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Si bien Wes Anderson aún conserva la excentricidad artística en El esquema fenicio, su fórmula parece adormilada y al filo de la reiteración.
No es mi intención menospreciar el resto de El esquema fenicio (The Phoenician Scheme, 2025), pero el momento que más me interesó fue la secuencia final de créditos. Además de mostrarnos quién interpretó a quién o acreditar al equipo de catering, como es de esperarse, la película reconoce sus influencias pictóricas y musicales: de la nada se aparece en la pantalla un Renoir, que abre paso a un buen número de piezas de artistas menos conocidos, como Riemenschneider y Raffel. También aparecen portadas de discos de Stravinsky, a quien se podría acreditar como el compositor de la película. Desde el comienzo, la música de su ballet Petrushka es utilizada por el director Wes Anderson para describir al protagonista, Zsa-zsa Korda (Benicio del Toro), como grandioso —megalómano, más bien—, aventurero y risible. Pareciera que El esquema fenicio brotó de Petrushka y de Renoir y de todo lo que hace de Anderson algo más importante que un cineasta: un espectador. Sentado en los hombros de gigantes, el director estadounidense ha dedicado los últimos años a retratarse no como omnipotencia de la ficción, sino como aprendiz y reproductor de colores, de ritmos, de composiciones, de signos.
En su película anterior, Asteroid City (2023), Scarlett Johansson tiene un parecido notable con Elizabeth Taylor y luego con Tippi Hedren; Adrien Brody, con Marlon Brando; Edward Norton, con Tennessee Williams, y el espacio, con los desiertos del Correcaminos y el Coyote de los Looney Tunes. Los personajes, sin embargo, no tienen del todo que ver con Taylor, Brando y Williams; no son realmente parodias, pero tampoco son un pastiche a la Quentin Tarantino, que parece obsesionado con demostrar cuánto sabe de cine sagrado (Jean-Luc Godard) y profano (Sonny Chiba). En una escena importante, un grupo de personajes de Asteroid City recita a coro: “No puedes despertar si no vas a dormir”. Anderson pareciera decirnos que ser espectador (de cine, de la televisión, de pinturas, de conciertos) es una forma de soñar que al despertar se revuelve con la identidad propia: si sus personajes de Asteroid City evocan a los actores, dramaturgos y las caricaturas de los años cincuenta a partir de similitudes tenues, es porque, insisto, Anderson se apropia de aquella iconografía: se confiesa como ladrón.
En nuestra cultura capitalista se cree que la imaginación tiene dueño y que un determinado compás no podría ser inherente al R&B o un homenaje respetuoso, sino que le pertenece al difunto Marvin Gaye y que fue robado por Robin Thicke. La verdad, sin embargo, es más enmarañada: los pintores italianos del renacimiento se entrenaban copiando a los maestros; los artistas de blues usan melodías recicladas con nuevos compases y letras; la originalidad no se puede forzar porque brota naturalmente de la excentricidad de un artista que, más por azar que por deseo, resulta hacer las cosas distinto, aunque luego hace de su estilo una norma. Es en los malentendidos respecto a estos hechos que hay a quien Anderson le parece no hacer más que copiar y repetirse pero, como lo demuestran los últimos párrafos, no hay sorpresa.

El esquema fenicio narra de manera más superficial que las grandes aventuras psicologistas de Anderson, ya sea Los excéntricos Tenenbaum (The Royal Tenenbaums, 2001) o La vida acuática con Steve Zissou (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004). En aquellas películas, los guiones adoptaban métodos del realismo clásico teatral para describir la personalidad de sus protagonistas —patriarcas, en ambos casos— y el efecto de su abandono y de sus intentos de acercarse otra vez a sus hijos. El esquema fenicio también se trata de un padre, el ya mencionado Korda, que se ha distraído de la vida familiar gracias a sus actividades como un empresario capaz de desequilibrar sistemas económicos enteros. Ahora, a punto de dar su mayor golpe mediante una serie de sociedades para crear varios proyectos de infraestructura en el país inventado de Fenicia, Korda desea hacerlo de la mano de su hija Liesl (Mia Threapleton), una monja a la que obliga a renunciar a sus votos para unirse en la aventura.
Te recomendamos leer: Todos los rostros de Tom Cruise
Anderson no narra esto con la escritura tragicómica —realista en la psicología, encaminada al final feliz después de la desgracia— de sus anteriores excursiones sobre la paternidad. ¿Ya después de La vida acuática qué podría añadir? En vez de eso, el director recurre a una estructura fársica en la que el chiste, el gag, es lo que ocupa toda su imaginación. La paternidad es una excusa para narrar algo y producir cierta identificación en los espectadores, pero lo que se impone es el formalismo que viene ocupando el interés de Anderson desde siempre, aunque se convirtió en el propósito mismo de hacer cine desde La isla de los perros (Dog Island, 2018). Por esta razón, la trama de El esquema fenicio es una serie de repeticiones: Korda conoce a un personaje del que quiere sacar algo (su hija y luego cada uno de sus socios), se grita con ellos en un gag recurrente y termina obteniendo más o menos lo que quiere. Este no es el imaginario de un narrador, sino de un arquitecto.
