlos desde adentro. La infección puede saltar de una planta a otra en cuestión de días y, en menos de un mes, arrasar todo un sembradío.
Entonces, la única solución es quemarlos todos.
—Ni modo, amigo —dice don Layo mirando el escarabajo entre sus dedos—. Tú me mataste mis magueyes, ora yo te mato a ti.
Corta de tajo la cabeza del bicho con su machete.
En los últimos años, el picudo ha llegado a amenazar especies enteras, como el agave papalote o cupreata, endémico de Guerrero. La misma Sagarpa registra hasta un 40% de daños en el cultivo del henequén en Yucatán y 30% en el maguey pulquero en la zona centro.
Autoridades de Conafor y Probosque, las agencias del Gobierno federal que administran los recursos forestales, han intentado inútilmente mermar la plaga en esta zona promoviendo entre los ejidatarios el uso de plaguicidas como el Malathion 1000 (prohibido en otros países porque mata también a los animales polinizadores, contamina el agua y es peligroso para la salud humana), pero cada vez es más difícil.
Don Layo ya ni siquiera piensa en ello. “La culpa la tiene el tiempo”, dice lacónico, escondiendo los ojos tras su sombrero de paja. El día que me encontré con él, una mañana de marzo, las lluvias se resistían y él hablaba de una época en que los magueyes crecían grandes como elefantes, días de un verdor de leyenda.
—Ya nadie entiende cómo sembrar con estas largas temporadas de secas. Ni con las heladas fuera de temporal, que arruinan las cosechas. Ya nadie entiende nada.

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Trabajar al mediodía resulta insensato. A estas horas, en este rincón del municipio de Tepetlaoxtoc, lo mejor es aceptar la tregua: saciar la sed al refugio de la sombra de un mezquite. Cuando Juan Pablo Murillo llega a Las Joyas Altica, Gabriel Neutli se apresura a convidarle un taco de quiotillos cocinados en chimbote; le acerca también un cuenco con salsa de xoconostle y un perlado litro de blanca espuma.
—Pinches Gabis —dice agradecido al primer bocado—. Qué chingón cocinan ustedes.
Se refiere a Gabriel Neutli, pero también a Gabriela, su pareja y madre de Tadeo. Es una mujer alta y fuerte, de ojos terneros. Heredó estas tierras ejidales de su padre, un antiguo tlachicón a quien apodaban “el Pimienta”, debido a la sazón picante de sus guisos que atraían a labradores y jinetes, también sedientos de sus raros curados de piña con apio.
—Tu papá solía decir unos versos curiosos —le cuenta Murillo a Gabriela:
Pulque, dulce trementina
pariente de este ocote,
haz que a mi cogote
le quepa más que a mi acocote.
Murillo ríe. Es un hombre de mediana edad, viejo amigo de los Gabis. Aunque disfruta el pulque de vez en cuando, su verdadero vicio es lo andariego y a veces viene solo para ver el valle rebosar de tunas, los cardos florecer tras una buena lluvia: todo aquello que estuvo a nada de desaparecer hace pocos años, cuando decenas de minas fueron abiertas para abastecer de tezontle y de basalto la construcción del nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México, en la zona de Texcoco.
Murillo fue una de las personas que con más firmeza se opusieron al proyecto de Enrique Peña Nieto. Aunque fue cancelado en 2018, cerros enteros desaparecieron y ahí nomás quedaron los cráteres de las minas: socavones del tamaño de edificios donde antes crecían bosques de ocote y nopaleras. El coraje todavía no lo suelta.
Literato, hijo rebelde de una familia conservadora en toda regla, Murillo encontró desde joven su causa en la defensa de estos lares. Cuando apareció la amenaza de las minas no demoró mucho en unirse al colectivo #YoPrefieroElLago, desde donde colaboró en la redacción de pronunciamientos, relaciones minuciosas sobre el número de excavaciones que desgajaban el paisaje, recetarios y crónicas en octosílabos sobre la vida de los ejidatarios y la importancia ambiental de estas parcelas.
Esa labor le ayudó a comprobar lo que ya intuía: que en el habla campesina, llena de dicharajos y calambures, se expresaba también una resistencia a la voracidad industrial de las ciudades.
Uno de sus poemas habla sobre los Gabis:
Esta es de jóvenes una familia que come del campo que siembra
sobre la costura de las magueyeras
que el loop de los renders negaba.
Son semillennials de los panoramas de cuenca
donde la ciudad hidroeriza
allá al fondo
es un accidente aún
palaciego.
Su curiosidad lo ha llevado a colectar todo tipo de escritos, versos populares, libros sobre la vida campesina de la zona. Le llama la atención, especialmente, la tradición de crear coplas en torno al aguamiel y su fermento. Y piensa que es perfectamente natural que esa tradición exista. Sucede que el pulque sin adulterar, más cuando se bebe cerca del tinacal que le dio origen, suele provocar una embriaguez risueña, enteógena y muy propicia para la travesura verbal. No es casual que a la “leche de oso” también la llamen “dulce trementina”, “vino blanco de mucílago”, “leche alabastrina”, “pulque perro y sin bautizar”, el “regazo final de la xomada” y otros 400 etcéteras.
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“Ya bien pulques,
ya bien pulques
quesque el pulque habla”.
Coplas del Pulquero Octlero, de Jesús Jaimes
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—Si Jesús hubiera nacido en Singuilucan habría usado pulque en lugar de vino de consagrar —dice el sacerdote Erasmo Dorantes mientras salpica de agua bendita a casi un centenar de comadres y sombrerudos que se han reunido hoy en la Parroquia de San Antonio, en Singuilucan.
Aquí están todos: los viejos tlachiqueros del Tinacal Los Tuzos y los del Rancho La Gaspareña, los más jóvenes de Conejo Real y del Jardín de Mayahuel. También hay representantes de pulquerías de la Ciudad de México como La Burra Blanca y La Catedral del Pulque.
Es 2 de junio. Ayer cayeron las primeras lluvias del temporal. Mientras los campesinos se preparan para la siembra, un centenar de productores de Singuilucan, en el Estado de Hidalgo, acuden a la iglesia para bendecir sus acocotes y raspadores.
—Últimamente notamos que hay más gente raspando magueyes. Como nosotros distribuimos y compramos pulque al mayoreo, cada vez más chavos nos vienen a vender su aguamiel por las mañanas.
Habla Carmelita Ramos Tecomalman, la primera mujer de su familia que se dedica de lleno al negocio del pulque y el maguey. Originaria de Singuilucan, Carmelita nació en el Tinacal Los Tuzos, el cual pertenecía a Carmelo y Bernardo Ramos —su padre y su tío—, quienes, a su vez, heredaron de su abuelo el oficio de raspar. Aunque Carmelita se licenció en Arquitectura, su destino estaba escrito en las pencas del tinacal familiar. Hoy dedica sus días enteros a Conejo Real, la marca de productos magueyeros que fundó junto a su esposo, Miguel Ángel Alemán, un historiador chilango que decidió sumarse al ecosistema pulquero de la región.
—Es cierto: la mayoría de quienes se dedican a esto son hombres, pero en los últimos años he conocido muchas mujeres de aquí de la zona que están raspando sus magueyes.
Había ciertas creencias que alejaban a las mujeres del negocio del pulque: que el maquillaje o las cremas que usaban para las manos podían arruinar el aguamiel, por ejemplo —como si las mujeres no pudieran dejar de usar labial—, o que andar entre magueyes espinosos, manipular barretas y machetes, enguinchándose bajo el sol, era una labor demasiado ardua.
Le llama la atención la tradición de crear coplas en torno al aguamiel y su fermento. Y piensa que es perfectamente natural que esa tradición exista. Sucede que el pulque sin adulterar, más cuando se bebe cerca del tinacal que le dio origen, suele provocar una embriaguez risueña, enteógena y muy propicia para la travesura verbal.
Pero como a muchos hijos de tlachiquero, a Carmelita no le quedó opción: desde pequeña fue la responsable de mantener en estado óptimo el tinacal familiar y, con el tiempo, decidió también aprender a raspar y cuidar los magueyes. Contar con una carrera universitaria le permitió estructurar el negocio familiar. Y aunque hace un par de años dejó de raspar magueyes debido a su embarazo, hoy, además de administrar todo lo referente a Conejo Real, ha construido un pequeño hotel en el magueyal y ampliado la oferta de productos a la venta —miel y vinagre de maguey, sal de gusano, destilados de pulque—. Se siente orgullosa de que su tinacal distribuya a varias pulquerías de la zona y de la Ciudad de México. También de haber forjado alianzas con el ayuntamiento para organizar y participar en ferias y eventos turísticos de todo el estado como representantes de Singuilucan, un municipio promocionado como “la Capital Mundial del Pulque”.
Pero el éxito del negocio pulquero no los blinda del peligro. En los últimos meses, Carmelita y Miguel Ángel, junto con otros tlachiqueros de la zona (se calculan más de 280 en el municipio) han encabezado marchas, protestas, conferencias de prensa.
En los últimos años, empresas energéticas como Akuwa Solar, Ocote Solar, Saturno Solar o Dhammas se han acercado a los comisarios ejidales de Singuilucan y Epazoyucan para ofrecer grandes sumas de dinero a cambio de la renta de tierras ejidales para construir plantas de energía solar.
Los empresarios pagarán por el uso de la tierra con la condición de que esta sea entregada desmontada y lista para el negocio: que se retiren las cactáceas, los magueyes. Que deje de ser hogar para las aves, camaleones, venados, coyotes, cacomixtles, murciélagos y otras especies endémicas protegidas.
—Es un ecocidio —denuncian Carmelita y Miguel Ángel, decididos, junto a otro centenar de tlachiqueros, a proteger los magueyes como parte de su linaje. La sangre de sus padres, la savia de sus abuelos, el futuro de sus hijos está en juego.
Aunque la información oficial se mantiene opaca, valiéndose del rastreo minucioso de las manifestaciones de impacto ambiental, los campesinos han logrado desentrañar los pormenores de los proyectos más grandes, los cuales abarcan cerca de 1 000 hectáreas. Las autoridades ya han aprobado la instalación de 440 181 paneles solares: un mar cuadriculado y robótico, monocristalino, en medio del altiplano hidalguense.
En Singuilucan, la misa termina.
Afuera de la Parroquia de San Antonio, un cohetero lanza al cielo chupinazos en racimo. En la calle hay carros alegóricos decorados con mecuates, acocotes y papel picado. Alguien carga un estandarte de Cristo crucificado en medio de un magueyal espinoso.


