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Cracolandia: al otro lado del muro

Cracolandia: al otro lado del muro

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AAAA
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—¿Y vos qué mirás?

La pregunta la hace una mujer recostada, más bien arrojada sobre un charco que se adivina amarillo y que fluye hacia el asfalto por las baldosas de una vereda rota y sucia. Está apenas vestida: un short de jeans dos o tres tamaños más grande del que le correspondería, un corpiño de bikini desteñido. En la oreja que no está apoyada sobre el líquido se ve un gran agujero en el que un aro dilatador dejó su huella irreversible.

 —Nada.

La respuesta es seca y proviene de otra mujer de unos 30 años que pasa por ahí. Camina con auriculares inalámbricos, lleva argollas de plástico en las orejas y un vestido liviano de los que abundan en maniquíes iluminados con neón, en las tiendas al paso que se ven por las estaciones del metro de São Paulo. Tres adolescentes, que comparten un cigarro electrónico y cargan mochilas sobre sus espaldas y libros escolares contra el pecho, miran a la mujer del charco y continúan caminando. Segundos después, hacen lo mismo un vendedor ambulante de fundas para teléfonos móviles y una mujer con dos críos de la mano. Todos dirigen, quizá sin querer, sus miradas al bulto sobre las baldosas. Miran sin mirar y ninguno se inmuta al repetir, como si se hubieran puesto de acuerdo, ese nada cuando ella los increpa sin bronca ni fuerzas. Parece que solo quisiera demostrar que está viva.

Es martes por la mañana y desde las 9 el sol de un febrero más caliente de lo habitual promete que azotará el cemento y que apurará la evaporación y el hedor de los fluidos alrededor de los cuerpos de quienes yacen, en apariencia moribundos, sobre la vereda que da al muro de casi 50 metros con el que el gobierno paulistano pretende ocultar a los zombis, los espectros, los despojos, las sombras, estos seres que, como la mujer del charco, son invisibles.

Hay más de mil usuarios de crack que pululan en este rincón del centro antiguo de São Paulo. En esta mañana febril son uno, dos, cinco, trece cuerpos en apenas media cuadra, separados por pilas de cartones, alguna lata abollada y colilla, interpretando una coreografía en dos actos.

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Acto 1: alguien se lleva un pequeño cilindro a la boca y acerca un encendedor. Inmediatamente, aspira la punta del cilindro y en ese instante puede oírse el estallido de la piedra al quebrarse: ¡crack! Un sonido punzante, dulce, breve, por el que se le dan nombre a la droga y al lugar. La droga: crack o cocaína de los pobres. El lugar: Cracolandia o Tierra del Crack.

Acto 2: una vez disipado el humo hay quien guarda el tubo, y quienes lo dejan caer para luego reír, alzar los brazos en una V mayúscula de vamos, de victoria o de venceremos, quién sabe; y entonces sí, se mueven con euforia, saltan, bailan, se abrazan. Los consumidores cambian según las horas, el día, las semanas, pero siempre parecen los mismos. La fiesta dura en promedio 10 minutos. Y todo vuelve a empezar.

Del muro cuelgan remeras, algún corpiño, medias, varias toallas. El muro llegó en 2025 y atraviesa el cuadrilátero llamado Cracolandia, cuyo nombre oficial es Escena Abierta de Uso permitido de Estupefacientes. Llamada así por la Secretaría de Seguridad Pública del gobierno local, de esta entidad depende su custodia, que se realiza con agentes, quienes —sin embargo— evitan detenciones para no sobrepoblar comisarías. Desde 2006, la ley de Brasil establece que la tenencia de drogas para consumo personal es un delito por el cual se puede demorar al infractor en una sede policial, pero no derivarlo a una cárcel, pues no es punible con prisión efectiva. Solo se aplica una multa, trabajo comunitario o un tratamiento. El objetivo no es liberar el consumo de drogas, sino respetar “los derechos fundamentales de la persona humana [sic], especialmente en lo referente a su autonomía y libertad”.

El muro fue construido a las apuradas y amaneció todavía fresco en la madrugada del último miércoles 15 de enero. No había sido anunciado, sorprendió a los propios vecinos e indigna hasta estos días a organizaciones defensoras de derechos humanos. “Crearon un campo de concentración”, fue la primera denuncia, presentada por la agrupación Craco Resiste. Vinieron más quejas y la Defensoría del Pueblo recomendó la demolición de la pared, que se extiende por 50 metros sobre la acera y tiene una altitud de dos metros y medio, con el argumento de que su arquitectura “tiene una estética hostil y segrega a quienes están en situación de mayor vulnerabilidad”, antes de sugerir que, en todo caso, se coloque una reja. El Supremo Tribunal Federal (STF), máxima instancia de la justicia en el país, reclamó explicaciones desde Brasilia. El gobierno paulista, responsable por la construcción, argumentó en su defensa que “antes del muro había una mampostería” y que su reemplazo por ladrillos busca “evitar accidentes, especialmente atropellos (de automóviles), considerando el estado de debilidad de quienes frecuentan la región”.

La droga llegó a esta zona en los años ochenta, cuando la inauguración de otra terminal de autobuses en las márgenes del río Tieté, que atraviesa la ciudad, desactivó la hiperactividad de la Estación Central Luz sobre cuya fachada hoy se recuestan los adictos, pues hasta allí se extiende la Tierra del Crack. Desde entonces, en la Estación Central Luz operan solo trenes y subterráneos. Allí comenzaron a convocarse jóvenes para aspirar pegamento. En 1990, según los registros de la policía, apareció un veinteañero con 220 gramos de crack. Fue apresado, pero llegaron otros. Más y más adictos de la ciudad y de las afueras empezaron a vivir sobre las plataformas de autobuses en desuso. Cinco años después, en 1995, en una crónica del diario O Estado de S. Paulo se utilizó por primera vez la palabra Cracolandia para describir cómo “los antiguos caserones están siendo usados por traficantes para preparar piedras de crack”, a propósito de la apertura, en esa zona y por entonces, de una Comisaría de Represión al Crack.

Cracolandia o CAU del centro paulista, es, en verdad, un territorio de un cuarto de manzana rodeado por uno de los paisajes arquitectónicos más opulentos y atractivos de São Paulo. En las alturas se imponen las cúpulas y en el suelo hacen lo mismo los usuarios de crack, entre los transeúntes y el tráfico. El cuadrilátero, cuya arista superpoblada de adictos es la calle Dos Protestantes, se interrumpe contra la bella Estación Central Luz y está limitada por las arterias Rúa Vitória y Rúa Triunfo: hace cien años se levantaban allí grandes compañías cinematográficas internacionales como Paramount, Columbia y Fox y la nacional Fama Filmes. Floreció en ese rincón una especie de Hollywood a la brasileña hasta que se perpetró el golpe de Estado de 1964 contra el presidente João Goulart. La dictadura duró hasta 1985, y en ese periodo las cintas de amor y aventura dejaron lugar al “Cine Marginal”, con epicentro en esa región, que contenía sexo explícito, lenguaje grosero y consumo de drogas. Los opositores a ese movimiento tildaron a la zona como “Boca de Lixo”, boca de basura, palabras con las que aún Google Maps identifica a la región.

Hace un siglo, el glamour reinaba en los cafés de las esquinas de Rúa Vitória, el champán burbujeaba en los restaurantes de Rúa Triunfo y las estrellas que sonreían desde el papel de los afiches se paseaban en descapotables. Había estelas de perfume francés. Hoy el lugar está sucio, huele a orín, vómito, amoníaco y brea caliente. Huele como la mayoría del millar de personas que lo recorren todos los días bajo los efectos del crack. Y entre esos 1 000 o 1 300, según los cálculos oficiales, los traficantes de la droga son amos y señores: obtienen lo que quieren por lo que ofrecen (sexo, teléfonos celulares robados y favores personales). No solo ellos se cuelan entre quienes deambulan enclenques, sino también los carteristas.

Oficialmente, se admite hoy la existencia de 72 CAU en 47 barrios centrales y periféricos de São Paulo, pero la “Meca”, Cracolandia, la más grande de todas, continúa floreciendo entre las rúas Vitória y Triunfo. El estatus CAU, que intenta evitar la violencia policial contra los adictos, requiere tres factores en común: uso, cantidad y tiempo. Uso: crack. Cantidad: al menos 15 usuarios. Tiempo: una semana o más en el mismo lugar. La Meca cumple 35 años reuniendo esas condiciones.

Los datos de la policía paulista afirman que se registran allí, en pleno centro, un promedio de 33 crímenes por día, sobre todo hurtos de móviles, carteras o mochilas e invasiones en grupo a tiendas de comida, perfumerías o farmacias para robar. Los mismos datos aseguran que durante 2024 caminaron estas calles 73.14% menos de personas que en años anteriores y que quienes aún lo hacen son vecinos, estudiantes, turistas o gente interesada en el arte o la cultura. Porque aquí, entre otras cosas, y alcanzado por el humo del crack, se erige el Conservatorio de Música Tom Jobim.

“Las artes tienen ese don de ver más allá”. La aseveración es del actor Léo Akio, miembro fundador de la Compañía de Teatro Mungunzá y cocreador del Teatro do Conteiner —de los Contenedores—, que funciona dentro de uno enclavado sobre una plazoleta que limita con Cracolandia. A espaldas del contenedor está la zona de consumo identificada por apenas tres letras, CAU, que alertan que allí todo vale. La sala teatral está rodeada por otros contenedores que albergan un centro de exposiciones; la oficina de Akio; un bar frecuentado por actores, directores, público en general y crack-dependientes; un taller de circo y un taller de corte y confección para mujeres cis y trans del lugar. Todos interactúan en armonía. En los días previos al carnaval, sobre el césped de la plazoleta del teatro se concentran los ensayos de la comparsa Blocolandia, organizada desde hace 10 años por trabajadores, militantes y usuarios de crack. Sus miembros la llaman “bloco de piedra” y la definen como “la más inclusiva de todas” las comparsas —o escuelas de samba— de Brasil.

“Es solo acompañar, dejarlos tocar los tambores y bailar al compás”, dice Claudinho, el líder de los percusionistas que marca el paso de todos los demás en el desfile que recorre las calles del barrio el sábado 22 de febrero, dentro del calendario oficial del carnaval.

Todo comienza al mediodía y pese a la luz ardiente son casi 300 consumidores de crack que mueven sus cuerpos raquíticos mientras desfilan. Hay hombres y mujeres en piel y hueso, travestis con ropas sensuales y mucho glitter, algunos niños. Todos danzan lo ensayado de antemano e improvisan estribillos breves, como “Craco resiste”. Se muestran exultantes. Felices durante cuatro horas.

“Se movieron toda la tarde y la mayoría ni usó crack porque se enfocó en acompañar al otro en la algarabía y no en la droga”, dice la psicóloga Laura Sahm, que participa de la comparsa.

En el manifiesto fundacional de Blocolandia se aclara que la intención no es romantizar la miseria, sino oponerse al discurso que criminaliza a la pobreza y estigmatiza al usuario de drogas.

São Paulo es la ciudad más grande de América Latina, con casi 12 millones de habitantes, una expectativa de vida de más de 78 años y el mayor PBI de Brasil. Es la quinta en cantidad de museos, según el Informe mundial de cultura de las ciudades, apenas detrás de Londres, Berlín, París y Nueva York. Hay más de 150 salas de teatro y por lo menos 330 de cine, una veintena de ellas públicas y gratuitas. A 50 metros del nudo de Cracolandia se levantan la Sala São Paulo, uno de los salones de conciertos más valorados del planeta; el Memorial de la Resistencia, un museo dedicado a víctimas de la dictadura militar; la Pinacoteca, la galería de arte más importante de Brasil, y, a escasos metros del muro, la Estación Da Luz, con un reloj similar al Big Ben y el aspecto monumental de la Abadía de Westminster.

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“La calle es muy cruel con gente como nosotros, sobre todo con las mujeres”, dice Magalí mientras asoma la noche y el frío otoñal de fin de marzo. Está sentada sobre el cordón de la vereda y se recupera de los efectos de la última dosis del día.

Una piedrita no es nada. Lo que quiero decir es que no se siente nada tan potente como todos creen y menos todavía cuando pasa el efecto. Pero mientras dura el flash estás en la gloria dorada, se siente que todo está bien y nada puede afectarte. Es como tener el superpoder de escapar de lo feo. Se siente que sos la mejor de toda tu familia y de tus amigos, que todo lo que te preocupa todos los días por fin no te afecta en nada. Que si quisieras volar nada te lo va a impedir.

 

Todo en ella vira hacia un tono ámbar: la piel, el pelo decolorado, los dientes y especialmente los bordes de los labios. Le echa la culpa de eso a los efectos del “terrón”, como le llaman muchos al crack, que se vende en bloquecitos blancos o pajizos, según la sustancia con la que haya sido mezclado, y tiene un gran parecido con los terrones de azúcar. Pero no es con azúcar con lo que se mezcla al descarte de la cocaína, base de la piedra que suelta ese crack al desintegrarse, sino con bicarbonato de sodio, acetona, ácido sulfúrico, cafeína o con un medicamento antiparásito intestinal, levamisol.

Magalí menciona como al pasar que sufrió tres abortos espontáneos, que en el final de su cuarto embarazo parió a un bebé muerto, “cuando la única droga que conocía era el tabaco”, y que su marido desapareció una semana después del parto, cinco días antes de que fueran desalojados por una deuda del alquiler de un departamento. Se sintió, dice, toda fracaso y recaló por primera vez en este rincón. Llegó allí junto con una amiga a la que no ve desde aquel día de hace año y medio. No quiere aparecer en las fotos. No quiere que su marido  —“¿o será ex?”, se pregunta— la vea allí ni en el estado en el que se avergüenza de estar: 15 kilos debajo de su peso regular, dos dientes menos y el vicio que la avejenta dos décadas.

“Yo sé que un día voy a salir de acá o rescatada o con las patas para adelante, pero sé que saldré, seguramente en una ambulancia”, dice mientras intenta recoger la maraña de su pelo en un rodete.

Se exaspera por la rebeldía de su cabellera porque la falta de higiene comienza a picar, porque es evidente que hace siglos no usa desodorante, porque ha llegado la hora, dice, “de volver a no pensar”.

Cada una de las dosis que Magalí consume por día cuesta 3 reales (poco más de medio dólar), lo mismo que cuesta una lata de cerveza, la mitad de una botella de litro y medio de agua mineral, un tercio de un paquete de Marlboro. Los mismos 3 reales, ese casi medio dólar, que reciben una jovencita o un adolescente por practicar sexo oral a un desconocido en algún automóvil en movimiento, entre dos o tres semáforos, para bajarse con la boca sucia y gastar lo ganado con algunos de los dealers que esperan entre los tachos de basura o esquivando las rondas periódicas de la policía.

A ojo suelto puede advertirse la presencia de un policía por cada ocho consumidores en las horas pico, que son las del atardecer. Por la mañana, y hasta pasado el mediodía, hay allí alrededor de 300 o 320 consumidores, según los cálculos de la policía, que se agolpan sobre la calle Dos Protestantes, con el único fin del consumo matutino. La cantidad de consumidores se duplica cuando comienza la noche. Los agentes no. Los relatos policíacos de cada final de día afirman que entre una medianoche y la siguiente se acumula una media de 1 000 a 1 300 usuarios. Los fumadores de crack se amontonan para drogarse en comunidad y, sobre todo, para estar cerca del traficante; los agentes de la policía, en cambio, lo hacen para identificar a quienes venden la droga: pueden detener al proveedor, pero no al consumidor, excepto que cometa un delito contra un tercero.

Una pesquisa de la Universidad Federal de São Paulo (Unifesp) eleva la cifra de usuarios de crack a 1 700 diarios. La mitad de ellos vive en la calle y el 90% fuma mientras el 10% restante solo permanece para pasar el tiempo en una comunidad. Agrega detalles el último informe de la Universidad de São Paulo (USP), que puntualiza, además, que el 40% de los homeless asegura estar en Cracolandia y dormir a la intemperie por decisión propia.

Para distinguir a estas personas de los “crackeados” o “crackudos”, no hace falta más que observar unos minutos: los consumidores usan camisetas roídas, pantalones cortos, raramente una camisa desprendida y ojotas, aunque en general van descalzos, incluso en el invierno. Para incursionar fuera de la CAU la mayoría suele cargar con todas sus pertenencias: un buzo con cierre y capucha, una prenda que parece el uniforme de este sitio. Las mujeres son minoría. Los hombres componen casi el 70% de la población, de acuerdo con un estudio interdisciplinario datado en marzo último de USP, Grupo Cóccix y Fundación Getulio Vargas. En el 30% restante se mezclan mujeres, travestis, quienes se auto perciben no binarios, niñas y niños. Los usuarios, en más del 80%, son negros. Magalí es mujer y blanca, y, como la mayoría de las mujeres cis y travestis de la zona, se prostituye por las dosis. A cambio de sexo con traficantes obtiene una piedra por la mitad de lo que le cuesta al resto o dos por una.

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En medio del paisaje, los policías son una postal del poder y muchas veces del sadismo. Uniformes con acolchado en las articulaciones, botas, cascos, chalecos antibalas, pistolas reglamentarias y armas largas como ametralladores o rifles, cachiporra o gas pimienta, handy a la cintura y celulares colgados sobre el pecho. Se mueven casi sin moverse con una van para eventuales arrestos si sorprenden a alguien en un delito, cuatro coches patrulleros, ocho motos, una ambulancia.

“Se hace agotador observarlos drogarse seis horas seguidas sin poder hacer nada, pero estar aquí parado es la única manera de identificar a los traficantes y evitar que los adictos salgan a robarle a los peatones y los turistas cuando quieren comprar más”, explica el cabo Costa, de la policía metropolitana, que interrumpe su explicación para advertir a unas jovencitas que “tengan cuidado con el teléfono, las joyas y las carteras”. “No podemos meternos con el drogado si no delinque, pero sí con quien lo droga”.

De todas maneras, cada tanto los uniformados se acercan a algún consumidor, lo empujan contra la pared, lo palpan, lo interrogan, lo golpean, lo humillan. Su accionar contra los adictos está prohibido por la ley y es criticado por fiscales, especialistas en salud mental, organizaciones de derechos humanos y la Iglesia.

“Soy consciente de que algún colega se excede, pero interceptarlos y palparlos son estrategias para lograr detectar a quien transporta más de que un par de piedras para consumo personal. El objetivo es capturar al proveedor”, dice el cabo.

Un hombre que no debe de llegar a los 45 años ni a los 50 kilos camina por la acera. Su andar es seguro y con la mano izquierda improvisa una protección del sol en la primera hora que le sigue al mediodía; la otra mano está dentro del bolsillo del pantalón. Es uno de los pocos que usa jeans. Canta el “Funk Infernal”, (“dicen que ella es grandona al estilo de Babilonia, / que ella es puta, que es grandona, /  móntatela, móntatela) y acompaña el ritmo con la cadera. Va en lo suyo cuando un policía le corta el paso, el hombre se detiene y con la mano que cubría su frente cubre ahora el bolsillo. Otros tres policías —dos hombres y una mujer— que aguardaban en la frescura del aire acondicionado del patrullero salen disparados, empujan al caminante de bruces contra la pared: uno le separa las piernas, otro le traba la espalda con la cachiporra y el tercero le ordena entre insultos que vacíe los bolsillos. El caminante balbucea y acabará por llorar un minuto después cuando la misma bota que le separó las piernas pisotee el resto de una manzana mordida, el único objeto que llevaba en el bolsillo de los jeans.

“Era lo que me quedaba para la cena, me había sobrado del almuerzo que recién pagué en el Bom Prato”, lamenta el hombre, aún contra la pared, mientras los policías, que han regresado al patrullero, se ríen.

“Más que cena ese pedazo roñoso es basura”, dice uno de los agentes apenas bajando el vidrio de la ventanilla.

Soy Zé Carlos —dice por fin el hombre y estira el brazo con la palma abierta, en un saludo cordial que no aprieta—, soy guitarrista o era guitarrista porque hace tiempo que empeñé la guitarra y los muchachos del bar en el que tocaba ya no me llaman tan seguido. No vengo acá a drogarme, yo vivo acá, les canto un rato y ellos me hacen compañía. Justo ahora estoy volviendo del Bom Prato de 25 de Marzo. Hace calor para caminar, pero cuando el hambre se hace sentir no hay más remedio que irse hasta allá. Hay que irse y después volver. Siempre vuelvo, acá tengo mi colchón, mi frazadita y mis amigos. Acá, aunque no te lo creas, nos necesitamos entre todos; no somos la mierda que todos creen, somos seres humanos, con sueños, frustraciones, más pérdidas materiales y afectivas que ganancias; eso sí, acá todos tenemos sentimientos, aunque a los demás no les importe.

Bom Prato es una red de restaurantes del gobierno del estado de São Paulo que distribuye 150 000 comidas diarias por un real (16 centavos de dólar) desde diciembre del año 2000. Desde entonces, las distintas administraciones del estado paulista completan el valor de cada plato de comida (1 dólar o R$6) y el comensal paga, desde hace un cuarto de siglo, solo un real por almuerzo y la mitad de ello si se trata de desayuno o merienda. En el barrio de ventas mayoristas y populares 25 de Marzo, se levanta uno de los Bom Prato más atestados a diario. Queda a 20 minutos a pie de Cracolandia y abre sus puertas para almorzar a las 11 a. m. Desde las 9, la fila de personas da la vuelta a la esquina. Se sirven 370 almuerzos y se cierran las puertas cuando se acaba la comida, generalmente antes de las 2 p. m.

 “Abrimos los siete días de la semana. Todos necesitan comer todos los días”, explica por teléfono Laura Machado, secretaria de Desarrollo Social del gobierno estatal.

 

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Desde los años noventa, sobre todo en vísperas de elecciones o de eventos que atraen a turistas internacionales (la Fórmula 1 o la feria São Paulo Fashion Week), alguien ordena despejar las calles del centro. Es el tiempo de los operativos policiales más violentos y las internaciones compulsivas de supuestos adictos. Ocurrió con casi todos los alcaldes paulistanos, excepto entre los años 2013 a 2016, cuando la ciudad fue gobernada por el exprefecto, y actual ministro de Economía, Fernando Haddad, referente del PT (Partido de los Trabajadores), fundado por el presidente Lula da Silva.

En 2022, durante la gestión de Ricardo Nunes, del MDB (Movimiento de la Democracia Brasileña, de la centroderecha brasileña), que actualmente cumple su segundo mandato consecutivo, la policía detuvo a 23 personas en cercanías de la Estación Luz y las recluyó en el Hospital Central de Santa Cecilia, donde fueron sometidos a tratamiento de desintoxicación. Meses después un fiscal demostró que solo tres eran toxicómanos. “Además de pasar por internaciones que no aceptaron, cuando salen de los hospitales lo hacen con una mano atrás y otra adelante, con menos de lo que tenían. Ya no tienen la ropa ni el trabajo ni salario, lo que evidencia que las internaciones compulsivas se hacen solamente para retirar a las personas por un tiempo de la calle, para que no se las vea y nada más”, objetó por entonces la Fiscalía.

Los adictos son llevados a la rastra, o si no, cargados en camiones y diseminados en la periferia metropolitana. El Observatorio de Crack, de la Confederación Nacional de Municipios, alerta que el uso de la peor cocaína es cada vez más frecuente en zonas rurales y poblados y alcanza al 85% de los municipios con distinta intensidad en todo Brasil. En Rio de Janeiro, por caso, los consumidores de crack estaban recluidos en las favelas, pero en los últimos dos años —advierte la policía carioca— proliferan los grupos de consumo callejero alrededor de las playas Botafogo y Copacabana.

 

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Lago Moreira tiene 28 y camina hasta el Bom Prato. Lo hace con frecuencia, aunque a veces no pueda comer, como ocurre un viernes con cielo color plomo.

Es por falta de la moneda que no pico alguna cosa a veces, no porque no me presente temprano a hacer la cola. Yo me levanto y vengo, siempre soy uno de los primeros en llegar, total no tengo otra cosa que hacer. Vengo para intentar masticar algo cada vez que me duele la panza de hambre. Me presento acá, aunque me falte el real para pagar porque sé que me las voy a arreglar con las sobras de un colega o con algún pan que me dé un amigo por haberle cuidado un lugar en la fila para entrar al restaurante; al final siempre algo voy a masticar, dice bajo un paraguas mientras espera que abra el restaurante.

 

—¿Cómo ganás el dinero para comer?

—Pido en la calle, lavo algún vidrio de auto en el semáforo; si hay alguna changa, la hago. No tengo bicicleta para repartir comida, pero si hay que repartir algo por el barrio y se puede hacer caminando, me avisan y lo hago. Trámites, librería, ropa, comida, cualquier cosa. Hoy, que llueve, tengo el trabajo de vender este paraguas, a ver si saco unos 10 reales de un tirón. Trabajo cuando se puede y con lo que gano como y también, debo admitir, me drogo un poquito.

—¿Dónde vivís?

—Ahí en Cracolandia, aunque si tengo trabajo de hacer trámites me quedo a dormir en plaza da Sé. Somos muchos los que hacemos eso, principalmente las travestis porque en la plaza hay más turistas y más oportunidad de trabajo.

—¿Cuántos son muchos?

—Yo duermo solo, pero hay como 200 en la plaza durmiendo alrededor mío, aunque llueva y truene.

—¿Dormís en una carpa o a la intemperie?

—Arriba de la escalinata de la Catedral, en un escaloncito nomás.

—¿Tenés una familia?

—Sí, tengo una mujer y un hijo de 6 años que se llama Luiz Daví, pero ellos viven en una casa del interior. A mí me echaron hace dos años porque no trabajaba todos los días, porque cerró el comercio que me contrataba. A veces me drogaba un poco, debo admitir. Al echarme me hicieron peor porque antes ni conocía lo que era el crack y ahora vivo pensando en conseguir una piedrita a toda hora. Los domingos, no. Los domingos voy a misa y me porto bien. Me baño en un lavadero de autos; a veces ayudo a lustrar los coches y me dan un té, una Coca, un sándwich. Cosas que te hacen sentir más persona.

—¿Con qué te drogas?

—Cuando vivía con mi mujer, solamente con cannabis sintético, que es una mierda, pero no podía dejar. Es un líquido que se pone arriba de hojas secas y se fuma como marihuana. Es espectacular lo que te pasa cuando lo fumás, igual sigue siendo una mierda.

