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Adelanto de <i>La luz de las estrellas muertas: Ensayo sobre el duelo y la nostalgia</i> de Massimo Recalcati

Adelanto de <i>La luz de las estrellas muertas: Ensayo sobre el duelo y la nostalgia</i> de Massimo Recalcati

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Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
La muerte física de nuestro cuerpo no es la única experiencia que podemos vivir de la muerte. De hecho, son innumerables las muertes que jalonan nuestras vidas. Con eso se pretende decir que cada uno de nosotros ha vivido múltiples experiencias de caídas, separaciones, desapariciones, abandonos, pérdidas.
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Tiempo de Lectura: 00 min

¿Qué nos sucede cuando perdemos a un ser querido? ¿Cómo nos afecta el vacío que se nos abre? ¿Cómo procesamos la ausencia? Este libro aborda el duelo y sus procesos y también la nostalgia, que es su consecuencia.

Nietzsche: no rogar, bendecir. ¿No es eso lo que el duelo debería traer?

Roland Barthes, Diario de duelo

Introducción

El núcleo de este libro es la relación de la vida humana con la experiencia traumática de la pérdida. Lo que ocurre en nuestro interior cuando la enfermedad y la muerte arrebatan de nuestros brazos a las personas que conferían sentido a nuestra vida y a nuestro mundo. Cuando nos vemos en la tesitura de perder a los que tanto hemos amado. Así como cuando los ideales por los que hemos vivido se hacen añicos de manera irreversible, o cuando tenemos que abandonar una tierra o una casa que había acogido nuestra vida y a la que estábamos profundamente apegados.

El trauma de la pérdida se repite varias veces a lo largo de nuestra existencia porque la vida no tiene más remedio que discurrir a través de sus innumerables muertos. Y no solo nos referimos a las personas difuntas, sino a todas las muertes –todas las pérdidas– que hemos experimentado simbólicamente. ¿Qué clase de vacío se abre dentro y fuera de nosotros, lastrando nuestra vida hasta el punto –como puede ocurrir en las circunstancias más dramáticas– de empujarla a rechazar la vida? ¿Y qué trabajo hay que realizar para volver a vivir? ¿Para hacernos desear vivir de nuevo? Y, en última instancia, ¿qué sucede en cambio cuando ese trabajo resulta imposible de realizar y nos sentimos perdidos junto con quienes hemos perdido?

La experiencia del duelo ocupa la primera parte de este libro, en la que se trata de responder a estas preguntas fundamentales. La segunda parte está dedicada, en cambio, a la nostalgia. Así como el trauma de la pérdida y de su duelo presenta diferentes destinos posibles, existen del mismo modo diferentes formas de nostalgia. Un duelo puede volverse crónico (melancolía), puede verse aparentemente negado (manía) o puede dar lugar a un trabajo simbólico auténtico y fecundo en torno al vacío abierto con la pérdida del objeto (elaboración del duelo). Sin embargo, como veremos en detalle, ninguna elaboración de duelo puede llegar a realizarse por completo. Siempre queda un residuo, algo que no podemos olvidar, que no nos permite despegarnos por completo de nuestras pérdidas. En esta clave, la nostalgia mantiene una relación particular con ese residuo inolvidable que el trabajo del duelo no es capaz de absorber. Es este el punto común entre la nostalgia y el duelo: el carácter irreversible de la pérdida está asociado a la necesidad de recuperar lo que hemos perdido. Sin embargo, nadie puede regresar de la muerte, al igual que nadie puede regresar al tiempo mítico al que nuestra nostalgia quisiera devolvernos. Ni el trabajo del duelo ni el sentimiento de la nostalgia pueden, de hecho, recuperar lo que hemos perdido para siempre.

La nostalgia, con todo, puede tener dos caras diferentes, como me he esforzado por hacer patente en este libro: la primera es la de la añoranza, la segunda es la de la gratitud. La nostalgia-añoranza adquiere la forma de la rememoración de un pasado feliz pero irremediablemente perdido, por más que constantemente añorado. Esta nostalgia señala la prolongación del dolor del duelo por lo que hemos perdido y nunca nos será devuelto: la madre, la infancia, el vigor de la juventud, las oportunidades, los amores, una vida diferente, nuestros proyectos, etcétera. Es la condición básica de todo duelo: seguimos sintiendo entre nosotros la presencia del objeto perdido, en los espacios que hemos compartido, en el tiempo que hemos vivido juntos, sobrevive en las cosas que le pertenecían, en nuestra memoria y en nuestros recuerdos. Sin embargo, ella ya no está aquí, no puedo verla, tocarla, abrazarla, hablarle, escucharla, oler su perfume. Una interrupción sin posibilidad de recuperación ha excavado un foso infranqueable entre nosotros y entre nuestro pasado y nuestro presente.

La segunda forma de nostalgia es la de la nostalgia-gratitud, que no queda prisionera del arrepentimiento, sino que se convierte en un poderoso recurso psíquico para la renovación de la vida. Mientras que la primera forma de nostalgia está animada por un profundo deseo de volver a lo que se anhela como una suerte de «paraíso perdido», la nostalgiagratitud encuentra precisamente en ciertos detalles imborrables de nuestro pasado la fuerza para actuar con más vitalidad en el presente y para proyectarse generativamente en el futuro. Es esta la forma esencial que puede adquirir la tarea de heredar. No se trata aquí de aspirar al retorno –no hay retorno posible al origen, a la madre, a la infancia, a la patria, etcétera–, porque nuestro viaje por la existencia, como repetía Sartre, es un viaje cuyo billete es solo de ida. Todos somos viajeros sin posibilidad de retorno, sin posibilidad de desandar nuestro viaje por la vida porque detrás de nosotros no queda otra cosa más que nuestros innumerables muertos. En consecuencia, el lugar de retorno es en sí mismo un lugar imposible, una ausencia propiamente dicha, dado que no hay lugar alguno al que poder volver. Pero es precisamente en el trasfondo de esa imposibilidad de retorno donde se hace posible realizar nuestro viaje de ida. En ese caso, no nos vemos ya melancólicamente atraídos por nuestro pasado –nostalgia-añoranza como forma de cronificación melancólica del duelo–, sino que es nuestro pasado el que nos visita de manera sorprendente, ofreciéndonos una y otra vez la posibilidad de empezar de nuevo (nostalgia-gratitud como forma radical de herencia). Este segundo rostro de la nostalgia es el que podemos encontrar magistralmente expresado en algunas grandes obras de arte, pero también en ese extraño fenómeno astrofísico que es la luz de las estrellas muertas. Algo que ya no está entre nosotros –las ruinas de una ciudad destruida, así como el cuerpo celeste de una estrella muerta– no deja nunca de iluminar nuestra vida ni su devenir. Lo que ocupa ahora el lugar central no es el deseo de regreso, que encuentra su paradigma mitológico en Ulises, sino un deseo que aún no hemos experimentado plenamente nunca. De esa manera, la nostalgia, más que volverse regresivamente hacia lo que ya ha sido, puede adquirir los rasgos audaces de una fuerza que nos empuja hacia lo que nunca ha sido, lo que aún no ha ocurrido, lo que nunca hemos visto. Más que recordar el «paraíso perdido» en el pasado, esta segunda forma de nostalgia anima el deseo por lo otro como un deseo nuevo. ¿Es posible que sintamos de verdad nostalgia por el futuro? ¿Nostalgia por un lugar en el que nunca hemos estado? ¿Por un amor que nunca hemos experimentado? ¿Por un viaje que nunca hemos hecho? ¿Por un pensamiento que nunca se nos ha ocurrido? Y, sobre todo, la nostalgia como gratitud implica que aquello que viene a visitarnos desde nuestro pasado encierra una promesa inaudita para nuestro futuro. En este caso, lo que la elaboración del duelo no ha podido asimilar queda incorporado en nosotros sin movilizar sin embargo ninguna añoranza melancólica. Se trata más bien de algo del pasado que se transmite como una posibilidad inédita para el futuro. Me siento agradecido a mis innumerables muertos por lo que he recibido; lo llevo conmigo no como una reliquia a la que honrar, sino como algo que todavía espera su realización, como un viento primaveral, un viento austral que sopla del sur.

Noli, octubre de 2022

Primera parte

Duelo y trabajo del duelo

Mi propio cuerpo [...] es como una casa vacía [...] No ha habido respuesta. Solamente el cerrojazo en la puerta, el telón de acero, el vacío, el cero absoluto.

C. S. Lewis, Una pena en observación

Su muerte podría ser en un sentido liberadora respecto de mis deseos. Pero su muerte me ha cambiado, ya no deseo lo que deseaba. Hay que esperar –suponiendo que esto se produzca– que un nuevo deseo se forme, un deseo de después de su muerte.

Roland Barthes, Diario de duelo

No estamos hechos para morir

No estamos hechos para morir, sino para nacer, afirmaba Hannah Arendt. Con todo, nuestra vida empieza a morir ya con su primer aliento. No solo porque la muerte es el destino inexorable que nos espera al final de la vida, sino porque en cada instante de nuestra vida hay algo que se pierde, se desgaja, se separa de nosotros mismos, desaparece. En tal sentido, no es que la muerte sea, como recordaba Heidegger, la última nota de la melodía de la existencia que cierra su movimiento, sino una «inminencia sobresaliente» que nos acompaña siempre.

Esta inminencia sobresaliente de la muerte define propiamente la modalidad humana de la vida. La existencia de una flor o de un animal vive sin conocerla. La flor y el animal son, en efecto, expresiones de una vida eterna. Ellos también están destinados a perecer, pero su vida no conoce la preocupación y el pensamiento de la muerte. La vida animal es siempre una vida llena de vida, una vida que no conoce la herida de la finitud o, mejor dicho, que no conoce la finitud como herida necesariamente mortal de la vida. Las aves del cielo, al igual que los lirios en los campos, por retomar una conocida imagen de los evangelios, no conocen la erosión del tiempo porque viven en un eterno presente, en un único y enorme «hoy». Han renunciado a toda forma de espera, no les oprime el peso amenazador del final porque su bendito magisterio ha suspendido el devenir del tiempo en un «ahora» que no se deja corromper por el devenir de las cosas. La vida animal, como la vegetal, no excluye en modo alguno el final –el perro, como la flor, perece, su existencia, como la vida humana, tiene «los días contados», como diría el Eclesiastés bíblico–, pero sin embargo, no conoce la muerte en absoluto como un destino amenazador en cada momento de la vida, como una posibilidad siempre posible o como la imposibilidad de todas nuestras posibilidades. Por tal razón, en su forma de vida –vida llena de vida, vida que coincide consigo misma– no experimentan la separación de sí mismos, no experimentan el tormento del deseo ni el pesar de la carencia del que este surge.

¿Por qué acarrea consigo la mirada de nuestro perro algo tan conmovedor? Sus ojos no conocen el abismo del fin y por esa razón se encomiendan sin reserva alguna a la mirada de su amo. No conocen el destino que les aguarda porque su destino está en las manos seguras de aquellos a quienes aman sin incertidumbre alguna. La mirada de un perro no conoce subterfugios, mentiras, actuaciones. Su profundidad está toda en evidencia, toda en la superficie. Su vida es eterna como eterna es la entrega fiel a su amo. Su presencia no conoce la ausencia. Su vida no puede vivir la experiencia del final. No es casualidad que los animales se parezcan a los seres humanos solo cuando enferman, o cuando la inmediatez de su existencia se ve perturbada por un accidente que compromete su fuerza vital. Es entonces cuando sus vidas parecen alejarse también, como las nuestras, de la eternidad del «hoy» revelándose ligadas a las ineluctables leyes del tiempo.

Te recomendamos leer el adelanto de "El libro de las hermanas", la nueva novela de Amélie Nothomb.

La muerte del animal responde al ritmo necesario de la naturaleza. La sucesión de las estaciones implica la caída y regeneración de la vida según leyes inmutables. De ahí que otro de los momentos en los que la vida animal se asemeja a la vida humana sea la muerte de un cachorro. También en este caso parece desaparecer la rígida frontera que separa la modalidad humana de la vida de la modalidad animal: la muerte ha llegado demasiado pronto para segar cruelmente la vida de quienes acaban de nacer y tienen todo el derecho a vivirla. Los cachorros –de hombre o de animal– se parecen entre sí porque encarnan la aspiración positiva a vivir y revelan con su muerte, al mismo tiempo, la absoluta impotencia ante la propia vida. El escándalo de la muerte de un cachorro demuestra, tanto en la vida humana como en la animal, que la muerte es siempre injusta o, si se prefiere, que la muerte natural no existe.

En la modalidad humana de la vida, la muerte se halla en primer plano: la muerte de un ser humano siempre se produce demasiado pronto, siempre antes de tiempo, injustamente prematura. Incluso un anciano que muere encarna la injusticia del final, la terrible ley del tiempo de la que no podemos escapar. Mientras que el rey de los rebecos cuya existencia nos cuenta Erri De Luca en El peso de la mariposa se aísla del rebaño para ir al encuentro de su destino con sabiduría instintiva, la vida humana tiende a rechazar el momento de la muerte, quisiera poder vivir sin tomar en consideración la presencia de la muerte. Sin embargo, como sabemos, su ineludible necesidad se combina con su impredecible contingencia. Nuestra vida terminará sin duda alguna en los brazos de la muerte, pero ninguno de nosotros puede saber cuándo. Por eso, el acontecimiento de la muerte es cierto e incierto al mismo tiempo. Es una de las razones, como nos ha enseñado Heidegger, que definen la angustia como nuestra condición afectiva fundamental.

«Desaparezco»

«Desaparezco». Por lo que cuentan algunos de sus alumnos, parece ser que fue esta la última palabra que dijo Jacques Lacan. Final del juego, reinicio, desaparición. No es casualidad que el último de sus célebres Seminarios lleve el premonitorio título de Disolución. Anuncio no solo del fin de su Escuela –que disolverá, en efecto, poco antes de su muerte–, sino también del fin de su presencia en este mundo. Anuncio, en resumidas cuentas, de su inminente desaparición.

Desaparecer es una forma radical de separación. Cuando nos faltan las palabras, cuando el dolor es excesivo, cuando todo parece comprometido, cuando todo se ha vuelto imposible de soportar, cuando nos hallamos al final de nuestras fuerzas, cuando ha sucedido lo irremediable, cuando muere algo en lo que hemos creído profundamente, la separación puede adoptar entonces la forma radical y gélida de la desaparición. «Desaparezco» significa romper para siempre los lazos con el mundo tal como lo he conocido. El hacha del tiempo ha cortado de un solo golpe la cuerda que nos unía a la vida. Todo lo que queda es desaparecer, acabar con todo, apagarlo todo. En el caso de la muerte, esta desaparición no es –a excepción de los sujetos suicidas, que deciden acabar con sus vidas– el resultado de una elección, sino el de una sentencia, de una imposición sufrida. Nunca soy «yo» quien decide desaparecer, sino que es la ley de la muerte la que lo exige. El tiempo destinado a mí ya ha acabado, no hay más tiempo para mi vida. La muerte nos obliga a desaparecer, a disolvernos, a volver, como nos dice también el Eclesiastés bíblico, al polvo del que provenimos. El círculo se cierra: el ser, salido de la nada, vuelve a la nada. A los hombres les ocurre, como nos recuerda siempre el Eclesiastés, lo mismo que les ocurre a los caballos, a los perros, a las hormigas, a los leones, a las aves del cielo.

