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La colección Gelman: el tesoro que México simplemente dejó ir

La colección Gelman: el tesoro que México simplemente dejó ir

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Cuando aún se podía ver a la mecenas a los ojos. Retrato de Natasha Gelman, de Diego Rivera (1943), expuesto en Poznan,Polonia, 2017. Hubo una época en que la colección Gelman viajó por el mundo (Colección Jacques y Natasha Gelman y Fundación Vergel; foto: Dawid Tatarkiewicz vía ZUMA Wire).
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Una pareja acaudalada que tenía un gusto visionario por el arte moderno y las destrezas sociales que podían financiarlo y sostenerlo; un oscuro curador estadounidense cuyas habilidades no eran menos y logró ganarse la confianza de la pareja; un enjambre de personajes menores que, entre la inmoralidad o la simple negligencia, provocaron que una de las colecciones de arte más espectaculares del siglo XX se perdiera en la bruma: esta historia lo tiene todo, incluido un quebranto al patrimonio artístico mexicano que quizá lamentaremos por décadas.

A finales de noviembre pasado, la noticia de la subasta en la casa Sotheby’s de Nueva York de varias obras de la codiciada colección Gelman se sintió como una bofetada. O más precisamente: se sintió como si, tras años de observar un caso en apariencia enquistado, los acontecimientos alrededor de él se aceleraran de súbito, tomando al observador con la guardia baja. A la observadora, quiero decir. Yo misma.

Las preguntas se empezaron a acumular: ¿Robert R. Littman, albacea, curador, responsable de la colección, se desprendía realmente de ella? La ausencia de su nombre y la mención de un anónimo “coleccionista de Monterrey” que la subastaba parecían dar la certeza de que no la vendía él. ¿Cuándo, entonces, se deshizo de ella? ¿Cómo lo hizo? ¿Así nomás? Y, desde luego: ¿qué estaban haciendo al respecto el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL) y la Secretaría de Cultura? Porque al menos dos obras de la lista que se difundió en los medios, Siqueiros por Siqueiros, de David Alfaro Siqueiros, y Caballos en el circo, de María Izquierdo, tienen declaratoria de patrimonio nacional.

A lo largo de 25 años trabajé en las páginas de Cultura de la revista Proceso. En buena parte de ese tiempo seguí lo que estaba sucediendo con ese acervo privado, uno que representa de una forma muy particular, valiosa, la historia del arte (la historia, punto) en la primera mitad del siglo XX.

De los pasajes que pude conocer sobre el caso, uno siempre me provocó particular malestar. Hacia finales de 2008, Littman debió enfrentar en tribunales mexicanos al abogado Enrique Fuentes Olvera y a Mario Arturo Moreno Ivanova, hijo de Mario Moreno, Cantinflas. Varios de los expertos con los que conversé coincidieron en algo: era preferible que el curador neoyorquino conservara el legado, para garantizar su permanencia en México. Hoy pienso: ¿por qué ese afán?

No creo que se tratara de una fe ciega en las “bondades” de los mecenas, sponsors o multimillonarios, a quienes crear fundaciones culturales o colecciones de arte para “compartir” con el público por medio de exposiciones temporales les reditúa monetariamente y en prestigio. Raquel Tibol, crítica de arte, resumió la postura en una de sus columnas en Proceso, justo cuando 100 obras de maestros europeos que formaban parte de la colección del matrimonio de Jacques y Natasha Gelman fueron entregadas al Museo Metropolitano de Nueva York (The Met): “Natasha viuda de Gelman no opina, como Lila Acheson Wallace [famosa filántropa estadounidense, fundadora del Reader’s Digest], que los generadores del dinero que le permitió dedicarse al costoso hobby del coleccionismo tienen un cierto derecho moral a compartir los grandiosos beneficios de la plusvalía. El egoísmo de los ricos tiene razones que la cultura de los muchos no comprende”.

“Natasha viuda de Gelman no opina, como Lila Acheson Wallace, que los generadores del dinero que le permitió dedicarse al costoso hobby del coleccionismo tienen un cierto derecho moral a compartir los grandiosos beneficios de la plusvalía. El egoísmo de los ricos tiene razones que la cultura de los muchos no comprende”.

Pude conocer tal colección de obras europeas en el Met en diciembre de 2008. Hasta hoy permanece ahí, sin sobresaltos, en las galerías 904 a 907 —distinguidas con el nombre del matrimonio Gelman—, con obras de Francis Bacon, Pierre Bonnard, Georges Braque, Fernand Léger, Salvador Dalí, Jean Dubuffet, Paul Klee, Henri Matisse, Joan Miró, Juan Gris y Pablo Picasso, por mencionar solo a algunos maestros.

La noticia de la desintegración del conjunto de obras mexicanas, entonces, fue la prolongación de ese malestar un tanto incierto. Si Littman se había afanado en que se entregaran al Met las obras de maestros europeos, ¿por qué se desentendía del compromiso de exhibir íntegra la “parte mexicana” en nuestro país y de cumplir con las leyes nacionales? Era su obligación, y así lo había reconocido él mismo ante varios medios de comunicación a mediados de 1998, cuando dio a conocer que había sido nombrado albacea del acervo. Y si bien las argucias legales pueden tomar caminos intrincados (el cumplimiento de testamentos del orden privado, lo sabemos, se complica a la menor provocación), de cualquier forma tenía el deber moral de respetarla última voluntad de Natasha Gelman.

Give me a break!”, tal vez diría hoy Littman, si le interesara hablar. Algo similar me respondió en 2004, cuando le pregunté si pediría apoyo de alguna institución pública para que la colección permaneciera en México: “¿Puede el Gobierno prometer para más de un sexenio?”. La promesa del albacea no llegó ni a cinco años.

Inicialmente, para cumplir con las disposiciones testamentarias, el curador neoyorquino creó en 1999, en Nueva York, la Fundación Vergel. Se llamó así porque los Gelman vivían en Cuernavaca, Morelos, en el número 25 de la calle Vergel, en el fraccionamiento Palmas-Chipitlán.

Además de las responsabilidades como albacea, Littman debía seguir las disposiciones legales de protección a los bienes culturales de México, como la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos (que data de 1972), pues las obras de Frida Kahlo, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y María Izquierdo están declaradas patrimonio artístico. Tal estatus no significa que no puedan ser propiedad privada o pasar de un dueño a otro, pero deben permanecer dentro del país.

Give me a break!”, tal vez diría hoy Littman, si le interesara hablar. Algo similar me respondió en 2004, cuando le pregunté si pediría apoyo de alguna institución pública para que la colección permaneciera en México: “¿Puede el Gobierno prometer para más de un sexenio?”. La promesa del albacea no llegó ni a cinco años.

El propio albacea la ha calificado como la segunda colección de arte mexicano más importante del mundo —después de la de Dolores Olmedo—, por la cantidad de obras de Kahlo y Rivera que integra. Por su parte, Ana Garduño, historiadora de arte estudiosa del coleccionismo, considera que el conjunto es destacable por ser “muy vistoso y colorido […], da una idea alegre y optimista del arte mexicano”, y aporta una mirada distinta a la predominante en torno a Kahlo, que, como sabemos, pintó reiteradamente su sufrimiento vital.

Lo que sigue es una inmersión en la historia, en los recuerdos, en los archivos de Proceso y en la abundante documentación que a lo largo de décadas se ha generado en torno a la colección Gelman. Aspiramos a reconstruir el laberinto de la disputa inusitada y explicar por qué su desintegración es una pérdida enorme para México.

En la colección “semilla” se contaban, a inicios de este siglo, 15 obras de Frida Kahlo (foto: Dawid Tatarkiewicz vía ZUMA Wire).

El arte de la amistad y demás truculencias

La historia de la colección Gelman se remonta a los años cincuenta del siglo pasado, y en ella figura un desfile de personajes que no solo involucra a sus creadores, el millonario empresario y productor cinematográfico Jacques Gelman y su esposa Natalia Zahalka Krawak (Natasha Gelman). Aparecen Cantinflas, el mayor cómico mexicano, y su hijo Moreno Ivanova; el muralista Diego Rivera, amigo del matrimonio; el artista oaxaqueño Rufino Tamayo; el empresario Emilio Azcárraga Milmo, el Tigre, quien fue propietario de Televisa, y funcionarios públicos de distinta índole y época.

Y en la historia tiene su lugar, por supuesto, Robert Roos Littman —Bob, entre sus allegados—, el hombre que antes de llegar a nuestro país fue director de la Galería de Arte y Centro de Estudios Grey de la Universidad de Nueva York, donde a mediados de los ochenta montó la célebre exposición “Picasso: The Last Years, 1963–1973”. También hay que considerar a su esposo, Sully Bonnelly, diseñador de modas estadounidense nacido en República Dominicana; su boda en enero de 2012 fue destacada en las páginas sociales de The New York Times.

El curador neoyorquino supo granjearse el aprecio y la confianza, seguro hasta el cariño, de Natasha Gelman, fallecida en Cuernavaca el 2 de mayo de 1998. El Diario Judío y la revista Fortuna, entre otros medios, publicaron que tanto el FBI como la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal investigaban un supuesto fraude, dado que la viuda, quien se acercaba a su novena década de vida, tenía su salud física y mental cada vez más deteriorada, y que de ello se aprovechó Littman para resultar beneficiado en el testamento. Padecía alzhéimer, adujo en tribunales Moreno Ivanova.

Nada de ese final brumoso podía adivinarse en la época en que la pareja de coleccionistas arribó a México, cada uno por su parte, para más tarde unir sus vidas, luego de que el empresario se enamorara de ella casi al conocerla. Jacques Gelman nació el 1 de noviembre de 1909, en San Petersburgo, Rusia, en el seno de una familia de terratenientes dedicada a la explotación de la madera. Se ha dicho que no venía necesariamente a “hacer la América”, pues provenía de buena familia. Sus padres lo enviaron a Europa Occidental y en su paso por París trabajó en la distribuidora cinematográfica Pathé Films. Llegó a México en 1938.

Los antecedentes de Natasha Zahalka guardan mayor enigma. Nació en Moravia, en lo que hoy es la República Checa, en 1912. Se casaron en México en 1941 y, debido a la Segunda Guerra Mundial, decidieron no volver a Europa. Ese mismo año, en un espectáculo en el Teatro Follies Bergere, cerca de la Plaza Garibaldi, Jacques descubrió a Cantinflas. Se propuso producir la primera película del cómico genial, y para ello creó la compañía Posa Films, en sociedad con el actor Santiago Reachi. Y así nació Ni sangre ni arena. Produjeron 39 en total, dirigidas por Alejandro Galindo.

El movimiento clave: Gelman decidió invertir el 35% de sus rendimientos en la formación de tres colecciones de arte: una de maestros europeos, otra de arte mexicano (que se inició con el retrato de Natasha realizado en 1943 por Diego Rivera) y una más de piezas de arte precolombino, “de la cual —reflexiona el investigador, ensayista y crítico de arte Luis Ignacio Sáinz en entrevista— prácticamente no se habla”.

A partir de allí, ¿qué pasa? ¿Intriga, melodrama, suspenso, thriller? ¿Cómo podríamos inscribir la trama sobre la colección Gelman? Seguramente no en el tipo de comedias de Cantinflas. Cualquier relato se antoja tremebundo, rodeado de circunstancias insólitas, muchas incógnitas, contradicciones entre una versión (publicada o no) y otra y demasiados cabos sin atar. Algunos de sus participantes (protagonistas o los que desempeñaron un rol mínimo) han muerto. Por su papel y triste destino, sobresale Armando Gálvez Pérez Aragón, notario que dio fe del testamento de Natasha, quien fue asesinado a tiros en las calles de la Ciudad de México, el 14 de marzo de 2013. Otros —como el propio Robert R. Littman— se han alejado por completo de la vida pública o mantienen un perfil bajo. Diría que su técnica pictórica preferida es el sfumato.

La historia ha navegado lo mismo por las secciones culturales de diarios y revistas que por las de asuntos judicialesy nota roja, pasando por las de espectáculos y farándula, para estacionarse en las páginas rosas, de la alta sociedad, las del corazón, las pasarelas y la moda. Acaso la vida de los Gelman tuvo un movimiento similar cuando sus negocios estaban en apogeo y viajaban sin límites de sus casas en la Ciudad de México a la de Nueva York o a Cuernavaca, con todo y sus valiosas obras de arte. Se daban el lujo de comer viendo un desnudo de Bonnard o tal vez meditar ante un Picasso o un Rivera. Por descontado, sus residencias fueron escenario de reuniones y fiestas para sus amigos, artistas, empresarios y políticos nacionales e internacionales, que comenzaron a alejarse “cuando Natasha empezó a perder la memoria progresivamente”, según relató Lucero, exesposa del cineasta Alberto Isaac, a Proceso, luego de la muerte de la viuda de Gelman.

Las sedas y los encajes, los vestidos largos, los peinados, los esmóquines, las sonrisas, los bailes en las fotos históricas muestran a la pareja Gelman y a sus amigos felices, regocijados. Los retratos que diferentes artistas le hicieron a Natasha son elocuentes al mostrarla con vestidos de fiesta, peinados altos y enjoyada. Toda proporción guardada, sería fácil imaginar ahora algo parecido en la vida de Robert R. Littman. Las escasas fotografías que, a fuerza de hurgar, aparecen en la web lo muestran en alguna que otra reunión o cena de lujo en Nueva York, en viajes a las pirámides de Giza o en Venecia. Más allá de esas estampas y alguna entrevista que dio a medios, se sabe poco de él.

La novia asustada al ver la vida abierta (1939), de Frida Kahlo.

La colección ha despertado las más altas y bajas pasiones: desde la apreciación del arte por el arte hasta la no ilegal pero siempre cuestionada instrumentalización como negocio; desde la subasta en Sotheby’s —una simple inversión recuperable a futuro— hasta la ambición pura, la envidia, los pleitos y los procesos judiciales en pos de su apropiación. Cuando la señora Gelman falleció, la colección estaba valuada en 300 millones de dólares.

El sueño de tenerla, aunque fuese temporalmente, cruzó fronteras. Museos de diferentes países, como el Reina Sofía de España, la Fundación Proa en Argentina y el Palacio Imperial en Brasil, por mencionar solo algunos, pagaron alto el precio por el goce de exhibirla en sus salas. ¿Cuánto? Se desconoce. Pero podemos hacer cálculos. En El Universal leemos que el Gobierno español hizo un contrato por 6.5 millones de euros anuales (cerca de 139 millones de pesos mexicanos) por tener 330 obras europeas de la colección Carmen Thyssen, frente a la cual la Gelman no desmerece. Otra referencia: la renta de la colección Dolores Olmedo Patiño al Parque Aztlán en Chapultepec, Ciudad de México, se acerca a los 450 000 dólares anuales, y se incluyen las obras de Frida Kahlo y Diego Rivera, además de piezas prehispánicas.

La semilla de la colección de arte mexicano de los Gelman estaba conformada por 95 piezas (más o menos, según la fuente que se consulte) de 18 artistas. Para 2003 contaba ya con 279 obras: 15 de Kahlo, 10 de Rivera, seis de Rufino Tamayo, seis de Carlos Mérida, cuatro de Siqueiros y dos de José Clemente Orozco. De Gunther Gerzso eran 38. También tenía piezas de Francisco Toledo, Juan Soriano y Ángel Zárraga. Con lo ganado por la renta de la colección, se adquirieron obras de Nahúm B. Zenil, Gabriel Orozco, Jan Hendrix, Betsabeé Romero, Thomas Glassford, Francis Alÿs, Sergio Hernández, Silvia Gruner, Stefan Brüggemann, Santiago Sierra, Héctor García, Graciela Iturbide, Magali Lara, Gerardo Suter y Cisco Jiménez, con el criterio de Littman. Cuando en 2023 se exhibió parte del conjunto en la ciudad de Adelaida, Australia, su curadora, Magda Carranza, dijo a un medio local que la colección contaba entonces con 400 piezas.

En la sección “Días modernos” de la subasta de Sotheby’s de noviembre pasado se ofrecieron 30 obras de los lotes 511 a 542. Se debe precisar que solo 12 de ellas fueron adquiridas por el matrimonio Gelman, incluido el Siqueiros declarado monumento. Dos más son adquisiciones de Natasha (cuando Littman la asesoraba) y son de Soriano. Las 16 restantes las compró la Fundación Vergel, presidida por el curador, tras la muerte de Natasha. Se encuentra ahí la pieza de María Izquierdo considerada patrimonio nacional, tres obras gráficas de Kahlo y una de Diego Rivera. Estas últimas pertenecían de tiempo atrás, según la ficha de la casa subastadora, a colecciones estadounidenses, a las cuales compró Littman, por lo cual pueden permanecer en el extranjero. Por lo demás, se subastó obra de Leonora Carrington, Gerzso, Tamayo, Carlos Orozco Romero, Mérida, Sergio Hernández, Wolfgang Paalen, Miguel Covarrubias, Emilio Baz Viaud, Mathias Goeritz y Zárraga.

La semilla de la colección de arte mexicano de los Gelman estaba conformada por 95 piezas (más o menos, según la fuente que se consulte) de 18 artistas. Para 2003 contaba ya con 279 obras: 15 de Kahlo, 10 de Rivera, seis de Rufino Tamayo, seis de Carlos Mérida, cuatro de Siqueiros y dos de José Clemente Orozco. De Gunther Gerzso eran 38. También tenía piezas de Francisco Toledo, Juan Soriano y Ángel Zárraga.

Teatro de reputaciones

En abril de 2004, pude ver en exhibición la colección Gelman en Cuernavaca, Morelos. Incluso dialogué con Robert R. Littman, en mi recuerdo, un hombre de cabello rizado, ojos claros, labios delgados y nariz afilada. Fue amable, aunque sus respuestas, en un español más que correcto, pero con acento, eran breves. El encuentro fue días antes de la apertura del Centro Cultural Muros, construido por la sociedad creada entre la empresa transnacional Costco Comercial Mexicana (CM). Tenía meses reporteando la escandalosa demolición del legendario hotel Casino de la Selva por parte de dichas compañías, que construyeron ahí un mall.

Organizados en el Frente Cívico Pro Defensa del Casino de la Selva, un grupo de ciudadanos, entre otros, el cineasta Óscar Menéndez, el fallecido activista y crítico de arte Rafael Ladaga y el poeta Javier Sicilia, denunció la destrucción no solo del patrimonio arquitectónico, que incluía un paraboloide hiperbólico del arquitecto español Félix Candela, sino también la de los murales de los artistas José Reyes Meza, Jorge Flores, Josep Renau y Francisco Icaza, que formaban parte del acervo artístico del antiguo casino. La empresa esgrimía que, al tomar posesión del sitio, un notario dio fe del estado de avanzada destrucción en el que se encontraban el inmueble y sus murales. Para Sicilia era un crimen cultural.

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Seguí el conflicto durante algunos meses. En agosto de 2003 dio un giro sorpresivo cuando la dupla Costco-CM anunció la creación del Centro Cultural Muros, para albergar los restos de los murales restaurados por el Centro Nacional de Conservación y Registro del Patrimonio Artístico Mueble del INBAL. Como la “cereza de los malls” se exhibiría la colección Gelman. Los miembros del Frente Cívico consideraron que la empresa estadounidense buscaba “lavar su reputación”.

Lo cierto es que la noticia sobre el nuevo espacio para tan valiosa colección modificó el curso de la cobertura del conflicto. El tema se colocó en el centro. Poco conocía yo sobre ella, sus orígenes y los personajes vinculados con su atesoramiento y cuidado. Armando Ponce, editor de la sección Cultura en Proceso, me sugirió recurrir en primera instancia al archivo de la revista, hasta hoy dirigido por Rogelio Flores. El propio Armando me contaba apasionado lo que sabía de memoria, remontándose al tiempo en el que Littman, contratado por Televisa, llegó a México a mediados de los ochenta del siglo pasado para dirigir el hoy llamado Museo Tamayo Arte Contemporáneo.

Antes de ese acontecimiento, Littman intentó entrar en contacto con los Gelman desde 1981, ya que planeaba una exposición de Frida Kahlo en la Galería de Arte Grey de Nueva York. Primero les escribió una carta, “pero su abogado los protegía demasiado y no logré librar la barrera” contó a la reportera de Proceso Ana Cecilia Terrazas en una entrevista publicada el 6 de julio de 1988.

Intentó otra vía: contactó a Alberto Raurell, segundo director del Tamayo (luego de Fernando Gamboa). Jacques Gelman “estaba en el Consejo del museo, quiso averiguar sobre mí y conocerme. Después los conocí a los dos y me prestaron las obras que necesitábamos. Posteriormente fui consejero del Museo Tamayo”, dijo Littman en esa entrevista. Ya para entonces, hacia 1983, el curador estadounidense deseaba montar la exposición “El Gran Tea-tro de David Hockney”, pero no hallaba un espacio lo suficientemente grande en Nueva York. Pensó en el Tamayo, pero Hockney y el curador Martin Friedman, del Walker Art Center de Mineápolis, expresaron sus reservas sobre México (exageradas, me atrevo a decir): “Oh, México... Se van a robar las cosas, vamos a tener terremotos”.

En su libro El Tigre. Emilio Azcárraga y su imperio Televisa, Claudia Fernández y Andrew Paxman recuerdan que Rufino Tamayo deseó por años tener un lugar propio para sus obras. El entonces presidente José López Portillo “quiso complacerlo. El Grupo Alfa y Televisa aportaron el dinero para la construcción del inmueble y el gobierno donó el terreno en el Bosque de Chapultepec”. Gelman y Azcárraga eran amigos. El primero asesoraba al dueño de Televisa y a su esposa Paula Cussi en la adquisición de arte; resultaba casi natural que tuviera cierta injerencia en el Tamayo: recomendó a Pierre Schneider, corresponsal de la revista francesa L’Express, y a Bill Lieberman, director del Museo de Arte Moderno de Nueva York, para la supervisión en la instalación de la colección Tamayo. Y recomendó como director al estadounidense de origen cubano Alberto Raurell.

¡Littman, a escena!

A mediados de 1983 la suerte comenzó a cambiar para Litt-man. Pasaría de buscar un espacio a dirigirlo. Logró un acuerdo para montar la exposición de Hockney a principios de 1984 en el Tamayo, “era el espacio perfecto”, y tendría la publicidad de Televisa.

El 29 de junio de 1983, Raurell fue asesinado por resistirse a un asalto dentro de un restaurante de Polanco. La tragedia, que pudo arruinar los planes de la muestra de Hockney, terminó por beneficiar a Littman. En El Tigre… se resume que se necesitaba urgentemente una exposición ya montada. Televisa pidió a Dolores Olmedo Patiño el préstamo de algunas obras de Diego Rivera, pero Tamayo se opuso. Entonces, Azcárraga pidió a Littman ocupar el puesto de Raurell, y la primera propuesta del nuevo director fue, claro, Hockney: “Littman aceptó la oferta de Emilio y a partir de 1984, tomó el mando del Tamayo y se vino a vivir en México. Pero Tamayo reaccionó en contra de Littman criticándolo ante los periodistas por su homosexualidad”.

Tamayo, sigue la narración del libro, se quejaba de los artistas elegidos por el curador neoyorquino; quería un museo para él y sus amigos, y chocó con los objetivos de Televisa. Era 1986 y el Mundial de Futbol en México se acercaba. El artista oaxaqueño jugó bien su balón y, aprovechando la presencia de la prensa internacional, amenazó con ponerse en huelga de hambre si no cumplían sus peticiones. Fue enfático en que había donado su colección de 300 obras pictóricas y escultóricas de artistas de diversos países, valuada en más de 10 millones de dólares, al pueblo de México, no a la familia Azcárraga.

Paisaje con cactus (1931), de Diego Rivera.

Ningún presidente (para entonces era Miguel de la Madrid) y mucho menos un funcionario menor permitiría que la máxima gloria viviente de la pintura mexicana arriesgara así su salud: “¡Tamayo en huelga de hambre! ¿Te imaginas?”,subrayó Armando Ponce al narrarme el suceso. Finalmente, el 23 de mayo de 1986 Televisa anunció su retiro del Museo Tamayo, que se incorporó a la red de museos del INBAL. El hecho volvió a jugar a favor de Littman.

Pasado el Mundial del Futbol, Azcárraga decidió convertir en galería de arte el centro internacional de prensa que se levantó para el torneo, localizado en Campos Elíseos y Jorge Eliot, en Polanco, Ciudad de México. El 30 de octubre de 1986 se inauguró ahí el flamante Centro Cultural Arte Contemporáneo (CCAC). Se ha reconocido como su auténtica promotora a Paula Cussi, de quien Littman ya era asesor en arte.

Como titular del nuevo espacio de arte privado, el curador organizó exitosas exposiciones, a las que no faltó el apoyo publicitario de la televisora: Alexander Calder, Roy Lichtenstein, Salvador Dalí, Marc Chagall, Alberto Giacometti, Edvard Munch, Paul Klee, María Izquierdo, Bartolomé Esteban Murillo, El Greco... La gente acudía en masa, aunque económicamente no redituaba a sus dueños, según se consignó en la prensa de entonces.

La muerte de Raurell no sería la única tragedia que de-terminaría el rumbo en la vida de Littman. Entre su salida del Tamayo y su ascenso a la dirección del CCAC falleció Jacques Gelman, el 22 de julio de 1986, y su viuda asumió la responsabilidad de la colección.

La considerada colección “semilla”, es decir, los cerca de 100 cuadros primigenios, fue adquirida por Jacques, de acuerdo con sus gustos. Mantenía buenas relaciones y amistad con muchos de los artistas, a quienes encargaba, por ejemplo, los retratos de su esposa o determinadas piezas con características especiales. Se sabe que Orozco se negó rotundamente a cumplirle el gusto de retratar a Natasha y, no obstante, le compró piezas.

En una comida en casa de la pintora Ilse Gradwohl, Gunther Gerzso contó a Luis Ignacio Sáinz una anécdota, que me confió en entrevista. Un día le llegó una carta desde Nueva York, en la que Jacques Gelman le pedía un cuadro de determinadas dimensiones, y le envió un trozo de alfombra roja para indicar el color y tono deseado. El pintor de ascendencia húngara “se sintió prostituido” y pensó: “Yo a este pinche viejo no le voy a pintar nada”. Pero siguió leyendo y al llegar a la parte en la que estipulaba el precio, resultaba un dineral. Y terminó diciendo que pintaría lo que quisiera. Jacques llegó a tener alrededor de 40 cuadros de Gerzso, varios, sí, en color rojo, y al final fueron grandes amigos.

A su vez, Miriam Kaiser, investigadora, curadora y exdirectora del Museo del Palacio de Bellas Artes, rememora en entrevista que conoció al empresario ruso desde niña, porque era amigo de sus padres. Ella entró a trabajar muy joven a la Galería de Arte Mexicano de Inés Amor, donde estuvo por 10 años. El matrimonio solía ir, pero jamás los llamó por sus nombres, “siempre fueron para mí el señor y la señora Gelman”.

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Ya trabajando en el sector público, cuando el INBAL requería en préstamo algunas de sus obras, Kaiser misma iba a su casa en Las Lomas, Ciudad de México. Le gustaba revisarlas y seleccionarlas personalmente, supervisar su embalaje y traslado. Jacques solía decirle que no le prestaba a Bellas Artes, sino a ella. Entonces la curadora le reviraba: “No, a mí no, señor Gelman”. Y él le decía: “Pero tú las vas a cuidar”. Él fijaba el monto de los seguros. Ella le pedía que le invitara un cafecito para platicar no solo de anécdotas: “Yo aprendía mucho de su amistad enorme con el señor Gerzso, con Diego Rivera, con el maestro Tamayo, fue amigo de todos ellos porque, aunque fue gente de cine, tenía mucha relación con los artistas [plásticos]”.

El señor Gelman falleció en Houston. A partir de ese momento, Littman apuntaló su presencia con su esposa. Se trasladó de inmediato hasta aquella ciudad: “Cuando murió Jacques en [19]86 fui con ellos a Houston, me encargué de los funerales. Ya éramos amigos desde antes, pero como yo estaba aquí y ellos no tenían parientes, sentía mi responsabilidad el ayudarlos”, dijo el curador a Proceso el 6 de julio de 1998.

Además de enfrentar la pérdida, Natasha, como hemos dicho, se quedó con la responsabilidad de la colección, peroLittman siguió asesorándola. Kaiser evoca que entre ambos había muy buena relación. En 1992, seis años después de la muerte de su esposo, Natasha presta, por primera vez en su historia, el acervo completo para su exhibición en el CCAC, y ahí permanece hasta septiembre de 1998, luego de que Televisa anunciara el cierre definitivo de ese espacio cultural.

A la distancia queda claro que el fallecimiento de Natasha Gelman llevó a Littman al pináculo de su vida y trayectoria. Y marcó el destino de la colección de arte mexicano. Se habló de que Jacques habría dispuesto en su testamento que el conjunto pasara a manos de la Fundación Cultural Televisa, pero la viuda decidió no hacerlo. Por el contrario, ella comenzó a distanciarse de Azcárraga; le pareció impertinente que él llegara a preguntarle si ya tenía dispuesto qué pasaría con las obras cuando muriera. Le irritaba porque “se sentía sana, joven, atlética”, y consideraba a las obras como los hijos que no tuvo, contó Lucero Isaac a Proceso, tras la muerte de Natasha.