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“¿Quién soy yo para valerme
de la siembra de otras manos?
Mixiote, penca, caracoles,
mezotes, mecuiles, mezontetes, chinicuiles.
¿Quién soy yo para aprovechar tu esencia?”.
Coplas del Pulquero Octlero, de Jesús Jaimes
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En épocas de sequía, el aguamiel ejerce un magnetismo que convoca por igual a tlacuaches, cacomixtles, artistas y poetas. No son pocos los que han encontrado en el pulque la razón definitiva para abandonar el hormiguero urbano y entregar sus días futuros al ritual del maguey.
Entre los artistas que siguieron el llamado del aguamiel, Carlos “Titos” Barraza ocupa un lugar ejemplar. Poeta e ingeniero de audio, Barraza era conocido por incendiar las fiestas de la Ciudad de México mezclando cumbia y ritmos electrónicos con poesía en náhuatl, otomí y otras lenguas de la región a través de su alter ego: Sonido Mamalón. A sus 28 años, decidió perseguir el sueño tlachiquero junto a su pareja Sandra Araujo, artista textil, promotora cultural y también poeta. En 2016, en Santa María Zacatepec, Puebla, fundaron El Xastle: una comunidad cultural y afectiva consagrada al cultivo del maíz y la producción de pulque.
—Muchos dicen que raspar maguey y hacer pulque viene conectado a una revelación espiritual —dice Sandra Araujo cuando le pregunto sobre aquellos años—. Yo no lo llamaría “espiritual”. Es realidad pura. Cuando trabajábamos con el maguey y la milpa no teníamos de otra más que darnos cuenta de cómo todo está conectado con todo. Y que necesitamos comprender a las especies terrícolas para poder vivir juntos.
Chapulines, chinicuiles o michicuiles, escamoles, alacranes, jumiles, abejas y avispas, todo tipo de aves, tlacuaches, coyotes, caracoles —que arruinan el aguamiel— son algunas de las muchas especies que pueden habitar o depender del maguey en alguna medida. Como algunos humanos, dice Sandra, muchos animales han entendido que el maguey es una planta generosa.
La muerte prematura de Carlos en 2018 inspiró al poeta Yaxkin Melchy a reflexionar sobre El Xastle. Melchy es un estudioso de los haikús y de eso que hoy ha dado por nombrarse “ecopoéticas”: una literatura que busca descifrar el vínculo entre la naturaleza y la humanidad desde una perspectiva menos antropocéntrica.
Desde su investigación doctoral en Filosofía en la Universidad de Tsukuba, Japón, Melchy argumenta que los ciclos agrícolas que Sandra y Carlos adoptaron en esos dos años de trabajo generaron una poética singular. Su tesis, que entrelaza la experiencia de El Xastle con la obra de poetas nipones como Nanao Sakaki y Sansei Yamao, sugiere que el raspado del maguey al amanecer, el cuidado de la milpa, la espera de la lluvia son actos que permiten al campesino sincronizarse con una gramática ancestral en cuyo ritmo aún es posible leer el espíritu vegetal del tiempo.
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“Canto y hago sonar el tambor
Mientras se multiplican los espejos
Preparen el pulque de blanca cabellera”.
Fragmento del “Cantar de los Centzontotochtin y de Tezcatzóncatl”, fanzine Tlachiqueros 2, publicado por El Xastle
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Una carreta de madera con magueyes pintados en cada costado. Desde allí arriba El Rorro de Topacio y su Sonido Marulanda hace tronar las cumbias. Aquí no hay internet, así que el repertorio depende de su selección de acetatos que tuvo buen tino de cargar consigo. Estamos en el Jardín de Mayahuel, un pequeño rincón en las orillas de Singuilucan donde al maguey se le rinde veneración y estudio.
—El problema del pulque es que no hace falta ser experto para emborracharse —reflexiona Jesús Jaimes, conocido como Meyolotlacuichuinicuil o, simplemente, el Chuy—. Por eso debemos dejar de verlo solo como una bebida alcohólica: es mucho más.
Mientras habla, sirve un pulque de piñón cultivado en su huerta. Chuy estudió Gastronomía en la Ciudad de México, pero el ajetreo de la capital nunca lo convenció. Décadas después de que su madre emigrara a trabajar en una imprenta, la convenció de regresar a Singuilucan, donde la familia conservaba derechos ejidales. Junto a su pareja, la bióloga Rita Fernández, forma parte de una nueva generación de tlachiqueros que han renovado el oficio. El Jardín de Mayahuel es el santuario que han construido juntos para resguardar las variedades de maguey en la región y un laboratorio para explorar las posibilidades que ofrece la planta.
—A mí me da risa que me digan “nuevo tlachiquero” —se queja Chuy—. Tengo 40 años; llevo 15 años haciendo esto. Pero entiendo: es el mismo tiempo que tarda un maguey en crecer, ¿no? Y es una planta de la que nunca dejas de aprender.
Estamos en la pretendida Capital Mundial del Pulque, pero en Singuilucan los magueyales menguan. Los ejidatarios prefieren invertir en cultivos seguros: avena para ganado y, sobre todo, cebada para la insaciable industria cervecera. La ironía duele. A diferencia de buena parte de Hidalgo —un estado lastimado por aguas negras y desechos industriales producto de la confabulación de una refinería, una termoeléctrica y la porquería de la capital que remonta por el río Tula—, el altiplano pulquero se mantiene relativamente sano. Como muchos, Chuy y Rita no dudan en atribuirle al maguey tal mérito.
La ciencia confirma la vocación alquímica de la planta. Biólogos como la doctora Patricia Colunga García-Marín o el doctor Eulogio Pimienta-Barrios documentaron cómo, en plena emergencia climática, el maguey captura hasta tres veces más CO2 que un árbol —60 toneladas por hectárea— e incluso más si se encuentra en un ecosistema forestal o en combinación con otras especies y no en un monocultivo industrial. Además, sobrevive sin riego ni fertilizantes gracias a un diseño prodigioso: extrae humedad del aire y la almacena en sus hojas, que cierran sus estomas de día para evitar la evaporación.
—En un solo maguey puedes estudiar el ecosistema entero —dice Rita, también bióloga de profesión—. Por la cantidad de especies que se acercan a alimentarse y por las simbiosis que genera con ellas. Los humanos aprendimos a trabajar el maguey mirando a los animales: raspamos porque vimos a los tlacuaches, de ahí la palabra “tlachiquero”. Supimos que el aguamiel es bueno para la lactancia al ver a las coyotas beberlo cuando estaban preñadas.
En la pista de baile —un patio de tierra flanqueado por magueyes mansos— la gente se mueve todavía con timidez.
—¡Vamos a poner otra cumbiaaa…! —anuncia el Rorro desde el micrófono—. Recuerden: hay que bailar para que el mundo gire. ¡Pero písenle bien, gente, que no les dé miedo levantar polvo!
Esta noche de mediados de mayo, el Jardín de Mayahuel acoge la novena edición del Festivalito Cultural del Maguey Pulquero (Fecumapu). Es uno de los muchísimos eventos con los cuales las y los tlachiqueros de Singuilucan promueven sus hallazgos. Entre talleres, pláticas, proyecciones de documentales y el homenaje al poeta tlachiquero Margarito Mendoza, el evento también es un muestrario de delicias: curados de carambolo o de manzana con chinicuil; tacos de gualumbos con salsa martajada de chinicuiles en molcajete; sopa de milpa en pulque; tamales de mezal —esa delgada tela que se le raspa al cajete del maguey—. Una muestra breve de la abundancia que el maguey genera.
Al maguey se le llamaba “el árbol de las maravillas” porque brindaba alimento, vestido —el ixtle— y casa —sus pencas y quiotes son también material de construcción—. Durante siglos, los campesinos lo han usado para levantar terrazas de cultivo y retener el agua de lluvia: técnicas recientemente reconocidas como patrimonio biocultural de la humanidad. Es una ecotecnología, fuente de trabajo y de cultura.
—Tendríamos que entender al pulque desde todo esto, no solo como una bebida alcohólica —insiste el Chuy, que viste un sombrero ranchero y una playera verde en cuya espalda puede leerse la leyenda: “Revolución Tlachiquera”—. Nada más por su gama de sabores tendríamos que valorarla más. Hay pulque de calor, de lluvias (el más trabajoso) y de frío (de los favoritos). Cada maguey, el ayoteco, el manso, el colorado, produce un sabor distinto. La altitud y la mano del tlachiquero también cambian todo: el sabor, la consistencia, el efecto. Aquí en Singuilucan, una vez al año hacemos “pulque perro”: lo dejamos fermentar en el mismo maguey. Imagínate qué delicia, hermano.
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“Nací en tierra de magueyes
donde el pulque es para reyes:
aquí el agua y la cerveza
se la damos a los bueyes”.
Copla popular
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—El maguey es también un oráculo, compadre.
El Chuy habla con medio cuerpo hundido en un maguey ayoteco. Son las siete de la mañana y han pasado apenas unas horas desde que la fiesta de ayer terminó.
—Ser tlachiquero es así: hay que cumplirle a la planta, nada de que estoy cansado —dice mientras lima las orillas del cajete con su raspador.
El maguey es una planta hermafrodita y hay algo casi erótico en el acto de rasparlo. El tlachiquero capa al maguey al retirarle su quiote, ese tronco floreado que le crece en su momento más fértil. Toda el agua y el azúcar que el maguey usaría en su reproducción se acumula entonces en su piña, misma que el tlachiquero debe picar, preferentemente, después de un año. Entonces debe rasparlo al menos dos veces por día como hace el Chuy esta mañana, con la cabeza dentro de la planta y usando su raspador para, con movimientos rápidos, precisos y repetitivos, hacer manar su savia o trementina: el aguamiel que luego será pulque.
—Es un oráculo del tiempo, el maguey —repite el Chuy—. Cuando va a llover, por ejemplo, se forma una especie de sarro en las paredes del cajete. Es una planta extremadamente sensible al clima, a la humedad, qué sé yo, a la electricidad en el ambiente. Entonces uno aprende a escucharlo: tu maguey te avisa cómo está la movida, si esta semana va a llover o si se va a asentar la seca varios meses.
La mayoría de los tlachiqueros protegen el cajete de sus magueyes con una piedra para evitar que el tlacuache o los conejos roben el aguamiel. En época de lluvias, cubren las pencas con plástico. Pero al Chuy ya no le convencen estas prácticas:
—Lo que pasa es que el tlacuache es un animal muy cochino y tiene la boca llena de choquilla, lo que arruina el aguamiel. Por eso la gente los tapa…, pero a mí me parece injusto que nos llevemos todo.
Él suele dejar descubiertos los magueyes más pequeños o los que ha raspado más de dos meses para que la fauna local también se alimente.
—Aquí no hay agua y los animales también tienen derecho y tienen sed, ¿o no? Yo siempre les dejo un charquito para que se lo beban.
Dice que aprender los secretos del oficio lleva su propio tiempo. Implica entender que los bichos que otros llaman plagas son, en realidad, indicadores de la salud de un ecosistema. O que, para hacer pulque, es necesario conseguir una semilla o pie: un cultivo madre, fermento vivo de levadura y bacterias para fermentar de manera adecuada el aguamiel.
Cada paso exige herramientas precisas: machetes, guaparras, tajaderas, barretas, punzones, raspadores que el Chuy aprendió a usar de los viejos tlachiqueros de la zona. En su opinión, la campaña negra contra el pulque (que lo catalogaba como una bebida poco higiénica) generó que toda una generación se alejara del oficio. Hoy son los hijos de quienes emigraron a las ciudades para volverse profesionistas los que han decidido regresar al campo para escudriñar sus secretos.
—En algunos lugares usan el famoso “cocacote” para recoger el aguamiel —dice refiriéndose a las botellas de Coca-Cola pegadas a una manguera—. A mí no me gusta. Es un símbolo culero. Son las refresqueras las que nos han robado el agua, las que nos provocan diabetes. Junto con las cerveceras, son las que hicieron todas las campañas negras contra el pulque.
A un costado de la carretera, junto al magueyal que el Chuy raspa esta tarde, un letrero ancla la vocación de aquellas tierras: “El Cebadal”. Una planicie de tierra amarilla y polvosa, lista para el cultivo de cebada, lo rodea todo.
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Leonardo Chávez desbloquea su celular. Sus dedos escudriñan la galería hasta encontrar un video fechado en septiembre de 2016. En la pantalla, una cascada de agua nítida rodeada de vegetación. El paisaje dura segundos. Luego, un estallido seco y el derrumbe. La imagen salta —pixeles rotos de fuego y humo—: el torrente que ahora arrastra piedra y barro, agua sucia. Una segunda explosión. Después, nada: tierra vacía, horadada.
—Esos cabrones, ¿qué no hicieron? —se queja—. Dinamitaban todo en esos años.
Originario del ejido de San Francisco Tlaltica, Estado de México, don Leonardo Chávez es un tlachiquero que supera el medio siglo de edad. Esta tarde se dirige a su magueyal para picar una planta que capó el año pasado. Antes de internarse en el laberinto de nopales y espinas, se detiene junto al cráter enorme. Hace 10 años, la empresa Coconal, contratada para construir las pistas del extinto aeropuerto internacional, abrió allí una mina de tezontle.
—Aquí fue de lo más feo. Yo trabajaba este magueyal entonces. Cuando iban a dinamitar sonaba la sirena de alerta y uno tenía que correrle. Nosotros nos rebelamos porque las explosiones nos llenaban los magueyes de un polvo amarillo apestoso.
Eran los días de las hileras interminables de tráileres que extraían cientos de toneladas de mineral al día. Los días en que Leonardo conoció al poeta Juan Pablo Murillo y juntos interpusieron un amparo para frenar lo que llaman “la barbarie”. Querían que la Secretaría de Medio Ambiente impidiera el cambio de uso de suelo en cañadas como la Barranca del Órgano, refugio de tejones, armadillos y especies protegidas como el lagarto alicante del Popocatépetl o la ranita de cañón. Eran los días en que decenas de ejidatarios, dolidos por la devastación, bloqueaban las carreteras para impedir la salida del material robado a sus cerros.
En épocas de sequía, el aguamiel ejerce un magnetismo que convoca por igual a tlacuaches, cacomixtles, artistas y poetas.
—Mi único consejo es que no hay que arrastrarse ante los millonetas —dice don Leonardo esquivando espinas con la naturalidad de un gato montés—. Ser tlachiquero es defender al maguey, no andar de pinche agachón.
Cada semana vende su pulque en el mercado Fuego Nuevo, en Ciudad Azteca, Ecatepec. Lector de Artemio de Valle Arizpe, se considera heredero de Nezahualcóyotl y devoto de Emiliano Zapata, el revolucionario que entendió el vínculo indisoluble de los campesinos con el paisaje y con la naturaleza: “¡La tierra es de quien la trabaja, con un carajo!”.
Por eso, Leonardo insiste en contar de nuevo estas historias y anima a sus hijos, también tlachiqueros, a no olvidar. Porque, pese a todo, algo hubo de victoria en la cancelación del nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México, el proyecto insignia del sexenio de Peña Nieto, y en la lenta regeneración de los cuerpos de agua del lago de Texcoco. Claro, quedan estas oquedades gigantescas, estos agujeros del demonio. Y la consecuencia: sin árboles, el calor pega más, llueve menos y las plagas se reproducen con ferocidad nueva, igual que en Tlaxcala, después de que los parques fotovoltaicos devastaron los magueyales, como documentó el medio Pie de Página.
Ser tlachiquero, define Leonardo, significa defender el maguey a toda costa. De las plagas, de las heladas, de las empresas que presumen energía verde, de los gobiernos que otorgan concesiones mineras e incluso de los saqueadores que en una noche pueden tumbar 50 plantas para robarse los chinicuiles, esos gusanos rojos que se venden en ciertos restaurantes gourmet.
No basta con raspar, capar y fermentar. Hay que entender de qué manera sembrar para enriquecer el suelo y después zanjear, terracear, barbechar y podar. A veces, también hay que estudiar las leyes, acudir a las asambleas ejidales, hablar con arrojo y hasta organizar la resistencia: marchas, festivales culturales y hasta misas o fiestas patronales. Todo lo que sea necesario.
—No es difícil de entender de dónde saca uno el coraje para defenderse —dice Leonardo—. Yo amo esta tierra. Aquí nací. No encuentro diferencia entre yo y mis magueyales. ¿Cómo carambas no va a defender uno a su familia, a su casa, pues?