En italiano, para referirnos a alguien que ha muerto se emplea con frecuencia el verbo desaparecer: «ha desaparecido», decimos, como para subrayar que quien se ha ido ha disuelto todo vínculo con nosotros, ya no está disponible, a nuestro alcance, ya no podemos ponernos en contacto con él. Y cuántas veces nos ha costado encontrar las palabras adecuadas para comentar este anuncio. Imposible, de hecho, encontrarlas. Mejor guardar silencio. No es casualidad que Roland Barthes, en Fragmentos de un discurso amoroso, describiera la separación como el alejamiento en el espacio de dos naves espaciales que ya no pueden interceptar los men- sajes que se mandan. Lejanía sideral, distancia insalvable, desaparición del radar. Desaparecemos como el avión que se estrelló en Ustica o como el inquietante coronel Kurtz en Apocalypse Now de Francis Ford Coppola. Es así: la desaparición, si realmente pretende serlo, debe ocultar sus huellas, debe impedir el hallazgo o el retorno. También intenta desaparecer de esta manera el protagonista de una conocida novela de Georges Simenon titulada La huida, el señor Monde, quien de la noche a la mañana decide abandonar abruptamente el orden burgués e indiferente de su familia. Retira todo el dinero que tiene en su cuenta bancaria y toma el primer tren, sin dar explicaciones a nadie. Lo que le sucede al protagonista de Dissipatio H. G. de Guido Morselli es que, después de haber intentado suicidarse, regresa a su ciudad dispuesto a volver a vivir, pero, en una burla del destino, no encuentra allí ya a nadie: toda la raza humana («H. G.» significa Humani Generis) se ha disuelto entre tanto, se ha disipado sin ninguna razón, ha desaparecido de la faz de la tierra.

La desaparición es un alejamiento que se ve impulsado hacia sus más oscuras profundidades. No quedan huellas de quienes se han ido, no habrá más contactos, ya no habrá posibilidad alguna de encontrarlos. Eso quiere decir que quien desaparece, que quien fallece, se ha ido de verdad sin dejar nada de sí mismo, sin deseo de volver ni esperanza de ser reencontrado, con la resuelta voluntad de no pertenecer más al mundo al que pertenecía. Todo esto parece resonar en la última palabra atribuida a Lacan: «desaparezco». Arrastrar consigo todo lo que uno ha sido, sin restos, sin huellas, sin nostalgias.

La vida como separación

La muerte física de nuestro cuerpo no es la única experiencia que podemos vivir de la muerte. De hecho, son innumerables las muertes que jalonan nuestras vidas. Con eso se pretende decir que cada uno de nosotros ha vivido múltiples experiencias de caídas, separaciones, desapariciones, abandonos, pérdidas. Nuestra vida aparece circundada por todas las pérdidas que la han marcado, por las heridas que le han infligido las separaciones, por los fantasmas de nuestros muertos.

Para el psicoanálisis, las experiencias que anuncian la de la muerte están asociadas a la angustia de la castración. No es casualidad que Freud describiera el desarrollo de la vida humana como una serie sucesiva de cortes: de la placenta, del cordón umbilical, del pecho, de las propias heces, de nuestra madre, de nuestro cuerpo infantil, etcétera. En cada uno de estos pasos evolutivos, algo está destinado a perderse irreversiblemente. Por eso, en el mito bíblico, el ser humano (adam), para adquirir un vínculo con el Otro (Eva), debe antes que nada ser extraído de sí mismo, debe estar dispuesto a perder una parte de sí mismo (la famosa «costilla»), debe exponerse a su propia carencia y a la dinámica del deseo que lo conduce hacia el otro desde sí mismo. Pero como ocurre, por ejemplo, en el destete, no es solo el objeto (el pecho) el que se desprende del sujeto, sino que es también un trozo del sujeto el que en ese momento de separación se pierde a causa de la pérdida del objeto. Cada corte tiene topológicamente dos bordes: la separación no se limita a alejar al sujeto del objeto perdido, sino que lo aleja también de una parte de sí mismo. Precisamente de esa parte que más se había adherido al objeto, confundiéndose con él. Por eso cuando un amor se acaba nos sentimos perdidos. De hecho, no perdemos únicamente el objeto amado, sino que junto con ese objeto se pierde el sentido del mundo y, en consecuencia, una parte significativa de nosotros mismos. Algo muere, se apaga, se desprende, ya no existe. De modo que la pérdida del objeto arrastra también al sujeto, despojándolo de una porción de su ser. De ahí la mirada desconcertada, vacía y angustiada que vemos en el rostro de quienes están viviendo el duelo de una separación. Al vacío que deja la pérdida del objeto que se ha abierto en el mundo corresponde el vacío que se ha abierto simultáneamente en el sujeto.

«Diario de un dolor»

Perder a quien daba sentido a nuestra vida significa perdernos a nosotros mismos. Son las dos caras del trauma de la pérdida: el objeto se hunde en la nada y el sujeto lo sigue. La pérdida del pecho es también la pérdida del ser del niño. Esto significa que la desaparición de quienes hemos amado es ante todo la desaparición de un lugar familiar: ya no está donde lo veía yo, donde sabía que se hallaba, ya no está en nuestra casa, en nuestra cama, ya no está aquí, ya no se presenta en ese sitio donde yo siempre lo esperaba. Hablando de Camus –cuya temprana muerte se debió a un accidente automovilístico–, Sartre recordaba la perturbadora sensación que sentía cuando caminaba de noche por la calle donde vivía su amigo sin poder ver ya la luz en su ventana. Algo se había apagado, el mundo ya no contemplaba su presencia y, por lo tanto, su rostro había cambiado para siempre.

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La pérdida de ese lugar familiar que el Otro representaba para nosotros conduce a la sensación de que ya no hay lugar para quienes nos quedamos aquí. La muerte de los que hemos amado y perdido arrebata a la vida su propia condición de lugar habitable. La vida ofendida por el trauma de la pérdida advierte que sin el Otro no hay lugar ya para estar. Es el carácter definitivo («el ala negra de lo definitivo») que acompaña a toda muerte, como puntualmente escribe Barthes en Diario de duelo, relatando su luto personal por la muerte de su amada madre. Y, sin embargo, en contraste con esta ausencia definitiva, todo continúa como antes. La vida de los demás discurre con toda normalidad mientras nosotros, que hemos perdido el lugar que daba sentido a la vida, nos convertimos en espectadores excluidos de la vida misma. Es la condición básica de todo duelo: seguimos percibiendo la presencia del objeto perdido entre nosotros, por mucho que ya no esté. Una interrupción sin posibilidad de recuperación ha excavado un foso infranqueable entre nosotros, ha hecho definitiva esta ausencia.

La muerte de alguien a quien hemos amado profundamente es ante todo la muerte de una presencia que tiene la forma singular e insustituible de un cuerpo. El primer lugar que se pierde, cuando el Otro desaparece, es precisamente el lugar de su cuerpo. Este cuerpo ya no está ahí, ya no resulta visible, ha entrado en otro lugar o en ningún lado, pero lo indudable es que se ha ido para siempre. Pese a que ese cuerpo haya sido el país que más he visitado, cuyos rincones he podido conocer en profundidad, cuya geografía he ido asimilando a lo largo de los años, es como si ahora se me prohibiera brutalmente cualquier derecho de acceso. El país que tanto he amado –el país del cuerpo del Otro– ya no existe, ha sido borrado de todo mapa, se ha hundido, ya no puedo visitarlo. Esto es lo que experimentamos en cada duelo: no hay recuerdo capaz de restituirnos la presencia sensible del cuerpo de quienes ya no están con nosotros. Su paso, su piel, sus ojos, su sonrisa, su voz, su ropa. Todo ha desaparecido para siempre. Ya no existe el lugar del cuerpo que amaba y ya no existe ningún lugar donde este cuerpo pueda ser encontrado de nuevo. Es el fin de un mundo, del mundo compartido de los amantes, del mundo del Dos. Es la dimensión desgarradora de todo duelo, su definitiva verdad. Si la existencia del Otro ampliaba el horizonte de mi mundo, su desaparición lo restringe, lo comprime, lo arrincona. El dolor de la pérdida es un dolor que quita el aliento a la vida porque reduce la propia vida a un dolor. No solo el que nos provoca la pérdida del objeto, sino un dolor que impregna toda la existencia. La atrocidad de la experiencia del duelo estriba en esto: no consiste únicamente en vivir el dolor de la pérdida, sino en vivir la propia existencia –privada de la pérdida– como dolorosamente perdida. La existencia de quien ya no está se convierte en una suerte de cielo sombrío que se extiende sobre todas las cosas.

Entre los libros más conmovedores y puntuales sobre la experiencia del duelo, no puede dejar de mencionarse Una pena en observación –que en italiano se titula precisamente Diario de un dolor–, de C. S. Lewis, escrito por el prestigioso medievalista, profesor de Cambridge y creyente practicante tras la muerte de su amadísima esposa. Lo primero que llama la atención de su relato es la extraña continuidad que parece establecerse entre la ausencia del objeto amado y la ausencia de Dios. En efecto, ambos conocen solo el lenguaje del silencio: su mujer no puede responder a las palabras que él le dirige y Dios se le aparece como un «telón de acero», un «cerrojazo en la puerta» frente a sus plegarias. Este doble silencio –el silencio de su amada fallecida y el silencio de Dios– vuelve a poner en el centro de su vida la verdad que todos querríamos olvidar: todo vínculo implica la posibilidad de su disolución no como una eventualidad entre otras, sino como su destino inevitable. Incluso entre los amantes que se juran amor para siempre, la muerte caerá fatalmente como una cuchilla para separar a los Dos. Entre el «para siempre» del amor y el de la muerte, triunfa el de la muerte puesto que, por más que en los sueños románticos los amantes aspiren a morir juntos, abrazados, confundidos el uno en el otro, por más que decidan incluso darse la muerte al mismo tiempo, acabarán transitando irremisiblemente por caminos diferentes. Por tal motivo comparaba Freud la angustia ante la muerte con la angustia ante la castración.

«Toda la realidad es iconoclasta», escribe Lewis en su grito de dolor. ¿Qué significa eso? Significa que no podemos vivir solo de imágenes, de ideas, ni siquiera de la idea de que existe un alma que sobrevive después de la muerte del cuerpo, porque nuestro deseo requiere la «realidad sólida e in- dependiente» de quien deseamos, la realidad de su cuerpo. Por ese motivo, la desaparición definitiva del cuerpo de la amada coincide con la desaparición de nuestro propio lugar del mundo. En una carta reciente, una de mis pacientes me escribió que nuestro apego a los objetos materiales, a las cosas que amamos, expresa nuestro rechazo a la muerte porque están destinados a sobrevivir a nuestras vidas. En los objetos que nos son más cercanos y en los que hemos amado a lo largo del tiempo, siempre hay algo de nosotros que permanece, que aspira a sobrevivir, que evoca eternamente los lugares en los que hemos estado.

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Tiempo de Lectura: 00 min

¿Qué nos sucede cuando perdemos a un ser querido? ¿Cómo nos afecta el vacío que se nos abre? ¿Cómo procesamos la ausencia? Este libro aborda el duelo y sus procesos y también la nostalgia, que es su consecuencia.

Nietzsche: no rogar, bendecir. ¿No es eso lo que el duelo debería traer?

Roland Barthes, Diario de duelo

Introducción

El núcleo de este libro es la relación de la vida humana con la experiencia traumática de la pérdida. Lo que ocurre en nuestro interior cuando la enfermedad y la muerte arrebatan de nuestros brazos a las personas que conferían sentido a nuestra vida y a nuestro mundo. Cuando nos vemos en la tesitura de perder a los que tanto hemos amado. Así como cuando los ideales por los que hemos vivido se hacen añicos de manera irreversible, o cuando tenemos que abandonar una tierra o una casa que había acogido nuestra vida y a la que estábamos profundamente apegados.

El trauma de la pérdida se repite varias veces a lo largo de nuestra existencia porque la vida no tiene más remedio que discurrir a través de sus innumerables muertos. Y no solo nos referimos a las personas difuntas, sino a todas las muertes –todas las pérdidas– que hemos experimentado simbólicamente. ¿Qué clase de vacío se abre dentro y fuera de nosotros, lastrando nuestra vida hasta el punto –como puede ocurrir en las circunstancias más dramáticas– de empujarla a rechazar la vida? ¿Y qué trabajo hay que realizar para volver a vivir? ¿Para hacernos desear vivir de nuevo? Y, en última instancia, ¿qué sucede en cambio cuando ese trabajo resulta imposible de realizar y nos sentimos perdidos junto con quienes hemos perdido?

La experiencia del duelo ocupa la primera parte de este libro, en la que se trata de responder a estas preguntas fundamentales. La segunda parte está dedicada, en cambio, a la nostalgia. Así como el trauma de la pérdida y de su duelo presenta diferentes destinos posibles, existen del mismo modo diferentes formas de nostalgia. Un duelo puede volverse crónico (melancolía), puede verse aparentemente negado (manía) o puede dar lugar a un trabajo simbólico auténtico y fecundo en torno al vacío abierto con la pérdida del objeto (elaboración del duelo). Sin embargo, como veremos en detalle, ninguna elaboración de duelo puede llegar a realizarse por completo. Siempre queda un residuo, algo que no podemos olvidar, que no nos permite despegarnos por completo de nuestras pérdidas. En esta clave, la nostalgia mantiene una relación particular con ese residuo inolvidable que el trabajo del duelo no es capaz de absorber. Es este el punto común entre la nostalgia y el duelo: el carácter irreversible de la pérdida está asociado a la necesidad de recuperar lo que hemos perdido. Sin embargo, nadie puede regresar de la muerte, al igual que nadie puede regresar al tiempo mítico al que nuestra nostalgia quisiera devolvernos. Ni el trabajo del duelo ni el sentimiento de la nostalgia pueden, de hecho, recuperar lo que hemos perdido para siempre.

La nostalgia, con todo, puede tener dos caras diferentes, como me he esforzado por hacer patente en este libro: la primera es la de la añoranza, la segunda es la de la gratitud. La nostalgia-añoranza adquiere la forma de la rememoración de un pasado feliz pero irremediablemente perdido, por más que constantemente añorado. Esta nostalgia señala la prolongación del dolor del duelo por lo que hemos perdido y nunca nos será devuelto: la madre, la infancia, el vigor de la juventud, las oportunidades, los amores, una vida diferente, nuestros proyectos, etcétera. Es la condición básica de todo duelo: seguimos sintiendo entre nosotros la presencia del objeto perdido, en los espacios que hemos compartido, en el tiempo que hemos vivido juntos, sobrevive en las cosas que le pertenecían, en nuestra memoria y en nuestros recuerdos. Sin embargo, ella ya no está aquí, no puedo verla, tocarla, abrazarla, hablarle, escucharla, oler su perfume. Una interrupción sin posibilidad de recuperación ha excavado un foso infranqueable entre nosotros y entre nuestro pasado y nuestro presente.

La segunda forma de nostalgia es la de la nostalgia-gratitud, que no queda prisionera del arrepentimiento, sino que se convierte en un poderoso recurso psíquico para la renovación de la vida. Mientras que la primera forma de nostalgia está animada por un profundo deseo de volver a lo que se anhela como una suerte de «paraíso perdido», la nostalgiagratitud encuentra precisamente en ciertos detalles imborrables de nuestro pasado la fuerza para actuar con más vitalidad en el presente y para proyectarse generativamente en el futuro. Es esta la forma esencial que puede adquirir la tarea de heredar. No se trata aquí de aspirar al retorno –no hay retorno posible al origen, a la madre, a la infancia, a la patria, etcétera–, porque nuestro viaje por la existencia, como repetía Sartre, es un viaje cuyo billete es solo de ida. Todos somos viajeros sin posibilidad de retorno, sin posibilidad de desandar nuestro viaje por la vida porque detrás de nosotros no queda otra cosa más que nuestros innumerables muertos. En consecuencia, el lugar de retorno es en sí mismo un lugar imposible, una ausencia propiamente dicha, dado que no hay lugar alguno al que poder volver. Pero es precisamente en el trasfondo de esa imposibilidad de retorno donde se hace posible realizar nuestro viaje de ida. En ese caso, no nos vemos ya melancólicamente atraídos por nuestro pasado –nostalgia-añoranza como forma de cronificación melancólica del duelo–, sino que es nuestro pasado el que nos visita de manera sorprendente, ofreciéndonos una y otra vez la posibilidad de empezar de nuevo (nostalgia-gratitud como forma radical de herencia). Este segundo rostro de la nostalgia es el que podemos encontrar magistralmente expresado en algunas grandes obras de arte, pero también en ese extraño fenómeno astrofísico que es la luz de las estrellas muertas. Algo que ya no está entre nosotros –las ruinas de una ciudad destruida, así como el cuerpo celeste de una estrella muerta– no deja nunca de iluminar nuestra vida ni su devenir. Lo que ocupa ahora el lugar central no es el deseo de regreso, que encuentra su paradigma mitológico en Ulises, sino un deseo que aún no hemos experimentado plenamente nunca. De esa manera, la nostalgia, más que volverse regresivamente hacia lo que ya ha sido, puede adquirir los rasgos audaces de una fuerza que nos empuja hacia lo que nunca ha sido, lo que aún no ha ocurrido, lo que nunca hemos visto. Más que recordar el «paraíso perdido» en el pasado, esta segunda forma de nostalgia anima el deseo por lo otro como un deseo nuevo. ¿Es posible que sintamos de verdad nostalgia por el futuro? ¿Nostalgia por un lugar en el que nunca hemos estado? ¿Por un amor que nunca hemos experimentado? ¿Por un viaje que nunca hemos hecho? ¿Por un pensamiento que nunca se nos ha ocurrido? Y, sobre todo, la nostalgia como gratitud implica que aquello que viene a visitarnos desde nuestro pasado encierra una promesa inaudita para nuestro futuro. En este caso, lo que la elaboración del duelo no ha podido asimilar queda incorporado en nosotros sin movilizar sin embargo ninguna añoranza melancólica. Se trata más bien de algo del pasado que se transmite como una posibilidad inédita para el futuro. Me siento agradecido a mis innumerables muertos por lo que he recibido; lo llevo conmigo no como una reliquia a la que honrar, sino como algo que todavía espera su realización, como un viento primaveral, un viento austral que sopla del sur.