Littman explicó en su momento que, además del testamento en el que lo nombró albacea de las obras mexicanas, existía otro para la colección europea. Le sorprendía la insistencia de la reportera Terrazas de Proceso, que quería saber cuándo se haría público el documento: “¿Eso pasa normalmente? ¿Por qué? No estoy diciendo mentiras. No es People magazine […]. Sobre las cosas importantes de los Gelman, que son las colecciones, la gente ya sabe qué pasó. La colección de la Escuela de París se va al Museo Metropolitano de Nueva York; la colección de pintura mexicana es mi responsabilidad y preocupación, para asegurarme de que no se separe, de que quede en México. Todo lo que indique la ley mexicana se seguirá”.

El inminente desalojo de la colección Gelman del CCAC era preocupación generalizada, y su futuro mantenía en alerta a la prensa y al medio cultural. Littman repetía ante la prensa que cumpliría con las premisas del testamento, que contemplaban su exhibición en una instancia privada, para dar cuenta del gusto del matrimonio Gelman por el arte y su tiempo en México. Tanta insistencia resulta sospechosa, hoy podría decirse.

Y llegan las querellas

So pretexto de buscar financiar la conservación e incrementar el acervo, el legado no se estableció en México. Viajó, como ya mencioné, por diversas ciudades, hasta que Littman aceptó el ofrecimiento de regresarlo a Cuernavaca, al Centro Cultural Muros, en los terrenos del derruido Casino de la Selva.

Mediante un cuestionario por correo electrónico, la agencia de comunicación FleishmanHillard, representada entonces por Horacio Loyo, me informó en 2003 que Costco-CM acordó con la Fundación Vergel crear la Fundación Parque Morelos, A. C., con el fin de operar el centro. Unos días después, en un recorrido para prensa, antes de la apertura y con la colección ya montada, Littman me contó que Gerardo Estrada, exdirector del INBAL (1992–2000) y de Asuntos Culturales de la Secretaría de Relaciones Exteriores, era una suerte de “padrino”, pues lo presentó con los dueños de las empresas.

Si entonces no me pareció tan raro, hoy, a la luz de las entrevistas que el exfuncionario ha dado a diversos medios, me pregunto por qué Estrada. En mi conversación con Sáinz también se desliza la cuestión: “¿A cuento de qué?”, se pregunta. Porque, además, como director de Bellas Artes no logró conseguir la colección Gelman para un recinto público. A finales de los noventa, el Museo Nacional de Arte, como parte del Proyecto Munal 2000, le diseñaba un espacio exclusivo a la colección, y se pensó, a la manera del Met, que la sala llevara los nombres de Jacques y Natasha Gelman. Antes de la apertura de Muros, el sociólogo me dijo en entrevista telefónica que lo habló con el albacea, pero él le mostró el testamento, y ahí se indicaba que la colección debía quedarse, en efecto, en México, pero en un museo privado. “Esa era una limitación legal”, enfatizó.

Tal cual: el curador y albacea prefirió los 7 000 metros cuadrados del Centro Cultural Muros, diseñado por los arquitectos Francisco Guzmán y Alejandro Bernardi, construido en vecindad con el enorme mall de más de 70 000 metros cuadrados y marcado por la huella de la destrucción de un antiguo símbolo cultural morelense: el Casino de la Selva. Hoy, el inmueble es sede de Papalote Museo del Niño.

En opinión de Sáinz, Rafael Tovar y de Teresa, entonces presidente del desaparecido Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (hoy Secretaría de Cultura), nunca tomó las medidas para proteger ese acervo. Falleció en diciembre de 2016.

En su columna del 20 de noviembre de 2024 en El Universal, Adriana Malvido fue contundente: desde que Natasha Gelman firmó su testamento en 1993, el Gobierno mexicano tuvo décadas para “negociar la permanencia del legado en nuestro país, ofrecer garantías de conservación en un espacio seguro, diseñar un plan de divulgación y acceso al público, idear cómo y con quiénes lograr un proyecto sostenible. Pero las políticas públicas a largo plazo no existen y ni los gobiernos panistas, priistas o morenistas tuvieron la sensibilidad para valorar una colección como esta”.

A toro pasado y como si no hubiera sido funcionario público, Estrada declaró al periódico Reforma el 18 de noviembre pasado que el Gobierno “desdeñó adquirir el acervo Gelman”. Afirmó que Littman pidió 200 millones de dólares para venderlo al Estado (dos terceras partes de su valor, si recordamos que originalmente estaba valuado en 300 millones de dólares), pero “el Gobierno nunca ha querido destinar nada para la compra de esa colección, y creo que es una decisión equivocada”.

Ana Garduño, investigadora del coleccionismo en México y estudiosa de acervos como los de Álvar Carrillo Gil y Marte R. Gómez, me comenta que uno de los problemas del Gobierno es la falta de una política de adquisiciones. Cuando se le presentan ofertas como las de estos dos coleccionistas ilustres, quienes finalmente casi donaron su legado a museos públicos, los avalúos son a “precios muy castigados”.

El convenio entre la Fundación Vergel y la Fundación Parque Morelos preveía la exhibición de la colección Gelman completa, durante unos 15 años. Todo parecía marchar bien; incluso Littman rechazó la solicitud de la Tate Gallery de Londres para montar una exposición sobre Frida Kahlo. Como se ve, los augurios iniciales para el Centro Cultural Muros eran buenos.

Pero no sobrevivió ni un lustro. En noviembre de 2008 la zozobra se tendió sobre la colección, cuando Littman fue demandado en tribunales con el fin de inhabilitarlo como albacea. El curador temió ser despojado y retiró presto la colección, suspendiendo cualquier exhibición aquí y en el extranjero.

A 10 años de la muerte de la señora Gelman, el abogado Francisco Enrique Fuentes Olvera, hijo del controvertido litigante Enrique Fuentes León (quien había sido sentenciado a cinco años de prisión por el presunto secuestro de la bailarina y coreógrafa Nellie Campobello), reclamó ser nombrado único y universal heredero de la sucesión intestamentaria de los bienes de Natasha. El pleito había iniciado en realidad en noviembre de 2006, pero Littman no fue notificado sino hasta dos años después. Relaté en 2008 que un año antes, mientras se celebraba el centenario del natalicio de Frida Kahlo en el Palacio Bellas Artes, con la exposición “Frida Kahlo. 1907–2007”, el curador estadounidense se enteró de que una juez ordenó el aseguramiento de las obras prestadas al INBAL.

La colección de arte mexicano de los Gelman es (¿era?)tan extensa y coherente que habitualmente era utilizadacomo base de guiones museográficos sobre la vida en el Méxicoposrevolucionario, como en esta exposición en el Centro CulturalZamek en Polonia.

Y es que al abrirse el testamento público de Natalia (Natasha) Zahalka Krawak, viuda de Gelman, ante el notario público 103 de la Ciudad de México, Armando Gálvez Pérez Aragón, resultó que no había un heredero universal. Lo que se estipulaba era la entrega de tres legados: 25% de la venta de uno de sus inmuebles para cada uno de los asistentes personales de la viuda —chofer y mucama—, quienes aceptaron una cantidad en efectivo para no tener que esperar a dicha venta. A Littman se le legó el acervo de 95 obras de arte mexicano, con la obligatoriedad de conservarla íntegra y exhibirla en un museo privado. Asimismo, el 100% de otra propiedad y 50% de la que se repartía con los asistentes personales se destinarían para la conservación y el mantenimiento de la obra. El tercer tanto eran 10 000 dólares para Mario Sebastián Krawak, hermano de Natasha.

El albacea cumplió lo dispuesto en cuanto a los dos primeros tantos, pero argumentó no haber encontrado al hermano. Curiosamente, su nombre fue localizado en el directorio telefónico por Fuentes Olvera, quien le ofreció no 10 000, sino 20 000 dólares por la cesión de sus derechos hereditarios. Sebastián falleció al poco tiempo y fue cuando Fuentes Olvera demandó ser reconocido como heredero universal intestamentario y albacea de la viuda de Gelman. Pidió, asimismo, la remoción de Littman.

Fuentes Olvera parecía ganar el primer round cuando la Tercera Sala Familiar y la jueza 21º Familiar, Celia Carmen Santos Herrera, ambas del Tribunal Superior de Justicia del entonces Distrito Federal, le concedieron todo al abogado Fuentes y se le declaró cesionario de Mario Sebastián Krawak —único y universal heredero de la sucesión intestamentaria de bienes—, y fue designado albacea.

Claro, Littman no había llegado hasta donde se encontraba como para dejarse ganar así. Al menos ya tenía resguardada la colección en un lugar secreto. Su defensa interpuso diversos amparos y refutó que Fuentes Olvera no podía ser albacea, pues, aunque quisieran removerlo a él, tendrían que ser reconocidas como albaceas sustitutas la abogada Janet C. Neschis y la jueza Marylin Gelfand Bloom de Diamond, consejeras de la Gelman Foundation, quienes habían sido designadas por Natasha en su testamento, el cual, según Littman, no se había anulado en ningún momento. Finalmente lograron revertir la sentencia.

Pero aún no se tecleaba el punto final. Cuando todo parecía resuelto en favor de Littman, el hijo de Cantinflas, Mario Arturo Moreno Ivanova, apareció para reclamarse heredero. Alegaba que los Gelman habían sido sus padrinos y siempre lo quisieron como a un hijo, y acusó a Littman, con supuestos dictámenes médicos, de haberse aprovechado de que Natasha padecía alzhéimer antes de morir. La Procuraduría de la Ciudad de México, entonces a cargo de Miguel Ángel Mancera, concluyó que Moreno Ivanova había presentado documentos falsos.

La prensa consignó que Moreno Ivanova no pudo demandar a Littman en Nueva York, a pesar de que su procedimiento jurídico rocambolesco incluía la colección de arte europeo donada al Met, la cual, alegaba, había sido adquirida en un dólar, hecho que le parecía fraudulento. Y no pudo hacerlo porque contaba con órdenes de aprehensión en su contra en Estados Unidos. Moreno Ivanova falleció el 15 de mayo de 2017 a los 57 años, sin ver un centavo de dólar. De cualquier forma, en 2008 se dio a conocer la prescripción de los supuestos delitos de que se acusaba al curador neoyorquino.

Reconocido finalmente como legítimo albacea, Robert R. Littman se alzaba nuevamente con la colección. Sin certeza de lo que motivaba en el trasfondo al abogado Fuentes Olvera o a Moreno Ivanova, se sabía que de haber ganado en sus juicios no habrían estado obligados a cumplir los mandatos de Natasha Gelman: mantener unida la colección y exhibirla en México, como Littman lo había hecho en Cuernavaca. Bien podrían haberla disgregado cuadro por cuadro. “Se perdería así un legado que estaba a la mano del público mexicano”, escribí entonces.

Pero las noticias trágicas no dejaban de enturbiar la colección Gelman. La tarde del 13 de marzo de 2013, el notario Gálvez Pérez Aragón, responsable en 1998 de la adjudicación de los bienes de Natasha Gelman a Littman, fue asesinado luego de salir de un banco en Polanco, en la esquina de avenida Presidente Masaryk y Molière, cuando viajaba en su camioneta del lado del copiloto. Las autoridades presumieron que fue víctima de un ataque directo.

Algunas notas lo vincularon con el otorgamiento de permisos a edificaciones ilícitas, pero la mayoría de los medios destacaron su relación con presuntos fraudes en la cesión de obras de arte de pintores como Picasso, Miró, Braque, Gris, Mondrian, entre otros. En la investigación, se dijo, estaban involucrados Mario Moreno Ivanova y funcionarios estadounidenses. Se referían, pues, a la colección de maestros europeos de la Gelman.

En El Universal, el 14 de marzo de 2013, se consignaron declaraciones del procurador general de Justicia del DF, Rodolfo Ríos Garza, quien detalló que el notario “estuvo vinculado a la acusación de administración fraudulenta por un caso investigado por la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, que data de 2008, sobre la colección que recopiló el matrimonio Gelman, y que contiene 95 obras de artistas mexicanos, entre los que están Frida Kahlo, Diego Rivera, Rufino Tamayo, David Alfaro Siqueiros, Francisco Toledo y Juan Soriano”. El denunciante, añadió la reportera Claudia Bolaños, es el abogado Francisco Fuentes Olvera, quien exige los derechos del acervo.

Días de baile y arte. Él, ruso de San Petersburgo,llegó a México ya con patrimonio y conocimiento de la industriacinematográfica; ella, de Moravia, también de buena familia.Se conocieron y casaron en México en 1941. Buena parte de sufortuna la invirtieron en crear tres colecciones de arte, de lasmás espectaculares del mundo (Cortesía).

El ganón

Al final, Littman y la Fundación Vergel siguieron en posesión del acervo mexicano, que continuó viajando por el mundo, en lugares como la Galería de Arte de Nueva Gales del Sur, en Sídney, Australia (2016) o el Frist Art Museum, de Nashville, Tennessee, Estados Unidos (2019). En este último país visitó desde 2019 diferentes ciudades, entre ellas Raleigh, en Carolina del Norte, y West Palm Beach, en Florida. De mayo a octubre de 2021 se presentó en el Museo de Arte Moderno Cobra, en Países Bajos. Luego, de febrero a junio de 2023 estuvo en el Centro Cultural San Gaetano en Padua, Italia.

El último registro que encontré fue la exposición “Frida Kahlo-Diego Rivera: amor y revolución”, con más de 150 objetos, entre fotografías, obras y una colección de trajes de tehuana. Se pudo ver del 24 de junio al 17 de septiembre de 2023 en Adelaida, Australia, ciudad número 70 en acoger la muestra, según declaró la curadora Tansy Curtin.

Qué suerte tiene el público en el extranjero: el acervo no se ha mostrado aquí en años. Es decir, sigue sin cumplirse la voluntad testamentaria de Natasha Gelman de mantenerlo unido y exhibido en un espacio privado, pero en México. ¿Qué se puede hacer? ¿Hay alguna disposición legal que obligue al albacea a respetar lo que, según él mismo, contiene el testamento, del cual es beneficiario? Máxime si en la lista están las obras declaradas patrimonio.

El especialista en legislación cultural Bolfy Cottom me explica que una disposición como tal no existe, pues los derechos de sucesión testamentaria corresponden al ámbito privado y dependen estrictamente de la buena voluntad de los particulares. Sin embargo, señala que el INBA sí está obligado a dar seguimiento al acervo, a tener mayor transparencia en su actuación y a advertir a los propietarios de obras patrimoniales sobre sus obligaciones. Asimismo, debe monitorear periódicamente el estado y la ubicación de los bienes, sencillamente porque son del interés del Estado. Si bien Cottom celebra que el instituto lograra detener la subasta del cuadro de María Izquierdo, lamenta que se llegara al punto de desconocer qué tan desbalagado está el conjunto artístico atesorado por los Gelman.

Los propietarios de obras declaradas patrimonio de México están obligados a cumplir con normas, como la prohibición de exportarlas definitivamente. Es decir, deben permanecer en nuestro país, aunque cambien de propietario. Es un aspecto cuestionado recientemente por Juan Rafael Coronel Rivera, nieto de Diego Rivera, quien declaró a la reportera Niza Rivera de Proceso que el cuadro de Siqueiros, vendido en 72 000 dólares, con la advertencia de ser entregado en México, debió alcanzar precios mucho más altos, pero nadie se arriesga a adquirir un bien si no puede llevarlo adonde desee.

Es un viejo debate, y Cottom hace notar que el fin de la Ley de Patrimonio es proteger bienes arqueológicos, históricos y, en este caso, artísticos de “interés nacional”. Se ha dicho que la ley no tiene los “dientes” o “armas” suficientes para proteger en casos como el de la subasta, por tratarse de una propiedad particular. No obstante, el especialista contraargumenta que la ley protege, pero requiere de otros elementos para que sea eficaz, como una autoridad clara y preparada para actuar con los procedimientos establecidos, recursos económicos y personal.

Hay sanciones administrativas y penales, establecidas en el artículo 53 de la ley, que dice: “Al que por cualquier medio pretenda sacar o saque del país un monumento arqueológico, artístico o histórico, sin permiso del Instituto competente [en este caso el INBAL], se le impondrá prisión de cinco a 12 años y de 3 000 a 5 000 días multa”.

¿Y ahora qué?

La subasta en Nueva York sacó a la luz 30 piezas de la colección Gelman, pero ¿dónde está el resto? Parece que volvemos a los inciertos días de 2008, cuando las obras fueron sacadas del Centro Cultural Muros para ser escondidas y desde entonces no volvieron a mostrarse.

Ana Garduño me confía que en los círculos de coleccionistas y galerías corren versiones en el sentido de que un coleccionista regiomontano adquirió la colección, y en algún momento se dará a conocer y se anunciará su sede definitiva. Le pregunto si es el mismo que subastó las obras de Sotheby’s. Al parecer, responde, son dos coleccionistas distintos, pero uno de ellos sí desea conservar sus obras.

Menos optimista, Bolfy Cottom expresa preocupación por la falta de información pública sobre el paradero de las obras no subastadas; teme la disgregación del acervo. Lamenta que el INBAL no hubiese actuado antes, sino hasta que se aireó en medios la subasta.

Sáinz, quien ha escrito varios textos para los catálogos de la casa Morton Subastas, cree posible que las obras subastadas en noviembre sean apenas un asomo de lo que realmente se ha vendido fuera de subasta pública, como se acostumbra en muchas subastadoras. Son comunes, asímismo, los tratos de coleccionista a coleccionista, o con un intermediario que ofrece al demandante lo que el vendedor está ofreciendo.

No obstante, me parece inaudito, aunque no imposible, que Littman se hubiera desprendido del conjunto de obras de Frida Kahlo, del cual se sentía tan orgulloso. No solo él: su esposo Sully Bonnelly mostró su satisfacción por poseer juntos el acervo y haberlo enriquecido con la colección de trajes de tehuana que evocan la vestimenta que luce Frida en algunos autorretratos. ¿Pasó el entusiasmo? Hace mucho tiempo que habló de ello.

Sáinz, quien ha escrito varios textos para los catálogos de la casa Morton Subastas, cree posible que las obras subastadas en noviembre sean apenas un asomo de lo que realmente se ha vendido fuera de subasta pública, como se acostumbra en muchas subastadoras.

El 29 de septiembre de 2021 el diario New Jersey Hispano publicó una entrevista en la que Bonnelly declara que él y Littman poseen “una colección que pertenece a nuestra Fundación Vergel, realmente le pertenece al legado de México, y viaja porque hay que verla, el mundo quiere verla”. Añade el medio que la colección es itinerante, y que cuando las obras no se exhiben son preservadas en México. ¿Dónde exactamente? No lo revela.

De Littman, ahora de 84 años, poco puede leerse ya, aunque Bonnelly suele publicar en sus redes sociales, hablando de su producción creativa, y en diciembre pasado celebrando su cumpleaños 68. No aparece junto a él Robert Littman, pero no es difícil imaginarlo detrás de la lente que capta sonriente al diseñador.

Su Fundación Vergel no cuenta con sitio web. En el sitio CauseIQ1, dedicado a recopilar y vender información sobre asociaciones sin fines de lucro, de recaudación de fondos y semejantes, aparecen como últimos movimientos fiscales los realizados en 2022, con ingresos totales de 742 055 dólares; gastos totales por 578 484 dólares, y activos, 6 466 659 dólares. Declara no tener empleados, y cita a Littman, presidente, con una compensación de 200 000 dólares, y a Bonnelly, director, con 100 000 dólares. Su abogado John B.Koegel es tesorero, pero no reporta ingresos.

¿Había necesidad de vender la colección? El círculo parece cerrarse en el mismo punto, y sin respuestas. El público mexicano puede ver en televisión abierta las películas de Cantinflas, pero no sabemos si algún día volverá a mostrarse la colección Gelman, que marcó profundamente la cultura de México.

Recuerdo una frase con la cual Sáinz inicia su ensayo “Salmo de David y teatralidad del poder”, en su libro Ensayos en espiral, publicado el año pasado: “La ambición carece de palabra y la muerte es una moneda de uso corriente en los tiempos del Renacimiento”.

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1. Se puede revisar en esta liga: https://www.causeiq.com/organizations/vergel-foundation,134027930/

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La colección Gelman: el tesoro que México simplemente dejó ir

La colección Gelman: el tesoro que México simplemente dejó ir

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Una pareja acaudalada que tenía un gusto visionario por el arte moderno y las destrezas sociales que podían financiarlo y sostenerlo; un oscuro curador estadounidense cuyas habilidades no eran menos y logró ganarse la confianza de la pareja; un enjambre de personajes menores que, entre la inmoralidad o la simple negligencia, provocaron que una de las colecciones de arte más espectaculares del siglo XX se perdiera en la bruma: esta historia lo tiene todo, incluido un quebranto al patrimonio artístico mexicano que quizá lamentaremos por décadas.

A finales de noviembre pasado, la noticia de la subasta en la casa Sotheby’s de Nueva York de varias obras de la codiciada colección Gelman se sintió como una bofetada. O más precisamente: se sintió como si, tras años de observar un caso en apariencia enquistado, los acontecimientos alrededor de él se aceleraran de súbito, tomando al observador con la guardia baja. A la observadora, quiero decir. Yo misma.

Las preguntas se empezaron a acumular: ¿Robert R. Littman, albacea, curador, responsable de la colección, se desprendía realmente de ella? La ausencia de su nombre y la mención de un anónimo “coleccionista de Monterrey” que la subastaba parecían dar la certeza de que no la vendía él. ¿Cuándo, entonces, se deshizo de ella? ¿Cómo lo hizo? ¿Así nomás? Y, desde luego: ¿qué estaban haciendo al respecto el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL) y la Secretaría de Cultura? Porque al menos dos obras de la lista que se difundió en los medios, Siqueiros por Siqueiros, de David Alfaro Siqueiros, y Caballos en el circo, de María Izquierdo, tienen declaratoria de patrimonio nacional.

A lo largo de 25 años trabajé en las páginas de Cultura de la revista Proceso. En buena parte de ese tiempo seguí lo que estaba sucediendo con ese acervo privado, uno que representa de una forma muy particular, valiosa, la historia del arte (la historia, punto) en la primera mitad del siglo XX.

De los pasajes que pude conocer sobre el caso, uno siempre me provocó particular malestar. Hacia finales de 2008, Littman debió enfrentar en tribunales mexicanos al abogado Enrique Fuentes Olvera y a Mario Arturo Moreno Ivanova, hijo de Mario Moreno, Cantinflas. Varios de los expertos con los que conversé coincidieron en algo: era preferible que el curador neoyorquino conservara el legado, para garantizar su permanencia en México. Hoy pienso: ¿por qué ese afán?

No creo que se tratara de una fe ciega en las “bondades” de los mecenas, sponsors o multimillonarios, a quienes crear fundaciones culturales o colecciones de arte para “compartir” con el público por medio de exposiciones temporales les reditúa monetariamente y en prestigio. Raquel Tibol, crítica de arte, resumió la postura en una de sus columnas en Proceso, justo cuando 100 obras de maestros europeos que formaban parte de la colección del matrimonio de Jacques y Natasha Gelman fueron entregadas al Museo Metropolitano de Nueva York (The Met): “Natasha viuda de Gelman no opina, como Lila Acheson Wallace [famosa filántropa estadounidense, fundadora del Reader’s Digest], que los generadores del dinero que le permitió dedicarse al costoso hobby del coleccionismo tienen un cierto derecho moral a compartir los grandiosos beneficios de la plusvalía. El egoísmo de los ricos tiene razones que la cultura de los muchos no comprende”.

“Natasha viuda de Gelman no opina, como Lila Acheson Wallace, que los generadores del dinero que le permitió dedicarse al costoso hobby del coleccionismo tienen un cierto derecho moral a compartir los grandiosos beneficios de la plusvalía. El egoísmo de los ricos tiene razones que la cultura de los muchos no comprende”.

Pude conocer tal colección de obras europeas en el Met en diciembre de 2008. Hasta hoy permanece ahí, sin sobresaltos, en las galerías 904 a 907 —distinguidas con el nombre del matrimonio Gelman—, con obras de Francis Bacon, Pierre Bonnard, Georges Braque, Fernand Léger, Salvador Dalí, Jean Dubuffet, Paul Klee, Henri Matisse, Joan Miró, Juan Gris y Pablo Picasso, por mencionar solo a algunos maestros.

La noticia de la desintegración del conjunto de obras mexicanas, entonces, fue la prolongación de ese malestar un tanto incierto. Si Littman se había afanado en que se entregaran al Met las obras de maestros europeos, ¿por qué se desentendía del compromiso de exhibir íntegra la “parte mexicana” en nuestro país y de cumplir con las leyes nacionales? Era su obligación, y así lo había reconocido él mismo ante varios medios de comunicación a mediados de 1998, cuando dio a conocer que había sido nombrado albacea del acervo. Y si bien las argucias legales pueden tomar caminos intrincados (el cumplimiento de testamentos del orden privado, lo sabemos, se complica a la menor provocación), de cualquier forma tenía el deber moral de respetarla última voluntad de Natasha Gelman.

Give me a break!”, tal vez diría hoy Littman, si le interesara hablar. Algo similar me respondió en 2004, cuando le pregunté si pediría apoyo de alguna institución pública para que la colección permaneciera en México: “¿Puede el Gobierno prometer para más de un sexenio?”. La promesa del albacea no llegó ni a cinco años.

Inicialmente, para cumplir con las disposiciones testamentarias, el curador neoyorquino creó en 1999, en Nueva York, la Fundación Vergel. Se llamó así porque los Gelman vivían en Cuernavaca, Morelos, en el número 25 de la calle Vergel, en el fraccionamiento Palmas-Chipitlán.

Además de las responsabilidades como albacea, Littman debía seguir las disposiciones legales de protección a los bienes culturales de México, como la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos (que data de 1972), pues las obras de Frida Kahlo, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y María Izquierdo están declaradas patrimonio artístico. Tal estatus no significa que no puedan ser propiedad privada o pasar de un dueño a otro, pero deben permanecer dentro del país.

Give me a break!”, tal vez diría hoy Littman, si le interesara hablar. Algo similar me respondió en 2004, cuando le pregunté si pediría apoyo de alguna institución pública para que la colección permaneciera en México: “¿Puede el Gobierno prometer para más de un sexenio?”. La promesa del albacea no llegó ni a cinco años.

El propio albacea la ha calificado como la segunda colección de arte mexicano más importante del mundo —después de la de Dolores Olmedo—, por la cantidad de obras de Kahlo y Rivera que integra. Por su parte, Ana Garduño, historiadora de arte estudiosa del coleccionismo, considera que el conjunto es destacable por ser “muy vistoso y colorido […], da una idea alegre y optimista del arte mexicano”, y aporta una mirada distinta a la predominante en torno a Kahlo, que, como sabemos, pintó reiteradamente su sufrimiento vital.

Lo que sigue es una inmersión en la historia, en los recuerdos, en los archivos de Proceso y en la abundante documentación que a lo largo de décadas se ha generado en torno a la colección Gelman. Aspiramos a reconstruir el laberinto de la disputa inusitada y explicar por qué su desintegración es una pérdida enorme para México.

En la colección “semilla” se contaban, a inicios de este siglo, 15 obras de Frida Kahlo (foto: Dawid Tatarkiewicz vía ZUMA Wire).

El arte de la amistad y demás truculencias

La historia de la colección Gelman se remonta a los años cincuenta del siglo pasado, y en ella figura un desfile de personajes que no solo involucra a sus creadores, el millonario empresario y productor cinematográfico Jacques Gelman y su esposa Natalia Zahalka Krawak (Natasha Gelman). Aparecen Cantinflas, el mayor cómico mexicano, y su hijo Moreno Ivanova; el muralista Diego Rivera, amigo del matrimonio; el artista oaxaqueño Rufino Tamayo; el empresario Emilio Azcárraga Milmo, el Tigre, quien fue propietario de Televisa, y funcionarios públicos de distinta índole y época.

Y en la historia tiene su lugar, por supuesto, Robert Roos Littman —Bob, entre sus allegados—, el hombre que antes de llegar a nuestro país fue director de la Galería de Arte y Centro de Estudios Grey de la Universidad de Nueva York, donde a mediados de los ochenta montó la célebre exposición “Picasso: The Last Years, 1963–1973”. También hay que considerar a su esposo, Sully Bonnelly, diseñador de modas estadounidense nacido en República Dominicana; su boda en enero de 2012 fue destacada en las páginas sociales de The New York Times.

El curador neoyorquino supo granjearse el aprecio y la confianza, seguro hasta el cariño, de Natasha Gelman, fallecida en Cuernavaca el 2 de mayo de 1998. El Diario Judío y la revista Fortuna, entre otros medios, publicaron que tanto el FBI como la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal investigaban un supuesto fraude, dado que la viuda, quien se acercaba a su novena década de vida, tenía su salud física y mental cada vez más deteriorada, y que de ello se aprovechó Littman para resultar beneficiado en el testamento. Padecía alzhéimer, adujo en tribunales Moreno Ivanova.

Nada de ese final brumoso podía adivinarse en la época en que la pareja de coleccionistas arribó a México, cada uno por su parte, para más tarde unir sus vidas, luego de que el empresario se enamorara de ella casi al conocerla. Jacques Gelman nació el 1 de noviembre de 1909, en San Petersburgo, Rusia, en el seno de una familia de terratenientes dedicada a la explotación de la madera. Se ha dicho que no venía necesariamente a “hacer la América”, pues provenía de buena familia. Sus padres lo enviaron a Europa Occidental y en su paso por París trabajó en la distribuidora cinematográfica Pathé Films. Llegó a México en 1938.