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“El día que yo me les muera
no me den ya por finado
sin antes la bendición
y las palabras pulqueras
de un tlachicón colorado
y chaparro
y barrigón”.
Canción popular
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Mientras Gabriel Neutli tala el quiote de un maguey joven (planea vender los quiotillos en la feria de Otumba), su esposa, Gabriela Chávez, lo observa a la distancia mientras piensa en su padre. Dice que solo le reclama una cosa: haberle enseñado todos los secretos del oficio, excepto sembrar maguey.
—Me dejó estas tierras, pero nunca me mostró cómo sembrar —dice, con una nostalgia que agita el viento—. No entiendo por qué.
Tadeo, su hijo de 11 años, usa una espiga como espada para jugar con la manada de perros del rancho. Los Gabis viven rodeados de animales: gallinas, guajolotes, michis y todo tipo de alecuijes.
—Un “alecuije” es un animal de monte —explica Gabi—: cualquier bicho raro del que no conozcas el nombre es un alecuije. Tadeo es nuestro alecuije mayor, por ejemplo.
Tienen 28 y 31 años. Llevan casi una década dedicados por completo al oficio. De a poco han ganado reconocimiento en ferias y encuentran en circuitos de temazcal y rituales neomexicas a consumidores dispuestos a pagar lo justo por su pulque fresco y recién raspado: un octli legítimo y sin huachicol. Pero la subsistencia plena todavía se les escapa. Necesitan un comprador estable que adquiera volúmenes mayores, sin caer en la explotación industrial, que rechazan con firmeza.
Ahora que la Ciudad de México ha reconocido el sistema de terrazas como patrimonio biocultural de la capital, Gabriel sabe que también se han liberado financiamientos para reforestar con maguey otros ejidos cercanos. Le alegra, pero es cauteloso.
—Esos magueyes hay que cuidarlos, ayudarles a fortalecerse —recuerda—. No es tan fácil como nomás sembrar 100 magueyes y ya.
Su lucha más íntima es convencer a los ejidatarios veteranos de que no capen todos los magueyes: les pide que dejen chispar algunos quiotes para alimentar polillas, murciélagos y colibríes. También para que, por medio de la polinización y la reproducción natural, se fortalezca la genética de las plantas. Que abandonen el uso plaguicidas, insiste. Aunque sus consejos suelen chocar con oídos endurecidos por el tiempo, de cuando en cuando alguien escucha, y en ese, quizá, piensa que puede germinar una semilla de futuro, una esperanza que acompañe a las nuevas generaciones.
Últimamente Tadeo tiene problemas en la escuela. Va un año atrasado y cada vez le cuesta más encerrarse en un salón de clases, en donde se engenta fácilmente. Extraña el campo y el ritmo tlachiquero de los días, el horizonte amplio y los mecuates que ayuda a sembrar: los mismos que él raspará en una década.
—El monte también es una escuela: aquí también se aprende —dice Gabriela, orgullosa de su linaje. En sus manos tiene un racimo de quiotes que separa uno a uno en una canasta—. Hubo toda una generación de hijos de campesinos que se hicieron profesionistas y abandonaron el campo. Pero el futuro también se va a decidir aquí: en el sembrar, en el cuidar la tierra. ¿De qué nos servirán el dinero y las máquinas cuando no tengamos campo para comer? Los magueyes son nuestros aliados por muchas razones: hay que aprender de ellos todo lo posible. El pulque no viene solo, viene con muchas otras cosas detrás, con todo eso que también somos.

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Desde el Estado de México hasta Hidalgo, una nueva generación revive el antiguo oficio de raspar magueyes para producir pulque. Frente a las plagas y los megaproyectos, la comunidad tlachiquera defiende más que una bebida. Su lucha es por el futuro de un paisaje y una forma de vida, una cultura y su memoria.
Una cabaña sin electricidad junto a un fogón, un tejabán al aire libre y un sofá a la sombra de un árbol. Poco más. Salvo —claro— el magueyal de 10 hectáreas que se extiende monte abajo: el horizonte partido por dos quiotes de cuyas flores amarillas liban docenas de colibríes.
Anoche cayó un aguacero y ahora el rocío hace que la luz se estanque en una bruma blanca. Detrás de la niebla, una bocina mamalona truena desde el techo de una troca: el psytrance hace eco en la montaña.
—Es pa’ que los magueyes se pongan más locos —dice él—. Pa’ que el pulque se ponga más mágico.
Menea la cabeza al ritmo extraterrestre. Veintiocho años, tlachiquero desde niño, ejidatario y albañil, a Gabriel no le gusta su apellido castellano. Pide ser nombrado Gabriel Neutli. Tal es la palabra que designa, en náhuatl, al néctar del maguey.
Creció escuchando el retumbe de los raves de principios de milenio en los alrededores de Teotihuacan. Su familia insistía en que aquello era un puro ruidero de fierros y latas chocando. Pero a él le prendía esa loquera; todavía le encanta sentir cómo la vibración de los tonos bajos convierte a su piel en un tambor humano. Aquí arriba, en el ejido, varios kilómetros separan cada vivienda, así que puede subir el volumen: darse grasa. El escándalo es, además, un aviso para los tlacuaches y los cacomixtles: es su manera de comunicar que ha llegado su turno y que ahora el ejido es suyo.
—Yo creo que a los magueyes también les gusta mi desmadre.
Gabriel hunde la cabeza entre las pencas de un enorme maguey manso que comenzó a raspar hace un par de semanas y que, desde hace unos días, le regala hasta tres litros diarios de aguamiel.
Su hijo, Tadeo, un fortachón de 11 años, se le adelanta para recolectar el néctar de otro maguey chilome o negro, una de las muchas variedades del maguey pulquero que existen en el centro de México. Para colectar el aguamiel, Tadeo usa un “cocacote”: una botella de Coca-Cola de dos litros, sustituto del ancestral acocote, ese guaje o calabaza seca y alargada con la que los tlachiqueros extraen tradicionalmente el aguamiel. Cada mañana y cada tarde, Tadeo debe succionar el aguamiel de unos 14 magueyes junto a su padre usando esta herramienta.
—Hace años que no llovía tanto —dice Gabriel Neutli mientras despunta la mañana y afila su raspador por segunda vez. A lo lejos una cortina de lluvia cae salvaje sobre los cerros de Otumba.

Gabriel vierte su cosecha en el tinacal: un pequeño corral al aire libre que cela y cuida como un tesoro. Allí, bajo la sombra de un capulín, el pulque se fermenta dentro de varios barriles de 150 litros cada uno. Al salir, con su navaja corta la hoja de un maguey cercano, pela las espinas y dobla la penca para convertirla en un cuenco. La espuma del pulque fresco aviva el aroma de la savia.
—Es el desayuno —el aguamiel le moja los bigotes—. La xoma nuestra de cada día.
Es julio. Son las seis y media de la mañana en Las Joyas Altica, justo en la frontera entre los municipios de Otumba y Tepetlaoxtoc, Estado de México.
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El esqueleto negro de una camioneta calcinada yace en la orilla del camino entre Las Joyas y el centro de Tepetlaoxtoc.
—Al parecer fue un asunto de huachicoleros —me dice un vecino—. O la quemaron para ocultar la evidencia o se lo robaron a una banda rival.
En México, la palabra “huachicol” define la práctica de robar gasolina de los ductos de Pemex. Los huachicoleros rebajan el combustible con agua y disolventes industriales para elevar su volumen. Noticias sobre decomisos de huachicol abundan en Tepetlaoxtoc, Otumba, Singuilucan, Apan o Tezontepec, municipios ubicados en el corazón de la tradición pulquera, una zona que se extiende desde el estado de Hidalgo hasta Puebla, pasando por el Estado de México y Tlaxcala.
El pulque se suele transportar en bidones de gasolina. Quizás por eso al pulque adulterado lo llaman también así: huachicol, “huachipulque”.
—La mayoría del pulque que se vende en la Ciudad de México es huachicol. Te das cuenta porque es demasiado dulce o demasiado amargo, porque ya se pudrió, porque huele feo y te duele la cabeza o la panza.
Quien habla es Jorge Eduardo Arellano, “Yorch Pulques”, un entusiasta de la cultura tlachiquera que desde hace cinco años mantiene una intensa cruzada en pro del “pulque legítimo”: aquel que se cosecha y fermenta de forma tradicional, sin adulterar.
Según se ha documentado a lo largo de los años, los grandes distribuidores suelen añadir agua, sacarina, jugo de nopal, harina, aguardiente y otras sustancias al pulque. Como con el combustible, esto se hace para aumentar su volumen, pero también para intentar retrasar su fermentación u ocultar su mal sabor cuando el pulque ya fue contaminado.
—Un buen pulque tiene un sabor casi ácido y no es tan baboso y pesado, como la mayoría del pulque comercial. Es una bebida que se echa a perder muy fácilmente: hay muchas formas de contaminarla o de cortar su proceso de fermentación —explica Yorch Pulques.



El huachicol no es algo nuevo, aunque ahora sea la norma. De otra forma no se explica que un producto tan delicado diera pie a la robusta industria que campeó en la mayor parte del siglo XIX y principios del XX. Hace todavía un siglo, los magueyes reinaban en estas tierras. Pocas haciendas eran tan poderosas como las magueyeras, y miles de campesinos eran empleados por empresarios como Ignacio Torres Adalid, “el Rey del Pulque” (la casona regia que poseyó en la capital del país, que aún se puede apreciar en avenida Juárez, frente a la Alameda, demuestra el poder que acumuló). Cada hacienda era un mundo que requería de tlachiqueros, capadores expertos, campesinos que supieran cuidar los mecuates —los brotes de la planta—, mayordomos a cargo de los tinacales, distribuidores, jicareros, cocineras especializadas en la gastronomía del maguey…
Incapaz de adaptarse al ritmo acelerado de los centros urbanos, el pulque quedó rezagado, y su producción se fue desplazando de las grandes haciendas al tipo de economía informal que hoy permite que el “huachipulque” circule sin control.
Tan grande era el negocio que, en algún momento, entre una cuarta y una quinta parte de los impuestos captados por el gobierno capitalino provenían del pulque, tal como documentó el sociólogo Mario Ramírez Rancaño. Numerosas leyes normaban esta industria e incluso existían aduanas para verificar su calidad. En 1929, según algunos registros periodísticos, se llegó a plantear la peregrina idea de construir un pulqueducto para saciar la sed capitalina.
El declive fue abrupto. La explosión de la industria cervecera en la primera mitad del siglo XX incluyó campañas negras para demeritar el néctar fermentado del maguey, llegando a sugerir el absurdo de que, para acelerar su fermentación, el pulque era preparado con excremento humano o animal. Si en el siglo XIX, el barón Alexander von Humboldt llegó a sostener que gracias al pulque y otros alimentos locales los indígenas mexicanos habían logrado mantener un perfecto estado de salud, para 1940 el pulque fue etiquetado como una “bebida propia de albañiles y de pobres del campo y la ciudad”. A esta campaña se unió gente tan poderosa como José Vasconcelos, quien llegó a relacionar el consumo de pulque con el alza de homicidios y otras conductas criminales.
Incapaz de adaptarse al ritmo acelerado de los centros urbanos, el pulque quedó rezagado, y su producción se fue desplazando de las grandes haciendas al tipo de economía informal que hoy permite que el “huachipulque” circule sin control.
En los últimos años, sin embargo, algo se agita.
Apenas en marzo pasado, un puñado de dueños de pulquerías, consumidores y artistas de la capital, se manifestaron contra la clausura de 14 locales emblemáticos —entre ellos, La Malquerida, La Tlaxcalteca, La Paloma Azul—. Las autoridades las acusaban de falta de permisos, usos de suelo o incumplimiento de normas. Las protestas exigían que no se les tratara como simples expendios de bebidas alcohólicas, sino como espacios de tradición y cultura.
La reapertura de las pulquerías, semanas después, no puso fin a las protestas. Ya organizados, ejidatarios y productores advierten que el mayor riesgo actualmente no lo corren las pulquerías de la ciudad: es la supervivencia misma del paisaje magueyero lo que está bajo amenaza. Por ello, exigen construir redes de comercio más éticas y reconocerle al pulque su lugar no solo como bebida, sino también como emblema de la defensa del territorio y el medio ambiente.
—El pulque legítimo es caro. Muchos no se dan cuenta de que raspar maguey es una verdadera chinga —señala Yorch—. Un pulque huachicoleado te lo venden a ocho pesos el litro por mayoreo. Un litro de pulque legítimo difícilmente baja de 30. Las pulquerías no quieren tomar esos riesgos. Pero hay quienes creemos que vale la pena beber pulque verdadero: pagar su precio real.


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“El pulquero que lo entiende,
más agua que pulque vende”.
Refrán popular
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Don Layo destroza con su machete los restos de un maguey ayoteco. Mete la mano entre el penquerío y extrae un bicharajo que presume un cuerno en la frente.
—Aquí está el canijo, míralo.
Parece un pequeño unicornio negro y gordo, agitado.
Don Layo es uno de los 64 ejidatarios de San Pedro Chiautzingo, un ejido de 1 300 hectáreas entre Tlaxcala y el Estado de México. Hasta hace no mucho, la mayoría de los ejidatarios de estas tierras sabían cuidar, además de maíz y calabaza, enormes plantíos de maguey.
Pero los tiempos son cada vez más recios. Un maguey necesita al menos una década de crecimiento para comenzar a dar aguamiel, un sosiego que estos tiempos difícilmente permiten. Hace cinco años, don Layo intentó sembrar en su parcela alrededor de 400 ejemplares de distintos tipos: ayotecos, pardos, carrizos. El año pasado, cuando aún les faltaba la mitad de su vida por delante, comenzaron a pudrirse uno por uno.
—Este es el responsable —dice con el bicho todavía entre sus dedos—: el famoso “picudo”.
La plaga del picudo era ya un problema hace 20 años. En Jalisco, por ejemplo, afectó hasta el 25% de las cosechas de agave según los registros de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa).
Las sequías cada vez más largas y los calores intensos han exacerbado el problema: el cambio climático y la poca polinización —provocada por la explotación industrial del mismo maguey— han debilitado la genética de la planta y las plagas han ganado velocidad y resistencia.
Antes de convertirse en escarabajo, el picudo pasa por una fase de gusano. En ese estado es capaz de barrenar túneles a través de los magueyes hasta instalarse en su piña y succionarlos desde adentro. La infección puede saltar de una planta a otra en cuestión de días y, en menos de un mes, arrasar todo un sembradío.
Entonces, la única solución es quemarlos todos.
—Ni modo, amigo —dice don Layo mirando el escarabajo entre sus dedos—. Tú me mataste mis magueyes, ora yo te mato a ti.
Corta de tajo la cabeza del bicho con su machete.
En los últimos años, el picudo ha llegado a amenazar especies enteras, como el agave papalote o cupreata, endémico de Guerrero. La misma Sagarpa registra hasta un 40% de daños en el cultivo del henequén en Yucatán y 30% en el maguey pulquero en la zona centro.
Autoridades de Conafor y Probosque, las agencias del Gobierno federal que administran los recursos forestales, han intentado inútilmente mermar la plaga en esta zona promoviendo entre los ejidatarios el uso de plaguicidas como el Malathion 1000 (prohibido en otros países porque mata también a los animales polinizadores, contamina el agua y es peligroso para la salud humana), pero cada vez es más difícil.
Don Layo ya ni siquiera piensa en ello. “La culpa la tiene el tiempo”, dice lacónico, escondiendo los ojos tras su sombrero de paja. El día que me encontré con él, una mañana de marzo, las lluvias se resistían y él hablaba de una época en que los magueyes crecían grandes como elefantes, días de un verdor de leyenda.
—Ya nadie entiende cómo sembrar con estas largas temporadas de secas. Ni con las heladas fuera de temporal, que arruinan las cosechas. Ya nadie entiende nada.