—¿Y ahora?

—Con lo mismo y con crack, que es más barato.

—¿Cuando pasa el efecto de las drogas te da hambre?

—Sí, a veces sí, es como con la marihuana. Pero a veces no, te hace zafar de tener que comer. Depende de cómo te pegue. A veces es mejor fumarte una ayudita, como le digo yo a la piedrita, porque es más barata que la comida y te hace dormir rápido. Ahí te dormís, te olvidás de todo lo que te hiere. Siempre digo lo mismo: un día me curo y vuelvo a mi casa. Igual, aunque vuelva no sé si me van a aceptar; estoy distinto, parezco un harapo, pero el corazón es el mismo. Me faltan las monedas, pero me sobra el sentimiento. Soy un romántico incurable.

 

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Tem Sentimento es el nombre del colectivo que gestiona el taller de costura que funciona en la plazoleta de los contenedores, capacitando a mujeres cis y trans en situación de vulnerabilidad en la región. Les enseñan corte y confección, crochet y artesanías. Hacen ropa simple o reformulan las que ya están usadas para venderlas en un brechó, o tienda de segunda mano, que les asegura una mínima renta. En las fiestas previas al carnaval, 25 travestis aprietan los pedales de las máquinas de coser, apurando la confección de los chalecos identificatorios que se vestirán en Blocolandia.

 —Siempre los vi como un interlocutor más porque en definitiva son eso: convivimos perfectamente. Además, cuando vienen aquí, mientras están aprendiendo arte no están consumiendo drogas —dice Akio, acompañado en el desfile por Miranda, su hija de 5 años.

 —¿Cómo se integran tan bien?

 —En la convivencia, tratándonos de igual a igual —responde Akio—. Esta convivencia, justamente, es la mejor muestra de que el teatro es más que un lenguaje artístico y que aquí, en São Paulo, consigue ser también una muy buena política pública. Desde que tengo memoria, todos los gobiernos se han ensañado con esta gente, todos han tenido como promesa de campaña la erradicación de Cracolandia. Pero no lo han logrado, solo les han hecho mal, han avasallado todos los derechos para ocultarlos del turista o del vecino que se queja y les promete el voto. Lo que falta es una política pública de verdad, un programa integral. Ves a los policías armados hasta los dientes, con equipos carísimos como si fueran a enfrentar al enemigo más salvaje y, en contraposición, ves a los empleados de la Secretaría de Salud o a los asistentes sociales que llegan con lo puesto más una planilla y un lápiz en la mano. Falta aquí la combinación de las tres T: Tratamiento, para que cese la dependencia; Techo, para que dejen de dormir en la calle; Trabajo, para que sean dignos y no dependan más que del salario a fin de mes.

 El arte, más precisamente la actuación, es un denominador común que une a muchos. Cena ouro (Escena dorada) es la obra teatral que la Compañía Mungunzá creó y exhibió aquí, en la Muestra Internacional de Teatro (MIT), y en el Festival de Avignon, en Francia. Cena ouro mezcla actores y actrices profesionales con actores amateurs usuarios de los tubos y el crack. Cada presentación sacude a la platea; los aplausos siempre son de pie, con muy buena crítica. “Con la pipa en la boca, van a pensar que yo ya nací así”, dice un adicto-actor en plena obra, que desnuda la vida cotidiana de quienes han hecho del consumo de una piedra de crack el objetivo de cada día.

El infierno ha sido un lugar común para Laurah Cruz, y de todos sus recodos quizá el de Cracolandia sea el más amable. Es allí donde vuelve todo el tiempo, y no necesariamente para buscar una piedra, aclara.

“Tuve que pasar mucho por las calles, dormir en las veredas, para entender todo y lograr ser lo que realmente soy”, reflexiona ella, otra de las protagonistas de la obra de teatro y oriunda de la tierra del crack.

Cruz debió someterse a varias cirugías faciales luego de que una patota la atacara en su pueblo natal y le quebrara un pómulo, algunas costillas y la nariz con un bate de beisbol. Uno de los huesos del rostro se le incrustó a milímetros de un ojo y gracias a esos milímetros no perdió la visión.

Devota desde niña de Madonna, las Spice Girls y Whitney Houston, recuerda haber descubierto su vocación por un grupo de curas franciscanos organizadores de una kermés, con karaoke incluido. “Me transformó ver a la gente que venía a escucharme y se emocionaba”.

Del karaoke pasó a contar su historia sobre un escenario del circuito SESC (Servicio Social de Comercio), un sistema de bienestar y cultura creado en 1946. Por las salas del SESC pasa la creme del arte escénico, como Fernanda Torres, última ganadora del Globo de Oro a mejor actriz y nominada al Oscar por su actuación en Aún estoy aquí, de Walter Salles, o el dramaturgo franco-uruguayo Sergio Blanco, o el director estadounidense Bob Wilson.

"Durante toda mi vida las personas desistieron de mí. Solo yo fui la única que no desistió de mí”, se enorgullece la actriz trans de 36 años, a quien hace 12 intentaron prohibirle ver a su madre moribunda si antes no se vestía de hombre. Desde entonces, se ha vuelto una cara conocida en el ecosistema del teatro y en las páginas de policiales. Es viral un video, filmado en septiembre de 2021 por una profesora, que delata cómo un policía la persigue entre los autos y le quiebra la cachiporra contra la espalda, antes de que dos agentes la arrinconen contra una pared en uno de los operativos en Cracolandia. En el video, ella viste un turbante y una falda larga que los policías le obligan a levantar hasta el culo, mientras ella explica que es actriz y que regresa de recolectar donaciones. Los policías vacían la bolsa con las donaciones en la vereda. “El mundo no es un cuento de hadas ni los casamientos son de princesas”, dirá luego en el pódcast Emoción creativa, al jurar que sigue prefiriendo Cracolandia como su lugar en el mundo.

Lo mismo sucede con Danee Amorim, actriz trans no binaria, confesa ladrona de libros y artista de “circo sin lona”, que se fue, pero sigue regresando a Cracolandia. Regresa, entre otras cosas, para ir a la escuela de circo, coser con Tem Sentimento y colaborar en la reducción de daños entre los adictos. Es de la minoría de los que jamás delinquieron, con excepción de los libros. Se fue, se sigue yendo, para estudiar en la Escuela de Arte Dramático de USP, la más codiciada del país (quienes aprueban el ingreso, 20 entre 500 postulantes por año, son noticia en los diarios de sus ciudades natales). Danee dice que hay adictos al crack que pueden pasar cuatro días sin dormir. Dice saber lo que cansa deambular en busca de empleo y que estuvo a punto de “ser casi xenofóbica contra los chinos porque entraba en restaurantes chinos pidiendo trabajo y le decían que no había, que ya habían contratado mientras el cartel [con ofertas de puestos] seguía colgado”.

Cuando algo no te sale bien y volvés a verte con la pipa en la mano te ayudan los otros usuarios, los amigos o los familiares de los otros usuarios porque quien ve la herida de cerca solo ve el pus, pero quien la observa desde afuera la ve mejor. Y si te dice que todo va a salir bien, ya te ayuda. A mí siempre me pasa, eso de que me ayudan los que tienen solo una pipa en la mano y después no tienen ni siquiera para comer un huevo.

El testimonio es del pódcast Emoción creativa, de Nego Bala, otro de los actores de Cena ouro, cantante de funk, productor musical y guionista nacido y criado en la Tierra del Crack.

Los de ellos son los rostros más visibles de la redención, y sus voces son las de quienes pueden contar la historia. Pero la mayoría no puede hacerlo. La Unifesp indica que 58% de los frecuentadores de Cracolandia sufre episodios psicóticos y el 38% padece de instintos suicidas. Describe, además, que 46% de ellos compra drogas con dinero obtenido en robos, 35% con ganancias de prostitución y casi 60% con limosnas. Los porcentajes superan el 100% porque más de uno ejerce dos o tres actividades a la vez.

 

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Fábio de Souza Lima vive en el extremo este de São Paulo, trabaja en la vecindad de la Cracolandia desde hace 32 años e insiste en que no la cambia por nada. Es su oficina.

Tengo mi rutina acá, hay usuarios que son mis amigos desde hace 10 años. Uno consigue convivir con todos, pero jamás acostumbrarse. Si mirás alrededor, notás que cada vez hay más edificios con amenities. Introdujeron a miles de vecinos nuevos para justificar la presencia de tanta policía y correr a los usuarios del centro, una zona que se valoriza cada vez en términos inmobiliarios. Corren a los más vulnerables por intereses del mercado, aunque estas personas estén acá desde hace décadas, no tengan adónde ir y ya hayan pagado derecho de piso, dice Fábio, gerente de Centauro, una productora proveedora de Netflix ubicada en la calle Gusmoes, paralela a rúa Vitória.

El centro de São Paulo se vuelve a poner de moda. Es el objetivo y el lema del alcalde paulista y su programa Recalificar el Centro, que autorizó la construcción de 236 edificios en la zona circundante a Cracolandia y la Praza da Sé, distantes a dos kilómetros, o tres estaciones de metro, entre sí. En el ínterin, restaurantes tradicionales, tiendas de ropa artesanal con etiquetas de “sustentable” y bares especialistas en gin-tonics exóticos abrieron sucursales en la zona. Desde el fin de la pandemia a enero pasado, se pusieron en venta 32 257 nuevos departamentos allí, según la Secretaría Municipal de Urbanismo. El propio gobernador Tarcísio de Freitas (Republicanos, de la derecha) anunció en enero que 27 000 empleados públicos, hoy distribuidos en 60 edificios por la ciudad, mudarán sus oficinas al centro. Con el anuncio llegó también el muro que, además de ocultar el consumo masivo, busca evitar que quienes duermen hoy en la calle se instalen en los esqueletos de los edificios en construcción, sostienen algunos vecinos.

En medio de los edificios en construcción con carteles de ofertas (16 a 28 metros cuadrados, incluida la cochera en los más grandes), se levanta una casona en la que brillan vestigios de siglos pasados. Ocupa gran parte de la manzana, con habitaciones distribuidas a lo largo de corredores dignos de palacetes en la planta alta, desde cuyas ventanas puede verse a los consumidores pulular como hormigas. Hay en la casona una cocina de azulejos blanquísimos que emanan un perfume dulzón con rastros de lavandina. Tras la reja de la entrada, un cartel anuncia “Missão CENA”, un juego de palabras que alude a la escena de uso abierto de drogas y a la liturgia de los oficios que allí dentro se practican. CENA es la sigla de Comunidad Evangélica Nueva Aurora, una organización de misioneros que asiste a habitantes de esas calles. Travestis, gais desalojados, desocupados sin techo, adictos y prostitutas que trabajan en casas tomadas o edificios abandonados. Hay un día de la semana para cada grupo. A los crackers, como se definen entre ellos, les toca los martes.

“Soy travesti, prostituta, me entrego al crack, vivo en la calle y pido limosnas en la Pinacoteca y, si no hay para comer, robo lo que puedo en el metro. Gracias a todo eso, podría desayunar cuatro veces por semana en la misión CENA, el día de las travas, el de las putas, el de los sintecho y el de los crackers. Podría ir con los desocupados también, porque cumplo con todas las estadísticas”, se jacta Dorita.

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De lunes a viernes funciona una guardería que recibe a los hijos menores de 7 años de quienes acuden a desayunar, desde el amanecer y por 12 horas. Está a tres cuadras de la casona. Mientras sus progenitores parten quién sabe adónde, los niños juegan, aprenden a leer, duermen, se bañan y comen cuatro comidas diarias. El lunes 10 de febrero, primer día de aula tras el receso veraniego, son 27 nenas y nenes que se turnan para saltar en la cama elástica, girar en la calesita o deslizarse por un tobogán. Hay maestras, cocinera, una bibliotecaria que cuenta historias y 30 colchones con sábanas y toallas limpias.

“La idea principal es tratar a todas estas personas como parte de nuestras familias; no solamente darles una comida, sino una vida, devolviéndoles su dignidad”, dice Paulo César dos Santos, licenciado en Teología y presidente de la misión CENA. Dos Santos tiene 38 años y un tercio de ellos anduvo por esas calles.

“Durante años, mi esposa y yo visitamos todas las semanas varios edificios de por aquí, entregando folletos y anotando nombres para la oración. Nos impactaron especialmente tres edificios llenos de mujeres semidesnudas de pie en la escalera, esperando por sus clientes”, dice.

“Las mujeres esperaban cambiar sexo por dinero o crack —recuerda—. Es difícil dilucidar si el crack se consume para soportar la degradación sexual o es al revés”.

Todos los martes, la Meca del crack se vacía por la mañana, pues es el día en el que CENA sirve el multitudinario desayuno para los adictos. Hay tortas, té, pan y chocolate caliente sobre decenas de mesas distribuidas en la cancha de futbol, a las que se sientan quienes todavía huelen a humo ácido para conversar entre ellos como si se vieran por primera vez. Las horas pasaran sin prisa y sin humo y da la sensación de que todo acabará en paz luego del desayuno. Los que desayunan son casi todos hombres, casi todos negros, magros y con dentaduras incompletas. Aceptan con sonrisas, movimientos exagerados de los brazos cuando les sirven más té, jugo o un trozo de pan. Se ríen y hay quienes se animan al balanceo cuando la música en vivo les marca un rock o una samba.

“Más importante que dar algo para comer es darles tu tiempo, sentarte con ellos y conversar. Preguntar cómo se llaman, cómo les va, qué esperan de la vida, mirarse a los ojos, acariciar una mano mientras se conversa y especialmente escuchar”, dice Fernanda Vallim Martos, activista de derechos humanos y coordinadora de la ONG Rio de Paz en São Paulo. Claudio, su marido, toca la guitarra para todos. Después del té y las conversaciones, hay quienes escogen permanecer allí hasta la hora de cierre, como dos hombres muy delgados y vestidos con musculosas —cuesta saber a primera vista si son efectivamente hombres o mujeres escuálidas— que se duermen profundamente a las 10 de la mañana, abrazados bajo el travesaño del arco de futbol, como retrasando el momento de volver a la calle e ir tras la piedra.

Locura es vivir en una casa sin que nadie la conozca, concluye Dos Santos, en su libro Locura o vocación, que escribió a partir de sus vivencias en este lugar, como el momento cuando su esposa Adriana, conocida allí como “la Dama de la Curita”, pisó a oscuras el cuerpo de una de una niña muerta entre los escombros y la basura. Las casas que regentea este hombre están hiperpobladas. Sucede con la casona señorial, sede de la misión; con la guardería, administrada por su esposa; y con su propia casa en los suburbios, un simple caserón rodeado por mucha tierra para sembrar a 73 kilómetros de Cracolandia. Allí, donde vive con Adriana y sus dos hijos, hospeda desde 2009 a quienes se comprometen a enfrentar la dureza de la abstinencia. Alberga a 15 abstinentes por vez y durante nueve meses, si bien hay quienes conviven con la familia desde hace tres años, no porque no hayan dejado la adicción, sino porque temen a la recaída o viraron misioneros.

“El secreto no es quitarles lo poco que tienen, sino darles algo a cambio, llenar el hueco que sienten. Les comparto de corazón lo mucho que yo tengo, todo mi tesoro, que es mi familia y la fe”, dice Dos Santos.

Las opiniones y las estrategias son tan diferentes como las razones que esgrime cada uno para perderse en el humo del crack al aire libre. Y tantas como las desiguales oportunidades de cada uno o las campañas fallidas que desde hace 35 años prueban los gestores de la ciudad más poblada de América Latina en busca de deshacer Cracolandia. “Urgente: echen a los drogados”, se lee en algún letrero que pende de un balcón. “Nos roban todas las semanas”, se queja Nilda, una vecina. La historia muestra que ya encarcelaron, internaron por la fuerza, violentaron o dispersaron en la periferia a miles de crackers; pero vuelven, se aglutinan siempre en el mismo lugar, y, al final de la euforia, todos yacen en las veredas.

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Cracolandia: al otro lado del muro

Cracolandia: al otro lado del muro

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—¿Y vos qué mirás?

La pregunta la hace una mujer recostada, más bien arrojada sobre un charco que se adivina amarillo y que fluye hacia el asfalto por las baldosas de una vereda rota y sucia. Está apenas vestida: un short de jeans dos o tres tamaños más grande del que le correspondería, un corpiño de bikini desteñido. En la oreja que no está apoyada sobre el líquido se ve un gran agujero en el que un aro dilatador dejó su huella irreversible.

 —Nada.

La respuesta es seca y proviene de otra mujer de unos 30 años que pasa por ahí. Camina con auriculares inalámbricos, lleva argollas de plástico en las orejas y un vestido liviano de los que abundan en maniquíes iluminados con neón, en las tiendas al paso que se ven por las estaciones del metro de São Paulo. Tres adolescentes, que comparten un cigarro electrónico y cargan mochilas sobre sus espaldas y libros escolares contra el pecho, miran a la mujer del charco y continúan caminando. Segundos después, hacen lo mismo un vendedor ambulante de fundas para teléfonos móviles y una mujer con dos críos de la mano. Todos dirigen, quizá sin querer, sus miradas al bulto sobre las baldosas. Miran sin mirar y ninguno se inmuta al repetir, como si se hubieran puesto de acuerdo, ese nada cuando ella los increpa sin bronca ni fuerzas. Parece que solo quisiera demostrar que está viva.

Es martes por la mañana y desde las 9 el sol de un febrero más caliente de lo habitual promete que azotará el cemento y que apurará la evaporación y el hedor de los fluidos alrededor de los cuerpos de quienes yacen, en apariencia moribundos, sobre la vereda que da al muro de casi 50 metros con el que el gobierno paulistano pretende ocultar a los zombis, los espectros, los despojos, las sombras, estos seres que, como la mujer del charco, son invisibles.

Hay más de mil usuarios de crack que pululan en este rincón del centro antiguo de São Paulo. En esta mañana febril son uno, dos, cinco, trece cuerpos en apenas media cuadra, separados por pilas de cartones, alguna lata abollada y colilla, interpretando una coreografía en dos actos.

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Acto 1: alguien se lleva un pequeño cilindro a la boca y acerca un encendedor. Inmediatamente, aspira la punta del cilindro y en ese instante puede oírse el estallido de la piedra al quebrarse: ¡crack! Un sonido punzante, dulce, breve, por el que se le dan nombre a la droga y al lugar. La droga: crack o cocaína de los pobres. El lugar: Cracolandia o Tierra del Crack.

Acto 2: una vez disipado el humo hay quien guarda el tubo, y quienes lo dejan caer para luego reír, alzar los brazos en una V mayúscula de vamos, de victoria o de venceremos, quién sabe; y entonces sí, se mueven con euforia, saltan, bailan, se abrazan. Los consumidores cambian según las horas, el día, las semanas, pero siempre parecen los mismos. La fiesta dura en promedio 10 minutos. Y todo vuelve a empezar.

Del muro cuelgan remeras, algún corpiño, medias, varias toallas. El muro llegó en 2025 y atraviesa el cuadrilátero llamado Cracolandia, cuyo nombre oficial es Escena Abierta de Uso permitido de Estupefacientes. Llamada así por la Secretaría de Seguridad Pública del gobierno local, de esta entidad depende su custodia, que se realiza con agentes, quienes —sin embargo— evitan detenciones para no sobrepoblar comisarías. Desde 2006, la ley de Brasil establece que la tenencia de drogas para consumo personal es un delito por el cual se puede demorar al infractor en una sede policial, pero no derivarlo a una cárcel, pues no es punible con prisión efectiva. Solo se aplica una multa, trabajo comunitario o un tratamiento. El objetivo no es liberar el consumo de drogas, sino respetar “los derechos fundamentales de la persona humana [sic], especialmente en lo referente a su autonomía y libertad”.

El muro fue construido a las apuradas y amaneció todavía fresco en la madrugada del último miércoles 15 de enero. No había sido anunciado, sorprendió a los propios vecinos e indigna hasta estos días a organizaciones defensoras de derechos humanos. “Crearon un campo de concentración”, fue la primera denuncia, presentada por la agrupación Craco Resiste. Vinieron más quejas y la Defensoría del Pueblo recomendó la demolición de la pared, que se extiende por 50 metros sobre la acera y tiene una altitud de dos metros y medio, con el argumento de que su arquitectura “tiene una estética hostil y segrega a quienes están en situación de mayor vulnerabilidad”, antes de sugerir que, en todo caso, se coloque una reja. El Supremo Tribunal Federal (STF), máxima instancia de la justicia en el país, reclamó explicaciones desde Brasilia. El gobierno paulista, responsable por la construcción, argumentó en su defensa que “antes del muro había una mampostería” y que su reemplazo por ladrillos busca “evitar accidentes, especialmente atropellos (de automóviles), considerando el estado de debilidad de quienes frecuentan la región”.

La droga llegó a esta zona en los años ochenta, cuando la inauguración de otra terminal de autobuses en las márgenes del río Tieté, que atraviesa la ciudad, desactivó la hiperactividad de la Estación Central Luz sobre cuya fachada hoy se recuestan los adictos, pues hasta allí se extiende la Tierra del Crack. Desde entonces, en la Estación Central Luz operan solo trenes y subterráneos. Allí comenzaron a convocarse jóvenes para aspirar pegamento. En 1990, según los registros de la policía, apareció un veinteañero con 220 gramos de crack. Fue apresado, pero llegaron otros. Más y más adictos de la ciudad y de las afueras empezaron a vivir sobre las plataformas de autobuses en desuso. Cinco años después, en 1995, en una crónica del diario O Estado de S. Paulo se utilizó por primera vez la palabra Cracolandia para describir cómo “los antiguos caserones están siendo usados por traficantes para preparar piedras de crack”, a propósito de la apertura, en esa zona y por entonces, de una Comisaría de Represión al Crack.

Cracolandia o CAU del centro paulista, es, en verdad, un territorio de un cuarto de manzana rodeado por uno de los paisajes arquitectónicos más opulentos y atractivos de São Paulo. En las alturas se imponen las cúpulas y en el suelo hacen lo mismo los usuarios de crack, entre los transeúntes y el tráfico. El cuadrilátero, cuya arista superpoblada de adictos es la calle Dos Protestantes, se interrumpe contra la bella Estación Central Luz y está limitada por las arterias Rúa Vitória y Rúa Triunfo: hace cien años se levantaban allí grandes compañías cinematográficas internacionales como Paramount, Columbia y Fox y la nacional Fama Filmes. Floreció en ese rincón una especie de Hollywood a la brasileña hasta que se perpetró el golpe de Estado de 1964 contra el presidente João Goulart. La dictadura duró hasta 1985, y en ese periodo las cintas de amor y aventura dejaron lugar al “Cine Marginal”, con epicentro en esa región, que contenía sexo explícito, lenguaje grosero y consumo de drogas. Los opositores a ese movimiento tildaron a la zona como “Boca de Lixo”, boca de basura, palabras con las que aún Google Maps identifica a la región.

Hace un siglo, el glamour reinaba en los cafés de las esquinas de Rúa Vitória, el champán burbujeaba en los restaurantes de Rúa Triunfo y las estrellas que sonreían desde el papel de los afiches se paseaban en descapotables. Había estelas de perfume francés. Hoy el lugar está sucio, huele a orín, vómito, amoníaco y brea caliente. Huele como la mayoría del millar de personas que lo recorren todos los días bajo los efectos del crack. Y entre esos 1 000 o 1 300, según los cálculos oficiales, los traficantes de la droga son amos y señores: obtienen lo que quieren por lo que ofrecen (sexo, teléfonos celulares robados y favores personales). No solo ellos se cuelan entre quienes deambulan enclenques, sino también los carteristas.

Oficialmente, se admite hoy la existencia de 72 CAU en 47 barrios centrales y periféricos de São Paulo, pero la “Meca”, Cracolandia, la más grande de todas, continúa floreciendo entre las rúas Vitória y Triunfo. El estatus CAU, que intenta evitar la violencia policial contra los adictos, requiere tres factores en común: uso, cantidad y tiempo. Uso: crack. Cantidad: al menos 15 usuarios. Tiempo: una semana o más en el mismo lugar. La Meca cumple 35 años reuniendo esas condiciones.

Los datos de la policía paulista afirman que se registran allí, en pleno centro, un promedio de 33 crímenes por día, sobre todo hurtos de móviles, carteras o mochilas e invasiones en grupo a tiendas de comida, perfumerías o farmacias para robar. Los mismos datos aseguran que durante 2024 caminaron estas calles 73.14% menos de personas que en años anteriores y que quienes aún lo hacen son vecinos, estudiantes, turistas o gente interesada en el arte o la cultura. Porque aquí, entre otras cosas, y alcanzado por el humo del crack, se erige el Conservatorio de Música Tom Jobim.

“Las artes tienen ese don de ver más allá”. La aseveración es del actor Léo Akio, miembro fundador de la Compañía de Teatro Mungunzá y cocreador del Teatro do Conteiner —de los Contenedores—, que funciona dentro de uno enclavado sobre una plazoleta que limita con Cracolandia. A espaldas del contenedor está la zona de consumo identificada por apenas tres letras, CAU, que alertan que allí todo vale. La sala teatral está rodeada por otros contenedores que albergan un centro de exposiciones; la oficina de Akio; un bar frecuentado por actores, directores, público en general y crack-dependientes; un taller de circo y un taller de corte y confección para mujeres cis y trans del lugar. Todos interactúan en armonía. En los días previos al carnaval, sobre el césped de la plazoleta del teatro se concentran los ensayos de la comparsa Blocolandia, organizada desde hace 10 años por trabajadores, militantes y usuarios de crack. Sus miembros la llaman “bloco de piedra” y la definen como “la más inclusiva de todas” las comparsas —o escuelas de samba— de Brasil.

“Es solo acompañar, dejarlos tocar los tambores y bailar al compás”, dice Claudinho, el líder de los percusionistas que marca el paso de todos los demás en el desfile que recorre las calles del barrio el sábado 22 de febrero, dentro del calendario oficial del carnaval.

Todo comienza al mediodía y pese a la luz ardiente son casi 300 consumidores de crack que mueven sus cuerpos raquíticos mientras desfilan. Hay hombres y mujeres en piel y hueso, travestis con ropas sensuales y mucho glitter, algunos niños. Todos danzan lo ensayado de antemano e improvisan estribillos breves, como “Craco resiste”. Se muestran exultantes. Felices durante cuatro horas.

