No se lo había dicho a nadie hasta hoy, pero si voy a hablar de mí, tengo que develar un secreto: detrás del único cuadro que está colgado en las paredes blancas de mi habitación en Cuba, anoto desde hace poco más de dos años el final de cada uno de mis días.
El cuadro ni siquiera es mío, es de mi abuela, que es la dueña de la casa y aún no ha descubierto mi demencia. Cuando vine a vivir aquí con 12 años ya estaba colgado entre la puerta del closet y la ventana que da al balcón. En él hay una muñeca sonriente de color azul claro, que viste una saya a cuadros, una blusa ajustada a los hombros y un pañuelo rojo en la cabeza. La muñeca está descalza y todos los trazos finales de su figura terminan en unos márgenes cúbicos afilados.
Durante mi adolescencia nunca reparé en ella, era como si no hubiese estado ahí colgada recogiendo el polvo de esa época. Me percaté de su presencia hace dos años y unos días, cuando destrocé los nudillos de mi mano derecha pegándole un jab a la pared. La furia que me llevó a lanzar aquel piñazo llegó en la noche, después de intentar infructuosamente encontrar refugio en unas cervezas. El día se me había ido en nada.
Antes, en la mañana, había salido a correr. En ese tiempo estaba pasado de peso y eso me tenía con la autoestima baja. Corría todas los días un tramo bastante largo del malecón de La Habana sin que mi cuerpo viera la más mínima incidencia de aquel esfuerzo físico y mental.
Por alguna razón que no recuerdo, aquella mañana terminé de correr pronto. No estaba tan empapado en sudor como de costumbre cuando sonó el teléfono. “Abraham, puedes venir a firmar tu baja”, me dijeron desde otro lado de la línea.
Colgué y unos segundos después me descubrí temblando. Me invadió una sensación de vértigo. Había esperado tanto ese día que, ahora que estaba ahí, no sabía cómo reaccionar. Creo que a lo único que atiné fue a llamar a mis padres y contarles la noticia.
Paréntesis: Mi peor etapa estudiantil fue la secundaria básica y eso me costó ir a un Pre-universitario corriente y no al Instituto Pre-universitario vocacional. Yo quería ser narrador deportivo y para ello lo mejor era entrar a la Licenciatura de Periodismo en la Universidad, pero esa era una carrera muy demandada por los estudiantes de la vocacional, que tenían mejor preparación académica que yo. Entonces mi padre, Teniente coronel del Ministerio del Interior (MININT), se apareció con una propuesta para cortar camino. El Ministerio de Educación en conjunto con el MININT había lanzado un programa llamado “Cadetes insertados”, que tenía como objetivo captar a estudiantes para que cursaran los cinco años de universidad y luego cumplieran su servicio social en el Ministerio del Interior para elevar el nivel cualitativo de su fuerza de trabajo. Yo, 16 años, me sentía en desventaja y quería Periodismo a toda costa, así que asentí ante la propuesta de mi padre pensando que de algún modo él me ayudaría en el futuro a zafarme de lo militar y yo podría seguir con mi sueño de la narración deportiva. Entré a la universidad, pasé los mejores cinco años de mi vida y me gradué, pero mi padre no movió un dedo para sacarme de lo otro y durante tres años y medio estuve trabajando en dos departamentos del MININT. En ambos el contenido de trabajo estaba relacionado con información pública. (En paralelo comencé a escribir para la revista OnCuba, que no era del agrado del Ministerio, y eso provocó cierta conmoción cuando lo descubrieron.) Hastiado de ver el tiempo pasar en una silla de escritorio, un día me senté ante mi jefe y pedí mi renuncia. El hombre explotó (odio visceral). Despotricó sobre mi mejor amigo, sobre mi familia y me dijo que me fuera a casa, que él me llamaría el día que tuviera que volver para firmar el papel de mi liberación. Ese día tardó un año y seis meses, pero por fin llegó, el 2 de junio de 2016. (Tres meses antes unos amigos y yo fundamos la revista El Estornudo). Fin del paréntesis.
