El poeta dominicano Frank Báez hace una aproximación al Caribe. Durante un viaje a San Andrés, escribe de cómo aquellas islas diminutas suelen ser vistas —incluso entre caribeños— como réplicas de otras mayores, con pedazos de Cuba, Puerto Rico y hasta de Miami, en parte por el efecto de la industria turística. En este texto, Báez decide mirar los detalles de esta homogeneidad errónea.
Aunque el título de este texto puede sonar como una boutade, tristemente no lo es. Para comprobarlo tan sólo hay que acercarse a cualquier caribeño y preguntarle cuántas islas del Caribe ha visitado y, en el mejor de los casos, te va a dar referencias de dos o tres. De hecho, son pocos quienes han recorrido todo el conjunto de islas de este mar y de seguro lo han hecho a bordo de un crucero, mirando de lejos los pedacitos del jarrón roto que es nuestra región insular, como la describió Derek Walcott en su discurso de entrega del Nobel.
A veces resulta más sencillo y barato realizar un viaje a Europa o a Norteamérica que a uno de nuestros países vecinos. Casi siempre, para acceder a algunas de las islas del Caribe hay que hacer escalas en Panamá o en Miami. Esto le resulta absurdo a los extranjeros, quienes, motivados por las cortas distancias que muestran los mapas, se imaginan que es sencillo arribar al mediodía a Puerto Rico, al final de la tarde estar en Haití y a la mañana siguiente, en Cuba. Recuerdo el caso de una editora que me contactó para que hiciera un reportaje en las Islas Caimán. Al responderle haciendo una lista de los gastos que necesitaría para cubrir el viaje —el impuesto de la visa británica que es requerido y los costos del vuelo con escala en Miami y de los hoteles—, no volvió a contactarme. Por esa razón, estuve un poco escéptico cuando me invitaron a la FILSAI, la feria del libro que celebran cada año en la isla de San Andrés. A ver, esta isla caribeña pertenece a Colombia pese a encontrarse a 637 kilómetros de sus costas. Además, es una isla totalmente turística y tiene una extensión total de apenas veintiséis kilómetros cuadrados. Me preguntaba si quienes comprarían mis libros allá serían los turistas. Pero bueno, tan pronto me enviaron el boleto de avión y el programa del evento, olvidé eso y empecé a frotarme las manos pensando que con este viaje a San Andrés aumentaría mi excepcionalmente corta lista de islas del Caribe visitadas.
Viajé a finales de septiembre del 2019. Para llegar al “mar de los sietes colores” abordé un avión de Santo Domingo a Panamá y de ahí otro hasta el Aeropuerto Internacional Gustavo Rojas Pinilla. Sin embargo, al salir de éste tuve la sensación de que no me había movido de la República Dominicana: el clima, el caos vehicular y el tumbao de la gente al andar me recordaban a mi barrio. Es más, el taxista que me llevó hasta el hotel se parecía un montón a un tío mío. Pero al rato empecé a distinguir las diferencias entre parientes quizá lejanos. La primera la advertí cuando el taxista contestó el celular y empezó a hablar criollo sanandresano. Si bien en esta isla también se habla inglés, como herencia colonial, y español, por la influencia de Colombia y de Centroamérica, los nativos o raizales hablan su propia lengua, que tiene su base lexical en el inglés y se sirve de algunos elementos tomados del español y de algunos idiomas africanos, pero cuenta con su propia fonética. Ahora bien, por más atención que le presté al taxista, a ver si descubría los elementos del inglés o la pizca de español que tiene el creole, no entendí ni pío.
Tal como me explicaría después la escritora Cristina Bendek, el creole sanandresano lo hablan los raizales en su cotidianidad, pero para el comercio y el turismo son más usados el español, el inglés y también el árabe y el hebreo. Le pregunté a Cristina acerca de estos dos últimos idiomas y me comentó que los libaneses y los judíos son los comerciantes más prósperos de la isla. En realidad, no recuerdo haber oído nada parecido al hebreo durante mi estadía, pero sí vi una mezquita y escuché a unos cocineros árabes departiendo en árabe mientras yo me bajaba un falafel en una tienda del centro.
Con el estómago lleno y el gusto satisfecho, se les puede prestar atención a otros sentidos. Por las calles del centro oí, además de lenguas ajenas, los acordes de la salsa, la bachata y el merengue, supongo que como influencia de los colombianos continentales y los centroamericanos que han emigrado a la isla. Y, pese a que recorrí los alrededores en busca de reggae, calipso, góspel, soca o mento, con lo que me topé fue con reguetón y más reguetón, que, siendo justos, es lo que más se oye en todo el mundo. Por suerte, al finalizar los eventos literarios de la FILSAI 2019, se realizaban presentaciones en la Plazoleta de Morgan, donde pude apreciar el trabajo de los músicos locales que reinterpretaban y actualizaban los estilos musicales tradicionales. En el cierre del evento inaugural subieron a la tarima Hety y Zambo, un dúo que rapea en creole sanandresano. Las canciones que mezclaban bases de hip hop y acentos de dancehall pusieron a bailar a una multitud variopinta de nativos y turistas. Después, Cristina me presentó a Zambo, que además de rapero es activista y gestor cultural. Al preguntarle si cabía la posibilidad de que rapeara en otro idioma, me respondió que eso estaba fuera de discusión y que cuando el dúo se presentaba en el exterior siempre cargaba su idioma de contrabando.