Noli, octubre de 2022

Primera parte

Duelo y trabajo del duelo

Mi propio cuerpo [...] es como una casa vacía [...] No ha habido respuesta. Solamente el cerrojazo en la puerta, el telón de acero, el vacío, el cero absoluto.

C. S. Lewis, Una pena en observación

Su muerte podría ser en un sentido liberadora respecto de mis deseos. Pero su muerte me ha cambiado, ya no deseo lo que deseaba. Hay que esperar –suponiendo que esto se produzca– que un nuevo deseo se forme, un deseo de después de su muerte.

Roland Barthes, Diario de duelo

No estamos hechos para morir

No estamos hechos para morir, sino para nacer, afirmaba Hannah Arendt. Con todo, nuestra vida empieza a morir ya con su primer aliento. No solo porque la muerte es el destino inexorable que nos espera al final de la vida, sino porque en cada instante de nuestra vida hay algo que se pierde, se desgaja, se separa de nosotros mismos, desaparece. En tal sentido, no es que la muerte sea, como recordaba Heidegger, la última nota de la melodía de la existencia que cierra su movimiento, sino una «inminencia sobresaliente» que nos acompaña siempre.

Esta inminencia sobresaliente de la muerte define propiamente la modalidad humana de la vida. La existencia de una flor o de un animal vive sin conocerla. La flor y el animal son, en efecto, expresiones de una vida eterna. Ellos también están destinados a perecer, pero su vida no conoce la preocupación y el pensamiento de la muerte. La vida animal es siempre una vida llena de vida, una vida que no conoce la herida de la finitud o, mejor dicho, que no conoce la finitud como herida necesariamente mortal de la vida. Las aves del cielo, al igual que los lirios en los campos, por retomar una conocida imagen de los evangelios, no conocen la erosión del tiempo porque viven en un eterno presente, en un único y enorme «hoy». Han renunciado a toda forma de espera, no les oprime el peso amenazador del final porque su bendito magisterio ha suspendido el devenir del tiempo en un «ahora» que no se deja corromper por el devenir de las cosas. La vida animal, como la vegetal, no excluye en modo alguno el final –el perro, como la flor, perece, su existencia, como la vida humana, tiene «los días contados», como diría el Eclesiastés bíblico–, pero sin embargo, no conoce la muerte en absoluto como un destino amenazador en cada momento de la vida, como una posibilidad siempre posible o como la imposibilidad de todas nuestras posibilidades. Por tal razón, en su forma de vida –vida llena de vida, vida que coincide consigo misma– no experimentan la separación de sí mismos, no experimentan el tormento del deseo ni el pesar de la carencia del que este surge.

¿Por qué acarrea consigo la mirada de nuestro perro algo tan conmovedor? Sus ojos no conocen el abismo del fin y por esa razón se encomiendan sin reserva alguna a la mirada de su amo. No conocen el destino que les aguarda porque su destino está en las manos seguras de aquellos a quienes aman sin incertidumbre alguna. La mirada de un perro no conoce subterfugios, mentiras, actuaciones. Su profundidad está toda en evidencia, toda en la superficie. Su vida es eterna como eterna es la entrega fiel a su amo. Su presencia no conoce la ausencia. Su vida no puede vivir la experiencia del final. No es casualidad que los animales se parezcan a los seres humanos solo cuando enferman, o cuando la inmediatez de su existencia se ve perturbada por un accidente que compromete su fuerza vital. Es entonces cuando sus vidas parecen alejarse también, como las nuestras, de la eternidad del «hoy» revelándose ligadas a las ineluctables leyes del tiempo.

Te recomendamos leer el adelanto de "El libro de las hermanas", la nueva novela de Amélie Nothomb.

La muerte del animal responde al ritmo necesario de la naturaleza. La sucesión de las estaciones implica la caída y regeneración de la vida según leyes inmutables. De ahí que otro de los momentos en los que la vida animal se asemeja a la vida humana sea la muerte de un cachorro. También en este caso parece desaparecer la rígida frontera que separa la modalidad humana de la vida de la modalidad animal: la muerte ha llegado demasiado pronto para segar cruelmente la vida de quienes acaban de nacer y tienen todo el derecho a vivirla. Los cachorros –de hombre o de animal– se parecen entre sí porque encarnan la aspiración positiva a vivir y revelan con su muerte, al mismo tiempo, la absoluta impotencia ante la propia vida. El escándalo de la muerte de un cachorro demuestra, tanto en la vida humana como en la animal, que la muerte es siempre injusta o, si se prefiere, que la muerte natural no existe.

En la modalidad humana de la vida, la muerte se halla en primer plano: la muerte de un ser humano siempre se produce demasiado pronto, siempre antes de tiempo, injustamente prematura. Incluso un anciano que muere encarna la injusticia del final, la terrible ley del tiempo de la que no podemos escapar. Mientras que el rey de los rebecos cuya existencia nos cuenta Erri De Luca en El peso de la mariposa se aísla del rebaño para ir al encuentro de su destino con sabiduría instintiva, la vida humana tiende a rechazar el momento de la muerte, quisiera poder vivir sin tomar en consideración la presencia de la muerte. Sin embargo, como sabemos, su ineludible necesidad se combina con su impredecible contingencia. Nuestra vida terminará sin duda alguna en los brazos de la muerte, pero ninguno de nosotros puede saber cuándo. Por eso, el acontecimiento de la muerte es cierto e incierto al mismo tiempo. Es una de las razones, como nos ha enseñado Heidegger, que definen la angustia como nuestra condición afectiva fundamental.

«Desaparezco»

«Desaparezco». Por lo que cuentan algunos de sus alumnos, parece ser que fue esta la última palabra que dijo Jacques Lacan. Final del juego, reinicio, desaparición. No es casualidad que el último de sus célebres Seminarios lleve el premonitorio título de Disolución. Anuncio no solo del fin de su Escuela –que disolverá, en efecto, poco antes de su muerte–, sino también del fin de su presencia en este mundo. Anuncio, en resumidas cuentas, de su inminente desaparición.

Desaparecer es una forma radical de separación. Cuando nos faltan las palabras, cuando el dolor es excesivo, cuando todo parece comprometido, cuando todo se ha vuelto imposible de soportar, cuando nos hallamos al final de nuestras fuerzas, cuando ha sucedido lo irremediable, cuando muere algo en lo que hemos creído profundamente, la separación puede adoptar entonces la forma radical y gélida de la desaparición. «Desaparezco» significa romper para siempre los lazos con el mundo tal como lo he conocido. El hacha del tiempo ha cortado de un solo golpe la cuerda que nos unía a la vida. Todo lo que queda es desaparecer, acabar con todo, apagarlo todo. En el caso de la muerte, esta desaparición no es –a excepción de los sujetos suicidas, que deciden acabar con sus vidas– el resultado de una elección, sino el de una sentencia, de una imposición sufrida. Nunca soy «yo» quien decide desaparecer, sino que es la ley de la muerte la que lo exige. El tiempo destinado a mí ya ha acabado, no hay más tiempo para mi vida. La muerte nos obliga a desaparecer, a disolvernos, a volver, como nos dice también el Eclesiastés bíblico, al polvo del que provenimos. El círculo se cierra: el ser, salido de la nada, vuelve a la nada. A los hombres les ocurre, como nos recuerda siempre el Eclesiastés, lo mismo que les ocurre a los caballos, a los perros, a las hormigas, a los leones, a las aves del cielo.

En italiano, para referirnos a alguien que ha muerto se emplea con frecuencia el verbo desaparecer: «ha desaparecido», decimos, como para subrayar que quien se ha ido ha disuelto todo vínculo con nosotros, ya no está disponible, a nuestro alcance, ya no podemos ponernos en contacto con él. Y cuántas veces nos ha costado encontrar las palabras adecuadas para comentar este anuncio. Imposible, de hecho, encontrarlas. Mejor guardar silencio. No es casualidad que Roland Barthes, en Fragmentos de un discurso amoroso, describiera la separación como el alejamiento en el espacio de dos naves espaciales que ya no pueden interceptar los men- sajes que se mandan. Lejanía sideral, distancia insalvable, desaparición del radar. Desaparecemos como el avión que se estrelló en Ustica o como el inquietante coronel Kurtz en Apocalypse Now de Francis Ford Coppola. Es así: la desaparición, si realmente pretende serlo, debe ocultar sus huellas, debe impedir el hallazgo o el retorno. También intenta desaparecer de esta manera el protagonista de una conocida novela de Georges Simenon titulada La huida, el señor Monde, quien de la noche a la mañana decide abandonar abruptamente el orden burgués e indiferente de su familia. Retira todo el dinero que tiene en su cuenta bancaria y toma el primer tren, sin dar explicaciones a nadie. Lo que le sucede al protagonista de Dissipatio H. G. de Guido Morselli es que, después de haber intentado suicidarse, regresa a su ciudad dispuesto a volver a vivir, pero, en una burla del destino, no encuentra allí ya a nadie: toda la raza humana («H. G.» significa Humani Generis) se ha disuelto entre tanto, se ha disipado sin ninguna razón, ha desaparecido de la faz de la tierra.

La desaparición es un alejamiento que se ve impulsado hacia sus más oscuras profundidades. No quedan huellas de quienes se han ido, no habrá más contactos, ya no habrá posibilidad alguna de encontrarlos. Eso quiere decir que quien desaparece, que quien fallece, se ha ido de verdad sin dejar nada de sí mismo, sin deseo de volver ni esperanza de ser reencontrado, con la resuelta voluntad de no pertenecer más al mundo al que pertenecía. Todo esto parece resonar en la última palabra atribuida a Lacan: «desaparezco». Arrastrar consigo todo lo que uno ha sido, sin restos, sin huellas, sin nostalgias.

La vida como separación

La muerte física de nuestro cuerpo no es la única experiencia que podemos vivir de la muerte. De hecho, son innumerables las muertes que jalonan nuestras vidas. Con eso se pretende decir que cada uno de nosotros ha vivido múltiples experiencias de caídas, separaciones, desapariciones, abandonos, pérdidas. Nuestra vida aparece circundada por todas las pérdidas que la han marcado, por las heridas que le han infligido las separaciones, por los fantasmas de nuestros muertos.

Para el psicoanálisis, las experiencias que anuncian la de la muerte están asociadas a la angustia de la castración. No es casualidad que Freud describiera el desarrollo de la vida humana como una serie sucesiva de cortes: de la placenta, del cordón umbilical, del pecho, de las propias heces, de nuestra madre, de nuestro cuerpo infantil, etcétera. En cada uno de estos pasos evolutivos, algo está destinado a perderse irreversiblemente. Por eso, en el mito bíblico, el ser humano (adam), para adquirir un vínculo con el Otro (Eva), debe antes que nada ser extraído de sí mismo, debe estar dispuesto a perder una parte de sí mismo (la famosa «costilla»), debe exponerse a su propia carencia y a la dinámica del deseo que lo conduce hacia el otro desde sí mismo. Pero como ocurre, por ejemplo, en el destete, no es solo el objeto (el pecho) el que se desprende del sujeto, sino que es también un trozo del sujeto el que en ese momento de separación se pierde a causa de la pérdida del objeto. Cada corte tiene topológicamente dos bordes: la separación no se limita a alejar al sujeto del objeto perdido, sino que lo aleja también de una parte de sí mismo. Precisamente de esa parte que más se había adherido al objeto, confundiéndose con él. Por eso cuando un amor se acaba nos sentimos perdidos. De hecho, no perdemos únicamente el objeto amado, sino que junto con ese objeto se pierde el sentido del mundo y, en consecuencia, una parte significativa de nosotros mismos. Algo muere, se apaga, se desprende, ya no existe. De modo que la pérdida del objeto arrastra también al sujeto, despojándolo de una porción de su ser. De ahí la mirada desconcertada, vacía y angustiada que vemos en el rostro de quienes están viviendo el duelo de una separación. Al vacío que deja la pérdida del objeto que se ha abierto en el mundo corresponde el vacío que se ha abierto simultáneamente en el sujeto.

«Diario de un dolor»

Perder a quien daba sentido a nuestra vida significa perdernos a nosotros mismos. Son las dos caras del trauma de la pérdida: el objeto se hunde en la nada y el sujeto lo sigue. La pérdida del pecho es también la pérdida del ser del niño. Esto significa que la desaparición de quienes hemos amado es ante todo la desaparición de un lugar familiar: ya no está donde lo veía yo, donde sabía que se hallaba, ya no está en nuestra casa, en nuestra cama, ya no está aquí, ya no se presenta en ese sitio donde yo siempre lo esperaba. Hablando de Camus –cuya temprana muerte se debió a un accidente automovilístico–, Sartre recordaba la perturbadora sensación que sentía cuando caminaba de noche por la calle donde vivía su amigo sin poder ver ya la luz en su ventana. Algo se había apagado, el mundo ya no contemplaba su presencia y, por lo tanto, su rostro había cambiado para siempre.

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La pérdida de ese lugar familiar que el Otro representaba para nosotros conduce a la sensación de que ya no hay lugar para quienes nos quedamos aquí. La muerte de los que hemos amado y perdido arrebata a la vida su propia condición de lugar habitable. La vida ofendida por el trauma de la pérdida advierte que sin el Otro no hay lugar ya para estar. Es el carácter definitivo («el ala negra de lo definitivo») que acompaña a toda muerte, como puntualmente escribe Barthes en Diario de duelo, relatando su luto personal por la muerte de su amada madre. Y, sin embargo, en contraste con esta ausencia definitiva, todo continúa como antes. La vida de los demás discurre con toda normalidad mientras nosotros, que hemos perdido el lugar que daba sentido a la vida, nos convertimos en espectadores excluidos de la vida misma. Es la condición básica de todo duelo: seguimos percibiendo la presencia del objeto perdido entre nosotros, por mucho que ya no esté. Una interrupción sin posibilidad de recuperación ha excavado un foso infranqueable entre nosotros, ha hecho definitiva esta ausencia.

La muerte de alguien a quien hemos amado profundamente es ante todo la muerte de una presencia que tiene la forma singular e insustituible de un cuerpo. El primer lugar que se pierde, cuando el Otro desaparece, es precisamente el lugar de su cuerpo. Este cuerpo ya no está ahí, ya no resulta visible, ha entrado en otro lugar o en ningún lado, pero lo indudable es que se ha ido para siempre. Pese a que ese cuerpo haya sido el país que más he visitado, cuyos rincones he podido conocer en profundidad, cuya geografía he ido asimilando a lo largo de los años, es como si ahora se me prohibiera brutalmente cualquier derecho de acceso. El país que tanto he amado –el país del cuerpo del Otro– ya no existe, ha sido borrado de todo mapa, se ha hundido, ya no puedo visitarlo. Esto es lo que experimentamos en cada duelo: no hay recuerdo capaz de restituirnos la presencia sensible del cuerpo de quienes ya no están con nosotros. Su paso, su piel, sus ojos, su sonrisa, su voz, su ropa. Todo ha desaparecido para siempre. Ya no existe el lugar del cuerpo que amaba y ya no existe ningún lugar donde este cuerpo pueda ser encontrado de nuevo. Es el fin de un mundo, del mundo compartido de los amantes, del mundo del Dos. Es la dimensión desgarradora de todo duelo, su definitiva verdad. Si la existencia del Otro ampliaba el horizonte de mi mundo, su desaparición lo restringe, lo comprime, lo arrincona. El dolor de la pérdida es un dolor que quita el aliento a la vida porque reduce la propia vida a un dolor. No solo el que nos provoca la pérdida del objeto, sino un dolor que impregna toda la existencia. La atrocidad de la experiencia del duelo estriba en esto: no consiste únicamente en vivir el dolor de la pérdida, sino en vivir la propia existencia –privada de la pérdida– como dolorosamente perdida. La existencia de quien ya no está se convierte en una suerte de cielo sombrío que se extiende sobre todas las cosas.