Volvemos, entonces, a la importancia de los créditos, pero esta vez los de apertura: El esquema fenicio abre con un vuelo desastroso de Korda y da luego paso a la primera secuencia que nos anuncia quién interpreta a quién —no hay mención todavía del catering—. La imagen es un plano cenital del baño de Korda, de color hueso con mosaicos grises, donde se ubican delicadamente dispuestas la tina, el lavabo, el inodoro y un grupo de trabajadoras domésticas vestidas de blanco. En la tina, llena de agua tenuemente azul, Korda está sumergido hasta el vientre, cubierto de algunos vendajes. La armonía del color, del movimiento, de los objetos en el espacio, es lo que preocupa a Anderson en este y en todos los demás planos, aunque la energía de la farsa obliga al montaje a cortar rápidamente cada imagen, que nos fulmina una y otra vez como una ráfaga. Los detalles apenas si se pueden apreciar, pero el balance es suficiente para una primera visita a la película, y nos invita a una segunda en casa, deteniendo cada imagen para ver cómo las pinturas de las que ha sido espectador han hecho de Anderson el tipo de cineasta que es.
La ligereza bien puede ser lo que más atraiga a muchos, pero el sentido del humor de Anderson obedece también a una sofisticada arquitectura visual. Por arruinar un solo gag, en una escena el asistente de Korda explota debido a un atentado en contra de su patrón: el equilibrio entre los elementos grotescos (una pared manchada de sangre, la violencia repentina) y de otros más ingenuos (sus piernas, que quedan intactas pero sin torso) crea una combinación macabramente humorística y peculiarmente cinematográfica: es el montaje y el plano lo que nos hacen reír. El teatro, la novela y otras formas de representación son incapaces de crear este sentido del humor, y ahí se afirma de nuevo la personalidad formalista de Anderson, pero esa misma virtud, ese exceso de preocupación con lo visual, es lo que comienza a hacer cada película menos sorprendente. No concedo el punto de los detractores que acusan la repetición (todos los artistas se reciclan a sí mismos), pero sí de quienes perciben simplismo.

En El esquema fenicio los personajes son más robóticos que de costumbre porque no hay un interés en observarlos más que como marionetas: Anderson ya es tan abstracto en sus intereses que los cuerpos bien podrían ser líneas, figuras, más que simulaciones de personas. En Asteroid City, la película más interesante, para mí, de este último periodo cada vez más radical, las ideas sobre el espectador, los imaginarios, la nostalgia y la creación la hicieron destacar. Sin embargo, en El esquema fenicio Anderson parece a punto de quedarse sin expresión y de hacer sofisticadas imágenes decorativas.
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Hay una diferencia entre el cine que encuentra una forma de hablar mediante la abstracción (la vanguardia), y otro que simplemente actúa desde un instinto de organización visual que no alcanza más que lo bonito (Tim Burton). Anderson nunca me pareció ser solamente esto último, como lo sugieren sus detractores, pero entre La crónica francesa (The French Dispatch of the Liberty, Kansas Evening Sun, 2021) y El esquema fenicio se empieza a dibujar un estancamiento. El quehacer por hacer podría orientar a Anderson en una dirección más simplista que cambie el sentido emocionante de sus influencias a la de, ahora sí, un copista. No se trata de abandonar su estilo —es imposible, además, porque fluye de un lugar inconsciente—, sino de nutrirlo con algo más que solo colores y líneas: con valores y pensamiento. La despolitización de La crónica francesa (se percibe el ambiente revolucionario de mayo del 68, pero queda en el fondo) y de El esquema fenicio (queda magnificado el ya magnífico empresario que apenas si concede el fin de la esclavitud y la hambruna) demuestran que la forma sin pensamiento es papel tapiz. A Anderson, el espectador-cineasta, le urge soñar más hondo para volver a despertar.
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Si bien Wes Anderson aún conserva la excentricidad artística en El esquema fenicio, su fórmula parece adormilada y al filo de la reiteración.
No es mi intención menospreciar el resto de El esquema fenicio (The Phoenician Scheme, 2025), pero el momento que más me interesó fue la secuencia final de créditos. Además de mostrarnos quién interpretó a quién o acreditar al equipo de catering, como es de esperarse, la película reconoce sus influencias pictóricas y musicales: de la nada se aparece en la pantalla un Renoir, que abre paso a un buen número de piezas de artistas menos conocidos, como Riemenschneider y Raffel. También aparecen portadas de discos de Stravinsky, a quien se podría acreditar como el compositor de la película. Desde el comienzo, la música de su ballet Petrushka es utilizada por el director Wes Anderson para describir al protagonista, Zsa-zsa Korda (Benicio del Toro), como grandioso —megalómano, más bien—, aventurero y risible. Pareciera que El esquema fenicio brotó de Petrushka y de Renoir y de todo lo que hace de Anderson algo más importante que un cineasta: un espectador. Sentado en los hombros de gigantes, el director estadounidense ha dedicado los últimos años a retratarse no como omnipotencia de la ficción, sino como aprendiz y reproductor de colores, de ritmos, de composiciones, de signos.
En su película anterior, Asteroid City (2023), Scarlett Johansson tiene un parecido notable con Elizabeth Taylor y luego con Tippi Hedren; Adrien Brody, con Marlon Brando; Edward Norton, con Tennessee Williams, y el espacio, con los desiertos del Correcaminos y el Coyote de los Looney Tunes. Los personajes, sin embargo, no tienen del todo que ver con Taylor, Brando y Williams; no son realmente parodias, pero tampoco son un pastiche a la Quentin Tarantino, que parece obsesionado con demostrar cuánto sabe de cine sagrado (Jean-Luc Godard) y profano (Sonny Chiba). En una escena importante, un grupo de personajes de Asteroid City recita a coro: “No puedes despertar si no vas a dormir”. Anderson pareciera decirnos que ser espectador (de cine, de la televisión, de pinturas, de conciertos) es una forma de soñar que al despertar se revuelve con la identidad propia: si sus personajes de Asteroid City evocan a los actores, dramaturgos y las caricaturas de los años cincuenta a partir de similitudes tenues, es porque, insisto, Anderson se apropia de aquella iconografía: se confiesa como ladrón.