Los antecedentes de Natasha Zahalka guardan mayor enigma. Nació en Moravia, en lo que hoy es la República Checa, en 1912. Se casaron en México en 1941 y, debido a la Segunda Guerra Mundial, decidieron no volver a Europa. Ese mismo año, en un espectáculo en el Teatro Follies Bergere, cerca de la Plaza Garibaldi, Jacques descubrió a Cantinflas. Se propuso producir la primera película del cómico genial, y para ello creó la compañía Posa Films, en sociedad con el actor Santiago Reachi. Y así nació Ni sangre ni arena. Produjeron 39 en total, dirigidas por Alejandro Galindo.

El movimiento clave: Gelman decidió invertir el 35% de sus rendimientos en la formación de tres colecciones de arte: una de maestros europeos, otra de arte mexicano (que se inició con el retrato de Natasha realizado en 1943 por Diego Rivera) y una más de piezas de arte precolombino, “de la cual —reflexiona el investigador, ensayista y crítico de arte Luis Ignacio Sáinz en entrevista— prácticamente no se habla”.

A partir de allí, ¿qué pasa? ¿Intriga, melodrama, suspenso, thriller? ¿Cómo podríamos inscribir la trama sobre la colección Gelman? Seguramente no en el tipo de comedias de Cantinflas. Cualquier relato se antoja tremebundo, rodeado de circunstancias insólitas, muchas incógnitas, contradicciones entre una versión (publicada o no) y otra y demasiados cabos sin atar. Algunos de sus participantes (protagonistas o los que desempeñaron un rol mínimo) han muerto. Por su papel y triste destino, sobresale Armando Gálvez Pérez Aragón, notario que dio fe del testamento de Natasha, quien fue asesinado a tiros en las calles de la Ciudad de México, el 14 de marzo de 2013. Otros —como el propio Robert R. Littman— se han alejado por completo de la vida pública o mantienen un perfil bajo. Diría que su técnica pictórica preferida es el sfumato.

La historia ha navegado lo mismo por las secciones culturales de diarios y revistas que por las de asuntos judicialesy nota roja, pasando por las de espectáculos y farándula, para estacionarse en las páginas rosas, de la alta sociedad, las del corazón, las pasarelas y la moda. Acaso la vida de los Gelman tuvo un movimiento similar cuando sus negocios estaban en apogeo y viajaban sin límites de sus casas en la Ciudad de México a la de Nueva York o a Cuernavaca, con todo y sus valiosas obras de arte. Se daban el lujo de comer viendo un desnudo de Bonnard o tal vez meditar ante un Picasso o un Rivera. Por descontado, sus residencias fueron escenario de reuniones y fiestas para sus amigos, artistas, empresarios y políticos nacionales e internacionales, que comenzaron a alejarse “cuando Natasha empezó a perder la memoria progresivamente”, según relató Lucero, exesposa del cineasta Alberto Isaac, a Proceso, luego de la muerte de la viuda de Gelman.

Las sedas y los encajes, los vestidos largos, los peinados, los esmóquines, las sonrisas, los bailes en las fotos históricas muestran a la pareja Gelman y a sus amigos felices, regocijados. Los retratos que diferentes artistas le hicieron a Natasha son elocuentes al mostrarla con vestidos de fiesta, peinados altos y enjoyada. Toda proporción guardada, sería fácil imaginar ahora algo parecido en la vida de Robert R. Littman. Las escasas fotografías que, a fuerza de hurgar, aparecen en la web lo muestran en alguna que otra reunión o cena de lujo en Nueva York, en viajes a las pirámides de Giza o en Venecia. Más allá de esas estampas y alguna entrevista que dio a medios, se sabe poco de él.

La novia asustada al ver la vida abierta (1939), de Frida Kahlo.

La colección ha despertado las más altas y bajas pasiones: desde la apreciación del arte por el arte hasta la no ilegal pero siempre cuestionada instrumentalización como negocio; desde la subasta en Sotheby’s —una simple inversión recuperable a futuro— hasta la ambición pura, la envidia, los pleitos y los procesos judiciales en pos de su apropiación. Cuando la señora Gelman falleció, la colección estaba valuada en 300 millones de dólares.

El sueño de tenerla, aunque fuese temporalmente, cruzó fronteras. Museos de diferentes países, como el Reina Sofía de España, la Fundación Proa en Argentina y el Palacio Imperial en Brasil, por mencionar solo algunos, pagaron alto el precio por el goce de exhibirla en sus salas. ¿Cuánto? Se desconoce. Pero podemos hacer cálculos. En El Universal leemos que el Gobierno español hizo un contrato por 6.5 millones de euros anuales (cerca de 139 millones de pesos mexicanos) por tener 330 obras europeas de la colección Carmen Thyssen, frente a la cual la Gelman no desmerece. Otra referencia: la renta de la colección Dolores Olmedo Patiño al Parque Aztlán en Chapultepec, Ciudad de México, se acerca a los 450 000 dólares anuales, y se incluyen las obras de Frida Kahlo y Diego Rivera, además de piezas prehispánicas.

La semilla de la colección de arte mexicano de los Gelman estaba conformada por 95 piezas (más o menos, según la fuente que se consulte) de 18 artistas. Para 2003 contaba ya con 279 obras: 15 de Kahlo, 10 de Rivera, seis de Rufino Tamayo, seis de Carlos Mérida, cuatro de Siqueiros y dos de José Clemente Orozco. De Gunther Gerzso eran 38. También tenía piezas de Francisco Toledo, Juan Soriano y Ángel Zárraga. Con lo ganado por la renta de la colección, se adquirieron obras de Nahúm B. Zenil, Gabriel Orozco, Jan Hendrix, Betsabeé Romero, Thomas Glassford, Francis Alÿs, Sergio Hernández, Silvia Gruner, Stefan Brüggemann, Santiago Sierra, Héctor García, Graciela Iturbide, Magali Lara, Gerardo Suter y Cisco Jiménez, con el criterio de Littman. Cuando en 2023 se exhibió parte del conjunto en la ciudad de Adelaida, Australia, su curadora, Magda Carranza, dijo a un medio local que la colección contaba entonces con 400 piezas.

En la sección “Días modernos” de la subasta de Sotheby’s de noviembre pasado se ofrecieron 30 obras de los lotes 511 a 542. Se debe precisar que solo 12 de ellas fueron adquiridas por el matrimonio Gelman, incluido el Siqueiros declarado monumento. Dos más son adquisiciones de Natasha (cuando Littman la asesoraba) y son de Soriano. Las 16 restantes las compró la Fundación Vergel, presidida por el curador, tras la muerte de Natasha. Se encuentra ahí la pieza de María Izquierdo considerada patrimonio nacional, tres obras gráficas de Kahlo y una de Diego Rivera. Estas últimas pertenecían de tiempo atrás, según la ficha de la casa subastadora, a colecciones estadounidenses, a las cuales compró Littman, por lo cual pueden permanecer en el extranjero. Por lo demás, se subastó obra de Leonora Carrington, Gerzso, Tamayo, Carlos Orozco Romero, Mérida, Sergio Hernández, Wolfgang Paalen, Miguel Covarrubias, Emilio Baz Viaud, Mathias Goeritz y Zárraga.

La semilla de la colección de arte mexicano de los Gelman estaba conformada por 95 piezas (más o menos, según la fuente que se consulte) de 18 artistas. Para 2003 contaba ya con 279 obras: 15 de Kahlo, 10 de Rivera, seis de Rufino Tamayo, seis de Carlos Mérida, cuatro de Siqueiros y dos de José Clemente Orozco. De Gunther Gerzso eran 38. También tenía piezas de Francisco Toledo, Juan Soriano y Ángel Zárraga.

Teatro de reputaciones

En abril de 2004, pude ver en exhibición la colección Gelman en Cuernavaca, Morelos. Incluso dialogué con Robert R. Littman, en mi recuerdo, un hombre de cabello rizado, ojos claros, labios delgados y nariz afilada. Fue amable, aunque sus respuestas, en un español más que correcto, pero con acento, eran breves. El encuentro fue días antes de la apertura del Centro Cultural Muros, construido por la sociedad creada entre la empresa transnacional Costco Comercial Mexicana (CM). Tenía meses reporteando la escandalosa demolición del legendario hotel Casino de la Selva por parte de dichas compañías, que construyeron ahí un mall.

Organizados en el Frente Cívico Pro Defensa del Casino de la Selva, un grupo de ciudadanos, entre otros, el cineasta Óscar Menéndez, el fallecido activista y crítico de arte Rafael Ladaga y el poeta Javier Sicilia, denunció la destrucción no solo del patrimonio arquitectónico, que incluía un paraboloide hiperbólico del arquitecto español Félix Candela, sino también la de los murales de los artistas José Reyes Meza, Jorge Flores, Josep Renau y Francisco Icaza, que formaban parte del acervo artístico del antiguo casino. La empresa esgrimía que, al tomar posesión del sitio, un notario dio fe del estado de avanzada destrucción en el que se encontraban el inmueble y sus murales. Para Sicilia era un crimen cultural.

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Seguí el conflicto durante algunos meses. En agosto de 2003 dio un giro sorpresivo cuando la dupla Costco-CM anunció la creación del Centro Cultural Muros, para albergar los restos de los murales restaurados por el Centro Nacional de Conservación y Registro del Patrimonio Artístico Mueble del INBAL. Como la “cereza de los malls” se exhibiría la colección Gelman. Los miembros del Frente Cívico consideraron que la empresa estadounidense buscaba “lavar su reputación”.

Lo cierto es que la noticia sobre el nuevo espacio para tan valiosa colección modificó el curso de la cobertura del conflicto. El tema se colocó en el centro. Poco conocía yo sobre ella, sus orígenes y los personajes vinculados con su atesoramiento y cuidado. Armando Ponce, editor de la sección Cultura en Proceso, me sugirió recurrir en primera instancia al archivo de la revista, hasta hoy dirigido por Rogelio Flores. El propio Armando me contaba apasionado lo que sabía de memoria, remontándose al tiempo en el que Littman, contratado por Televisa, llegó a México a mediados de los ochenta del siglo pasado para dirigir el hoy llamado Museo Tamayo Arte Contemporáneo.

Antes de ese acontecimiento, Littman intentó entrar en contacto con los Gelman desde 1981, ya que planeaba una exposición de Frida Kahlo en la Galería de Arte Grey de Nueva York. Primero les escribió una carta, “pero su abogado los protegía demasiado y no logré librar la barrera” contó a la reportera de Proceso Ana Cecilia Terrazas en una entrevista publicada el 6 de julio de 1988.

Intentó otra vía: contactó a Alberto Raurell, segundo director del Tamayo (luego de Fernando Gamboa). Jacques Gelman “estaba en el Consejo del museo, quiso averiguar sobre mí y conocerme. Después los conocí a los dos y me prestaron las obras que necesitábamos. Posteriormente fui consejero del Museo Tamayo”, dijo Littman en esa entrevista. Ya para entonces, hacia 1983, el curador estadounidense deseaba montar la exposición “El Gran Tea-tro de David Hockney”, pero no hallaba un espacio lo suficientemente grande en Nueva York. Pensó en el Tamayo, pero Hockney y el curador Martin Friedman, del Walker Art Center de Mineápolis, expresaron sus reservas sobre México (exageradas, me atrevo a decir): “Oh, México... Se van a robar las cosas, vamos a tener terremotos”.

En su libro El Tigre. Emilio Azcárraga y su imperio Televisa, Claudia Fernández y Andrew Paxman recuerdan que Rufino Tamayo deseó por años tener un lugar propio para sus obras. El entonces presidente José López Portillo “quiso complacerlo. El Grupo Alfa y Televisa aportaron el dinero para la construcción del inmueble y el gobierno donó el terreno en el Bosque de Chapultepec”. Gelman y Azcárraga eran amigos. El primero asesoraba al dueño de Televisa y a su esposa Paula Cussi en la adquisición de arte; resultaba casi natural que tuviera cierta injerencia en el Tamayo: recomendó a Pierre Schneider, corresponsal de la revista francesa L’Express, y a Bill Lieberman, director del Museo de Arte Moderno de Nueva York, para la supervisión en la instalación de la colección Tamayo. Y recomendó como director al estadounidense de origen cubano Alberto Raurell.

¡Littman, a escena!

A mediados de 1983 la suerte comenzó a cambiar para Litt-man. Pasaría de buscar un espacio a dirigirlo. Logró un acuerdo para montar la exposición de Hockney a principios de 1984 en el Tamayo, “era el espacio perfecto”, y tendría la publicidad de Televisa.

El 29 de junio de 1983, Raurell fue asesinado por resistirse a un asalto dentro de un restaurante de Polanco. La tragedia, que pudo arruinar los planes de la muestra de Hockney, terminó por beneficiar a Littman. En El Tigre… se resume que se necesitaba urgentemente una exposición ya montada. Televisa pidió a Dolores Olmedo Patiño el préstamo de algunas obras de Diego Rivera, pero Tamayo se opuso. Entonces, Azcárraga pidió a Littman ocupar el puesto de Raurell, y la primera propuesta del nuevo director fue, claro, Hockney: “Littman aceptó la oferta de Emilio y a partir de 1984, tomó el mando del Tamayo y se vino a vivir en México. Pero Tamayo reaccionó en contra de Littman criticándolo ante los periodistas por su homosexualidad”.

Tamayo, sigue la narración del libro, se quejaba de los artistas elegidos por el curador neoyorquino; quería un museo para él y sus amigos, y chocó con los objetivos de Televisa. Era 1986 y el Mundial de Futbol en México se acercaba. El artista oaxaqueño jugó bien su balón y, aprovechando la presencia de la prensa internacional, amenazó con ponerse en huelga de hambre si no cumplían sus peticiones. Fue enfático en que había donado su colección de 300 obras pictóricas y escultóricas de artistas de diversos países, valuada en más de 10 millones de dólares, al pueblo de México, no a la familia Azcárraga.

Paisaje con cactus (1931), de Diego Rivera.

Ningún presidente (para entonces era Miguel de la Madrid) y mucho menos un funcionario menor permitiría que la máxima gloria viviente de la pintura mexicana arriesgara así su salud: “¡Tamayo en huelga de hambre! ¿Te imaginas?”,subrayó Armando Ponce al narrarme el suceso. Finalmente, el 23 de mayo de 1986 Televisa anunció su retiro del Museo Tamayo, que se incorporó a la red de museos del INBAL. El hecho volvió a jugar a favor de Littman.

Pasado el Mundial del Futbol, Azcárraga decidió convertir en galería de arte el centro internacional de prensa que se levantó para el torneo, localizado en Campos Elíseos y Jorge Eliot, en Polanco, Ciudad de México. El 30 de octubre de 1986 se inauguró ahí el flamante Centro Cultural Arte Contemporáneo (CCAC). Se ha reconocido como su auténtica promotora a Paula Cussi, de quien Littman ya era asesor en arte.

Como titular del nuevo espacio de arte privado, el curador organizó exitosas exposiciones, a las que no faltó el apoyo publicitario de la televisora: Alexander Calder, Roy Lichtenstein, Salvador Dalí, Marc Chagall, Alberto Giacometti, Edvard Munch, Paul Klee, María Izquierdo, Bartolomé Esteban Murillo, El Greco... La gente acudía en masa, aunque económicamente no redituaba a sus dueños, según se consignó en la prensa de entonces.

La muerte de Raurell no sería la única tragedia que de-terminaría el rumbo en la vida de Littman. Entre su salida del Tamayo y su ascenso a la dirección del CCAC falleció Jacques Gelman, el 22 de julio de 1986, y su viuda asumió la responsabilidad de la colección.

La considerada colección “semilla”, es decir, los cerca de 100 cuadros primigenios, fue adquirida por Jacques, de acuerdo con sus gustos. Mantenía buenas relaciones y amistad con muchos de los artistas, a quienes encargaba, por ejemplo, los retratos de su esposa o determinadas piezas con características especiales. Se sabe que Orozco se negó rotundamente a cumplirle el gusto de retratar a Natasha y, no obstante, le compró piezas.

En una comida en casa de la pintora Ilse Gradwohl, Gunther Gerzso contó a Luis Ignacio Sáinz una anécdota, que me confió en entrevista. Un día le llegó una carta desde Nueva York, en la que Jacques Gelman le pedía un cuadro de determinadas dimensiones, y le envió un trozo de alfombra roja para indicar el color y tono deseado. El pintor de ascendencia húngara “se sintió prostituido” y pensó: “Yo a este pinche viejo no le voy a pintar nada”. Pero siguió leyendo y al llegar a la parte en la que estipulaba el precio, resultaba un dineral. Y terminó diciendo que pintaría lo que quisiera. Jacques llegó a tener alrededor de 40 cuadros de Gerzso, varios, sí, en color rojo, y al final fueron grandes amigos.

A su vez, Miriam Kaiser, investigadora, curadora y exdirectora del Museo del Palacio de Bellas Artes, rememora en entrevista que conoció al empresario ruso desde niña, porque era amigo de sus padres. Ella entró a trabajar muy joven a la Galería de Arte Mexicano de Inés Amor, donde estuvo por 10 años. El matrimonio solía ir, pero jamás los llamó por sus nombres, “siempre fueron para mí el señor y la señora Gelman”.

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Ya trabajando en el sector público, cuando el INBAL requería en préstamo algunas de sus obras, Kaiser misma iba a su casa en Las Lomas, Ciudad de México. Le gustaba revisarlas y seleccionarlas personalmente, supervisar su embalaje y traslado. Jacques solía decirle que no le prestaba a Bellas Artes, sino a ella. Entonces la curadora le reviraba: “No, a mí no, señor Gelman”. Y él le decía: “Pero tú las vas a cuidar”. Él fijaba el monto de los seguros. Ella le pedía que le invitara un cafecito para platicar no solo de anécdotas: “Yo aprendía mucho de su amistad enorme con el señor Gerzso, con Diego Rivera, con el maestro Tamayo, fue amigo de todos ellos porque, aunque fue gente de cine, tenía mucha relación con los artistas [plásticos]”.

El señor Gelman falleció en Houston. A partir de ese momento, Littman apuntaló su presencia con su esposa. Se trasladó de inmediato hasta aquella ciudad: “Cuando murió Jacques en [19]86 fui con ellos a Houston, me encargué de los funerales. Ya éramos amigos desde antes, pero como yo estaba aquí y ellos no tenían parientes, sentía mi responsabilidad el ayudarlos”, dijo el curador a Proceso el 6 de julio de 1998.

Además de enfrentar la pérdida, Natasha, como hemos dicho, se quedó con la responsabilidad de la colección, peroLittman siguió asesorándola. Kaiser evoca que entre ambos había muy buena relación. En 1992, seis años después de la muerte de su esposo, Natasha presta, por primera vez en su historia, el acervo completo para su exhibición en el CCAC, y ahí permanece hasta septiembre de 1998, luego de que Televisa anunciara el cierre definitivo de ese espacio cultural.

A la distancia queda claro que el fallecimiento de Natasha Gelman llevó a Littman al pináculo de su vida y trayectoria. Y marcó el destino de la colección de arte mexicano. Se habló de que Jacques habría dispuesto en su testamento que el conjunto pasara a manos de la Fundación Cultural Televisa, pero la viuda decidió no hacerlo. Por el contrario, ella comenzó a distanciarse de Azcárraga; le pareció impertinente que él llegara a preguntarle si ya tenía dispuesto qué pasaría con las obras cuando muriera. Le irritaba porque “se sentía sana, joven, atlética”, y consideraba a las obras como los hijos que no tuvo, contó Lucero Isaac a Proceso, tras la muerte de Natasha.

Littman explicó en su momento que, además del testamento en el que lo nombró albacea de las obras mexicanas, existía otro para la colección europea. Le sorprendía la insistencia de la reportera Terrazas de Proceso, que quería saber cuándo se haría público el documento: “¿Eso pasa normalmente? ¿Por qué? No estoy diciendo mentiras. No es People magazine […]. Sobre las cosas importantes de los Gelman, que son las colecciones, la gente ya sabe qué pasó. La colección de la Escuela de París se va al Museo Metropolitano de Nueva York; la colección de pintura mexicana es mi responsabilidad y preocupación, para asegurarme de que no se separe, de que quede en México. Todo lo que indique la ley mexicana se seguirá”.

El inminente desalojo de la colección Gelman del CCAC era preocupación generalizada, y su futuro mantenía en alerta a la prensa y al medio cultural. Littman repetía ante la prensa que cumpliría con las premisas del testamento, que contemplaban su exhibición en una instancia privada, para dar cuenta del gusto del matrimonio Gelman por el arte y su tiempo en México. Tanta insistencia resulta sospechosa, hoy podría decirse.

Y llegan las querellas

So pretexto de buscar financiar la conservación e incrementar el acervo, el legado no se estableció en México. Viajó, como ya mencioné, por diversas ciudades, hasta que Littman aceptó el ofrecimiento de regresarlo a Cuernavaca, al Centro Cultural Muros, en los terrenos del derruido Casino de la Selva.

Mediante un cuestionario por correo electrónico, la agencia de comunicación FleishmanHillard, representada entonces por Horacio Loyo, me informó en 2003 que Costco-CM acordó con la Fundación Vergel crear la Fundación Parque Morelos, A. C., con el fin de operar el centro. Unos días después, en un recorrido para prensa, antes de la apertura y con la colección ya montada, Littman me contó que Gerardo Estrada, exdirector del INBAL (1992–2000) y de Asuntos Culturales de la Secretaría de Relaciones Exteriores, era una suerte de “padrino”, pues lo presentó con los dueños de las empresas.

Si entonces no me pareció tan raro, hoy, a la luz de las entrevistas que el exfuncionario ha dado a diversos medios, me pregunto por qué Estrada. En mi conversación con Sáinz también se desliza la cuestión: “¿A cuento de qué?”, se pregunta. Porque, además, como director de Bellas Artes no logró conseguir la colección Gelman para un recinto público. A finales de los noventa, el Museo Nacional de Arte, como parte del Proyecto Munal 2000, le diseñaba un espacio exclusivo a la colección, y se pensó, a la manera del Met, que la sala llevara los nombres de Jacques y Natasha Gelman. Antes de la apertura de Muros, el sociólogo me dijo en entrevista telefónica que lo habló con el albacea, pero él le mostró el testamento, y ahí se indicaba que la colección debía quedarse, en efecto, en México, pero en un museo privado. “Esa era una limitación legal”, enfatizó.

Tal cual: el curador y albacea prefirió los 7 000 metros cuadrados del Centro Cultural Muros, diseñado por los arquitectos Francisco Guzmán y Alejandro Bernardi, construido en vecindad con el enorme mall de más de 70 000 metros cuadrados y marcado por la huella de la destrucción de un antiguo símbolo cultural morelense: el Casino de la Selva. Hoy, el inmueble es sede de Papalote Museo del Niño.

En opinión de Sáinz, Rafael Tovar y de Teresa, entonces presidente del desaparecido Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (hoy Secretaría de Cultura), nunca tomó las medidas para proteger ese acervo. Falleció en diciembre de 2016.

En su columna del 20 de noviembre de 2024 en El Universal, Adriana Malvido fue contundente: desde que Natasha Gelman firmó su testamento en 1993, el Gobierno mexicano tuvo décadas para “negociar la permanencia del legado en nuestro país, ofrecer garantías de conservación en un espacio seguro, diseñar un plan de divulgación y acceso al público, idear cómo y con quiénes lograr un proyecto sostenible. Pero las políticas públicas a largo plazo no existen y ni los gobiernos panistas, priistas o morenistas tuvieron la sensibilidad para valorar una colección como esta”.

A toro pasado y como si no hubiera sido funcionario público, Estrada declaró al periódico Reforma el 18 de noviembre pasado que el Gobierno “desdeñó adquirir el acervo Gelman”. Afirmó que Littman pidió 200 millones de dólares para venderlo al Estado (dos terceras partes de su valor, si recordamos que originalmente estaba valuado en 300 millones de dólares), pero “el Gobierno nunca ha querido destinar nada para la compra de esa colección, y creo que es una decisión equivocada”.

Ana Garduño, investigadora del coleccionismo en México y estudiosa de acervos como los de Álvar Carrillo Gil y Marte R. Gómez, me comenta que uno de los problemas del Gobierno es la falta de una política de adquisiciones. Cuando se le presentan ofertas como las de estos dos coleccionistas ilustres, quienes finalmente casi donaron su legado a museos públicos, los avalúos son a “precios muy castigados”.

El convenio entre la Fundación Vergel y la Fundación Parque Morelos preveía la exhibición de la colección Gelman completa, durante unos 15 años. Todo parecía marchar bien; incluso Littman rechazó la solicitud de la Tate Gallery de Londres para montar una exposición sobre Frida Kahlo. Como se ve, los augurios iniciales para el Centro Cultural Muros eran buenos.

Pero no sobrevivió ni un lustro. En noviembre de 2008 la zozobra se tendió sobre la colección, cuando Littman fue demandado en tribunales con el fin de inhabilitarlo como albacea. El curador temió ser despojado y retiró presto la colección, suspendiendo cualquier exhibición aquí y en el extranjero.

A 10 años de la muerte de la señora Gelman, el abogado Francisco Enrique Fuentes Olvera, hijo del controvertido litigante Enrique Fuentes León (quien había sido sentenciado a cinco años de prisión por el presunto secuestro de la bailarina y coreógrafa Nellie Campobello), reclamó ser nombrado único y universal heredero de la sucesión intestamentaria de los bienes de Natasha. El pleito había iniciado en realidad en noviembre de 2006, pero Littman no fue notificado sino hasta dos años después. Relaté en 2008 que un año antes, mientras se celebraba el centenario del natalicio de Frida Kahlo en el Palacio Bellas Artes, con la exposición “Frida Kahlo. 1907–2007”, el curador estadounidense se enteró de que una juez ordenó el aseguramiento de las obras prestadas al INBAL.

La colección de arte mexicano de los Gelman es (¿era?)tan extensa y coherente que habitualmente era utilizadacomo base de guiones museográficos sobre la vida en el Méxicoposrevolucionario, como en esta exposición en el Centro CulturalZamek en Polonia.

Y es que al abrirse el testamento público de Natalia (Natasha) Zahalka Krawak, viuda de Gelman, ante el notario público 103 de la Ciudad de México, Armando Gálvez Pérez Aragón, resultó que no había un heredero universal. Lo que se estipulaba era la entrega de tres legados: 25% de la venta de uno de sus inmuebles para cada uno de los asistentes personales de la viuda —chofer y mucama—, quienes aceptaron una cantidad en efectivo para no tener que esperar a dicha venta. A Littman se le legó el acervo de 95 obras de arte mexicano, con la obligatoriedad de conservarla íntegra y exhibirla en un museo privado. Asimismo, el 100% de otra propiedad y 50% de la que se repartía con los asistentes personales se destinarían para la conservación y el mantenimiento de la obra. El tercer tanto eran 10 000 dólares para Mario Sebastián Krawak, hermano de Natasha.

El albacea cumplió lo dispuesto en cuanto a los dos primeros tantos, pero argumentó no haber encontrado al hermano. Curiosamente, su nombre fue localizado en el directorio telefónico por Fuentes Olvera, quien le ofreció no 10 000, sino 20 000 dólares por la cesión de sus derechos hereditarios. Sebastián falleció al poco tiempo y fue cuando Fuentes Olvera demandó ser reconocido como heredero universal intestamentario y albacea de la viuda de Gelman. Pidió, asimismo, la remoción de Littman.

Fuentes Olvera parecía ganar el primer round cuando la Tercera Sala Familiar y la jueza 21º Familiar, Celia Carmen Santos Herrera, ambas del Tribunal Superior de Justicia del entonces Distrito Federal, le concedieron todo al abogado Fuentes y se le declaró cesionario de Mario Sebastián Krawak —único y universal heredero de la sucesión intestamentaria de bienes—, y fue designado albacea.

Claro, Littman no había llegado hasta donde se encontraba como para dejarse ganar así. Al menos ya tenía resguardada la colección en un lugar secreto. Su defensa interpuso diversos amparos y refutó que Fuentes Olvera no podía ser albacea, pues, aunque quisieran removerlo a él, tendrían que ser reconocidas como albaceas sustitutas la abogada Janet C. Neschis y la jueza Marylin Gelfand Bloom de Diamond, consejeras de la Gelman Foundation, quienes habían sido designadas por Natasha en su testamento, el cual, según Littman, no se había anulado en ningún momento. Finalmente lograron revertir la sentencia.

Pero aún no se tecleaba el punto final. Cuando todo parecía resuelto en favor de Littman, el hijo de Cantinflas, Mario Arturo Moreno Ivanova, apareció para reclamarse heredero. Alegaba que los Gelman habían sido sus padrinos y siempre lo quisieron como a un hijo, y acusó a Littman, con supuestos dictámenes médicos, de haberse aprovechado de que Natasha padecía alzhéimer antes de morir. La Procuraduría de la Ciudad de México, entonces a cargo de Miguel Ángel Mancera, concluyó que Moreno Ivanova había presentado documentos falsos.

La prensa consignó que Moreno Ivanova no pudo demandar a Littman en Nueva York, a pesar de que su procedimiento jurídico rocambolesco incluía la colección de arte europeo donada al Met, la cual, alegaba, había sido adquirida en un dólar, hecho que le parecía fraudulento. Y no pudo hacerlo porque contaba con órdenes de aprehensión en su contra en Estados Unidos. Moreno Ivanova falleció el 15 de mayo de 2017 a los 57 años, sin ver un centavo de dólar. De cualquier forma, en 2008 se dio a conocer la prescripción de los supuestos delitos de que se acusaba al curador neoyorquino.