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Trabajar al mediodía resulta insensato. A estas horas, en este rincón del municipio de Tepetlaoxtoc, lo mejor es aceptar la tregua: saciar la sed al refugio de la sombra de un mezquite. Cuando Juan Pablo Murillo llega a Las Joyas Altica, Gabriel Neutli se apresura a convidarle un taco de quiotillos cocinados en chimbote; le acerca también un cuenco con salsa de xoconostle y un perlado litro de blanca espuma.
—Pinches Gabis —dice agradecido al primer bocado—. Qué chingón cocinan ustedes.
Se refiere a Gabriel Neutli, pero también a Gabriela, su pareja y madre de Tadeo. Es una mujer alta y fuerte, de ojos terneros. Heredó estas tierras ejidales de su padre, un antiguo tlachicón a quien apodaban “el Pimienta”, debido a la sazón picante de sus guisos que atraían a labradores y jinetes, también sedientos de sus raros curados de piña con apio.
—Tu papá solía decir unos versos curiosos —le cuenta Murillo a Gabriela:
Pulque, dulce trementina
pariente de este ocote,
haz que a mi cogote
le quepa más que a mi acocote.
Murillo ríe. Es un hombre de mediana edad, viejo amigo de los Gabis. Aunque disfruta el pulque de vez en cuando, su verdadero vicio es lo andariego y a veces viene solo para ver el valle rebosar de tunas, los cardos florecer tras una buena lluvia: todo aquello que estuvo a nada de desaparecer hace pocos años, cuando decenas de minas fueron abiertas para abastecer de tezontle y de basalto la construcción del nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México, en la zona de Texcoco.
Murillo fue una de las personas que con más firmeza se opusieron al proyecto de Enrique Peña Nieto. Aunque fue cancelado en 2018, cerros enteros desaparecieron y ahí nomás quedaron los cráteres de las minas: socavones del tamaño de edificios donde antes crecían bosques de ocote y nopaleras. El coraje todavía no lo suelta.
Literato, hijo rebelde de una familia conservadora en toda regla, Murillo encontró desde joven su causa en la defensa de estos lares. Cuando apareció la amenaza de las minas no demoró mucho en unirse al colectivo #YoPrefieroElLago, desde donde colaboró en la redacción de pronunciamientos, relaciones minuciosas sobre el número de excavaciones que desgajaban el paisaje, recetarios y crónicas en octosílabos sobre la vida de los ejidatarios y la importancia ambiental de estas parcelas.
Esa labor le ayudó a comprobar lo que ya intuía: que en el habla campesina, llena de dicharajos y calambures, se expresaba también una resistencia a la voracidad industrial de las ciudades.
Uno de sus poemas habla sobre los Gabis:
Esta es de jóvenes una familia que come del campo que siembra
sobre la costura de las magueyeras
que el loop de los renders negaba.
Son semillennials de los panoramas de cuenca
donde la ciudad hidroeriza
allá al fondo
es un accidente aún
palaciego.
Su curiosidad lo ha llevado a colectar todo tipo de escritos, versos populares, libros sobre la vida campesina de la zona. Le llama la atención, especialmente, la tradición de crear coplas en torno al aguamiel y su fermento. Y piensa que es perfectamente natural que esa tradición exista. Sucede que el pulque sin adulterar, más cuando se bebe cerca del tinacal que le dio origen, suele provocar una embriaguez risueña, enteógena y muy propicia para la travesura verbal. No es casual que a la “leche de oso” también la llamen “dulce trementina”, “vino blanco de mucílago”, “leche alabastrina”, “pulque perro y sin bautizar”, el “regazo final de la xomada” y otros 400 etcéteras.
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“Ya bien pulques,
ya bien pulques
quesque el pulque habla”.
Coplas del Pulquero Octlero, de Jesús Jaimes
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—Si Jesús hubiera nacido en Singuilucan habría usado pulque en lugar de vino de consagrar —dice el sacerdote Erasmo Dorantes mientras salpica de agua bendita a casi un centenar de comadres y sombrerudos que se han reunido hoy en la Parroquia de San Antonio, en Singuilucan.
Aquí están todos: los viejos tlachiqueros del Tinacal Los Tuzos y los del Rancho La Gaspareña, los más jóvenes de Conejo Real y del Jardín de Mayahuel. También hay representantes de pulquerías de la Ciudad de México como La Burra Blanca y La Catedral del Pulque.
Es 2 de junio. Ayer cayeron las primeras lluvias del temporal. Mientras los campesinos se preparan para la siembra, un centenar de productores de Singuilucan, en el Estado de Hidalgo, acuden a la iglesia para bendecir sus acocotes y raspadores.
—Últimamente notamos que hay más gente raspando magueyes. Como nosotros distribuimos y compramos pulque al mayoreo, cada vez más chavos nos vienen a vender su aguamiel por las mañanas.
Habla Carmelita Ramos Tecomalman, la primera mujer de su familia que se dedica de lleno al negocio del pulque y el maguey. Originaria de Singuilucan, Carmelita nació en el Tinacal Los Tuzos, el cual pertenecía a Carmelo y Bernardo Ramos —su padre y su tío—, quienes, a su vez, heredaron de su abuelo el oficio de raspar. Aunque Carmelita se licenció en Arquitectura, su destino estaba escrito en las pencas del tinacal familiar. Hoy dedica sus días enteros a Conejo Real, la marca de productos magueyeros que fundó junto a su esposo, Miguel Ángel Alemán, un historiador chilango que decidió sumarse al ecosistema pulquero de la región.
—Es cierto: la mayoría de quienes se dedican a esto son hombres, pero en los últimos años he conocido muchas mujeres de aquí de la zona que están raspando sus magueyes.
Había ciertas creencias que alejaban a las mujeres del negocio del pulque: que el maquillaje o las cremas que usaban para las manos podían arruinar el aguamiel, por ejemplo —como si las mujeres no pudieran dejar de usar labial—, o que andar entre magueyes espinosos, manipular barretas y machetes, enguinchándose bajo el sol, era una labor demasiado ardua.
Le llama la atención la tradición de crear coplas en torno al aguamiel y su fermento. Y piensa que es perfectamente natural que esa tradición exista. Sucede que el pulque sin adulterar, más cuando se bebe cerca del tinacal que le dio origen, suele provocar una embriaguez risueña, enteógena y muy propicia para la travesura verbal.
Pero como a muchos hijos de tlachiquero, a Carmelita no le quedó opción: desde pequeña fue la responsable de mantener en estado óptimo el tinacal familiar y, con el tiempo, decidió también aprender a raspar y cuidar los magueyes. Contar con una carrera universitaria le permitió estructurar el negocio familiar. Y aunque hace un par de años dejó de raspar magueyes debido a su embarazo, hoy, además de administrar todo lo referente a Conejo Real, ha construido un pequeño hotel en el magueyal y ampliado la oferta de productos a la venta —miel y vinagre de maguey, sal de gusano, destilados de pulque—. Se siente orgullosa de que su tinacal distribuya a varias pulquerías de la zona y de la Ciudad de México. También de haber forjado alianzas con el ayuntamiento para organizar y participar en ferias y eventos turísticos de todo el estado como representantes de Singuilucan, un municipio promocionado como “la Capital Mundial del Pulque”.
Pero el éxito del negocio pulquero no los blinda del peligro. En los últimos meses, Carmelita y Miguel Ángel, junto con otros tlachiqueros de la zona (se calculan más de 280 en el municipio) han encabezado marchas, protestas, conferencias de prensa.
En los últimos años, empresas energéticas como Akuwa Solar, Ocote Solar, Saturno Solar o Dhammas se han acercado a los comisarios ejidales de Singuilucan y Epazoyucan para ofrecer grandes sumas de dinero a cambio de la renta de tierras ejidales para construir plantas de energía solar.
Los empresarios pagarán por el uso de la tierra con la condición de que esta sea entregada desmontada y lista para el negocio: que se retiren las cactáceas, los magueyes. Que deje de ser hogar para las aves, camaleones, venados, coyotes, cacomixtles, murciélagos y otras especies endémicas protegidas.
—Es un ecocidio —denuncian Carmelita y Miguel Ángel, decididos, junto a otro centenar de tlachiqueros, a proteger los magueyes como parte de su linaje. La sangre de sus padres, la savia de sus abuelos, el futuro de sus hijos está en juego.
Aunque la información oficial se mantiene opaca, valiéndose del rastreo minucioso de las manifestaciones de impacto ambiental, los campesinos han logrado desentrañar los pormenores de los proyectos más grandes, los cuales abarcan cerca de 1 000 hectáreas. Las autoridades ya han aprobado la instalación de 440 181 paneles solares: un mar cuadriculado y robótico, monocristalino, en medio del altiplano hidalguense.
En Singuilucan, la misa termina.
Afuera de la Parroquia de San Antonio, un cohetero lanza al cielo chupinazos en racimo. En la calle hay carros alegóricos decorados con mecuates, acocotes y papel picado. Alguien carga un estandarte de Cristo crucificado en medio de un magueyal espinoso.