En nuestra cultura capitalista se cree que la imaginación tiene dueño y que un determinado compás no podría ser inherente al R&B o un homenaje respetuoso, sino que le pertenece al difunto Marvin Gaye y que fue robado por Robin Thicke. La verdad, sin embargo, es más enmarañada: los pintores italianos del renacimiento se entrenaban copiando a los maestros; los artistas de blues usan melodías recicladas con nuevos compases y letras; la originalidad no se puede forzar porque brota naturalmente de la excentricidad de un artista que, más por azar que por deseo, resulta hacer las cosas distinto, aunque luego hace de su estilo una norma. Es en los malentendidos respecto a estos hechos que hay a quien Anderson le parece no hacer más que copiar y repetirse pero, como lo demuestran los últimos párrafos, no hay sorpresa.

El esquema fenicio narra de manera más superficial que las grandes aventuras psicologistas de Anderson, ya sea Los excéntricos Tenenbaum (The Royal Tenenbaums, 2001) o La vida acuática con Steve Zissou (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004). En aquellas películas, los guiones adoptaban métodos del realismo clásico teatral para describir la personalidad de sus protagonistas —patriarcas, en ambos casos— y el efecto de su abandono y de sus intentos de acercarse otra vez a sus hijos. El esquema fenicio también se trata de un padre, el ya mencionado Korda, que se ha distraído de la vida familiar gracias a sus actividades como un empresario capaz de desequilibrar sistemas económicos enteros. Ahora, a punto de dar su mayor golpe mediante una serie de sociedades para crear varios proyectos de infraestructura en el país inventado de Fenicia, Korda desea hacerlo de la mano de su hija Liesl (Mia Threapleton), una monja a la que obliga a renunciar a sus votos para unirse en la aventura.
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Anderson no narra esto con la escritura tragicómica —realista en la psicología, encaminada al final feliz después de la desgracia— de sus anteriores excursiones sobre la paternidad. ¿Ya después de La vida acuática qué podría añadir? En vez de eso, el director recurre a una estructura fársica en la que el chiste, el gag, es lo que ocupa toda su imaginación. La paternidad es una excusa para narrar algo y producir cierta identificación en los espectadores, pero lo que se impone es el formalismo que viene ocupando el interés de Anderson desde siempre, aunque se convirtió en el propósito mismo de hacer cine desde La isla de los perros (Dog Island, 2018). Por esta razón, la trama de El esquema fenicio es una serie de repeticiones: Korda conoce a un personaje del que quiere sacar algo (su hija y luego cada uno de sus socios), se grita con ellos en un gag recurrente y termina obteniendo más o menos lo que quiere. Este no es el imaginario de un narrador, sino de un arquitecto.
Volvemos, entonces, a la importancia de los créditos, pero esta vez los de apertura: El esquema fenicio abre con un vuelo desastroso de Korda y da luego paso a la primera secuencia que nos anuncia quién interpreta a quién —no hay mención todavía del catering—. La imagen es un plano cenital del baño de Korda, de color hueso con mosaicos grises, donde se ubican delicadamente dispuestas la tina, el lavabo, el inodoro y un grupo de trabajadoras domésticas vestidas de blanco. En la tina, llena de agua tenuemente azul, Korda está sumergido hasta el vientre, cubierto de algunos vendajes. La armonía del color, del movimiento, de los objetos en el espacio, es lo que preocupa a Anderson en este y en todos los demás planos, aunque la energía de la farsa obliga al montaje a cortar rápidamente cada imagen, que nos fulmina una y otra vez como una ráfaga. Los detalles apenas si se pueden apreciar, pero el balance es suficiente para una primera visita a la película, y nos invita a una segunda en casa, deteniendo cada imagen para ver cómo las pinturas de las que ha sido espectador han hecho de Anderson el tipo de cineasta que es.
La ligereza bien puede ser lo que más atraiga a muchos, pero el sentido del humor de Anderson obedece también a una sofisticada arquitectura visual. Por arruinar un solo gag, en una escena el asistente de Korda explota debido a un atentado en contra de su patrón: el equilibrio entre los elementos grotescos (una pared manchada de sangre, la violencia repentina) y de otros más ingenuos (sus piernas, que quedan intactas pero sin torso) crea una combinación macabramente humorística y peculiarmente cinematográfica: es el montaje y el plano lo que nos hacen reír. El teatro, la novela y otras formas de representación son incapaces de crear este sentido del humor, y ahí se afirma de nuevo la personalidad formalista de Anderson, pero esa misma virtud, ese exceso de preocupación con lo visual, es lo que comienza a hacer cada película menos sorprendente. No concedo el punto de los detractores que acusan la repetición (todos los artistas se reciclan a sí mismos), pero sí de quienes perciben simplismo.

En El esquema fenicio los personajes son más robóticos que de costumbre porque no hay un interés en observarlos más que como marionetas: Anderson ya es tan abstracto en sus intereses que los cuerpos bien podrían ser líneas, figuras, más que simulaciones de personas. En Asteroid City, la película más interesante, para mí, de este último periodo cada vez más radical, las ideas sobre el espectador, los imaginarios, la nostalgia y la creación la hicieron destacar. Sin embargo, en El esquema fenicio Anderson parece a punto de quedarse sin expresión y de hacer sofisticadas imágenes decorativas.