Reconocido finalmente como legítimo albacea, Robert R. Littman se alzaba nuevamente con la colección. Sin certeza de lo que motivaba en el trasfondo al abogado Fuentes Olvera o a Moreno Ivanova, se sabía que de haber ganado en sus juicios no habrían estado obligados a cumplir los mandatos de Natasha Gelman: mantener unida la colección y exhibirla en México, como Littman lo había hecho en Cuernavaca. Bien podrían haberla disgregado cuadro por cuadro. “Se perdería así un legado que estaba a la mano del público mexicano”, escribí entonces.

Pero las noticias trágicas no dejaban de enturbiar la colección Gelman. La tarde del 13 de marzo de 2013, el notario Gálvez Pérez Aragón, responsable en 1998 de la adjudicación de los bienes de Natasha Gelman a Littman, fue asesinado luego de salir de un banco en Polanco, en la esquina de avenida Presidente Masaryk y Molière, cuando viajaba en su camioneta del lado del copiloto. Las autoridades presumieron que fue víctima de un ataque directo.

Algunas notas lo vincularon con el otorgamiento de permisos a edificaciones ilícitas, pero la mayoría de los medios destacaron su relación con presuntos fraudes en la cesión de obras de arte de pintores como Picasso, Miró, Braque, Gris, Mondrian, entre otros. En la investigación, se dijo, estaban involucrados Mario Moreno Ivanova y funcionarios estadounidenses. Se referían, pues, a la colección de maestros europeos de la Gelman.

En El Universal, el 14 de marzo de 2013, se consignaron declaraciones del procurador general de Justicia del DF, Rodolfo Ríos Garza, quien detalló que el notario “estuvo vinculado a la acusación de administración fraudulenta por un caso investigado por la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, que data de 2008, sobre la colección que recopiló el matrimonio Gelman, y que contiene 95 obras de artistas mexicanos, entre los que están Frida Kahlo, Diego Rivera, Rufino Tamayo, David Alfaro Siqueiros, Francisco Toledo y Juan Soriano”. El denunciante, añadió la reportera Claudia Bolaños, es el abogado Francisco Fuentes Olvera, quien exige los derechos del acervo.

Días de baile y arte. Él, ruso de San Petersburgo,llegó a México ya con patrimonio y conocimiento de la industriacinematográfica; ella, de Moravia, también de buena familia.Se conocieron y casaron en México en 1941. Buena parte de sufortuna la invirtieron en crear tres colecciones de arte, de lasmás espectaculares del mundo (Cortesía).

El ganón

Al final, Littman y la Fundación Vergel siguieron en posesión del acervo mexicano, que continuó viajando por el mundo, en lugares como la Galería de Arte de Nueva Gales del Sur, en Sídney, Australia (2016) o el Frist Art Museum, de Nashville, Tennessee, Estados Unidos (2019). En este último país visitó desde 2019 diferentes ciudades, entre ellas Raleigh, en Carolina del Norte, y West Palm Beach, en Florida. De mayo a octubre de 2021 se presentó en el Museo de Arte Moderno Cobra, en Países Bajos. Luego, de febrero a junio de 2023 estuvo en el Centro Cultural San Gaetano en Padua, Italia.

El último registro que encontré fue la exposición “Frida Kahlo-Diego Rivera: amor y revolución”, con más de 150 objetos, entre fotografías, obras y una colección de trajes de tehuana. Se pudo ver del 24 de junio al 17 de septiembre de 2023 en Adelaida, Australia, ciudad número 70 en acoger la muestra, según declaró la curadora Tansy Curtin.

Qué suerte tiene el público en el extranjero: el acervo no se ha mostrado aquí en años. Es decir, sigue sin cumplirse la voluntad testamentaria de Natasha Gelman de mantenerlo unido y exhibido en un espacio privado, pero en México. ¿Qué se puede hacer? ¿Hay alguna disposición legal que obligue al albacea a respetar lo que, según él mismo, contiene el testamento, del cual es beneficiario? Máxime si en la lista están las obras declaradas patrimonio.

El especialista en legislación cultural Bolfy Cottom me explica que una disposición como tal no existe, pues los derechos de sucesión testamentaria corresponden al ámbito privado y dependen estrictamente de la buena voluntad de los particulares. Sin embargo, señala que el INBA sí está obligado a dar seguimiento al acervo, a tener mayor transparencia en su actuación y a advertir a los propietarios de obras patrimoniales sobre sus obligaciones. Asimismo, debe monitorear periódicamente el estado y la ubicación de los bienes, sencillamente porque son del interés del Estado. Si bien Cottom celebra que el instituto lograra detener la subasta del cuadro de María Izquierdo, lamenta que se llegara al punto de desconocer qué tan desbalagado está el conjunto artístico atesorado por los Gelman.

Los propietarios de obras declaradas patrimonio de México están obligados a cumplir con normas, como la prohibición de exportarlas definitivamente. Es decir, deben permanecer en nuestro país, aunque cambien de propietario. Es un aspecto cuestionado recientemente por Juan Rafael Coronel Rivera, nieto de Diego Rivera, quien declaró a la reportera Niza Rivera de Proceso que el cuadro de Siqueiros, vendido en 72 000 dólares, con la advertencia de ser entregado en México, debió alcanzar precios mucho más altos, pero nadie se arriesga a adquirir un bien si no puede llevarlo adonde desee.

Es un viejo debate, y Cottom hace notar que el fin de la Ley de Patrimonio es proteger bienes arqueológicos, históricos y, en este caso, artísticos de “interés nacional”. Se ha dicho que la ley no tiene los “dientes” o “armas” suficientes para proteger en casos como el de la subasta, por tratarse de una propiedad particular. No obstante, el especialista contraargumenta que la ley protege, pero requiere de otros elementos para que sea eficaz, como una autoridad clara y preparada para actuar con los procedimientos establecidos, recursos económicos y personal.

Hay sanciones administrativas y penales, establecidas en el artículo 53 de la ley, que dice: “Al que por cualquier medio pretenda sacar o saque del país un monumento arqueológico, artístico o histórico, sin permiso del Instituto competente [en este caso el INBAL], se le impondrá prisión de cinco a 12 años y de 3 000 a 5 000 días multa”.

¿Y ahora qué?

La subasta en Nueva York sacó a la luz 30 piezas de la colección Gelman, pero ¿dónde está el resto? Parece que volvemos a los inciertos días de 2008, cuando las obras fueron sacadas del Centro Cultural Muros para ser escondidas y desde entonces no volvieron a mostrarse.

Ana Garduño me confía que en los círculos de coleccionistas y galerías corren versiones en el sentido de que un coleccionista regiomontano adquirió la colección, y en algún momento se dará a conocer y se anunciará su sede definitiva. Le pregunto si es el mismo que subastó las obras de Sotheby’s. Al parecer, responde, son dos coleccionistas distintos, pero uno de ellos sí desea conservar sus obras.

Menos optimista, Bolfy Cottom expresa preocupación por la falta de información pública sobre el paradero de las obras no subastadas; teme la disgregación del acervo. Lamenta que el INBAL no hubiese actuado antes, sino hasta que se aireó en medios la subasta.

Sáinz, quien ha escrito varios textos para los catálogos de la casa Morton Subastas, cree posible que las obras subastadas en noviembre sean apenas un asomo de lo que realmente se ha vendido fuera de subasta pública, como se acostumbra en muchas subastadoras. Son comunes, asímismo, los tratos de coleccionista a coleccionista, o con un intermediario que ofrece al demandante lo que el vendedor está ofreciendo.

No obstante, me parece inaudito, aunque no imposible, que Littman se hubiera desprendido del conjunto de obras de Frida Kahlo, del cual se sentía tan orgulloso. No solo él: su esposo Sully Bonnelly mostró su satisfacción por poseer juntos el acervo y haberlo enriquecido con la colección de trajes de tehuana que evocan la vestimenta que luce Frida en algunos autorretratos. ¿Pasó el entusiasmo? Hace mucho tiempo que habló de ello.

Sáinz, quien ha escrito varios textos para los catálogos de la casa Morton Subastas, cree posible que las obras subastadas en noviembre sean apenas un asomo de lo que realmente se ha vendido fuera de subasta pública, como se acostumbra en muchas subastadoras.

El 29 de septiembre de 2021 el diario New Jersey Hispano publicó una entrevista en la que Bonnelly declara que él y Littman poseen “una colección que pertenece a nuestra Fundación Vergel, realmente le pertenece al legado de México, y viaja porque hay que verla, el mundo quiere verla”. Añade el medio que la colección es itinerante, y que cuando las obras no se exhiben son preservadas en México. ¿Dónde exactamente? No lo revela.

De Littman, ahora de 84 años, poco puede leerse ya, aunque Bonnelly suele publicar en sus redes sociales, hablando de su producción creativa, y en diciembre pasado celebrando su cumpleaños 68. No aparece junto a él Robert Littman, pero no es difícil imaginarlo detrás de la lente que capta sonriente al diseñador.

Su Fundación Vergel no cuenta con sitio web. En el sitio CauseIQ1, dedicado a recopilar y vender información sobre asociaciones sin fines de lucro, de recaudación de fondos y semejantes, aparecen como últimos movimientos fiscales los realizados en 2022, con ingresos totales de 742 055 dólares; gastos totales por 578 484 dólares, y activos, 6 466 659 dólares. Declara no tener empleados, y cita a Littman, presidente, con una compensación de 200 000 dólares, y a Bonnelly, director, con 100 000 dólares. Su abogado John B.Koegel es tesorero, pero no reporta ingresos.

¿Había necesidad de vender la colección? El círculo parece cerrarse en el mismo punto, y sin respuestas. El público mexicano puede ver en televisión abierta las películas de Cantinflas, pero no sabemos si algún día volverá a mostrarse la colección Gelman, que marcó profundamente la cultura de México.

Recuerdo una frase con la cual Sáinz inicia su ensayo “Salmo de David y teatralidad del poder”, en su libro Ensayos en espiral, publicado el año pasado: “La ambición carece de palabra y la muerte es una moneda de uso corriente en los tiempos del Renacimiento”.

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1. Se puede revisar en esta liga: https://www.causeiq.com/organizations/vergel-foundation,134027930/

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La colección Gelman: el tesoro que México simplemente dejó ir

La colección Gelman: el tesoro que México simplemente dejó ir

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Cuando aún se podía ver a la mecenas a los ojos. Retrato de Natasha Gelman, de Diego Rivera (1943), expuesto en Poznan,Polonia, 2017. Hubo una época en que la colección Gelman viajó por el mundo (Colección Jacques y Natasha Gelman y Fundación Vergel; foto: Dawid Tatarkiewicz vía ZUMA Wire).
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Una pareja acaudalada que tenía un gusto visionario por el arte moderno y las destrezas sociales que podían financiarlo y sostenerlo; un oscuro curador estadounidense cuyas habilidades no eran menos y logró ganarse la confianza de la pareja; un enjambre de personajes menores que, entre la inmoralidad o la simple negligencia, provocaron que una de las colecciones de arte más espectaculares del siglo XX se perdiera en la bruma: esta historia lo tiene todo, incluido un quebranto al patrimonio artístico mexicano que quizá lamentaremos por décadas.

A finales de noviembre pasado, la noticia de la subasta en la casa Sotheby’s de Nueva York de varias obras de la codiciada colección Gelman se sintió como una bofetada. O más precisamente: se sintió como si, tras años de observar un caso en apariencia enquistado, los acontecimientos alrededor de él se aceleraran de súbito, tomando al observador con la guardia baja. A la observadora, quiero decir. Yo misma.

Las preguntas se empezaron a acumular: ¿Robert R. Littman, albacea, curador, responsable de la colección, se desprendía realmente de ella? La ausencia de su nombre y la mención de un anónimo “coleccionista de Monterrey” que la subastaba parecían dar la certeza de que no la vendía él. ¿Cuándo, entonces, se deshizo de ella? ¿Cómo lo hizo? ¿Así nomás? Y, desde luego: ¿qué estaban haciendo al respecto el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL) y la Secretaría de Cultura? Porque al menos dos obras de la lista que se difundió en los medios, Siqueiros por Siqueiros, de David Alfaro Siqueiros, y Caballos en el circo, de María Izquierdo, tienen declaratoria de patrimonio nacional.

A lo largo de 25 años trabajé en las páginas de Cultura de la revista Proceso. En buena parte de ese tiempo seguí lo que estaba sucediendo con ese acervo privado, uno que representa de una forma muy particular, valiosa, la historia del arte (la historia, punto) en la primera mitad del siglo XX.

De los pasajes que pude conocer sobre el caso, uno siempre me provocó particular malestar. Hacia finales de 2008, Littman debió enfrentar en tribunales mexicanos al abogado Enrique Fuentes Olvera y a Mario Arturo Moreno Ivanova, hijo de Mario Moreno, Cantinflas. Varios de los expertos con los que conversé coincidieron en algo: era preferible que el curador neoyorquino conservara el legado, para garantizar su permanencia en México. Hoy pienso: ¿por qué ese afán?

No creo que se tratara de una fe ciega en las “bondades” de los mecenas, sponsors o multimillonarios, a quienes crear fundaciones culturales o colecciones de arte para “compartir” con el público por medio de exposiciones temporales les reditúa monetariamente y en prestigio. Raquel Tibol, crítica de arte, resumió la postura en una de sus columnas en Proceso, justo cuando 100 obras de maestros europeos que formaban parte de la colección del matrimonio de Jacques y Natasha Gelman fueron entregadas al Museo Metropolitano de Nueva York (The Met): “Natasha viuda de Gelman no opina, como Lila Acheson Wallace [famosa filántropa estadounidense, fundadora del Reader’s Digest], que los generadores del dinero que le permitió dedicarse al costoso hobby del coleccionismo tienen un cierto derecho moral a compartir los grandiosos beneficios de la plusvalía. El egoísmo de los ricos tiene razones que la cultura de los muchos no comprende”.

“Natasha viuda de Gelman no opina, como Lila Acheson Wallace, que los generadores del dinero que le permitió dedicarse al costoso hobby del coleccionismo tienen un cierto derecho moral a compartir los grandiosos beneficios de la plusvalía. El egoísmo de los ricos tiene razones que la cultura de los muchos no comprende”.

Pude conocer tal colección de obras europeas en el Met en diciembre de 2008. Hasta hoy permanece ahí, sin sobresaltos, en las galerías 904 a 907 —distinguidas con el nombre del matrimonio Gelman—, con obras de Francis Bacon, Pierre Bonnard, Georges Braque, Fernand Léger, Salvador Dalí, Jean Dubuffet, Paul Klee, Henri Matisse, Joan Miró, Juan Gris y Pablo Picasso, por mencionar solo a algunos maestros.

La noticia de la desintegración del conjunto de obras mexicanas, entonces, fue la prolongación de ese malestar un tanto incierto. Si Littman se había afanado en que se entregaran al Met las obras de maestros europeos, ¿por qué se desentendía del compromiso de exhibir íntegra la “parte mexicana” en nuestro país y de cumplir con las leyes nacionales? Era su obligación, y así lo había reconocido él mismo ante varios medios de comunicación a mediados de 1998, cuando dio a conocer que había sido nombrado albacea del acervo. Y si bien las argucias legales pueden tomar caminos intrincados (el cumplimiento de testamentos del orden privado, lo sabemos, se complica a la menor provocación), de cualquier forma tenía el deber moral de respetarla última voluntad de Natasha Gelman.

Give me a break!”, tal vez diría hoy Littman, si le interesara hablar. Algo similar me respondió en 2004, cuando le pregunté si pediría apoyo de alguna institución pública para que la colección permaneciera en México: “¿Puede el Gobierno prometer para más de un sexenio?”. La promesa del albacea no llegó ni a cinco años.

Inicialmente, para cumplir con las disposiciones testamentarias, el curador neoyorquino creó en 1999, en Nueva York, la Fundación Vergel. Se llamó así porque los Gelman vivían en Cuernavaca, Morelos, en el número 25 de la calle Vergel, en el fraccionamiento Palmas-Chipitlán.

Además de las responsabilidades como albacea, Littman debía seguir las disposiciones legales de protección a los bienes culturales de México, como la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos (que data de 1972), pues las obras de Frida Kahlo, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y María Izquierdo están declaradas patrimonio artístico. Tal estatus no significa que no puedan ser propiedad privada o pasar de un dueño a otro, pero deben permanecer dentro del país.

Give me a break!”, tal vez diría hoy Littman, si le interesara hablar. Algo similar me respondió en 2004, cuando le pregunté si pediría apoyo de alguna institución pública para que la colección permaneciera en México: “¿Puede el Gobierno prometer para más de un sexenio?”. La promesa del albacea no llegó ni a cinco años.

El propio albacea la ha calificado como la segunda colección de arte mexicano más importante del mundo —después de la de Dolores Olmedo—, por la cantidad de obras de Kahlo y Rivera que integra. Por su parte, Ana Garduño, historiadora de arte estudiosa del coleccionismo, considera que el conjunto es destacable por ser “muy vistoso y colorido […], da una idea alegre y optimista del arte mexicano”, y aporta una mirada distinta a la predominante en torno a Kahlo, que, como sabemos, pintó reiteradamente su sufrimiento vital.

Lo que sigue es una inmersión en la historia, en los recuerdos, en los archivos de Proceso y en la abundante documentación que a lo largo de décadas se ha generado en torno a la colección Gelman. Aspiramos a reconstruir el laberinto de la disputa inusitada y explicar por qué su desintegración es una pérdida enorme para México.

En la colección “semilla” se contaban, a inicios de este siglo, 15 obras de Frida Kahlo (foto: Dawid Tatarkiewicz vía ZUMA Wire).

El arte de la amistad y demás truculencias

La historia de la colección Gelman se remonta a los años cincuenta del siglo pasado, y en ella figura un desfile de personajes que no solo involucra a sus creadores, el millonario empresario y productor cinematográfico Jacques Gelman y su esposa Natalia Zahalka Krawak (Natasha Gelman). Aparecen Cantinflas, el mayor cómico mexicano, y su hijo Moreno Ivanova; el muralista Diego Rivera, amigo del matrimonio; el artista oaxaqueño Rufino Tamayo; el empresario Emilio Azcárraga Milmo, el Tigre, quien fue propietario de Televisa, y funcionarios públicos de distinta índole y época.

Y en la historia tiene su lugar, por supuesto, Robert Roos Littman —Bob, entre sus allegados—, el hombre que antes de llegar a nuestro país fue director de la Galería de Arte y Centro de Estudios Grey de la Universidad de Nueva York, donde a mediados de los ochenta montó la célebre exposición “Picasso: The Last Years, 1963–1973”. También hay que considerar a su esposo, Sully Bonnelly, diseñador de modas estadounidense nacido en República Dominicana; su boda en enero de 2012 fue destacada en las páginas sociales de The New York Times.

El curador neoyorquino supo granjearse el aprecio y la confianza, seguro hasta el cariño, de Natasha Gelman, fallecida en Cuernavaca el 2 de mayo de 1998. El Diario Judío y la revista Fortuna, entre otros medios, publicaron que tanto el FBI como la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal investigaban un supuesto fraude, dado que la viuda, quien se acercaba a su novena década de vida, tenía su salud física y mental cada vez más deteriorada, y que de ello se aprovechó Littman para resultar beneficiado en el testamento. Padecía alzhéimer, adujo en tribunales Moreno Ivanova.

Nada de ese final brumoso podía adivinarse en la época en que la pareja de coleccionistas arribó a México, cada uno por su parte, para más tarde unir sus vidas, luego de que el empresario se enamorara de ella casi al conocerla. Jacques Gelman nació el 1 de noviembre de 1909, en San Petersburgo, Rusia, en el seno de una familia de terratenientes dedicada a la explotación de la madera. Se ha dicho que no venía necesariamente a “hacer la América”, pues provenía de buena familia. Sus padres lo enviaron a Europa Occidental y en su paso por París trabajó en la distribuidora cinematográfica Pathé Films. Llegó a México en 1938.

Los antecedentes de Natasha Zahalka guardan mayor enigma. Nació en Moravia, en lo que hoy es la República Checa, en 1912. Se casaron en México en 1941 y, debido a la Segunda Guerra Mundial, decidieron no volver a Europa. Ese mismo año, en un espectáculo en el Teatro Follies Bergere, cerca de la Plaza Garibaldi, Jacques descubrió a Cantinflas. Se propuso producir la primera película del cómico genial, y para ello creó la compañía Posa Films, en sociedad con el actor Santiago Reachi. Y así nació Ni sangre ni arena. Produjeron 39 en total, dirigidas por Alejandro Galindo.

El movimiento clave: Gelman decidió invertir el 35% de sus rendimientos en la formación de tres colecciones de arte: una de maestros europeos, otra de arte mexicano (que se inició con el retrato de Natasha realizado en 1943 por Diego Rivera) y una más de piezas de arte precolombino, “de la cual —reflexiona el investigador, ensayista y crítico de arte Luis Ignacio Sáinz en entrevista— prácticamente no se habla”.

A partir de allí, ¿qué pasa? ¿Intriga, melodrama, suspenso, thriller? ¿Cómo podríamos inscribir la trama sobre la colección Gelman? Seguramente no en el tipo de comedias de Cantinflas. Cualquier relato se antoja tremebundo, rodeado de circunstancias insólitas, muchas incógnitas, contradicciones entre una versión (publicada o no) y otra y demasiados cabos sin atar. Algunos de sus participantes (protagonistas o los que desempeñaron un rol mínimo) han muerto. Por su papel y triste destino, sobresale Armando Gálvez Pérez Aragón, notario que dio fe del testamento de Natasha, quien fue asesinado a tiros en las calles de la Ciudad de México, el 14 de marzo de 2013. Otros —como el propio Robert R. Littman— se han alejado por completo de la vida pública o mantienen un perfil bajo. Diría que su técnica pictórica preferida es el sfumato.

La historia ha navegado lo mismo por las secciones culturales de diarios y revistas que por las de asuntos judicialesy nota roja, pasando por las de espectáculos y farándula, para estacionarse en las páginas rosas, de la alta sociedad, las del corazón, las pasarelas y la moda. Acaso la vida de los Gelman tuvo un movimiento similar cuando sus negocios estaban en apogeo y viajaban sin límites de sus casas en la Ciudad de México a la de Nueva York o a Cuernavaca, con todo y sus valiosas obras de arte. Se daban el lujo de comer viendo un desnudo de Bonnard o tal vez meditar ante un Picasso o un Rivera. Por descontado, sus residencias fueron escenario de reuniones y fiestas para sus amigos, artistas, empresarios y políticos nacionales e internacionales, que comenzaron a alejarse “cuando Natasha empezó a perder la memoria progresivamente”, según relató Lucero, exesposa del cineasta Alberto Isaac, a Proceso, luego de la muerte de la viuda de Gelman.

Las sedas y los encajes, los vestidos largos, los peinados, los esmóquines, las sonrisas, los bailes en las fotos históricas muestran a la pareja Gelman y a sus amigos felices, regocijados. Los retratos que diferentes artistas le hicieron a Natasha son elocuentes al mostrarla con vestidos de fiesta, peinados altos y enjoyada. Toda proporción guardada, sería fácil imaginar ahora algo parecido en la vida de Robert R. Littman. Las escasas fotografías que, a fuerza de hurgar, aparecen en la web lo muestran en alguna que otra reunión o cena de lujo en Nueva York, en viajes a las pirámides de Giza o en Venecia. Más allá de esas estampas y alguna entrevista que dio a medios, se sabe poco de él.

La novia asustada al ver la vida abierta (1939), de Frida Kahlo.

La colección ha despertado las más altas y bajas pasiones: desde la apreciación del arte por el arte hasta la no ilegal pero siempre cuestionada instrumentalización como negocio; desde la subasta en Sotheby’s —una simple inversión recuperable a futuro— hasta la ambición pura, la envidia, los pleitos y los procesos judiciales en pos de su apropiación. Cuando la señora Gelman falleció, la colección estaba valuada en 300 millones de dólares.

El sueño de tenerla, aunque fuese temporalmente, cruzó fronteras. Museos de diferentes países, como el Reina Sofía de España, la Fundación Proa en Argentina y el Palacio Imperial en Brasil, por mencionar solo algunos, pagaron alto el precio por el goce de exhibirla en sus salas. ¿Cuánto? Se desconoce. Pero podemos hacer cálculos. En El Universal leemos que el Gobierno español hizo un contrato por 6.5 millones de euros anuales (cerca de 139 millones de pesos mexicanos) por tener 330 obras europeas de la colección Carmen Thyssen, frente a la cual la Gelman no desmerece. Otra referencia: la renta de la colección Dolores Olmedo Patiño al Parque Aztlán en Chapultepec, Ciudad de México, se acerca a los 450 000 dólares anuales, y se incluyen las obras de Frida Kahlo y Diego Rivera, además de piezas prehispánicas.

La semilla de la colección de arte mexicano de los Gelman estaba conformada por 95 piezas (más o menos, según la fuente que se consulte) de 18 artistas. Para 2003 contaba ya con 279 obras: 15 de Kahlo, 10 de Rivera, seis de Rufino Tamayo, seis de Carlos Mérida, cuatro de Siqueiros y dos de José Clemente Orozco. De Gunther Gerzso eran 38. También tenía piezas de Francisco Toledo, Juan Soriano y Ángel Zárraga. Con lo ganado por la renta de la colección, se adquirieron obras de Nahúm B. Zenil, Gabriel Orozco, Jan Hendrix, Betsabeé Romero, Thomas Glassford, Francis Alÿs, Sergio Hernández, Silvia Gruner, Stefan Brüggemann, Santiago Sierra, Héctor García, Graciela Iturbide, Magali Lara, Gerardo Suter y Cisco Jiménez, con el criterio de Littman. Cuando en 2023 se exhibió parte del conjunto en la ciudad de Adelaida, Australia, su curadora, Magda Carranza, dijo a un medio local que la colección contaba entonces con 400 piezas.

En la sección “Días modernos” de la subasta de Sotheby’s de noviembre pasado se ofrecieron 30 obras de los lotes 511 a 542. Se debe precisar que solo 12 de ellas fueron adquiridas por el matrimonio Gelman, incluido el Siqueiros declarado monumento. Dos más son adquisiciones de Natasha (cuando Littman la asesoraba) y son de Soriano. Las 16 restantes las compró la Fundación Vergel, presidida por el curador, tras la muerte de Natasha. Se encuentra ahí la pieza de María Izquierdo considerada patrimonio nacional, tres obras gráficas de Kahlo y una de Diego Rivera. Estas últimas pertenecían de tiempo atrás, según la ficha de la casa subastadora, a colecciones estadounidenses, a las cuales compró Littman, por lo cual pueden permanecer en el extranjero. Por lo demás, se subastó obra de Leonora Carrington, Gerzso, Tamayo, Carlos Orozco Romero, Mérida, Sergio Hernández, Wolfgang Paalen, Miguel Covarrubias, Emilio Baz Viaud, Mathias Goeritz y Zárraga.

La semilla de la colección de arte mexicano de los Gelman estaba conformada por 95 piezas (más o menos, según la fuente que se consulte) de 18 artistas. Para 2003 contaba ya con 279 obras: 15 de Kahlo, 10 de Rivera, seis de Rufino Tamayo, seis de Carlos Mérida, cuatro de Siqueiros y dos de José Clemente Orozco. De Gunther Gerzso eran 38. También tenía piezas de Francisco Toledo, Juan Soriano y Ángel Zárraga.

Teatro de reputaciones

En abril de 2004, pude ver en exhibición la colección Gelman en Cuernavaca, Morelos. Incluso dialogué con Robert R. Littman, en mi recuerdo, un hombre de cabello rizado, ojos claros, labios delgados y nariz afilada. Fue amable, aunque sus respuestas, en un español más que correcto, pero con acento, eran breves. El encuentro fue días antes de la apertura del Centro Cultural Muros, construido por la sociedad creada entre la empresa transnacional Costco Comercial Mexicana (CM). Tenía meses reporteando la escandalosa demolición del legendario hotel Casino de la Selva por parte de dichas compañías, que construyeron ahí un mall.

Organizados en el Frente Cívico Pro Defensa del Casino de la Selva, un grupo de ciudadanos, entre otros, el cineasta Óscar Menéndez, el fallecido activista y crítico de arte Rafael Ladaga y el poeta Javier Sicilia, denunció la destrucción no solo del patrimonio arquitectónico, que incluía un paraboloide hiperbólico del arquitecto español Félix Candela, sino también la de los murales de los artistas José Reyes Meza, Jorge Flores, Josep Renau y Francisco Icaza, que formaban parte del acervo artístico del antiguo casino. La empresa esgrimía que, al tomar posesión del sitio, un notario dio fe del estado de avanzada destrucción en el que se encontraban el inmueble y sus murales. Para Sicilia era un crimen cultural.

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Seguí el conflicto durante algunos meses. En agosto de 2003 dio un giro sorpresivo cuando la dupla Costco-CM anunció la creación del Centro Cultural Muros, para albergar los restos de los murales restaurados por el Centro Nacional de Conservación y Registro del Patrimonio Artístico Mueble del INBAL. Como la “cereza de los malls” se exhibiría la colección Gelman. Los miembros del Frente Cívico consideraron que la empresa estadounidense buscaba “lavar su reputación”.

Lo cierto es que la noticia sobre el nuevo espacio para tan valiosa colección modificó el curso de la cobertura del conflicto. El tema se colocó en el centro. Poco conocía yo sobre ella, sus orígenes y los personajes vinculados con su atesoramiento y cuidado. Armando Ponce, editor de la sección Cultura en Proceso, me sugirió recurrir en primera instancia al archivo de la revista, hasta hoy dirigido por Rogelio Flores. El propio Armando me contaba apasionado lo que sabía de memoria, remontándose al tiempo en el que Littman, contratado por Televisa, llegó a México a mediados de los ochenta del siglo pasado para dirigir el hoy llamado Museo Tamayo Arte Contemporáneo.