“Se movieron toda la tarde y la mayoría ni usó crack porque se enfocó en acompañar al otro en la algarabía y no en la droga”, dice la psicóloga Laura Sahm, que participa de la comparsa.

En el manifiesto fundacional de Blocolandia se aclara que la intención no es romantizar la miseria, sino oponerse al discurso que criminaliza a la pobreza y estigmatiza al usuario de drogas.

São Paulo es la ciudad más grande de América Latina, con casi 12 millones de habitantes, una expectativa de vida de más de 78 años y el mayor PBI de Brasil. Es la quinta en cantidad de museos, según el Informe mundial de cultura de las ciudades, apenas detrás de Londres, Berlín, París y Nueva York. Hay más de 150 salas de teatro y por lo menos 330 de cine, una veintena de ellas públicas y gratuitas. A 50 metros del nudo de Cracolandia se levantan la Sala São Paulo, uno de los salones de conciertos más valorados del planeta; el Memorial de la Resistencia, un museo dedicado a víctimas de la dictadura militar; la Pinacoteca, la galería de arte más importante de Brasil, y, a escasos metros del muro, la Estación Da Luz, con un reloj similar al Big Ben y el aspecto monumental de la Abadía de Westminster.

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“La calle es muy cruel con gente como nosotros, sobre todo con las mujeres”, dice Magalí mientras asoma la noche y el frío otoñal de fin de marzo. Está sentada sobre el cordón de la vereda y se recupera de los efectos de la última dosis del día.

Una piedrita no es nada. Lo que quiero decir es que no se siente nada tan potente como todos creen y menos todavía cuando pasa el efecto. Pero mientras dura el flash estás en la gloria dorada, se siente que todo está bien y nada puede afectarte. Es como tener el superpoder de escapar de lo feo. Se siente que sos la mejor de toda tu familia y de tus amigos, que todo lo que te preocupa todos los días por fin no te afecta en nada. Que si quisieras volar nada te lo va a impedir.

 

Todo en ella vira hacia un tono ámbar: la piel, el pelo decolorado, los dientes y especialmente los bordes de los labios. Le echa la culpa de eso a los efectos del “terrón”, como le llaman muchos al crack, que se vende en bloquecitos blancos o pajizos, según la sustancia con la que haya sido mezclado, y tiene un gran parecido con los terrones de azúcar. Pero no es con azúcar con lo que se mezcla al descarte de la cocaína, base de la piedra que suelta ese crack al desintegrarse, sino con bicarbonato de sodio, acetona, ácido sulfúrico, cafeína o con un medicamento antiparásito intestinal, levamisol.

Magalí menciona como al pasar que sufrió tres abortos espontáneos, que en el final de su cuarto embarazo parió a un bebé muerto, “cuando la única droga que conocía era el tabaco”, y que su marido desapareció una semana después del parto, cinco días antes de que fueran desalojados por una deuda del alquiler de un departamento. Se sintió, dice, toda fracaso y recaló por primera vez en este rincón. Llegó allí junto con una amiga a la que no ve desde aquel día de hace año y medio. No quiere aparecer en las fotos. No quiere que su marido  —“¿o será ex?”, se pregunta— la vea allí ni en el estado en el que se avergüenza de estar: 15 kilos debajo de su peso regular, dos dientes menos y el vicio que la avejenta dos décadas.

“Yo sé que un día voy a salir de acá o rescatada o con las patas para adelante, pero sé que saldré, seguramente en una ambulancia”, dice mientras intenta recoger la maraña de su pelo en un rodete.

Se exaspera por la rebeldía de su cabellera porque la falta de higiene comienza a picar, porque es evidente que hace siglos no usa desodorante, porque ha llegado la hora, dice, “de volver a no pensar”.

Cada una de las dosis que Magalí consume por día cuesta 3 reales (poco más de medio dólar), lo mismo que cuesta una lata de cerveza, la mitad de una botella de litro y medio de agua mineral, un tercio de un paquete de Marlboro. Los mismos 3 reales, ese casi medio dólar, que reciben una jovencita o un adolescente por practicar sexo oral a un desconocido en algún automóvil en movimiento, entre dos o tres semáforos, para bajarse con la boca sucia y gastar lo ganado con algunos de los dealers que esperan entre los tachos de basura o esquivando las rondas periódicas de la policía.

A ojo suelto puede advertirse la presencia de un policía por cada ocho consumidores en las horas pico, que son las del atardecer. Por la mañana, y hasta pasado el mediodía, hay allí alrededor de 300 o 320 consumidores, según los cálculos de la policía, que se agolpan sobre la calle Dos Protestantes, con el único fin del consumo matutino. La cantidad de consumidores se duplica cuando comienza la noche. Los agentes no. Los relatos policíacos de cada final de día afirman que entre una medianoche y la siguiente se acumula una media de 1 000 a 1 300 usuarios. Los fumadores de crack se amontonan para drogarse en comunidad y, sobre todo, para estar cerca del traficante; los agentes de la policía, en cambio, lo hacen para identificar a quienes venden la droga: pueden detener al proveedor, pero no al consumidor, excepto que cometa un delito contra un tercero.

Una pesquisa de la Universidad Federal de São Paulo (Unifesp) eleva la cifra de usuarios de crack a 1 700 diarios. La mitad de ellos vive en la calle y el 90% fuma mientras el 10% restante solo permanece para pasar el tiempo en una comunidad. Agrega detalles el último informe de la Universidad de São Paulo (USP), que puntualiza, además, que el 40% de los homeless asegura estar en Cracolandia y dormir a la intemperie por decisión propia.

Para distinguir a estas personas de los “crackeados” o “crackudos”, no hace falta más que observar unos minutos: los consumidores usan camisetas roídas, pantalones cortos, raramente una camisa desprendida y ojotas, aunque en general van descalzos, incluso en el invierno. Para incursionar fuera de la CAU la mayoría suele cargar con todas sus pertenencias: un buzo con cierre y capucha, una prenda que parece el uniforme de este sitio. Las mujeres son minoría. Los hombres componen casi el 70% de la población, de acuerdo con un estudio interdisciplinario datado en marzo último de USP, Grupo Cóccix y Fundación Getulio Vargas. En el 30% restante se mezclan mujeres, travestis, quienes se auto perciben no binarios, niñas y niños. Los usuarios, en más del 80%, son negros. Magalí es mujer y blanca, y, como la mayoría de las mujeres cis y travestis de la zona, se prostituye por las dosis. A cambio de sexo con traficantes obtiene una piedra por la mitad de lo que le cuesta al resto o dos por una.

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En medio del paisaje, los policías son una postal del poder y muchas veces del sadismo. Uniformes con acolchado en las articulaciones, botas, cascos, chalecos antibalas, pistolas reglamentarias y armas largas como ametralladores o rifles, cachiporra o gas pimienta, handy a la cintura y celulares colgados sobre el pecho. Se mueven casi sin moverse con una van para eventuales arrestos si sorprenden a alguien en un delito, cuatro coches patrulleros, ocho motos, una ambulancia.

“Se hace agotador observarlos drogarse seis horas seguidas sin poder hacer nada, pero estar aquí parado es la única manera de identificar a los traficantes y evitar que los adictos salgan a robarle a los peatones y los turistas cuando quieren comprar más”, explica el cabo Costa, de la policía metropolitana, que interrumpe su explicación para advertir a unas jovencitas que “tengan cuidado con el teléfono, las joyas y las carteras”. “No podemos meternos con el drogado si no delinque, pero sí con quien lo droga”.

De todas maneras, cada tanto los uniformados se acercan a algún consumidor, lo empujan contra la pared, lo palpan, lo interrogan, lo golpean, lo humillan. Su accionar contra los adictos está prohibido por la ley y es criticado por fiscales, especialistas en salud mental, organizaciones de derechos humanos y la Iglesia.

“Soy consciente de que algún colega se excede, pero interceptarlos y palparlos son estrategias para lograr detectar a quien transporta más de que un par de piedras para consumo personal. El objetivo es capturar al proveedor”, dice el cabo.

Un hombre que no debe de llegar a los 45 años ni a los 50 kilos camina por la acera. Su andar es seguro y con la mano izquierda improvisa una protección del sol en la primera hora que le sigue al mediodía; la otra mano está dentro del bolsillo del pantalón. Es uno de los pocos que usa jeans. Canta el “Funk Infernal”, (“dicen que ella es grandona al estilo de Babilonia, / que ella es puta, que es grandona, /  móntatela, móntatela) y acompaña el ritmo con la cadera. Va en lo suyo cuando un policía le corta el paso, el hombre se detiene y con la mano que cubría su frente cubre ahora el bolsillo. Otros tres policías —dos hombres y una mujer— que aguardaban en la frescura del aire acondicionado del patrullero salen disparados, empujan al caminante de bruces contra la pared: uno le separa las piernas, otro le traba la espalda con la cachiporra y el tercero le ordena entre insultos que vacíe los bolsillos. El caminante balbucea y acabará por llorar un minuto después cuando la misma bota que le separó las piernas pisotee el resto de una manzana mordida, el único objeto que llevaba en el bolsillo de los jeans.

“Era lo que me quedaba para la cena, me había sobrado del almuerzo que recién pagué en el Bom Prato”, lamenta el hombre, aún contra la pared, mientras los policías, que han regresado al patrullero, se ríen.

“Más que cena ese pedazo roñoso es basura”, dice uno de los agentes apenas bajando el vidrio de la ventanilla.

Soy Zé Carlos —dice por fin el hombre y estira el brazo con la palma abierta, en un saludo cordial que no aprieta—, soy guitarrista o era guitarrista porque hace tiempo que empeñé la guitarra y los muchachos del bar en el que tocaba ya no me llaman tan seguido. No vengo acá a drogarme, yo vivo acá, les canto un rato y ellos me hacen compañía. Justo ahora estoy volviendo del Bom Prato de 25 de Marzo. Hace calor para caminar, pero cuando el hambre se hace sentir no hay más remedio que irse hasta allá. Hay que irse y después volver. Siempre vuelvo, acá tengo mi colchón, mi frazadita y mis amigos. Acá, aunque no te lo creas, nos necesitamos entre todos; no somos la mierda que todos creen, somos seres humanos, con sueños, frustraciones, más pérdidas materiales y afectivas que ganancias; eso sí, acá todos tenemos sentimientos, aunque a los demás no les importe.

Bom Prato es una red de restaurantes del gobierno del estado de São Paulo que distribuye 150 000 comidas diarias por un real (16 centavos de dólar) desde diciembre del año 2000. Desde entonces, las distintas administraciones del estado paulista completan el valor de cada plato de comida (1 dólar o R$6) y el comensal paga, desde hace un cuarto de siglo, solo un real por almuerzo y la mitad de ello si se trata de desayuno o merienda. En el barrio de ventas mayoristas y populares 25 de Marzo, se levanta uno de los Bom Prato más atestados a diario. Queda a 20 minutos a pie de Cracolandia y abre sus puertas para almorzar a las 11 a. m. Desde las 9, la fila de personas da la vuelta a la esquina. Se sirven 370 almuerzos y se cierran las puertas cuando se acaba la comida, generalmente antes de las 2 p. m.

 “Abrimos los siete días de la semana. Todos necesitan comer todos los días”, explica por teléfono Laura Machado, secretaria de Desarrollo Social del gobierno estatal.

 

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Desde los años noventa, sobre todo en vísperas de elecciones o de eventos que atraen a turistas internacionales (la Fórmula 1 o la feria São Paulo Fashion Week), alguien ordena despejar las calles del centro. Es el tiempo de los operativos policiales más violentos y las internaciones compulsivas de supuestos adictos. Ocurrió con casi todos los alcaldes paulistanos, excepto entre los años 2013 a 2016, cuando la ciudad fue gobernada por el exprefecto, y actual ministro de Economía, Fernando Haddad, referente del PT (Partido de los Trabajadores), fundado por el presidente Lula da Silva.

En 2022, durante la gestión de Ricardo Nunes, del MDB (Movimiento de la Democracia Brasileña, de la centroderecha brasileña), que actualmente cumple su segundo mandato consecutivo, la policía detuvo a 23 personas en cercanías de la Estación Luz y las recluyó en el Hospital Central de Santa Cecilia, donde fueron sometidos a tratamiento de desintoxicación. Meses después un fiscal demostró que solo tres eran toxicómanos. “Además de pasar por internaciones que no aceptaron, cuando salen de los hospitales lo hacen con una mano atrás y otra adelante, con menos de lo que tenían. Ya no tienen la ropa ni el trabajo ni salario, lo que evidencia que las internaciones compulsivas se hacen solamente para retirar a las personas por un tiempo de la calle, para que no se las vea y nada más”, objetó por entonces la Fiscalía.

Los adictos son llevados a la rastra, o si no, cargados en camiones y diseminados en la periferia metropolitana. El Observatorio de Crack, de la Confederación Nacional de Municipios, alerta que el uso de la peor cocaína es cada vez más frecuente en zonas rurales y poblados y alcanza al 85% de los municipios con distinta intensidad en todo Brasil. En Rio de Janeiro, por caso, los consumidores de crack estaban recluidos en las favelas, pero en los últimos dos años —advierte la policía carioca— proliferan los grupos de consumo callejero alrededor de las playas Botafogo y Copacabana.

 

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Lago Moreira tiene 28 y camina hasta el Bom Prato. Lo hace con frecuencia, aunque a veces no pueda comer, como ocurre un viernes con cielo color plomo.

Es por falta de la moneda que no pico alguna cosa a veces, no porque no me presente temprano a hacer la cola. Yo me levanto y vengo, siempre soy uno de los primeros en llegar, total no tengo otra cosa que hacer. Vengo para intentar masticar algo cada vez que me duele la panza de hambre. Me presento acá, aunque me falte el real para pagar porque sé que me las voy a arreglar con las sobras de un colega o con algún pan que me dé un amigo por haberle cuidado un lugar en la fila para entrar al restaurante; al final siempre algo voy a masticar, dice bajo un paraguas mientras espera que abra el restaurante.

 

—¿Cómo ganás el dinero para comer?

—Pido en la calle, lavo algún vidrio de auto en el semáforo; si hay alguna changa, la hago. No tengo bicicleta para repartir comida, pero si hay que repartir algo por el barrio y se puede hacer caminando, me avisan y lo hago. Trámites, librería, ropa, comida, cualquier cosa. Hoy, que llueve, tengo el trabajo de vender este paraguas, a ver si saco unos 10 reales de un tirón. Trabajo cuando se puede y con lo que gano como y también, debo admitir, me drogo un poquito.

—¿Dónde vivís?

—Ahí en Cracolandia, aunque si tengo trabajo de hacer trámites me quedo a dormir en plaza da Sé. Somos muchos los que hacemos eso, principalmente las travestis porque en la plaza hay más turistas y más oportunidad de trabajo.

—¿Cuántos son muchos?

—Yo duermo solo, pero hay como 200 en la plaza durmiendo alrededor mío, aunque llueva y truene.

—¿Dormís en una carpa o a la intemperie?

—Arriba de la escalinata de la Catedral, en un escaloncito nomás.

—¿Tenés una familia?

—Sí, tengo una mujer y un hijo de 6 años que se llama Luiz Daví, pero ellos viven en una casa del interior. A mí me echaron hace dos años porque no trabajaba todos los días, porque cerró el comercio que me contrataba. A veces me drogaba un poco, debo admitir. Al echarme me hicieron peor porque antes ni conocía lo que era el crack y ahora vivo pensando en conseguir una piedrita a toda hora. Los domingos, no. Los domingos voy a misa y me porto bien. Me baño en un lavadero de autos; a veces ayudo a lustrar los coches y me dan un té, una Coca, un sándwich. Cosas que te hacen sentir más persona.

—¿Con qué te drogas?

—Cuando vivía con mi mujer, solamente con cannabis sintético, que es una mierda, pero no podía dejar. Es un líquido que se pone arriba de hojas secas y se fuma como marihuana. Es espectacular lo que te pasa cuando lo fumás, igual sigue siendo una mierda.

—¿Y ahora?

—Con lo mismo y con crack, que es más barato.

—¿Cuando pasa el efecto de las drogas te da hambre?

—Sí, a veces sí, es como con la marihuana. Pero a veces no, te hace zafar de tener que comer. Depende de cómo te pegue. A veces es mejor fumarte una ayudita, como le digo yo a la piedrita, porque es más barata que la comida y te hace dormir rápido. Ahí te dormís, te olvidás de todo lo que te hiere. Siempre digo lo mismo: un día me curo y vuelvo a mi casa. Igual, aunque vuelva no sé si me van a aceptar; estoy distinto, parezco un harapo, pero el corazón es el mismo. Me faltan las monedas, pero me sobra el sentimiento. Soy un romántico incurable.

 

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Tem Sentimento es el nombre del colectivo que gestiona el taller de costura que funciona en la plazoleta de los contenedores, capacitando a mujeres cis y trans en situación de vulnerabilidad en la región. Les enseñan corte y confección, crochet y artesanías. Hacen ropa simple o reformulan las que ya están usadas para venderlas en un brechó, o tienda de segunda mano, que les asegura una mínima renta. En las fiestas previas al carnaval, 25 travestis aprietan los pedales de las máquinas de coser, apurando la confección de los chalecos identificatorios que se vestirán en Blocolandia.

 —Siempre los vi como un interlocutor más porque en definitiva son eso: convivimos perfectamente. Además, cuando vienen aquí, mientras están aprendiendo arte no están consumiendo drogas —dice Akio, acompañado en el desfile por Miranda, su hija de 5 años.

 —¿Cómo se integran tan bien?

 —En la convivencia, tratándonos de igual a igual —responde Akio—. Esta convivencia, justamente, es la mejor muestra de que el teatro es más que un lenguaje artístico y que aquí, en São Paulo, consigue ser también una muy buena política pública. Desde que tengo memoria, todos los gobiernos se han ensañado con esta gente, todos han tenido como promesa de campaña la erradicación de Cracolandia. Pero no lo han logrado, solo les han hecho mal, han avasallado todos los derechos para ocultarlos del turista o del vecino que se queja y les promete el voto. Lo que falta es una política pública de verdad, un programa integral. Ves a los policías armados hasta los dientes, con equipos carísimos como si fueran a enfrentar al enemigo más salvaje y, en contraposición, ves a los empleados de la Secretaría de Salud o a los asistentes sociales que llegan con lo puesto más una planilla y un lápiz en la mano. Falta aquí la combinación de las tres T: Tratamiento, para que cese la dependencia; Techo, para que dejen de dormir en la calle; Trabajo, para que sean dignos y no dependan más que del salario a fin de mes.

 El arte, más precisamente la actuación, es un denominador común que une a muchos. Cena ouro (Escena dorada) es la obra teatral que la Compañía Mungunzá creó y exhibió aquí, en la Muestra Internacional de Teatro (MIT), y en el Festival de Avignon, en Francia. Cena ouro mezcla actores y actrices profesionales con actores amateurs usuarios de los tubos y el crack. Cada presentación sacude a la platea; los aplausos siempre son de pie, con muy buena crítica. “Con la pipa en la boca, van a pensar que yo ya nací así”, dice un adicto-actor en plena obra, que desnuda la vida cotidiana de quienes han hecho del consumo de una piedra de crack el objetivo de cada día.

El infierno ha sido un lugar común para Laurah Cruz, y de todos sus recodos quizá el de Cracolandia sea el más amable. Es allí donde vuelve todo el tiempo, y no necesariamente para buscar una piedra, aclara.

“Tuve que pasar mucho por las calles, dormir en las veredas, para entender todo y lograr ser lo que realmente soy”, reflexiona ella, otra de las protagonistas de la obra de teatro y oriunda de la tierra del crack.

Cruz debió someterse a varias cirugías faciales luego de que una patota la atacara en su pueblo natal y le quebrara un pómulo, algunas costillas y la nariz con un bate de beisbol. Uno de los huesos del rostro se le incrustó a milímetros de un ojo y gracias a esos milímetros no perdió la visión.

Devota desde niña de Madonna, las Spice Girls y Whitney Houston, recuerda haber descubierto su vocación por un grupo de curas franciscanos organizadores de una kermés, con karaoke incluido. “Me transformó ver a la gente que venía a escucharme y se emocionaba”.

Del karaoke pasó a contar su historia sobre un escenario del circuito SESC (Servicio Social de Comercio), un sistema de bienestar y cultura creado en 1946. Por las salas del SESC pasa la creme del arte escénico, como Fernanda Torres, última ganadora del Globo de Oro a mejor actriz y nominada al Oscar por su actuación en Aún estoy aquí, de Walter Salles, o el dramaturgo franco-uruguayo Sergio Blanco, o el director estadounidense Bob Wilson.

"Durante toda mi vida las personas desistieron de mí. Solo yo fui la única que no desistió de mí”, se enorgullece la actriz trans de 36 años, a quien hace 12 intentaron prohibirle ver a su madre moribunda si antes no se vestía de hombre. Desde entonces, se ha vuelto una cara conocida en el ecosistema del teatro y en las páginas de policiales. Es viral un video, filmado en septiembre de 2021 por una profesora, que delata cómo un policía la persigue entre los autos y le quiebra la cachiporra contra la espalda, antes de que dos agentes la arrinconen contra una pared en uno de los operativos en Cracolandia. En el video, ella viste un turbante y una falda larga que los policías le obligan a levantar hasta el culo, mientras ella explica que es actriz y que regresa de recolectar donaciones. Los policías vacían la bolsa con las donaciones en la vereda. “El mundo no es un cuento de hadas ni los casamientos son de princesas”, dirá luego en el pódcast Emoción creativa, al jurar que sigue prefiriendo Cracolandia como su lugar en el mundo.

Lo mismo sucede con Danee Amorim, actriz trans no binaria, confesa ladrona de libros y artista de “circo sin lona”, que se fue, pero sigue regresando a Cracolandia. Regresa, entre otras cosas, para ir a la escuela de circo, coser con Tem Sentimento y colaborar en la reducción de daños entre los adictos. Es de la minoría de los que jamás delinquieron, con excepción de los libros. Se fue, se sigue yendo, para estudiar en la Escuela de Arte Dramático de USP, la más codiciada del país (quienes aprueban el ingreso, 20 entre 500 postulantes por año, son noticia en los diarios de sus ciudades natales). Danee dice que hay adictos al crack que pueden pasar cuatro días sin dormir. Dice saber lo que cansa deambular en busca de empleo y que estuvo a punto de “ser casi xenofóbica contra los chinos porque entraba en restaurantes chinos pidiendo trabajo y le decían que no había, que ya habían contratado mientras el cartel [con ofertas de puestos] seguía colgado”.

Cuando algo no te sale bien y volvés a verte con la pipa en la mano te ayudan los otros usuarios, los amigos o los familiares de los otros usuarios porque quien ve la herida de cerca solo ve el pus, pero quien la observa desde afuera la ve mejor. Y si te dice que todo va a salir bien, ya te ayuda. A mí siempre me pasa, eso de que me ayudan los que tienen solo una pipa en la mano y después no tienen ni siquiera para comer un huevo.

El testimonio es del pódcast Emoción creativa, de Nego Bala, otro de los actores de Cena ouro, cantante de funk, productor musical y guionista nacido y criado en la Tierra del Crack.

Los de ellos son los rostros más visibles de la redención, y sus voces son las de quienes pueden contar la historia. Pero la mayoría no puede hacerlo. La Unifesp indica que 58% de los frecuentadores de Cracolandia sufre episodios psicóticos y el 38% padece de instintos suicidas. Describe, además, que 46% de ellos compra drogas con dinero obtenido en robos, 35% con ganancias de prostitución y casi 60% con limosnas. Los porcentajes superan el 100% porque más de uno ejerce dos o tres actividades a la vez.

 

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Fábio de Souza Lima vive en el extremo este de São Paulo, trabaja en la vecindad de la Cracolandia desde hace 32 años e insiste en que no la cambia por nada. Es su oficina.

Tengo mi rutina acá, hay usuarios que son mis amigos desde hace 10 años. Uno consigue convivir con todos, pero jamás acostumbrarse. Si mirás alrededor, notás que cada vez hay más edificios con amenities. Introdujeron a miles de vecinos nuevos para justificar la presencia de tanta policía y correr a los usuarios del centro, una zona que se valoriza cada vez en términos inmobiliarios. Corren a los más vulnerables por intereses del mercado, aunque estas personas estén acá desde hace décadas, no tengan adónde ir y ya hayan pagado derecho de piso, dice Fábio, gerente de Centauro, una productora proveedora de Netflix ubicada en la calle Gusmoes, paralela a rúa Vitória.

El centro de São Paulo se vuelve a poner de moda. Es el objetivo y el lema del alcalde paulista y su programa Recalificar el Centro, que autorizó la construcción de 236 edificios en la zona circundante a Cracolandia y la Praza da Sé, distantes a dos kilómetros, o tres estaciones de metro, entre sí. En el ínterin, restaurantes tradicionales, tiendas de ropa artesanal con etiquetas de “sustentable” y bares especialistas en gin-tonics exóticos abrieron sucursales en la zona. Desde el fin de la pandemia a enero pasado, se pusieron en venta 32 257 nuevos departamentos allí, según la Secretaría Municipal de Urbanismo. El propio gobernador Tarcísio de Freitas (Republicanos, de la derecha) anunció en enero que 27 000 empleados públicos, hoy distribuidos en 60 edificios por la ciudad, mudarán sus oficinas al centro. Con el anuncio llegó también el muro que, además de ocultar el consumo masivo, busca evitar que quienes duermen hoy en la calle se instalen en los esqueletos de los edificios en construcción, sostienen algunos vecinos.

En medio de los edificios en construcción con carteles de ofertas (16 a 28 metros cuadrados, incluida la cochera en los más grandes), se levanta una casona en la que brillan vestigios de siglos pasados. Ocupa gran parte de la manzana, con habitaciones distribuidas a lo largo de corredores dignos de palacetes en la planta alta, desde cuyas ventanas puede verse a los consumidores pulular como hormigas. Hay en la casona una cocina de azulejos blanquísimos que emanan un perfume dulzón con rastros de lavandina. Tras la reja de la entrada, un cartel anuncia “Missão CENA”, un juego de palabras que alude a la escena de uso abierto de drogas y a la liturgia de los oficios que allí dentro se practican. CENA es la sigla de Comunidad Evangélica Nueva Aurora, una organización de misioneros que asiste a habitantes de esas calles. Travestis, gais desalojados, desocupados sin techo, adictos y prostitutas que trabajan en casas tomadas o edificios abandonados. Hay un día de la semana para cada grupo. A los crackers, como se definen entre ellos, les toca los martes.