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“¿Quién soy yo para valerme
de la siembra de otras manos?
Mixiote, penca, caracoles,
mezotes, mecuiles, mezontetes, chinicuiles.
¿Quién soy yo para aprovechar tu esencia?”.
Coplas del Pulquero Octlero, de Jesús Jaimes
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En épocas de sequía, el aguamiel ejerce un magnetismo que convoca por igual a tlacuaches, cacomixtles, artistas y poetas. No son pocos los que han encontrado en el pulque la razón definitiva para abandonar el hormiguero urbano y entregar sus días futuros al ritual del maguey.
Entre los artistas que siguieron el llamado del aguamiel, Carlos “Titos” Barraza ocupa un lugar ejemplar. Poeta e ingeniero de audio, Barraza era conocido por incendiar las fiestas de la Ciudad de México mezclando cumbia y ritmos electrónicos con poesía en náhuatl, otomí y otras lenguas de la región a través de su alter ego: Sonido Mamalón. A sus 28 años, decidió perseguir el sueño tlachiquero junto a su pareja Sandra Araujo, artista textil, promotora cultural y también poeta. En 2016, en Santa María Zacatepec, Puebla, fundaron El Xastle: una comunidad cultural y afectiva consagrada al cultivo del maíz y la producción de pulque.
—Muchos dicen que raspar maguey y hacer pulque viene conectado a una revelación espiritual —dice Sandra Araujo cuando le pregunto sobre aquellos años—. Yo no lo llamaría “espiritual”. Es realidad pura. Cuando trabajábamos con el maguey y la milpa no teníamos de otra más que darnos cuenta de cómo todo está conectado con todo. Y que necesitamos comprender a las especies terrícolas para poder vivir juntos.
Chapulines, chinicuiles o michicuiles, escamoles, alacranes, jumiles, abejas y avispas, todo tipo de aves, tlacuaches, coyotes, caracoles —que arruinan el aguamiel— son algunas de las muchas especies que pueden habitar o depender del maguey en alguna medida. Como algunos humanos, dice Sandra, muchos animales han entendido que el maguey es una planta generosa.
La muerte prematura de Carlos en 2018 inspiró al poeta Yaxkin Melchy a reflexionar sobre El Xastle. Melchy es un estudioso de los haikús y de eso que hoy ha dado por nombrarse “ecopoéticas”: una literatura que busca descifrar el vínculo entre la naturaleza y la humanidad desde una perspectiva menos antropocéntrica.
Desde su investigación doctoral en Filosofía en la Universidad de Tsukuba, Japón, Melchy argumenta que los ciclos agrícolas que Sandra y Carlos adoptaron en esos dos años de trabajo generaron una poética singular. Su tesis, que entrelaza la experiencia de El Xastle con la obra de poetas nipones como Nanao Sakaki y Sansei Yamao, sugiere que el raspado del maguey al amanecer, el cuidado de la milpa, la espera de la lluvia son actos que permiten al campesino sincronizarse con una gramática ancestral en cuyo ritmo aún es posible leer el espíritu vegetal del tiempo.
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“Canto y hago sonar el tambor
Mientras se multiplican los espejos
Preparen el pulque de blanca cabellera”.
Fragmento del “Cantar de los Centzontotochtin y de Tezcatzóncatl”, fanzine Tlachiqueros 2, publicado por El Xastle
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Una carreta de madera con magueyes pintados en cada costado. Desde allí arriba El Rorro de Topacio y su Sonido Marulanda hace tronar las cumbias. Aquí no hay internet, así que el repertorio depende de su selección de acetatos que tuvo buen tino de cargar consigo. Estamos en el Jardín de Mayahuel, un pequeño rincón en las orillas de Singuilucan donde al maguey se le rinde veneración y estudio.
—El problema del pulque es que no hace falta ser experto para emborracharse —reflexiona Jesús Jaimes, conocido como Meyolotlacuichuinicuil o, simplemente, el Chuy—. Por eso debemos dejar de verlo solo como una bebida alcohólica: es mucho más.
Mientras habla, sirve un pulque de piñón cultivado en su huerta. Chuy estudió Gastronomía en la Ciudad de México, pero el ajetreo de la capital nunca lo convenció. Décadas después de que su madre emigrara a trabajar en una imprenta, la convenció de regresar a Singuilucan, donde la familia conservaba derechos ejidales. Junto a su pareja, la bióloga Rita Fernández, forma parte de una nueva generación de tlachiqueros que han renovado el oficio. El Jardín de Mayahuel es el santuario que han construido juntos para resguardar las variedades de maguey en la región y un laboratorio para explorar las posibilidades que ofrece la planta.
—A mí me da risa que me digan “nuevo tlachiquero” —se queja Chuy—. Tengo 40 años; llevo 15 años haciendo esto. Pero entiendo: es el mismo tiempo que tarda un maguey en crecer, ¿no? Y es una planta de la que nunca dejas de aprender.
Estamos en la pretendida Capital Mundial del Pulque, pero en Singuilucan los magueyales menguan. Los ejidatarios prefieren invertir en cultivos seguros: avena para ganado y, sobre todo, cebada para la insaciable industria cervecera. La ironía duele. A diferencia de buena parte de Hidalgo —un estado lastimado por aguas negras y desechos industriales producto de la confabulación de una refinería, una termoeléctrica y la porquería de la capital que remonta por el río Tula—, el altiplano pulquero se mantiene relativamente sano. Como muchos, Chuy y Rita no dudan en atribuirle al maguey tal mérito.
La ciencia confirma la vocación alquímica de la planta. Biólogos como la doctora Patricia Colunga García-Marín o el doctor Eulogio Pimienta-Barrios documentaron cómo, en plena emergencia climática, el maguey captura hasta tres veces más CO2 que un árbol —60 toneladas por hectárea— e incluso más si se encuentra en un ecosistema forestal o en combinación con otras especies y no en un monocultivo industrial. Además, sobrevive sin riego ni fertilizantes gracias a un diseño prodigioso: extrae humedad del aire y la almacena en sus hojas, que cierran sus estomas de día para evitar la evaporación.
—En un solo maguey puedes estudiar el ecosistema entero —dice Rita, también bióloga de profesión—. Por la cantidad de especies que se acercan a alimentarse y por las simbiosis que genera con ellas. Los humanos aprendimos a trabajar el maguey mirando a los animales: raspamos porque vimos a los tlacuaches, de ahí la palabra “tlachiquero”. Supimos que el aguamiel es bueno para la lactancia al ver a las coyotas beberlo cuando estaban preñadas.
En la pista de baile —un patio de tierra flanqueado por magueyes mansos— la gente se mueve todavía con timidez.
—¡Vamos a poner otra cumbiaaa…! —anuncia el Rorro desde el micrófono—. Recuerden: hay que bailar para que el mundo gire. ¡Pero písenle bien, gente, que no les dé miedo levantar polvo!
Esta noche de mediados de mayo, el Jardín de Mayahuel acoge la novena edición del Festivalito Cultural del Maguey Pulquero (Fecumapu). Es uno de los muchísimos eventos con los cuales las y los tlachiqueros de Singuilucan promueven sus hallazgos. Entre talleres, pláticas, proyecciones de documentales y el homenaje al poeta tlachiquero Margarito Mendoza, el evento también es un muestrario de delicias: curados de carambolo o de manzana con chinicuil; tacos de gualumbos con salsa martajada de chinicuiles en molcajete; sopa de milpa en pulque; tamales de mezal —esa delgada tela que se le raspa al cajete del maguey—. Una muestra breve de la abundancia que el maguey genera.
Al maguey se le llamaba “el árbol de las maravillas” porque brindaba alimento, vestido —el ixtle— y casa —sus pencas y quiotes son también material de construcción—. Durante siglos, los campesinos lo han usado para levantar terrazas de cultivo y retener el agua de lluvia: técnicas recientemente reconocidas como patrimonio biocultural de la humanidad. Es una ecotecnología, fuente de trabajo y de cultura.
—Tendríamos que entender al pulque desde todo esto, no solo como una bebida alcohólica —insiste el Chuy, que viste un sombrero ranchero y una playera verde en cuya espalda puede leerse la leyenda: “Revolución Tlachiquera”—. Nada más por su gama de sabores tendríamos que valorarla más. Hay pulque de calor, de lluvias (el más trabajoso) y de frío (de los favoritos). Cada maguey, el ayoteco, el manso, el colorado, produce un sabor distinto. La altitud y la mano del tlachiquero también cambian todo: el sabor, la consistencia, el efecto. Aquí en Singuilucan, una vez al año hacemos “pulque perro”: lo dejamos fermentar en el mismo maguey. Imagínate qué delicia, hermano.
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“Nací en tierra de magueyes
donde el pulque es para reyes:
aquí el agua y la cerveza
se la damos a los bueyes”.
Copla popular
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—El maguey es también un oráculo, compadre.
El Chuy habla con medio cuerpo hundido en un maguey ayoteco. Son las siete de la mañana y han pasado apenas unas horas desde que la fiesta de ayer terminó.
—Ser tlachiquero es así: hay que cumplirle a la planta, nada de que estoy cansado —dice mientras lima las orillas del cajete con su raspador.
El maguey es una planta hermafrodita y hay algo casi erótico en el acto de rasparlo. El tlachiquero capa al maguey al retirarle su quiote, ese tronco floreado que le crece en su momento más fértil. Toda el agua y el azúcar que el maguey usaría en su reproducción se acumula entonces en su piña, misma que el tlachiquero debe picar, preferentemente, después de un año. Entonces debe rasparlo al menos dos veces por día como hace el Chuy esta mañana, con la cabeza dentro de la planta y usando su raspador para, con movimientos rápidos, precisos y repetitivos, hacer manar su savia o trementina: el aguamiel que luego será pulque.
—Es un oráculo del tiempo, el maguey —repite el Chuy—. Cuando va a llover, por ejemplo, se forma una especie de sarro en las paredes del cajete. Es una planta extremadamente sensible al clima, a la humedad, qué sé yo, a la electricidad en el ambiente. Entonces uno aprende a escucharlo: tu maguey te avisa cómo está la movida, si esta semana va a llover o si se va a asentar la seca varios meses.
La mayoría de los tlachiqueros protegen el cajete de sus magueyes con una piedra para evitar que el tlacuache o los conejos roben el aguamiel. En época de lluvias, cubren las pencas con plástico. Pero al Chuy ya no le convencen estas prácticas:
—Lo que pasa es que el tlacuache es un animal muy cochino y tiene la boca llena de choquilla, lo que arruina el aguamiel. Por eso la gente los tapa…, pero a mí me parece injusto que nos llevemos todo.
Él suele dejar descubiertos los magueyes más pequeños o los que ha raspado más de dos meses para que la fauna local también se alimente.
—Aquí no hay agua y los animales también tienen derecho y tienen sed, ¿o no? Yo siempre les dejo un charquito para que se lo beban.
Dice que aprender los secretos del oficio lleva su propio tiempo. Implica entender que los bichos que otros llaman plagas son, en realidad, indicadores de la salud de un ecosistema. O que, para hacer pulque, es necesario conseguir una semilla o pie: un cultivo madre, fermento vivo de levadura y bacterias para fermentar de manera adecuada el aguamiel.
Cada paso exige herramientas precisas: machetes, guaparras, tajaderas, barretas, punzones, raspadores que el Chuy aprendió a usar de los viejos tlachiqueros de la zona. En su opinión, la campaña negra contra el pulque (que lo catalogaba como una bebida poco higiénica) generó que toda una generación se alejara del oficio. Hoy son los hijos de quienes emigraron a las ciudades para volverse profesionistas los que han decidido regresar al campo para escudriñar sus secretos.
—En algunos lugares usan el famoso “cocacote” para recoger el aguamiel —dice refiriéndose a las botellas de Coca-Cola pegadas a una manguera—. A mí no me gusta. Es un símbolo culero. Son las refresqueras las que nos han robado el agua, las que nos provocan diabetes. Junto con las cerveceras, son las que hicieron todas las campañas negras contra el pulque.
A un costado de la carretera, junto al magueyal que el Chuy raspa esta tarde, un letrero ancla la vocación de aquellas tierras: “El Cebadal”. Una planicie de tierra amarilla y polvosa, lista para el cultivo de cebada, lo rodea todo.
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Leonardo Chávez desbloquea su celular. Sus dedos escudriñan la galería hasta encontrar un video fechado en septiembre de 2016. En la pantalla, una cascada de agua nítida rodeada de vegetación. El paisaje dura segundos. Luego, un estallido seco y el derrumbe. La imagen salta —pixeles rotos de fuego y humo—: el torrente que ahora arrastra piedra y barro, agua sucia. Una segunda explosión. Después, nada: tierra vacía, horadada.
—Esos cabrones, ¿qué no hicieron? —se queja—. Dinamitaban todo en esos años.
Originario del ejido de San Francisco Tlaltica, Estado de México, don Leonardo Chávez es un tlachiquero que supera el medio siglo de edad. Esta tarde se dirige a su magueyal para picar una planta que capó el año pasado. Antes de internarse en el laberinto de nopales y espinas, se detiene junto al cráter enorme. Hace 10 años, la empresa Coconal, contratada para construir las pistas del extinto aeropuerto internacional, abrió allí una mina de tezontle.
—Aquí fue de lo más feo. Yo trabajaba este magueyal entonces. Cuando iban a dinamitar sonaba la sirena de alerta y uno tenía que correrle. Nosotros nos rebelamos porque las explosiones nos llenaban los magueyes de un polvo amarillo apestoso.
Eran los días de las hileras interminables de tráileres que extraían cientos de toneladas de mineral al día. Los días en que Leonardo conoció al poeta Juan Pablo Murillo y juntos interpusieron un amparo para frenar lo que llaman “la barbarie”. Querían que la Secretaría de Medio Ambiente impidiera el cambio de uso de suelo en cañadas como la Barranca del Órgano, refugio de tejones, armadillos y especies protegidas como el lagarto alicante del Popocatépetl o la ranita de cañón. Eran los días en que decenas de ejidatarios, dolidos por la devastación, bloqueaban las carreteras para impedir la salida del material robado a sus cerros.
En épocas de sequía, el aguamiel ejerce un magnetismo que convoca por igual a tlacuaches, cacomixtles, artistas y poetas.
—Mi único consejo es que no hay que arrastrarse ante los millonetas —dice don Leonardo esquivando espinas con la naturalidad de un gato montés—. Ser tlachiquero es defender al maguey, no andar de pinche agachón.
Cada semana vende su pulque en el mercado Fuego Nuevo, en Ciudad Azteca, Ecatepec. Lector de Artemio de Valle Arizpe, se considera heredero de Nezahualcóyotl y devoto de Emiliano Zapata, el revolucionario que entendió el vínculo indisoluble de los campesinos con el paisaje y con la naturaleza: “¡La tierra es de quien la trabaja, con un carajo!”.
Por eso, Leonardo insiste en contar de nuevo estas historias y anima a sus hijos, también tlachiqueros, a no olvidar. Porque, pese a todo, algo hubo de victoria en la cancelación del nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México, el proyecto insignia del sexenio de Peña Nieto, y en la lenta regeneración de los cuerpos de agua del lago de Texcoco. Claro, quedan estas oquedades gigantescas, estos agujeros del demonio. Y la consecuencia: sin árboles, el calor pega más, llueve menos y las plagas se reproducen con ferocidad nueva, igual que en Tlaxcala, después de que los parques fotovoltaicos devastaron los magueyales, como documentó el medio Pie de Página.
Ser tlachiquero, define Leonardo, significa defender el maguey a toda costa. De las plagas, de las heladas, de las empresas que presumen energía verde, de los gobiernos que otorgan concesiones mineras e incluso de los saqueadores que en una noche pueden tumbar 50 plantas para robarse los chinicuiles, esos gusanos rojos que se venden en ciertos restaurantes gourmet.
No basta con raspar, capar y fermentar. Hay que entender de qué manera sembrar para enriquecer el suelo y después zanjear, terracear, barbechar y podar. A veces, también hay que estudiar las leyes, acudir a las asambleas ejidales, hablar con arrojo y hasta organizar la resistencia: marchas, festivales culturales y hasta misas o fiestas patronales. Todo lo que sea necesario.
—No es difícil de entender de dónde saca uno el coraje para defenderse —dice Leonardo—. Yo amo esta tierra. Aquí nací. No encuentro diferencia entre yo y mis magueyales. ¿Cómo carambas no va a defender uno a su familia, a su casa, pues?


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“El día que yo me les muera
no me den ya por finado
sin antes la bendición
y las palabras pulqueras
de un tlachicón colorado
y chaparro
y barrigón”.
Canción popular
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Mientras Gabriel Neutli tala el quiote de un maguey joven (planea vender los quiotillos en la feria de Otumba), su esposa, Gabriela Chávez, lo observa a la distancia mientras piensa en su padre. Dice que solo le reclama una cosa: haberle enseñado todos los secretos del oficio, excepto sembrar maguey.
—Me dejó estas tierras, pero nunca me mostró cómo sembrar —dice, con una nostalgia que agita el viento—. No entiendo por qué.
Tadeo, su hijo de 11 años, usa una espiga como espada para jugar con la manada de perros del rancho. Los Gabis viven rodeados de animales: gallinas, guajolotes, michis y todo tipo de alecuijes.
—Un “alecuije” es un animal de monte —explica Gabi—: cualquier bicho raro del que no conozcas el nombre es un alecuije. Tadeo es nuestro alecuije mayor, por ejemplo.
Tienen 28 y 31 años. Llevan casi una década dedicados por completo al oficio. De a poco han ganado reconocimiento en ferias y encuentran en circuitos de temazcal y rituales neomexicas a consumidores dispuestos a pagar lo justo por su pulque fresco y recién raspado: un octli legítimo y sin huachicol. Pero la subsistencia plena todavía se les escapa. Necesitan un comprador estable que adquiera volúmenes mayores, sin caer en la explotación industrial, que rechazan con firmeza.
Ahora que la Ciudad de México ha reconocido el sistema de terrazas como patrimonio biocultural de la capital, Gabriel sabe que también se han liberado financiamientos para reforestar con maguey otros ejidos cercanos. Le alegra, pero es cauteloso.
—Esos magueyes hay que cuidarlos, ayudarles a fortalecerse —recuerda—. No es tan fácil como nomás sembrar 100 magueyes y ya.
Su lucha más íntima es convencer a los ejidatarios veteranos de que no capen todos los magueyes: les pide que dejen chispar algunos quiotes para alimentar polillas, murciélagos y colibríes. También para que, por medio de la polinización y la reproducción natural, se fortalezca la genética de las plantas. Que abandonen el uso plaguicidas, insiste. Aunque sus consejos suelen chocar con oídos endurecidos por el tiempo, de cuando en cuando alguien escucha, y en ese, quizá, piensa que puede germinar una semilla de futuro, una esperanza que acompañe a las nuevas generaciones.
Últimamente Tadeo tiene problemas en la escuela. Va un año atrasado y cada vez le cuesta más encerrarse en un salón de clases, en donde se engenta fácilmente. Extraña el campo y el ritmo tlachiquero de los días, el horizonte amplio y los mecuates que ayuda a sembrar: los mismos que él raspará en una década.
—El monte también es una escuela: aquí también se aprende —dice Gabriela, orgullosa de su linaje. En sus manos tiene un racimo de quiotes que separa uno a uno en una canasta—. Hubo toda una generación de hijos de campesinos que se hicieron profesionistas y abandonaron el campo. Pero el futuro también se va a decidir aquí: en el sembrar, en el cuidar la tierra. ¿De qué nos servirán el dinero y las máquinas cuando no tengamos campo para comer? Los magueyes son nuestros aliados por muchas razones: hay que aprender de ellos todo lo posible. El pulque no viene solo, viene con muchas otras cosas detrás, con todo eso que también somos.