Antes de ese acontecimiento, Littman intentó entrar en contacto con los Gelman desde 1981, ya que planeaba una exposición de Frida Kahlo en la Galería de Arte Grey de Nueva York. Primero les escribió una carta, “pero su abogado los protegía demasiado y no logré librar la barrera” contó a la reportera de Proceso Ana Cecilia Terrazas en una entrevista publicada el 6 de julio de 1988.

Intentó otra vía: contactó a Alberto Raurell, segundo director del Tamayo (luego de Fernando Gamboa). Jacques Gelman “estaba en el Consejo del museo, quiso averiguar sobre mí y conocerme. Después los conocí a los dos y me prestaron las obras que necesitábamos. Posteriormente fui consejero del Museo Tamayo”, dijo Littman en esa entrevista. Ya para entonces, hacia 1983, el curador estadounidense deseaba montar la exposición “El Gran Tea-tro de David Hockney”, pero no hallaba un espacio lo suficientemente grande en Nueva York. Pensó en el Tamayo, pero Hockney y el curador Martin Friedman, del Walker Art Center de Mineápolis, expresaron sus reservas sobre México (exageradas, me atrevo a decir): “Oh, México... Se van a robar las cosas, vamos a tener terremotos”.

En su libro El Tigre. Emilio Azcárraga y su imperio Televisa, Claudia Fernández y Andrew Paxman recuerdan que Rufino Tamayo deseó por años tener un lugar propio para sus obras. El entonces presidente José López Portillo “quiso complacerlo. El Grupo Alfa y Televisa aportaron el dinero para la construcción del inmueble y el gobierno donó el terreno en el Bosque de Chapultepec”. Gelman y Azcárraga eran amigos. El primero asesoraba al dueño de Televisa y a su esposa Paula Cussi en la adquisición de arte; resultaba casi natural que tuviera cierta injerencia en el Tamayo: recomendó a Pierre Schneider, corresponsal de la revista francesa L’Express, y a Bill Lieberman, director del Museo de Arte Moderno de Nueva York, para la supervisión en la instalación de la colección Tamayo. Y recomendó como director al estadounidense de origen cubano Alberto Raurell.

¡Littman, a escena!

A mediados de 1983 la suerte comenzó a cambiar para Litt-man. Pasaría de buscar un espacio a dirigirlo. Logró un acuerdo para montar la exposición de Hockney a principios de 1984 en el Tamayo, “era el espacio perfecto”, y tendría la publicidad de Televisa.

El 29 de junio de 1983, Raurell fue asesinado por resistirse a un asalto dentro de un restaurante de Polanco. La tragedia, que pudo arruinar los planes de la muestra de Hockney, terminó por beneficiar a Littman. En El Tigre… se resume que se necesitaba urgentemente una exposición ya montada. Televisa pidió a Dolores Olmedo Patiño el préstamo de algunas obras de Diego Rivera, pero Tamayo se opuso. Entonces, Azcárraga pidió a Littman ocupar el puesto de Raurell, y la primera propuesta del nuevo director fue, claro, Hockney: “Littman aceptó la oferta de Emilio y a partir de 1984, tomó el mando del Tamayo y se vino a vivir en México. Pero Tamayo reaccionó en contra de Littman criticándolo ante los periodistas por su homosexualidad”.

Tamayo, sigue la narración del libro, se quejaba de los artistas elegidos por el curador neoyorquino; quería un museo para él y sus amigos, y chocó con los objetivos de Televisa. Era 1986 y el Mundial de Futbol en México se acercaba. El artista oaxaqueño jugó bien su balón y, aprovechando la presencia de la prensa internacional, amenazó con ponerse en huelga de hambre si no cumplían sus peticiones. Fue enfático en que había donado su colección de 300 obras pictóricas y escultóricas de artistas de diversos países, valuada en más de 10 millones de dólares, al pueblo de México, no a la familia Azcárraga.

Paisaje con cactus (1931), de Diego Rivera.

Ningún presidente (para entonces era Miguel de la Madrid) y mucho menos un funcionario menor permitiría que la máxima gloria viviente de la pintura mexicana arriesgara así su salud: “¡Tamayo en huelga de hambre! ¿Te imaginas?”,subrayó Armando Ponce al narrarme el suceso. Finalmente, el 23 de mayo de 1986 Televisa anunció su retiro del Museo Tamayo, que se incorporó a la red de museos del INBAL. El hecho volvió a jugar a favor de Littman.

Pasado el Mundial del Futbol, Azcárraga decidió convertir en galería de arte el centro internacional de prensa que se levantó para el torneo, localizado en Campos Elíseos y Jorge Eliot, en Polanco, Ciudad de México. El 30 de octubre de 1986 se inauguró ahí el flamante Centro Cultural Arte Contemporáneo (CCAC). Se ha reconocido como su auténtica promotora a Paula Cussi, de quien Littman ya era asesor en arte.

Como titular del nuevo espacio de arte privado, el curador organizó exitosas exposiciones, a las que no faltó el apoyo publicitario de la televisora: Alexander Calder, Roy Lichtenstein, Salvador Dalí, Marc Chagall, Alberto Giacometti, Edvard Munch, Paul Klee, María Izquierdo, Bartolomé Esteban Murillo, El Greco... La gente acudía en masa, aunque económicamente no redituaba a sus dueños, según se consignó en la prensa de entonces.

La muerte de Raurell no sería la única tragedia que de-terminaría el rumbo en la vida de Littman. Entre su salida del Tamayo y su ascenso a la dirección del CCAC falleció Jacques Gelman, el 22 de julio de 1986, y su viuda asumió la responsabilidad de la colección.

La considerada colección “semilla”, es decir, los cerca de 100 cuadros primigenios, fue adquirida por Jacques, de acuerdo con sus gustos. Mantenía buenas relaciones y amistad con muchos de los artistas, a quienes encargaba, por ejemplo, los retratos de su esposa o determinadas piezas con características especiales. Se sabe que Orozco se negó rotundamente a cumplirle el gusto de retratar a Natasha y, no obstante, le compró piezas.

En una comida en casa de la pintora Ilse Gradwohl, Gunther Gerzso contó a Luis Ignacio Sáinz una anécdota, que me confió en entrevista. Un día le llegó una carta desde Nueva York, en la que Jacques Gelman le pedía un cuadro de determinadas dimensiones, y le envió un trozo de alfombra roja para indicar el color y tono deseado. El pintor de ascendencia húngara “se sintió prostituido” y pensó: “Yo a este pinche viejo no le voy a pintar nada”. Pero siguió leyendo y al llegar a la parte en la que estipulaba el precio, resultaba un dineral. Y terminó diciendo que pintaría lo que quisiera. Jacques llegó a tener alrededor de 40 cuadros de Gerzso, varios, sí, en color rojo, y al final fueron grandes amigos.

A su vez, Miriam Kaiser, investigadora, curadora y exdirectora del Museo del Palacio de Bellas Artes, rememora en entrevista que conoció al empresario ruso desde niña, porque era amigo de sus padres. Ella entró a trabajar muy joven a la Galería de Arte Mexicano de Inés Amor, donde estuvo por 10 años. El matrimonio solía ir, pero jamás los llamó por sus nombres, “siempre fueron para mí el señor y la señora Gelman”.

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Ya trabajando en el sector público, cuando el INBAL requería en préstamo algunas de sus obras, Kaiser misma iba a su casa en Las Lomas, Ciudad de México. Le gustaba revisarlas y seleccionarlas personalmente, supervisar su embalaje y traslado. Jacques solía decirle que no le prestaba a Bellas Artes, sino a ella. Entonces la curadora le reviraba: “No, a mí no, señor Gelman”. Y él le decía: “Pero tú las vas a cuidar”. Él fijaba el monto de los seguros. Ella le pedía que le invitara un cafecito para platicar no solo de anécdotas: “Yo aprendía mucho de su amistad enorme con el señor Gerzso, con Diego Rivera, con el maestro Tamayo, fue amigo de todos ellos porque, aunque fue gente de cine, tenía mucha relación con los artistas [plásticos]”.

El señor Gelman falleció en Houston. A partir de ese momento, Littman apuntaló su presencia con su esposa. Se trasladó de inmediato hasta aquella ciudad: “Cuando murió Jacques en [19]86 fui con ellos a Houston, me encargué de los funerales. Ya éramos amigos desde antes, pero como yo estaba aquí y ellos no tenían parientes, sentía mi responsabilidad el ayudarlos”, dijo el curador a Proceso el 6 de julio de 1998.

Además de enfrentar la pérdida, Natasha, como hemos dicho, se quedó con la responsabilidad de la colección, peroLittman siguió asesorándola. Kaiser evoca que entre ambos había muy buena relación. En 1992, seis años después de la muerte de su esposo, Natasha presta, por primera vez en su historia, el acervo completo para su exhibición en el CCAC, y ahí permanece hasta septiembre de 1998, luego de que Televisa anunciara el cierre definitivo de ese espacio cultural.

A la distancia queda claro que el fallecimiento de Natasha Gelman llevó a Littman al pináculo de su vida y trayectoria. Y marcó el destino de la colección de arte mexicano. Se habló de que Jacques habría dispuesto en su testamento que el conjunto pasara a manos de la Fundación Cultural Televisa, pero la viuda decidió no hacerlo. Por el contrario, ella comenzó a distanciarse de Azcárraga; le pareció impertinente que él llegara a preguntarle si ya tenía dispuesto qué pasaría con las obras cuando muriera. Le irritaba porque “se sentía sana, joven, atlética”, y consideraba a las obras como los hijos que no tuvo, contó Lucero Isaac a Proceso, tras la muerte de Natasha.

Littman explicó en su momento que, además del testamento en el que lo nombró albacea de las obras mexicanas, existía otro para la colección europea. Le sorprendía la insistencia de la reportera Terrazas de Proceso, que quería saber cuándo se haría público el documento: “¿Eso pasa normalmente? ¿Por qué? No estoy diciendo mentiras. No es People magazine […]. Sobre las cosas importantes de los Gelman, que son las colecciones, la gente ya sabe qué pasó. La colección de la Escuela de París se va al Museo Metropolitano de Nueva York; la colección de pintura mexicana es mi responsabilidad y preocupación, para asegurarme de que no se separe, de que quede en México. Todo lo que indique la ley mexicana se seguirá”.

El inminente desalojo de la colección Gelman del CCAC era preocupación generalizada, y su futuro mantenía en alerta a la prensa y al medio cultural. Littman repetía ante la prensa que cumpliría con las premisas del testamento, que contemplaban su exhibición en una instancia privada, para dar cuenta del gusto del matrimonio Gelman por el arte y su tiempo en México. Tanta insistencia resulta sospechosa, hoy podría decirse.

Y llegan las querellas

So pretexto de buscar financiar la conservación e incrementar el acervo, el legado no se estableció en México. Viajó, como ya mencioné, por diversas ciudades, hasta que Littman aceptó el ofrecimiento de regresarlo a Cuernavaca, al Centro Cultural Muros, en los terrenos del derruido Casino de la Selva.

Mediante un cuestionario por correo electrónico, la agencia de comunicación FleishmanHillard, representada entonces por Horacio Loyo, me informó en 2003 que Costco-CM acordó con la Fundación Vergel crear la Fundación Parque Morelos, A. C., con el fin de operar el centro. Unos días después, en un recorrido para prensa, antes de la apertura y con la colección ya montada, Littman me contó que Gerardo Estrada, exdirector del INBAL (1992–2000) y de Asuntos Culturales de la Secretaría de Relaciones Exteriores, era una suerte de “padrino”, pues lo presentó con los dueños de las empresas.

Si entonces no me pareció tan raro, hoy, a la luz de las entrevistas que el exfuncionario ha dado a diversos medios, me pregunto por qué Estrada. En mi conversación con Sáinz también se desliza la cuestión: “¿A cuento de qué?”, se pregunta. Porque, además, como director de Bellas Artes no logró conseguir la colección Gelman para un recinto público. A finales de los noventa, el Museo Nacional de Arte, como parte del Proyecto Munal 2000, le diseñaba un espacio exclusivo a la colección, y se pensó, a la manera del Met, que la sala llevara los nombres de Jacques y Natasha Gelman. Antes de la apertura de Muros, el sociólogo me dijo en entrevista telefónica que lo habló con el albacea, pero él le mostró el testamento, y ahí se indicaba que la colección debía quedarse, en efecto, en México, pero en un museo privado. “Esa era una limitación legal”, enfatizó.

Tal cual: el curador y albacea prefirió los 7 000 metros cuadrados del Centro Cultural Muros, diseñado por los arquitectos Francisco Guzmán y Alejandro Bernardi, construido en vecindad con el enorme mall de más de 70 000 metros cuadrados y marcado por la huella de la destrucción de un antiguo símbolo cultural morelense: el Casino de la Selva. Hoy, el inmueble es sede de Papalote Museo del Niño.

En opinión de Sáinz, Rafael Tovar y de Teresa, entonces presidente del desaparecido Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (hoy Secretaría de Cultura), nunca tomó las medidas para proteger ese acervo. Falleció en diciembre de 2016.

En su columna del 20 de noviembre de 2024 en El Universal, Adriana Malvido fue contundente: desde que Natasha Gelman firmó su testamento en 1993, el Gobierno mexicano tuvo décadas para “negociar la permanencia del legado en nuestro país, ofrecer garantías de conservación en un espacio seguro, diseñar un plan de divulgación y acceso al público, idear cómo y con quiénes lograr un proyecto sostenible. Pero las políticas públicas a largo plazo no existen y ni los gobiernos panistas, priistas o morenistas tuvieron la sensibilidad para valorar una colección como esta”.

A toro pasado y como si no hubiera sido funcionario público, Estrada declaró al periódico Reforma el 18 de noviembre pasado que el Gobierno “desdeñó adquirir el acervo Gelman”. Afirmó que Littman pidió 200 millones de dólares para venderlo al Estado (dos terceras partes de su valor, si recordamos que originalmente estaba valuado en 300 millones de dólares), pero “el Gobierno nunca ha querido destinar nada para la compra de esa colección, y creo que es una decisión equivocada”.

Ana Garduño, investigadora del coleccionismo en México y estudiosa de acervos como los de Álvar Carrillo Gil y Marte R. Gómez, me comenta que uno de los problemas del Gobierno es la falta de una política de adquisiciones. Cuando se le presentan ofertas como las de estos dos coleccionistas ilustres, quienes finalmente casi donaron su legado a museos públicos, los avalúos son a “precios muy castigados”.

El convenio entre la Fundación Vergel y la Fundación Parque Morelos preveía la exhibición de la colección Gelman completa, durante unos 15 años. Todo parecía marchar bien; incluso Littman rechazó la solicitud de la Tate Gallery de Londres para montar una exposición sobre Frida Kahlo. Como se ve, los augurios iniciales para el Centro Cultural Muros eran buenos.

Pero no sobrevivió ni un lustro. En noviembre de 2008 la zozobra se tendió sobre la colección, cuando Littman fue demandado en tribunales con el fin de inhabilitarlo como albacea. El curador temió ser despojado y retiró presto la colección, suspendiendo cualquier exhibición aquí y en el extranjero.

A 10 años de la muerte de la señora Gelman, el abogado Francisco Enrique Fuentes Olvera, hijo del controvertido litigante Enrique Fuentes León (quien había sido sentenciado a cinco años de prisión por el presunto secuestro de la bailarina y coreógrafa Nellie Campobello), reclamó ser nombrado único y universal heredero de la sucesión intestamentaria de los bienes de Natasha. El pleito había iniciado en realidad en noviembre de 2006, pero Littman no fue notificado sino hasta dos años después. Relaté en 2008 que un año antes, mientras se celebraba el centenario del natalicio de Frida Kahlo en el Palacio Bellas Artes, con la exposición “Frida Kahlo. 1907–2007”, el curador estadounidense se enteró de que una juez ordenó el aseguramiento de las obras prestadas al INBAL.

La colección de arte mexicano de los Gelman es (¿era?)tan extensa y coherente que habitualmente era utilizadacomo base de guiones museográficos sobre la vida en el Méxicoposrevolucionario, como en esta exposición en el Centro CulturalZamek en Polonia.

Y es que al abrirse el testamento público de Natalia (Natasha) Zahalka Krawak, viuda de Gelman, ante el notario público 103 de la Ciudad de México, Armando Gálvez Pérez Aragón, resultó que no había un heredero universal. Lo que se estipulaba era la entrega de tres legados: 25% de la venta de uno de sus inmuebles para cada uno de los asistentes personales de la viuda —chofer y mucama—, quienes aceptaron una cantidad en efectivo para no tener que esperar a dicha venta. A Littman se le legó el acervo de 95 obras de arte mexicano, con la obligatoriedad de conservarla íntegra y exhibirla en un museo privado. Asimismo, el 100% de otra propiedad y 50% de la que se repartía con los asistentes personales se destinarían para la conservación y el mantenimiento de la obra. El tercer tanto eran 10 000 dólares para Mario Sebastián Krawak, hermano de Natasha.

El albacea cumplió lo dispuesto en cuanto a los dos primeros tantos, pero argumentó no haber encontrado al hermano. Curiosamente, su nombre fue localizado en el directorio telefónico por Fuentes Olvera, quien le ofreció no 10 000, sino 20 000 dólares por la cesión de sus derechos hereditarios. Sebastián falleció al poco tiempo y fue cuando Fuentes Olvera demandó ser reconocido como heredero universal intestamentario y albacea de la viuda de Gelman. Pidió, asimismo, la remoción de Littman.

Fuentes Olvera parecía ganar el primer round cuando la Tercera Sala Familiar y la jueza 21º Familiar, Celia Carmen Santos Herrera, ambas del Tribunal Superior de Justicia del entonces Distrito Federal, le concedieron todo al abogado Fuentes y se le declaró cesionario de Mario Sebastián Krawak —único y universal heredero de la sucesión intestamentaria de bienes—, y fue designado albacea.

Claro, Littman no había llegado hasta donde se encontraba como para dejarse ganar así. Al menos ya tenía resguardada la colección en un lugar secreto. Su defensa interpuso diversos amparos y refutó que Fuentes Olvera no podía ser albacea, pues, aunque quisieran removerlo a él, tendrían que ser reconocidas como albaceas sustitutas la abogada Janet C. Neschis y la jueza Marylin Gelfand Bloom de Diamond, consejeras de la Gelman Foundation, quienes habían sido designadas por Natasha en su testamento, el cual, según Littman, no se había anulado en ningún momento. Finalmente lograron revertir la sentencia.

Pero aún no se tecleaba el punto final. Cuando todo parecía resuelto en favor de Littman, el hijo de Cantinflas, Mario Arturo Moreno Ivanova, apareció para reclamarse heredero. Alegaba que los Gelman habían sido sus padrinos y siempre lo quisieron como a un hijo, y acusó a Littman, con supuestos dictámenes médicos, de haberse aprovechado de que Natasha padecía alzhéimer antes de morir. La Procuraduría de la Ciudad de México, entonces a cargo de Miguel Ángel Mancera, concluyó que Moreno Ivanova había presentado documentos falsos.

La prensa consignó que Moreno Ivanova no pudo demandar a Littman en Nueva York, a pesar de que su procedimiento jurídico rocambolesco incluía la colección de arte europeo donada al Met, la cual, alegaba, había sido adquirida en un dólar, hecho que le parecía fraudulento. Y no pudo hacerlo porque contaba con órdenes de aprehensión en su contra en Estados Unidos. Moreno Ivanova falleció el 15 de mayo de 2017 a los 57 años, sin ver un centavo de dólar. De cualquier forma, en 2008 se dio a conocer la prescripción de los supuestos delitos de que se acusaba al curador neoyorquino.

Reconocido finalmente como legítimo albacea, Robert R. Littman se alzaba nuevamente con la colección. Sin certeza de lo que motivaba en el trasfondo al abogado Fuentes Olvera o a Moreno Ivanova, se sabía que de haber ganado en sus juicios no habrían estado obligados a cumplir los mandatos de Natasha Gelman: mantener unida la colección y exhibirla en México, como Littman lo había hecho en Cuernavaca. Bien podrían haberla disgregado cuadro por cuadro. “Se perdería así un legado que estaba a la mano del público mexicano”, escribí entonces.

Pero las noticias trágicas no dejaban de enturbiar la colección Gelman. La tarde del 13 de marzo de 2013, el notario Gálvez Pérez Aragón, responsable en 1998 de la adjudicación de los bienes de Natasha Gelman a Littman, fue asesinado luego de salir de un banco en Polanco, en la esquina de avenida Presidente Masaryk y Molière, cuando viajaba en su camioneta del lado del copiloto. Las autoridades presumieron que fue víctima de un ataque directo.

Algunas notas lo vincularon con el otorgamiento de permisos a edificaciones ilícitas, pero la mayoría de los medios destacaron su relación con presuntos fraudes en la cesión de obras de arte de pintores como Picasso, Miró, Braque, Gris, Mondrian, entre otros. En la investigación, se dijo, estaban involucrados Mario Moreno Ivanova y funcionarios estadounidenses. Se referían, pues, a la colección de maestros europeos de la Gelman.

En El Universal, el 14 de marzo de 2013, se consignaron declaraciones del procurador general de Justicia del DF, Rodolfo Ríos Garza, quien detalló que el notario “estuvo vinculado a la acusación de administración fraudulenta por un caso investigado por la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, que data de 2008, sobre la colección que recopiló el matrimonio Gelman, y que contiene 95 obras de artistas mexicanos, entre los que están Frida Kahlo, Diego Rivera, Rufino Tamayo, David Alfaro Siqueiros, Francisco Toledo y Juan Soriano”. El denunciante, añadió la reportera Claudia Bolaños, es el abogado Francisco Fuentes Olvera, quien exige los derechos del acervo.

Días de baile y arte. Él, ruso de San Petersburgo,llegó a México ya con patrimonio y conocimiento de la industriacinematográfica; ella, de Moravia, también de buena familia.Se conocieron y casaron en México en 1941. Buena parte de sufortuna la invirtieron en crear tres colecciones de arte, de lasmás espectaculares del mundo (Cortesía).

El ganón

Al final, Littman y la Fundación Vergel siguieron en posesión del acervo mexicano, que continuó viajando por el mundo, en lugares como la Galería de Arte de Nueva Gales del Sur, en Sídney, Australia (2016) o el Frist Art Museum, de Nashville, Tennessee, Estados Unidos (2019). En este último país visitó desde 2019 diferentes ciudades, entre ellas Raleigh, en Carolina del Norte, y West Palm Beach, en Florida. De mayo a octubre de 2021 se presentó en el Museo de Arte Moderno Cobra, en Países Bajos. Luego, de febrero a junio de 2023 estuvo en el Centro Cultural San Gaetano en Padua, Italia.

El último registro que encontré fue la exposición “Frida Kahlo-Diego Rivera: amor y revolución”, con más de 150 objetos, entre fotografías, obras y una colección de trajes de tehuana. Se pudo ver del 24 de junio al 17 de septiembre de 2023 en Adelaida, Australia, ciudad número 70 en acoger la muestra, según declaró la curadora Tansy Curtin.

Qué suerte tiene el público en el extranjero: el acervo no se ha mostrado aquí en años. Es decir, sigue sin cumplirse la voluntad testamentaria de Natasha Gelman de mantenerlo unido y exhibido en un espacio privado, pero en México. ¿Qué se puede hacer? ¿Hay alguna disposición legal que obligue al albacea a respetar lo que, según él mismo, contiene el testamento, del cual es beneficiario? Máxime si en la lista están las obras declaradas patrimonio.

El especialista en legislación cultural Bolfy Cottom me explica que una disposición como tal no existe, pues los derechos de sucesión testamentaria corresponden al ámbito privado y dependen estrictamente de la buena voluntad de los particulares. Sin embargo, señala que el INBA sí está obligado a dar seguimiento al acervo, a tener mayor transparencia en su actuación y a advertir a los propietarios de obras patrimoniales sobre sus obligaciones. Asimismo, debe monitorear periódicamente el estado y la ubicación de los bienes, sencillamente porque son del interés del Estado. Si bien Cottom celebra que el instituto lograra detener la subasta del cuadro de María Izquierdo, lamenta que se llegara al punto de desconocer qué tan desbalagado está el conjunto artístico atesorado por los Gelman.

Los propietarios de obras declaradas patrimonio de México están obligados a cumplir con normas, como la prohibición de exportarlas definitivamente. Es decir, deben permanecer en nuestro país, aunque cambien de propietario. Es un aspecto cuestionado recientemente por Juan Rafael Coronel Rivera, nieto de Diego Rivera, quien declaró a la reportera Niza Rivera de Proceso que el cuadro de Siqueiros, vendido en 72 000 dólares, con la advertencia de ser entregado en México, debió alcanzar precios mucho más altos, pero nadie se arriesga a adquirir un bien si no puede llevarlo adonde desee.

Es un viejo debate, y Cottom hace notar que el fin de la Ley de Patrimonio es proteger bienes arqueológicos, históricos y, en este caso, artísticos de “interés nacional”. Se ha dicho que la ley no tiene los “dientes” o “armas” suficientes para proteger en casos como el de la subasta, por tratarse de una propiedad particular. No obstante, el especialista contraargumenta que la ley protege, pero requiere de otros elementos para que sea eficaz, como una autoridad clara y preparada para actuar con los procedimientos establecidos, recursos económicos y personal.

Hay sanciones administrativas y penales, establecidas en el artículo 53 de la ley, que dice: “Al que por cualquier medio pretenda sacar o saque del país un monumento arqueológico, artístico o histórico, sin permiso del Instituto competente [en este caso el INBAL], se le impondrá prisión de cinco a 12 años y de 3 000 a 5 000 días multa”.

¿Y ahora qué?

La subasta en Nueva York sacó a la luz 30 piezas de la colección Gelman, pero ¿dónde está el resto? Parece que volvemos a los inciertos días de 2008, cuando las obras fueron sacadas del Centro Cultural Muros para ser escondidas y desde entonces no volvieron a mostrarse.

Ana Garduño me confía que en los círculos de coleccionistas y galerías corren versiones en el sentido de que un coleccionista regiomontano adquirió la colección, y en algún momento se dará a conocer y se anunciará su sede definitiva. Le pregunto si es el mismo que subastó las obras de Sotheby’s. Al parecer, responde, son dos coleccionistas distintos, pero uno de ellos sí desea conservar sus obras.

Menos optimista, Bolfy Cottom expresa preocupación por la falta de información pública sobre el paradero de las obras no subastadas; teme la disgregación del acervo. Lamenta que el INBAL no hubiese actuado antes, sino hasta que se aireó en medios la subasta.

Sáinz, quien ha escrito varios textos para los catálogos de la casa Morton Subastas, cree posible que las obras subastadas en noviembre sean apenas un asomo de lo que realmente se ha vendido fuera de subasta pública, como se acostumbra en muchas subastadoras. Son comunes, asímismo, los tratos de coleccionista a coleccionista, o con un intermediario que ofrece al demandante lo que el vendedor está ofreciendo.

No obstante, me parece inaudito, aunque no imposible, que Littman se hubiera desprendido del conjunto de obras de Frida Kahlo, del cual se sentía tan orgulloso. No solo él: su esposo Sully Bonnelly mostró su satisfacción por poseer juntos el acervo y haberlo enriquecido con la colección de trajes de tehuana que evocan la vestimenta que luce Frida en algunos autorretratos. ¿Pasó el entusiasmo? Hace mucho tiempo que habló de ello.

Sáinz, quien ha escrito varios textos para los catálogos de la casa Morton Subastas, cree posible que las obras subastadas en noviembre sean apenas un asomo de lo que realmente se ha vendido fuera de subasta pública, como se acostumbra en muchas subastadoras.

El 29 de septiembre de 2021 el diario New Jersey Hispano publicó una entrevista en la que Bonnelly declara que él y Littman poseen “una colección que pertenece a nuestra Fundación Vergel, realmente le pertenece al legado de México, y viaja porque hay que verla, el mundo quiere verla”. Añade el medio que la colección es itinerante, y que cuando las obras no se exhiben son preservadas en México. ¿Dónde exactamente? No lo revela.

De Littman, ahora de 84 años, poco puede leerse ya, aunque Bonnelly suele publicar en sus redes sociales, hablando de su producción creativa, y en diciembre pasado celebrando su cumpleaños 68. No aparece junto a él Robert Littman, pero no es difícil imaginarlo detrás de la lente que capta sonriente al diseñador.

Su Fundación Vergel no cuenta con sitio web. En el sitio CauseIQ1, dedicado a recopilar y vender información sobre asociaciones sin fines de lucro, de recaudación de fondos y semejantes, aparecen como últimos movimientos fiscales los realizados en 2022, con ingresos totales de 742 055 dólares; gastos totales por 578 484 dólares, y activos, 6 466 659 dólares. Declara no tener empleados, y cita a Littman, presidente, con una compensación de 200 000 dólares, y a Bonnelly, director, con 100 000 dólares. Su abogado John B.Koegel es tesorero, pero no reporta ingresos.

¿Había necesidad de vender la colección? El círculo parece cerrarse en el mismo punto, y sin respuestas. El público mexicano puede ver en televisión abierta las películas de Cantinflas, pero no sabemos si algún día volverá a mostrarse la colección Gelman, que marcó profundamente la cultura de México.

Recuerdo una frase con la cual Sáinz inicia su ensayo “Salmo de David y teatralidad del poder”, en su libro Ensayos en espiral, publicado el año pasado: “La ambición carece de palabra y la muerte es una moneda de uso corriente en los tiempos del Renacimiento”.