Entre los libros más conmovedores y puntuales sobre la experiencia del duelo, no puede dejar de mencionarse Una pena en observación –que en italiano se titula precisamente Diario de un dolor–, de C. S. Lewis, escrito por el prestigioso medievalista, profesor de Cambridge y creyente practicante tras la muerte de su amadísima esposa. Lo primero que llama la atención de su relato es la extraña continuidad que parece establecerse entre la ausencia del objeto amado y la ausencia de Dios. En efecto, ambos conocen solo el lenguaje del silencio: su mujer no puede responder a las palabras que él le dirige y Dios se le aparece como un «telón de acero», un «cerrojazo en la puerta» frente a sus plegarias. Este doble silencio –el silencio de su amada fallecida y el silencio de Dios– vuelve a poner en el centro de su vida la verdad que todos querríamos olvidar: todo vínculo implica la posibilidad de su disolución no como una eventualidad entre otras, sino como su destino inevitable. Incluso entre los amantes que se juran amor para siempre, la muerte caerá fatalmente como una cuchilla para separar a los Dos. Entre el «para siempre» del amor y el de la muerte, triunfa el de la muerte puesto que, por más que en los sueños románticos los amantes aspiren a morir juntos, abrazados, confundidos el uno en el otro, por más que decidan incluso darse la muerte al mismo tiempo, acabarán transitando irremisiblemente por caminos diferentes. Por tal motivo comparaba Freud la angustia ante la muerte con la angustia ante la castración.

«Toda la realidad es iconoclasta», escribe Lewis en su grito de dolor. ¿Qué significa eso? Significa que no podemos vivir solo de imágenes, de ideas, ni siquiera de la idea de que existe un alma que sobrevive después de la muerte del cuerpo, porque nuestro deseo requiere la «realidad sólida e in- dependiente» de quien deseamos, la realidad de su cuerpo. Por ese motivo, la desaparición definitiva del cuerpo de la amada coincide con la desaparición de nuestro propio lugar del mundo. En una carta reciente, una de mis pacientes me escribió que nuestro apego a los objetos materiales, a las cosas que amamos, expresa nuestro rechazo a la muerte porque están destinados a sobrevivir a nuestras vidas. En los objetos que nos son más cercanos y en los que hemos amado a lo largo del tiempo, siempre hay algo de nosotros que permanece, que aspira a sobrevivir, que evoca eternamente los lugares en los que hemos estado.

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Adelanto de <i>La luz de las estrellas muertas: Ensayo sobre el duelo y la nostalgia</i> de Massimo Recalcati

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La muerte física de nuestro cuerpo no es la única experiencia que podemos vivir de la muerte. De hecho, son innumerables las muertes que jalonan nuestras vidas. Con eso se pretende decir que cada uno de nosotros ha vivido múltiples experiencias de caídas, separaciones, desapariciones, abandonos, pérdidas.
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¿Qué nos sucede cuando perdemos a un ser querido? ¿Cómo nos afecta el vacío que se nos abre? ¿Cómo procesamos la ausencia? Este libro aborda el duelo y sus procesos y también la nostalgia, que es su consecuencia.

Nietzsche: no rogar, bendecir. ¿No es eso lo que el duelo debería traer?

Roland Barthes, Diario de duelo

Introducción

El núcleo de este libro es la relación de la vida humana con la experiencia traumática de la pérdida. Lo que ocurre en nuestro interior cuando la enfermedad y la muerte arrebatan de nuestros brazos a las personas que conferían sentido a nuestra vida y a nuestro mundo. Cuando nos vemos en la tesitura de perder a los que tanto hemos amado. Así como cuando los ideales por los que hemos vivido se hacen añicos de manera irreversible, o cuando tenemos que abandonar una tierra o una casa que había acogido nuestra vida y a la que estábamos profundamente apegados.

El trauma de la pérdida se repite varias veces a lo largo de nuestra existencia porque la vida no tiene más remedio que discurrir a través de sus innumerables muertos. Y no solo nos referimos a las personas difuntas, sino a todas las muertes –todas las pérdidas– que hemos experimentado simbólicamente. ¿Qué clase de vacío se abre dentro y fuera de nosotros, lastrando nuestra vida hasta el punto –como puede ocurrir en las circunstancias más dramáticas– de empujarla a rechazar la vida? ¿Y qué trabajo hay que realizar para volver a vivir? ¿Para hacernos desear vivir de nuevo? Y, en última instancia, ¿qué sucede en cambio cuando ese trabajo resulta imposible de realizar y nos sentimos perdidos junto con quienes hemos perdido?

La experiencia del duelo ocupa la primera parte de este libro, en la que se trata de responder a estas preguntas fundamentales. La segunda parte está dedicada, en cambio, a la nostalgia. Así como el trauma de la pérdida y de su duelo presenta diferentes destinos posibles, existen del mismo modo diferentes formas de nostalgia. Un duelo puede volverse crónico (melancolía), puede verse aparentemente negado (manía) o puede dar lugar a un trabajo simbólico auténtico y fecundo en torno al vacío abierto con la pérdida del objeto (elaboración del duelo). Sin embargo, como veremos en detalle, ninguna elaboración de duelo puede llegar a realizarse por completo. Siempre queda un residuo, algo que no podemos olvidar, que no nos permite despegarnos por completo de nuestras pérdidas. En esta clave, la nostalgia mantiene una relación particular con ese residuo inolvidable que el trabajo del duelo no es capaz de absorber. Es este el punto común entre la nostalgia y el duelo: el carácter irreversible de la pérdida está asociado a la necesidad de recuperar lo que hemos perdido. Sin embargo, nadie puede regresar de la muerte, al igual que nadie puede regresar al tiempo mítico al que nuestra nostalgia quisiera devolvernos. Ni el trabajo del duelo ni el sentimiento de la nostalgia pueden, de hecho, recuperar lo que hemos perdido para siempre.

La nostalgia, con todo, puede tener dos caras diferentes, como me he esforzado por hacer patente en este libro: la primera es la de la añoranza, la segunda es la de la gratitud. La nostalgia-añoranza adquiere la forma de la rememoración de un pasado feliz pero irremediablemente perdido, por más que constantemente añorado. Esta nostalgia señala la prolongación del dolor del duelo por lo que hemos perdido y nunca nos será devuelto: la madre, la infancia, el vigor de la juventud, las oportunidades, los amores, una vida diferente, nuestros proyectos, etcétera. Es la condición básica de todo duelo: seguimos sintiendo entre nosotros la presencia del objeto perdido, en los espacios que hemos compartido, en el tiempo que hemos vivido juntos, sobrevive en las cosas que le pertenecían, en nuestra memoria y en nuestros recuerdos. Sin embargo, ella ya no está aquí, no puedo verla, tocarla, abrazarla, hablarle, escucharla, oler su perfume. Una interrupción sin posibilidad de recuperación ha excavado un foso infranqueable entre nosotros y entre nuestro pasado y nuestro presente.

La segunda forma de nostalgia es la de la nostalgia-gratitud, que no queda prisionera del arrepentimiento, sino que se convierte en un poderoso recurso psíquico para la renovación de la vida. Mientras que la primera forma de nostalgia está animada por un profundo deseo de volver a lo que se anhela como una suerte de «paraíso perdido», la nostalgiagratitud encuentra precisamente en ciertos detalles imborrables de nuestro pasado la fuerza para actuar con más vitalidad en el presente y para proyectarse generativamente en el futuro. Es esta la forma esencial que puede adquirir la tarea de heredar. No se trata aquí de aspirar al retorno –no hay retorno posible al origen, a la madre, a la infancia, a la patria, etcétera–, porque nuestro viaje por la existencia, como repetía Sartre, es un viaje cuyo billete es solo de ida. Todos somos viajeros sin posibilidad de retorno, sin posibilidad de desandar nuestro viaje por la vida porque detrás de nosotros no queda otra cosa más que nuestros innumerables muertos. En consecuencia, el lugar de retorno es en sí mismo un lugar imposible, una ausencia propiamente dicha, dado que no hay lugar alguno al que poder volver. Pero es precisamente en el trasfondo de esa imposibilidad de retorno donde se hace posible realizar nuestro viaje de ida. En ese caso, no nos vemos ya melancólicamente atraídos por nuestro pasado –nostalgia-añoranza como forma de cronificación melancólica del duelo–, sino que es nuestro pasado el que nos visita de manera sorprendente, ofreciéndonos una y otra vez la posibilidad de empezar de nuevo (nostalgia-gratitud como forma radical de herencia). Este segundo rostro de la nostalgia es el que podemos encontrar magistralmente expresado en algunas grandes obras de arte, pero también en ese extraño fenómeno astrofísico que es la luz de las estrellas muertas. Algo que ya no está entre nosotros –las ruinas de una ciudad destruida, así como el cuerpo celeste de una estrella muerta– no deja nunca de iluminar nuestra vida ni su devenir. Lo que ocupa ahora el lugar central no es el deseo de regreso, que encuentra su paradigma mitológico en Ulises, sino un deseo que aún no hemos experimentado plenamente nunca. De esa manera, la nostalgia, más que volverse regresivamente hacia lo que ya ha sido, puede adquirir los rasgos audaces de una fuerza que nos empuja hacia lo que nunca ha sido, lo que aún no ha ocurrido, lo que nunca hemos visto. Más que recordar el «paraíso perdido» en el pasado, esta segunda forma de nostalgia anima el deseo por lo otro como un deseo nuevo. ¿Es posible que sintamos de verdad nostalgia por el futuro? ¿Nostalgia por un lugar en el que nunca hemos estado? ¿Por un amor que nunca hemos experimentado? ¿Por un viaje que nunca hemos hecho? ¿Por un pensamiento que nunca se nos ha ocurrido? Y, sobre todo, la nostalgia como gratitud implica que aquello que viene a visitarnos desde nuestro pasado encierra una promesa inaudita para nuestro futuro. En este caso, lo que la elaboración del duelo no ha podido asimilar queda incorporado en nosotros sin movilizar sin embargo ninguna añoranza melancólica. Se trata más bien de algo del pasado que se transmite como una posibilidad inédita para el futuro. Me siento agradecido a mis innumerables muertos por lo que he recibido; lo llevo conmigo no como una reliquia a la que honrar, sino como algo que todavía espera su realización, como un viento primaveral, un viento austral que sopla del sur.

Noli, octubre de 2022

Primera parte

Duelo y trabajo del duelo

Mi propio cuerpo [...] es como una casa vacía [...] No ha habido respuesta. Solamente el cerrojazo en la puerta, el telón de acero, el vacío, el cero absoluto.

C. S. Lewis, Una pena en observación

Su muerte podría ser en un sentido liberadora respecto de mis deseos. Pero su muerte me ha cambiado, ya no deseo lo que deseaba. Hay que esperar –suponiendo que esto se produzca– que un nuevo deseo se forme, un deseo de después de su muerte.

Roland Barthes, Diario de duelo

No estamos hechos para morir

No estamos hechos para morir, sino para nacer, afirmaba Hannah Arendt. Con todo, nuestra vida empieza a morir ya con su primer aliento. No solo porque la muerte es el destino inexorable que nos espera al final de la vida, sino porque en cada instante de nuestra vida hay algo que se pierde, se desgaja, se separa de nosotros mismos, desaparece. En tal sentido, no es que la muerte sea, como recordaba Heidegger, la última nota de la melodía de la existencia que cierra su movimiento, sino una «inminencia sobresaliente» que nos acompaña siempre.

Esta inminencia sobresaliente de la muerte define propiamente la modalidad humana de la vida. La existencia de una flor o de un animal vive sin conocerla. La flor y el animal son, en efecto, expresiones de una vida eterna. Ellos también están destinados a perecer, pero su vida no conoce la preocupación y el pensamiento de la muerte. La vida animal es siempre una vida llena de vida, una vida que no conoce la herida de la finitud o, mejor dicho, que no conoce la finitud como herida necesariamente mortal de la vida. Las aves del cielo, al igual que los lirios en los campos, por retomar una conocida imagen de los evangelios, no conocen la erosión del tiempo porque viven en un eterno presente, en un único y enorme «hoy». Han renunciado a toda forma de espera, no les oprime el peso amenazador del final porque su bendito magisterio ha suspendido el devenir del tiempo en un «ahora» que no se deja corromper por el devenir de las cosas. La vida animal, como la vegetal, no excluye en modo alguno el final –el perro, como la flor, perece, su existencia, como la vida humana, tiene «los días contados», como diría el Eclesiastés bíblico–, pero sin embargo, no conoce la muerte en absoluto como un destino amenazador en cada momento de la vida, como una posibilidad siempre posible o como la imposibilidad de todas nuestras posibilidades. Por tal razón, en su forma de vida –vida llena de vida, vida que coincide consigo misma– no experimentan la separación de sí mismos, no experimentan el tormento del deseo ni el pesar de la carencia del que este surge.

¿Por qué acarrea consigo la mirada de nuestro perro algo tan conmovedor? Sus ojos no conocen el abismo del fin y por esa razón se encomiendan sin reserva alguna a la mirada de su amo. No conocen el destino que les aguarda porque su destino está en las manos seguras de aquellos a quienes aman sin incertidumbre alguna. La mirada de un perro no conoce subterfugios, mentiras, actuaciones. Su profundidad está toda en evidencia, toda en la superficie. Su vida es eterna como eterna es la entrega fiel a su amo. Su presencia no conoce la ausencia. Su vida no puede vivir la experiencia del final. No es casualidad que los animales se parezcan a los seres humanos solo cuando enferman, o cuando la inmediatez de su existencia se ve perturbada por un accidente que compromete su fuerza vital. Es entonces cuando sus vidas parecen alejarse también, como las nuestras, de la eternidad del «hoy» revelándose ligadas a las ineluctables leyes del tiempo.

Te recomendamos leer el adelanto de "El libro de las hermanas", la nueva novela de Amélie Nothomb.

La muerte del animal responde al ritmo necesario de la naturaleza. La sucesión de las estaciones implica la caída y regeneración de la vida según leyes inmutables. De ahí que otro de los momentos en los que la vida animal se asemeja a la vida humana sea la muerte de un cachorro. También en este caso parece desaparecer la rígida frontera que separa la modalidad humana de la vida de la modalidad animal: la muerte ha llegado demasiado pronto para segar cruelmente la vida de quienes acaban de nacer y tienen todo el derecho a vivirla. Los cachorros –de hombre o de animal– se parecen entre sí porque encarnan la aspiración positiva a vivir y revelan con su muerte, al mismo tiempo, la absoluta impotencia ante la propia vida. El escándalo de la muerte de un cachorro demuestra, tanto en la vida humana como en la animal, que la muerte es siempre injusta o, si se prefiere, que la muerte natural no existe.

En la modalidad humana de la vida, la muerte se halla en primer plano: la muerte de un ser humano siempre se produce demasiado pronto, siempre antes de tiempo, injustamente prematura. Incluso un anciano que muere encarna la injusticia del final, la terrible ley del tiempo de la que no podemos escapar. Mientras que el rey de los rebecos cuya existencia nos cuenta Erri De Luca en El peso de la mariposa se aísla del rebaño para ir al encuentro de su destino con sabiduría instintiva, la vida humana tiende a rechazar el momento de la muerte, quisiera poder vivir sin tomar en consideración la presencia de la muerte. Sin embargo, como sabemos, su ineludible necesidad se combina con su impredecible contingencia. Nuestra vida terminará sin duda alguna en los brazos de la muerte, pero ninguno de nosotros puede saber cuándo. Por eso, el acontecimiento de la muerte es cierto e incierto al mismo tiempo. Es una de las razones, como nos ha enseñado Heidegger, que definen la angustia como nuestra condición afectiva fundamental.