Después de hablar con mis padres, me bañé y salí como un bólido a ponerle fin con mi firma a aquel suplicio que me tenía magnetizado.
–Usted es Abraham –me dijo una señora con aires de grandeza desde su buró.
–Si –le dije.
–Entrégueme sus carnets y firme aquí –dijo mostrándome varios papeles.
Los documentos describían mi trayectoria dentro del Ministerio del Interior e iban acompañados de una evaluación que nunca entendí y poco me importaba. Pero el último de los papeles detuvo mi vista en seco:
“Desde hoy 2 de junio de 2016, usted queda bajo una regulación migratoria por parte del Ministerio del Interior hasta el 2 de junio de 2021”.
–¿Qué significa esto? –le pregunté a la señora.
–Eso mismo que dice ahí. ¿No sabes leer? Que no puedes salir del país hasta el 2021.
–Pero y por qué, ¿qué he hecho yo?
–Amor, mira, esto es por acceso a información clasificada. Esto no lo decido yo, esto lo mandan desde arriba.
–¿Y si no firmo?
–Pues sigues siendo del MININT para toda la vida. No hay alternativa.
–¿Cómo puedo reclamar? Esto es inadmisible.
–No puedes reclamar, esto es una orden. Además, tú sabes que en lo militar solo hay una cosa que hacer ante las órdenes: acatarlas.
Como ya les he dicho, en los tres años y medio que trabajé ahí, solo tuve acceso a información pública y mi trabajo nunca fue secreto. Si hubiera tenido en mis manos información confidencial, ya se estaría hablando de mí como el Snowden cubano, pero no fue así.
El artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce que “un ciudadano de un estado tiene la libertad de viajar y residir en cualquier parte del estado que le plazca, dentro los límites de respeto a la libertad y los derechos de los demás, y a dejar ese estado y volver en cualquier momento”.
Muy pocos países, como Cuba, le prohíben a funcionarios estatales salir de su país. Ningún otro, además de Irán o Corea del Norte, quizás, me habría suspendido la libertad de circulación por cinco largos años sin que aquello fuera totalmente ilegal. Han pasado apenas dos y el saldo ha sido devastador. En ese tiempo he presentado alrededor de quince solicitudes para salir del país por temas profesionales. Todas me las han negado. Viajes, congresos, talleres, charlas, eventos y foros han quedado en el aire. He perdido contactos, reconocimientos, dinero y amores. La mayoría de mis amigos se fueron de Cuba para hacer sus vidas en otro lugar; se largaron huyendo del hastío y el tedio de esta isla. En todo este tiempo he visto como el país se sigue cayendo a pedazos y como la gente gasta su último aliento en el polvo del derrumbe.
Fidel Castro murió y su hermano Raúl delegó tiempo después parte del poder legislativo heredado. El sucesor lleva por nombre Miguel Díaz-Canel y nada en su burocrático ascenso político nos lleva a pensar que tenga la intención y el poder real para promover una reforma gradual del estado actual de la nación. Hoy Cuba es un barco a la deriva. Una nave deteriorada que se ha quedado atascada en medio de un océano, y cuyo único e insignificante movimiento es provocado por el vaivén de la marea. La tripulación añora ver tierra y salir del naufragio, pero su alto mando se aferra a mover todo el armatroste a golpe de remos hacia la misma latitud acostumbrada.
Mi cuenta regresiva no se trata de tachar dos, tres, cuatro y llegar a cinco, sino de romper mis propios barrotes.
Este blog irá de eso, de contarles cómo llevo mis días, “Desde el malecón”.
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*Abraham Jiménez Enoa es periodista. En 2016 fundó junto a varios amigos El Estornudo, la primera revista digital de periodismo narrativo hecha desde Cuba. Hoy, tras volverse incómoda al régimen, ya no puede leerse desde la isla pero sigue adelante a modo de guerrilla internacional, con colaboradores en varias partes de Cuba y del mundo. Por decisión del Ministerio del Interior, Abraham tiene prohibido salir del país hasta el año 2021 y escribe desde su isla para medios de varios países a pesar de su lento y costoso servicio de internet.
*Ilustración de Frank Isaac García Llanes.