“Soy travesti, prostituta, me entrego al crack, vivo en la calle y pido limosnas en la Pinacoteca y, si no hay para comer, robo lo que puedo en el metro. Gracias a todo eso, podría desayunar cuatro veces por semana en la misión CENA, el día de las travas, el de las putas, el de los sintecho y el de los crackers. Podría ir con los desocupados también, porque cumplo con todas las estadísticas”, se jacta Dorita.

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De lunes a viernes funciona una guardería que recibe a los hijos menores de 7 años de quienes acuden a desayunar, desde el amanecer y por 12 horas. Está a tres cuadras de la casona. Mientras sus progenitores parten quién sabe adónde, los niños juegan, aprenden a leer, duermen, se bañan y comen cuatro comidas diarias. El lunes 10 de febrero, primer día de aula tras el receso veraniego, son 27 nenas y nenes que se turnan para saltar en la cama elástica, girar en la calesita o deslizarse por un tobogán. Hay maestras, cocinera, una bibliotecaria que cuenta historias y 30 colchones con sábanas y toallas limpias.

“La idea principal es tratar a todas estas personas como parte de nuestras familias; no solamente darles una comida, sino una vida, devolviéndoles su dignidad”, dice Paulo César dos Santos, licenciado en Teología y presidente de la misión CENA. Dos Santos tiene 38 años y un tercio de ellos anduvo por esas calles.

“Durante años, mi esposa y yo visitamos todas las semanas varios edificios de por aquí, entregando folletos y anotando nombres para la oración. Nos impactaron especialmente tres edificios llenos de mujeres semidesnudas de pie en la escalera, esperando por sus clientes”, dice.

“Las mujeres esperaban cambiar sexo por dinero o crack —recuerda—. Es difícil dilucidar si el crack se consume para soportar la degradación sexual o es al revés”.

Todos los martes, la Meca del crack se vacía por la mañana, pues es el día en el que CENA sirve el multitudinario desayuno para los adictos. Hay tortas, té, pan y chocolate caliente sobre decenas de mesas distribuidas en la cancha de futbol, a las que se sientan quienes todavía huelen a humo ácido para conversar entre ellos como si se vieran por primera vez. Las horas pasaran sin prisa y sin humo y da la sensación de que todo acabará en paz luego del desayuno. Los que desayunan son casi todos hombres, casi todos negros, magros y con dentaduras incompletas. Aceptan con sonrisas, movimientos exagerados de los brazos cuando les sirven más té, jugo o un trozo de pan. Se ríen y hay quienes se animan al balanceo cuando la música en vivo les marca un rock o una samba.

“Más importante que dar algo para comer es darles tu tiempo, sentarte con ellos y conversar. Preguntar cómo se llaman, cómo les va, qué esperan de la vida, mirarse a los ojos, acariciar una mano mientras se conversa y especialmente escuchar”, dice Fernanda Vallim Martos, activista de derechos humanos y coordinadora de la ONG Rio de Paz en São Paulo. Claudio, su marido, toca la guitarra para todos. Después del té y las conversaciones, hay quienes escogen permanecer allí hasta la hora de cierre, como dos hombres muy delgados y vestidos con musculosas —cuesta saber a primera vista si son efectivamente hombres o mujeres escuálidas— que se duermen profundamente a las 10 de la mañana, abrazados bajo el travesaño del arco de futbol, como retrasando el momento de volver a la calle e ir tras la piedra.

Locura es vivir en una casa sin que nadie la conozca, concluye Dos Santos, en su libro Locura o vocación, que escribió a partir de sus vivencias en este lugar, como el momento cuando su esposa Adriana, conocida allí como “la Dama de la Curita”, pisó a oscuras el cuerpo de una de una niña muerta entre los escombros y la basura. Las casas que regentea este hombre están hiperpobladas. Sucede con la casona señorial, sede de la misión; con la guardería, administrada por su esposa; y con su propia casa en los suburbios, un simple caserón rodeado por mucha tierra para sembrar a 73 kilómetros de Cracolandia. Allí, donde vive con Adriana y sus dos hijos, hospeda desde 2009 a quienes se comprometen a enfrentar la dureza de la abstinencia. Alberga a 15 abstinentes por vez y durante nueve meses, si bien hay quienes conviven con la familia desde hace tres años, no porque no hayan dejado la adicción, sino porque temen a la recaída o viraron misioneros.

“El secreto no es quitarles lo poco que tienen, sino darles algo a cambio, llenar el hueco que sienten. Les comparto de corazón lo mucho que yo tengo, todo mi tesoro, que es mi familia y la fe”, dice Dos Santos.

Las opiniones y las estrategias son tan diferentes como las razones que esgrime cada uno para perderse en el humo del crack al aire libre. Y tantas como las desiguales oportunidades de cada uno o las campañas fallidas que desde hace 35 años prueban los gestores de la ciudad más poblada de América Latina en busca de deshacer Cracolandia. “Urgente: echen a los drogados”, se lee en algún letrero que pende de un balcón. “Nos roban todas las semanas”, se queja Nilda, una vecina. La historia muestra que ya encarcelaron, internaron por la fuerza, violentaron o dispersaron en la periferia a miles de crackers; pero vuelven, se aglutinan siempre en el mismo lugar, y, al final de la euforia, todos yacen en las veredas.

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Cracolandia: al otro lado del muro

Cracolandia: al otro lado del muro

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—¿Y vos qué mirás?

La pregunta la hace una mujer recostada, más bien arrojada sobre un charco que se adivina amarillo y que fluye hacia el asfalto por las baldosas de una vereda rota y sucia. Está apenas vestida: un short de jeans dos o tres tamaños más grande del que le correspondería, un corpiño de bikini desteñido. En la oreja que no está apoyada sobre el líquido se ve un gran agujero en el que un aro dilatador dejó su huella irreversible.

 —Nada.

La respuesta es seca y proviene de otra mujer de unos 30 años que pasa por ahí. Camina con auriculares inalámbricos, lleva argollas de plástico en las orejas y un vestido liviano de los que abundan en maniquíes iluminados con neón, en las tiendas al paso que se ven por las estaciones del metro de São Paulo. Tres adolescentes, que comparten un cigarro electrónico y cargan mochilas sobre sus espaldas y libros escolares contra el pecho, miran a la mujer del charco y continúan caminando. Segundos después, hacen lo mismo un vendedor ambulante de fundas para teléfonos móviles y una mujer con dos críos de la mano. Todos dirigen, quizá sin querer, sus miradas al bulto sobre las baldosas. Miran sin mirar y ninguno se inmuta al repetir, como si se hubieran puesto de acuerdo, ese nada cuando ella los increpa sin bronca ni fuerzas. Parece que solo quisiera demostrar que está viva.

Es martes por la mañana y desde las 9 el sol de un febrero más caliente de lo habitual promete que azotará el cemento y que apurará la evaporación y el hedor de los fluidos alrededor de los cuerpos de quienes yacen, en apariencia moribundos, sobre la vereda que da al muro de casi 50 metros con el que el gobierno paulistano pretende ocultar a los zombis, los espectros, los despojos, las sombras, estos seres que, como la mujer del charco, son invisibles.

Hay más de mil usuarios de crack que pululan en este rincón del centro antiguo de São Paulo. En esta mañana febril son uno, dos, cinco, trece cuerpos en apenas media cuadra, separados por pilas de cartones, alguna lata abollada y colilla, interpretando una coreografía en dos actos.

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Acto 1: alguien se lleva un pequeño cilindro a la boca y acerca un encendedor. Inmediatamente, aspira la punta del cilindro y en ese instante puede oírse el estallido de la piedra al quebrarse: ¡crack! Un sonido punzante, dulce, breve, por el que se le dan nombre a la droga y al lugar. La droga: crack o cocaína de los pobres. El lugar: Cracolandia o Tierra del Crack.

Acto 2: una vez disipado el humo hay quien guarda el tubo, y quienes lo dejan caer para luego reír, alzar los brazos en una V mayúscula de vamos, de victoria o de venceremos, quién sabe; y entonces sí, se mueven con euforia, saltan, bailan, se abrazan. Los consumidores cambian según las horas, el día, las semanas, pero siempre parecen los mismos. La fiesta dura en promedio 10 minutos. Y todo vuelve a empezar.

Del muro cuelgan remeras, algún corpiño, medias, varias toallas. El muro llegó en 2025 y atraviesa el cuadrilátero llamado Cracolandia, cuyo nombre oficial es Escena Abierta de Uso permitido de Estupefacientes. Llamada así por la Secretaría de Seguridad Pública del gobierno local, de esta entidad depende su custodia, que se realiza con agentes, quienes —sin embargo— evitan detenciones para no sobrepoblar comisarías. Desde 2006, la ley de Brasil establece que la tenencia de drogas para consumo personal es un delito por el cual se puede demorar al infractor en una sede policial, pero no derivarlo a una cárcel, pues no es punible con prisión efectiva. Solo se aplica una multa, trabajo comunitario o un tratamiento. El objetivo no es liberar el consumo de drogas, sino respetar “los derechos fundamentales de la persona humana [sic], especialmente en lo referente a su autonomía y libertad”.

El muro fue construido a las apuradas y amaneció todavía fresco en la madrugada del último miércoles 15 de enero. No había sido anunciado, sorprendió a los propios vecinos e indigna hasta estos días a organizaciones defensoras de derechos humanos. “Crearon un campo de concentración”, fue la primera denuncia, presentada por la agrupación Craco Resiste. Vinieron más quejas y la Defensoría del Pueblo recomendó la demolición de la pared, que se extiende por 50 metros sobre la acera y tiene una altitud de dos metros y medio, con el argumento de que su arquitectura “tiene una estética hostil y segrega a quienes están en situación de mayor vulnerabilidad”, antes de sugerir que, en todo caso, se coloque una reja. El Supremo Tribunal Federal (STF), máxima instancia de la justicia en el país, reclamó explicaciones desde Brasilia. El gobierno paulista, responsable por la construcción, argumentó en su defensa que “antes del muro había una mampostería” y que su reemplazo por ladrillos busca “evitar accidentes, especialmente atropellos (de automóviles), considerando el estado de debilidad de quienes frecuentan la región”.

La droga llegó a esta zona en los años ochenta, cuando la inauguración de otra terminal de autobuses en las márgenes del río Tieté, que atraviesa la ciudad, desactivó la hiperactividad de la Estación Central Luz sobre cuya fachada hoy se recuestan los adictos, pues hasta allí se extiende la Tierra del Crack. Desde entonces, en la Estación Central Luz operan solo trenes y subterráneos. Allí comenzaron a convocarse jóvenes para aspirar pegamento. En 1990, según los registros de la policía, apareció un veinteañero con 220 gramos de crack. Fue apresado, pero llegaron otros. Más y más adictos de la ciudad y de las afueras empezaron a vivir sobre las plataformas de autobuses en desuso. Cinco años después, en 1995, en una crónica del diario O Estado de S. Paulo se utilizó por primera vez la palabra Cracolandia para describir cómo “los antiguos caserones están siendo usados por traficantes para preparar piedras de crack”, a propósito de la apertura, en esa zona y por entonces, de una Comisaría de Represión al Crack.

Cracolandia o CAU del centro paulista, es, en verdad, un territorio de un cuarto de manzana rodeado por uno de los paisajes arquitectónicos más opulentos y atractivos de São Paulo. En las alturas se imponen las cúpulas y en el suelo hacen lo mismo los usuarios de crack, entre los transeúntes y el tráfico. El cuadrilátero, cuya arista superpoblada de adictos es la calle Dos Protestantes, se interrumpe contra la bella Estación Central Luz y está limitada por las arterias Rúa Vitória y Rúa Triunfo: hace cien años se levantaban allí grandes compañías cinematográficas internacionales como Paramount, Columbia y Fox y la nacional Fama Filmes. Floreció en ese rincón una especie de Hollywood a la brasileña hasta que se perpetró el golpe de Estado de 1964 contra el presidente João Goulart. La dictadura duró hasta 1985, y en ese periodo las cintas de amor y aventura dejaron lugar al “Cine Marginal”, con epicentro en esa región, que contenía sexo explícito, lenguaje grosero y consumo de drogas. Los opositores a ese movimiento tildaron a la zona como “Boca de Lixo”, boca de basura, palabras con las que aún Google Maps identifica a la región.

Hace un siglo, el glamour reinaba en los cafés de las esquinas de Rúa Vitória, el champán burbujeaba en los restaurantes de Rúa Triunfo y las estrellas que sonreían desde el papel de los afiches se paseaban en descapotables. Había estelas de perfume francés. Hoy el lugar está sucio, huele a orín, vómito, amoníaco y brea caliente. Huele como la mayoría del millar de personas que lo recorren todos los días bajo los efectos del crack. Y entre esos 1 000 o 1 300, según los cálculos oficiales, los traficantes de la droga son amos y señores: obtienen lo que quieren por lo que ofrecen (sexo, teléfonos celulares robados y favores personales). No solo ellos se cuelan entre quienes deambulan enclenques, sino también los carteristas.

Oficialmente, se admite hoy la existencia de 72 CAU en 47 barrios centrales y periféricos de São Paulo, pero la “Meca”, Cracolandia, la más grande de todas, continúa floreciendo entre las rúas Vitória y Triunfo. El estatus CAU, que intenta evitar la violencia policial contra los adictos, requiere tres factores en común: uso, cantidad y tiempo. Uso: crack. Cantidad: al menos 15 usuarios. Tiempo: una semana o más en el mismo lugar. La Meca cumple 35 años reuniendo esas condiciones.

Los datos de la policía paulista afirman que se registran allí, en pleno centro, un promedio de 33 crímenes por día, sobre todo hurtos de móviles, carteras o mochilas e invasiones en grupo a tiendas de comida, perfumerías o farmacias para robar. Los mismos datos aseguran que durante 2024 caminaron estas calles 73.14% menos de personas que en años anteriores y que quienes aún lo hacen son vecinos, estudiantes, turistas o gente interesada en el arte o la cultura. Porque aquí, entre otras cosas, y alcanzado por el humo del crack, se erige el Conservatorio de Música Tom Jobim.

“Las artes tienen ese don de ver más allá”. La aseveración es del actor Léo Akio, miembro fundador de la Compañía de Teatro Mungunzá y cocreador del Teatro do Conteiner —de los Contenedores—, que funciona dentro de uno enclavado sobre una plazoleta que limita con Cracolandia. A espaldas del contenedor está la zona de consumo identificada por apenas tres letras, CAU, que alertan que allí todo vale. La sala teatral está rodeada por otros contenedores que albergan un centro de exposiciones; la oficina de Akio; un bar frecuentado por actores, directores, público en general y crack-dependientes; un taller de circo y un taller de corte y confección para mujeres cis y trans del lugar. Todos interactúan en armonía. En los días previos al carnaval, sobre el césped de la plazoleta del teatro se concentran los ensayos de la comparsa Blocolandia, organizada desde hace 10 años por trabajadores, militantes y usuarios de crack. Sus miembros la llaman “bloco de piedra” y la definen como “la más inclusiva de todas” las comparsas —o escuelas de samba— de Brasil.

“Es solo acompañar, dejarlos tocar los tambores y bailar al compás”, dice Claudinho, el líder de los percusionistas que marca el paso de todos los demás en el desfile que recorre las calles del barrio el sábado 22 de febrero, dentro del calendario oficial del carnaval.

Todo comienza al mediodía y pese a la luz ardiente son casi 300 consumidores de crack que mueven sus cuerpos raquíticos mientras desfilan. Hay hombres y mujeres en piel y hueso, travestis con ropas sensuales y mucho glitter, algunos niños. Todos danzan lo ensayado de antemano e improvisan estribillos breves, como “Craco resiste”. Se muestran exultantes. Felices durante cuatro horas.

“Se movieron toda la tarde y la mayoría ni usó crack porque se enfocó en acompañar al otro en la algarabía y no en la droga”, dice la psicóloga Laura Sahm, que participa de la comparsa.

En el manifiesto fundacional de Blocolandia se aclara que la intención no es romantizar la miseria, sino oponerse al discurso que criminaliza a la pobreza y estigmatiza al usuario de drogas.

São Paulo es la ciudad más grande de América Latina, con casi 12 millones de habitantes, una expectativa de vida de más de 78 años y el mayor PBI de Brasil. Es la quinta en cantidad de museos, según el Informe mundial de cultura de las ciudades, apenas detrás de Londres, Berlín, París y Nueva York. Hay más de 150 salas de teatro y por lo menos 330 de cine, una veintena de ellas públicas y gratuitas. A 50 metros del nudo de Cracolandia se levantan la Sala São Paulo, uno de los salones de conciertos más valorados del planeta; el Memorial de la Resistencia, un museo dedicado a víctimas de la dictadura militar; la Pinacoteca, la galería de arte más importante de Brasil, y, a escasos metros del muro, la Estación Da Luz, con un reloj similar al Big Ben y el aspecto monumental de la Abadía de Westminster.

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“La calle es muy cruel con gente como nosotros, sobre todo con las mujeres”, dice Magalí mientras asoma la noche y el frío otoñal de fin de marzo. Está sentada sobre el cordón de la vereda y se recupera de los efectos de la última dosis del día.

Una piedrita no es nada. Lo que quiero decir es que no se siente nada tan potente como todos creen y menos todavía cuando pasa el efecto. Pero mientras dura el flash estás en la gloria dorada, se siente que todo está bien y nada puede afectarte. Es como tener el superpoder de escapar de lo feo. Se siente que sos la mejor de toda tu familia y de tus amigos, que todo lo que te preocupa todos los días por fin no te afecta en nada. Que si quisieras volar nada te lo va a impedir.

 

Todo en ella vira hacia un tono ámbar: la piel, el pelo decolorado, los dientes y especialmente los bordes de los labios. Le echa la culpa de eso a los efectos del “terrón”, como le llaman muchos al crack, que se vende en bloquecitos blancos o pajizos, según la sustancia con la que haya sido mezclado, y tiene un gran parecido con los terrones de azúcar. Pero no es con azúcar con lo que se mezcla al descarte de la cocaína, base de la piedra que suelta ese crack al desintegrarse, sino con bicarbonato de sodio, acetona, ácido sulfúrico, cafeína o con un medicamento antiparásito intestinal, levamisol.

Magalí menciona como al pasar que sufrió tres abortos espontáneos, que en el final de su cuarto embarazo parió a un bebé muerto, “cuando la única droga que conocía era el tabaco”, y que su marido desapareció una semana después del parto, cinco días antes de que fueran desalojados por una deuda del alquiler de un departamento. Se sintió, dice, toda fracaso y recaló por primera vez en este rincón. Llegó allí junto con una amiga a la que no ve desde aquel día de hace año y medio. No quiere aparecer en las fotos. No quiere que su marido  —“¿o será ex?”, se pregunta— la vea allí ni en el estado en el que se avergüenza de estar: 15 kilos debajo de su peso regular, dos dientes menos y el vicio que la avejenta dos décadas.

“Yo sé que un día voy a salir de acá o rescatada o con las patas para adelante, pero sé que saldré, seguramente en una ambulancia”, dice mientras intenta recoger la maraña de su pelo en un rodete.

Se exaspera por la rebeldía de su cabellera porque la falta de higiene comienza a picar, porque es evidente que hace siglos no usa desodorante, porque ha llegado la hora, dice, “de volver a no pensar”.

Cada una de las dosis que Magalí consume por día cuesta 3 reales (poco más de medio dólar), lo mismo que cuesta una lata de cerveza, la mitad de una botella de litro y medio de agua mineral, un tercio de un paquete de Marlboro. Los mismos 3 reales, ese casi medio dólar, que reciben una jovencita o un adolescente por practicar sexo oral a un desconocido en algún automóvil en movimiento, entre dos o tres semáforos, para bajarse con la boca sucia y gastar lo ganado con algunos de los dealers que esperan entre los tachos de basura o esquivando las rondas periódicas de la policía.

A ojo suelto puede advertirse la presencia de un policía por cada ocho consumidores en las horas pico, que son las del atardecer. Por la mañana, y hasta pasado el mediodía, hay allí alrededor de 300 o 320 consumidores, según los cálculos de la policía, que se agolpan sobre la calle Dos Protestantes, con el único fin del consumo matutino. La cantidad de consumidores se duplica cuando comienza la noche. Los agentes no. Los relatos policíacos de cada final de día afirman que entre una medianoche y la siguiente se acumula una media de 1 000 a 1 300 usuarios. Los fumadores de crack se amontonan para drogarse en comunidad y, sobre todo, para estar cerca del traficante; los agentes de la policía, en cambio, lo hacen para identificar a quienes venden la droga: pueden detener al proveedor, pero no al consumidor, excepto que cometa un delito contra un tercero.

Una pesquisa de la Universidad Federal de São Paulo (Unifesp) eleva la cifra de usuarios de crack a 1 700 diarios. La mitad de ellos vive en la calle y el 90% fuma mientras el 10% restante solo permanece para pasar el tiempo en una comunidad. Agrega detalles el último informe de la Universidad de São Paulo (USP), que puntualiza, además, que el 40% de los homeless asegura estar en Cracolandia y dormir a la intemperie por decisión propia.

Para distinguir a estas personas de los “crackeados” o “crackudos”, no hace falta más que observar unos minutos: los consumidores usan camisetas roídas, pantalones cortos, raramente una camisa desprendida y ojotas, aunque en general van descalzos, incluso en el invierno. Para incursionar fuera de la CAU la mayoría suele cargar con todas sus pertenencias: un buzo con cierre y capucha, una prenda que parece el uniforme de este sitio. Las mujeres son minoría. Los hombres componen casi el 70% de la población, de acuerdo con un estudio interdisciplinario datado en marzo último de USP, Grupo Cóccix y Fundación Getulio Vargas. En el 30% restante se mezclan mujeres, travestis, quienes se auto perciben no binarios, niñas y niños. Los usuarios, en más del 80%, son negros. Magalí es mujer y blanca, y, como la mayoría de las mujeres cis y travestis de la zona, se prostituye por las dosis. A cambio de sexo con traficantes obtiene una piedra por la mitad de lo que le cuesta al resto o dos por una.

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En medio del paisaje, los policías son una postal del poder y muchas veces del sadismo. Uniformes con acolchado en las articulaciones, botas, cascos, chalecos antibalas, pistolas reglamentarias y armas largas como ametralladores o rifles, cachiporra o gas pimienta, handy a la cintura y celulares colgados sobre el pecho. Se mueven casi sin moverse con una van para eventuales arrestos si sorprenden a alguien en un delito, cuatro coches patrulleros, ocho motos, una ambulancia.

“Se hace agotador observarlos drogarse seis horas seguidas sin poder hacer nada, pero estar aquí parado es la única manera de identificar a los traficantes y evitar que los adictos salgan a robarle a los peatones y los turistas cuando quieren comprar más”, explica el cabo Costa, de la policía metropolitana, que interrumpe su explicación para advertir a unas jovencitas que “tengan cuidado con el teléfono, las joyas y las carteras”. “No podemos meternos con el drogado si no delinque, pero sí con quien lo droga”.

De todas maneras, cada tanto los uniformados se acercan a algún consumidor, lo empujan contra la pared, lo palpan, lo interrogan, lo golpean, lo humillan. Su accionar contra los adictos está prohibido por la ley y es criticado por fiscales, especialistas en salud mental, organizaciones de derechos humanos y la Iglesia.

“Soy consciente de que algún colega se excede, pero interceptarlos y palparlos son estrategias para lograr detectar a quien transporta más de que un par de piedras para consumo personal. El objetivo es capturar al proveedor”, dice el cabo.

Un hombre que no debe de llegar a los 45 años ni a los 50 kilos camina por la acera. Su andar es seguro y con la mano izquierda improvisa una protección del sol en la primera hora que le sigue al mediodía; la otra mano está dentro del bolsillo del pantalón. Es uno de los pocos que usa jeans. Canta el “Funk Infernal”, (“dicen que ella es grandona al estilo de Babilonia, / que ella es puta, que es grandona, /  móntatela, móntatela) y acompaña el ritmo con la cadera. Va en lo suyo cuando un policía le corta el paso, el hombre se detiene y con la mano que cubría su frente cubre ahora el bolsillo. Otros tres policías —dos hombres y una mujer— que aguardaban en la frescura del aire acondicionado del patrullero salen disparados, empujan al caminante de bruces contra la pared: uno le separa las piernas, otro le traba la espalda con la cachiporra y el tercero le ordena entre insultos que vacíe los bolsillos. El caminante balbucea y acabará por llorar un minuto después cuando la misma bota que le separó las piernas pisotee el resto de una manzana mordida, el único objeto que llevaba en el bolsillo de los jeans.

“Era lo que me quedaba para la cena, me había sobrado del almuerzo que recién pagué en el Bom Prato”, lamenta el hombre, aún contra la pared, mientras los policías, que han regresado al patrullero, se ríen.

“Más que cena ese pedazo roñoso es basura”, dice uno de los agentes apenas bajando el vidrio de la ventanilla.

Soy Zé Carlos —dice por fin el hombre y estira el brazo con la palma abierta, en un saludo cordial que no aprieta—, soy guitarrista o era guitarrista porque hace tiempo que empeñé la guitarra y los muchachos del bar en el que tocaba ya no me llaman tan seguido. No vengo acá a drogarme, yo vivo acá, les canto un rato y ellos me hacen compañía. Justo ahora estoy volviendo del Bom Prato de 25 de Marzo. Hace calor para caminar, pero cuando el hambre se hace sentir no hay más remedio que irse hasta allá. Hay que irse y después volver. Siempre vuelvo, acá tengo mi colchón, mi frazadita y mis amigos. Acá, aunque no te lo creas, nos necesitamos entre todos; no somos la mierda que todos creen, somos seres humanos, con sueños, frustraciones, más pérdidas materiales y afectivas que ganancias; eso sí, acá todos tenemos sentimientos, aunque a los demás no les importe.