«Desaparezco»

«Desaparezco». Por lo que cuentan algunos de sus alumnos, parece ser que fue esta la última palabra que dijo Jacques Lacan. Final del juego, reinicio, desaparición. No es casualidad que el último de sus célebres Seminarios lleve el premonitorio título de Disolución. Anuncio no solo del fin de su Escuela –que disolverá, en efecto, poco antes de su muerte–, sino también del fin de su presencia en este mundo. Anuncio, en resumidas cuentas, de su inminente desaparición.

Desaparecer es una forma radical de separación. Cuando nos faltan las palabras, cuando el dolor es excesivo, cuando todo parece comprometido, cuando todo se ha vuelto imposible de soportar, cuando nos hallamos al final de nuestras fuerzas, cuando ha sucedido lo irremediable, cuando muere algo en lo que hemos creído profundamente, la separación puede adoptar entonces la forma radical y gélida de la desaparición. «Desaparezco» significa romper para siempre los lazos con el mundo tal como lo he conocido. El hacha del tiempo ha cortado de un solo golpe la cuerda que nos unía a la vida. Todo lo que queda es desaparecer, acabar con todo, apagarlo todo. En el caso de la muerte, esta desaparición no es –a excepción de los sujetos suicidas, que deciden acabar con sus vidas– el resultado de una elección, sino el de una sentencia, de una imposición sufrida. Nunca soy «yo» quien decide desaparecer, sino que es la ley de la muerte la que lo exige. El tiempo destinado a mí ya ha acabado, no hay más tiempo para mi vida. La muerte nos obliga a desaparecer, a disolvernos, a volver, como nos dice también el Eclesiastés bíblico, al polvo del que provenimos. El círculo se cierra: el ser, salido de la nada, vuelve a la nada. A los hombres les ocurre, como nos recuerda siempre el Eclesiastés, lo mismo que les ocurre a los caballos, a los perros, a las hormigas, a los leones, a las aves del cielo.

En italiano, para referirnos a alguien que ha muerto se emplea con frecuencia el verbo desaparecer: «ha desaparecido», decimos, como para subrayar que quien se ha ido ha disuelto todo vínculo con nosotros, ya no está disponible, a nuestro alcance, ya no podemos ponernos en contacto con él. Y cuántas veces nos ha costado encontrar las palabras adecuadas para comentar este anuncio. Imposible, de hecho, encontrarlas. Mejor guardar silencio. No es casualidad que Roland Barthes, en Fragmentos de un discurso amoroso, describiera la separación como el alejamiento en el espacio de dos naves espaciales que ya no pueden interceptar los men- sajes que se mandan. Lejanía sideral, distancia insalvable, desaparición del radar. Desaparecemos como el avión que se estrelló en Ustica o como el inquietante coronel Kurtz en Apocalypse Now de Francis Ford Coppola. Es así: la desaparición, si realmente pretende serlo, debe ocultar sus huellas, debe impedir el hallazgo o el retorno. También intenta desaparecer de esta manera el protagonista de una conocida novela de Georges Simenon titulada La huida, el señor Monde, quien de la noche a la mañana decide abandonar abruptamente el orden burgués e indiferente de su familia. Retira todo el dinero que tiene en su cuenta bancaria y toma el primer tren, sin dar explicaciones a nadie. Lo que le sucede al protagonista de Dissipatio H. G. de Guido Morselli es que, después de haber intentado suicidarse, regresa a su ciudad dispuesto a volver a vivir, pero, en una burla del destino, no encuentra allí ya a nadie: toda la raza humana («H. G.» significa Humani Generis) se ha disuelto entre tanto, se ha disipado sin ninguna razón, ha desaparecido de la faz de la tierra.

La desaparición es un alejamiento que se ve impulsado hacia sus más oscuras profundidades. No quedan huellas de quienes se han ido, no habrá más contactos, ya no habrá posibilidad alguna de encontrarlos. Eso quiere decir que quien desaparece, que quien fallece, se ha ido de verdad sin dejar nada de sí mismo, sin deseo de volver ni esperanza de ser reencontrado, con la resuelta voluntad de no pertenecer más al mundo al que pertenecía. Todo esto parece resonar en la última palabra atribuida a Lacan: «desaparezco». Arrastrar consigo todo lo que uno ha sido, sin restos, sin huellas, sin nostalgias.

La vida como separación

La muerte física de nuestro cuerpo no es la única experiencia que podemos vivir de la muerte. De hecho, son innumerables las muertes que jalonan nuestras vidas. Con eso se pretende decir que cada uno de nosotros ha vivido múltiples experiencias de caídas, separaciones, desapariciones, abandonos, pérdidas. Nuestra vida aparece circundada por todas las pérdidas que la han marcado, por las heridas que le han infligido las separaciones, por los fantasmas de nuestros muertos.

Para el psicoanálisis, las experiencias que anuncian la de la muerte están asociadas a la angustia de la castración. No es casualidad que Freud describiera el desarrollo de la vida humana como una serie sucesiva de cortes: de la placenta, del cordón umbilical, del pecho, de las propias heces, de nuestra madre, de nuestro cuerpo infantil, etcétera. En cada uno de estos pasos evolutivos, algo está destinado a perderse irreversiblemente. Por eso, en el mito bíblico, el ser humano (adam), para adquirir un vínculo con el Otro (Eva), debe antes que nada ser extraído de sí mismo, debe estar dispuesto a perder una parte de sí mismo (la famosa «costilla»), debe exponerse a su propia carencia y a la dinámica del deseo que lo conduce hacia el otro desde sí mismo. Pero como ocurre, por ejemplo, en el destete, no es solo el objeto (el pecho) el que se desprende del sujeto, sino que es también un trozo del sujeto el que en ese momento de separación se pierde a causa de la pérdida del objeto. Cada corte tiene topológicamente dos bordes: la separación no se limita a alejar al sujeto del objeto perdido, sino que lo aleja también de una parte de sí mismo. Precisamente de esa parte que más se había adherido al objeto, confundiéndose con él. Por eso cuando un amor se acaba nos sentimos perdidos. De hecho, no perdemos únicamente el objeto amado, sino que junto con ese objeto se pierde el sentido del mundo y, en consecuencia, una parte significativa de nosotros mismos. Algo muere, se apaga, se desprende, ya no existe. De modo que la pérdida del objeto arrastra también al sujeto, despojándolo de una porción de su ser. De ahí la mirada desconcertada, vacía y angustiada que vemos en el rostro de quienes están viviendo el duelo de una separación. Al vacío que deja la pérdida del objeto que se ha abierto en el mundo corresponde el vacío que se ha abierto simultáneamente en el sujeto.

«Diario de un dolor»

Perder a quien daba sentido a nuestra vida significa perdernos a nosotros mismos. Son las dos caras del trauma de la pérdida: el objeto se hunde en la nada y el sujeto lo sigue. La pérdida del pecho es también la pérdida del ser del niño. Esto significa que la desaparición de quienes hemos amado es ante todo la desaparición de un lugar familiar: ya no está donde lo veía yo, donde sabía que se hallaba, ya no está en nuestra casa, en nuestra cama, ya no está aquí, ya no se presenta en ese sitio donde yo siempre lo esperaba. Hablando de Camus –cuya temprana muerte se debió a un accidente automovilístico–, Sartre recordaba la perturbadora sensación que sentía cuando caminaba de noche por la calle donde vivía su amigo sin poder ver ya la luz en su ventana. Algo se había apagado, el mundo ya no contemplaba su presencia y, por lo tanto, su rostro había cambiado para siempre.

Te podría interesar leer el adelanto del libro Triste Tigre de Neige Sinno

La pérdida de ese lugar familiar que el Otro representaba para nosotros conduce a la sensación de que ya no hay lugar para quienes nos quedamos aquí. La muerte de los que hemos amado y perdido arrebata a la vida su propia condición de lugar habitable. La vida ofendida por el trauma de la pérdida advierte que sin el Otro no hay lugar ya para estar. Es el carácter definitivo («el ala negra de lo definitivo») que acompaña a toda muerte, como puntualmente escribe Barthes en Diario de duelo, relatando su luto personal por la muerte de su amada madre. Y, sin embargo, en contraste con esta ausencia definitiva, todo continúa como antes. La vida de los demás discurre con toda normalidad mientras nosotros, que hemos perdido el lugar que daba sentido a la vida, nos convertimos en espectadores excluidos de la vida misma. Es la condición básica de todo duelo: seguimos percibiendo la presencia del objeto perdido entre nosotros, por mucho que ya no esté. Una interrupción sin posibilidad de recuperación ha excavado un foso infranqueable entre nosotros, ha hecho definitiva esta ausencia.

La muerte de alguien a quien hemos amado profundamente es ante todo la muerte de una presencia que tiene la forma singular e insustituible de un cuerpo. El primer lugar que se pierde, cuando el Otro desaparece, es precisamente el lugar de su cuerpo. Este cuerpo ya no está ahí, ya no resulta visible, ha entrado en otro lugar o en ningún lado, pero lo indudable es que se ha ido para siempre. Pese a que ese cuerpo haya sido el país que más he visitado, cuyos rincones he podido conocer en profundidad, cuya geografía he ido asimilando a lo largo de los años, es como si ahora se me prohibiera brutalmente cualquier derecho de acceso. El país que tanto he amado –el país del cuerpo del Otro– ya no existe, ha sido borrado de todo mapa, se ha hundido, ya no puedo visitarlo. Esto es lo que experimentamos en cada duelo: no hay recuerdo capaz de restituirnos la presencia sensible del cuerpo de quienes ya no están con nosotros. Su paso, su piel, sus ojos, su sonrisa, su voz, su ropa. Todo ha desaparecido para siempre. Ya no existe el lugar del cuerpo que amaba y ya no existe ningún lugar donde este cuerpo pueda ser encontrado de nuevo. Es el fin de un mundo, del mundo compartido de los amantes, del mundo del Dos. Es la dimensión desgarradora de todo duelo, su definitiva verdad. Si la existencia del Otro ampliaba el horizonte de mi mundo, su desaparición lo restringe, lo comprime, lo arrincona. El dolor de la pérdida es un dolor que quita el aliento a la vida porque reduce la propia vida a un dolor. No solo el que nos provoca la pérdida del objeto, sino un dolor que impregna toda la existencia. La atrocidad de la experiencia del duelo estriba en esto: no consiste únicamente en vivir el dolor de la pérdida, sino en vivir la propia existencia –privada de la pérdida– como dolorosamente perdida. La existencia de quien ya no está se convierte en una suerte de cielo sombrío que se extiende sobre todas las cosas.

Entre los libros más conmovedores y puntuales sobre la experiencia del duelo, no puede dejar de mencionarse Una pena en observación –que en italiano se titula precisamente Diario de un dolor–, de C. S. Lewis, escrito por el prestigioso medievalista, profesor de Cambridge y creyente practicante tras la muerte de su amadísima esposa. Lo primero que llama la atención de su relato es la extraña continuidad que parece establecerse entre la ausencia del objeto amado y la ausencia de Dios. En efecto, ambos conocen solo el lenguaje del silencio: su mujer no puede responder a las palabras que él le dirige y Dios se le aparece como un «telón de acero», un «cerrojazo en la puerta» frente a sus plegarias. Este doble silencio –el silencio de su amada fallecida y el silencio de Dios– vuelve a poner en el centro de su vida la verdad que todos querríamos olvidar: todo vínculo implica la posibilidad de su disolución no como una eventualidad entre otras, sino como su destino inevitable. Incluso entre los amantes que se juran amor para siempre, la muerte caerá fatalmente como una cuchilla para separar a los Dos. Entre el «para siempre» del amor y el de la muerte, triunfa el de la muerte puesto que, por más que en los sueños románticos los amantes aspiren a morir juntos, abrazados, confundidos el uno en el otro, por más que decidan incluso darse la muerte al mismo tiempo, acabarán transitando irremisiblemente por caminos diferentes. Por tal motivo comparaba Freud la angustia ante la muerte con la angustia ante la castración.

«Toda la realidad es iconoclasta», escribe Lewis en su grito de dolor. ¿Qué significa eso? Significa que no podemos vivir solo de imágenes, de ideas, ni siquiera de la idea de que existe un alma que sobrevive después de la muerte del cuerpo, porque nuestro deseo requiere la «realidad sólida e in- dependiente» de quien deseamos, la realidad de su cuerpo. Por ese motivo, la desaparición definitiva del cuerpo de la amada coincide con la desaparición de nuestro propio lugar del mundo. En una carta reciente, una de mis pacientes me escribió que nuestro apego a los objetos materiales, a las cosas que amamos, expresa nuestro rechazo a la muerte porque están destinados a sobrevivir a nuestras vidas. En los objetos que nos son más cercanos y en los que hemos amado a lo largo del tiempo, siempre hay algo de nosotros que permanece, que aspira a sobrevivir, que evoca eternamente los lugares en los que hemos estado.

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Adelanto de <i>La luz de las estrellas muertas: Ensayo sobre el duelo y la nostalgia</i> de Massimo Recalcati

Adelanto de <i>La luz de las estrellas muertas: Ensayo sobre el duelo y la nostalgia</i> de Massimo Recalcati

08
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¿Qué nos sucede cuando perdemos a un ser querido? ¿Cómo nos afecta el vacío que se nos abre? ¿Cómo procesamos la ausencia? Este libro aborda el duelo y sus procesos y también la nostalgia, que es su consecuencia.

Nietzsche: no rogar, bendecir. ¿No es eso lo que el duelo debería traer?

Roland Barthes, Diario de duelo

Introducción

El núcleo de este libro es la relación de la vida humana con la experiencia traumática de la pérdida. Lo que ocurre en nuestro interior cuando la enfermedad y la muerte arrebatan de nuestros brazos a las personas que conferían sentido a nuestra vida y a nuestro mundo. Cuando nos vemos en la tesitura de perder a los que tanto hemos amado. Así como cuando los ideales por los que hemos vivido se hacen añicos de manera irreversible, o cuando tenemos que abandonar una tierra o una casa que había acogido nuestra vida y a la que estábamos profundamente apegados.

El trauma de la pérdida se repite varias veces a lo largo de nuestra existencia porque la vida no tiene más remedio que discurrir a través de sus innumerables muertos. Y no solo nos referimos a las personas difuntas, sino a todas las muertes –todas las pérdidas– que hemos experimentado simbólicamente. ¿Qué clase de vacío se abre dentro y fuera de nosotros, lastrando nuestra vida hasta el punto –como puede ocurrir en las circunstancias más dramáticas– de empujarla a rechazar la vida? ¿Y qué trabajo hay que realizar para volver a vivir? ¿Para hacernos desear vivir de nuevo? Y, en última instancia, ¿qué sucede en cambio cuando ese trabajo resulta imposible de realizar y nos sentimos perdidos junto con quienes hemos perdido?

La experiencia del duelo ocupa la primera parte de este libro, en la que se trata de responder a estas preguntas fundamentales. La segunda parte está dedicada, en cambio, a la nostalgia. Así como el trauma de la pérdida y de su duelo presenta diferentes destinos posibles, existen del mismo modo diferentes formas de nostalgia. Un duelo puede volverse crónico (melancolía), puede verse aparentemente negado (manía) o puede dar lugar a un trabajo simbólico auténtico y fecundo en torno al vacío abierto con la pérdida del objeto (elaboración del duelo). Sin embargo, como veremos en detalle, ninguna elaboración de duelo puede llegar a realizarse por completo. Siempre queda un residuo, algo que no podemos olvidar, que no nos permite despegarnos por completo de nuestras pérdidas. En esta clave, la nostalgia mantiene una relación particular con ese residuo inolvidable que el trabajo del duelo no es capaz de absorber. Es este el punto común entre la nostalgia y el duelo: el carácter irreversible de la pérdida está asociado a la necesidad de recuperar lo que hemos perdido. Sin embargo, nadie puede regresar de la muerte, al igual que nadie puede regresar al tiempo mítico al que nuestra nostalgia quisiera devolvernos. Ni el trabajo del duelo ni el sentimiento de la nostalgia pueden, de hecho, recuperar lo que hemos perdido para siempre.