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Hay una diferencia entre el cine que encuentra una forma de hablar mediante la abstracción (la vanguardia), y otro que simplemente actúa desde un instinto de organización visual que no alcanza más que lo bonito (Tim Burton). Anderson nunca me pareció ser solamente esto último, como lo sugieren sus detractores, pero entre La crónica francesa (The French Dispatch of the Liberty, Kansas Evening Sun, 2021) y El esquema fenicio se empieza a dibujar un estancamiento. El quehacer por hacer podría orientar a Anderson en una dirección más simplista que cambie el sentido emocionante de sus influencias a la de, ahora sí, un copista. No se trata de abandonar su estilo —es imposible, además, porque fluye de un lugar inconsciente—, sino de nutrirlo con algo más que solo colores y líneas: con valores y pensamiento. La despolitización de La crónica francesa (se percibe el ambiente revolucionario de mayo del 68, pero queda en el fondo) y de El esquema fenicio (queda magnificado el ya magnífico empresario que apenas si concede el fin de la esclavitud y la hambruna) demuestran que la forma sin pensamiento es papel tapiz. A Anderson, el espectador-cineasta, le urge soñar más hondo para volver a despertar.
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Si bien Wes Anderson aún conserva la excentricidad artística en El esquema fenicio, su fórmula parece adormilada y al filo de la reiteración.
No es mi intención menospreciar el resto de El esquema fenicio (The Phoenician Scheme, 2025), pero el momento que más me interesó fue la secuencia final de créditos. Además de mostrarnos quién interpretó a quién o acreditar al equipo de catering, como es de esperarse, la película reconoce sus influencias pictóricas y musicales: de la nada se aparece en la pantalla un Renoir, que abre paso a un buen número de piezas de artistas menos conocidos, como Riemenschneider y Raffel. También aparecen portadas de discos de Stravinsky, a quien se podría acreditar como el compositor de la película. Desde el comienzo, la música de su ballet Petrushka es utilizada por el director Wes Anderson para describir al protagonista, Zsa-zsa Korda (Benicio del Toro), como grandioso —megalómano, más bien—, aventurero y risible. Pareciera que El esquema fenicio brotó de Petrushka y de Renoir y de todo lo que hace de Anderson algo más importante que un cineasta: un espectador. Sentado en los hombros de gigantes, el director estadounidense ha dedicado los últimos años a retratarse no como omnipotencia de la ficción, sino como aprendiz y reproductor de colores, de ritmos, de composiciones, de signos.
En su película anterior, Asteroid City (2023), Scarlett Johansson tiene un parecido notable con Elizabeth Taylor y luego con Tippi Hedren; Adrien Brody, con Marlon Brando; Edward Norton, con Tennessee Williams, y el espacio, con los desiertos del Correcaminos y el Coyote de los Looney Tunes. Los personajes, sin embargo, no tienen del todo que ver con Taylor, Brando y Williams; no son realmente parodias, pero tampoco son un pastiche a la Quentin Tarantino, que parece obsesionado con demostrar cuánto sabe de cine sagrado (Jean-Luc Godard) y profano (Sonny Chiba). En una escena importante, un grupo de personajes de Asteroid City recita a coro: “No puedes despertar si no vas a dormir”. Anderson pareciera decirnos que ser espectador (de cine, de la televisión, de pinturas, de conciertos) es una forma de soñar que al despertar se revuelve con la identidad propia: si sus personajes de Asteroid City evocan a los actores, dramaturgos y las caricaturas de los años cincuenta a partir de similitudes tenues, es porque, insisto, Anderson se apropia de aquella iconografía: se confiesa como ladrón.
En nuestra cultura capitalista se cree que la imaginación tiene dueño y que un determinado compás no podría ser inherente al R&B o un homenaje respetuoso, sino que le pertenece al difunto Marvin Gaye y que fue robado por Robin Thicke. La verdad, sin embargo, es más enmarañada: los pintores italianos del renacimiento se entrenaban copiando a los maestros; los artistas de blues usan melodías recicladas con nuevos compases y letras; la originalidad no se puede forzar porque brota naturalmente de la excentricidad de un artista que, más por azar que por deseo, resulta hacer las cosas distinto, aunque luego hace de su estilo una norma. Es en los malentendidos respecto a estos hechos que hay a quien Anderson le parece no hacer más que copiar y repetirse pero, como lo demuestran los últimos párrafos, no hay sorpresa.

El esquema fenicio narra de manera más superficial que las grandes aventuras psicologistas de Anderson, ya sea Los excéntricos Tenenbaum (The Royal Tenenbaums, 2001) o La vida acuática con Steve Zissou (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004). En aquellas películas, los guiones adoptaban métodos del realismo clásico teatral para describir la personalidad de sus protagonistas —patriarcas, en ambos casos— y el efecto de su abandono y de sus intentos de acercarse otra vez a sus hijos. El esquema fenicio también se trata de un padre, el ya mencionado Korda, que se ha distraído de la vida familiar gracias a sus actividades como un empresario capaz de desequilibrar sistemas económicos enteros. Ahora, a punto de dar su mayor golpe mediante una serie de sociedades para crear varios proyectos de infraestructura en el país inventado de Fenicia, Korda desea hacerlo de la mano de su hija Liesl (Mia Threapleton), una monja a la que obliga a renunciar a sus votos para unirse en la aventura.