Bom Prato es una red de restaurantes del gobierno del estado de São Paulo que distribuye 150 000 comidas diarias por un real (16 centavos de dólar) desde diciembre del año 2000. Desde entonces, las distintas administraciones del estado paulista completan el valor de cada plato de comida (1 dólar o R$6) y el comensal paga, desde hace un cuarto de siglo, solo un real por almuerzo y la mitad de ello si se trata de desayuno o merienda. En el barrio de ventas mayoristas y populares 25 de Marzo, se levanta uno de los Bom Prato más atestados a diario. Queda a 20 minutos a pie de Cracolandia y abre sus puertas para almorzar a las 11 a. m. Desde las 9, la fila de personas da la vuelta a la esquina. Se sirven 370 almuerzos y se cierran las puertas cuando se acaba la comida, generalmente antes de las 2 p. m.

 “Abrimos los siete días de la semana. Todos necesitan comer todos los días”, explica por teléfono Laura Machado, secretaria de Desarrollo Social del gobierno estatal.

 

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Desde los años noventa, sobre todo en vísperas de elecciones o de eventos que atraen a turistas internacionales (la Fórmula 1 o la feria São Paulo Fashion Week), alguien ordena despejar las calles del centro. Es el tiempo de los operativos policiales más violentos y las internaciones compulsivas de supuestos adictos. Ocurrió con casi todos los alcaldes paulistanos, excepto entre los años 2013 a 2016, cuando la ciudad fue gobernada por el exprefecto, y actual ministro de Economía, Fernando Haddad, referente del PT (Partido de los Trabajadores), fundado por el presidente Lula da Silva.

En 2022, durante la gestión de Ricardo Nunes, del MDB (Movimiento de la Democracia Brasileña, de la centroderecha brasileña), que actualmente cumple su segundo mandato consecutivo, la policía detuvo a 23 personas en cercanías de la Estación Luz y las recluyó en el Hospital Central de Santa Cecilia, donde fueron sometidos a tratamiento de desintoxicación. Meses después un fiscal demostró que solo tres eran toxicómanos. “Además de pasar por internaciones que no aceptaron, cuando salen de los hospitales lo hacen con una mano atrás y otra adelante, con menos de lo que tenían. Ya no tienen la ropa ni el trabajo ni salario, lo que evidencia que las internaciones compulsivas se hacen solamente para retirar a las personas por un tiempo de la calle, para que no se las vea y nada más”, objetó por entonces la Fiscalía.

Los adictos son llevados a la rastra, o si no, cargados en camiones y diseminados en la periferia metropolitana. El Observatorio de Crack, de la Confederación Nacional de Municipios, alerta que el uso de la peor cocaína es cada vez más frecuente en zonas rurales y poblados y alcanza al 85% de los municipios con distinta intensidad en todo Brasil. En Rio de Janeiro, por caso, los consumidores de crack estaban recluidos en las favelas, pero en los últimos dos años —advierte la policía carioca— proliferan los grupos de consumo callejero alrededor de las playas Botafogo y Copacabana.

 

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Lago Moreira tiene 28 y camina hasta el Bom Prato. Lo hace con frecuencia, aunque a veces no pueda comer, como ocurre un viernes con cielo color plomo.

Es por falta de la moneda que no pico alguna cosa a veces, no porque no me presente temprano a hacer la cola. Yo me levanto y vengo, siempre soy uno de los primeros en llegar, total no tengo otra cosa que hacer. Vengo para intentar masticar algo cada vez que me duele la panza de hambre. Me presento acá, aunque me falte el real para pagar porque sé que me las voy a arreglar con las sobras de un colega o con algún pan que me dé un amigo por haberle cuidado un lugar en la fila para entrar al restaurante; al final siempre algo voy a masticar, dice bajo un paraguas mientras espera que abra el restaurante.

 

—¿Cómo ganás el dinero para comer?

—Pido en la calle, lavo algún vidrio de auto en el semáforo; si hay alguna changa, la hago. No tengo bicicleta para repartir comida, pero si hay que repartir algo por el barrio y se puede hacer caminando, me avisan y lo hago. Trámites, librería, ropa, comida, cualquier cosa. Hoy, que llueve, tengo el trabajo de vender este paraguas, a ver si saco unos 10 reales de un tirón. Trabajo cuando se puede y con lo que gano como y también, debo admitir, me drogo un poquito.

—¿Dónde vivís?

—Ahí en Cracolandia, aunque si tengo trabajo de hacer trámites me quedo a dormir en plaza da Sé. Somos muchos los que hacemos eso, principalmente las travestis porque en la plaza hay más turistas y más oportunidad de trabajo.

—¿Cuántos son muchos?

—Yo duermo solo, pero hay como 200 en la plaza durmiendo alrededor mío, aunque llueva y truene.

—¿Dormís en una carpa o a la intemperie?

—Arriba de la escalinata de la Catedral, en un escaloncito nomás.

—¿Tenés una familia?

—Sí, tengo una mujer y un hijo de 6 años que se llama Luiz Daví, pero ellos viven en una casa del interior. A mí me echaron hace dos años porque no trabajaba todos los días, porque cerró el comercio que me contrataba. A veces me drogaba un poco, debo admitir. Al echarme me hicieron peor porque antes ni conocía lo que era el crack y ahora vivo pensando en conseguir una piedrita a toda hora. Los domingos, no. Los domingos voy a misa y me porto bien. Me baño en un lavadero de autos; a veces ayudo a lustrar los coches y me dan un té, una Coca, un sándwich. Cosas que te hacen sentir más persona.

—¿Con qué te drogas?

—Cuando vivía con mi mujer, solamente con cannabis sintético, que es una mierda, pero no podía dejar. Es un líquido que se pone arriba de hojas secas y se fuma como marihuana. Es espectacular lo que te pasa cuando lo fumás, igual sigue siendo una mierda.

—¿Y ahora?

—Con lo mismo y con crack, que es más barato.

—¿Cuando pasa el efecto de las drogas te da hambre?

—Sí, a veces sí, es como con la marihuana. Pero a veces no, te hace zafar de tener que comer. Depende de cómo te pegue. A veces es mejor fumarte una ayudita, como le digo yo a la piedrita, porque es más barata que la comida y te hace dormir rápido. Ahí te dormís, te olvidás de todo lo que te hiere. Siempre digo lo mismo: un día me curo y vuelvo a mi casa. Igual, aunque vuelva no sé si me van a aceptar; estoy distinto, parezco un harapo, pero el corazón es el mismo. Me faltan las monedas, pero me sobra el sentimiento. Soy un romántico incurable.

 

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Tem Sentimento es el nombre del colectivo que gestiona el taller de costura que funciona en la plazoleta de los contenedores, capacitando a mujeres cis y trans en situación de vulnerabilidad en la región. Les enseñan corte y confección, crochet y artesanías. Hacen ropa simple o reformulan las que ya están usadas para venderlas en un brechó, o tienda de segunda mano, que les asegura una mínima renta. En las fiestas previas al carnaval, 25 travestis aprietan los pedales de las máquinas de coser, apurando la confección de los chalecos identificatorios que se vestirán en Blocolandia.

 —Siempre los vi como un interlocutor más porque en definitiva son eso: convivimos perfectamente. Además, cuando vienen aquí, mientras están aprendiendo arte no están consumiendo drogas —dice Akio, acompañado en el desfile por Miranda, su hija de 5 años.

 —¿Cómo se integran tan bien?

 —En la convivencia, tratándonos de igual a igual —responde Akio—. Esta convivencia, justamente, es la mejor muestra de que el teatro es más que un lenguaje artístico y que aquí, en São Paulo, consigue ser también una muy buena política pública. Desde que tengo memoria, todos los gobiernos se han ensañado con esta gente, todos han tenido como promesa de campaña la erradicación de Cracolandia. Pero no lo han logrado, solo les han hecho mal, han avasallado todos los derechos para ocultarlos del turista o del vecino que se queja y les promete el voto. Lo que falta es una política pública de verdad, un programa integral. Ves a los policías armados hasta los dientes, con equipos carísimos como si fueran a enfrentar al enemigo más salvaje y, en contraposición, ves a los empleados de la Secretaría de Salud o a los asistentes sociales que llegan con lo puesto más una planilla y un lápiz en la mano. Falta aquí la combinación de las tres T: Tratamiento, para que cese la dependencia; Techo, para que dejen de dormir en la calle; Trabajo, para que sean dignos y no dependan más que del salario a fin de mes.

 El arte, más precisamente la actuación, es un denominador común que une a muchos. Cena ouro (Escena dorada) es la obra teatral que la Compañía Mungunzá creó y exhibió aquí, en la Muestra Internacional de Teatro (MIT), y en el Festival de Avignon, en Francia. Cena ouro mezcla actores y actrices profesionales con actores amateurs usuarios de los tubos y el crack. Cada presentación sacude a la platea; los aplausos siempre son de pie, con muy buena crítica. “Con la pipa en la boca, van a pensar que yo ya nací así”, dice un adicto-actor en plena obra, que desnuda la vida cotidiana de quienes han hecho del consumo de una piedra de crack el objetivo de cada día.

El infierno ha sido un lugar común para Laurah Cruz, y de todos sus recodos quizá el de Cracolandia sea el más amable. Es allí donde vuelve todo el tiempo, y no necesariamente para buscar una piedra, aclara.

“Tuve que pasar mucho por las calles, dormir en las veredas, para entender todo y lograr ser lo que realmente soy”, reflexiona ella, otra de las protagonistas de la obra de teatro y oriunda de la tierra del crack.

Cruz debió someterse a varias cirugías faciales luego de que una patota la atacara en su pueblo natal y le quebrara un pómulo, algunas costillas y la nariz con un bate de beisbol. Uno de los huesos del rostro se le incrustó a milímetros de un ojo y gracias a esos milímetros no perdió la visión.

Devota desde niña de Madonna, las Spice Girls y Whitney Houston, recuerda haber descubierto su vocación por un grupo de curas franciscanos organizadores de una kermés, con karaoke incluido. “Me transformó ver a la gente que venía a escucharme y se emocionaba”.

Del karaoke pasó a contar su historia sobre un escenario del circuito SESC (Servicio Social de Comercio), un sistema de bienestar y cultura creado en 1946. Por las salas del SESC pasa la creme del arte escénico, como Fernanda Torres, última ganadora del Globo de Oro a mejor actriz y nominada al Oscar por su actuación en Aún estoy aquí, de Walter Salles, o el dramaturgo franco-uruguayo Sergio Blanco, o el director estadounidense Bob Wilson.

"Durante toda mi vida las personas desistieron de mí. Solo yo fui la única que no desistió de mí”, se enorgullece la actriz trans de 36 años, a quien hace 12 intentaron prohibirle ver a su madre moribunda si antes no se vestía de hombre. Desde entonces, se ha vuelto una cara conocida en el ecosistema del teatro y en las páginas de policiales. Es viral un video, filmado en septiembre de 2021 por una profesora, que delata cómo un policía la persigue entre los autos y le quiebra la cachiporra contra la espalda, antes de que dos agentes la arrinconen contra una pared en uno de los operativos en Cracolandia. En el video, ella viste un turbante y una falda larga que los policías le obligan a levantar hasta el culo, mientras ella explica que es actriz y que regresa de recolectar donaciones. Los policías vacían la bolsa con las donaciones en la vereda. “El mundo no es un cuento de hadas ni los casamientos son de princesas”, dirá luego en el pódcast Emoción creativa, al jurar que sigue prefiriendo Cracolandia como su lugar en el mundo.

Lo mismo sucede con Danee Amorim, actriz trans no binaria, confesa ladrona de libros y artista de “circo sin lona”, que se fue, pero sigue regresando a Cracolandia. Regresa, entre otras cosas, para ir a la escuela de circo, coser con Tem Sentimento y colaborar en la reducción de daños entre los adictos. Es de la minoría de los que jamás delinquieron, con excepción de los libros. Se fue, se sigue yendo, para estudiar en la Escuela de Arte Dramático de USP, la más codiciada del país (quienes aprueban el ingreso, 20 entre 500 postulantes por año, son noticia en los diarios de sus ciudades natales). Danee dice que hay adictos al crack que pueden pasar cuatro días sin dormir. Dice saber lo que cansa deambular en busca de empleo y que estuvo a punto de “ser casi xenofóbica contra los chinos porque entraba en restaurantes chinos pidiendo trabajo y le decían que no había, que ya habían contratado mientras el cartel [con ofertas de puestos] seguía colgado”.

Cuando algo no te sale bien y volvés a verte con la pipa en la mano te ayudan los otros usuarios, los amigos o los familiares de los otros usuarios porque quien ve la herida de cerca solo ve el pus, pero quien la observa desde afuera la ve mejor. Y si te dice que todo va a salir bien, ya te ayuda. A mí siempre me pasa, eso de que me ayudan los que tienen solo una pipa en la mano y después no tienen ni siquiera para comer un huevo.

El testimonio es del pódcast Emoción creativa, de Nego Bala, otro de los actores de Cena ouro, cantante de funk, productor musical y guionista nacido y criado en la Tierra del Crack.

Los de ellos son los rostros más visibles de la redención, y sus voces son las de quienes pueden contar la historia. Pero la mayoría no puede hacerlo. La Unifesp indica que 58% de los frecuentadores de Cracolandia sufre episodios psicóticos y el 38% padece de instintos suicidas. Describe, además, que 46% de ellos compra drogas con dinero obtenido en robos, 35% con ganancias de prostitución y casi 60% con limosnas. Los porcentajes superan el 100% porque más de uno ejerce dos o tres actividades a la vez.

 

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Fábio de Souza Lima vive en el extremo este de São Paulo, trabaja en la vecindad de la Cracolandia desde hace 32 años e insiste en que no la cambia por nada. Es su oficina.

Tengo mi rutina acá, hay usuarios que son mis amigos desde hace 10 años. Uno consigue convivir con todos, pero jamás acostumbrarse. Si mirás alrededor, notás que cada vez hay más edificios con amenities. Introdujeron a miles de vecinos nuevos para justificar la presencia de tanta policía y correr a los usuarios del centro, una zona que se valoriza cada vez en términos inmobiliarios. Corren a los más vulnerables por intereses del mercado, aunque estas personas estén acá desde hace décadas, no tengan adónde ir y ya hayan pagado derecho de piso, dice Fábio, gerente de Centauro, una productora proveedora de Netflix ubicada en la calle Gusmoes, paralela a rúa Vitória.

El centro de São Paulo se vuelve a poner de moda. Es el objetivo y el lema del alcalde paulista y su programa Recalificar el Centro, que autorizó la construcción de 236 edificios en la zona circundante a Cracolandia y la Praza da Sé, distantes a dos kilómetros, o tres estaciones de metro, entre sí. En el ínterin, restaurantes tradicionales, tiendas de ropa artesanal con etiquetas de “sustentable” y bares especialistas en gin-tonics exóticos abrieron sucursales en la zona. Desde el fin de la pandemia a enero pasado, se pusieron en venta 32 257 nuevos departamentos allí, según la Secretaría Municipal de Urbanismo. El propio gobernador Tarcísio de Freitas (Republicanos, de la derecha) anunció en enero que 27 000 empleados públicos, hoy distribuidos en 60 edificios por la ciudad, mudarán sus oficinas al centro. Con el anuncio llegó también el muro que, además de ocultar el consumo masivo, busca evitar que quienes duermen hoy en la calle se instalen en los esqueletos de los edificios en construcción, sostienen algunos vecinos.

En medio de los edificios en construcción con carteles de ofertas (16 a 28 metros cuadrados, incluida la cochera en los más grandes), se levanta una casona en la que brillan vestigios de siglos pasados. Ocupa gran parte de la manzana, con habitaciones distribuidas a lo largo de corredores dignos de palacetes en la planta alta, desde cuyas ventanas puede verse a los consumidores pulular como hormigas. Hay en la casona una cocina de azulejos blanquísimos que emanan un perfume dulzón con rastros de lavandina. Tras la reja de la entrada, un cartel anuncia “Missão CENA”, un juego de palabras que alude a la escena de uso abierto de drogas y a la liturgia de los oficios que allí dentro se practican. CENA es la sigla de Comunidad Evangélica Nueva Aurora, una organización de misioneros que asiste a habitantes de esas calles. Travestis, gais desalojados, desocupados sin techo, adictos y prostitutas que trabajan en casas tomadas o edificios abandonados. Hay un día de la semana para cada grupo. A los crackers, como se definen entre ellos, les toca los martes.

“Soy travesti, prostituta, me entrego al crack, vivo en la calle y pido limosnas en la Pinacoteca y, si no hay para comer, robo lo que puedo en el metro. Gracias a todo eso, podría desayunar cuatro veces por semana en la misión CENA, el día de las travas, el de las putas, el de los sintecho y el de los crackers. Podría ir con los desocupados también, porque cumplo con todas las estadísticas”, se jacta Dorita.

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De lunes a viernes funciona una guardería que recibe a los hijos menores de 7 años de quienes acuden a desayunar, desde el amanecer y por 12 horas. Está a tres cuadras de la casona. Mientras sus progenitores parten quién sabe adónde, los niños juegan, aprenden a leer, duermen, se bañan y comen cuatro comidas diarias. El lunes 10 de febrero, primer día de aula tras el receso veraniego, son 27 nenas y nenes que se turnan para saltar en la cama elástica, girar en la calesita o deslizarse por un tobogán. Hay maestras, cocinera, una bibliotecaria que cuenta historias y 30 colchones con sábanas y toallas limpias.

“La idea principal es tratar a todas estas personas como parte de nuestras familias; no solamente darles una comida, sino una vida, devolviéndoles su dignidad”, dice Paulo César dos Santos, licenciado en Teología y presidente de la misión CENA. Dos Santos tiene 38 años y un tercio de ellos anduvo por esas calles.

“Durante años, mi esposa y yo visitamos todas las semanas varios edificios de por aquí, entregando folletos y anotando nombres para la oración. Nos impactaron especialmente tres edificios llenos de mujeres semidesnudas de pie en la escalera, esperando por sus clientes”, dice.

“Las mujeres esperaban cambiar sexo por dinero o crack —recuerda—. Es difícil dilucidar si el crack se consume para soportar la degradación sexual o es al revés”.

Todos los martes, la Meca del crack se vacía por la mañana, pues es el día en el que CENA sirve el multitudinario desayuno para los adictos. Hay tortas, té, pan y chocolate caliente sobre decenas de mesas distribuidas en la cancha de futbol, a las que se sientan quienes todavía huelen a humo ácido para conversar entre ellos como si se vieran por primera vez. Las horas pasaran sin prisa y sin humo y da la sensación de que todo acabará en paz luego del desayuno. Los que desayunan son casi todos hombres, casi todos negros, magros y con dentaduras incompletas. Aceptan con sonrisas, movimientos exagerados de los brazos cuando les sirven más té, jugo o un trozo de pan. Se ríen y hay quienes se animan al balanceo cuando la música en vivo les marca un rock o una samba.

“Más importante que dar algo para comer es darles tu tiempo, sentarte con ellos y conversar. Preguntar cómo se llaman, cómo les va, qué esperan de la vida, mirarse a los ojos, acariciar una mano mientras se conversa y especialmente escuchar”, dice Fernanda Vallim Martos, activista de derechos humanos y coordinadora de la ONG Rio de Paz en São Paulo. Claudio, su marido, toca la guitarra para todos. Después del té y las conversaciones, hay quienes escogen permanecer allí hasta la hora de cierre, como dos hombres muy delgados y vestidos con musculosas —cuesta saber a primera vista si son efectivamente hombres o mujeres escuálidas— que se duermen profundamente a las 10 de la mañana, abrazados bajo el travesaño del arco de futbol, como retrasando el momento de volver a la calle e ir tras la piedra.

Locura es vivir en una casa sin que nadie la conozca, concluye Dos Santos, en su libro Locura o vocación, que escribió a partir de sus vivencias en este lugar, como el momento cuando su esposa Adriana, conocida allí como “la Dama de la Curita”, pisó a oscuras el cuerpo de una de una niña muerta entre los escombros y la basura. Las casas que regentea este hombre están hiperpobladas. Sucede con la casona señorial, sede de la misión; con la guardería, administrada por su esposa; y con su propia casa en los suburbios, un simple caserón rodeado por mucha tierra para sembrar a 73 kilómetros de Cracolandia. Allí, donde vive con Adriana y sus dos hijos, hospeda desde 2009 a quienes se comprometen a enfrentar la dureza de la abstinencia. Alberga a 15 abstinentes por vez y durante nueve meses, si bien hay quienes conviven con la familia desde hace tres años, no porque no hayan dejado la adicción, sino porque temen a la recaída o viraron misioneros.

“El secreto no es quitarles lo poco que tienen, sino darles algo a cambio, llenar el hueco que sienten. Les comparto de corazón lo mucho que yo tengo, todo mi tesoro, que es mi familia y la fe”, dice Dos Santos.

Las opiniones y las estrategias son tan diferentes como las razones que esgrime cada uno para perderse en el humo del crack al aire libre. Y tantas como las desiguales oportunidades de cada uno o las campañas fallidas que desde hace 35 años prueban los gestores de la ciudad más poblada de América Latina en busca de deshacer Cracolandia. “Urgente: echen a los drogados”, se lee en algún letrero que pende de un balcón. “Nos roban todas las semanas”, se queja Nilda, una vecina. La historia muestra que ya encarcelaron, internaron por la fuerza, violentaron o dispersaron en la periferia a miles de crackers; pero vuelven, se aglutinan siempre en el mismo lugar, y, al final de la euforia, todos yacen en las veredas.

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Cracolandia: al otro lado del muro

Cracolandia: al otro lado del muro

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—¿Y vos qué mirás?

La pregunta la hace una mujer recostada, más bien arrojada sobre un charco que se adivina amarillo y que fluye hacia el asfalto por las baldosas de una vereda rota y sucia. Está apenas vestida: un short de jeans dos o tres tamaños más grande del que le correspondería, un corpiño de bikini desteñido. En la oreja que no está apoyada sobre el líquido se ve un gran agujero en el que un aro dilatador dejó su huella irreversible.

 —Nada.

La respuesta es seca y proviene de otra mujer de unos 30 años que pasa por ahí. Camina con auriculares inalámbricos, lleva argollas de plástico en las orejas y un vestido liviano de los que abundan en maniquíes iluminados con neón, en las tiendas al paso que se ven por las estaciones del metro de São Paulo. Tres adolescentes, que comparten un cigarro electrónico y cargan mochilas sobre sus espaldas y libros escolares contra el pecho, miran a la mujer del charco y continúan caminando. Segundos después, hacen lo mismo un vendedor ambulante de fundas para teléfonos móviles y una mujer con dos críos de la mano. Todos dirigen, quizá sin querer, sus miradas al bulto sobre las baldosas. Miran sin mirar y ninguno se inmuta al repetir, como si se hubieran puesto de acuerdo, ese nada cuando ella los increpa sin bronca ni fuerzas. Parece que solo quisiera demostrar que está viva.

Es martes por la mañana y desde las 9 el sol de un febrero más caliente de lo habitual promete que azotará el cemento y que apurará la evaporación y el hedor de los fluidos alrededor de los cuerpos de quienes yacen, en apariencia moribundos, sobre la vereda que da al muro de casi 50 metros con el que el gobierno paulistano pretende ocultar a los zombis, los espectros, los despojos, las sombras, estos seres que, como la mujer del charco, son invisibles.

Hay más de mil usuarios de crack que pululan en este rincón del centro antiguo de São Paulo. En esta mañana febril son uno, dos, cinco, trece cuerpos en apenas media cuadra, separados por pilas de cartones, alguna lata abollada y colilla, interpretando una coreografía en dos actos.

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Acto 1: alguien se lleva un pequeño cilindro a la boca y acerca un encendedor. Inmediatamente, aspira la punta del cilindro y en ese instante puede oírse el estallido de la piedra al quebrarse: ¡crack! Un sonido punzante, dulce, breve, por el que se le dan nombre a la droga y al lugar. La droga: crack o cocaína de los pobres. El lugar: Cracolandia o Tierra del Crack.

Acto 2: una vez disipado el humo hay quien guarda el tubo, y quienes lo dejan caer para luego reír, alzar los brazos en una V mayúscula de vamos, de victoria o de venceremos, quién sabe; y entonces sí, se mueven con euforia, saltan, bailan, se abrazan. Los consumidores cambian según las horas, el día, las semanas, pero siempre parecen los mismos. La fiesta dura en promedio 10 minutos. Y todo vuelve a empezar.

Del muro cuelgan remeras, algún corpiño, medias, varias toallas. El muro llegó en 2025 y atraviesa el cuadrilátero llamado Cracolandia, cuyo nombre oficial es Escena Abierta de Uso permitido de Estupefacientes. Llamada así por la Secretaría de Seguridad Pública del gobierno local, de esta entidad depende su custodia, que se realiza con agentes, quienes —sin embargo— evitan detenciones para no sobrepoblar comisarías. Desde 2006, la ley de Brasil establece que la tenencia de drogas para consumo personal es un delito por el cual se puede demorar al infractor en una sede policial, pero no derivarlo a una cárcel, pues no es punible con prisión efectiva. Solo se aplica una multa, trabajo comunitario o un tratamiento. El objetivo no es liberar el consumo de drogas, sino respetar “los derechos fundamentales de la persona humana [sic], especialmente en lo referente a su autonomía y libertad”.

El muro fue construido a las apuradas y amaneció todavía fresco en la madrugada del último miércoles 15 de enero. No había sido anunciado, sorprendió a los propios vecinos e indigna hasta estos días a organizaciones defensoras de derechos humanos. “Crearon un campo de concentración”, fue la primera denuncia, presentada por la agrupación Craco Resiste. Vinieron más quejas y la Defensoría del Pueblo recomendó la demolición de la pared, que se extiende por 50 metros sobre la acera y tiene una altitud de dos metros y medio, con el argumento de que su arquitectura “tiene una estética hostil y segrega a quienes están en situación de mayor vulnerabilidad”, antes de sugerir que, en todo caso, se coloque una reja. El Supremo Tribunal Federal (STF), máxima instancia de la justicia en el país, reclamó explicaciones desde Brasilia. El gobierno paulista, responsable por la construcción, argumentó en su defensa que “antes del muro había una mampostería” y que su reemplazo por ladrillos busca “evitar accidentes, especialmente atropellos (de automóviles), considerando el estado de debilidad de quienes frecuentan la región”.