La nostalgia, con todo, puede tener dos caras diferentes, como me he esforzado por hacer patente en este libro: la primera es la de la añoranza, la segunda es la de la gratitud. La nostalgia-añoranza adquiere la forma de la rememoración de un pasado feliz pero irremediablemente perdido, por más que constantemente añorado. Esta nostalgia señala la prolongación del dolor del duelo por lo que hemos perdido y nunca nos será devuelto: la madre, la infancia, el vigor de la juventud, las oportunidades, los amores, una vida diferente, nuestros proyectos, etcétera. Es la condición básica de todo duelo: seguimos sintiendo entre nosotros la presencia del objeto perdido, en los espacios que hemos compartido, en el tiempo que hemos vivido juntos, sobrevive en las cosas que le pertenecían, en nuestra memoria y en nuestros recuerdos. Sin embargo, ella ya no está aquí, no puedo verla, tocarla, abrazarla, hablarle, escucharla, oler su perfume. Una interrupción sin posibilidad de recuperación ha excavado un foso infranqueable entre nosotros y entre nuestro pasado y nuestro presente.

La segunda forma de nostalgia es la de la nostalgia-gratitud, que no queda prisionera del arrepentimiento, sino que se convierte en un poderoso recurso psíquico para la renovación de la vida. Mientras que la primera forma de nostalgia está animada por un profundo deseo de volver a lo que se anhela como una suerte de «paraíso perdido», la nostalgiagratitud encuentra precisamente en ciertos detalles imborrables de nuestro pasado la fuerza para actuar con más vitalidad en el presente y para proyectarse generativamente en el futuro. Es esta la forma esencial que puede adquirir la tarea de heredar. No se trata aquí de aspirar al retorno –no hay retorno posible al origen, a la madre, a la infancia, a la patria, etcétera–, porque nuestro viaje por la existencia, como repetía Sartre, es un viaje cuyo billete es solo de ida. Todos somos viajeros sin posibilidad de retorno, sin posibilidad de desandar nuestro viaje por la vida porque detrás de nosotros no queda otra cosa más que nuestros innumerables muertos. En consecuencia, el lugar de retorno es en sí mismo un lugar imposible, una ausencia propiamente dicha, dado que no hay lugar alguno al que poder volver. Pero es precisamente en el trasfondo de esa imposibilidad de retorno donde se hace posible realizar nuestro viaje de ida. En ese caso, no nos vemos ya melancólicamente atraídos por nuestro pasado –nostalgia-añoranza como forma de cronificación melancólica del duelo–, sino que es nuestro pasado el que nos visita de manera sorprendente, ofreciéndonos una y otra vez la posibilidad de empezar de nuevo (nostalgia-gratitud como forma radical de herencia). Este segundo rostro de la nostalgia es el que podemos encontrar magistralmente expresado en algunas grandes obras de arte, pero también en ese extraño fenómeno astrofísico que es la luz de las estrellas muertas. Algo que ya no está entre nosotros –las ruinas de una ciudad destruida, así como el cuerpo celeste de una estrella muerta– no deja nunca de iluminar nuestra vida ni su devenir. Lo que ocupa ahora el lugar central no es el deseo de regreso, que encuentra su paradigma mitológico en Ulises, sino un deseo que aún no hemos experimentado plenamente nunca. De esa manera, la nostalgia, más que volverse regresivamente hacia lo que ya ha sido, puede adquirir los rasgos audaces de una fuerza que nos empuja hacia lo que nunca ha sido, lo que aún no ha ocurrido, lo que nunca hemos visto. Más que recordar el «paraíso perdido» en el pasado, esta segunda forma de nostalgia anima el deseo por lo otro como un deseo nuevo. ¿Es posible que sintamos de verdad nostalgia por el futuro? ¿Nostalgia por un lugar en el que nunca hemos estado? ¿Por un amor que nunca hemos experimentado? ¿Por un viaje que nunca hemos hecho? ¿Por un pensamiento que nunca se nos ha ocurrido? Y, sobre todo, la nostalgia como gratitud implica que aquello que viene a visitarnos desde nuestro pasado encierra una promesa inaudita para nuestro futuro. En este caso, lo que la elaboración del duelo no ha podido asimilar queda incorporado en nosotros sin movilizar sin embargo ninguna añoranza melancólica. Se trata más bien de algo del pasado que se transmite como una posibilidad inédita para el futuro. Me siento agradecido a mis innumerables muertos por lo que he recibido; lo llevo conmigo no como una reliquia a la que honrar, sino como algo que todavía espera su realización, como un viento primaveral, un viento austral que sopla del sur.

Noli, octubre de 2022

Primera parte

Duelo y trabajo del duelo

Mi propio cuerpo [...] es como una casa vacía [...] No ha habido respuesta. Solamente el cerrojazo en la puerta, el telón de acero, el vacío, el cero absoluto.

C. S. Lewis, Una pena en observación

Su muerte podría ser en un sentido liberadora respecto de mis deseos. Pero su muerte me ha cambiado, ya no deseo lo que deseaba. Hay que esperar –suponiendo que esto se produzca– que un nuevo deseo se forme, un deseo de después de su muerte.

Roland Barthes, Diario de duelo

No estamos hechos para morir

No estamos hechos para morir, sino para nacer, afirmaba Hannah Arendt. Con todo, nuestra vida empieza a morir ya con su primer aliento. No solo porque la muerte es el destino inexorable que nos espera al final de la vida, sino porque en cada instante de nuestra vida hay algo que se pierde, se desgaja, se separa de nosotros mismos, desaparece. En tal sentido, no es que la muerte sea, como recordaba Heidegger, la última nota de la melodía de la existencia que cierra su movimiento, sino una «inminencia sobresaliente» que nos acompaña siempre.

Esta inminencia sobresaliente de la muerte define propiamente la modalidad humana de la vida. La existencia de una flor o de un animal vive sin conocerla. La flor y el animal son, en efecto, expresiones de una vida eterna. Ellos también están destinados a perecer, pero su vida no conoce la preocupación y el pensamiento de la muerte. La vida animal es siempre una vida llena de vida, una vida que no conoce la herida de la finitud o, mejor dicho, que no conoce la finitud como herida necesariamente mortal de la vida. Las aves del cielo, al igual que los lirios en los campos, por retomar una conocida imagen de los evangelios, no conocen la erosión del tiempo porque viven en un eterno presente, en un único y enorme «hoy». Han renunciado a toda forma de espera, no les oprime el peso amenazador del final porque su bendito magisterio ha suspendido el devenir del tiempo en un «ahora» que no se deja corromper por el devenir de las cosas. La vida animal, como la vegetal, no excluye en modo alguno el final –el perro, como la flor, perece, su existencia, como la vida humana, tiene «los días contados», como diría el Eclesiastés bíblico–, pero sin embargo, no conoce la muerte en absoluto como un destino amenazador en cada momento de la vida, como una posibilidad siempre posible o como la imposibilidad de todas nuestras posibilidades. Por tal razón, en su forma de vida –vida llena de vida, vida que coincide consigo misma– no experimentan la separación de sí mismos, no experimentan el tormento del deseo ni el pesar de la carencia del que este surge.

¿Por qué acarrea consigo la mirada de nuestro perro algo tan conmovedor? Sus ojos no conocen el abismo del fin y por esa razón se encomiendan sin reserva alguna a la mirada de su amo. No conocen el destino que les aguarda porque su destino está en las manos seguras de aquellos a quienes aman sin incertidumbre alguna. La mirada de un perro no conoce subterfugios, mentiras, actuaciones. Su profundidad está toda en evidencia, toda en la superficie. Su vida es eterna como eterna es la entrega fiel a su amo. Su presencia no conoce la ausencia. Su vida no puede vivir la experiencia del final. No es casualidad que los animales se parezcan a los seres humanos solo cuando enferman, o cuando la inmediatez de su existencia se ve perturbada por un accidente que compromete su fuerza vital. Es entonces cuando sus vidas parecen alejarse también, como las nuestras, de la eternidad del «hoy» revelándose ligadas a las ineluctables leyes del tiempo.

Te recomendamos leer el adelanto de "El libro de las hermanas", la nueva novela de Amélie Nothomb.

La muerte del animal responde al ritmo necesario de la naturaleza. La sucesión de las estaciones implica la caída y regeneración de la vida según leyes inmutables. De ahí que otro de los momentos en los que la vida animal se asemeja a la vida humana sea la muerte de un cachorro. También en este caso parece desaparecer la rígida frontera que separa la modalidad humana de la vida de la modalidad animal: la muerte ha llegado demasiado pronto para segar cruelmente la vida de quienes acaban de nacer y tienen todo el derecho a vivirla. Los cachorros –de hombre o de animal– se parecen entre sí porque encarnan la aspiración positiva a vivir y revelan con su muerte, al mismo tiempo, la absoluta impotencia ante la propia vida. El escándalo de la muerte de un cachorro demuestra, tanto en la vida humana como en la animal, que la muerte es siempre injusta o, si se prefiere, que la muerte natural no existe.

En la modalidad humana de la vida, la muerte se halla en primer plano: la muerte de un ser humano siempre se produce demasiado pronto, siempre antes de tiempo, injustamente prematura. Incluso un anciano que muere encarna la injusticia del final, la terrible ley del tiempo de la que no podemos escapar. Mientras que el rey de los rebecos cuya existencia nos cuenta Erri De Luca en El peso de la mariposa se aísla del rebaño para ir al encuentro de su destino con sabiduría instintiva, la vida humana tiende a rechazar el momento de la muerte, quisiera poder vivir sin tomar en consideración la presencia de la muerte. Sin embargo, como sabemos, su ineludible necesidad se combina con su impredecible contingencia. Nuestra vida terminará sin duda alguna en los brazos de la muerte, pero ninguno de nosotros puede saber cuándo. Por eso, el acontecimiento de la muerte es cierto e incierto al mismo tiempo. Es una de las razones, como nos ha enseñado Heidegger, que definen la angustia como nuestra condición afectiva fundamental.

«Desaparezco»

«Desaparezco». Por lo que cuentan algunos de sus alumnos, parece ser que fue esta la última palabra que dijo Jacques Lacan. Final del juego, reinicio, desaparición. No es casualidad que el último de sus célebres Seminarios lleve el premonitorio título de Disolución. Anuncio no solo del fin de su Escuela –que disolverá, en efecto, poco antes de su muerte–, sino también del fin de su presencia en este mundo. Anuncio, en resumidas cuentas, de su inminente desaparición.

Desaparecer es una forma radical de separación. Cuando nos faltan las palabras, cuando el dolor es excesivo, cuando todo parece comprometido, cuando todo se ha vuelto imposible de soportar, cuando nos hallamos al final de nuestras fuerzas, cuando ha sucedido lo irremediable, cuando muere algo en lo que hemos creído profundamente, la separación puede adoptar entonces la forma radical y gélida de la desaparición. «Desaparezco» significa romper para siempre los lazos con el mundo tal como lo he conocido. El hacha del tiempo ha cortado de un solo golpe la cuerda que nos unía a la vida. Todo lo que queda es desaparecer, acabar con todo, apagarlo todo. En el caso de la muerte, esta desaparición no es –a excepción de los sujetos suicidas, que deciden acabar con sus vidas– el resultado de una elección, sino el de una sentencia, de una imposición sufrida. Nunca soy «yo» quien decide desaparecer, sino que es la ley de la muerte la que lo exige. El tiempo destinado a mí ya ha acabado, no hay más tiempo para mi vida. La muerte nos obliga a desaparecer, a disolvernos, a volver, como nos dice también el Eclesiastés bíblico, al polvo del que provenimos. El círculo se cierra: el ser, salido de la nada, vuelve a la nada. A los hombres les ocurre, como nos recuerda siempre el Eclesiastés, lo mismo que les ocurre a los caballos, a los perros, a las hormigas, a los leones, a las aves del cielo.

En italiano, para referirnos a alguien que ha muerto se emplea con frecuencia el verbo desaparecer: «ha desaparecido», decimos, como para subrayar que quien se ha ido ha disuelto todo vínculo con nosotros, ya no está disponible, a nuestro alcance, ya no podemos ponernos en contacto con él. Y cuántas veces nos ha costado encontrar las palabras adecuadas para comentar este anuncio. Imposible, de hecho, encontrarlas. Mejor guardar silencio. No es casualidad que Roland Barthes, en Fragmentos de un discurso amoroso, describiera la separación como el alejamiento en el espacio de dos naves espaciales que ya no pueden interceptar los men- sajes que se mandan. Lejanía sideral, distancia insalvable, desaparición del radar. Desaparecemos como el avión que se estrelló en Ustica o como el inquietante coronel Kurtz en Apocalypse Now de Francis Ford Coppola. Es así: la desaparición, si realmente pretende serlo, debe ocultar sus huellas, debe impedir el hallazgo o el retorno. También intenta desaparecer de esta manera el protagonista de una conocida novela de Georges Simenon titulada La huida, el señor Monde, quien de la noche a la mañana decide abandonar abruptamente el orden burgués e indiferente de su familia. Retira todo el dinero que tiene en su cuenta bancaria y toma el primer tren, sin dar explicaciones a nadie. Lo que le sucede al protagonista de Dissipatio H. G. de Guido Morselli es que, después de haber intentado suicidarse, regresa a su ciudad dispuesto a volver a vivir, pero, en una burla del destino, no encuentra allí ya a nadie: toda la raza humana («H. G.» significa Humani Generis) se ha disuelto entre tanto, se ha disipado sin ninguna razón, ha desaparecido de la faz de la tierra.

La desaparición es un alejamiento que se ve impulsado hacia sus más oscuras profundidades. No quedan huellas de quienes se han ido, no habrá más contactos, ya no habrá posibilidad alguna de encontrarlos. Eso quiere decir que quien desaparece, que quien fallece, se ha ido de verdad sin dejar nada de sí mismo, sin deseo de volver ni esperanza de ser reencontrado, con la resuelta voluntad de no pertenecer más al mundo al que pertenecía. Todo esto parece resonar en la última palabra atribuida a Lacan: «desaparezco». Arrastrar consigo todo lo que uno ha sido, sin restos, sin huellas, sin nostalgias.

La vida como separación

La muerte física de nuestro cuerpo no es la única experiencia que podemos vivir de la muerte. De hecho, son innumerables las muertes que jalonan nuestras vidas. Con eso se pretende decir que cada uno de nosotros ha vivido múltiples experiencias de caídas, separaciones, desapariciones, abandonos, pérdidas. Nuestra vida aparece circundada por todas las pérdidas que la han marcado, por las heridas que le han infligido las separaciones, por los fantasmas de nuestros muertos.

Para el psicoanálisis, las experiencias que anuncian la de la muerte están asociadas a la angustia de la castración. No es casualidad que Freud describiera el desarrollo de la vida humana como una serie sucesiva de cortes: de la placenta, del cordón umbilical, del pecho, de las propias heces, de nuestra madre, de nuestro cuerpo infantil, etcétera. En cada uno de estos pasos evolutivos, algo está destinado a perderse irreversiblemente. Por eso, en el mito bíblico, el ser humano (adam), para adquirir un vínculo con el Otro (Eva), debe antes que nada ser extraído de sí mismo, debe estar dispuesto a perder una parte de sí mismo (la famosa «costilla»), debe exponerse a su propia carencia y a la dinámica del deseo que lo conduce hacia el otro desde sí mismo. Pero como ocurre, por ejemplo, en el destete, no es solo el objeto (el pecho) el que se desprende del sujeto, sino que es también un trozo del sujeto el que en ese momento de separación se pierde a causa de la pérdida del objeto. Cada corte tiene topológicamente dos bordes: la separación no se limita a alejar al sujeto del objeto perdido, sino que lo aleja también de una parte de sí mismo. Precisamente de esa parte que más se había adherido al objeto, confundiéndose con él. Por eso cuando un amor se acaba nos sentimos perdidos. De hecho, no perdemos únicamente el objeto amado, sino que junto con ese objeto se pierde el sentido del mundo y, en consecuencia, una parte significativa de nosotros mismos. Algo muere, se apaga, se desprende, ya no existe. De modo que la pérdida del objeto arrastra también al sujeto, despojándolo de una porción de su ser. De ahí la mirada desconcertada, vacía y angustiada que vemos en el rostro de quienes están viviendo el duelo de una separación. Al vacío que deja la pérdida del objeto que se ha abierto en el mundo corresponde el vacío que se ha abierto simultáneamente en el sujeto.