Te recomendamos leer: Todos los rostros de Tom Cruise
Anderson no narra esto con la escritura tragicómica —realista en la psicología, encaminada al final feliz después de la desgracia— de sus anteriores excursiones sobre la paternidad. ¿Ya después de La vida acuática qué podría añadir? En vez de eso, el director recurre a una estructura fársica en la que el chiste, el gag, es lo que ocupa toda su imaginación. La paternidad es una excusa para narrar algo y producir cierta identificación en los espectadores, pero lo que se impone es el formalismo que viene ocupando el interés de Anderson desde siempre, aunque se convirtió en el propósito mismo de hacer cine desde La isla de los perros (Dog Island, 2018). Por esta razón, la trama de El esquema fenicio es una serie de repeticiones: Korda conoce a un personaje del que quiere sacar algo (su hija y luego cada uno de sus socios), se grita con ellos en un gag recurrente y termina obteniendo más o menos lo que quiere. Este no es el imaginario de un narrador, sino de un arquitecto.
Volvemos, entonces, a la importancia de los créditos, pero esta vez los de apertura: El esquema fenicio abre con un vuelo desastroso de Korda y da luego paso a la primera secuencia que nos anuncia quién interpreta a quién —no hay mención todavía del catering—. La imagen es un plano cenital del baño de Korda, de color hueso con mosaicos grises, donde se ubican delicadamente dispuestas la tina, el lavabo, el inodoro y un grupo de trabajadoras domésticas vestidas de blanco. En la tina, llena de agua tenuemente azul, Korda está sumergido hasta el vientre, cubierto de algunos vendajes. La armonía del color, del movimiento, de los objetos en el espacio, es lo que preocupa a Anderson en este y en todos los demás planos, aunque la energía de la farsa obliga al montaje a cortar rápidamente cada imagen, que nos fulmina una y otra vez como una ráfaga. Los detalles apenas si se pueden apreciar, pero el balance es suficiente para una primera visita a la película, y nos invita a una segunda en casa, deteniendo cada imagen para ver cómo las pinturas de las que ha sido espectador han hecho de Anderson el tipo de cineasta que es.
La ligereza bien puede ser lo que más atraiga a muchos, pero el sentido del humor de Anderson obedece también a una sofisticada arquitectura visual. Por arruinar un solo gag, en una escena el asistente de Korda explota debido a un atentado en contra de su patrón: el equilibrio entre los elementos grotescos (una pared manchada de sangre, la violencia repentina) y de otros más ingenuos (sus piernas, que quedan intactas pero sin torso) crea una combinación macabramente humorística y peculiarmente cinematográfica: es el montaje y el plano lo que nos hacen reír. El teatro, la novela y otras formas de representación son incapaces de crear este sentido del humor, y ahí se afirma de nuevo la personalidad formalista de Anderson, pero esa misma virtud, ese exceso de preocupación con lo visual, es lo que comienza a hacer cada película menos sorprendente. No concedo el punto de los detractores que acusan la repetición (todos los artistas se reciclan a sí mismos), pero sí de quienes perciben simplismo.

En El esquema fenicio los personajes son más robóticos que de costumbre porque no hay un interés en observarlos más que como marionetas: Anderson ya es tan abstracto en sus intereses que los cuerpos bien podrían ser líneas, figuras, más que simulaciones de personas. En Asteroid City, la película más interesante, para mí, de este último periodo cada vez más radical, las ideas sobre el espectador, los imaginarios, la nostalgia y la creación la hicieron destacar. Sin embargo, en El esquema fenicio Anderson parece a punto de quedarse sin expresión y de hacer sofisticadas imágenes decorativas.
Te podría interesar: Val Kilmer, el peso de la ausencia.
Hay una diferencia entre el cine que encuentra una forma de hablar mediante la abstracción (la vanguardia), y otro que simplemente actúa desde un instinto de organización visual que no alcanza más que lo bonito (Tim Burton). Anderson nunca me pareció ser solamente esto último, como lo sugieren sus detractores, pero entre La crónica francesa (The French Dispatch of the Liberty, Kansas Evening Sun, 2021) y El esquema fenicio se empieza a dibujar un estancamiento. El quehacer por hacer podría orientar a Anderson en una dirección más simplista que cambie el sentido emocionante de sus influencias a la de, ahora sí, un copista. No se trata de abandonar su estilo —es imposible, además, porque fluye de un lugar inconsciente—, sino de nutrirlo con algo más que solo colores y líneas: con valores y pensamiento. La despolitización de La crónica francesa (se percibe el ambiente revolucionario de mayo del 68, pero queda en el fondo) y de El esquema fenicio (queda magnificado el ya magnífico empresario que apenas si concede el fin de la esclavitud y la hambruna) demuestran que la forma sin pensamiento es papel tapiz. A Anderson, el espectador-cineasta, le urge soñar más hondo para volver a despertar.
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Si bien Wes Anderson aún conserva la excentricidad artística en El esquema fenicio, su fórmula parece adormilada y al filo de la reiteración.
No es mi intención menospreciar el resto de El esquema fenicio (The Phoenician Scheme, 2025), pero el momento que más me interesó fue la secuencia final de créditos. Además de mostrarnos quién interpretó a quién o acreditar al equipo de catering, como es de esperarse, la película reconoce sus influencias pictóricas y musicales: de la nada se aparece en la pantalla un Renoir, que abre paso a un buen número de piezas de artistas menos conocidos, como Riemenschneider y Raffel. También aparecen portadas de discos de Stravinsky, a quien se podría acreditar como el compositor de la película. Desde el comienzo, la música de su ballet Petrushka es utilizada por el director Wes Anderson para describir al protagonista, Zsa-zsa Korda (Benicio del Toro), como grandioso —megalómano, más bien—, aventurero y risible. Pareciera que El esquema fenicio brotó de Petrushka y de Renoir y de todo lo que hace de Anderson algo más importante que un cineasta: un espectador. Sentado en los hombros de gigantes, el director estadounidense ha dedicado los últimos años a retratarse no como omnipotencia de la ficción, sino como aprendiz y reproductor de colores, de ritmos, de composiciones, de signos.