Al enterarse de que venía de la República Dominicana, Zambo aprovechó para recomendarme el rondón. Ojo, esto no es un ritmo sino el plato típico más importante de este archipiélago. Se trata de un caldo a base de leche de coco con pimienta y albahaca, en el que se cocinan trozos de pescado blanco, caracol, yuca, ñame, rabo de cerdo, plátano y bolas de masa de trigo que llaman dumplings. La exuberancia y el barroquismo de este plato me remiten al sancocho dominicano de siete carnes, el plato insignia de nuestra gastronomía que, a diferencia del rondón, carece de mariscos. Ambos se caracterizan por ser platos festivos y por su alta carga calórica. Sobre esto último debo añadir que, cuando finalicé mi rondón, tuve que pedir un digestivo y dos cafés para no dormirme en el restaurante.
En cambio, el pescado Santa Catalina, que probé en La Regatta, uno de los mejores restaurantes de la isla, era bastante ligero. Para decirlo en términos poéticos, el rondón equivalía a una oda y el pescado Santa Catalina, a un soneto. Tras engullir este último volví a establecer analogías con la República Dominicana y me vino a la mente el pescado con coco de la provincia de Samaná, aunque en vez del pargo con que se prepara el pescado Santa Catalina, el de mi isla se prepara con chillo. Tal vez la semejanza de ambos platos está en el coco que, por cierto, me remite a los cocolos, que es como en mi país denominamos a los primeros esclavos libertos procedentes de los Estados Unidos.
De hecho, si alguna de nuestras regiones se parece a San Andrés es precisamente Samaná, pues no sólo las hermanan cierto tipo de belleza y la influencia de los esclavos libertos, sino también la arquitectura, caracterizada por las coloridas casitas de madera levantadas sobre pilotes y sus iglesias protestantes. Todo esto se puede apreciar en el interior de San Andrés, específicamente, en el barrio de La Loma, donde está bien conservada la primera iglesia bautista del Caribe, que data de 1847 y fue erigida con madera de pino traída del sur de los Estados Unidos. Dicha iglesia desempeñó un papel formativo en la cultura raizal, en la protección de la lengua autóctona y en la conservación de la historia migratoria.
Desde hace años la escritora sanandresana Hazel Robinson viene estudiando el pasado del archipiélago. En un conversatorio que se realizó en la Biblioteca del Banco de la República y en el que ambos participamos, se refirió a las relaciones afectuosas de los esclavos y señaló que lo máximo que se atrevían a hacer era estrecharse la mano. En cuanto a cómo pedían matrimonio, contó que el hombre escribía la propuesta en un papelito, se la entregaba a la muchacha en cuestión y ella respondía con otro. No eran libres ni para el amor, concluyó Hazel, y a mí se me erizaron los vellos pensando en ese pasado de servidumbre que aún persiste. Es obvio que la industria turística actual tiene algunos remanentes del sistema esclavista y colonialista.
Hoy en día los muchachos son desvergonzados, tal como presencié en el centro, y si alguno muestra timidez al estrecharle la mano a alguien es porque le ha entregado droga o algo ilícito. Tan sólo hay que pasearse de noche por las playas de Spratt Bight para confirmarlo. Fui en una ocasión con la intención de oír cómo la brisa marina les sacaba a las palmeras algunos acordes de “Take me back to my San Andrés”, esa canción que suena aquí y allá en toda caseta en que se agrupen turistas de la tercera edad, pero que por alguna razón acaba hechizando hasta al más ferviente seguidor de Daddy Yankee. En cambio, lo único que trajo la brisa aquella noche fue a una joven desesperada que no paraba de rondarme para ofrecerme sexo, drogas y reguetón a cambio de dinero.
Mientras el interior de San Andrés representa un pasado en cierta medida vivo, el centro, concentrado en la cabeza del hipocampo que es la silueta de la isla, con su reguetón y sus turistas, está fijo en el presente más cosmopolita. A mí me dio la impresión de que la zona está armada a partir de diferentes piezas del Caribe: el boulevard recuerda el Lincoln Road de Miami, la sobresaturación de ofertas en un espacio limitado es la misma que en Haití y el acoso a los turistas recuerda a República Dominicana o Cuba. Claro, la intención es atraer al turista y para eso hay que ofertarle una dosis de exotismo, pero bien medida y controlada.