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Tadeo, de 11 años, hijo de los Gabis, bebe aguamiel recién raspado al amanecer, en los magueyales de Las Joyas Altica, en los límites de los municipios de Otumba y Tepetlaoxtoc, Estado de México.
Desde el Estado de México hasta Hidalgo, una nueva generación revive el antiguo oficio de raspar magueyes para producir pulque. Frente a las plagas y los megaproyectos, la comunidad tlachiquera defiende más que una bebida. Su lucha es por el futuro de un paisaje y una forma de vida, una cultura y su memoria.
Una cabaña sin electricidad junto a un fogón, un tejabán al aire libre y un sofá a la sombra de un árbol. Poco más. Salvo —claro— el magueyal de 10 hectáreas que se extiende monte abajo: el horizonte partido por dos quiotes de cuyas flores amarillas liban docenas de colibríes.
Anoche cayó un aguacero y ahora el rocío hace que la luz se estanque en una bruma blanca. Detrás de la niebla, una bocina mamalona truena desde el techo de una troca: el psytrance hace eco en la montaña.
—Es pa’ que los magueyes se pongan más locos —dice él—. Pa’ que el pulque se ponga más mágico.
Menea la cabeza al ritmo extraterrestre. Veintiocho años, tlachiquero desde niño, ejidatario y albañil, a Gabriel no le gusta su apellido castellano. Pide ser nombrado Gabriel Neutli. Tal es la palabra que designa, en náhuatl, al néctar del maguey.
Creció escuchando el retumbe de los raves de principios de milenio en los alrededores de Teotihuacan. Su familia insistía en que aquello era un puro ruidero de fierros y latas chocando. Pero a él le prendía esa loquera; todavía le encanta sentir cómo la vibración de los tonos bajos convierte a su piel en un tambor humano. Aquí arriba, en el ejido, varios kilómetros separan cada vivienda, así que puede subir el volumen: darse grasa. El escándalo es, además, un aviso para los tlacuaches y los cacomixtles: es su manera de comunicar que ha llegado su turno y que ahora el ejido es suyo.
—Yo creo que a los magueyes también les gusta mi desmadre.
Gabriel hunde la cabeza entre las pencas de un enorme maguey manso que comenzó a raspar hace un par de semanas y que, desde hace unos días, le regala hasta tres litros diarios de aguamiel.
Su hijo, Tadeo, un fortachón de 11 años, se le adelanta para recolectar el néctar de otro maguey chilome o negro, una de las muchas variedades del maguey pulquero que existen en el centro de México. Para colectar el aguamiel, Tadeo usa un “cocacote”: una botella de Coca-Cola de dos litros, sustituto del ancestral acocote, ese guaje o calabaza seca y alargada con la que los tlachiqueros extraen tradicionalmente el aguamiel. Cada mañana y cada tarde, Tadeo debe succionar el aguamiel de unos 14 magueyes junto a su padre usando esta herramienta.
—Hace años que no llovía tanto —dice Gabriel Neutli mientras despunta la mañana y afila su raspador por segunda vez. A lo lejos una cortina de lluvia cae salvaje sobre los cerros de Otumba.

Gabriel vierte su cosecha en el tinacal: un pequeño corral al aire libre que cela y cuida como un tesoro. Allí, bajo la sombra de un capulín, el pulque se fermenta dentro de varios barriles de 150 litros cada uno. Al salir, con su navaja corta la hoja de un maguey cercano, pela las espinas y dobla la penca para convertirla en un cuenco. La espuma del pulque fresco aviva el aroma de la savia.
—Es el desayuno —el aguamiel le moja los bigotes—. La xoma nuestra de cada día.
Es julio. Son las seis y media de la mañana en Las Joyas Altica, justo en la frontera entre los municipios de Otumba y Tepetlaoxtoc, Estado de México.
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El esqueleto negro de una camioneta calcinada yace en la orilla del camino entre Las Joyas y el centro de Tepetlaoxtoc.
—Al parecer fue un asunto de huachicoleros —me dice un vecino—. O la quemaron para ocultar la evidencia o se lo robaron a una banda rival.
En México, la palabra “huachicol” define la práctica de robar gasolina de los ductos de Pemex. Los huachicoleros rebajan el combustible con agua y disolventes industriales para elevar su volumen. Noticias sobre decomisos de huachicol abundan en Tepetlaoxtoc, Otumba, Singuilucan, Apan o Tezontepec, municipios ubicados en el corazón de la tradición pulquera, una zona que se extiende desde el estado de Hidalgo hasta Puebla, pasando por el Estado de México y Tlaxcala.
El pulque se suele transportar en bidones de gasolina. Quizás por eso al pulque adulterado lo llaman también así: huachicol, “huachipulque”.
—La mayoría del pulque que se vende en la Ciudad de México es huachicol. Te das cuenta porque es demasiado dulce o demasiado amargo, porque ya se pudrió, porque huele feo y te duele la cabeza o la panza.
Quien habla es Jorge Eduardo Arellano, “Yorch Pulques”, un entusiasta de la cultura tlachiquera que desde hace cinco años mantiene una intensa cruzada en pro del “pulque legítimo”: aquel que se cosecha y fermenta de forma tradicional, sin adulterar.
Según se ha documentado a lo largo de los años, los grandes distribuidores suelen añadir agua, sacarina, jugo de nopal, harina, aguardiente y otras sustancias al pulque. Como con el combustible, esto se hace para aumentar su volumen, pero también para intentar retrasar su fermentación u ocultar su mal sabor cuando el pulque ya fue contaminado.
—Un buen pulque tiene un sabor casi ácido y no es tan baboso y pesado, como la mayoría del pulque comercial. Es una bebida que se echa a perder muy fácilmente: hay muchas formas de contaminarla o de cortar su proceso de fermentación —explica Yorch Pulques.



El huachicol no es algo nuevo, aunque ahora sea la norma. De otra forma no se explica que un producto tan delicado diera pie a la robusta industria que campeó en la mayor parte del siglo XIX y principios del XX. Hace todavía un siglo, los magueyes reinaban en estas tierras. Pocas haciendas eran tan poderosas como las magueyeras, y miles de campesinos eran empleados por empresarios como Ignacio Torres Adalid, “el Rey del Pulque” (la casona regia que poseyó en la capital del país, que aún se puede apreciar en avenida Juárez, frente a la Alameda, demuestra el poder que acumuló). Cada hacienda era un mundo que requería de tlachiqueros, capadores expertos, campesinos que supieran cuidar los mecuates —los brotes de la planta—, mayordomos a cargo de los tinacales, distribuidores, jicareros, cocineras especializadas en la gastronomía del maguey…
Incapaz de adaptarse al ritmo acelerado de los centros urbanos, el pulque quedó rezagado, y su producción se fue desplazando de las grandes haciendas al tipo de economía informal que hoy permite que el “huachipulque” circule sin control.
Tan grande era el negocio que, en algún momento, entre una cuarta y una quinta parte de los impuestos captados por el gobierno capitalino provenían del pulque, tal como documentó el sociólogo Mario Ramírez Rancaño. Numerosas leyes normaban esta industria e incluso existían aduanas para verificar su calidad. En 1929, según algunos registros periodísticos, se llegó a plantear la peregrina idea de construir un pulqueducto para saciar la sed capitalina.
El declive fue abrupto. La explosión de la industria cervecera en la primera mitad del siglo XX incluyó campañas negras para demeritar el néctar fermentado del maguey, llegando a sugerir el absurdo de que, para acelerar su fermentación, el pulque era preparado con excremento humano o animal. Si en el siglo XIX, el barón Alexander von Humboldt llegó a sostener que gracias al pulque y otros alimentos locales los indígenas mexicanos habían logrado mantener un perfecto estado de salud, para 1940 el pulque fue etiquetado como una “bebida propia de albañiles y de pobres del campo y la ciudad”. A esta campaña se unió gente tan poderosa como José Vasconcelos, quien llegó a relacionar el consumo de pulque con el alza de homicidios y otras conductas criminales.
Incapaz de adaptarse al ritmo acelerado de los centros urbanos, el pulque quedó rezagado, y su producción se fue desplazando de las grandes haciendas al tipo de economía informal que hoy permite que el “huachipulque” circule sin control.
En los últimos años, sin embargo, algo se agita.
Apenas en marzo pasado, un puñado de dueños de pulquerías, consumidores y artistas de la capital, se manifestaron contra la clausura de 14 locales emblemáticos —entre ellos, La Malquerida, La Tlaxcalteca, La Paloma Azul—. Las autoridades las acusaban de falta de permisos, usos de suelo o incumplimiento de normas. Las protestas exigían que no se les tratara como simples expendios de bebidas alcohólicas, sino como espacios de tradición y cultura.
La reapertura de las pulquerías, semanas después, no puso fin a las protestas. Ya organizados, ejidatarios y productores advierten que el mayor riesgo actualmente no lo corren las pulquerías de la ciudad: es la supervivencia misma del paisaje magueyero lo que está bajo amenaza. Por ello, exigen construir redes de comercio más éticas y reconocerle al pulque su lugar no solo como bebida, sino también como emblema de la defensa del territorio y el medio ambiente.
—El pulque legítimo es caro. Muchos no se dan cuenta de que raspar maguey es una verdadera chinga —señala Yorch—. Un pulque huachicoleado te lo venden a ocho pesos el litro por mayoreo. Un litro de pulque legítimo difícilmente baja de 30. Las pulquerías no quieren tomar esos riesgos. Pero hay quienes creemos que vale la pena beber pulque verdadero: pagar su precio real.


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“El pulquero que lo entiende,
más agua que pulque vende”.
Refrán popular
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Don Layo destroza con su machete los restos de un maguey ayoteco. Mete la mano entre el penquerío y extrae un bicharajo que presume un cuerno en la frente.
—Aquí está el canijo, míralo.
Parece un pequeño unicornio negro y gordo, agitado.
Don Layo es uno de los 64 ejidatarios de San Pedro Chiautzingo, un ejido de 1 300 hectáreas entre Tlaxcala y el Estado de México. Hasta hace no mucho, la mayoría de los ejidatarios de estas tierras sabían cuidar, además de maíz y calabaza, enormes plantíos de maguey.
Pero los tiempos son cada vez más recios. Un maguey necesita al menos una década de crecimiento para comenzar a dar aguamiel, un sosiego que estos tiempos difícilmente permiten. Hace cinco años, don Layo intentó sembrar en su parcela alrededor de 400 ejemplares de distintos tipos: ayotecos, pardos, carrizos. El año pasado, cuando aún les faltaba la mitad de su vida por delante, comenzaron a pudrirse uno por uno.
—Este es el responsable —dice con el bicho todavía entre sus dedos—: el famoso “picudo”.
La plaga del picudo era ya un problema hace 20 años. En Jalisco, por ejemplo, afectó hasta el 25% de las cosechas de agave según los registros de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa).
Las sequías cada vez más largas y los calores intensos han exacerbado el problema: el cambio climático y la poca polinización —provocada por la explotación industrial del mismo maguey— han debilitado la genética de la planta y las plagas han ganado velocidad y resistencia.
Antes de convertirse en escarabajo, el picudo pasa por una fase de gusano. En ese estado es capaz de barrenar túneles a través de los magueyes hasta instalarse en su piña y succionarlos desde adentro. La infección puede saltar de una planta a otra en cuestión de días y, en menos de un mes, arrasar todo un sembradío.
Entonces, la única solución es quemarlos todos.
—Ni modo, amigo —dice don Layo mirando el escarabajo entre sus dedos—. Tú me mataste mis magueyes, ora yo te mato a ti.
Corta de tajo la cabeza del bicho con su machete.
En los últimos años, el picudo ha llegado a amenazar especies enteras, como el agave papalote o cupreata, endémico de Guerrero. La misma Sagarpa registra hasta un 40% de daños en el cultivo del henequén en Yucatán y 30% en el maguey pulquero en la zona centro.
Autoridades de Conafor y Probosque, las agencias del Gobierno federal que administran los recursos forestales, han intentado inútilmente mermar la plaga en esta zona promoviendo entre los ejidatarios el uso de plaguicidas como el Malathion 1000 (prohibido en otros países porque mata también a los animales polinizadores, contamina el agua y es peligroso para la salud humana), pero cada vez es más difícil.
Don Layo ya ni siquiera piensa en ello. “La culpa la tiene el tiempo”, dice lacónico, escondiendo los ojos tras su sombrero de paja. El día que me encontré con él, una mañana de marzo, las lluvias se resistían y él hablaba de una época en que los magueyes crecían grandes como elefantes, días de un verdor de leyenda.
—Ya nadie entiende cómo sembrar con estas largas temporadas de secas. Ni con las heladas fuera de temporal, que arruinan las cosechas. Ya nadie entiende nada.