La droga llegó a esta zona en los años ochenta, cuando la inauguración de otra terminal de autobuses en las márgenes del río Tieté, que atraviesa la ciudad, desactivó la hiperactividad de la Estación Central Luz sobre cuya fachada hoy se recuestan los adictos, pues hasta allí se extiende la Tierra del Crack. Desde entonces, en la Estación Central Luz operan solo trenes y subterráneos. Allí comenzaron a convocarse jóvenes para aspirar pegamento. En 1990, según los registros de la policía, apareció un veinteañero con 220 gramos de crack. Fue apresado, pero llegaron otros. Más y más adictos de la ciudad y de las afueras empezaron a vivir sobre las plataformas de autobuses en desuso. Cinco años después, en 1995, en una crónica del diario O Estado de S. Paulo se utilizó por primera vez la palabra Cracolandia para describir cómo “los antiguos caserones están siendo usados por traficantes para preparar piedras de crack”, a propósito de la apertura, en esa zona y por entonces, de una Comisaría de Represión al Crack.

Cracolandia o CAU del centro paulista, es, en verdad, un territorio de un cuarto de manzana rodeado por uno de los paisajes arquitectónicos más opulentos y atractivos de São Paulo. En las alturas se imponen las cúpulas y en el suelo hacen lo mismo los usuarios de crack, entre los transeúntes y el tráfico. El cuadrilátero, cuya arista superpoblada de adictos es la calle Dos Protestantes, se interrumpe contra la bella Estación Central Luz y está limitada por las arterias Rúa Vitória y Rúa Triunfo: hace cien años se levantaban allí grandes compañías cinematográficas internacionales como Paramount, Columbia y Fox y la nacional Fama Filmes. Floreció en ese rincón una especie de Hollywood a la brasileña hasta que se perpetró el golpe de Estado de 1964 contra el presidente João Goulart. La dictadura duró hasta 1985, y en ese periodo las cintas de amor y aventura dejaron lugar al “Cine Marginal”, con epicentro en esa región, que contenía sexo explícito, lenguaje grosero y consumo de drogas. Los opositores a ese movimiento tildaron a la zona como “Boca de Lixo”, boca de basura, palabras con las que aún Google Maps identifica a la región.

Hace un siglo, el glamour reinaba en los cafés de las esquinas de Rúa Vitória, el champán burbujeaba en los restaurantes de Rúa Triunfo y las estrellas que sonreían desde el papel de los afiches se paseaban en descapotables. Había estelas de perfume francés. Hoy el lugar está sucio, huele a orín, vómito, amoníaco y brea caliente. Huele como la mayoría del millar de personas que lo recorren todos los días bajo los efectos del crack. Y entre esos 1 000 o 1 300, según los cálculos oficiales, los traficantes de la droga son amos y señores: obtienen lo que quieren por lo que ofrecen (sexo, teléfonos celulares robados y favores personales). No solo ellos se cuelan entre quienes deambulan enclenques, sino también los carteristas.

Oficialmente, se admite hoy la existencia de 72 CAU en 47 barrios centrales y periféricos de São Paulo, pero la “Meca”, Cracolandia, la más grande de todas, continúa floreciendo entre las rúas Vitória y Triunfo. El estatus CAU, que intenta evitar la violencia policial contra los adictos, requiere tres factores en común: uso, cantidad y tiempo. Uso: crack. Cantidad: al menos 15 usuarios. Tiempo: una semana o más en el mismo lugar. La Meca cumple 35 años reuniendo esas condiciones.

Los datos de la policía paulista afirman que se registran allí, en pleno centro, un promedio de 33 crímenes por día, sobre todo hurtos de móviles, carteras o mochilas e invasiones en grupo a tiendas de comida, perfumerías o farmacias para robar. Los mismos datos aseguran que durante 2024 caminaron estas calles 73.14% menos de personas que en años anteriores y que quienes aún lo hacen son vecinos, estudiantes, turistas o gente interesada en el arte o la cultura. Porque aquí, entre otras cosas, y alcanzado por el humo del crack, se erige el Conservatorio de Música Tom Jobim.

“Las artes tienen ese don de ver más allá”. La aseveración es del actor Léo Akio, miembro fundador de la Compañía de Teatro Mungunzá y cocreador del Teatro do Conteiner —de los Contenedores—, que funciona dentro de uno enclavado sobre una plazoleta que limita con Cracolandia. A espaldas del contenedor está la zona de consumo identificada por apenas tres letras, CAU, que alertan que allí todo vale. La sala teatral está rodeada por otros contenedores que albergan un centro de exposiciones; la oficina de Akio; un bar frecuentado por actores, directores, público en general y crack-dependientes; un taller de circo y un taller de corte y confección para mujeres cis y trans del lugar. Todos interactúan en armonía. En los días previos al carnaval, sobre el césped de la plazoleta del teatro se concentran los ensayos de la comparsa Blocolandia, organizada desde hace 10 años por trabajadores, militantes y usuarios de crack. Sus miembros la llaman “bloco de piedra” y la definen como “la más inclusiva de todas” las comparsas —o escuelas de samba— de Brasil.

“Es solo acompañar, dejarlos tocar los tambores y bailar al compás”, dice Claudinho, el líder de los percusionistas que marca el paso de todos los demás en el desfile que recorre las calles del barrio el sábado 22 de febrero, dentro del calendario oficial del carnaval.

Todo comienza al mediodía y pese a la luz ardiente son casi 300 consumidores de crack que mueven sus cuerpos raquíticos mientras desfilan. Hay hombres y mujeres en piel y hueso, travestis con ropas sensuales y mucho glitter, algunos niños. Todos danzan lo ensayado de antemano e improvisan estribillos breves, como “Craco resiste”. Se muestran exultantes. Felices durante cuatro horas.

“Se movieron toda la tarde y la mayoría ni usó crack porque se enfocó en acompañar al otro en la algarabía y no en la droga”, dice la psicóloga Laura Sahm, que participa de la comparsa.

En el manifiesto fundacional de Blocolandia se aclara que la intención no es romantizar la miseria, sino oponerse al discurso que criminaliza a la pobreza y estigmatiza al usuario de drogas.

São Paulo es la ciudad más grande de América Latina, con casi 12 millones de habitantes, una expectativa de vida de más de 78 años y el mayor PBI de Brasil. Es la quinta en cantidad de museos, según el Informe mundial de cultura de las ciudades, apenas detrás de Londres, Berlín, París y Nueva York. Hay más de 150 salas de teatro y por lo menos 330 de cine, una veintena de ellas públicas y gratuitas. A 50 metros del nudo de Cracolandia se levantan la Sala São Paulo, uno de los salones de conciertos más valorados del planeta; el Memorial de la Resistencia, un museo dedicado a víctimas de la dictadura militar; la Pinacoteca, la galería de arte más importante de Brasil, y, a escasos metros del muro, la Estación Da Luz, con un reloj similar al Big Ben y el aspecto monumental de la Abadía de Westminster.

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“La calle es muy cruel con gente como nosotros, sobre todo con las mujeres”, dice Magalí mientras asoma la noche y el frío otoñal de fin de marzo. Está sentada sobre el cordón de la vereda y se recupera de los efectos de la última dosis del día.

Una piedrita no es nada. Lo que quiero decir es que no se siente nada tan potente como todos creen y menos todavía cuando pasa el efecto. Pero mientras dura el flash estás en la gloria dorada, se siente que todo está bien y nada puede afectarte. Es como tener el superpoder de escapar de lo feo. Se siente que sos la mejor de toda tu familia y de tus amigos, que todo lo que te preocupa todos los días por fin no te afecta en nada. Que si quisieras volar nada te lo va a impedir.

 

Todo en ella vira hacia un tono ámbar: la piel, el pelo decolorado, los dientes y especialmente los bordes de los labios. Le echa la culpa de eso a los efectos del “terrón”, como le llaman muchos al crack, que se vende en bloquecitos blancos o pajizos, según la sustancia con la que haya sido mezclado, y tiene un gran parecido con los terrones de azúcar. Pero no es con azúcar con lo que se mezcla al descarte de la cocaína, base de la piedra que suelta ese crack al desintegrarse, sino con bicarbonato de sodio, acetona, ácido sulfúrico, cafeína o con un medicamento antiparásito intestinal, levamisol.

Magalí menciona como al pasar que sufrió tres abortos espontáneos, que en el final de su cuarto embarazo parió a un bebé muerto, “cuando la única droga que conocía era el tabaco”, y que su marido desapareció una semana después del parto, cinco días antes de que fueran desalojados por una deuda del alquiler de un departamento. Se sintió, dice, toda fracaso y recaló por primera vez en este rincón. Llegó allí junto con una amiga a la que no ve desde aquel día de hace año y medio. No quiere aparecer en las fotos. No quiere que su marido  —“¿o será ex?”, se pregunta— la vea allí ni en el estado en el que se avergüenza de estar: 15 kilos debajo de su peso regular, dos dientes menos y el vicio que la avejenta dos décadas.

“Yo sé que un día voy a salir de acá o rescatada o con las patas para adelante, pero sé que saldré, seguramente en una ambulancia”, dice mientras intenta recoger la maraña de su pelo en un rodete.

Se exaspera por la rebeldía de su cabellera porque la falta de higiene comienza a picar, porque es evidente que hace siglos no usa desodorante, porque ha llegado la hora, dice, “de volver a no pensar”.

Cada una de las dosis que Magalí consume por día cuesta 3 reales (poco más de medio dólar), lo mismo que cuesta una lata de cerveza, la mitad de una botella de litro y medio de agua mineral, un tercio de un paquete de Marlboro. Los mismos 3 reales, ese casi medio dólar, que reciben una jovencita o un adolescente por practicar sexo oral a un desconocido en algún automóvil en movimiento, entre dos o tres semáforos, para bajarse con la boca sucia y gastar lo ganado con algunos de los dealers que esperan entre los tachos de basura o esquivando las rondas periódicas de la policía.

A ojo suelto puede advertirse la presencia de un policía por cada ocho consumidores en las horas pico, que son las del atardecer. Por la mañana, y hasta pasado el mediodía, hay allí alrededor de 300 o 320 consumidores, según los cálculos de la policía, que se agolpan sobre la calle Dos Protestantes, con el único fin del consumo matutino. La cantidad de consumidores se duplica cuando comienza la noche. Los agentes no. Los relatos policíacos de cada final de día afirman que entre una medianoche y la siguiente se acumula una media de 1 000 a 1 300 usuarios. Los fumadores de crack se amontonan para drogarse en comunidad y, sobre todo, para estar cerca del traficante; los agentes de la policía, en cambio, lo hacen para identificar a quienes venden la droga: pueden detener al proveedor, pero no al consumidor, excepto que cometa un delito contra un tercero.

Una pesquisa de la Universidad Federal de São Paulo (Unifesp) eleva la cifra de usuarios de crack a 1 700 diarios. La mitad de ellos vive en la calle y el 90% fuma mientras el 10% restante solo permanece para pasar el tiempo en una comunidad. Agrega detalles el último informe de la Universidad de São Paulo (USP), que puntualiza, además, que el 40% de los homeless asegura estar en Cracolandia y dormir a la intemperie por decisión propia.

Para distinguir a estas personas de los “crackeados” o “crackudos”, no hace falta más que observar unos minutos: los consumidores usan camisetas roídas, pantalones cortos, raramente una camisa desprendida y ojotas, aunque en general van descalzos, incluso en el invierno. Para incursionar fuera de la CAU la mayoría suele cargar con todas sus pertenencias: un buzo con cierre y capucha, una prenda que parece el uniforme de este sitio. Las mujeres son minoría. Los hombres componen casi el 70% de la población, de acuerdo con un estudio interdisciplinario datado en marzo último de USP, Grupo Cóccix y Fundación Getulio Vargas. En el 30% restante se mezclan mujeres, travestis, quienes se auto perciben no binarios, niñas y niños. Los usuarios, en más del 80%, son negros. Magalí es mujer y blanca, y, como la mayoría de las mujeres cis y travestis de la zona, se prostituye por las dosis. A cambio de sexo con traficantes obtiene una piedra por la mitad de lo que le cuesta al resto o dos por una.

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En medio del paisaje, los policías son una postal del poder y muchas veces del sadismo. Uniformes con acolchado en las articulaciones, botas, cascos, chalecos antibalas, pistolas reglamentarias y armas largas como ametralladores o rifles, cachiporra o gas pimienta, handy a la cintura y celulares colgados sobre el pecho. Se mueven casi sin moverse con una van para eventuales arrestos si sorprenden a alguien en un delito, cuatro coches patrulleros, ocho motos, una ambulancia.

“Se hace agotador observarlos drogarse seis horas seguidas sin poder hacer nada, pero estar aquí parado es la única manera de identificar a los traficantes y evitar que los adictos salgan a robarle a los peatones y los turistas cuando quieren comprar más”, explica el cabo Costa, de la policía metropolitana, que interrumpe su explicación para advertir a unas jovencitas que “tengan cuidado con el teléfono, las joyas y las carteras”. “No podemos meternos con el drogado si no delinque, pero sí con quien lo droga”.

De todas maneras, cada tanto los uniformados se acercan a algún consumidor, lo empujan contra la pared, lo palpan, lo interrogan, lo golpean, lo humillan. Su accionar contra los adictos está prohibido por la ley y es criticado por fiscales, especialistas en salud mental, organizaciones de derechos humanos y la Iglesia.

“Soy consciente de que algún colega se excede, pero interceptarlos y palparlos son estrategias para lograr detectar a quien transporta más de que un par de piedras para consumo personal. El objetivo es capturar al proveedor”, dice el cabo.

Un hombre que no debe de llegar a los 45 años ni a los 50 kilos camina por la acera. Su andar es seguro y con la mano izquierda improvisa una protección del sol en la primera hora que le sigue al mediodía; la otra mano está dentro del bolsillo del pantalón. Es uno de los pocos que usa jeans. Canta el “Funk Infernal”, (“dicen que ella es grandona al estilo de Babilonia, / que ella es puta, que es grandona, /  móntatela, móntatela) y acompaña el ritmo con la cadera. Va en lo suyo cuando un policía le corta el paso, el hombre se detiene y con la mano que cubría su frente cubre ahora el bolsillo. Otros tres policías —dos hombres y una mujer— que aguardaban en la frescura del aire acondicionado del patrullero salen disparados, empujan al caminante de bruces contra la pared: uno le separa las piernas, otro le traba la espalda con la cachiporra y el tercero le ordena entre insultos que vacíe los bolsillos. El caminante balbucea y acabará por llorar un minuto después cuando la misma bota que le separó las piernas pisotee el resto de una manzana mordida, el único objeto que llevaba en el bolsillo de los jeans.

“Era lo que me quedaba para la cena, me había sobrado del almuerzo que recién pagué en el Bom Prato”, lamenta el hombre, aún contra la pared, mientras los policías, que han regresado al patrullero, se ríen.

“Más que cena ese pedazo roñoso es basura”, dice uno de los agentes apenas bajando el vidrio de la ventanilla.

Soy Zé Carlos —dice por fin el hombre y estira el brazo con la palma abierta, en un saludo cordial que no aprieta—, soy guitarrista o era guitarrista porque hace tiempo que empeñé la guitarra y los muchachos del bar en el que tocaba ya no me llaman tan seguido. No vengo acá a drogarme, yo vivo acá, les canto un rato y ellos me hacen compañía. Justo ahora estoy volviendo del Bom Prato de 25 de Marzo. Hace calor para caminar, pero cuando el hambre se hace sentir no hay más remedio que irse hasta allá. Hay que irse y después volver. Siempre vuelvo, acá tengo mi colchón, mi frazadita y mis amigos. Acá, aunque no te lo creas, nos necesitamos entre todos; no somos la mierda que todos creen, somos seres humanos, con sueños, frustraciones, más pérdidas materiales y afectivas que ganancias; eso sí, acá todos tenemos sentimientos, aunque a los demás no les importe.

Bom Prato es una red de restaurantes del gobierno del estado de São Paulo que distribuye 150 000 comidas diarias por un real (16 centavos de dólar) desde diciembre del año 2000. Desde entonces, las distintas administraciones del estado paulista completan el valor de cada plato de comida (1 dólar o R$6) y el comensal paga, desde hace un cuarto de siglo, solo un real por almuerzo y la mitad de ello si se trata de desayuno o merienda. En el barrio de ventas mayoristas y populares 25 de Marzo, se levanta uno de los Bom Prato más atestados a diario. Queda a 20 minutos a pie de Cracolandia y abre sus puertas para almorzar a las 11 a. m. Desde las 9, la fila de personas da la vuelta a la esquina. Se sirven 370 almuerzos y se cierran las puertas cuando se acaba la comida, generalmente antes de las 2 p. m.

 “Abrimos los siete días de la semana. Todos necesitan comer todos los días”, explica por teléfono Laura Machado, secretaria de Desarrollo Social del gobierno estatal.

 

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Desde los años noventa, sobre todo en vísperas de elecciones o de eventos que atraen a turistas internacionales (la Fórmula 1 o la feria São Paulo Fashion Week), alguien ordena despejar las calles del centro. Es el tiempo de los operativos policiales más violentos y las internaciones compulsivas de supuestos adictos. Ocurrió con casi todos los alcaldes paulistanos, excepto entre los años 2013 a 2016, cuando la ciudad fue gobernada por el exprefecto, y actual ministro de Economía, Fernando Haddad, referente del PT (Partido de los Trabajadores), fundado por el presidente Lula da Silva.

En 2022, durante la gestión de Ricardo Nunes, del MDB (Movimiento de la Democracia Brasileña, de la centroderecha brasileña), que actualmente cumple su segundo mandato consecutivo, la policía detuvo a 23 personas en cercanías de la Estación Luz y las recluyó en el Hospital Central de Santa Cecilia, donde fueron sometidos a tratamiento de desintoxicación. Meses después un fiscal demostró que solo tres eran toxicómanos. “Además de pasar por internaciones que no aceptaron, cuando salen de los hospitales lo hacen con una mano atrás y otra adelante, con menos de lo que tenían. Ya no tienen la ropa ni el trabajo ni salario, lo que evidencia que las internaciones compulsivas se hacen solamente para retirar a las personas por un tiempo de la calle, para que no se las vea y nada más”, objetó por entonces la Fiscalía.

Los adictos son llevados a la rastra, o si no, cargados en camiones y diseminados en la periferia metropolitana. El Observatorio de Crack, de la Confederación Nacional de Municipios, alerta que el uso de la peor cocaína es cada vez más frecuente en zonas rurales y poblados y alcanza al 85% de los municipios con distinta intensidad en todo Brasil. En Rio de Janeiro, por caso, los consumidores de crack estaban recluidos en las favelas, pero en los últimos dos años —advierte la policía carioca— proliferan los grupos de consumo callejero alrededor de las playas Botafogo y Copacabana.

 

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Lago Moreira tiene 28 y camina hasta el Bom Prato. Lo hace con frecuencia, aunque a veces no pueda comer, como ocurre un viernes con cielo color plomo.

Es por falta de la moneda que no pico alguna cosa a veces, no porque no me presente temprano a hacer la cola. Yo me levanto y vengo, siempre soy uno de los primeros en llegar, total no tengo otra cosa que hacer. Vengo para intentar masticar algo cada vez que me duele la panza de hambre. Me presento acá, aunque me falte el real para pagar porque sé que me las voy a arreglar con las sobras de un colega o con algún pan que me dé un amigo por haberle cuidado un lugar en la fila para entrar al restaurante; al final siempre algo voy a masticar, dice bajo un paraguas mientras espera que abra el restaurante.

 

—¿Cómo ganás el dinero para comer?

—Pido en la calle, lavo algún vidrio de auto en el semáforo; si hay alguna changa, la hago. No tengo bicicleta para repartir comida, pero si hay que repartir algo por el barrio y se puede hacer caminando, me avisan y lo hago. Trámites, librería, ropa, comida, cualquier cosa. Hoy, que llueve, tengo el trabajo de vender este paraguas, a ver si saco unos 10 reales de un tirón. Trabajo cuando se puede y con lo que gano como y también, debo admitir, me drogo un poquito.

—¿Dónde vivís?

—Ahí en Cracolandia, aunque si tengo trabajo de hacer trámites me quedo a dormir en plaza da Sé. Somos muchos los que hacemos eso, principalmente las travestis porque en la plaza hay más turistas y más oportunidad de trabajo.

—¿Cuántos son muchos?

—Yo duermo solo, pero hay como 200 en la plaza durmiendo alrededor mío, aunque llueva y truene.

—¿Dormís en una carpa o a la intemperie?

—Arriba de la escalinata de la Catedral, en un escaloncito nomás.

—¿Tenés una familia?

—Sí, tengo una mujer y un hijo de 6 años que se llama Luiz Daví, pero ellos viven en una casa del interior. A mí me echaron hace dos años porque no trabajaba todos los días, porque cerró el comercio que me contrataba. A veces me drogaba un poco, debo admitir. Al echarme me hicieron peor porque antes ni conocía lo que era el crack y ahora vivo pensando en conseguir una piedrita a toda hora. Los domingos, no. Los domingos voy a misa y me porto bien. Me baño en un lavadero de autos; a veces ayudo a lustrar los coches y me dan un té, una Coca, un sándwich. Cosas que te hacen sentir más persona.

—¿Con qué te drogas?

—Cuando vivía con mi mujer, solamente con cannabis sintético, que es una mierda, pero no podía dejar. Es un líquido que se pone arriba de hojas secas y se fuma como marihuana. Es espectacular lo que te pasa cuando lo fumás, igual sigue siendo una mierda.

—¿Y ahora?

—Con lo mismo y con crack, que es más barato.

—¿Cuando pasa el efecto de las drogas te da hambre?

—Sí, a veces sí, es como con la marihuana. Pero a veces no, te hace zafar de tener que comer. Depende de cómo te pegue. A veces es mejor fumarte una ayudita, como le digo yo a la piedrita, porque es más barata que la comida y te hace dormir rápido. Ahí te dormís, te olvidás de todo lo que te hiere. Siempre digo lo mismo: un día me curo y vuelvo a mi casa. Igual, aunque vuelva no sé si me van a aceptar; estoy distinto, parezco un harapo, pero el corazón es el mismo. Me faltan las monedas, pero me sobra el sentimiento. Soy un romántico incurable.

 

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Tem Sentimento es el nombre del colectivo que gestiona el taller de costura que funciona en la plazoleta de los contenedores, capacitando a mujeres cis y trans en situación de vulnerabilidad en la región. Les enseñan corte y confección, crochet y artesanías. Hacen ropa simple o reformulan las que ya están usadas para venderlas en un brechó, o tienda de segunda mano, que les asegura una mínima renta. En las fiestas previas al carnaval, 25 travestis aprietan los pedales de las máquinas de coser, apurando la confección de los chalecos identificatorios que se vestirán en Blocolandia.

 —Siempre los vi como un interlocutor más porque en definitiva son eso: convivimos perfectamente. Además, cuando vienen aquí, mientras están aprendiendo arte no están consumiendo drogas —dice Akio, acompañado en el desfile por Miranda, su hija de 5 años.

 —¿Cómo se integran tan bien?

 —En la convivencia, tratándonos de igual a igual —responde Akio—. Esta convivencia, justamente, es la mejor muestra de que el teatro es más que un lenguaje artístico y que aquí, en São Paulo, consigue ser también una muy buena política pública. Desde que tengo memoria, todos los gobiernos se han ensañado con esta gente, todos han tenido como promesa de campaña la erradicación de Cracolandia. Pero no lo han logrado, solo les han hecho mal, han avasallado todos los derechos para ocultarlos del turista o del vecino que se queja y les promete el voto. Lo que falta es una política pública de verdad, un programa integral. Ves a los policías armados hasta los dientes, con equipos carísimos como si fueran a enfrentar al enemigo más salvaje y, en contraposición, ves a los empleados de la Secretaría de Salud o a los asistentes sociales que llegan con lo puesto más una planilla y un lápiz en la mano. Falta aquí la combinación de las tres T: Tratamiento, para que cese la dependencia; Techo, para que dejen de dormir en la calle; Trabajo, para que sean dignos y no dependan más que del salario a fin de mes.

 El arte, más precisamente la actuación, es un denominador común que une a muchos. Cena ouro (Escena dorada) es la obra teatral que la Compañía Mungunzá creó y exhibió aquí, en la Muestra Internacional de Teatro (MIT), y en el Festival de Avignon, en Francia. Cena ouro mezcla actores y actrices profesionales con actores amateurs usuarios de los tubos y el crack. Cada presentación sacude a la platea; los aplausos siempre son de pie, con muy buena crítica. “Con la pipa en la boca, van a pensar que yo ya nací así”, dice un adicto-actor en plena obra, que desnuda la vida cotidiana de quienes han hecho del consumo de una piedra de crack el objetivo de cada día.

El infierno ha sido un lugar común para Laurah Cruz, y de todos sus recodos quizá el de Cracolandia sea el más amable. Es allí donde vuelve todo el tiempo, y no necesariamente para buscar una piedra, aclara.

“Tuve que pasar mucho por las calles, dormir en las veredas, para entender todo y lograr ser lo que realmente soy”, reflexiona ella, otra de las protagonistas de la obra de teatro y oriunda de la tierra del crack.

Cruz debió someterse a varias cirugías faciales luego de que una patota la atacara en su pueblo natal y le quebrara un pómulo, algunas costillas y la nariz con un bate de beisbol. Uno de los huesos del rostro se le incrustó a milímetros de un ojo y gracias a esos milímetros no perdió la visión.

Devota desde niña de Madonna, las Spice Girls y Whitney Houston, recuerda haber descubierto su vocación por un grupo de curas franciscanos organizadores de una kermés, con karaoke incluido. “Me transformó ver a la gente que venía a escucharme y se emocionaba”.

Del karaoke pasó a contar su historia sobre un escenario del circuito SESC (Servicio Social de Comercio), un sistema de bienestar y cultura creado en 1946. Por las salas del SESC pasa la creme del arte escénico, como Fernanda Torres, última ganadora del Globo de Oro a mejor actriz y nominada al Oscar por su actuación en Aún estoy aquí, de Walter Salles, o el dramaturgo franco-uruguayo Sergio Blanco, o el director estadounidense Bob Wilson.

"Durante toda mi vida las personas desistieron de mí. Solo yo fui la única que no desistió de mí”, se enorgullece la actriz trans de 36 años, a quien hace 12 intentaron prohibirle ver a su madre moribunda si antes no se vestía de hombre. Desde entonces, se ha vuelto una cara conocida en el ecosistema del teatro y en las páginas de policiales. Es viral un video, filmado en septiembre de 2021 por una profesora, que delata cómo un policía la persigue entre los autos y le quiebra la cachiporra contra la espalda, antes de que dos agentes la arrinconen contra una pared en uno de los operativos en Cracolandia. En el video, ella viste un turbante y una falda larga que los policías le obligan a levantar hasta el culo, mientras ella explica que es actriz y que regresa de recolectar donaciones. Los policías vacían la bolsa con las donaciones en la vereda. “El mundo no es un cuento de hadas ni los casamientos son de princesas”, dirá luego en el pódcast Emoción creativa, al jurar que sigue prefiriendo Cracolandia como su lugar en el mundo.