Recuerdo que cada mañana, durante mi desayuno en el hotel, una familia paisa en la mesa contigua comentaba lo barato que les habían salido los perfumes, los whiskys y las prendas compradas en las tiendas. Recuerdo a un trío de barranquilleras que fueron a celebrar los nuevos implantes que se habían colocado. Recuerdo a un chileno que cortaba líneas de perico con la tarjeta de acceso del hotel y que, cuando intentó entrar a su habitación, ésta se le había desactivado. Recuerdo a un niño de cinco años fotografiando a su madre, que tenía un bikini diminuto y posaba con la intención aparente de conseguirle un padre lo más pronto posible. Recuerdo el ruido de los vehículos. No solamente de los turísticos, es decir, los carritos de golf, los four-wheels, las bicicletas, los buggies y las motos, sino también el de los carros de lujo, los camiones, los jeeps y las famosas chivas colombianas. Muchos de éstos eran conducidos por turistas bajo la influencia del alcohol, las drogas y el reguetón, lo que los volvía tan peligrosos y amenazantes como si fuesen boricuas o, peor aún, dominicanos.
Al principio, me dejaban indiferente, pero cuando supe que en esos días los cangrejos estaban desovando, temí que esos irresponsables conductores los aplastaran. Lo concerniente a los crustáceos me lo había contado mi anfitriona, la poeta María Matilde Rodríguez, luego de que yo viera avanzar una cuadrilla de cangrejos por la arena. También me explicó que en realidad eran cangrejas y que con sus huevos a cuesta bajan del monte, atraviesan la carretera y avanzan hasta la playa donde nacieron.
Más allá de esos cangrejos endémicos, de la música, del rondón o del criollo sanandresano que hablan los raizales —cuatro elementos que pueden identificarse como propios de la identidad de esa isla—, para un turista el Caribe es una imagen o un eslogan: el paisaje soleado de un mar color turquesa interminable, adornado por unos nativos bellos y dotados para el amor. Pero ese mismo prejuicio se puede extrapolar a otras regiones. Pienso en la poeta sami Inger Mari Aikio, que también fue invitada a la FILSAI. Residente en Pulmankijärvi, una región finlandesa donde las temperaturas suelen descender a menos de cincuenta grados bajo cero, Inger Mari no paraba de elogiar San Andrés. Dada su procedencia, yo pensaba que ante el clima soleado debía sentirse en el paraíso. En un momento le propuse en broma un intercambio: que se quedara aquí en el Caribe y que yo me fuera a su tierra. Fue toda una sorpresa oírla decir que extrañaría la belleza del ártico, aquellos paisajes nevados y blancos como una página sin llenar.
Entonces Inger Mari me preguntó si San Andrés se asemejaba a mi país. Le respondí con un orgullo ridículo que más bien era como una mini República Dominicana. Además, quise sonar ingenioso y le dije que, a semejanza de las muñecas rusas que se van destapando hasta hacerse más diminutas, las islas grandes del Caribe se van volviendo cada vez más chiquitas a medida que uno viaja de unas a otras. Pero ninguna de estas islas es réplica de la anterior y mi referencia surgió del mismo prejuicio que he estado atacando. Por eso —cuando se desconocen sus elementos— resulta peligroso hablar del Caribe como una totalidad. Ante el efecto homogeneizador de la industria turística contrapongamos lo particular, el detalle y la individualidad. Esto más o menos lo comprendí el día de mi partida; cuando el avión despegó, pegué la cara a la ventanilla y vi toda la silueta de San Andrés. Eso ahí debajo era un pedazo del Caribe que no era República Dominicana ni Puerto Rico ni Cuba, pero era igual de fascinante que sus hermanas mayores. Aunque más que hermanas o muñecas rusas, la metáfora más consistente es aquélla de Walcott: el Caribe es un jarrón roto y el pegamento con que podemos unir los pedazos es el amor.
Este texto es un fragmento del libro Lo que trajo el mar,
de Frank Báez. Bogotá: Laguna Libros, 2020.
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Serie fotográfica Portobelo, de Sandra Eleta. Cuando la autora llegó a Portobelo, Panamá, en los años setenta, empezó a fotografiar a las personas que resonaban más con ella. Como en una invitación a la danza, se encontraron en un mismo ritmo, una misma frecuencia. Así fueron apareciendo los protagonistas de esta historia. Josefa, la curandera; Palanca, que sólo encontraba consolación en los brazos de Ventura, su abuela; el claroscuro de Putulungo, el pulpero; Dulce, la niña con la fuerza y sabiduría de sus ancestros cimarrones; Catalina, la Reina de los Congos.