En su película anterior, Asteroid City (2023), Scarlett Johansson tiene un parecido notable con Elizabeth Taylor y luego con Tippi Hedren; Adrien Brody, con Marlon Brando; Edward Norton, con Tennessee Williams, y el espacio, con los desiertos del Correcaminos y el Coyote de los Looney Tunes. Los personajes, sin embargo, no tienen del todo que ver con Taylor, Brando y Williams; no son realmente parodias, pero tampoco son un pastiche a la Quentin Tarantino, que parece obsesionado con demostrar cuánto sabe de cine sagrado (Jean-Luc Godard) y profano (Sonny Chiba). En una escena importante, un grupo de personajes de Asteroid City recita a coro: “No puedes despertar si no vas a dormir”. Anderson pareciera decirnos que ser espectador (de cine, de la televisión, de pinturas, de conciertos) es una forma de soñar que al despertar se revuelve con la identidad propia: si sus personajes de Asteroid City evocan a los actores, dramaturgos y las caricaturas de los años cincuenta a partir de similitudes tenues, es porque, insisto, Anderson se apropia de aquella iconografía: se confiesa como ladrón.
En nuestra cultura capitalista se cree que la imaginación tiene dueño y que un determinado compás no podría ser inherente al R&B o un homenaje respetuoso, sino que le pertenece al difunto Marvin Gaye y que fue robado por Robin Thicke. La verdad, sin embargo, es más enmarañada: los pintores italianos del renacimiento se entrenaban copiando a los maestros; los artistas de blues usan melodías recicladas con nuevos compases y letras; la originalidad no se puede forzar porque brota naturalmente de la excentricidad de un artista que, más por azar que por deseo, resulta hacer las cosas distinto, aunque luego hace de su estilo una norma. Es en los malentendidos respecto a estos hechos que hay a quien Anderson le parece no hacer más que copiar y repetirse pero, como lo demuestran los últimos párrafos, no hay sorpresa.

El esquema fenicio narra de manera más superficial que las grandes aventuras psicologistas de Anderson, ya sea Los excéntricos Tenenbaum (The Royal Tenenbaums, 2001) o La vida acuática con Steve Zissou (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004). En aquellas películas, los guiones adoptaban métodos del realismo clásico teatral para describir la personalidad de sus protagonistas —patriarcas, en ambos casos— y el efecto de su abandono y de sus intentos de acercarse otra vez a sus hijos. El esquema fenicio también se trata de un padre, el ya mencionado Korda, que se ha distraído de la vida familiar gracias a sus actividades como un empresario capaz de desequilibrar sistemas económicos enteros. Ahora, a punto de dar su mayor golpe mediante una serie de sociedades para crear varios proyectos de infraestructura en el país inventado de Fenicia, Korda desea hacerlo de la mano de su hija Liesl (Mia Threapleton), una monja a la que obliga a renunciar a sus votos para unirse en la aventura.
Te recomendamos leer: Todos los rostros de Tom Cruise
Anderson no narra esto con la escritura tragicómica —realista en la psicología, encaminada al final feliz después de la desgracia— de sus anteriores excursiones sobre la paternidad. ¿Ya después de La vida acuática qué podría añadir? En vez de eso, el director recurre a una estructura fársica en la que el chiste, el gag, es lo que ocupa toda su imaginación. La paternidad es una excusa para narrar algo y producir cierta identificación en los espectadores, pero lo que se impone es el formalismo que viene ocupando el interés de Anderson desde siempre, aunque se convirtió en el propósito mismo de hacer cine desde La isla de los perros (Dog Island, 2018). Por esta razón, la trama de El esquema fenicio es una serie de repeticiones: Korda conoce a un personaje del que quiere sacar algo (su hija y luego cada uno de sus socios), se grita con ellos en un gag recurrente y termina obteniendo más o menos lo que quiere. Este no es el imaginario de un narrador, sino de un arquitecto.
Volvemos, entonces, a la importancia de los créditos, pero esta vez los de apertura: El esquema fenicio abre con un vuelo desastroso de Korda y da luego paso a la primera secuencia que nos anuncia quién interpreta a quién —no hay mención todavía del catering—. La imagen es un plano cenital del baño de Korda, de color hueso con mosaicos grises, donde se ubican delicadamente dispuestas la tina, el lavabo, el inodoro y un grupo de trabajadoras domésticas vestidas de blanco. En la tina, llena de agua tenuemente azul, Korda está sumergido hasta el vientre, cubierto de algunos vendajes. La armonía del color, del movimiento, de los objetos en el espacio, es lo que preocupa a Anderson en este y en todos los demás planos, aunque la energía de la farsa obliga al montaje a cortar rápidamente cada imagen, que nos fulmina una y otra vez como una ráfaga. Los detalles apenas si se pueden apreciar, pero el balance es suficiente para una primera visita a la película, y nos invita a una segunda en casa, deteniendo cada imagen para ver cómo las pinturas de las que ha sido espectador han hecho de Anderson el tipo de cineasta que es.