Lo mismo sucede con Danee Amorim, actriz trans no binaria, confesa ladrona de libros y artista de “circo sin lona”, que se fue, pero sigue regresando a Cracolandia. Regresa, entre otras cosas, para ir a la escuela de circo, coser con Tem Sentimento y colaborar en la reducción de daños entre los adictos. Es de la minoría de los que jamás delinquieron, con excepción de los libros. Se fue, se sigue yendo, para estudiar en la Escuela de Arte Dramático de USP, la más codiciada del país (quienes aprueban el ingreso, 20 entre 500 postulantes por año, son noticia en los diarios de sus ciudades natales). Danee dice que hay adictos al crack que pueden pasar cuatro días sin dormir. Dice saber lo que cansa deambular en busca de empleo y que estuvo a punto de “ser casi xenofóbica contra los chinos porque entraba en restaurantes chinos pidiendo trabajo y le decían que no había, que ya habían contratado mientras el cartel [con ofertas de puestos] seguía colgado”.

Cuando algo no te sale bien y volvés a verte con la pipa en la mano te ayudan los otros usuarios, los amigos o los familiares de los otros usuarios porque quien ve la herida de cerca solo ve el pus, pero quien la observa desde afuera la ve mejor. Y si te dice que todo va a salir bien, ya te ayuda. A mí siempre me pasa, eso de que me ayudan los que tienen solo una pipa en la mano y después no tienen ni siquiera para comer un huevo.

El testimonio es del pódcast Emoción creativa, de Nego Bala, otro de los actores de Cena ouro, cantante de funk, productor musical y guionista nacido y criado en la Tierra del Crack.

Los de ellos son los rostros más visibles de la redención, y sus voces son las de quienes pueden contar la historia. Pero la mayoría no puede hacerlo. La Unifesp indica que 58% de los frecuentadores de Cracolandia sufre episodios psicóticos y el 38% padece de instintos suicidas. Describe, además, que 46% de ellos compra drogas con dinero obtenido en robos, 35% con ganancias de prostitución y casi 60% con limosnas. Los porcentajes superan el 100% porque más de uno ejerce dos o tres actividades a la vez.

 

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Fábio de Souza Lima vive en el extremo este de São Paulo, trabaja en la vecindad de la Cracolandia desde hace 32 años e insiste en que no la cambia por nada. Es su oficina.

Tengo mi rutina acá, hay usuarios que son mis amigos desde hace 10 años. Uno consigue convivir con todos, pero jamás acostumbrarse. Si mirás alrededor, notás que cada vez hay más edificios con amenities. Introdujeron a miles de vecinos nuevos para justificar la presencia de tanta policía y correr a los usuarios del centro, una zona que se valoriza cada vez en términos inmobiliarios. Corren a los más vulnerables por intereses del mercado, aunque estas personas estén acá desde hace décadas, no tengan adónde ir y ya hayan pagado derecho de piso, dice Fábio, gerente de Centauro, una productora proveedora de Netflix ubicada en la calle Gusmoes, paralela a rúa Vitória.

El centro de São Paulo se vuelve a poner de moda. Es el objetivo y el lema del alcalde paulista y su programa Recalificar el Centro, que autorizó la construcción de 236 edificios en la zona circundante a Cracolandia y la Praza da Sé, distantes a dos kilómetros, o tres estaciones de metro, entre sí. En el ínterin, restaurantes tradicionales, tiendas de ropa artesanal con etiquetas de “sustentable” y bares especialistas en gin-tonics exóticos abrieron sucursales en la zona. Desde el fin de la pandemia a enero pasado, se pusieron en venta 32 257 nuevos departamentos allí, según la Secretaría Municipal de Urbanismo. El propio gobernador Tarcísio de Freitas (Republicanos, de la derecha) anunció en enero que 27 000 empleados públicos, hoy distribuidos en 60 edificios por la ciudad, mudarán sus oficinas al centro. Con el anuncio llegó también el muro que, además de ocultar el consumo masivo, busca evitar que quienes duermen hoy en la calle se instalen en los esqueletos de los edificios en construcción, sostienen algunos vecinos.

En medio de los edificios en construcción con carteles de ofertas (16 a 28 metros cuadrados, incluida la cochera en los más grandes), se levanta una casona en la que brillan vestigios de siglos pasados. Ocupa gran parte de la manzana, con habitaciones distribuidas a lo largo de corredores dignos de palacetes en la planta alta, desde cuyas ventanas puede verse a los consumidores pulular como hormigas. Hay en la casona una cocina de azulejos blanquísimos que emanan un perfume dulzón con rastros de lavandina. Tras la reja de la entrada, un cartel anuncia “Missão CENA”, un juego de palabras que alude a la escena de uso abierto de drogas y a la liturgia de los oficios que allí dentro se practican. CENA es la sigla de Comunidad Evangélica Nueva Aurora, una organización de misioneros que asiste a habitantes de esas calles. Travestis, gais desalojados, desocupados sin techo, adictos y prostitutas que trabajan en casas tomadas o edificios abandonados. Hay un día de la semana para cada grupo. A los crackers, como se definen entre ellos, les toca los martes.

“Soy travesti, prostituta, me entrego al crack, vivo en la calle y pido limosnas en la Pinacoteca y, si no hay para comer, robo lo que puedo en el metro. Gracias a todo eso, podría desayunar cuatro veces por semana en la misión CENA, el día de las travas, el de las putas, el de los sintecho y el de los crackers. Podría ir con los desocupados también, porque cumplo con todas las estadísticas”, se jacta Dorita.

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De lunes a viernes funciona una guardería que recibe a los hijos menores de 7 años de quienes acuden a desayunar, desde el amanecer y por 12 horas. Está a tres cuadras de la casona. Mientras sus progenitores parten quién sabe adónde, los niños juegan, aprenden a leer, duermen, se bañan y comen cuatro comidas diarias. El lunes 10 de febrero, primer día de aula tras el receso veraniego, son 27 nenas y nenes que se turnan para saltar en la cama elástica, girar en la calesita o deslizarse por un tobogán. Hay maestras, cocinera, una bibliotecaria que cuenta historias y 30 colchones con sábanas y toallas limpias.

“La idea principal es tratar a todas estas personas como parte de nuestras familias; no solamente darles una comida, sino una vida, devolviéndoles su dignidad”, dice Paulo César dos Santos, licenciado en Teología y presidente de la misión CENA. Dos Santos tiene 38 años y un tercio de ellos anduvo por esas calles.

“Durante años, mi esposa y yo visitamos todas las semanas varios edificios de por aquí, entregando folletos y anotando nombres para la oración. Nos impactaron especialmente tres edificios llenos de mujeres semidesnudas de pie en la escalera, esperando por sus clientes”, dice.

“Las mujeres esperaban cambiar sexo por dinero o crack —recuerda—. Es difícil dilucidar si el crack se consume para soportar la degradación sexual o es al revés”.

Todos los martes, la Meca del crack se vacía por la mañana, pues es el día en el que CENA sirve el multitudinario desayuno para los adictos. Hay tortas, té, pan y chocolate caliente sobre decenas de mesas distribuidas en la cancha de futbol, a las que se sientan quienes todavía huelen a humo ácido para conversar entre ellos como si se vieran por primera vez. Las horas pasaran sin prisa y sin humo y da la sensación de que todo acabará en paz luego del desayuno. Los que desayunan son casi todos hombres, casi todos negros, magros y con dentaduras incompletas. Aceptan con sonrisas, movimientos exagerados de los brazos cuando les sirven más té, jugo o un trozo de pan. Se ríen y hay quienes se animan al balanceo cuando la música en vivo les marca un rock o una samba.

“Más importante que dar algo para comer es darles tu tiempo, sentarte con ellos y conversar. Preguntar cómo se llaman, cómo les va, qué esperan de la vida, mirarse a los ojos, acariciar una mano mientras se conversa y especialmente escuchar”, dice Fernanda Vallim Martos, activista de derechos humanos y coordinadora de la ONG Rio de Paz en São Paulo. Claudio, su marido, toca la guitarra para todos. Después del té y las conversaciones, hay quienes escogen permanecer allí hasta la hora de cierre, como dos hombres muy delgados y vestidos con musculosas —cuesta saber a primera vista si son efectivamente hombres o mujeres escuálidas— que se duermen profundamente a las 10 de la mañana, abrazados bajo el travesaño del arco de futbol, como retrasando el momento de volver a la calle e ir tras la piedra.

Locura es vivir en una casa sin que nadie la conozca, concluye Dos Santos, en su libro Locura o vocación, que escribió a partir de sus vivencias en este lugar, como el momento cuando su esposa Adriana, conocida allí como “la Dama de la Curita”, pisó a oscuras el cuerpo de una de una niña muerta entre los escombros y la basura. Las casas que regentea este hombre están hiperpobladas. Sucede con la casona señorial, sede de la misión; con la guardería, administrada por su esposa; y con su propia casa en los suburbios, un simple caserón rodeado por mucha tierra para sembrar a 73 kilómetros de Cracolandia. Allí, donde vive con Adriana y sus dos hijos, hospeda desde 2009 a quienes se comprometen a enfrentar la dureza de la abstinencia. Alberga a 15 abstinentes por vez y durante nueve meses, si bien hay quienes conviven con la familia desde hace tres años, no porque no hayan dejado la adicción, sino porque temen a la recaída o viraron misioneros.

“El secreto no es quitarles lo poco que tienen, sino darles algo a cambio, llenar el hueco que sienten. Les comparto de corazón lo mucho que yo tengo, todo mi tesoro, que es mi familia y la fe”, dice Dos Santos.

Las opiniones y las estrategias son tan diferentes como las razones que esgrime cada uno para perderse en el humo del crack al aire libre. Y tantas como las desiguales oportunidades de cada uno o las campañas fallidas que desde hace 35 años prueban los gestores de la ciudad más poblada de América Latina en busca de deshacer Cracolandia. “Urgente: echen a los drogados”, se lee en algún letrero que pende de un balcón. “Nos roban todas las semanas”, se queja Nilda, una vecina. La historia muestra que ya encarcelaron, internaron por la fuerza, violentaron o dispersaron en la periferia a miles de crackers; pero vuelven, se aglutinan siempre en el mismo lugar, y, al final de la euforia, todos yacen en las veredas.

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Cracolandia: al otro lado del muro

Cracolandia: al otro lado del muro

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—¿Y vos qué mirás?

La pregunta la hace una mujer recostada, más bien arrojada sobre un charco que se adivina amarillo y que fluye hacia el asfalto por las baldosas de una vereda rota y sucia. Está apenas vestida: un short de jeans dos o tres tamaños más grande del que le correspondería, un corpiño de bikini desteñido. En la oreja que no está apoyada sobre el líquido se ve un gran agujero en el que un aro dilatador dejó su huella irreversible.

 —Nada.

La respuesta es seca y proviene de otra mujer de unos 30 años que pasa por ahí. Camina con auriculares inalámbricos, lleva argollas de plástico en las orejas y un vestido liviano de los que abundan en maniquíes iluminados con neón, en las tiendas al paso que se ven por las estaciones del metro de São Paulo. Tres adolescentes, que comparten un cigarro electrónico y cargan mochilas sobre sus espaldas y libros escolares contra el pecho, miran a la mujer del charco y continúan caminando. Segundos después, hacen lo mismo un vendedor ambulante de fundas para teléfonos móviles y una mujer con dos críos de la mano. Todos dirigen, quizá sin querer, sus miradas al bulto sobre las baldosas. Miran sin mirar y ninguno se inmuta al repetir, como si se hubieran puesto de acuerdo, ese nada cuando ella los increpa sin bronca ni fuerzas. Parece que solo quisiera demostrar que está viva.

Es martes por la mañana y desde las 9 el sol de un febrero más caliente de lo habitual promete que azotará el cemento y que apurará la evaporación y el hedor de los fluidos alrededor de los cuerpos de quienes yacen, en apariencia moribundos, sobre la vereda que da al muro de casi 50 metros con el que el gobierno paulistano pretende ocultar a los zombis, los espectros, los despojos, las sombras, estos seres que, como la mujer del charco, son invisibles.

Hay más de mil usuarios de crack que pululan en este rincón del centro antiguo de São Paulo. En esta mañana febril son uno, dos, cinco, trece cuerpos en apenas media cuadra, separados por pilas de cartones, alguna lata abollada y colilla, interpretando una coreografía en dos actos.

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Acto 1: alguien se lleva un pequeño cilindro a la boca y acerca un encendedor. Inmediatamente, aspira la punta del cilindro y en ese instante puede oírse el estallido de la piedra al quebrarse: ¡crack! Un sonido punzante, dulce, breve, por el que se le dan nombre a la droga y al lugar. La droga: crack o cocaína de los pobres. El lugar: Cracolandia o Tierra del Crack.

Acto 2: una vez disipado el humo hay quien guarda el tubo, y quienes lo dejan caer para luego reír, alzar los brazos en una V mayúscula de vamos, de victoria o de venceremos, quién sabe; y entonces sí, se mueven con euforia, saltan, bailan, se abrazan. Los consumidores cambian según las horas, el día, las semanas, pero siempre parecen los mismos. La fiesta dura en promedio 10 minutos. Y todo vuelve a empezar.

Del muro cuelgan remeras, algún corpiño, medias, varias toallas. El muro llegó en 2025 y atraviesa el cuadrilátero llamado Cracolandia, cuyo nombre oficial es Escena Abierta de Uso permitido de Estupefacientes. Llamada así por la Secretaría de Seguridad Pública del gobierno local, de esta entidad depende su custodia, que se realiza con agentes, quienes —sin embargo— evitan detenciones para no sobrepoblar comisarías. Desde 2006, la ley de Brasil establece que la tenencia de drogas para consumo personal es un delito por el cual se puede demorar al infractor en una sede policial, pero no derivarlo a una cárcel, pues no es punible con prisión efectiva. Solo se aplica una multa, trabajo comunitario o un tratamiento. El objetivo no es liberar el consumo de drogas, sino respetar “los derechos fundamentales de la persona humana [sic], especialmente en lo referente a su autonomía y libertad”.

El muro fue construido a las apuradas y amaneció todavía fresco en la madrugada del último miércoles 15 de enero. No había sido anunciado, sorprendió a los propios vecinos e indigna hasta estos días a organizaciones defensoras de derechos humanos. “Crearon un campo de concentración”, fue la primera denuncia, presentada por la agrupación Craco Resiste. Vinieron más quejas y la Defensoría del Pueblo recomendó la demolición de la pared, que se extiende por 50 metros sobre la acera y tiene una altitud de dos metros y medio, con el argumento de que su arquitectura “tiene una estética hostil y segrega a quienes están en situación de mayor vulnerabilidad”, antes de sugerir que, en todo caso, se coloque una reja. El Supremo Tribunal Federal (STF), máxima instancia de la justicia en el país, reclamó explicaciones desde Brasilia. El gobierno paulista, responsable por la construcción, argumentó en su defensa que “antes del muro había una mampostería” y que su reemplazo por ladrillos busca “evitar accidentes, especialmente atropellos (de automóviles), considerando el estado de debilidad de quienes frecuentan la región”.

La droga llegó a esta zona en los años ochenta, cuando la inauguración de otra terminal de autobuses en las márgenes del río Tieté, que atraviesa la ciudad, desactivó la hiperactividad de la Estación Central Luz sobre cuya fachada hoy se recuestan los adictos, pues hasta allí se extiende la Tierra del Crack. Desde entonces, en la Estación Central Luz operan solo trenes y subterráneos. Allí comenzaron a convocarse jóvenes para aspirar pegamento. En 1990, según los registros de la policía, apareció un veinteañero con 220 gramos de crack. Fue apresado, pero llegaron otros. Más y más adictos de la ciudad y de las afueras empezaron a vivir sobre las plataformas de autobuses en desuso. Cinco años después, en 1995, en una crónica del diario O Estado de S. Paulo se utilizó por primera vez la palabra Cracolandia para describir cómo “los antiguos caserones están siendo usados por traficantes para preparar piedras de crack”, a propósito de la apertura, en esa zona y por entonces, de una Comisaría de Represión al Crack.

Cracolandia o CAU del centro paulista, es, en verdad, un territorio de un cuarto de manzana rodeado por uno de los paisajes arquitectónicos más opulentos y atractivos de São Paulo. En las alturas se imponen las cúpulas y en el suelo hacen lo mismo los usuarios de crack, entre los transeúntes y el tráfico. El cuadrilátero, cuya arista superpoblada de adictos es la calle Dos Protestantes, se interrumpe contra la bella Estación Central Luz y está limitada por las arterias Rúa Vitória y Rúa Triunfo: hace cien años se levantaban allí grandes compañías cinematográficas internacionales como Paramount, Columbia y Fox y la nacional Fama Filmes. Floreció en ese rincón una especie de Hollywood a la brasileña hasta que se perpetró el golpe de Estado de 1964 contra el presidente João Goulart. La dictadura duró hasta 1985, y en ese periodo las cintas de amor y aventura dejaron lugar al “Cine Marginal”, con epicentro en esa región, que contenía sexo explícito, lenguaje grosero y consumo de drogas. Los opositores a ese movimiento tildaron a la zona como “Boca de Lixo”, boca de basura, palabras con las que aún Google Maps identifica a la región.

Hace un siglo, el glamour reinaba en los cafés de las esquinas de Rúa Vitória, el champán burbujeaba en los restaurantes de Rúa Triunfo y las estrellas que sonreían desde el papel de los afiches se paseaban en descapotables. Había estelas de perfume francés. Hoy el lugar está sucio, huele a orín, vómito, amoníaco y brea caliente. Huele como la mayoría del millar de personas que lo recorren todos los días bajo los efectos del crack. Y entre esos 1 000 o 1 300, según los cálculos oficiales, los traficantes de la droga son amos y señores: obtienen lo que quieren por lo que ofrecen (sexo, teléfonos celulares robados y favores personales). No solo ellos se cuelan entre quienes deambulan enclenques, sino también los carteristas.

Oficialmente, se admite hoy la existencia de 72 CAU en 47 barrios centrales y periféricos de São Paulo, pero la “Meca”, Cracolandia, la más grande de todas, continúa floreciendo entre las rúas Vitória y Triunfo. El estatus CAU, que intenta evitar la violencia policial contra los adictos, requiere tres factores en común: uso, cantidad y tiempo. Uso: crack. Cantidad: al menos 15 usuarios. Tiempo: una semana o más en el mismo lugar. La Meca cumple 35 años reuniendo esas condiciones.

Los datos de la policía paulista afirman que se registran allí, en pleno centro, un promedio de 33 crímenes por día, sobre todo hurtos de móviles, carteras o mochilas e invasiones en grupo a tiendas de comida, perfumerías o farmacias para robar. Los mismos datos aseguran que durante 2024 caminaron estas calles 73.14% menos de personas que en años anteriores y que quienes aún lo hacen son vecinos, estudiantes, turistas o gente interesada en el arte o la cultura. Porque aquí, entre otras cosas, y alcanzado por el humo del crack, se erige el Conservatorio de Música Tom Jobim.

“Las artes tienen ese don de ver más allá”. La aseveración es del actor Léo Akio, miembro fundador de la Compañía de Teatro Mungunzá y cocreador del Teatro do Conteiner —de los Contenedores—, que funciona dentro de uno enclavado sobre una plazoleta que limita con Cracolandia. A espaldas del contenedor está la zona de consumo identificada por apenas tres letras, CAU, que alertan que allí todo vale. La sala teatral está rodeada por otros contenedores que albergan un centro de exposiciones; la oficina de Akio; un bar frecuentado por actores, directores, público en general y crack-dependientes; un taller de circo y un taller de corte y confección para mujeres cis y trans del lugar. Todos interactúan en armonía. En los días previos al carnaval, sobre el césped de la plazoleta del teatro se concentran los ensayos de la comparsa Blocolandia, organizada desde hace 10 años por trabajadores, militantes y usuarios de crack. Sus miembros la llaman “bloco de piedra” y la definen como “la más inclusiva de todas” las comparsas —o escuelas de samba— de Brasil.

“Es solo acompañar, dejarlos tocar los tambores y bailar al compás”, dice Claudinho, el líder de los percusionistas que marca el paso de todos los demás en el desfile que recorre las calles del barrio el sábado 22 de febrero, dentro del calendario oficial del carnaval.

Todo comienza al mediodía y pese a la luz ardiente son casi 300 consumidores de crack que mueven sus cuerpos raquíticos mientras desfilan. Hay hombres y mujeres en piel y hueso, travestis con ropas sensuales y mucho glitter, algunos niños. Todos danzan lo ensayado de antemano e improvisan estribillos breves, como “Craco resiste”. Se muestran exultantes. Felices durante cuatro horas.

“Se movieron toda la tarde y la mayoría ni usó crack porque se enfocó en acompañar al otro en la algarabía y no en la droga”, dice la psicóloga Laura Sahm, que participa de la comparsa.

En el manifiesto fundacional de Blocolandia se aclara que la intención no es romantizar la miseria, sino oponerse al discurso que criminaliza a la pobreza y estigmatiza al usuario de drogas.

São Paulo es la ciudad más grande de América Latina, con casi 12 millones de habitantes, una expectativa de vida de más de 78 años y el mayor PBI de Brasil. Es la quinta en cantidad de museos, según el Informe mundial de cultura de las ciudades, apenas detrás de Londres, Berlín, París y Nueva York. Hay más de 150 salas de teatro y por lo menos 330 de cine, una veintena de ellas públicas y gratuitas. A 50 metros del nudo de Cracolandia se levantan la Sala São Paulo, uno de los salones de conciertos más valorados del planeta; el Memorial de la Resistencia, un museo dedicado a víctimas de la dictadura militar; la Pinacoteca, la galería de arte más importante de Brasil, y, a escasos metros del muro, la Estación Da Luz, con un reloj similar al Big Ben y el aspecto monumental de la Abadía de Westminster.

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“La calle es muy cruel con gente como nosotros, sobre todo con las mujeres”, dice Magalí mientras asoma la noche y el frío otoñal de fin de marzo. Está sentada sobre el cordón de la vereda y se recupera de los efectos de la última dosis del día.

Una piedrita no es nada. Lo que quiero decir es que no se siente nada tan potente como todos creen y menos todavía cuando pasa el efecto. Pero mientras dura el flash estás en la gloria dorada, se siente que todo está bien y nada puede afectarte. Es como tener el superpoder de escapar de lo feo. Se siente que sos la mejor de toda tu familia y de tus amigos, que todo lo que te preocupa todos los días por fin no te afecta en nada. Que si quisieras volar nada te lo va a impedir.

 

Todo en ella vira hacia un tono ámbar: la piel, el pelo decolorado, los dientes y especialmente los bordes de los labios. Le echa la culpa de eso a los efectos del “terrón”, como le llaman muchos al crack, que se vende en bloquecitos blancos o pajizos, según la sustancia con la que haya sido mezclado, y tiene un gran parecido con los terrones de azúcar. Pero no es con azúcar con lo que se mezcla al descarte de la cocaína, base de la piedra que suelta ese crack al desintegrarse, sino con bicarbonato de sodio, acetona, ácido sulfúrico, cafeína o con un medicamento antiparásito intestinal, levamisol.

Magalí menciona como al pasar que sufrió tres abortos espontáneos, que en el final de su cuarto embarazo parió a un bebé muerto, “cuando la única droga que conocía era el tabaco”, y que su marido desapareció una semana después del parto, cinco días antes de que fueran desalojados por una deuda del alquiler de un departamento. Se sintió, dice, toda fracaso y recaló por primera vez en este rincón. Llegó allí junto con una amiga a la que no ve desde aquel día de hace año y medio. No quiere aparecer en las fotos. No quiere que su marido  —“¿o será ex?”, se pregunta— la vea allí ni en el estado en el que se avergüenza de estar: 15 kilos debajo de su peso regular, dos dientes menos y el vicio que la avejenta dos décadas.

“Yo sé que un día voy a salir de acá o rescatada o con las patas para adelante, pero sé que saldré, seguramente en una ambulancia”, dice mientras intenta recoger la maraña de su pelo en un rodete.

Se exaspera por la rebeldía de su cabellera porque la falta de higiene comienza a picar, porque es evidente que hace siglos no usa desodorante, porque ha llegado la hora, dice, “de volver a no pensar”.

Cada una de las dosis que Magalí consume por día cuesta 3 reales (poco más de medio dólar), lo mismo que cuesta una lata de cerveza, la mitad de una botella de litro y medio de agua mineral, un tercio de un paquete de Marlboro. Los mismos 3 reales, ese casi medio dólar, que reciben una jovencita o un adolescente por practicar sexo oral a un desconocido en algún automóvil en movimiento, entre dos o tres semáforos, para bajarse con la boca sucia y gastar lo ganado con algunos de los dealers que esperan entre los tachos de basura o esquivando las rondas periódicas de la policía.

A ojo suelto puede advertirse la presencia de un policía por cada ocho consumidores en las horas pico, que son las del atardecer. Por la mañana, y hasta pasado el mediodía, hay allí alrededor de 300 o 320 consumidores, según los cálculos de la policía, que se agolpan sobre la calle Dos Protestantes, con el único fin del consumo matutino. La cantidad de consumidores se duplica cuando comienza la noche. Los agentes no. Los relatos policíacos de cada final de día afirman que entre una medianoche y la siguiente se acumula una media de 1 000 a 1 300 usuarios. Los fumadores de crack se amontonan para drogarse en comunidad y, sobre todo, para estar cerca del traficante; los agentes de la policía, en cambio, lo hacen para identificar a quienes venden la droga: pueden detener al proveedor, pero no al consumidor, excepto que cometa un delito contra un tercero.

Una pesquisa de la Universidad Federal de São Paulo (Unifesp) eleva la cifra de usuarios de crack a 1 700 diarios. La mitad de ellos vive en la calle y el 90% fuma mientras el 10% restante solo permanece para pasar el tiempo en una comunidad. Agrega detalles el último informe de la Universidad de São Paulo (USP), que puntualiza, además, que el 40% de los homeless asegura estar en Cracolandia y dormir a la intemperie por decisión propia.