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Trabajar al mediodía resulta insensato. A estas horas, en este rincón del municipio de Tepetlaoxtoc, lo mejor es aceptar la tregua: saciar la sed al refugio de la sombra de un mezquite. Cuando Juan Pablo Murillo llega a Las Joyas Altica, Gabriel Neutli se apresura a convidarle un taco de quiotillos cocinados en chimbote; le acerca también un cuenco con salsa de xoconostle y un perlado litro de blanca espuma.
—Pinches Gabis —dice agradecido al primer bocado—. Qué chingón cocinan ustedes.
Se refiere a Gabriel Neutli, pero también a Gabriela, su pareja y madre de Tadeo. Es una mujer alta y fuerte, de ojos terneros. Heredó estas tierras ejidales de su padre, un antiguo tlachicón a quien apodaban “el Pimienta”, debido a la sazón picante de sus guisos que atraían a labradores y jinetes, también sedientos de sus raros curados de piña con apio.
—Tu papá solía decir unos versos curiosos —le cuenta Murillo a Gabriela:
Pulque, dulce trementina
pariente de este ocote,
haz que a mi cogote
le quepa más que a mi acocote.
Murillo ríe. Es un hombre de mediana edad, viejo amigo de los Gabis. Aunque disfruta el pulque de vez en cuando, su verdadero vicio es lo andariego y a veces viene solo para ver el valle rebosar de tunas, los cardos florecer tras una buena lluvia: todo aquello que estuvo a nada de desaparecer hace pocos años, cuando decenas de minas fueron abiertas para abastecer de tezontle y de basalto la construcción del nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México, en la zona de Texcoco.
Murillo fue una de las personas que con más firmeza se opusieron al proyecto de Enrique Peña Nieto. Aunque fue cancelado en 2018, cerros enteros desaparecieron y ahí nomás quedaron los cráteres de las minas: socavones del tamaño de edificios donde antes crecían bosques de ocote y nopaleras. El coraje todavía no lo suelta.
Literato, hijo rebelde de una familia conservadora en toda regla, Murillo encontró desde joven su causa en la defensa de estos lares. Cuando apareció la amenaza de las minas no demoró mucho en unirse al colectivo #YoPrefieroElLago, desde donde colaboró en la redacción de pronunciamientos, relaciones minuciosas sobre el número de excavaciones que desgajaban el paisaje, recetarios y crónicas en octosílabos sobre la vida de los ejidatarios y la importancia ambiental de estas parcelas.
Esa labor le ayudó a comprobar lo que ya intuía: que en el habla campesina, llena de dicharajos y calambures, se expresaba también una resistencia a la voracidad industrial de las ciudades.
Uno de sus poemas habla sobre los Gabis:
Esta es de jóvenes una familia que come del campo que siembra
sobre la costura de las magueyeras
que el loop de los renders negaba.
Son semillennials de los panoramas de cuenca
donde la ciudad hidroeriza
allá al fondo
es un accidente aún
palaciego.
Su curiosidad lo ha llevado a colectar todo tipo de escritos, versos populares, libros sobre la vida campesina de la zona. Le llama la atención, especialmente, la tradición de crear coplas en torno al aguamiel y su fermento. Y piensa que es perfectamente natural que esa tradición exista. Sucede que el pulque sin adulterar, más cuando se bebe cerca del tinacal que le dio origen, suele provocar una embriaguez risueña, enteógena y muy propicia para la travesura verbal. No es casual que a la “leche de oso” también la llamen “dulce trementina”, “vino blanco de mucílago”, “leche alabastrina”, “pulque perro y sin bautizar”, el “regazo final de la xomada” y otros 400 etcéteras.
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“Ya bien pulques,
ya bien pulques
quesque el pulque habla”.
Coplas del Pulquero Octlero, de Jesús Jaimes
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—Si Jesús hubiera nacido en Singuilucan habría usado pulque en lugar de vino de consagrar —dice el sacerdote Erasmo Dorantes mientras salpica de agua bendita a casi un centenar de comadres y sombrerudos que se han reunido hoy en la Parroquia de San Antonio, en Singuilucan.
Aquí están todos: los viejos tlachiqueros del Tinacal Los Tuzos y los del Rancho La Gaspareña, los más jóvenes de Conejo Real y del Jardín de Mayahuel. También hay representantes de pulquerías de la Ciudad de México como La Burra Blanca y La Catedral del Pulque.
Es 2 de junio. Ayer cayeron las primeras lluvias del temporal. Mientras los campesinos se preparan para la siembra, un centenar de productores de Singuilucan, en el Estado de Hidalgo, acuden a la iglesia para bendecir sus acocotes y raspadores.
—Últimamente notamos que hay más gente raspando magueyes. Como nosotros distribuimos y compramos pulque al mayoreo, cada vez más chavos nos vienen a vender su aguamiel por las mañanas.
Habla Carmelita Ramos Tecomalman, la primera mujer de su familia que se dedica de lleno al negocio del pulque y el maguey. Originaria de Singuilucan, Carmelita nació en el Tinacal Los Tuzos, el cual pertenecía a Carmelo y Bernardo Ramos —su padre y su tío—, quienes, a su vez, heredaron de su abuelo el oficio de raspar. Aunque Carmelita se licenció en Arquitectura, su destino estaba escrito en las pencas del tinacal familiar. Hoy dedica sus días enteros a Conejo Real, la marca de productos magueyeros que fundó junto a su esposo, Miguel Ángel Alemán, un historiador chilango que decidió sumarse al ecosistema pulquero de la región.
—Es cierto: la mayoría de quienes se dedican a esto son hombres, pero en los últimos años he conocido muchas mujeres de aquí de la zona que están raspando sus magueyes.
Había ciertas creencias que alejaban a las mujeres del negocio del pulque: que el maquillaje o las cremas que usaban para las manos podían arruinar el aguamiel, por ejemplo —como si las mujeres no pudieran dejar de usar labial—, o que andar entre magueyes espinosos, manipular barretas y machetes, enguinchándose bajo el sol, era una labor demasiado ardua.
Le llama la atención la tradición de crear coplas en torno al aguamiel y su fermento. Y piensa que es perfectamente natural que esa tradición exista. Sucede que el pulque sin adulterar, más cuando se bebe cerca del tinacal que le dio origen, suele provocar una embriaguez risueña, enteógena y muy propicia para la travesura verbal.
Pero como a muchos hijos de tlachiquero, a Carmelita no le quedó opción: desde pequeña fue la responsable de mantener en estado óptimo el tinacal familiar y, con el tiempo, decidió también aprender a raspar y cuidar los magueyes. Contar con una carrera universitaria le permitió estructurar el negocio familiar. Y aunque hace un par de años dejó de raspar magueyes debido a su embarazo, hoy, además de administrar todo lo referente a Conejo Real, ha construido un pequeño hotel en el magueyal y ampliado la oferta de productos a la venta —miel y vinagre de maguey, sal de gusano, destilados de pulque—. Se siente orgullosa de que su tinacal distribuya a varias pulquerías de la zona y de la Ciudad de México. También de haber forjado alianzas con el ayuntamiento para organizar y participar en ferias y eventos turísticos de todo el estado como representantes de Singuilucan, un municipio promocionado como “la Capital Mundial del Pulque”.
Pero el éxito del negocio pulquero no los blinda del peligro. En los últimos meses, Carmelita y Miguel Ángel, junto con otros tlachiqueros de la zona (se calculan más de 280 en el municipio) han encabezado marchas, protestas, conferencias de prensa.
En los últimos años, empresas energéticas como Akuwa Solar, Ocote Solar, Saturno Solar o Dhammas se han acercado a los comisarios ejidales de Singuilucan y Epazoyucan para ofrecer grandes sumas de dinero a cambio de la renta de tierras ejidales para construir plantas de energía solar.
Los empresarios pagarán por el uso de la tierra con la condición de que esta sea entregada desmontada y lista para el negocio: que se retiren las cactáceas, los magueyes. Que deje de ser hogar para las aves, camaleones, venados, coyotes, cacomixtles, murciélagos y otras especies endémicas protegidas.
—Es un ecocidio —denuncian Carmelita y Miguel Ángel, decididos, junto a otro centenar de tlachiqueros, a proteger los magueyes como parte de su linaje. La sangre de sus padres, la savia de sus abuelos, el futuro de sus hijos está en juego.
Aunque la información oficial se mantiene opaca, valiéndose del rastreo minucioso de las manifestaciones de impacto ambiental, los campesinos han logrado desentrañar los pormenores de los proyectos más grandes, los cuales abarcan cerca de 1 000 hectáreas. Las autoridades ya han aprobado la instalación de 440 181 paneles solares: un mar cuadriculado y robótico, monocristalino, en medio del altiplano hidalguense.
En Singuilucan, la misa termina.
Afuera de la Parroquia de San Antonio, un cohetero lanza al cielo chupinazos en racimo. En la calle hay carros alegóricos decorados con mecuates, acocotes y papel picado. Alguien carga un estandarte de Cristo crucificado en medio de un magueyal espinoso.