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1. Se puede revisar en esta liga: https://www.causeiq.com/organizations/vergel-foundation,134027930/

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La colección Gelman: el tesoro que México simplemente dejó ir

La colección Gelman: el tesoro que México simplemente dejó ir

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2025
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Una pareja acaudalada que tenía un gusto visionario por el arte moderno y las destrezas sociales que podían financiarlo y sostenerlo; un oscuro curador estadounidense cuyas habilidades no eran menos y logró ganarse la confianza de la pareja; un enjambre de personajes menores que, entre la inmoralidad o la simple negligencia, provocaron que una de las colecciones de arte más espectaculares del siglo XX se perdiera en la bruma: esta historia lo tiene todo, incluido un quebranto al patrimonio artístico mexicano que quizá lamentaremos por décadas.

A finales de noviembre pasado, la noticia de la subasta en la casa Sotheby’s de Nueva York de varias obras de la codiciada colección Gelman se sintió como una bofetada. O más precisamente: se sintió como si, tras años de observar un caso en apariencia enquistado, los acontecimientos alrededor de él se aceleraran de súbito, tomando al observador con la guardia baja. A la observadora, quiero decir. Yo misma.

Las preguntas se empezaron a acumular: ¿Robert R. Littman, albacea, curador, responsable de la colección, se desprendía realmente de ella? La ausencia de su nombre y la mención de un anónimo “coleccionista de Monterrey” que la subastaba parecían dar la certeza de que no la vendía él. ¿Cuándo, entonces, se deshizo de ella? ¿Cómo lo hizo? ¿Así nomás? Y, desde luego: ¿qué estaban haciendo al respecto el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL) y la Secretaría de Cultura? Porque al menos dos obras de la lista que se difundió en los medios, Siqueiros por Siqueiros, de David Alfaro Siqueiros, y Caballos en el circo, de María Izquierdo, tienen declaratoria de patrimonio nacional.

A lo largo de 25 años trabajé en las páginas de Cultura de la revista Proceso. En buena parte de ese tiempo seguí lo que estaba sucediendo con ese acervo privado, uno que representa de una forma muy particular, valiosa, la historia del arte (la historia, punto) en la primera mitad del siglo XX.

De los pasajes que pude conocer sobre el caso, uno siempre me provocó particular malestar. Hacia finales de 2008, Littman debió enfrentar en tribunales mexicanos al abogado Enrique Fuentes Olvera y a Mario Arturo Moreno Ivanova, hijo de Mario Moreno, Cantinflas. Varios de los expertos con los que conversé coincidieron en algo: era preferible que el curador neoyorquino conservara el legado, para garantizar su permanencia en México. Hoy pienso: ¿por qué ese afán?

No creo que se tratara de una fe ciega en las “bondades” de los mecenas, sponsors o multimillonarios, a quienes crear fundaciones culturales o colecciones de arte para “compartir” con el público por medio de exposiciones temporales les reditúa monetariamente y en prestigio. Raquel Tibol, crítica de arte, resumió la postura en una de sus columnas en Proceso, justo cuando 100 obras de maestros europeos que formaban parte de la colección del matrimonio de Jacques y Natasha Gelman fueron entregadas al Museo Metropolitano de Nueva York (The Met): “Natasha viuda de Gelman no opina, como Lila Acheson Wallace [famosa filántropa estadounidense, fundadora del Reader’s Digest], que los generadores del dinero que le permitió dedicarse al costoso hobby del coleccionismo tienen un cierto derecho moral a compartir los grandiosos beneficios de la plusvalía. El egoísmo de los ricos tiene razones que la cultura de los muchos no comprende”.

“Natasha viuda de Gelman no opina, como Lila Acheson Wallace, que los generadores del dinero que le permitió dedicarse al costoso hobby del coleccionismo tienen un cierto derecho moral a compartir los grandiosos beneficios de la plusvalía. El egoísmo de los ricos tiene razones que la cultura de los muchos no comprende”.

Pude conocer tal colección de obras europeas en el Met en diciembre de 2008. Hasta hoy permanece ahí, sin sobresaltos, en las galerías 904 a 907 —distinguidas con el nombre del matrimonio Gelman—, con obras de Francis Bacon, Pierre Bonnard, Georges Braque, Fernand Léger, Salvador Dalí, Jean Dubuffet, Paul Klee, Henri Matisse, Joan Miró, Juan Gris y Pablo Picasso, por mencionar solo a algunos maestros.

La noticia de la desintegración del conjunto de obras mexicanas, entonces, fue la prolongación de ese malestar un tanto incierto. Si Littman se había afanado en que se entregaran al Met las obras de maestros europeos, ¿por qué se desentendía del compromiso de exhibir íntegra la “parte mexicana” en nuestro país y de cumplir con las leyes nacionales? Era su obligación, y así lo había reconocido él mismo ante varios medios de comunicación a mediados de 1998, cuando dio a conocer que había sido nombrado albacea del acervo. Y si bien las argucias legales pueden tomar caminos intrincados (el cumplimiento de testamentos del orden privado, lo sabemos, se complica a la menor provocación), de cualquier forma tenía el deber moral de respetarla última voluntad de Natasha Gelman.

Give me a break!”, tal vez diría hoy Littman, si le interesara hablar. Algo similar me respondió en 2004, cuando le pregunté si pediría apoyo de alguna institución pública para que la colección permaneciera en México: “¿Puede el Gobierno prometer para más de un sexenio?”. La promesa del albacea no llegó ni a cinco años.

Inicialmente, para cumplir con las disposiciones testamentarias, el curador neoyorquino creó en 1999, en Nueva York, la Fundación Vergel. Se llamó así porque los Gelman vivían en Cuernavaca, Morelos, en el número 25 de la calle Vergel, en el fraccionamiento Palmas-Chipitlán.

Además de las responsabilidades como albacea, Littman debía seguir las disposiciones legales de protección a los bienes culturales de México, como la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos (que data de 1972), pues las obras de Frida Kahlo, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y María Izquierdo están declaradas patrimonio artístico. Tal estatus no significa que no puedan ser propiedad privada o pasar de un dueño a otro, pero deben permanecer dentro del país.

Give me a break!”, tal vez diría hoy Littman, si le interesara hablar. Algo similar me respondió en 2004, cuando le pregunté si pediría apoyo de alguna institución pública para que la colección permaneciera en México: “¿Puede el Gobierno prometer para más de un sexenio?”. La promesa del albacea no llegó ni a cinco años.

El propio albacea la ha calificado como la segunda colección de arte mexicano más importante del mundo —después de la de Dolores Olmedo—, por la cantidad de obras de Kahlo y Rivera que integra. Por su parte, Ana Garduño, historiadora de arte estudiosa del coleccionismo, considera que el conjunto es destacable por ser “muy vistoso y colorido […], da una idea alegre y optimista del arte mexicano”, y aporta una mirada distinta a la predominante en torno a Kahlo, que, como sabemos, pintó reiteradamente su sufrimiento vital.

Lo que sigue es una inmersión en la historia, en los recuerdos, en los archivos de Proceso y en la abundante documentación que a lo largo de décadas se ha generado en torno a la colección Gelman. Aspiramos a reconstruir el laberinto de la disputa inusitada y explicar por qué su desintegración es una pérdida enorme para México.

En la colección “semilla” se contaban, a inicios de este siglo, 15 obras de Frida Kahlo (foto: Dawid Tatarkiewicz vía ZUMA Wire).

El arte de la amistad y demás truculencias

La historia de la colección Gelman se remonta a los años cincuenta del siglo pasado, y en ella figura un desfile de personajes que no solo involucra a sus creadores, el millonario empresario y productor cinematográfico Jacques Gelman y su esposa Natalia Zahalka Krawak (Natasha Gelman). Aparecen Cantinflas, el mayor cómico mexicano, y su hijo Moreno Ivanova; el muralista Diego Rivera, amigo del matrimonio; el artista oaxaqueño Rufino Tamayo; el empresario Emilio Azcárraga Milmo, el Tigre, quien fue propietario de Televisa, y funcionarios públicos de distinta índole y época.

Y en la historia tiene su lugar, por supuesto, Robert Roos Littman —Bob, entre sus allegados—, el hombre que antes de llegar a nuestro país fue director de la Galería de Arte y Centro de Estudios Grey de la Universidad de Nueva York, donde a mediados de los ochenta montó la célebre exposición “Picasso: The Last Years, 1963–1973”. También hay que considerar a su esposo, Sully Bonnelly, diseñador de modas estadounidense nacido en República Dominicana; su boda en enero de 2012 fue destacada en las páginas sociales de The New York Times.

El curador neoyorquino supo granjearse el aprecio y la confianza, seguro hasta el cariño, de Natasha Gelman, fallecida en Cuernavaca el 2 de mayo de 1998. El Diario Judío y la revista Fortuna, entre otros medios, publicaron que tanto el FBI como la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal investigaban un supuesto fraude, dado que la viuda, quien se acercaba a su novena década de vida, tenía su salud física y mental cada vez más deteriorada, y que de ello se aprovechó Littman para resultar beneficiado en el testamento. Padecía alzhéimer, adujo en tribunales Moreno Ivanova.

Nada de ese final brumoso podía adivinarse en la época en que la pareja de coleccionistas arribó a México, cada uno por su parte, para más tarde unir sus vidas, luego de que el empresario se enamorara de ella casi al conocerla. Jacques Gelman nació el 1 de noviembre de 1909, en San Petersburgo, Rusia, en el seno de una familia de terratenientes dedicada a la explotación de la madera. Se ha dicho que no venía necesariamente a “hacer la América”, pues provenía de buena familia. Sus padres lo enviaron a Europa Occidental y en su paso por París trabajó en la distribuidora cinematográfica Pathé Films. Llegó a México en 1938.

Los antecedentes de Natasha Zahalka guardan mayor enigma. Nació en Moravia, en lo que hoy es la República Checa, en 1912. Se casaron en México en 1941 y, debido a la Segunda Guerra Mundial, decidieron no volver a Europa. Ese mismo año, en un espectáculo en el Teatro Follies Bergere, cerca de la Plaza Garibaldi, Jacques descubrió a Cantinflas. Se propuso producir la primera película del cómico genial, y para ello creó la compañía Posa Films, en sociedad con el actor Santiago Reachi. Y así nació Ni sangre ni arena. Produjeron 39 en total, dirigidas por Alejandro Galindo.

El movimiento clave: Gelman decidió invertir el 35% de sus rendimientos en la formación de tres colecciones de arte: una de maestros europeos, otra de arte mexicano (que se inició con el retrato de Natasha realizado en 1943 por Diego Rivera) y una más de piezas de arte precolombino, “de la cual —reflexiona el investigador, ensayista y crítico de arte Luis Ignacio Sáinz en entrevista— prácticamente no se habla”.

A partir de allí, ¿qué pasa? ¿Intriga, melodrama, suspenso, thriller? ¿Cómo podríamos inscribir la trama sobre la colección Gelman? Seguramente no en el tipo de comedias de Cantinflas. Cualquier relato se antoja tremebundo, rodeado de circunstancias insólitas, muchas incógnitas, contradicciones entre una versión (publicada o no) y otra y demasiados cabos sin atar. Algunos de sus participantes (protagonistas o los que desempeñaron un rol mínimo) han muerto. Por su papel y triste destino, sobresale Armando Gálvez Pérez Aragón, notario que dio fe del testamento de Natasha, quien fue asesinado a tiros en las calles de la Ciudad de México, el 14 de marzo de 2013. Otros —como el propio Robert R. Littman— se han alejado por completo de la vida pública o mantienen un perfil bajo. Diría que su técnica pictórica preferida es el sfumato.

La historia ha navegado lo mismo por las secciones culturales de diarios y revistas que por las de asuntos judicialesy nota roja, pasando por las de espectáculos y farándula, para estacionarse en las páginas rosas, de la alta sociedad, las del corazón, las pasarelas y la moda. Acaso la vida de los Gelman tuvo un movimiento similar cuando sus negocios estaban en apogeo y viajaban sin límites de sus casas en la Ciudad de México a la de Nueva York o a Cuernavaca, con todo y sus valiosas obras de arte. Se daban el lujo de comer viendo un desnudo de Bonnard o tal vez meditar ante un Picasso o un Rivera. Por descontado, sus residencias fueron escenario de reuniones y fiestas para sus amigos, artistas, empresarios y políticos nacionales e internacionales, que comenzaron a alejarse “cuando Natasha empezó a perder la memoria progresivamente”, según relató Lucero, exesposa del cineasta Alberto Isaac, a Proceso, luego de la muerte de la viuda de Gelman.

Las sedas y los encajes, los vestidos largos, los peinados, los esmóquines, las sonrisas, los bailes en las fotos históricas muestran a la pareja Gelman y a sus amigos felices, regocijados. Los retratos que diferentes artistas le hicieron a Natasha son elocuentes al mostrarla con vestidos de fiesta, peinados altos y enjoyada. Toda proporción guardada, sería fácil imaginar ahora algo parecido en la vida de Robert R. Littman. Las escasas fotografías que, a fuerza de hurgar, aparecen en la web lo muestran en alguna que otra reunión o cena de lujo en Nueva York, en viajes a las pirámides de Giza o en Venecia. Más allá de esas estampas y alguna entrevista que dio a medios, se sabe poco de él.

La novia asustada al ver la vida abierta (1939), de Frida Kahlo.

La colección ha despertado las más altas y bajas pasiones: desde la apreciación del arte por el arte hasta la no ilegal pero siempre cuestionada instrumentalización como negocio; desde la subasta en Sotheby’s —una simple inversión recuperable a futuro— hasta la ambición pura, la envidia, los pleitos y los procesos judiciales en pos de su apropiación. Cuando la señora Gelman falleció, la colección estaba valuada en 300 millones de dólares.

El sueño de tenerla, aunque fuese temporalmente, cruzó fronteras. Museos de diferentes países, como el Reina Sofía de España, la Fundación Proa en Argentina y el Palacio Imperial en Brasil, por mencionar solo algunos, pagaron alto el precio por el goce de exhibirla en sus salas. ¿Cuánto? Se desconoce. Pero podemos hacer cálculos. En El Universal leemos que el Gobierno español hizo un contrato por 6.5 millones de euros anuales (cerca de 139 millones de pesos mexicanos) por tener 330 obras europeas de la colección Carmen Thyssen, frente a la cual la Gelman no desmerece. Otra referencia: la renta de la colección Dolores Olmedo Patiño al Parque Aztlán en Chapultepec, Ciudad de México, se acerca a los 450 000 dólares anuales, y se incluyen las obras de Frida Kahlo y Diego Rivera, además de piezas prehispánicas.

La semilla de la colección de arte mexicano de los Gelman estaba conformada por 95 piezas (más o menos, según la fuente que se consulte) de 18 artistas. Para 2003 contaba ya con 279 obras: 15 de Kahlo, 10 de Rivera, seis de Rufino Tamayo, seis de Carlos Mérida, cuatro de Siqueiros y dos de José Clemente Orozco. De Gunther Gerzso eran 38. También tenía piezas de Francisco Toledo, Juan Soriano y Ángel Zárraga. Con lo ganado por la renta de la colección, se adquirieron obras de Nahúm B. Zenil, Gabriel Orozco, Jan Hendrix, Betsabeé Romero, Thomas Glassford, Francis Alÿs, Sergio Hernández, Silvia Gruner, Stefan Brüggemann, Santiago Sierra, Héctor García, Graciela Iturbide, Magali Lara, Gerardo Suter y Cisco Jiménez, con el criterio de Littman. Cuando en 2023 se exhibió parte del conjunto en la ciudad de Adelaida, Australia, su curadora, Magda Carranza, dijo a un medio local que la colección contaba entonces con 400 piezas.

En la sección “Días modernos” de la subasta de Sotheby’s de noviembre pasado se ofrecieron 30 obras de los lotes 511 a 542. Se debe precisar que solo 12 de ellas fueron adquiridas por el matrimonio Gelman, incluido el Siqueiros declarado monumento. Dos más son adquisiciones de Natasha (cuando Littman la asesoraba) y son de Soriano. Las 16 restantes las compró la Fundación Vergel, presidida por el curador, tras la muerte de Natasha. Se encuentra ahí la pieza de María Izquierdo considerada patrimonio nacional, tres obras gráficas de Kahlo y una de Diego Rivera. Estas últimas pertenecían de tiempo atrás, según la ficha de la casa subastadora, a colecciones estadounidenses, a las cuales compró Littman, por lo cual pueden permanecer en el extranjero. Por lo demás, se subastó obra de Leonora Carrington, Gerzso, Tamayo, Carlos Orozco Romero, Mérida, Sergio Hernández, Wolfgang Paalen, Miguel Covarrubias, Emilio Baz Viaud, Mathias Goeritz y Zárraga.

La semilla de la colección de arte mexicano de los Gelman estaba conformada por 95 piezas (más o menos, según la fuente que se consulte) de 18 artistas. Para 2003 contaba ya con 279 obras: 15 de Kahlo, 10 de Rivera, seis de Rufino Tamayo, seis de Carlos Mérida, cuatro de Siqueiros y dos de José Clemente Orozco. De Gunther Gerzso eran 38. También tenía piezas de Francisco Toledo, Juan Soriano y Ángel Zárraga.

Teatro de reputaciones

En abril de 2004, pude ver en exhibición la colección Gelman en Cuernavaca, Morelos. Incluso dialogué con Robert R. Littman, en mi recuerdo, un hombre de cabello rizado, ojos claros, labios delgados y nariz afilada. Fue amable, aunque sus respuestas, en un español más que correcto, pero con acento, eran breves. El encuentro fue días antes de la apertura del Centro Cultural Muros, construido por la sociedad creada entre la empresa transnacional Costco Comercial Mexicana (CM). Tenía meses reporteando la escandalosa demolición del legendario hotel Casino de la Selva por parte de dichas compañías, que construyeron ahí un mall.

Organizados en el Frente Cívico Pro Defensa del Casino de la Selva, un grupo de ciudadanos, entre otros, el cineasta Óscar Menéndez, el fallecido activista y crítico de arte Rafael Ladaga y el poeta Javier Sicilia, denunció la destrucción no solo del patrimonio arquitectónico, que incluía un paraboloide hiperbólico del arquitecto español Félix Candela, sino también la de los murales de los artistas José Reyes Meza, Jorge Flores, Josep Renau y Francisco Icaza, que formaban parte del acervo artístico del antiguo casino. La empresa esgrimía que, al tomar posesión del sitio, un notario dio fe del estado de avanzada destrucción en el que se encontraban el inmueble y sus murales. Para Sicilia era un crimen cultural.

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Seguí el conflicto durante algunos meses. En agosto de 2003 dio un giro sorpresivo cuando la dupla Costco-CM anunció la creación del Centro Cultural Muros, para albergar los restos de los murales restaurados por el Centro Nacional de Conservación y Registro del Patrimonio Artístico Mueble del INBAL. Como la “cereza de los malls” se exhibiría la colección Gelman. Los miembros del Frente Cívico consideraron que la empresa estadounidense buscaba “lavar su reputación”.

Lo cierto es que la noticia sobre el nuevo espacio para tan valiosa colección modificó el curso de la cobertura del conflicto. El tema se colocó en el centro. Poco conocía yo sobre ella, sus orígenes y los personajes vinculados con su atesoramiento y cuidado. Armando Ponce, editor de la sección Cultura en Proceso, me sugirió recurrir en primera instancia al archivo de la revista, hasta hoy dirigido por Rogelio Flores. El propio Armando me contaba apasionado lo que sabía de memoria, remontándose al tiempo en el que Littman, contratado por Televisa, llegó a México a mediados de los ochenta del siglo pasado para dirigir el hoy llamado Museo Tamayo Arte Contemporáneo.

Antes de ese acontecimiento, Littman intentó entrar en contacto con los Gelman desde 1981, ya que planeaba una exposición de Frida Kahlo en la Galería de Arte Grey de Nueva York. Primero les escribió una carta, “pero su abogado los protegía demasiado y no logré librar la barrera” contó a la reportera de Proceso Ana Cecilia Terrazas en una entrevista publicada el 6 de julio de 1988.

Intentó otra vía: contactó a Alberto Raurell, segundo director del Tamayo (luego de Fernando Gamboa). Jacques Gelman “estaba en el Consejo del museo, quiso averiguar sobre mí y conocerme. Después los conocí a los dos y me prestaron las obras que necesitábamos. Posteriormente fui consejero del Museo Tamayo”, dijo Littman en esa entrevista. Ya para entonces, hacia 1983, el curador estadounidense deseaba montar la exposición “El Gran Tea-tro de David Hockney”, pero no hallaba un espacio lo suficientemente grande en Nueva York. Pensó en el Tamayo, pero Hockney y el curador Martin Friedman, del Walker Art Center de Mineápolis, expresaron sus reservas sobre México (exageradas, me atrevo a decir): “Oh, México... Se van a robar las cosas, vamos a tener terremotos”.

En su libro El Tigre. Emilio Azcárraga y su imperio Televisa, Claudia Fernández y Andrew Paxman recuerdan que Rufino Tamayo deseó por años tener un lugar propio para sus obras. El entonces presidente José López Portillo “quiso complacerlo. El Grupo Alfa y Televisa aportaron el dinero para la construcción del inmueble y el gobierno donó el terreno en el Bosque de Chapultepec”. Gelman y Azcárraga eran amigos. El primero asesoraba al dueño de Televisa y a su esposa Paula Cussi en la adquisición de arte; resultaba casi natural que tuviera cierta injerencia en el Tamayo: recomendó a Pierre Schneider, corresponsal de la revista francesa L’Express, y a Bill Lieberman, director del Museo de Arte Moderno de Nueva York, para la supervisión en la instalación de la colección Tamayo. Y recomendó como director al estadounidense de origen cubano Alberto Raurell.

¡Littman, a escena!

A mediados de 1983 la suerte comenzó a cambiar para Litt-man. Pasaría de buscar un espacio a dirigirlo. Logró un acuerdo para montar la exposición de Hockney a principios de 1984 en el Tamayo, “era el espacio perfecto”, y tendría la publicidad de Televisa.

El 29 de junio de 1983, Raurell fue asesinado por resistirse a un asalto dentro de un restaurante de Polanco. La tragedia, que pudo arruinar los planes de la muestra de Hockney, terminó por beneficiar a Littman. En El Tigre… se resume que se necesitaba urgentemente una exposición ya montada. Televisa pidió a Dolores Olmedo Patiño el préstamo de algunas obras de Diego Rivera, pero Tamayo se opuso. Entonces, Azcárraga pidió a Littman ocupar el puesto de Raurell, y la primera propuesta del nuevo director fue, claro, Hockney: “Littman aceptó la oferta de Emilio y a partir de 1984, tomó el mando del Tamayo y se vino a vivir en México. Pero Tamayo reaccionó en contra de Littman criticándolo ante los periodistas por su homosexualidad”.

Tamayo, sigue la narración del libro, se quejaba de los artistas elegidos por el curador neoyorquino; quería un museo para él y sus amigos, y chocó con los objetivos de Televisa. Era 1986 y el Mundial de Futbol en México se acercaba. El artista oaxaqueño jugó bien su balón y, aprovechando la presencia de la prensa internacional, amenazó con ponerse en huelga de hambre si no cumplían sus peticiones. Fue enfático en que había donado su colección de 300 obras pictóricas y escultóricas de artistas de diversos países, valuada en más de 10 millones de dólares, al pueblo de México, no a la familia Azcárraga.

Paisaje con cactus (1931), de Diego Rivera.

Ningún presidente (para entonces era Miguel de la Madrid) y mucho menos un funcionario menor permitiría que la máxima gloria viviente de la pintura mexicana arriesgara así su salud: “¡Tamayo en huelga de hambre! ¿Te imaginas?”,subrayó Armando Ponce al narrarme el suceso. Finalmente, el 23 de mayo de 1986 Televisa anunció su retiro del Museo Tamayo, que se incorporó a la red de museos del INBAL. El hecho volvió a jugar a favor de Littman.

Pasado el Mundial del Futbol, Azcárraga decidió convertir en galería de arte el centro internacional de prensa que se levantó para el torneo, localizado en Campos Elíseos y Jorge Eliot, en Polanco, Ciudad de México. El 30 de octubre de 1986 se inauguró ahí el flamante Centro Cultural Arte Contemporáneo (CCAC). Se ha reconocido como su auténtica promotora a Paula Cussi, de quien Littman ya era asesor en arte.

Como titular del nuevo espacio de arte privado, el curador organizó exitosas exposiciones, a las que no faltó el apoyo publicitario de la televisora: Alexander Calder, Roy Lichtenstein, Salvador Dalí, Marc Chagall, Alberto Giacometti, Edvard Munch, Paul Klee, María Izquierdo, Bartolomé Esteban Murillo, El Greco... La gente acudía en masa, aunque económicamente no redituaba a sus dueños, según se consignó en la prensa de entonces.

La muerte de Raurell no sería la única tragedia que de-terminaría el rumbo en la vida de Littman. Entre su salida del Tamayo y su ascenso a la dirección del CCAC falleció Jacques Gelman, el 22 de julio de 1986, y su viuda asumió la responsabilidad de la colección.

La considerada colección “semilla”, es decir, los cerca de 100 cuadros primigenios, fue adquirida por Jacques, de acuerdo con sus gustos. Mantenía buenas relaciones y amistad con muchos de los artistas, a quienes encargaba, por ejemplo, los retratos de su esposa o determinadas piezas con características especiales. Se sabe que Orozco se negó rotundamente a cumplirle el gusto de retratar a Natasha y, no obstante, le compró piezas.

En una comida en casa de la pintora Ilse Gradwohl, Gunther Gerzso contó a Luis Ignacio Sáinz una anécdota, que me confió en entrevista. Un día le llegó una carta desde Nueva York, en la que Jacques Gelman le pedía un cuadro de determinadas dimensiones, y le envió un trozo de alfombra roja para indicar el color y tono deseado. El pintor de ascendencia húngara “se sintió prostituido” y pensó: “Yo a este pinche viejo no le voy a pintar nada”. Pero siguió leyendo y al llegar a la parte en la que estipulaba el precio, resultaba un dineral. Y terminó diciendo que pintaría lo que quisiera. Jacques llegó a tener alrededor de 40 cuadros de Gerzso, varios, sí, en color rojo, y al final fueron grandes amigos.

A su vez, Miriam Kaiser, investigadora, curadora y exdirectora del Museo del Palacio de Bellas Artes, rememora en entrevista que conoció al empresario ruso desde niña, porque era amigo de sus padres. Ella entró a trabajar muy joven a la Galería de Arte Mexicano de Inés Amor, donde estuvo por 10 años. El matrimonio solía ir, pero jamás los llamó por sus nombres, “siempre fueron para mí el señor y la señora Gelman”.

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Ya trabajando en el sector público, cuando el INBAL requería en préstamo algunas de sus obras, Kaiser misma iba a su casa en Las Lomas, Ciudad de México. Le gustaba revisarlas y seleccionarlas personalmente, supervisar su embalaje y traslado. Jacques solía decirle que no le prestaba a Bellas Artes, sino a ella. Entonces la curadora le reviraba: “No, a mí no, señor Gelman”. Y él le decía: “Pero tú las vas a cuidar”. Él fijaba el monto de los seguros. Ella le pedía que le invitara un cafecito para platicar no solo de anécdotas: “Yo aprendía mucho de su amistad enorme con el señor Gerzso, con Diego Rivera, con el maestro Tamayo, fue amigo de todos ellos porque, aunque fue gente de cine, tenía mucha relación con los artistas [plásticos]”.

El señor Gelman falleció en Houston. A partir de ese momento, Littman apuntaló su presencia con su esposa. Se trasladó de inmediato hasta aquella ciudad: “Cuando murió Jacques en [19]86 fui con ellos a Houston, me encargué de los funerales. Ya éramos amigos desde antes, pero como yo estaba aquí y ellos no tenían parientes, sentía mi responsabilidad el ayudarlos”, dijo el curador a Proceso el 6 de julio de 1998.

Además de enfrentar la pérdida, Natasha, como hemos dicho, se quedó con la responsabilidad de la colección, peroLittman siguió asesorándola. Kaiser evoca que entre ambos había muy buena relación. En 1992, seis años después de la muerte de su esposo, Natasha presta, por primera vez en su historia, el acervo completo para su exhibición en el CCAC, y ahí permanece hasta septiembre de 1998, luego de que Televisa anunciara el cierre definitivo de ese espacio cultural.

A la distancia queda claro que el fallecimiento de Natasha Gelman llevó a Littman al pináculo de su vida y trayectoria. Y marcó el destino de la colección de arte mexicano. Se habló de que Jacques habría dispuesto en su testamento que el conjunto pasara a manos de la Fundación Cultural Televisa, pero la viuda decidió no hacerlo. Por el contrario, ella comenzó a distanciarse de Azcárraga; le pareció impertinente que él llegara a preguntarle si ya tenía dispuesto qué pasaría con las obras cuando muriera. Le irritaba porque “se sentía sana, joven, atlética”, y consideraba a las obras como los hijos que no tuvo, contó Lucero Isaac a Proceso, tras la muerte de Natasha.

Littman explicó en su momento que, además del testamento en el que lo nombró albacea de las obras mexicanas, existía otro para la colección europea. Le sorprendía la insistencia de la reportera Terrazas de Proceso, que quería saber cuándo se haría público el documento: “¿Eso pasa normalmente? ¿Por qué? No estoy diciendo mentiras. No es People magazine […]. Sobre las cosas importantes de los Gelman, que son las colecciones, la gente ya sabe qué pasó. La colección de la Escuela de París se va al Museo Metropolitano de Nueva York; la colección de pintura mexicana es mi responsabilidad y preocupación, para asegurarme de que no se separe, de que quede en México. Todo lo que indique la ley mexicana se seguirá”.