Para distinguir a estas personas de los “crackeados” o “crackudos”, no hace falta más que observar unos minutos: los consumidores usan camisetas roídas, pantalones cortos, raramente una camisa desprendida y ojotas, aunque en general van descalzos, incluso en el invierno. Para incursionar fuera de la CAU la mayoría suele cargar con todas sus pertenencias: un buzo con cierre y capucha, una prenda que parece el uniforme de este sitio. Las mujeres son minoría. Los hombres componen casi el 70% de la población, de acuerdo con un estudio interdisciplinario datado en marzo último de USP, Grupo Cóccix y Fundación Getulio Vargas. En el 30% restante se mezclan mujeres, travestis, quienes se auto perciben no binarios, niñas y niños. Los usuarios, en más del 80%, son negros. Magalí es mujer y blanca, y, como la mayoría de las mujeres cis y travestis de la zona, se prostituye por las dosis. A cambio de sexo con traficantes obtiene una piedra por la mitad de lo que le cuesta al resto o dos por una.

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En medio del paisaje, los policías son una postal del poder y muchas veces del sadismo. Uniformes con acolchado en las articulaciones, botas, cascos, chalecos antibalas, pistolas reglamentarias y armas largas como ametralladores o rifles, cachiporra o gas pimienta, handy a la cintura y celulares colgados sobre el pecho. Se mueven casi sin moverse con una van para eventuales arrestos si sorprenden a alguien en un delito, cuatro coches patrulleros, ocho motos, una ambulancia.

“Se hace agotador observarlos drogarse seis horas seguidas sin poder hacer nada, pero estar aquí parado es la única manera de identificar a los traficantes y evitar que los adictos salgan a robarle a los peatones y los turistas cuando quieren comprar más”, explica el cabo Costa, de la policía metropolitana, que interrumpe su explicación para advertir a unas jovencitas que “tengan cuidado con el teléfono, las joyas y las carteras”. “No podemos meternos con el drogado si no delinque, pero sí con quien lo droga”.

De todas maneras, cada tanto los uniformados se acercan a algún consumidor, lo empujan contra la pared, lo palpan, lo interrogan, lo golpean, lo humillan. Su accionar contra los adictos está prohibido por la ley y es criticado por fiscales, especialistas en salud mental, organizaciones de derechos humanos y la Iglesia.

“Soy consciente de que algún colega se excede, pero interceptarlos y palparlos son estrategias para lograr detectar a quien transporta más de que un par de piedras para consumo personal. El objetivo es capturar al proveedor”, dice el cabo.

Un hombre que no debe de llegar a los 45 años ni a los 50 kilos camina por la acera. Su andar es seguro y con la mano izquierda improvisa una protección del sol en la primera hora que le sigue al mediodía; la otra mano está dentro del bolsillo del pantalón. Es uno de los pocos que usa jeans. Canta el “Funk Infernal”, (“dicen que ella es grandona al estilo de Babilonia, / que ella es puta, que es grandona, /  móntatela, móntatela) y acompaña el ritmo con la cadera. Va en lo suyo cuando un policía le corta el paso, el hombre se detiene y con la mano que cubría su frente cubre ahora el bolsillo. Otros tres policías —dos hombres y una mujer— que aguardaban en la frescura del aire acondicionado del patrullero salen disparados, empujan al caminante de bruces contra la pared: uno le separa las piernas, otro le traba la espalda con la cachiporra y el tercero le ordena entre insultos que vacíe los bolsillos. El caminante balbucea y acabará por llorar un minuto después cuando la misma bota que le separó las piernas pisotee el resto de una manzana mordida, el único objeto que llevaba en el bolsillo de los jeans.

“Era lo que me quedaba para la cena, me había sobrado del almuerzo que recién pagué en el Bom Prato”, lamenta el hombre, aún contra la pared, mientras los policías, que han regresado al patrullero, se ríen.

“Más que cena ese pedazo roñoso es basura”, dice uno de los agentes apenas bajando el vidrio de la ventanilla.

Soy Zé Carlos —dice por fin el hombre y estira el brazo con la palma abierta, en un saludo cordial que no aprieta—, soy guitarrista o era guitarrista porque hace tiempo que empeñé la guitarra y los muchachos del bar en el que tocaba ya no me llaman tan seguido. No vengo acá a drogarme, yo vivo acá, les canto un rato y ellos me hacen compañía. Justo ahora estoy volviendo del Bom Prato de 25 de Marzo. Hace calor para caminar, pero cuando el hambre se hace sentir no hay más remedio que irse hasta allá. Hay que irse y después volver. Siempre vuelvo, acá tengo mi colchón, mi frazadita y mis amigos. Acá, aunque no te lo creas, nos necesitamos entre todos; no somos la mierda que todos creen, somos seres humanos, con sueños, frustraciones, más pérdidas materiales y afectivas que ganancias; eso sí, acá todos tenemos sentimientos, aunque a los demás no les importe.

Bom Prato es una red de restaurantes del gobierno del estado de São Paulo que distribuye 150 000 comidas diarias por un real (16 centavos de dólar) desde diciembre del año 2000. Desde entonces, las distintas administraciones del estado paulista completan el valor de cada plato de comida (1 dólar o R$6) y el comensal paga, desde hace un cuarto de siglo, solo un real por almuerzo y la mitad de ello si se trata de desayuno o merienda. En el barrio de ventas mayoristas y populares 25 de Marzo, se levanta uno de los Bom Prato más atestados a diario. Queda a 20 minutos a pie de Cracolandia y abre sus puertas para almorzar a las 11 a. m. Desde las 9, la fila de personas da la vuelta a la esquina. Se sirven 370 almuerzos y se cierran las puertas cuando se acaba la comida, generalmente antes de las 2 p. m.

 “Abrimos los siete días de la semana. Todos necesitan comer todos los días”, explica por teléfono Laura Machado, secretaria de Desarrollo Social del gobierno estatal.

 

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Desde los años noventa, sobre todo en vísperas de elecciones o de eventos que atraen a turistas internacionales (la Fórmula 1 o la feria São Paulo Fashion Week), alguien ordena despejar las calles del centro. Es el tiempo de los operativos policiales más violentos y las internaciones compulsivas de supuestos adictos. Ocurrió con casi todos los alcaldes paulistanos, excepto entre los años 2013 a 2016, cuando la ciudad fue gobernada por el exprefecto, y actual ministro de Economía, Fernando Haddad, referente del PT (Partido de los Trabajadores), fundado por el presidente Lula da Silva.

En 2022, durante la gestión de Ricardo Nunes, del MDB (Movimiento de la Democracia Brasileña, de la centroderecha brasileña), que actualmente cumple su segundo mandato consecutivo, la policía detuvo a 23 personas en cercanías de la Estación Luz y las recluyó en el Hospital Central de Santa Cecilia, donde fueron sometidos a tratamiento de desintoxicación. Meses después un fiscal demostró que solo tres eran toxicómanos. “Además de pasar por internaciones que no aceptaron, cuando salen de los hospitales lo hacen con una mano atrás y otra adelante, con menos de lo que tenían. Ya no tienen la ropa ni el trabajo ni salario, lo que evidencia que las internaciones compulsivas se hacen solamente para retirar a las personas por un tiempo de la calle, para que no se las vea y nada más”, objetó por entonces la Fiscalía.

Los adictos son llevados a la rastra, o si no, cargados en camiones y diseminados en la periferia metropolitana. El Observatorio de Crack, de la Confederación Nacional de Municipios, alerta que el uso de la peor cocaína es cada vez más frecuente en zonas rurales y poblados y alcanza al 85% de los municipios con distinta intensidad en todo Brasil. En Rio de Janeiro, por caso, los consumidores de crack estaban recluidos en las favelas, pero en los últimos dos años —advierte la policía carioca— proliferan los grupos de consumo callejero alrededor de las playas Botafogo y Copacabana.

 

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Lago Moreira tiene 28 y camina hasta el Bom Prato. Lo hace con frecuencia, aunque a veces no pueda comer, como ocurre un viernes con cielo color plomo.

Es por falta de la moneda que no pico alguna cosa a veces, no porque no me presente temprano a hacer la cola. Yo me levanto y vengo, siempre soy uno de los primeros en llegar, total no tengo otra cosa que hacer. Vengo para intentar masticar algo cada vez que me duele la panza de hambre. Me presento acá, aunque me falte el real para pagar porque sé que me las voy a arreglar con las sobras de un colega o con algún pan que me dé un amigo por haberle cuidado un lugar en la fila para entrar al restaurante; al final siempre algo voy a masticar, dice bajo un paraguas mientras espera que abra el restaurante.

 

—¿Cómo ganás el dinero para comer?

—Pido en la calle, lavo algún vidrio de auto en el semáforo; si hay alguna changa, la hago. No tengo bicicleta para repartir comida, pero si hay que repartir algo por el barrio y se puede hacer caminando, me avisan y lo hago. Trámites, librería, ropa, comida, cualquier cosa. Hoy, que llueve, tengo el trabajo de vender este paraguas, a ver si saco unos 10 reales de un tirón. Trabajo cuando se puede y con lo que gano como y también, debo admitir, me drogo un poquito.

—¿Dónde vivís?

—Ahí en Cracolandia, aunque si tengo trabajo de hacer trámites me quedo a dormir en plaza da Sé. Somos muchos los que hacemos eso, principalmente las travestis porque en la plaza hay más turistas y más oportunidad de trabajo.

—¿Cuántos son muchos?

—Yo duermo solo, pero hay como 200 en la plaza durmiendo alrededor mío, aunque llueva y truene.

—¿Dormís en una carpa o a la intemperie?

—Arriba de la escalinata de la Catedral, en un escaloncito nomás.

—¿Tenés una familia?

—Sí, tengo una mujer y un hijo de 6 años que se llama Luiz Daví, pero ellos viven en una casa del interior. A mí me echaron hace dos años porque no trabajaba todos los días, porque cerró el comercio que me contrataba. A veces me drogaba un poco, debo admitir. Al echarme me hicieron peor porque antes ni conocía lo que era el crack y ahora vivo pensando en conseguir una piedrita a toda hora. Los domingos, no. Los domingos voy a misa y me porto bien. Me baño en un lavadero de autos; a veces ayudo a lustrar los coches y me dan un té, una Coca, un sándwich. Cosas que te hacen sentir más persona.

—¿Con qué te drogas?

—Cuando vivía con mi mujer, solamente con cannabis sintético, que es una mierda, pero no podía dejar. Es un líquido que se pone arriba de hojas secas y se fuma como marihuana. Es espectacular lo que te pasa cuando lo fumás, igual sigue siendo una mierda.

—¿Y ahora?

—Con lo mismo y con crack, que es más barato.

—¿Cuando pasa el efecto de las drogas te da hambre?

—Sí, a veces sí, es como con la marihuana. Pero a veces no, te hace zafar de tener que comer. Depende de cómo te pegue. A veces es mejor fumarte una ayudita, como le digo yo a la piedrita, porque es más barata que la comida y te hace dormir rápido. Ahí te dormís, te olvidás de todo lo que te hiere. Siempre digo lo mismo: un día me curo y vuelvo a mi casa. Igual, aunque vuelva no sé si me van a aceptar; estoy distinto, parezco un harapo, pero el corazón es el mismo. Me faltan las monedas, pero me sobra el sentimiento. Soy un romántico incurable.

 

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Tem Sentimento es el nombre del colectivo que gestiona el taller de costura que funciona en la plazoleta de los contenedores, capacitando a mujeres cis y trans en situación de vulnerabilidad en la región. Les enseñan corte y confección, crochet y artesanías. Hacen ropa simple o reformulan las que ya están usadas para venderlas en un brechó, o tienda de segunda mano, que les asegura una mínima renta. En las fiestas previas al carnaval, 25 travestis aprietan los pedales de las máquinas de coser, apurando la confección de los chalecos identificatorios que se vestirán en Blocolandia.

 —Siempre los vi como un interlocutor más porque en definitiva son eso: convivimos perfectamente. Además, cuando vienen aquí, mientras están aprendiendo arte no están consumiendo drogas —dice Akio, acompañado en el desfile por Miranda, su hija de 5 años.

 —¿Cómo se integran tan bien?

 —En la convivencia, tratándonos de igual a igual —responde Akio—. Esta convivencia, justamente, es la mejor muestra de que el teatro es más que un lenguaje artístico y que aquí, en São Paulo, consigue ser también una muy buena política pública. Desde que tengo memoria, todos los gobiernos se han ensañado con esta gente, todos han tenido como promesa de campaña la erradicación de Cracolandia. Pero no lo han logrado, solo les han hecho mal, han avasallado todos los derechos para ocultarlos del turista o del vecino que se queja y les promete el voto. Lo que falta es una política pública de verdad, un programa integral. Ves a los policías armados hasta los dientes, con equipos carísimos como si fueran a enfrentar al enemigo más salvaje y, en contraposición, ves a los empleados de la Secretaría de Salud o a los asistentes sociales que llegan con lo puesto más una planilla y un lápiz en la mano. Falta aquí la combinación de las tres T: Tratamiento, para que cese la dependencia; Techo, para que dejen de dormir en la calle; Trabajo, para que sean dignos y no dependan más que del salario a fin de mes.

 El arte, más precisamente la actuación, es un denominador común que une a muchos. Cena ouro (Escena dorada) es la obra teatral que la Compañía Mungunzá creó y exhibió aquí, en la Muestra Internacional de Teatro (MIT), y en el Festival de Avignon, en Francia. Cena ouro mezcla actores y actrices profesionales con actores amateurs usuarios de los tubos y el crack. Cada presentación sacude a la platea; los aplausos siempre son de pie, con muy buena crítica. “Con la pipa en la boca, van a pensar que yo ya nací así”, dice un adicto-actor en plena obra, que desnuda la vida cotidiana de quienes han hecho del consumo de una piedra de crack el objetivo de cada día.

El infierno ha sido un lugar común para Laurah Cruz, y de todos sus recodos quizá el de Cracolandia sea el más amable. Es allí donde vuelve todo el tiempo, y no necesariamente para buscar una piedra, aclara.

“Tuve que pasar mucho por las calles, dormir en las veredas, para entender todo y lograr ser lo que realmente soy”, reflexiona ella, otra de las protagonistas de la obra de teatro y oriunda de la tierra del crack.

Cruz debió someterse a varias cirugías faciales luego de que una patota la atacara en su pueblo natal y le quebrara un pómulo, algunas costillas y la nariz con un bate de beisbol. Uno de los huesos del rostro se le incrustó a milímetros de un ojo y gracias a esos milímetros no perdió la visión.

Devota desde niña de Madonna, las Spice Girls y Whitney Houston, recuerda haber descubierto su vocación por un grupo de curas franciscanos organizadores de una kermés, con karaoke incluido. “Me transformó ver a la gente que venía a escucharme y se emocionaba”.

Del karaoke pasó a contar su historia sobre un escenario del circuito SESC (Servicio Social de Comercio), un sistema de bienestar y cultura creado en 1946. Por las salas del SESC pasa la creme del arte escénico, como Fernanda Torres, última ganadora del Globo de Oro a mejor actriz y nominada al Oscar por su actuación en Aún estoy aquí, de Walter Salles, o el dramaturgo franco-uruguayo Sergio Blanco, o el director estadounidense Bob Wilson.

"Durante toda mi vida las personas desistieron de mí. Solo yo fui la única que no desistió de mí”, se enorgullece la actriz trans de 36 años, a quien hace 12 intentaron prohibirle ver a su madre moribunda si antes no se vestía de hombre. Desde entonces, se ha vuelto una cara conocida en el ecosistema del teatro y en las páginas de policiales. Es viral un video, filmado en septiembre de 2021 por una profesora, que delata cómo un policía la persigue entre los autos y le quiebra la cachiporra contra la espalda, antes de que dos agentes la arrinconen contra una pared en uno de los operativos en Cracolandia. En el video, ella viste un turbante y una falda larga que los policías le obligan a levantar hasta el culo, mientras ella explica que es actriz y que regresa de recolectar donaciones. Los policías vacían la bolsa con las donaciones en la vereda. “El mundo no es un cuento de hadas ni los casamientos son de princesas”, dirá luego en el pódcast Emoción creativa, al jurar que sigue prefiriendo Cracolandia como su lugar en el mundo.

Lo mismo sucede con Danee Amorim, actriz trans no binaria, confesa ladrona de libros y artista de “circo sin lona”, que se fue, pero sigue regresando a Cracolandia. Regresa, entre otras cosas, para ir a la escuela de circo, coser con Tem Sentimento y colaborar en la reducción de daños entre los adictos. Es de la minoría de los que jamás delinquieron, con excepción de los libros. Se fue, se sigue yendo, para estudiar en la Escuela de Arte Dramático de USP, la más codiciada del país (quienes aprueban el ingreso, 20 entre 500 postulantes por año, son noticia en los diarios de sus ciudades natales). Danee dice que hay adictos al crack que pueden pasar cuatro días sin dormir. Dice saber lo que cansa deambular en busca de empleo y que estuvo a punto de “ser casi xenofóbica contra los chinos porque entraba en restaurantes chinos pidiendo trabajo y le decían que no había, que ya habían contratado mientras el cartel [con ofertas de puestos] seguía colgado”.

Cuando algo no te sale bien y volvés a verte con la pipa en la mano te ayudan los otros usuarios, los amigos o los familiares de los otros usuarios porque quien ve la herida de cerca solo ve el pus, pero quien la observa desde afuera la ve mejor. Y si te dice que todo va a salir bien, ya te ayuda. A mí siempre me pasa, eso de que me ayudan los que tienen solo una pipa en la mano y después no tienen ni siquiera para comer un huevo.

El testimonio es del pódcast Emoción creativa, de Nego Bala, otro de los actores de Cena ouro, cantante de funk, productor musical y guionista nacido y criado en la Tierra del Crack.

Los de ellos son los rostros más visibles de la redención, y sus voces son las de quienes pueden contar la historia. Pero la mayoría no puede hacerlo. La Unifesp indica que 58% de los frecuentadores de Cracolandia sufre episodios psicóticos y el 38% padece de instintos suicidas. Describe, además, que 46% de ellos compra drogas con dinero obtenido en robos, 35% con ganancias de prostitución y casi 60% con limosnas. Los porcentajes superan el 100% porque más de uno ejerce dos o tres actividades a la vez.

 

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Fábio de Souza Lima vive en el extremo este de São Paulo, trabaja en la vecindad de la Cracolandia desde hace 32 años e insiste en que no la cambia por nada. Es su oficina.

Tengo mi rutina acá, hay usuarios que son mis amigos desde hace 10 años. Uno consigue convivir con todos, pero jamás acostumbrarse. Si mirás alrededor, notás que cada vez hay más edificios con amenities. Introdujeron a miles de vecinos nuevos para justificar la presencia de tanta policía y correr a los usuarios del centro, una zona que se valoriza cada vez en términos inmobiliarios. Corren a los más vulnerables por intereses del mercado, aunque estas personas estén acá desde hace décadas, no tengan adónde ir y ya hayan pagado derecho de piso, dice Fábio, gerente de Centauro, una productora proveedora de Netflix ubicada en la calle Gusmoes, paralela a rúa Vitória.

El centro de São Paulo se vuelve a poner de moda. Es el objetivo y el lema del alcalde paulista y su programa Recalificar el Centro, que autorizó la construcción de 236 edificios en la zona circundante a Cracolandia y la Praza da Sé, distantes a dos kilómetros, o tres estaciones de metro, entre sí. En el ínterin, restaurantes tradicionales, tiendas de ropa artesanal con etiquetas de “sustentable” y bares especialistas en gin-tonics exóticos abrieron sucursales en la zona. Desde el fin de la pandemia a enero pasado, se pusieron en venta 32 257 nuevos departamentos allí, según la Secretaría Municipal de Urbanismo. El propio gobernador Tarcísio de Freitas (Republicanos, de la derecha) anunció en enero que 27 000 empleados públicos, hoy distribuidos en 60 edificios por la ciudad, mudarán sus oficinas al centro. Con el anuncio llegó también el muro que, además de ocultar el consumo masivo, busca evitar que quienes duermen hoy en la calle se instalen en los esqueletos de los edificios en construcción, sostienen algunos vecinos.

En medio de los edificios en construcción con carteles de ofertas (16 a 28 metros cuadrados, incluida la cochera en los más grandes), se levanta una casona en la que brillan vestigios de siglos pasados. Ocupa gran parte de la manzana, con habitaciones distribuidas a lo largo de corredores dignos de palacetes en la planta alta, desde cuyas ventanas puede verse a los consumidores pulular como hormigas. Hay en la casona una cocina de azulejos blanquísimos que emanan un perfume dulzón con rastros de lavandina. Tras la reja de la entrada, un cartel anuncia “Missão CENA”, un juego de palabras que alude a la escena de uso abierto de drogas y a la liturgia de los oficios que allí dentro se practican. CENA es la sigla de Comunidad Evangélica Nueva Aurora, una organización de misioneros que asiste a habitantes de esas calles. Travestis, gais desalojados, desocupados sin techo, adictos y prostitutas que trabajan en casas tomadas o edificios abandonados. Hay un día de la semana para cada grupo. A los crackers, como se definen entre ellos, les toca los martes.

“Soy travesti, prostituta, me entrego al crack, vivo en la calle y pido limosnas en la Pinacoteca y, si no hay para comer, robo lo que puedo en el metro. Gracias a todo eso, podría desayunar cuatro veces por semana en la misión CENA, el día de las travas, el de las putas, el de los sintecho y el de los crackers. Podría ir con los desocupados también, porque cumplo con todas las estadísticas”, se jacta Dorita.

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De lunes a viernes funciona una guardería que recibe a los hijos menores de 7 años de quienes acuden a desayunar, desde el amanecer y por 12 horas. Está a tres cuadras de la casona. Mientras sus progenitores parten quién sabe adónde, los niños juegan, aprenden a leer, duermen, se bañan y comen cuatro comidas diarias. El lunes 10 de febrero, primer día de aula tras el receso veraniego, son 27 nenas y nenes que se turnan para saltar en la cama elástica, girar en la calesita o deslizarse por un tobogán. Hay maestras, cocinera, una bibliotecaria que cuenta historias y 30 colchones con sábanas y toallas limpias.

“La idea principal es tratar a todas estas personas como parte de nuestras familias; no solamente darles una comida, sino una vida, devolviéndoles su dignidad”, dice Paulo César dos Santos, licenciado en Teología y presidente de la misión CENA. Dos Santos tiene 38 años y un tercio de ellos anduvo por esas calles.

“Durante años, mi esposa y yo visitamos todas las semanas varios edificios de por aquí, entregando folletos y anotando nombres para la oración. Nos impactaron especialmente tres edificios llenos de mujeres semidesnudas de pie en la escalera, esperando por sus clientes”, dice.

“Las mujeres esperaban cambiar sexo por dinero o crack —recuerda—. Es difícil dilucidar si el crack se consume para soportar la degradación sexual o es al revés”.

Todos los martes, la Meca del crack se vacía por la mañana, pues es el día en el que CENA sirve el multitudinario desayuno para los adictos. Hay tortas, té, pan y chocolate caliente sobre decenas de mesas distribuidas en la cancha de futbol, a las que se sientan quienes todavía huelen a humo ácido para conversar entre ellos como si se vieran por primera vez. Las horas pasaran sin prisa y sin humo y da la sensación de que todo acabará en paz luego del desayuno. Los que desayunan son casi todos hombres, casi todos negros, magros y con dentaduras incompletas. Aceptan con sonrisas, movimientos exagerados de los brazos cuando les sirven más té, jugo o un trozo de pan. Se ríen y hay quienes se animan al balanceo cuando la música en vivo les marca un rock o una samba.

“Más importante que dar algo para comer es darles tu tiempo, sentarte con ellos y conversar. Preguntar cómo se llaman, cómo les va, qué esperan de la vida, mirarse a los ojos, acariciar una mano mientras se conversa y especialmente escuchar”, dice Fernanda Vallim Martos, activista de derechos humanos y coordinadora de la ONG Rio de Paz en São Paulo. Claudio, su marido, toca la guitarra para todos. Después del té y las conversaciones, hay quienes escogen permanecer allí hasta la hora de cierre, como dos hombres muy delgados y vestidos con musculosas —cuesta saber a primera vista si son efectivamente hombres o mujeres escuálidas— que se duermen profundamente a las 10 de la mañana, abrazados bajo el travesaño del arco de futbol, como retrasando el momento de volver a la calle e ir tras la piedra.

Locura es vivir en una casa sin que nadie la conozca, concluye Dos Santos, en su libro Locura o vocación, que escribió a partir de sus vivencias en este lugar, como el momento cuando su esposa Adriana, conocida allí como “la Dama de la Curita”, pisó a oscuras el cuerpo de una de una niña muerta entre los escombros y la basura. Las casas que regentea este hombre están hiperpobladas. Sucede con la casona señorial, sede de la misión; con la guardería, administrada por su esposa; y con su propia casa en los suburbios, un simple caserón rodeado por mucha tierra para sembrar a 73 kilómetros de Cracolandia. Allí, donde vive con Adriana y sus dos hijos, hospeda desde 2009 a quienes se comprometen a enfrentar la dureza de la abstinencia. Alberga a 15 abstinentes por vez y durante nueve meses, si bien hay quienes conviven con la familia desde hace tres años, no porque no hayan dejado la adicción, sino porque temen a la recaída o viraron misioneros.

“El secreto no es quitarles lo poco que tienen, sino darles algo a cambio, llenar el hueco que sienten. Les comparto de corazón lo mucho que yo tengo, todo mi tesoro, que es mi familia y la fe”, dice Dos Santos.

Las opiniones y las estrategias son tan diferentes como las razones que esgrime cada uno para perderse en el humo del crack al aire libre. Y tantas como las desiguales oportunidades de cada uno o las campañas fallidas que desde hace 35 años prueban los gestores de la ciudad más poblada de América Latina en busca de deshacer Cracolandia. “Urgente: echen a los drogados”, se lee en algún letrero que pende de un balcón. “Nos roban todas las semanas”, se queja Nilda, una vecina. La historia muestra que ya encarcelaron, internaron por la fuerza, violentaron o dispersaron en la periferia a miles de crackers; pero vuelven, se aglutinan siempre en el mismo lugar, y, al final de la euforia, todos yacen en las veredas.

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