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“¿Quién soy yo para valerme
de la siembra de otras manos?
Mixiote, penca, caracoles,
mezotes, mecuiles, mezontetes, chinicuiles.
¿Quién soy yo para aprovechar tu esencia?”.
Coplas del Pulquero Octlero, de Jesús Jaimes
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En épocas de sequía, el aguamiel ejerce un magnetismo que convoca por igual a tlacuaches, cacomixtles, artistas y poetas. No son pocos los que han encontrado en el pulque la razón definitiva para abandonar el hormiguero urbano y entregar sus días futuros al ritual del maguey.
Entre los artistas que siguieron el llamado del aguamiel, Carlos “Titos” Barraza ocupa un lugar ejemplar. Poeta e ingeniero de audio, Barraza era conocido por incendiar las fiestas de la Ciudad de México mezclando cumbia y ritmos electrónicos con poesía en náhuatl, otomí y otras lenguas de la región a través de su alter ego: Sonido Mamalón. A sus 28 años, decidió perseguir el sueño tlachiquero junto a su pareja Sandra Araujo, artista textil, promotora cultural y también poeta. En 2016, en Santa María Zacatepec, Puebla, fundaron El Xastle: una comunidad cultural y afectiva consagrada al cultivo del maíz y la producción de pulque.
—Muchos dicen que raspar maguey y hacer pulque viene conectado a una revelación espiritual —dice Sandra Araujo cuando le pregunto sobre aquellos años—. Yo no lo llamaría “espiritual”. Es realidad pura. Cuando trabajábamos con el maguey y la milpa no teníamos de otra más que darnos cuenta de cómo todo está conectado con todo. Y que necesitamos comprender a las especies terrícolas para poder vivir juntos.
Chapulines, chinicuiles o michicuiles, escamoles, alacranes, jumiles, abejas y avispas, todo tipo de aves, tlacuaches, coyotes, caracoles —que arruinan el aguamiel— son algunas de las muchas especies que pueden habitar o depender del maguey en alguna medida. Como algunos humanos, dice Sandra, muchos animales han entendido que el maguey es una planta generosa.
La muerte prematura de Carlos en 2018 inspiró al poeta Yaxkin Melchy a reflexionar sobre El Xastle. Melchy es un estudioso de los haikús y de eso que hoy ha dado por nombrarse “ecopoéticas”: una literatura que busca descifrar el vínculo entre la naturaleza y la humanidad desde una perspectiva menos antropocéntrica.
Desde su investigación doctoral en Filosofía en la Universidad de Tsukuba, Japón, Melchy argumenta que los ciclos agrícolas que Sandra y Carlos adoptaron en esos dos años de trabajo generaron una poética singular. Su tesis, que entrelaza la experiencia de El Xastle con la obra de poetas nipones como Nanao Sakaki y Sansei Yamao, sugiere que el raspado del maguey al amanecer, el cuidado de la milpa, la espera de la lluvia son actos que permiten al campesino sincronizarse con una gramática ancestral en cuyo ritmo aún es posible leer el espíritu vegetal del tiempo.
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“Canto y hago sonar el tambor
Mientras se multiplican los espejos
Preparen el pulque de blanca cabellera”.
Fragmento del “Cantar de los Centzontotochtin y de Tezcatzóncatl”, fanzine Tlachiqueros 2, publicado por El Xastle
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Una carreta de madera con magueyes pintados en cada costado. Desde allí arriba El Rorro de Topacio y su Sonido Marulanda hace tronar las cumbias. Aquí no hay internet, así que el repertorio depende de su selección de acetatos que tuvo buen tino de cargar consigo. Estamos en el Jardín de Mayahuel, un pequeño rincón en las orillas de Singuilucan donde al maguey se le rinde veneración y estudio.
—El problema del pulque es que no hace falta ser experto para emborracharse —reflexiona Jesús Jaimes, conocido como Meyolotlacuichuinicuil o, simplemente, el Chuy—. Por eso debemos dejar de verlo solo como una bebida alcohólica: es mucho más.
Mientras habla, sirve un pulque de piñón cultivado en su huerta. Chuy estudió Gastronomía en la Ciudad de México, pero el ajetreo de la capital nunca lo convenció. Décadas después de que su madre emigrara a trabajar en una imprenta, la convenció de regresar a Singuilucan, donde la familia conservaba derechos ejidales. Junto a su pareja, la bióloga Rita Fernández, forma parte de una nueva generación de tlachiqueros que han renovado el oficio. El Jardín de Mayahuel es el santuario que han construido juntos para resguardar las variedades de maguey en la región y un laboratorio para explorar las posibilidades que ofrece la planta.
—A mí me da risa que me digan “nuevo tlachiquero” —se queja Chuy—. Tengo 40 años; llevo 15 años haciendo esto. Pero entiendo: es el mismo tiempo que tarda un maguey en crecer, ¿no? Y es una planta de la que nunca dejas de aprender.
Estamos en la pretendida Capital Mundial del Pulque, pero en Singuilucan los magueyales menguan. Los ejidatarios prefieren invertir en cultivos seguros: avena para ganado y, sobre todo, cebada para la insaciable industria cervecera. La ironía duele. A diferencia de buena parte de Hidalgo —un estado lastimado por aguas negras y desechos industriales producto de la confabulación de una refinería, una termoeléctrica y la porquería de la capital que remonta por el río Tula—, el altiplano pulquero se mantiene relativamente sano. Como muchos, Chuy y Rita no dudan en atribuirle al maguey tal mérito.
La ciencia confirma la vocación alquímica de la planta. Biólogos como la doctora Patricia Colunga García-Marín o el doctor Eulogio Pimienta-Barrios documentaron cómo, en plena emergencia climática, el maguey captura hasta tres veces más CO2 que un árbol —60 toneladas por hectárea— e incluso más si se encuentra en un ecosistema forestal o en combinación con otras especies y no en un monocultivo industrial. Además, sobrevive sin riego ni fertilizantes gracias a un diseño prodigioso: extrae humedad del aire y la almacena en sus hojas, que cierran sus estomas de día para evitar la evaporación.
—En un solo maguey puedes estudiar el ecosistema entero —dice Rita, también bióloga de profesión—. Por la cantidad de especies que se acercan a alimentarse y por las simbiosis que genera con ellas. Los humanos aprendimos a trabajar el maguey mirando a los animales: raspamos porque vimos a los tlacuaches, de ahí la palabra “tlachiquero”. Supimos que el aguamiel es bueno para la lactancia al ver a las coyotas beberlo cuando estaban preñadas.
En la pista de baile —un patio de tierra flanqueado por magueyes mansos— la gente se mueve todavía con timidez.
—¡Vamos a poner otra cumbiaaa…! —anuncia el Rorro desde el micrófono—. Recuerden: hay que bailar para que el mundo gire. ¡Pero písenle bien, gente, que no les dé miedo levantar polvo!
Esta noche de mediados de mayo, el Jardín de Mayahuel acoge la novena edición del Festivalito Cultural del Maguey Pulquero (Fecumapu). Es uno de los muchísimos eventos con los cuales las y los tlachiqueros de Singuilucan promueven sus hallazgos. Entre talleres, pláticas, proyecciones de documentales y el homenaje al poeta tlachiquero Margarito Mendoza, el evento también es un muestrario de delicias: curados de carambolo o de manzana con chinicuil; tacos de gualumbos con salsa martajada de chinicuiles en molcajete; sopa de milpa en pulque; tamales de mezal —esa delgada tela que se le raspa al cajete del maguey—. Una muestra breve de la abundancia que el maguey genera.
Al maguey se le llamaba “el árbol de las maravillas” porque brindaba alimento, vestido —el ixtle— y casa —sus pencas y quiotes son también material de construcción—. Durante siglos, los campesinos lo han usado para levantar terrazas de cultivo y retener el agua de lluvia: técnicas recientemente reconocidas como patrimonio biocultural de la humanidad. Es una ecotecnología, fuente de trabajo y de cultura.
—Tendríamos que entender al pulque desde todo esto, no solo como una bebida alcohólica —insiste el Chuy, que viste un sombrero ranchero y una playera verde en cuya espalda puede leerse la leyenda: “Revolución Tlachiquera”—. Nada más por su gama de sabores tendríamos que valorarla más. Hay pulque de calor, de lluvias (el más trabajoso) y de frío (de los favoritos). Cada maguey, el ayoteco, el manso, el colorado, produce un sabor distinto. La altitud y la mano del tlachiquero también cambian todo: el sabor, la consistencia, el efecto. Aquí en Singuilucan, una vez al año hacemos “pulque perro”: lo dejamos fermentar en el mismo maguey. Imagínate qué delicia, hermano.
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“Nací en tierra de magueyes
donde el pulque es para reyes:
aquí el agua y la cerveza
se la damos a los bueyes”.
Copla popular
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—El maguey es también un oráculo, compadre.
El Chuy habla con medio cuerpo hundido en un maguey ayoteco. Son las siete de la mañana y han pasado apenas unas horas desde que la fiesta de ayer terminó.
—Ser tlachiquero es así: hay que cumplirle a la planta, nada de que estoy cansado —dice mientras lima las orillas del cajete con su raspador.
El maguey es una planta hermafrodita y hay algo casi erótico en el acto de rasparlo. El tlachiquero capa al maguey al retirarle su quiote, ese tronco floreado que le crece en su momento más fértil. Toda el agua y el azúcar que el maguey usaría en su reproducción se acumula entonces en su piña, misma que el tlachiquero debe picar, preferentemente, después de un año. Entonces debe rasparlo al menos dos veces por día como hace el Chuy esta mañana, con la cabeza dentro de la planta y usando su raspador para, con movimientos rápidos, precisos y repetitivos, hacer manar su savia o trementina: el aguamiel que luego será pulque.
—Es un oráculo del tiempo, el maguey —repite el Chuy—. Cuando va a llover, por ejemplo, se forma una especie de sarro en las paredes del cajete. Es una planta extremadamente sensible al clima, a la humedad, qué sé yo, a la electricidad en el ambiente. Entonces uno aprende a escucharlo: tu maguey te avisa cómo está la movida, si esta semana va a llover o si se va a asentar la seca varios meses.
La mayoría de los tlachiqueros protegen el cajete de sus magueyes con una piedra para evitar que el tlacuache o los conejos roben el aguamiel. En época de lluvias, cubren las pencas con plástico. Pero al Chuy ya no le convencen estas prácticas:
—Lo que pasa es que el tlacuache es un animal muy cochino y tiene la boca llena de choquilla, lo que arruina el aguamiel. Por eso la gente los tapa…, pero a mí me parece injusto que nos llevemos todo.
Él suele dejar descubiertos los magueyes más pequeños o los que ha raspado más de dos meses para que la fauna local también se alimente.
—Aquí no hay agua y los animales también tienen derecho y tienen sed, ¿o no? Yo siempre les dejo un charquito para que se lo beban.
Dice que aprender los secretos del oficio lleva su propio tiempo. Implica entender que los bichos que otros llaman plagas son, en realidad, indicadores de la salud de un ecosistema. O que, para hacer pulque, es necesario conseguir una semilla o pie: un cultivo madre, fermento vivo de levadura y bacterias para fermentar de manera adecuada el aguamiel.
Cada paso exige herramientas precisas: machetes, guaparras, tajaderas, barretas, punzones, raspadores que el Chuy aprendió a usar de los viejos tlachiqueros de la zona. En su opinión, la campaña negra contra el pulque (que lo catalogaba como una bebida poco higiénica) generó que toda una generación se alejara del oficio. Hoy son los hijos de quienes emigraron a las ciudades para volverse profesionistas los que han decidido regresar al campo para escudriñar sus secretos.
—En algunos lugares usan el famoso “cocacote” para recoger el aguamiel —dice refiriéndose a las botellas de Coca-Cola pegadas a una manguera—. A mí no me gusta. Es un símbolo culero. Son las refresqueras las que nos han robado el agua, las que nos provocan diabetes. Junto con las cerveceras, son las que hicieron todas las campañas negras contra el pulque.
A un costado de la carretera, junto al magueyal que el Chuy raspa esta tarde, un letrero ancla la vocación de aquellas tierras: “El Cebadal”. Una planicie de tierra amarilla y polvosa, lista para el cultivo de cebada, lo rodea todo.
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Leonardo Chávez desbloquea su celular. Sus dedos escudriñan la galería hasta encontrar un video fechado en septiembre de 2016. En la pantalla, una cascada de agua nítida rodeada de vegetación. El paisaje dura segundos. Luego, un estallido seco y el derrumbe. La imagen salta —pixeles rotos de fuego y humo—: el torrente que ahora arrastra piedra y barro, agua sucia. Una segunda explosión. Después, nada: tierra vacía, horadada.
—Esos cabrones, ¿qué no hicieron? —se queja—. Dinamitaban todo en esos años.
Originario del ejido de San Francisco Tlaltica, Estado de México, don Leonardo Chávez es un tlachiquero que supera el medio siglo de edad. Esta tarde se dirige a su magueyal para picar una planta que capó el año pasado. Antes de internarse en el laberinto de nopales y espinas, se detiene junto al cráter enorme. Hace 10 años, la empresa Coconal, contratada para construir las pistas del extinto aeropuerto internacional, abrió allí una mina de tezontle.
—Aquí fue de lo más feo. Yo trabajaba este magueyal entonces. Cuando iban a dinamitar sonaba la sirena de alerta y uno tenía que correrle. Nosotros nos rebelamos porque las explosiones nos llenaban los magueyes de un polvo amarillo apestoso.
Eran los días de las hileras interminables de tráileres que extraían cientos de toneladas de mineral al día. Los días en que Leonardo conoció al poeta Juan Pablo Murillo y juntos interpusieron un amparo para frenar lo que llaman “la barbarie”. Querían que la Secretaría de Medio Ambiente impidiera el cambio de uso de suelo en cañadas como la Barranca del Órgano, refugio de tejones, armadillos y especies protegidas como el lagarto alicante del Popocatépetl o la ranita de cañón. Eran los días en que decenas de ejidatarios, dolidos por la devastación, bloqueaban las carreteras para impedir la salida del material robado a sus cerros.
En épocas de sequía, el aguamiel ejerce un magnetismo que convoca por igual a tlacuaches, cacomixtles, artistas y poetas.
—Mi único consejo es que no hay que arrastrarse ante los millonetas —dice don Leonardo esquivando espinas con la naturalidad de un gato montés—. Ser tlachiquero es defender al maguey, no andar de pinche agachón.
Cada semana vende su pulque en el mercado Fuego Nuevo, en Ciudad Azteca, Ecatepec. Lector de Artemio de Valle Arizpe, se considera heredero de Nezahualcóyotl y devoto de Emiliano Zapata, el revolucionario que entendió el vínculo indisoluble de los campesinos con el paisaje y con la naturaleza: “¡La tierra es de quien la trabaja, con un carajo!”.
Por eso, Leonardo insiste en contar de nuevo estas historias y anima a sus hijos, también tlachiqueros, a no olvidar. Porque, pese a todo, algo hubo de victoria en la cancelación del nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México, el proyecto insignia del sexenio de Peña Nieto, y en la lenta regeneración de los cuerpos de agua del lago de Texcoco. Claro, quedan estas oquedades gigantescas, estos agujeros del demonio. Y la consecuencia: sin árboles, el calor pega más, llueve menos y las plagas se reproducen con ferocidad nueva, igual que en Tlaxcala, después de que los parques fotovoltaicos devastaron los magueyales, como documentó el medio Pie de Página.
Ser tlachiquero, define Leonardo, significa defender el maguey a toda costa. De las plagas, de las heladas, de las empresas que presumen energía verde, de los gobiernos que otorgan concesiones mineras e incluso de los saqueadores que en una noche pueden tumbar 50 plantas para robarse los chinicuiles, esos gusanos rojos que se venden en ciertos restaurantes gourmet.
No basta con raspar, capar y fermentar. Hay que entender de qué manera sembrar para enriquecer el suelo y después zanjear, terracear, barbechar y podar. A veces, también hay que estudiar las leyes, acudir a las asambleas ejidales, hablar con arrojo y hasta organizar la resistencia: marchas, festivales culturales y hasta misas o fiestas patronales. Todo lo que sea necesario.
—No es difícil de entender de dónde saca uno el coraje para defenderse —dice Leonardo—. Yo amo esta tierra. Aquí nací. No encuentro diferencia entre yo y mis magueyales. ¿Cómo carambas no va a defender uno a su familia, a su casa, pues?


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“El día que yo me les muera
no me den ya por finado
sin antes la bendición
y las palabras pulqueras
de un tlachicón colorado
y chaparro
y barrigón”.
Canción popular
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Mientras Gabriel Neutli tala el quiote de un maguey joven (planea vender los quiotillos en la feria de Otumba), su esposa, Gabriela Chávez, lo observa a la distancia mientras piensa en su padre. Dice que solo le reclama una cosa: haberle enseñado todos los secretos del oficio, excepto sembrar maguey.
—Me dejó estas tierras, pero nunca me mostró cómo sembrar —dice, con una nostalgia que agita el viento—. No entiendo por qué.
Tadeo, su hijo de 11 años, usa una espiga como espada para jugar con la manada de perros del rancho. Los Gabis viven rodeados de animales: gallinas, guajolotes, michis y todo tipo de alecuijes.
—Un “alecuije” es un animal de monte —explica Gabi—: cualquier bicho raro del que no conozcas el nombre es un alecuije. Tadeo es nuestro alecuije mayor, por ejemplo.
Tienen 28 y 31 años. Llevan casi una década dedicados por completo al oficio. De a poco han ganado reconocimiento en ferias y encuentran en circuitos de temazcal y rituales neomexicas a consumidores dispuestos a pagar lo justo por su pulque fresco y recién raspado: un octli legítimo y sin huachicol. Pero la subsistencia plena todavía se les escapa. Necesitan un comprador estable que adquiera volúmenes mayores, sin caer en la explotación industrial, que rechazan con firmeza.
Ahora que la Ciudad de México ha reconocido el sistema de terrazas como patrimonio biocultural de la capital, Gabriel sabe que también se han liberado financiamientos para reforestar con maguey otros ejidos cercanos. Le alegra, pero es cauteloso.
—Esos magueyes hay que cuidarlos, ayudarles a fortalecerse —recuerda—. No es tan fácil como nomás sembrar 100 magueyes y ya.
Su lucha más íntima es convencer a los ejidatarios veteranos de que no capen todos los magueyes: les pide que dejen chispar algunos quiotes para alimentar polillas, murciélagos y colibríes. También para que, por medio de la polinización y la reproducción natural, se fortalezca la genética de las plantas. Que abandonen el uso plaguicidas, insiste. Aunque sus consejos suelen chocar con oídos endurecidos por el tiempo, de cuando en cuando alguien escucha, y en ese, quizá, piensa que puede germinar una semilla de futuro, una esperanza que acompañe a las nuevas generaciones.
Últimamente Tadeo tiene problemas en la escuela. Va un año atrasado y cada vez le cuesta más encerrarse en un salón de clases, en donde se engenta fácilmente. Extraña el campo y el ritmo tlachiquero de los días, el horizonte amplio y los mecuates que ayuda a sembrar: los mismos que él raspará en una década.
—El monte también es una escuela: aquí también se aprende —dice Gabriela, orgullosa de su linaje. En sus manos tiene un racimo de quiotes que separa uno a uno en una canasta—. Hubo toda una generación de hijos de campesinos que se hicieron profesionistas y abandonaron el campo. Pero el futuro también se va a decidir aquí: en el sembrar, en el cuidar la tierra. ¿De qué nos servirán el dinero y las máquinas cuando no tengamos campo para comer? Los magueyes son nuestros aliados por muchas razones: hay que aprender de ellos todo lo posible. El pulque no viene solo, viene con muchas otras cosas detrás, con todo eso que también somos.

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