La ligereza bien puede ser lo que más atraiga a muchos, pero el sentido del humor de Anderson obedece también a una sofisticada arquitectura visual. Por arruinar un solo gag, en una escena el asistente de Korda explota debido a un atentado en contra de su patrón: el equilibrio entre los elementos grotescos (una pared manchada de sangre, la violencia repentina) y de otros más ingenuos (sus piernas, que quedan intactas pero sin torso) crea una combinación macabramente humorística y peculiarmente cinematográfica: es el montaje y el plano lo que nos hacen reír. El teatro, la novela y otras formas de representación son incapaces de crear este sentido del humor, y ahí se afirma de nuevo la personalidad formalista de Anderson, pero esa misma virtud, ese exceso de preocupación con lo visual, es lo que comienza a hacer cada película menos sorprendente. No concedo el punto de los detractores que acusan la repetición (todos los artistas se reciclan a sí mismos), pero sí de quienes perciben simplismo.

En El esquema fenicio los personajes son más robóticos que de costumbre porque no hay un interés en observarlos más que como marionetas: Anderson ya es tan abstracto en sus intereses que los cuerpos bien podrían ser líneas, figuras, más que simulaciones de personas. En Asteroid City, la película más interesante, para mí, de este último periodo cada vez más radical, las ideas sobre el espectador, los imaginarios, la nostalgia y la creación la hicieron destacar. Sin embargo, en El esquema fenicio Anderson parece a punto de quedarse sin expresión y de hacer sofisticadas imágenes decorativas.
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Hay una diferencia entre el cine que encuentra una forma de hablar mediante la abstracción (la vanguardia), y otro que simplemente actúa desde un instinto de organización visual que no alcanza más que lo bonito (Tim Burton). Anderson nunca me pareció ser solamente esto último, como lo sugieren sus detractores, pero entre La crónica francesa (The French Dispatch of the Liberty, Kansas Evening Sun, 2021) y El esquema fenicio se empieza a dibujar un estancamiento. El quehacer por hacer podría orientar a Anderson en una dirección más simplista que cambie el sentido emocionante de sus influencias a la de, ahora sí, un copista. No se trata de abandonar su estilo —es imposible, además, porque fluye de un lugar inconsciente—, sino de nutrirlo con algo más que solo colores y líneas: con valores y pensamiento. La despolitización de La crónica francesa (se percibe el ambiente revolucionario de mayo del 68, pero queda en el fondo) y de El esquema fenicio (queda magnificado el ya magnífico empresario que apenas si concede el fin de la esclavitud y la hambruna) demuestran que la forma sin pensamiento es papel tapiz. A Anderson, el espectador-cineasta, le urge soñar más hondo para volver a despertar.
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No es mi intención menospreciar el resto de El esquema fenicio (The Phoenician Scheme, 2025), pero el momento que más me interesó fue la secuencia final de créditos. Además de mostrarnos quién interpretó a quién o acreditar al equipo de catering, como es de esperarse, la película reconoce sus influencias pictóricas y musicales: de la nada se aparece en la pantalla un Renoir, que abre paso a un buen número de piezas de artistas menos conocidos, como Riemenschneider y Raffel. También aparecen portadas de discos de Stravinsky, a quien se podría acreditar como el compositor de la película. Desde el comienzo, la música de su ballet Petrushka es utilizada por el director Wes Anderson para describir al protagonista, Zsa-zsa Korda (Benicio del Toro), como grandioso —megalómano, más bien—, aventurero y risible. Pareciera que El esquema fenicio brotó de Petrushka y de Renoir y de todo lo que hace de Anderson algo más importante que un cineasta: un espectador. Sentado en los hombros de gigantes, el director estadounidense ha dedicado los últimos años a retratarse no como omnipotencia de la ficción, sino como aprendiz y reproductor de colores, de ritmos, de composiciones, de signos.
En su película anterior, Asteroid City (2023), Scarlett Johansson tiene un parecido notable con Elizabeth Taylor y luego con Tippi Hedren; Adrien Brody, con Marlon Brando; Edward Norton, con Tennessee Williams, y el espacio, con los desiertos del Correcaminos y el Coyote de los Looney Tunes. Los personajes, sin embargo, no tienen del todo que ver con Taylor, Brando y Williams; no son realmente parodias, pero tampoco son un pastiche a la Quentin Tarantino, que parece obsesionado con demostrar cuánto sabe de cine sagrado (Jean-Luc Godard) y profano (Sonny Chiba). En una escena importante, un grupo de personajes de Asteroid City recita a coro: “No puedes despertar si no vas a dormir”. Anderson pareciera decirnos que ser espectador (de cine, de la televisión, de pinturas, de conciertos) es una forma de soñar que al despertar se revuelve con la identidad propia: si sus personajes de Asteroid City evocan a los actores, dramaturgos y las caricaturas de los años cincuenta a partir de similitudes tenues, es porque, insisto, Anderson se apropia de aquella iconografía: se confiesa como ladrón.
En nuestra cultura capitalista se cree que la imaginación tiene dueño y que un determinado compás no podría ser inherente al R&B o un homenaje respetuoso, sino que le pertenece al difunto Marvin Gaye y que fue robado por Robin Thicke. La verdad, sin embargo, es más enmarañada: los pintores italianos del renacimiento se entrenaban copiando a los maestros; los artistas de blues usan melodías recicladas con nuevos compases y letras; la originalidad no se puede forzar porque brota naturalmente de la excentricidad de un artista que, más por azar que por deseo, resulta hacer las cosas distinto, aunque luego hace de su estilo una norma. Es en los malentendidos respecto a estos hechos que hay a quien Anderson le parece no hacer más que copiar y repetirse pero, como lo demuestran los últimos párrafos, no hay sorpresa.