El inminente desalojo de la colección Gelman del CCAC era preocupación generalizada, y su futuro mantenía en alerta a la prensa y al medio cultural. Littman repetía ante la prensa que cumpliría con las premisas del testamento, que contemplaban su exhibición en una instancia privada, para dar cuenta del gusto del matrimonio Gelman por el arte y su tiempo en México. Tanta insistencia resulta sospechosa, hoy podría decirse.

Y llegan las querellas

So pretexto de buscar financiar la conservación e incrementar el acervo, el legado no se estableció en México. Viajó, como ya mencioné, por diversas ciudades, hasta que Littman aceptó el ofrecimiento de regresarlo a Cuernavaca, al Centro Cultural Muros, en los terrenos del derruido Casino de la Selva.

Mediante un cuestionario por correo electrónico, la agencia de comunicación FleishmanHillard, representada entonces por Horacio Loyo, me informó en 2003 que Costco-CM acordó con la Fundación Vergel crear la Fundación Parque Morelos, A. C., con el fin de operar el centro. Unos días después, en un recorrido para prensa, antes de la apertura y con la colección ya montada, Littman me contó que Gerardo Estrada, exdirector del INBAL (1992–2000) y de Asuntos Culturales de la Secretaría de Relaciones Exteriores, era una suerte de “padrino”, pues lo presentó con los dueños de las empresas.

Si entonces no me pareció tan raro, hoy, a la luz de las entrevistas que el exfuncionario ha dado a diversos medios, me pregunto por qué Estrada. En mi conversación con Sáinz también se desliza la cuestión: “¿A cuento de qué?”, se pregunta. Porque, además, como director de Bellas Artes no logró conseguir la colección Gelman para un recinto público. A finales de los noventa, el Museo Nacional de Arte, como parte del Proyecto Munal 2000, le diseñaba un espacio exclusivo a la colección, y se pensó, a la manera del Met, que la sala llevara los nombres de Jacques y Natasha Gelman. Antes de la apertura de Muros, el sociólogo me dijo en entrevista telefónica que lo habló con el albacea, pero él le mostró el testamento, y ahí se indicaba que la colección debía quedarse, en efecto, en México, pero en un museo privado. “Esa era una limitación legal”, enfatizó.

Tal cual: el curador y albacea prefirió los 7 000 metros cuadrados del Centro Cultural Muros, diseñado por los arquitectos Francisco Guzmán y Alejandro Bernardi, construido en vecindad con el enorme mall de más de 70 000 metros cuadrados y marcado por la huella de la destrucción de un antiguo símbolo cultural morelense: el Casino de la Selva. Hoy, el inmueble es sede de Papalote Museo del Niño.

En opinión de Sáinz, Rafael Tovar y de Teresa, entonces presidente del desaparecido Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (hoy Secretaría de Cultura), nunca tomó las medidas para proteger ese acervo. Falleció en diciembre de 2016.

En su columna del 20 de noviembre de 2024 en El Universal, Adriana Malvido fue contundente: desde que Natasha Gelman firmó su testamento en 1993, el Gobierno mexicano tuvo décadas para “negociar la permanencia del legado en nuestro país, ofrecer garantías de conservación en un espacio seguro, diseñar un plan de divulgación y acceso al público, idear cómo y con quiénes lograr un proyecto sostenible. Pero las políticas públicas a largo plazo no existen y ni los gobiernos panistas, priistas o morenistas tuvieron la sensibilidad para valorar una colección como esta”.

A toro pasado y como si no hubiera sido funcionario público, Estrada declaró al periódico Reforma el 18 de noviembre pasado que el Gobierno “desdeñó adquirir el acervo Gelman”. Afirmó que Littman pidió 200 millones de dólares para venderlo al Estado (dos terceras partes de su valor, si recordamos que originalmente estaba valuado en 300 millones de dólares), pero “el Gobierno nunca ha querido destinar nada para la compra de esa colección, y creo que es una decisión equivocada”.

Ana Garduño, investigadora del coleccionismo en México y estudiosa de acervos como los de Álvar Carrillo Gil y Marte R. Gómez, me comenta que uno de los problemas del Gobierno es la falta de una política de adquisiciones. Cuando se le presentan ofertas como las de estos dos coleccionistas ilustres, quienes finalmente casi donaron su legado a museos públicos, los avalúos son a “precios muy castigados”.

El convenio entre la Fundación Vergel y la Fundación Parque Morelos preveía la exhibición de la colección Gelman completa, durante unos 15 años. Todo parecía marchar bien; incluso Littman rechazó la solicitud de la Tate Gallery de Londres para montar una exposición sobre Frida Kahlo. Como se ve, los augurios iniciales para el Centro Cultural Muros eran buenos.

Pero no sobrevivió ni un lustro. En noviembre de 2008 la zozobra se tendió sobre la colección, cuando Littman fue demandado en tribunales con el fin de inhabilitarlo como albacea. El curador temió ser despojado y retiró presto la colección, suspendiendo cualquier exhibición aquí y en el extranjero.

A 10 años de la muerte de la señora Gelman, el abogado Francisco Enrique Fuentes Olvera, hijo del controvertido litigante Enrique Fuentes León (quien había sido sentenciado a cinco años de prisión por el presunto secuestro de la bailarina y coreógrafa Nellie Campobello), reclamó ser nombrado único y universal heredero de la sucesión intestamentaria de los bienes de Natasha. El pleito había iniciado en realidad en noviembre de 2006, pero Littman no fue notificado sino hasta dos años después. Relaté en 2008 que un año antes, mientras se celebraba el centenario del natalicio de Frida Kahlo en el Palacio Bellas Artes, con la exposición “Frida Kahlo. 1907–2007”, el curador estadounidense se enteró de que una juez ordenó el aseguramiento de las obras prestadas al INBAL.

La colección de arte mexicano de los Gelman es (¿era?)tan extensa y coherente que habitualmente era utilizadacomo base de guiones museográficos sobre la vida en el Méxicoposrevolucionario, como en esta exposición en el Centro CulturalZamek en Polonia.

Y es que al abrirse el testamento público de Natalia (Natasha) Zahalka Krawak, viuda de Gelman, ante el notario público 103 de la Ciudad de México, Armando Gálvez Pérez Aragón, resultó que no había un heredero universal. Lo que se estipulaba era la entrega de tres legados: 25% de la venta de uno de sus inmuebles para cada uno de los asistentes personales de la viuda —chofer y mucama—, quienes aceptaron una cantidad en efectivo para no tener que esperar a dicha venta. A Littman se le legó el acervo de 95 obras de arte mexicano, con la obligatoriedad de conservarla íntegra y exhibirla en un museo privado. Asimismo, el 100% de otra propiedad y 50% de la que se repartía con los asistentes personales se destinarían para la conservación y el mantenimiento de la obra. El tercer tanto eran 10 000 dólares para Mario Sebastián Krawak, hermano de Natasha.

El albacea cumplió lo dispuesto en cuanto a los dos primeros tantos, pero argumentó no haber encontrado al hermano. Curiosamente, su nombre fue localizado en el directorio telefónico por Fuentes Olvera, quien le ofreció no 10 000, sino 20 000 dólares por la cesión de sus derechos hereditarios. Sebastián falleció al poco tiempo y fue cuando Fuentes Olvera demandó ser reconocido como heredero universal intestamentario y albacea de la viuda de Gelman. Pidió, asimismo, la remoción de Littman.

Fuentes Olvera parecía ganar el primer round cuando la Tercera Sala Familiar y la jueza 21º Familiar, Celia Carmen Santos Herrera, ambas del Tribunal Superior de Justicia del entonces Distrito Federal, le concedieron todo al abogado Fuentes y se le declaró cesionario de Mario Sebastián Krawak —único y universal heredero de la sucesión intestamentaria de bienes—, y fue designado albacea.

Claro, Littman no había llegado hasta donde se encontraba como para dejarse ganar así. Al menos ya tenía resguardada la colección en un lugar secreto. Su defensa interpuso diversos amparos y refutó que Fuentes Olvera no podía ser albacea, pues, aunque quisieran removerlo a él, tendrían que ser reconocidas como albaceas sustitutas la abogada Janet C. Neschis y la jueza Marylin Gelfand Bloom de Diamond, consejeras de la Gelman Foundation, quienes habían sido designadas por Natasha en su testamento, el cual, según Littman, no se había anulado en ningún momento. Finalmente lograron revertir la sentencia.

Pero aún no se tecleaba el punto final. Cuando todo parecía resuelto en favor de Littman, el hijo de Cantinflas, Mario Arturo Moreno Ivanova, apareció para reclamarse heredero. Alegaba que los Gelman habían sido sus padrinos y siempre lo quisieron como a un hijo, y acusó a Littman, con supuestos dictámenes médicos, de haberse aprovechado de que Natasha padecía alzhéimer antes de morir. La Procuraduría de la Ciudad de México, entonces a cargo de Miguel Ángel Mancera, concluyó que Moreno Ivanova había presentado documentos falsos.

La prensa consignó que Moreno Ivanova no pudo demandar a Littman en Nueva York, a pesar de que su procedimiento jurídico rocambolesco incluía la colección de arte europeo donada al Met, la cual, alegaba, había sido adquirida en un dólar, hecho que le parecía fraudulento. Y no pudo hacerlo porque contaba con órdenes de aprehensión en su contra en Estados Unidos. Moreno Ivanova falleció el 15 de mayo de 2017 a los 57 años, sin ver un centavo de dólar. De cualquier forma, en 2008 se dio a conocer la prescripción de los supuestos delitos de que se acusaba al curador neoyorquino.

Reconocido finalmente como legítimo albacea, Robert R. Littman se alzaba nuevamente con la colección. Sin certeza de lo que motivaba en el trasfondo al abogado Fuentes Olvera o a Moreno Ivanova, se sabía que de haber ganado en sus juicios no habrían estado obligados a cumplir los mandatos de Natasha Gelman: mantener unida la colección y exhibirla en México, como Littman lo había hecho en Cuernavaca. Bien podrían haberla disgregado cuadro por cuadro. “Se perdería así un legado que estaba a la mano del público mexicano”, escribí entonces.

Pero las noticias trágicas no dejaban de enturbiar la colección Gelman. La tarde del 13 de marzo de 2013, el notario Gálvez Pérez Aragón, responsable en 1998 de la adjudicación de los bienes de Natasha Gelman a Littman, fue asesinado luego de salir de un banco en Polanco, en la esquina de avenida Presidente Masaryk y Molière, cuando viajaba en su camioneta del lado del copiloto. Las autoridades presumieron que fue víctima de un ataque directo.

Algunas notas lo vincularon con el otorgamiento de permisos a edificaciones ilícitas, pero la mayoría de los medios destacaron su relación con presuntos fraudes en la cesión de obras de arte de pintores como Picasso, Miró, Braque, Gris, Mondrian, entre otros. En la investigación, se dijo, estaban involucrados Mario Moreno Ivanova y funcionarios estadounidenses. Se referían, pues, a la colección de maestros europeos de la Gelman.

En El Universal, el 14 de marzo de 2013, se consignaron declaraciones del procurador general de Justicia del DF, Rodolfo Ríos Garza, quien detalló que el notario “estuvo vinculado a la acusación de administración fraudulenta por un caso investigado por la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, que data de 2008, sobre la colección que recopiló el matrimonio Gelman, y que contiene 95 obras de artistas mexicanos, entre los que están Frida Kahlo, Diego Rivera, Rufino Tamayo, David Alfaro Siqueiros, Francisco Toledo y Juan Soriano”. El denunciante, añadió la reportera Claudia Bolaños, es el abogado Francisco Fuentes Olvera, quien exige los derechos del acervo.

Días de baile y arte. Él, ruso de San Petersburgo,llegó a México ya con patrimonio y conocimiento de la industriacinematográfica; ella, de Moravia, también de buena familia.Se conocieron y casaron en México en 1941. Buena parte de sufortuna la invirtieron en crear tres colecciones de arte, de lasmás espectaculares del mundo (Cortesía).

El ganón

Al final, Littman y la Fundación Vergel siguieron en posesión del acervo mexicano, que continuó viajando por el mundo, en lugares como la Galería de Arte de Nueva Gales del Sur, en Sídney, Australia (2016) o el Frist Art Museum, de Nashville, Tennessee, Estados Unidos (2019). En este último país visitó desde 2019 diferentes ciudades, entre ellas Raleigh, en Carolina del Norte, y West Palm Beach, en Florida. De mayo a octubre de 2021 se presentó en el Museo de Arte Moderno Cobra, en Países Bajos. Luego, de febrero a junio de 2023 estuvo en el Centro Cultural San Gaetano en Padua, Italia.

El último registro que encontré fue la exposición “Frida Kahlo-Diego Rivera: amor y revolución”, con más de 150 objetos, entre fotografías, obras y una colección de trajes de tehuana. Se pudo ver del 24 de junio al 17 de septiembre de 2023 en Adelaida, Australia, ciudad número 70 en acoger la muestra, según declaró la curadora Tansy Curtin.

Qué suerte tiene el público en el extranjero: el acervo no se ha mostrado aquí en años. Es decir, sigue sin cumplirse la voluntad testamentaria de Natasha Gelman de mantenerlo unido y exhibido en un espacio privado, pero en México. ¿Qué se puede hacer? ¿Hay alguna disposición legal que obligue al albacea a respetar lo que, según él mismo, contiene el testamento, del cual es beneficiario? Máxime si en la lista están las obras declaradas patrimonio.

El especialista en legislación cultural Bolfy Cottom me explica que una disposición como tal no existe, pues los derechos de sucesión testamentaria corresponden al ámbito privado y dependen estrictamente de la buena voluntad de los particulares. Sin embargo, señala que el INBA sí está obligado a dar seguimiento al acervo, a tener mayor transparencia en su actuación y a advertir a los propietarios de obras patrimoniales sobre sus obligaciones. Asimismo, debe monitorear periódicamente el estado y la ubicación de los bienes, sencillamente porque son del interés del Estado. Si bien Cottom celebra que el instituto lograra detener la subasta del cuadro de María Izquierdo, lamenta que se llegara al punto de desconocer qué tan desbalagado está el conjunto artístico atesorado por los Gelman.

Los propietarios de obras declaradas patrimonio de México están obligados a cumplir con normas, como la prohibición de exportarlas definitivamente. Es decir, deben permanecer en nuestro país, aunque cambien de propietario. Es un aspecto cuestionado recientemente por Juan Rafael Coronel Rivera, nieto de Diego Rivera, quien declaró a la reportera Niza Rivera de Proceso que el cuadro de Siqueiros, vendido en 72 000 dólares, con la advertencia de ser entregado en México, debió alcanzar precios mucho más altos, pero nadie se arriesga a adquirir un bien si no puede llevarlo adonde desee.

Es un viejo debate, y Cottom hace notar que el fin de la Ley de Patrimonio es proteger bienes arqueológicos, históricos y, en este caso, artísticos de “interés nacional”. Se ha dicho que la ley no tiene los “dientes” o “armas” suficientes para proteger en casos como el de la subasta, por tratarse de una propiedad particular. No obstante, el especialista contraargumenta que la ley protege, pero requiere de otros elementos para que sea eficaz, como una autoridad clara y preparada para actuar con los procedimientos establecidos, recursos económicos y personal.

Hay sanciones administrativas y penales, establecidas en el artículo 53 de la ley, que dice: “Al que por cualquier medio pretenda sacar o saque del país un monumento arqueológico, artístico o histórico, sin permiso del Instituto competente [en este caso el INBAL], se le impondrá prisión de cinco a 12 años y de 3 000 a 5 000 días multa”.

¿Y ahora qué?

La subasta en Nueva York sacó a la luz 30 piezas de la colección Gelman, pero ¿dónde está el resto? Parece que volvemos a los inciertos días de 2008, cuando las obras fueron sacadas del Centro Cultural Muros para ser escondidas y desde entonces no volvieron a mostrarse.

Ana Garduño me confía que en los círculos de coleccionistas y galerías corren versiones en el sentido de que un coleccionista regiomontano adquirió la colección, y en algún momento se dará a conocer y se anunciará su sede definitiva. Le pregunto si es el mismo que subastó las obras de Sotheby’s. Al parecer, responde, son dos coleccionistas distintos, pero uno de ellos sí desea conservar sus obras.

Menos optimista, Bolfy Cottom expresa preocupación por la falta de información pública sobre el paradero de las obras no subastadas; teme la disgregación del acervo. Lamenta que el INBAL no hubiese actuado antes, sino hasta que se aireó en medios la subasta.

Sáinz, quien ha escrito varios textos para los catálogos de la casa Morton Subastas, cree posible que las obras subastadas en noviembre sean apenas un asomo de lo que realmente se ha vendido fuera de subasta pública, como se acostumbra en muchas subastadoras. Son comunes, asímismo, los tratos de coleccionista a coleccionista, o con un intermediario que ofrece al demandante lo que el vendedor está ofreciendo.

No obstante, me parece inaudito, aunque no imposible, que Littman se hubiera desprendido del conjunto de obras de Frida Kahlo, del cual se sentía tan orgulloso. No solo él: su esposo Sully Bonnelly mostró su satisfacción por poseer juntos el acervo y haberlo enriquecido con la colección de trajes de tehuana que evocan la vestimenta que luce Frida en algunos autorretratos. ¿Pasó el entusiasmo? Hace mucho tiempo que habló de ello.

Sáinz, quien ha escrito varios textos para los catálogos de la casa Morton Subastas, cree posible que las obras subastadas en noviembre sean apenas un asomo de lo que realmente se ha vendido fuera de subasta pública, como se acostumbra en muchas subastadoras.

El 29 de septiembre de 2021 el diario New Jersey Hispano publicó una entrevista en la que Bonnelly declara que él y Littman poseen “una colección que pertenece a nuestra Fundación Vergel, realmente le pertenece al legado de México, y viaja porque hay que verla, el mundo quiere verla”. Añade el medio que la colección es itinerante, y que cuando las obras no se exhiben son preservadas en México. ¿Dónde exactamente? No lo revela.

De Littman, ahora de 84 años, poco puede leerse ya, aunque Bonnelly suele publicar en sus redes sociales, hablando de su producción creativa, y en diciembre pasado celebrando su cumpleaños 68. No aparece junto a él Robert Littman, pero no es difícil imaginarlo detrás de la lente que capta sonriente al diseñador.

Su Fundación Vergel no cuenta con sitio web. En el sitio CauseIQ1, dedicado a recopilar y vender información sobre asociaciones sin fines de lucro, de recaudación de fondos y semejantes, aparecen como últimos movimientos fiscales los realizados en 2022, con ingresos totales de 742 055 dólares; gastos totales por 578 484 dólares, y activos, 6 466 659 dólares. Declara no tener empleados, y cita a Littman, presidente, con una compensación de 200 000 dólares, y a Bonnelly, director, con 100 000 dólares. Su abogado John B.Koegel es tesorero, pero no reporta ingresos.

¿Había necesidad de vender la colección? El círculo parece cerrarse en el mismo punto, y sin respuestas. El público mexicano puede ver en televisión abierta las películas de Cantinflas, pero no sabemos si algún día volverá a mostrarse la colección Gelman, que marcó profundamente la cultura de México.

Recuerdo una frase con la cual Sáinz inicia su ensayo “Salmo de David y teatralidad del poder”, en su libro Ensayos en espiral, publicado el año pasado: “La ambición carece de palabra y la muerte es una moneda de uso corriente en los tiempos del Renacimiento”.

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1. Se puede revisar en esta liga: https://www.causeiq.com/organizations/vergel-foundation,134027930/

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Cuando aún se podía ver a la mecenas a los ojos. Retrato de Natasha Gelman, de Diego Rivera (1943), expuesto en Poznan,Polonia, 2017. Hubo una época en que la colección Gelman viajó por el mundo (Colección Jacques y Natasha Gelman y Fundación Vergel; foto: Dawid Tatarkiewicz vía ZUMA Wire).

La colección Gelman: el tesoro que México simplemente dejó ir

La colección Gelman: el tesoro que México simplemente dejó ir

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Una pareja acaudalada que tenía un gusto visionario por el arte moderno y las destrezas sociales que podían financiarlo y sostenerlo; un oscuro curador estadounidense cuyas habilidades no eran menos y logró ganarse la confianza de la pareja; un enjambre de personajes menores que, entre la inmoralidad o la simple negligencia, provocaron que una de las colecciones de arte más espectaculares del siglo XX se perdiera en la bruma: esta historia lo tiene todo, incluido un quebranto al patrimonio artístico mexicano que quizá lamentaremos por décadas.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

A finales de noviembre pasado, la noticia de la subasta en la casa Sotheby’s de Nueva York de varias obras de la codiciada colección Gelman se sintió como una bofetada. O más precisamente: se sintió como si, tras años de observar un caso en apariencia enquistado, los acontecimientos alrededor de él se aceleraran de súbito, tomando al observador con la guardia baja. A la observadora, quiero decir. Yo misma.

Las preguntas se empezaron a acumular: ¿Robert R. Littman, albacea, curador, responsable de la colección, se desprendía realmente de ella? La ausencia de su nombre y la mención de un anónimo “coleccionista de Monterrey” que la subastaba parecían dar la certeza de que no la vendía él. ¿Cuándo, entonces, se deshizo de ella? ¿Cómo lo hizo? ¿Así nomás? Y, desde luego: ¿qué estaban haciendo al respecto el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL) y la Secretaría de Cultura? Porque al menos dos obras de la lista que se difundió en los medios, Siqueiros por Siqueiros, de David Alfaro Siqueiros, y Caballos en el circo, de María Izquierdo, tienen declaratoria de patrimonio nacional.

A lo largo de 25 años trabajé en las páginas de Cultura de la revista Proceso. En buena parte de ese tiempo seguí lo que estaba sucediendo con ese acervo privado, uno que representa de una forma muy particular, valiosa, la historia del arte (la historia, punto) en la primera mitad del siglo XX.

De los pasajes que pude conocer sobre el caso, uno siempre me provocó particular malestar. Hacia finales de 2008, Littman debió enfrentar en tribunales mexicanos al abogado Enrique Fuentes Olvera y a Mario Arturo Moreno Ivanova, hijo de Mario Moreno, Cantinflas. Varios de los expertos con los que conversé coincidieron en algo: era preferible que el curador neoyorquino conservara el legado, para garantizar su permanencia en México. Hoy pienso: ¿por qué ese afán?

No creo que se tratara de una fe ciega en las “bondades” de los mecenas, sponsors o multimillonarios, a quienes crear fundaciones culturales o colecciones de arte para “compartir” con el público por medio de exposiciones temporales les reditúa monetariamente y en prestigio. Raquel Tibol, crítica de arte, resumió la postura en una de sus columnas en Proceso, justo cuando 100 obras de maestros europeos que formaban parte de la colección del matrimonio de Jacques y Natasha Gelman fueron entregadas al Museo Metropolitano de Nueva York (The Met): “Natasha viuda de Gelman no opina, como Lila Acheson Wallace [famosa filántropa estadounidense, fundadora del Reader’s Digest], que los generadores del dinero que le permitió dedicarse al costoso hobby del coleccionismo tienen un cierto derecho moral a compartir los grandiosos beneficios de la plusvalía. El egoísmo de los ricos tiene razones que la cultura de los muchos no comprende”.

“Natasha viuda de Gelman no opina, como Lila Acheson Wallace, que los generadores del dinero que le permitió dedicarse al costoso hobby del coleccionismo tienen un cierto derecho moral a compartir los grandiosos beneficios de la plusvalía. El egoísmo de los ricos tiene razones que la cultura de los muchos no comprende”.

Pude conocer tal colección de obras europeas en el Met en diciembre de 2008. Hasta hoy permanece ahí, sin sobresaltos, en las galerías 904 a 907 —distinguidas con el nombre del matrimonio Gelman—, con obras de Francis Bacon, Pierre Bonnard, Georges Braque, Fernand Léger, Salvador Dalí, Jean Dubuffet, Paul Klee, Henri Matisse, Joan Miró, Juan Gris y Pablo Picasso, por mencionar solo a algunos maestros.

La noticia de la desintegración del conjunto de obras mexicanas, entonces, fue la prolongación de ese malestar un tanto incierto. Si Littman se había afanado en que se entregaran al Met las obras de maestros europeos, ¿por qué se desentendía del compromiso de exhibir íntegra la “parte mexicana” en nuestro país y de cumplir con las leyes nacionales? Era su obligación, y así lo había reconocido él mismo ante varios medios de comunicación a mediados de 1998, cuando dio a conocer que había sido nombrado albacea del acervo. Y si bien las argucias legales pueden tomar caminos intrincados (el cumplimiento de testamentos del orden privado, lo sabemos, se complica a la menor provocación), de cualquier forma tenía el deber moral de respetarla última voluntad de Natasha Gelman.

Give me a break!”, tal vez diría hoy Littman, si le interesara hablar. Algo similar me respondió en 2004, cuando le pregunté si pediría apoyo de alguna institución pública para que la colección permaneciera en México: “¿Puede el Gobierno prometer para más de un sexenio?”. La promesa del albacea no llegó ni a cinco años.

Inicialmente, para cumplir con las disposiciones testamentarias, el curador neoyorquino creó en 1999, en Nueva York, la Fundación Vergel. Se llamó así porque los Gelman vivían en Cuernavaca, Morelos, en el número 25 de la calle Vergel, en el fraccionamiento Palmas-Chipitlán.

Además de las responsabilidades como albacea, Littman debía seguir las disposiciones legales de protección a los bienes culturales de México, como la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos (que data de 1972), pues las obras de Frida Kahlo, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y María Izquierdo están declaradas patrimonio artístico. Tal estatus no significa que no puedan ser propiedad privada o pasar de un dueño a otro, pero deben permanecer dentro del país.

Give me a break!”, tal vez diría hoy Littman, si le interesara hablar. Algo similar me respondió en 2004, cuando le pregunté si pediría apoyo de alguna institución pública para que la colección permaneciera en México: “¿Puede el Gobierno prometer para más de un sexenio?”. La promesa del albacea no llegó ni a cinco años.

El propio albacea la ha calificado como la segunda colección de arte mexicano más importante del mundo —después de la de Dolores Olmedo—, por la cantidad de obras de Kahlo y Rivera que integra. Por su parte, Ana Garduño, historiadora de arte estudiosa del coleccionismo, considera que el conjunto es destacable por ser “muy vistoso y colorido […], da una idea alegre y optimista del arte mexicano”, y aporta una mirada distinta a la predominante en torno a Kahlo, que, como sabemos, pintó reiteradamente su sufrimiento vital.

Lo que sigue es una inmersión en la historia, en los recuerdos, en los archivos de Proceso y en la abundante documentación que a lo largo de décadas se ha generado en torno a la colección Gelman. Aspiramos a reconstruir el laberinto de la disputa inusitada y explicar por qué su desintegración es una pérdida enorme para México.

En la colección “semilla” se contaban, a inicios de este siglo, 15 obras de Frida Kahlo (foto: Dawid Tatarkiewicz vía ZUMA Wire).

El arte de la amistad y demás truculencias

La historia de la colección Gelman se remonta a los años cincuenta del siglo pasado, y en ella figura un desfile de personajes que no solo involucra a sus creadores, el millonario empresario y productor cinematográfico Jacques Gelman y su esposa Natalia Zahalka Krawak (Natasha Gelman). Aparecen Cantinflas, el mayor cómico mexicano, y su hijo Moreno Ivanova; el muralista Diego Rivera, amigo del matrimonio; el artista oaxaqueño Rufino Tamayo; el empresario Emilio Azcárraga Milmo, el Tigre, quien fue propietario de Televisa, y funcionarios públicos de distinta índole y época.

Y en la historia tiene su lugar, por supuesto, Robert Roos Littman —Bob, entre sus allegados—, el hombre que antes de llegar a nuestro país fue director de la Galería de Arte y Centro de Estudios Grey de la Universidad de Nueva York, donde a mediados de los ochenta montó la célebre exposición “Picasso: The Last Years, 1963–1973”. También hay que considerar a su esposo, Sully Bonnelly, diseñador de modas estadounidense nacido en República Dominicana; su boda en enero de 2012 fue destacada en las páginas sociales de The New York Times.

El curador neoyorquino supo granjearse el aprecio y la confianza, seguro hasta el cariño, de Natasha Gelman, fallecida en Cuernavaca el 2 de mayo de 1998. El Diario Judío y la revista Fortuna, entre otros medios, publicaron que tanto el FBI como la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal investigaban un supuesto fraude, dado que la viuda, quien se acercaba a su novena década de vida, tenía su salud física y mental cada vez más deteriorada, y que de ello se aprovechó Littman para resultar beneficiado en el testamento. Padecía alzhéimer, adujo en tribunales Moreno Ivanova.

Nada de ese final brumoso podía adivinarse en la época en que la pareja de coleccionistas arribó a México, cada uno por su parte, para más tarde unir sus vidas, luego de que el empresario se enamorara de ella casi al conocerla. Jacques Gelman nació el 1 de noviembre de 1909, en San Petersburgo, Rusia, en el seno de una familia de terratenientes dedicada a la explotación de la madera. Se ha dicho que no venía necesariamente a “hacer la América”, pues provenía de buena familia. Sus padres lo enviaron a Europa Occidental y en su paso por París trabajó en la distribuidora cinematográfica Pathé Films. Llegó a México en 1938.