«Diario de un dolor»

Perder a quien daba sentido a nuestra vida significa perdernos a nosotros mismos. Son las dos caras del trauma de la pérdida: el objeto se hunde en la nada y el sujeto lo sigue. La pérdida del pecho es también la pérdida del ser del niño. Esto significa que la desaparición de quienes hemos amado es ante todo la desaparición de un lugar familiar: ya no está donde lo veía yo, donde sabía que se hallaba, ya no está en nuestra casa, en nuestra cama, ya no está aquí, ya no se presenta en ese sitio donde yo siempre lo esperaba. Hablando de Camus –cuya temprana muerte se debió a un accidente automovilístico–, Sartre recordaba la perturbadora sensación que sentía cuando caminaba de noche por la calle donde vivía su amigo sin poder ver ya la luz en su ventana. Algo se había apagado, el mundo ya no contemplaba su presencia y, por lo tanto, su rostro había cambiado para siempre.

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La pérdida de ese lugar familiar que el Otro representaba para nosotros conduce a la sensación de que ya no hay lugar para quienes nos quedamos aquí. La muerte de los que hemos amado y perdido arrebata a la vida su propia condición de lugar habitable. La vida ofendida por el trauma de la pérdida advierte que sin el Otro no hay lugar ya para estar. Es el carácter definitivo («el ala negra de lo definitivo») que acompaña a toda muerte, como puntualmente escribe Barthes en Diario de duelo, relatando su luto personal por la muerte de su amada madre. Y, sin embargo, en contraste con esta ausencia definitiva, todo continúa como antes. La vida de los demás discurre con toda normalidad mientras nosotros, que hemos perdido el lugar que daba sentido a la vida, nos convertimos en espectadores excluidos de la vida misma. Es la condición básica de todo duelo: seguimos percibiendo la presencia del objeto perdido entre nosotros, por mucho que ya no esté. Una interrupción sin posibilidad de recuperación ha excavado un foso infranqueable entre nosotros, ha hecho definitiva esta ausencia.

La muerte de alguien a quien hemos amado profundamente es ante todo la muerte de una presencia que tiene la forma singular e insustituible de un cuerpo. El primer lugar que se pierde, cuando el Otro desaparece, es precisamente el lugar de su cuerpo. Este cuerpo ya no está ahí, ya no resulta visible, ha entrado en otro lugar o en ningún lado, pero lo indudable es que se ha ido para siempre. Pese a que ese cuerpo haya sido el país que más he visitado, cuyos rincones he podido conocer en profundidad, cuya geografía he ido asimilando a lo largo de los años, es como si ahora se me prohibiera brutalmente cualquier derecho de acceso. El país que tanto he amado –el país del cuerpo del Otro– ya no existe, ha sido borrado de todo mapa, se ha hundido, ya no puedo visitarlo. Esto es lo que experimentamos en cada duelo: no hay recuerdo capaz de restituirnos la presencia sensible del cuerpo de quienes ya no están con nosotros. Su paso, su piel, sus ojos, su sonrisa, su voz, su ropa. Todo ha desaparecido para siempre. Ya no existe el lugar del cuerpo que amaba y ya no existe ningún lugar donde este cuerpo pueda ser encontrado de nuevo. Es el fin de un mundo, del mundo compartido de los amantes, del mundo del Dos. Es la dimensión desgarradora de todo duelo, su definitiva verdad. Si la existencia del Otro ampliaba el horizonte de mi mundo, su desaparición lo restringe, lo comprime, lo arrincona. El dolor de la pérdida es un dolor que quita el aliento a la vida porque reduce la propia vida a un dolor. No solo el que nos provoca la pérdida del objeto, sino un dolor que impregna toda la existencia. La atrocidad de la experiencia del duelo estriba en esto: no consiste únicamente en vivir el dolor de la pérdida, sino en vivir la propia existencia –privada de la pérdida– como dolorosamente perdida. La existencia de quien ya no está se convierte en una suerte de cielo sombrío que se extiende sobre todas las cosas.

Entre los libros más conmovedores y puntuales sobre la experiencia del duelo, no puede dejar de mencionarse Una pena en observación –que en italiano se titula precisamente Diario de un dolor–, de C. S. Lewis, escrito por el prestigioso medievalista, profesor de Cambridge y creyente practicante tras la muerte de su amadísima esposa. Lo primero que llama la atención de su relato es la extraña continuidad que parece establecerse entre la ausencia del objeto amado y la ausencia de Dios. En efecto, ambos conocen solo el lenguaje del silencio: su mujer no puede responder a las palabras que él le dirige y Dios se le aparece como un «telón de acero», un «cerrojazo en la puerta» frente a sus plegarias. Este doble silencio –el silencio de su amada fallecida y el silencio de Dios– vuelve a poner en el centro de su vida la verdad que todos querríamos olvidar: todo vínculo implica la posibilidad de su disolución no como una eventualidad entre otras, sino como su destino inevitable. Incluso entre los amantes que se juran amor para siempre, la muerte caerá fatalmente como una cuchilla para separar a los Dos. Entre el «para siempre» del amor y el de la muerte, triunfa el de la muerte puesto que, por más que en los sueños románticos los amantes aspiren a morir juntos, abrazados, confundidos el uno en el otro, por más que decidan incluso darse la muerte al mismo tiempo, acabarán transitando irremisiblemente por caminos diferentes. Por tal motivo comparaba Freud la angustia ante la muerte con la angustia ante la castración.

«Toda la realidad es iconoclasta», escribe Lewis en su grito de dolor. ¿Qué significa eso? Significa que no podemos vivir solo de imágenes, de ideas, ni siquiera de la idea de que existe un alma que sobrevive después de la muerte del cuerpo, porque nuestro deseo requiere la «realidad sólida e in- dependiente» de quien deseamos, la realidad de su cuerpo. Por ese motivo, la desaparición definitiva del cuerpo de la amada coincide con la desaparición de nuestro propio lugar del mundo. En una carta reciente, una de mis pacientes me escribió que nuestro apego a los objetos materiales, a las cosas que amamos, expresa nuestro rechazo a la muerte porque están destinados a sobrevivir a nuestras vidas. En los objetos que nos son más cercanos y en los que hemos amado a lo largo del tiempo, siempre hay algo de nosotros que permanece, que aspira a sobrevivir, que evoca eternamente los lugares en los que hemos estado.

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La muerte física de nuestro cuerpo no es la única experiencia que podemos vivir de la muerte. De hecho, son innumerables las muertes que jalonan nuestras vidas. Con eso se pretende decir que cada uno de nosotros ha vivido múltiples experiencias de caídas, separaciones, desapariciones, abandonos, pérdidas.

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¿Qué nos sucede cuando perdemos a un ser querido? ¿Cómo nos afecta el vacío que se nos abre? ¿Cómo procesamos la ausencia? Este libro aborda el duelo y sus procesos y también la nostalgia, que es su consecuencia.

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Traducción de

Nietzsche: no rogar, bendecir. ¿No es eso lo que el duelo debería traer?

Roland Barthes, Diario de duelo

Introducción

El núcleo de este libro es la relación de la vida humana con la experiencia traumática de la pérdida. Lo que ocurre en nuestro interior cuando la enfermedad y la muerte arrebatan de nuestros brazos a las personas que conferían sentido a nuestra vida y a nuestro mundo. Cuando nos vemos en la tesitura de perder a los que tanto hemos amado. Así como cuando los ideales por los que hemos vivido se hacen añicos de manera irreversible, o cuando tenemos que abandonar una tierra o una casa que había acogido nuestra vida y a la que estábamos profundamente apegados.

El trauma de la pérdida se repite varias veces a lo largo de nuestra existencia porque la vida no tiene más remedio que discurrir a través de sus innumerables muertos. Y no solo nos referimos a las personas difuntas, sino a todas las muertes –todas las pérdidas– que hemos experimentado simbólicamente. ¿Qué clase de vacío se abre dentro y fuera de nosotros, lastrando nuestra vida hasta el punto –como puede ocurrir en las circunstancias más dramáticas– de empujarla a rechazar la vida? ¿Y qué trabajo hay que realizar para volver a vivir? ¿Para hacernos desear vivir de nuevo? Y, en última instancia, ¿qué sucede en cambio cuando ese trabajo resulta imposible de realizar y nos sentimos perdidos junto con quienes hemos perdido?

La experiencia del duelo ocupa la primera parte de este libro, en la que se trata de responder a estas preguntas fundamentales. La segunda parte está dedicada, en cambio, a la nostalgia. Así como el trauma de la pérdida y de su duelo presenta diferentes destinos posibles, existen del mismo modo diferentes formas de nostalgia. Un duelo puede volverse crónico (melancolía), puede verse aparentemente negado (manía) o puede dar lugar a un trabajo simbólico auténtico y fecundo en torno al vacío abierto con la pérdida del objeto (elaboración del duelo). Sin embargo, como veremos en detalle, ninguna elaboración de duelo puede llegar a realizarse por completo. Siempre queda un residuo, algo que no podemos olvidar, que no nos permite despegarnos por completo de nuestras pérdidas. En esta clave, la nostalgia mantiene una relación particular con ese residuo inolvidable que el trabajo del duelo no es capaz de absorber. Es este el punto común entre la nostalgia y el duelo: el carácter irreversible de la pérdida está asociado a la necesidad de recuperar lo que hemos perdido. Sin embargo, nadie puede regresar de la muerte, al igual que nadie puede regresar al tiempo mítico al que nuestra nostalgia quisiera devolvernos. Ni el trabajo del duelo ni el sentimiento de la nostalgia pueden, de hecho, recuperar lo que hemos perdido para siempre.

La nostalgia, con todo, puede tener dos caras diferentes, como me he esforzado por hacer patente en este libro: la primera es la de la añoranza, la segunda es la de la gratitud. La nostalgia-añoranza adquiere la forma de la rememoración de un pasado feliz pero irremediablemente perdido, por más que constantemente añorado. Esta nostalgia señala la prolongación del dolor del duelo por lo que hemos perdido y nunca nos será devuelto: la madre, la infancia, el vigor de la juventud, las oportunidades, los amores, una vida diferente, nuestros proyectos, etcétera. Es la condición básica de todo duelo: seguimos sintiendo entre nosotros la presencia del objeto perdido, en los espacios que hemos compartido, en el tiempo que hemos vivido juntos, sobrevive en las cosas que le pertenecían, en nuestra memoria y en nuestros recuerdos. Sin embargo, ella ya no está aquí, no puedo verla, tocarla, abrazarla, hablarle, escucharla, oler su perfume. Una interrupción sin posibilidad de recuperación ha excavado un foso infranqueable entre nosotros y entre nuestro pasado y nuestro presente.

La segunda forma de nostalgia es la de la nostalgia-gratitud, que no queda prisionera del arrepentimiento, sino que se convierte en un poderoso recurso psíquico para la renovación de la vida. Mientras que la primera forma de nostalgia está animada por un profundo deseo de volver a lo que se anhela como una suerte de «paraíso perdido», la nostalgiagratitud encuentra precisamente en ciertos detalles imborrables de nuestro pasado la fuerza para actuar con más vitalidad en el presente y para proyectarse generativamente en el futuro. Es esta la forma esencial que puede adquirir la tarea de heredar. No se trata aquí de aspirar al retorno –no hay retorno posible al origen, a la madre, a la infancia, a la patria, etcétera–, porque nuestro viaje por la existencia, como repetía Sartre, es un viaje cuyo billete es solo de ida. Todos somos viajeros sin posibilidad de retorno, sin posibilidad de desandar nuestro viaje por la vida porque detrás de nosotros no queda otra cosa más que nuestros innumerables muertos. En consecuencia, el lugar de retorno es en sí mismo un lugar imposible, una ausencia propiamente dicha, dado que no hay lugar alguno al que poder volver. Pero es precisamente en el trasfondo de esa imposibilidad de retorno donde se hace posible realizar nuestro viaje de ida. En ese caso, no nos vemos ya melancólicamente atraídos por nuestro pasado –nostalgia-añoranza como forma de cronificación melancólica del duelo–, sino que es nuestro pasado el que nos visita de manera sorprendente, ofreciéndonos una y otra vez la posibilidad de empezar de nuevo (nostalgia-gratitud como forma radical de herencia). Este segundo rostro de la nostalgia es el que podemos encontrar magistralmente expresado en algunas grandes obras de arte, pero también en ese extraño fenómeno astrofísico que es la luz de las estrellas muertas. Algo que ya no está entre nosotros –las ruinas de una ciudad destruida, así como el cuerpo celeste de una estrella muerta– no deja nunca de iluminar nuestra vida ni su devenir. Lo que ocupa ahora el lugar central no es el deseo de regreso, que encuentra su paradigma mitológico en Ulises, sino un deseo que aún no hemos experimentado plenamente nunca. De esa manera, la nostalgia, más que volverse regresivamente hacia lo que ya ha sido, puede adquirir los rasgos audaces de una fuerza que nos empuja hacia lo que nunca ha sido, lo que aún no ha ocurrido, lo que nunca hemos visto. Más que recordar el «paraíso perdido» en el pasado, esta segunda forma de nostalgia anima el deseo por lo otro como un deseo nuevo. ¿Es posible que sintamos de verdad nostalgia por el futuro? ¿Nostalgia por un lugar en el que nunca hemos estado? ¿Por un amor que nunca hemos experimentado? ¿Por un viaje que nunca hemos hecho? ¿Por un pensamiento que nunca se nos ha ocurrido? Y, sobre todo, la nostalgia como gratitud implica que aquello que viene a visitarnos desde nuestro pasado encierra una promesa inaudita para nuestro futuro. En este caso, lo que la elaboración del duelo no ha podido asimilar queda incorporado en nosotros sin movilizar sin embargo ninguna añoranza melancólica. Se trata más bien de algo del pasado que se transmite como una posibilidad inédita para el futuro. Me siento agradecido a mis innumerables muertos por lo que he recibido; lo llevo conmigo no como una reliquia a la que honrar, sino como algo que todavía espera su realización, como un viento primaveral, un viento austral que sopla del sur.

Noli, octubre de 2022

Primera parte

Duelo y trabajo del duelo

Mi propio cuerpo [...] es como una casa vacía [...] No ha habido respuesta. Solamente el cerrojazo en la puerta, el telón de acero, el vacío, el cero absoluto.

C. S. Lewis, Una pena en observación

Su muerte podría ser en un sentido liberadora respecto de mis deseos. Pero su muerte me ha cambiado, ya no deseo lo que deseaba. Hay que esperar –suponiendo que esto se produzca– que un nuevo deseo se forme, un deseo de después de su muerte.

Roland Barthes, Diario de duelo

No estamos hechos para morir

No estamos hechos para morir, sino para nacer, afirmaba Hannah Arendt. Con todo, nuestra vida empieza a morir ya con su primer aliento. No solo porque la muerte es el destino inexorable que nos espera al final de la vida, sino porque en cada instante de nuestra vida hay algo que se pierde, se desgaja, se separa de nosotros mismos, desaparece. En tal sentido, no es que la muerte sea, como recordaba Heidegger, la última nota de la melodía de la existencia que cierra su movimiento, sino una «inminencia sobresaliente» que nos acompaña siempre.