El esquema fenicio narra de manera más superficial que las grandes aventuras psicologistas de Anderson, ya sea Los excéntricos Tenenbaum (The Royal Tenenbaums, 2001) o La vida acuática con Steve Zissou (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004). En aquellas películas, los guiones adoptaban métodos del realismo clásico teatral para describir la personalidad de sus protagonistas —patriarcas, en ambos casos— y el efecto de su abandono y de sus intentos de acercarse otra vez a sus hijos. El esquema fenicio también se trata de un padre, el ya mencionado Korda, que se ha distraído de la vida familiar gracias a sus actividades como un empresario capaz de desequilibrar sistemas económicos enteros. Ahora, a punto de dar su mayor golpe mediante una serie de sociedades para crear varios proyectos de infraestructura en el país inventado de Fenicia, Korda desea hacerlo de la mano de su hija Liesl (Mia Threapleton), una monja a la que obliga a renunciar a sus votos para unirse en la aventura.
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Anderson no narra esto con la escritura tragicómica —realista en la psicología, encaminada al final feliz después de la desgracia— de sus anteriores excursiones sobre la paternidad. ¿Ya después de La vida acuática qué podría añadir? En vez de eso, el director recurre a una estructura fársica en la que el chiste, el gag, es lo que ocupa toda su imaginación. La paternidad es una excusa para narrar algo y producir cierta identificación en los espectadores, pero lo que se impone es el formalismo que viene ocupando el interés de Anderson desde siempre, aunque se convirtió en el propósito mismo de hacer cine desde La isla de los perros (Dog Island, 2018). Por esta razón, la trama de El esquema fenicio es una serie de repeticiones: Korda conoce a un personaje del que quiere sacar algo (su hija y luego cada uno de sus socios), se grita con ellos en un gag recurrente y termina obteniendo más o menos lo que quiere. Este no es el imaginario de un narrador, sino de un arquitecto.
Volvemos, entonces, a la importancia de los créditos, pero esta vez los de apertura: El esquema fenicio abre con un vuelo desastroso de Korda y da luego paso a la primera secuencia que nos anuncia quién interpreta a quién —no hay mención todavía del catering—. La imagen es un plano cenital del baño de Korda, de color hueso con mosaicos grises, donde se ubican delicadamente dispuestas la tina, el lavabo, el inodoro y un grupo de trabajadoras domésticas vestidas de blanco. En la tina, llena de agua tenuemente azul, Korda está sumergido hasta el vientre, cubierto de algunos vendajes. La armonía del color, del movimiento, de los objetos en el espacio, es lo que preocupa a Anderson en este y en todos los demás planos, aunque la energía de la farsa obliga al montaje a cortar rápidamente cada imagen, que nos fulmina una y otra vez como una ráfaga. Los detalles apenas si se pueden apreciar, pero el balance es suficiente para una primera visita a la película, y nos invita a una segunda en casa, deteniendo cada imagen para ver cómo las pinturas de las que ha sido espectador han hecho de Anderson el tipo de cineasta que es.
La ligereza bien puede ser lo que más atraiga a muchos, pero el sentido del humor de Anderson obedece también a una sofisticada arquitectura visual. Por arruinar un solo gag, en una escena el asistente de Korda explota debido a un atentado en contra de su patrón: el equilibrio entre los elementos grotescos (una pared manchada de sangre, la violencia repentina) y de otros más ingenuos (sus piernas, que quedan intactas pero sin torso) crea una combinación macabramente humorística y peculiarmente cinematográfica: es el montaje y el plano lo que nos hacen reír. El teatro, la novela y otras formas de representación son incapaces de crear este sentido del humor, y ahí se afirma de nuevo la personalidad formalista de Anderson, pero esa misma virtud, ese exceso de preocupación con lo visual, es lo que comienza a hacer cada película menos sorprendente. No concedo el punto de los detractores que acusan la repetición (todos los artistas se reciclan a sí mismos), pero sí de quienes perciben simplismo.

En El esquema fenicio los personajes son más robóticos que de costumbre porque no hay un interés en observarlos más que como marionetas: Anderson ya es tan abstracto en sus intereses que los cuerpos bien podrían ser líneas, figuras, más que simulaciones de personas. En Asteroid City, la película más interesante, para mí, de este último periodo cada vez más radical, las ideas sobre el espectador, los imaginarios, la nostalgia y la creación la hicieron destacar. Sin embargo, en El esquema fenicio Anderson parece a punto de quedarse sin expresión y de hacer sofisticadas imágenes decorativas.
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Hay una diferencia entre el cine que encuentra una forma de hablar mediante la abstracción (la vanguardia), y otro que simplemente actúa desde un instinto de organización visual que no alcanza más que lo bonito (Tim Burton). Anderson nunca me pareció ser solamente esto último, como lo sugieren sus detractores, pero entre La crónica francesa (The French Dispatch of the Liberty, Kansas Evening Sun, 2021) y El esquema fenicio se empieza a dibujar un estancamiento. El quehacer por hacer podría orientar a Anderson en una dirección más simplista que cambie el sentido emocionante de sus influencias a la de, ahora sí, un copista. No se trata de abandonar su estilo —es imposible, además, porque fluye de un lugar inconsciente—, sino de nutrirlo con algo más que solo colores y líneas: con valores y pensamiento. La despolitización de La crónica francesa (se percibe el ambiente revolucionario de mayo del 68, pero queda en el fondo) y de El esquema fenicio (queda magnificado el ya magnífico empresario que apenas si concede el fin de la esclavitud y la hambruna) demuestran que la forma sin pensamiento es papel tapiz. A Anderson, el espectador-cineasta, le urge soñar más hondo para volver a despertar.
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