Esta inminencia sobresaliente de la muerte define propiamente la modalidad humana de la vida. La existencia de una flor o de un animal vive sin conocerla. La flor y el animal son, en efecto, expresiones de una vida eterna. Ellos también están destinados a perecer, pero su vida no conoce la preocupación y el pensamiento de la muerte. La vida animal es siempre una vida llena de vida, una vida que no conoce la herida de la finitud o, mejor dicho, que no conoce la finitud como herida necesariamente mortal de la vida. Las aves del cielo, al igual que los lirios en los campos, por retomar una conocida imagen de los evangelios, no conocen la erosión del tiempo porque viven en un eterno presente, en un único y enorme «hoy». Han renunciado a toda forma de espera, no les oprime el peso amenazador del final porque su bendito magisterio ha suspendido el devenir del tiempo en un «ahora» que no se deja corromper por el devenir de las cosas. La vida animal, como la vegetal, no excluye en modo alguno el final –el perro, como la flor, perece, su existencia, como la vida humana, tiene «los días contados», como diría el Eclesiastés bíblico–, pero sin embargo, no conoce la muerte en absoluto como un destino amenazador en cada momento de la vida, como una posibilidad siempre posible o como la imposibilidad de todas nuestras posibilidades. Por tal razón, en su forma de vida –vida llena de vida, vida que coincide consigo misma– no experimentan la separación de sí mismos, no experimentan el tormento del deseo ni el pesar de la carencia del que este surge.

¿Por qué acarrea consigo la mirada de nuestro perro algo tan conmovedor? Sus ojos no conocen el abismo del fin y por esa razón se encomiendan sin reserva alguna a la mirada de su amo. No conocen el destino que les aguarda porque su destino está en las manos seguras de aquellos a quienes aman sin incertidumbre alguna. La mirada de un perro no conoce subterfugios, mentiras, actuaciones. Su profundidad está toda en evidencia, toda en la superficie. Su vida es eterna como eterna es la entrega fiel a su amo. Su presencia no conoce la ausencia. Su vida no puede vivir la experiencia del final. No es casualidad que los animales se parezcan a los seres humanos solo cuando enferman, o cuando la inmediatez de su existencia se ve perturbada por un accidente que compromete su fuerza vital. Es entonces cuando sus vidas parecen alejarse también, como las nuestras, de la eternidad del «hoy» revelándose ligadas a las ineluctables leyes del tiempo.

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La muerte del animal responde al ritmo necesario de la naturaleza. La sucesión de las estaciones implica la caída y regeneración de la vida según leyes inmutables. De ahí que otro de los momentos en los que la vida animal se asemeja a la vida humana sea la muerte de un cachorro. También en este caso parece desaparecer la rígida frontera que separa la modalidad humana de la vida de la modalidad animal: la muerte ha llegado demasiado pronto para segar cruelmente la vida de quienes acaban de nacer y tienen todo el derecho a vivirla. Los cachorros –de hombre o de animal– se parecen entre sí porque encarnan la aspiración positiva a vivir y revelan con su muerte, al mismo tiempo, la absoluta impotencia ante la propia vida. El escándalo de la muerte de un cachorro demuestra, tanto en la vida humana como en la animal, que la muerte es siempre injusta o, si se prefiere, que la muerte natural no existe.

En la modalidad humana de la vida, la muerte se halla en primer plano: la muerte de un ser humano siempre se produce demasiado pronto, siempre antes de tiempo, injustamente prematura. Incluso un anciano que muere encarna la injusticia del final, la terrible ley del tiempo de la que no podemos escapar. Mientras que el rey de los rebecos cuya existencia nos cuenta Erri De Luca en El peso de la mariposa se aísla del rebaño para ir al encuentro de su destino con sabiduría instintiva, la vida humana tiende a rechazar el momento de la muerte, quisiera poder vivir sin tomar en consideración la presencia de la muerte. Sin embargo, como sabemos, su ineludible necesidad se combina con su impredecible contingencia. Nuestra vida terminará sin duda alguna en los brazos de la muerte, pero ninguno de nosotros puede saber cuándo. Por eso, el acontecimiento de la muerte es cierto e incierto al mismo tiempo. Es una de las razones, como nos ha enseñado Heidegger, que definen la angustia como nuestra condición afectiva fundamental.

«Desaparezco»

«Desaparezco». Por lo que cuentan algunos de sus alumnos, parece ser que fue esta la última palabra que dijo Jacques Lacan. Final del juego, reinicio, desaparición. No es casualidad que el último de sus célebres Seminarios lleve el premonitorio título de Disolución. Anuncio no solo del fin de su Escuela –que disolverá, en efecto, poco antes de su muerte–, sino también del fin de su presencia en este mundo. Anuncio, en resumidas cuentas, de su inminente desaparición.

Desaparecer es una forma radical de separación. Cuando nos faltan las palabras, cuando el dolor es excesivo, cuando todo parece comprometido, cuando todo se ha vuelto imposible de soportar, cuando nos hallamos al final de nuestras fuerzas, cuando ha sucedido lo irremediable, cuando muere algo en lo que hemos creído profundamente, la separación puede adoptar entonces la forma radical y gélida de la desaparición. «Desaparezco» significa romper para siempre los lazos con el mundo tal como lo he conocido. El hacha del tiempo ha cortado de un solo golpe la cuerda que nos unía a la vida. Todo lo que queda es desaparecer, acabar con todo, apagarlo todo. En el caso de la muerte, esta desaparición no es –a excepción de los sujetos suicidas, que deciden acabar con sus vidas– el resultado de una elección, sino el de una sentencia, de una imposición sufrida. Nunca soy «yo» quien decide desaparecer, sino que es la ley de la muerte la que lo exige. El tiempo destinado a mí ya ha acabado, no hay más tiempo para mi vida. La muerte nos obliga a desaparecer, a disolvernos, a volver, como nos dice también el Eclesiastés bíblico, al polvo del que provenimos. El círculo se cierra: el ser, salido de la nada, vuelve a la nada. A los hombres les ocurre, como nos recuerda siempre el Eclesiastés, lo mismo que les ocurre a los caballos, a los perros, a las hormigas, a los leones, a las aves del cielo.

En italiano, para referirnos a alguien que ha muerto se emplea con frecuencia el verbo desaparecer: «ha desaparecido», decimos, como para subrayar que quien se ha ido ha disuelto todo vínculo con nosotros, ya no está disponible, a nuestro alcance, ya no podemos ponernos en contacto con él. Y cuántas veces nos ha costado encontrar las palabras adecuadas para comentar este anuncio. Imposible, de hecho, encontrarlas. Mejor guardar silencio. No es casualidad que Roland Barthes, en Fragmentos de un discurso amoroso, describiera la separación como el alejamiento en el espacio de dos naves espaciales que ya no pueden interceptar los men- sajes que se mandan. Lejanía sideral, distancia insalvable, desaparición del radar. Desaparecemos como el avión que se estrelló en Ustica o como el inquietante coronel Kurtz en Apocalypse Now de Francis Ford Coppola. Es así: la desaparición, si realmente pretende serlo, debe ocultar sus huellas, debe impedir el hallazgo o el retorno. También intenta desaparecer de esta manera el protagonista de una conocida novela de Georges Simenon titulada La huida, el señor Monde, quien de la noche a la mañana decide abandonar abruptamente el orden burgués e indiferente de su familia. Retira todo el dinero que tiene en su cuenta bancaria y toma el primer tren, sin dar explicaciones a nadie. Lo que le sucede al protagonista de Dissipatio H. G. de Guido Morselli es que, después de haber intentado suicidarse, regresa a su ciudad dispuesto a volver a vivir, pero, en una burla del destino, no encuentra allí ya a nadie: toda la raza humana («H. G.» significa Humani Generis) se ha disuelto entre tanto, se ha disipado sin ninguna razón, ha desaparecido de la faz de la tierra.

La desaparición es un alejamiento que se ve impulsado hacia sus más oscuras profundidades. No quedan huellas de quienes se han ido, no habrá más contactos, ya no habrá posibilidad alguna de encontrarlos. Eso quiere decir que quien desaparece, que quien fallece, se ha ido de verdad sin dejar nada de sí mismo, sin deseo de volver ni esperanza de ser reencontrado, con la resuelta voluntad de no pertenecer más al mundo al que pertenecía. Todo esto parece resonar en la última palabra atribuida a Lacan: «desaparezco». Arrastrar consigo todo lo que uno ha sido, sin restos, sin huellas, sin nostalgias.

La vida como separación

La muerte física de nuestro cuerpo no es la única experiencia que podemos vivir de la muerte. De hecho, son innumerables las muertes que jalonan nuestras vidas. Con eso se pretende decir que cada uno de nosotros ha vivido múltiples experiencias de caídas, separaciones, desapariciones, abandonos, pérdidas. Nuestra vida aparece circundada por todas las pérdidas que la han marcado, por las heridas que le han infligido las separaciones, por los fantasmas de nuestros muertos.

Para el psicoanálisis, las experiencias que anuncian la de la muerte están asociadas a la angustia de la castración. No es casualidad que Freud describiera el desarrollo de la vida humana como una serie sucesiva de cortes: de la placenta, del cordón umbilical, del pecho, de las propias heces, de nuestra madre, de nuestro cuerpo infantil, etcétera. En cada uno de estos pasos evolutivos, algo está destinado a perderse irreversiblemente. Por eso, en el mito bíblico, el ser humano (adam), para adquirir un vínculo con el Otro (Eva), debe antes que nada ser extraído de sí mismo, debe estar dispuesto a perder una parte de sí mismo (la famosa «costilla»), debe exponerse a su propia carencia y a la dinámica del deseo que lo conduce hacia el otro desde sí mismo. Pero como ocurre, por ejemplo, en el destete, no es solo el objeto (el pecho) el que se desprende del sujeto, sino que es también un trozo del sujeto el que en ese momento de separación se pierde a causa de la pérdida del objeto. Cada corte tiene topológicamente dos bordes: la separación no se limita a alejar al sujeto del objeto perdido, sino que lo aleja también de una parte de sí mismo. Precisamente de esa parte que más se había adherido al objeto, confundiéndose con él. Por eso cuando un amor se acaba nos sentimos perdidos. De hecho, no perdemos únicamente el objeto amado, sino que junto con ese objeto se pierde el sentido del mundo y, en consecuencia, una parte significativa de nosotros mismos. Algo muere, se apaga, se desprende, ya no existe. De modo que la pérdida del objeto arrastra también al sujeto, despojándolo de una porción de su ser. De ahí la mirada desconcertada, vacía y angustiada que vemos en el rostro de quienes están viviendo el duelo de una separación. Al vacío que deja la pérdida del objeto que se ha abierto en el mundo corresponde el vacío que se ha abierto simultáneamente en el sujeto.

«Diario de un dolor»

Perder a quien daba sentido a nuestra vida significa perdernos a nosotros mismos. Son las dos caras del trauma de la pérdida: el objeto se hunde en la nada y el sujeto lo sigue. La pérdida del pecho es también la pérdida del ser del niño. Esto significa que la desaparición de quienes hemos amado es ante todo la desaparición de un lugar familiar: ya no está donde lo veía yo, donde sabía que se hallaba, ya no está en nuestra casa, en nuestra cama, ya no está aquí, ya no se presenta en ese sitio donde yo siempre lo esperaba. Hablando de Camus –cuya temprana muerte se debió a un accidente automovilístico–, Sartre recordaba la perturbadora sensación que sentía cuando caminaba de noche por la calle donde vivía su amigo sin poder ver ya la luz en su ventana. Algo se había apagado, el mundo ya no contemplaba su presencia y, por lo tanto, su rostro había cambiado para siempre.

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La pérdida de ese lugar familiar que el Otro representaba para nosotros conduce a la sensación de que ya no hay lugar para quienes nos quedamos aquí. La muerte de los que hemos amado y perdido arrebata a la vida su propia condición de lugar habitable. La vida ofendida por el trauma de la pérdida advierte que sin el Otro no hay lugar ya para estar. Es el carácter definitivo («el ala negra de lo definitivo») que acompaña a toda muerte, como puntualmente escribe Barthes en Diario de duelo, relatando su luto personal por la muerte de su amada madre. Y, sin embargo, en contraste con esta ausencia definitiva, todo continúa como antes. La vida de los demás discurre con toda normalidad mientras nosotros, que hemos perdido el lugar que daba sentido a la vida, nos convertimos en espectadores excluidos de la vida misma. Es la condición básica de todo duelo: seguimos percibiendo la presencia del objeto perdido entre nosotros, por mucho que ya no esté. Una interrupción sin posibilidad de recuperación ha excavado un foso infranqueable entre nosotros, ha hecho definitiva esta ausencia.

La muerte de alguien a quien hemos amado profundamente es ante todo la muerte de una presencia que tiene la forma singular e insustituible de un cuerpo. El primer lugar que se pierde, cuando el Otro desaparece, es precisamente el lugar de su cuerpo. Este cuerpo ya no está ahí, ya no resulta visible, ha entrado en otro lugar o en ningún lado, pero lo indudable es que se ha ido para siempre. Pese a que ese cuerpo haya sido el país que más he visitado, cuyos rincones he podido conocer en profundidad, cuya geografía he ido asimilando a lo largo de los años, es como si ahora se me prohibiera brutalmente cualquier derecho de acceso. El país que tanto he amado –el país del cuerpo del Otro– ya no existe, ha sido borrado de todo mapa, se ha hundido, ya no puedo visitarlo. Esto es lo que experimentamos en cada duelo: no hay recuerdo capaz de restituirnos la presencia sensible del cuerpo de quienes ya no están con nosotros. Su paso, su piel, sus ojos, su sonrisa, su voz, su ropa. Todo ha desaparecido para siempre. Ya no existe el lugar del cuerpo que amaba y ya no existe ningún lugar donde este cuerpo pueda ser encontrado de nuevo. Es el fin de un mundo, del mundo compartido de los amantes, del mundo del Dos. Es la dimensión desgarradora de todo duelo, su definitiva verdad. Si la existencia del Otro ampliaba el horizonte de mi mundo, su desaparición lo restringe, lo comprime, lo arrincona. El dolor de la pérdida es un dolor que quita el aliento a la vida porque reduce la propia vida a un dolor. No solo el que nos provoca la pérdida del objeto, sino un dolor que impregna toda la existencia. La atrocidad de la experiencia del duelo estriba en esto: no consiste únicamente en vivir el dolor de la pérdida, sino en vivir la propia existencia –privada de la pérdida– como dolorosamente perdida. La existencia de quien ya no está se convierte en una suerte de cielo sombrío que se extiende sobre todas las cosas.

Entre los libros más conmovedores y puntuales sobre la experiencia del duelo, no puede dejar de mencionarse Una pena en observación –que en italiano se titula precisamente Diario de un dolor–, de C. S. Lewis, escrito por el prestigioso medievalista, profesor de Cambridge y creyente practicante tras la muerte de su amadísima esposa. Lo primero que llama la atención de su relato es la extraña continuidad que parece establecerse entre la ausencia del objeto amado y la ausencia de Dios. En efecto, ambos conocen solo el lenguaje del silencio: su mujer no puede responder a las palabras que él le dirige y Dios se le aparece como un «telón de acero», un «cerrojazo en la puerta» frente a sus plegarias. Este doble silencio –el silencio de su amada fallecida y el silencio de Dios– vuelve a poner en el centro de su vida la verdad que todos querríamos olvidar: todo vínculo implica la posibilidad de su disolución no como una eventualidad entre otras, sino como su destino inevitable. Incluso entre los amantes que se juran amor para siempre, la muerte caerá fatalmente como una cuchilla para separar a los Dos. Entre el «para siempre» del amor y el de la muerte, triunfa el de la muerte puesto que, por más que en los sueños románticos los amantes aspiren a morir juntos, abrazados, confundidos el uno en el otro, por más que decidan incluso darse la muerte al mismo tiempo, acabarán transitando irremisiblemente por caminos diferentes. Por tal motivo comparaba Freud la angustia ante la muerte con la angustia ante la castración.

«Toda la realidad es iconoclasta», escribe Lewis en su grito de dolor. ¿Qué significa eso? Significa que no podemos vivir solo de imágenes, de ideas, ni siquiera de la idea de que existe un alma que sobrevive después de la muerte del cuerpo, porque nuestro deseo requiere la «realidad sólida e in- dependiente» de quien deseamos, la realidad de su cuerpo. Por ese motivo, la desaparición definitiva del cuerpo de la amada coincide con la desaparición de nuestro propio lugar del mundo. En una carta reciente, una de mis pacientes me escribió que nuestro apego a los objetos materiales, a las cosas que amamos, expresa nuestro rechazo a la muerte porque están destinados a sobrevivir a nuestras vidas. En los objetos que nos son más cercanos y en los que hemos amado a lo largo del tiempo, siempre hay algo de nosotros que permanece, que aspira a sobrevivir, que evoca eternamente los lugares en los que hemos estado.

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