Los antecedentes de Natasha Zahalka guardan mayor enigma. Nació en Moravia, en lo que hoy es la República Checa, en 1912. Se casaron en México en 1941 y, debido a la Segunda Guerra Mundial, decidieron no volver a Europa. Ese mismo año, en un espectáculo en el Teatro Follies Bergere, cerca de la Plaza Garibaldi, Jacques descubrió a Cantinflas. Se propuso producir la primera película del cómico genial, y para ello creó la compañía Posa Films, en sociedad con el actor Santiago Reachi. Y así nació Ni sangre ni arena. Produjeron 39 en total, dirigidas por Alejandro Galindo.

El movimiento clave: Gelman decidió invertir el 35% de sus rendimientos en la formación de tres colecciones de arte: una de maestros europeos, otra de arte mexicano (que se inició con el retrato de Natasha realizado en 1943 por Diego Rivera) y una más de piezas de arte precolombino, “de la cual —reflexiona el investigador, ensayista y crítico de arte Luis Ignacio Sáinz en entrevista— prácticamente no se habla”.

A partir de allí, ¿qué pasa? ¿Intriga, melodrama, suspenso, thriller? ¿Cómo podríamos inscribir la trama sobre la colección Gelman? Seguramente no en el tipo de comedias de Cantinflas. Cualquier relato se antoja tremebundo, rodeado de circunstancias insólitas, muchas incógnitas, contradicciones entre una versión (publicada o no) y otra y demasiados cabos sin atar. Algunos de sus participantes (protagonistas o los que desempeñaron un rol mínimo) han muerto. Por su papel y triste destino, sobresale Armando Gálvez Pérez Aragón, notario que dio fe del testamento de Natasha, quien fue asesinado a tiros en las calles de la Ciudad de México, el 14 de marzo de 2013. Otros —como el propio Robert R. Littman— se han alejado por completo de la vida pública o mantienen un perfil bajo. Diría que su técnica pictórica preferida es el sfumato.

La historia ha navegado lo mismo por las secciones culturales de diarios y revistas que por las de asuntos judicialesy nota roja, pasando por las de espectáculos y farándula, para estacionarse en las páginas rosas, de la alta sociedad, las del corazón, las pasarelas y la moda. Acaso la vida de los Gelman tuvo un movimiento similar cuando sus negocios estaban en apogeo y viajaban sin límites de sus casas en la Ciudad de México a la de Nueva York o a Cuernavaca, con todo y sus valiosas obras de arte. Se daban el lujo de comer viendo un desnudo de Bonnard o tal vez meditar ante un Picasso o un Rivera. Por descontado, sus residencias fueron escenario de reuniones y fiestas para sus amigos, artistas, empresarios y políticos nacionales e internacionales, que comenzaron a alejarse “cuando Natasha empezó a perder la memoria progresivamente”, según relató Lucero, exesposa del cineasta Alberto Isaac, a Proceso, luego de la muerte de la viuda de Gelman.

Las sedas y los encajes, los vestidos largos, los peinados, los esmóquines, las sonrisas, los bailes en las fotos históricas muestran a la pareja Gelman y a sus amigos felices, regocijados. Los retratos que diferentes artistas le hicieron a Natasha son elocuentes al mostrarla con vestidos de fiesta, peinados altos y enjoyada. Toda proporción guardada, sería fácil imaginar ahora algo parecido en la vida de Robert R. Littman. Las escasas fotografías que, a fuerza de hurgar, aparecen en la web lo muestran en alguna que otra reunión o cena de lujo en Nueva York, en viajes a las pirámides de Giza o en Venecia. Más allá de esas estampas y alguna entrevista que dio a medios, se sabe poco de él.

La novia asustada al ver la vida abierta (1939), de Frida Kahlo.

La colección ha despertado las más altas y bajas pasiones: desde la apreciación del arte por el arte hasta la no ilegal pero siempre cuestionada instrumentalización como negocio; desde la subasta en Sotheby’s —una simple inversión recuperable a futuro— hasta la ambición pura, la envidia, los pleitos y los procesos judiciales en pos de su apropiación. Cuando la señora Gelman falleció, la colección estaba valuada en 300 millones de dólares.

El sueño de tenerla, aunque fuese temporalmente, cruzó fronteras. Museos de diferentes países, como el Reina Sofía de España, la Fundación Proa en Argentina y el Palacio Imperial en Brasil, por mencionar solo algunos, pagaron alto el precio por el goce de exhibirla en sus salas. ¿Cuánto? Se desconoce. Pero podemos hacer cálculos. En El Universal leemos que el Gobierno español hizo un contrato por 6.5 millones de euros anuales (cerca de 139 millones de pesos mexicanos) por tener 330 obras europeas de la colección Carmen Thyssen, frente a la cual la Gelman no desmerece. Otra referencia: la renta de la colección Dolores Olmedo Patiño al Parque Aztlán en Chapultepec, Ciudad de México, se acerca a los 450 000 dólares anuales, y se incluyen las obras de Frida Kahlo y Diego Rivera, además de piezas prehispánicas.

La semilla de la colección de arte mexicano de los Gelman estaba conformada por 95 piezas (más o menos, según la fuente que se consulte) de 18 artistas. Para 2003 contaba ya con 279 obras: 15 de Kahlo, 10 de Rivera, seis de Rufino Tamayo, seis de Carlos Mérida, cuatro de Siqueiros y dos de José Clemente Orozco. De Gunther Gerzso eran 38. También tenía piezas de Francisco Toledo, Juan Soriano y Ángel Zárraga. Con lo ganado por la renta de la colección, se adquirieron obras de Nahúm B. Zenil, Gabriel Orozco, Jan Hendrix, Betsabeé Romero, Thomas Glassford, Francis Alÿs, Sergio Hernández, Silvia Gruner, Stefan Brüggemann, Santiago Sierra, Héctor García, Graciela Iturbide, Magali Lara, Gerardo Suter y Cisco Jiménez, con el criterio de Littman. Cuando en 2023 se exhibió parte del conjunto en la ciudad de Adelaida, Australia, su curadora, Magda Carranza, dijo a un medio local que la colección contaba entonces con 400 piezas.

En la sección “Días modernos” de la subasta de Sotheby’s de noviembre pasado se ofrecieron 30 obras de los lotes 511 a 542. Se debe precisar que solo 12 de ellas fueron adquiridas por el matrimonio Gelman, incluido el Siqueiros declarado monumento. Dos más son adquisiciones de Natasha (cuando Littman la asesoraba) y son de Soriano. Las 16 restantes las compró la Fundación Vergel, presidida por el curador, tras la muerte de Natasha. Se encuentra ahí la pieza de María Izquierdo considerada patrimonio nacional, tres obras gráficas de Kahlo y una de Diego Rivera. Estas últimas pertenecían de tiempo atrás, según la ficha de la casa subastadora, a colecciones estadounidenses, a las cuales compró Littman, por lo cual pueden permanecer en el extranjero. Por lo demás, se subastó obra de Leonora Carrington, Gerzso, Tamayo, Carlos Orozco Romero, Mérida, Sergio Hernández, Wolfgang Paalen, Miguel Covarrubias, Emilio Baz Viaud, Mathias Goeritz y Zárraga.

La semilla de la colección de arte mexicano de los Gelman estaba conformada por 95 piezas (más o menos, según la fuente que se consulte) de 18 artistas. Para 2003 contaba ya con 279 obras: 15 de Kahlo, 10 de Rivera, seis de Rufino Tamayo, seis de Carlos Mérida, cuatro de Siqueiros y dos de José Clemente Orozco. De Gunther Gerzso eran 38. También tenía piezas de Francisco Toledo, Juan Soriano y Ángel Zárraga.

Teatro de reputaciones

En abril de 2004, pude ver en exhibición la colección Gelman en Cuernavaca, Morelos. Incluso dialogué con Robert R. Littman, en mi recuerdo, un hombre de cabello rizado, ojos claros, labios delgados y nariz afilada. Fue amable, aunque sus respuestas, en un español más que correcto, pero con acento, eran breves. El encuentro fue días antes de la apertura del Centro Cultural Muros, construido por la sociedad creada entre la empresa transnacional Costco Comercial Mexicana (CM). Tenía meses reporteando la escandalosa demolición del legendario hotel Casino de la Selva por parte de dichas compañías, que construyeron ahí un mall.

Organizados en el Frente Cívico Pro Defensa del Casino de la Selva, un grupo de ciudadanos, entre otros, el cineasta Óscar Menéndez, el fallecido activista y crítico de arte Rafael Ladaga y el poeta Javier Sicilia, denunció la destrucción no solo del patrimonio arquitectónico, que incluía un paraboloide hiperbólico del arquitecto español Félix Candela, sino también la de los murales de los artistas José Reyes Meza, Jorge Flores, Josep Renau y Francisco Icaza, que formaban parte del acervo artístico del antiguo casino. La empresa esgrimía que, al tomar posesión del sitio, un notario dio fe del estado de avanzada destrucción en el que se encontraban el inmueble y sus murales. Para Sicilia era un crimen cultural.

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Seguí el conflicto durante algunos meses. En agosto de 2003 dio un giro sorpresivo cuando la dupla Costco-CM anunció la creación del Centro Cultural Muros, para albergar los restos de los murales restaurados por el Centro Nacional de Conservación y Registro del Patrimonio Artístico Mueble del INBAL. Como la “cereza de los malls” se exhibiría la colección Gelman. Los miembros del Frente Cívico consideraron que la empresa estadounidense buscaba “lavar su reputación”.

Lo cierto es que la noticia sobre el nuevo espacio para tan valiosa colección modificó el curso de la cobertura del conflicto. El tema se colocó en el centro. Poco conocía yo sobre ella, sus orígenes y los personajes vinculados con su atesoramiento y cuidado. Armando Ponce, editor de la sección Cultura en Proceso, me sugirió recurrir en primera instancia al archivo de la revista, hasta hoy dirigido por Rogelio Flores. El propio Armando me contaba apasionado lo que sabía de memoria, remontándose al tiempo en el que Littman, contratado por Televisa, llegó a México a mediados de los ochenta del siglo pasado para dirigir el hoy llamado Museo Tamayo Arte Contemporáneo.

Antes de ese acontecimiento, Littman intentó entrar en contacto con los Gelman desde 1981, ya que planeaba una exposición de Frida Kahlo en la Galería de Arte Grey de Nueva York. Primero les escribió una carta, “pero su abogado los protegía demasiado y no logré librar la barrera” contó a la reportera de Proceso Ana Cecilia Terrazas en una entrevista publicada el 6 de julio de 1988.

Intentó otra vía: contactó a Alberto Raurell, segundo director del Tamayo (luego de Fernando Gamboa). Jacques Gelman “estaba en el Consejo del museo, quiso averiguar sobre mí y conocerme. Después los conocí a los dos y me prestaron las obras que necesitábamos. Posteriormente fui consejero del Museo Tamayo”, dijo Littman en esa entrevista. Ya para entonces, hacia 1983, el curador estadounidense deseaba montar la exposición “El Gran Tea-tro de David Hockney”, pero no hallaba un espacio lo suficientemente grande en Nueva York. Pensó en el Tamayo, pero Hockney y el curador Martin Friedman, del Walker Art Center de Mineápolis, expresaron sus reservas sobre México (exageradas, me atrevo a decir): “Oh, México... Se van a robar las cosas, vamos a tener terremotos”.

En su libro El Tigre. Emilio Azcárraga y su imperio Televisa, Claudia Fernández y Andrew Paxman recuerdan que Rufino Tamayo deseó por años tener un lugar propio para sus obras. El entonces presidente José López Portillo “quiso complacerlo. El Grupo Alfa y Televisa aportaron el dinero para la construcción del inmueble y el gobierno donó el terreno en el Bosque de Chapultepec”. Gelman y Azcárraga eran amigos. El primero asesoraba al dueño de Televisa y a su esposa Paula Cussi en la adquisición de arte; resultaba casi natural que tuviera cierta injerencia en el Tamayo: recomendó a Pierre Schneider, corresponsal de la revista francesa L’Express, y a Bill Lieberman, director del Museo de Arte Moderno de Nueva York, para la supervisión en la instalación de la colección Tamayo. Y recomendó como director al estadounidense de origen cubano Alberto Raurell.

¡Littman, a escena!

A mediados de 1983 la suerte comenzó a cambiar para Litt-man. Pasaría de buscar un espacio a dirigirlo. Logró un acuerdo para montar la exposición de Hockney a principios de 1984 en el Tamayo, “era el espacio perfecto”, y tendría la publicidad de Televisa.

El 29 de junio de 1983, Raurell fue asesinado por resistirse a un asalto dentro de un restaurante de Polanco. La tragedia, que pudo arruinar los planes de la muestra de Hockney, terminó por beneficiar a Littman. En El Tigre… se resume que se necesitaba urgentemente una exposición ya montada. Televisa pidió a Dolores Olmedo Patiño el préstamo de algunas obras de Diego Rivera, pero Tamayo se opuso. Entonces, Azcárraga pidió a Littman ocupar el puesto de Raurell, y la primera propuesta del nuevo director fue, claro, Hockney: “Littman aceptó la oferta de Emilio y a partir de 1984, tomó el mando del Tamayo y se vino a vivir en México. Pero Tamayo reaccionó en contra de Littman criticándolo ante los periodistas por su homosexualidad”.

Tamayo, sigue la narración del libro, se quejaba de los artistas elegidos por el curador neoyorquino; quería un museo para él y sus amigos, y chocó con los objetivos de Televisa. Era 1986 y el Mundial de Futbol en México se acercaba. El artista oaxaqueño jugó bien su balón y, aprovechando la presencia de la prensa internacional, amenazó con ponerse en huelga de hambre si no cumplían sus peticiones. Fue enfático en que había donado su colección de 300 obras pictóricas y escultóricas de artistas de diversos países, valuada en más de 10 millones de dólares, al pueblo de México, no a la familia Azcárraga.

Paisaje con cactus (1931), de Diego Rivera.

Ningún presidente (para entonces era Miguel de la Madrid) y mucho menos un funcionario menor permitiría que la máxima gloria viviente de la pintura mexicana arriesgara así su salud: “¡Tamayo en huelga de hambre! ¿Te imaginas?”,subrayó Armando Ponce al narrarme el suceso. Finalmente, el 23 de mayo de 1986 Televisa anunció su retiro del Museo Tamayo, que se incorporó a la red de museos del INBAL. El hecho volvió a jugar a favor de Littman.

Pasado el Mundial del Futbol, Azcárraga decidió convertir en galería de arte el centro internacional de prensa que se levantó para el torneo, localizado en Campos Elíseos y Jorge Eliot, en Polanco, Ciudad de México. El 30 de octubre de 1986 se inauguró ahí el flamante Centro Cultural Arte Contemporáneo (CCAC). Se ha reconocido como su auténtica promotora a Paula Cussi, de quien Littman ya era asesor en arte.

Como titular del nuevo espacio de arte privado, el curador organizó exitosas exposiciones, a las que no faltó el apoyo publicitario de la televisora: Alexander Calder, Roy Lichtenstein, Salvador Dalí, Marc Chagall, Alberto Giacometti, Edvard Munch, Paul Klee, María Izquierdo, Bartolomé Esteban Murillo, El Greco... La gente acudía en masa, aunque económicamente no redituaba a sus dueños, según se consignó en la prensa de entonces.

La muerte de Raurell no sería la única tragedia que de-terminaría el rumbo en la vida de Littman. Entre su salida del Tamayo y su ascenso a la dirección del CCAC falleció Jacques Gelman, el 22 de julio de 1986, y su viuda asumió la responsabilidad de la colección.

La considerada colección “semilla”, es decir, los cerca de 100 cuadros primigenios, fue adquirida por Jacques, de acuerdo con sus gustos. Mantenía buenas relaciones y amistad con muchos de los artistas, a quienes encargaba, por ejemplo, los retratos de su esposa o determinadas piezas con características especiales. Se sabe que Orozco se negó rotundamente a cumplirle el gusto de retratar a Natasha y, no obstante, le compró piezas.

En una comida en casa de la pintora Ilse Gradwohl, Gunther Gerzso contó a Luis Ignacio Sáinz una anécdota, que me confió en entrevista. Un día le llegó una carta desde Nueva York, en la que Jacques Gelman le pedía un cuadro de determinadas dimensiones, y le envió un trozo de alfombra roja para indicar el color y tono deseado. El pintor de ascendencia húngara “se sintió prostituido” y pensó: “Yo a este pinche viejo no le voy a pintar nada”. Pero siguió leyendo y al llegar a la parte en la que estipulaba el precio, resultaba un dineral. Y terminó diciendo que pintaría lo que quisiera. Jacques llegó a tener alrededor de 40 cuadros de Gerzso, varios, sí, en color rojo, y al final fueron grandes amigos.

A su vez, Miriam Kaiser, investigadora, curadora y exdirectora del Museo del Palacio de Bellas Artes, rememora en entrevista que conoció al empresario ruso desde niña, porque era amigo de sus padres. Ella entró a trabajar muy joven a la Galería de Arte Mexicano de Inés Amor, donde estuvo por 10 años. El matrimonio solía ir, pero jamás los llamó por sus nombres, “siempre fueron para mí el señor y la señora Gelman”.

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Ya trabajando en el sector público, cuando el INBAL requería en préstamo algunas de sus obras, Kaiser misma iba a su casa en Las Lomas, Ciudad de México. Le gustaba revisarlas y seleccionarlas personalmente, supervisar su embalaje y traslado. Jacques solía decirle que no le prestaba a Bellas Artes, sino a ella. Entonces la curadora le reviraba: “No, a mí no, señor Gelman”. Y él le decía: “Pero tú las vas a cuidar”. Él fijaba el monto de los seguros. Ella le pedía que le invitara un cafecito para platicar no solo de anécdotas: “Yo aprendía mucho de su amistad enorme con el señor Gerzso, con Diego Rivera, con el maestro Tamayo, fue amigo de todos ellos porque, aunque fue gente de cine, tenía mucha relación con los artistas [plásticos]”.

El señor Gelman falleció en Houston. A partir de ese momento, Littman apuntaló su presencia con su esposa. Se trasladó de inmediato hasta aquella ciudad: “Cuando murió Jacques en [19]86 fui con ellos a Houston, me encargué de los funerales. Ya éramos amigos desde antes, pero como yo estaba aquí y ellos no tenían parientes, sentía mi responsabilidad el ayudarlos”, dijo el curador a Proceso el 6 de julio de 1998.

Además de enfrentar la pérdida, Natasha, como hemos dicho, se quedó con la responsabilidad de la colección, peroLittman siguió asesorándola. Kaiser evoca que entre ambos había muy buena relación. En 1992, seis años después de la muerte de su esposo, Natasha presta, por primera vez en su historia, el acervo completo para su exhibición en el CCAC, y ahí permanece hasta septiembre de 1998, luego de que Televisa anunciara el cierre definitivo de ese espacio cultural.

A la distancia queda claro que el fallecimiento de Natasha Gelman llevó a Littman al pináculo de su vida y trayectoria. Y marcó el destino de la colección de arte mexicano. Se habló de que Jacques habría dispuesto en su testamento que el conjunto pasara a manos de la Fundación Cultural Televisa, pero la viuda decidió no hacerlo. Por el contrario, ella comenzó a distanciarse de Azcárraga; le pareció impertinente que él llegara a preguntarle si ya tenía dispuesto qué pasaría con las obras cuando muriera. Le irritaba porque “se sentía sana, joven, atlética”, y consideraba a las obras como los hijos que no tuvo, contó Lucero Isaac a Proceso, tras la muerte de Natasha.

Littman explicó en su momento que, además del testamento en el que lo nombró albacea de las obras mexicanas, existía otro para la colección europea. Le sorprendía la insistencia de la reportera Terrazas de Proceso, que quería saber cuándo se haría público el documento: “¿Eso pasa normalmente? ¿Por qué? No estoy diciendo mentiras. No es People magazine […]. Sobre las cosas importantes de los Gelman, que son las colecciones, la gente ya sabe qué pasó. La colección de la Escuela de París se va al Museo Metropolitano de Nueva York; la colección de pintura mexicana es mi responsabilidad y preocupación, para asegurarme de que no se separe, de que quede en México. Todo lo que indique la ley mexicana se seguirá”.

El inminente desalojo de la colección Gelman del CCAC era preocupación generalizada, y su futuro mantenía en alerta a la prensa y al medio cultural. Littman repetía ante la prensa que cumpliría con las premisas del testamento, que contemplaban su exhibición en una instancia privada, para dar cuenta del gusto del matrimonio Gelman por el arte y su tiempo en México. Tanta insistencia resulta sospechosa, hoy podría decirse.

Y llegan las querellas

So pretexto de buscar financiar la conservación e incrementar el acervo, el legado no se estableció en México. Viajó, como ya mencioné, por diversas ciudades, hasta que Littman aceptó el ofrecimiento de regresarlo a Cuernavaca, al Centro Cultural Muros, en los terrenos del derruido Casino de la Selva.

Mediante un cuestionario por correo electrónico, la agencia de comunicación FleishmanHillard, representada entonces por Horacio Loyo, me informó en 2003 que Costco-CM acordó con la Fundación Vergel crear la Fundación Parque Morelos, A. C., con el fin de operar el centro. Unos días después, en un recorrido para prensa, antes de la apertura y con la colección ya montada, Littman me contó que Gerardo Estrada, exdirector del INBAL (1992–2000) y de Asuntos Culturales de la Secretaría de Relaciones Exteriores, era una suerte de “padrino”, pues lo presentó con los dueños de las empresas.

Si entonces no me pareció tan raro, hoy, a la luz de las entrevistas que el exfuncionario ha dado a diversos medios, me pregunto por qué Estrada. En mi conversación con Sáinz también se desliza la cuestión: “¿A cuento de qué?”, se pregunta. Porque, además, como director de Bellas Artes no logró conseguir la colección Gelman para un recinto público. A finales de los noventa, el Museo Nacional de Arte, como parte del Proyecto Munal 2000, le diseñaba un espacio exclusivo a la colección, y se pensó, a la manera del Met, que la sala llevara los nombres de Jacques y Natasha Gelman. Antes de la apertura de Muros, el sociólogo me dijo en entrevista telefónica que lo habló con el albacea, pero él le mostró el testamento, y ahí se indicaba que la colección debía quedarse, en efecto, en México, pero en un museo privado. “Esa era una limitación legal”, enfatizó.

Tal cual: el curador y albacea prefirió los 7 000 metros cuadrados del Centro Cultural Muros, diseñado por los arquitectos Francisco Guzmán y Alejandro Bernardi, construido en vecindad con el enorme mall de más de 70 000 metros cuadrados y marcado por la huella de la destrucción de un antiguo símbolo cultural morelense: el Casino de la Selva. Hoy, el inmueble es sede de Papalote Museo del Niño.

En opinión de Sáinz, Rafael Tovar y de Teresa, entonces presidente del desaparecido Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (hoy Secretaría de Cultura), nunca tomó las medidas para proteger ese acervo. Falleció en diciembre de 2016.

En su columna del 20 de noviembre de 2024 en El Universal, Adriana Malvido fue contundente: desde que Natasha Gelman firmó su testamento en 1993, el Gobierno mexicano tuvo décadas para “negociar la permanencia del legado en nuestro país, ofrecer garantías de conservación en un espacio seguro, diseñar un plan de divulgación y acceso al público, idear cómo y con quiénes lograr un proyecto sostenible. Pero las políticas públicas a largo plazo no existen y ni los gobiernos panistas, priistas o morenistas tuvieron la sensibilidad para valorar una colección como esta”.

A toro pasado y como si no hubiera sido funcionario público, Estrada declaró al periódico Reforma el 18 de noviembre pasado que el Gobierno “desdeñó adquirir el acervo Gelman”. Afirmó que Littman pidió 200 millones de dólares para venderlo al Estado (dos terceras partes de su valor, si recordamos que originalmente estaba valuado en 300 millones de dólares), pero “el Gobierno nunca ha querido destinar nada para la compra de esa colección, y creo que es una decisión equivocada”.

Ana Garduño, investigadora del coleccionismo en México y estudiosa de acervos como los de Álvar Carrillo Gil y Marte R. Gómez, me comenta que uno de los problemas del Gobierno es la falta de una política de adquisiciones. Cuando se le presentan ofertas como las de estos dos coleccionistas ilustres, quienes finalmente casi donaron su legado a museos públicos, los avalúos son a “precios muy castigados”.

El convenio entre la Fundación Vergel y la Fundación Parque Morelos preveía la exhibición de la colección Gelman completa, durante unos 15 años. Todo parecía marchar bien; incluso Littman rechazó la solicitud de la Tate Gallery de Londres para montar una exposición sobre Frida Kahlo. Como se ve, los augurios iniciales para el Centro Cultural Muros eran buenos.

Pero no sobrevivió ni un lustro. En noviembre de 2008 la zozobra se tendió sobre la colección, cuando Littman fue demandado en tribunales con el fin de inhabilitarlo como albacea. El curador temió ser despojado y retiró presto la colección, suspendiendo cualquier exhibición aquí y en el extranjero.

A 10 años de la muerte de la señora Gelman, el abogado Francisco Enrique Fuentes Olvera, hijo del controvertido litigante Enrique Fuentes León (quien había sido sentenciado a cinco años de prisión por el presunto secuestro de la bailarina y coreógrafa Nellie Campobello), reclamó ser nombrado único y universal heredero de la sucesión intestamentaria de los bienes de Natasha. El pleito había iniciado en realidad en noviembre de 2006, pero Littman no fue notificado sino hasta dos años después. Relaté en 2008 que un año antes, mientras se celebraba el centenario del natalicio de Frida Kahlo en el Palacio Bellas Artes, con la exposición “Frida Kahlo. 1907–2007”, el curador estadounidense se enteró de que una juez ordenó el aseguramiento de las obras prestadas al INBAL.

La colección de arte mexicano de los Gelman es (¿era?)tan extensa y coherente que habitualmente era utilizadacomo base de guiones museográficos sobre la vida en el Méxicoposrevolucionario, como en esta exposición en el Centro CulturalZamek en Polonia.

Y es que al abrirse el testamento público de Natalia (Natasha) Zahalka Krawak, viuda de Gelman, ante el notario público 103 de la Ciudad de México, Armando Gálvez Pérez Aragón, resultó que no había un heredero universal. Lo que se estipulaba era la entrega de tres legados: 25% de la venta de uno de sus inmuebles para cada uno de los asistentes personales de la viuda —chofer y mucama—, quienes aceptaron una cantidad en efectivo para no tener que esperar a dicha venta. A Littman se le legó el acervo de 95 obras de arte mexicano, con la obligatoriedad de conservarla íntegra y exhibirla en un museo privado. Asimismo, el 100% de otra propiedad y 50% de la que se repartía con los asistentes personales se destinarían para la conservación y el mantenimiento de la obra. El tercer tanto eran 10 000 dólares para Mario Sebastián Krawak, hermano de Natasha.

El albacea cumplió lo dispuesto en cuanto a los dos primeros tantos, pero argumentó no haber encontrado al hermano. Curiosamente, su nombre fue localizado en el directorio telefónico por Fuentes Olvera, quien le ofreció no 10 000, sino 20 000 dólares por la cesión de sus derechos hereditarios. Sebastián falleció al poco tiempo y fue cuando Fuentes Olvera demandó ser reconocido como heredero universal intestamentario y albacea de la viuda de Gelman. Pidió, asimismo, la remoción de Littman.

Fuentes Olvera parecía ganar el primer round cuando la Tercera Sala Familiar y la jueza 21º Familiar, Celia Carmen Santos Herrera, ambas del Tribunal Superior de Justicia del entonces Distrito Federal, le concedieron todo al abogado Fuentes y se le declaró cesionario de Mario Sebastián Krawak —único y universal heredero de la sucesión intestamentaria de bienes—, y fue designado albacea.

Claro, Littman no había llegado hasta donde se encontraba como para dejarse ganar así. Al menos ya tenía resguardada la colección en un lugar secreto. Su defensa interpuso diversos amparos y refutó que Fuentes Olvera no podía ser albacea, pues, aunque quisieran removerlo a él, tendrían que ser reconocidas como albaceas sustitutas la abogada Janet C. Neschis y la jueza Marylin Gelfand Bloom de Diamond, consejeras de la Gelman Foundation, quienes habían sido designadas por Natasha en su testamento, el cual, según Littman, no se había anulado en ningún momento. Finalmente lograron revertir la sentencia.

Pero aún no se tecleaba el punto final. Cuando todo parecía resuelto en favor de Littman, el hijo de Cantinflas, Mario Arturo Moreno Ivanova, apareció para reclamarse heredero. Alegaba que los Gelman habían sido sus padrinos y siempre lo quisieron como a un hijo, y acusó a Littman, con supuestos dictámenes médicos, de haberse aprovechado de que Natasha padecía alzhéimer antes de morir. La Procuraduría de la Ciudad de México, entonces a cargo de Miguel Ángel Mancera, concluyó que Moreno Ivanova había presentado documentos falsos.

La prensa consignó que Moreno Ivanova no pudo demandar a Littman en Nueva York, a pesar de que su procedimiento jurídico rocambolesco incluía la colección de arte europeo donada al Met, la cual, alegaba, había sido adquirida en un dólar, hecho que le parecía fraudulento. Y no pudo hacerlo porque contaba con órdenes de aprehensión en su contra en Estados Unidos. Moreno Ivanova falleció el 15 de mayo de 2017 a los 57 años, sin ver un centavo de dólar. De cualquier forma, en 2008 se dio a conocer la prescripción de los supuestos delitos de que se acusaba al curador neoyorquino.

Reconocido finalmente como legítimo albacea, Robert R. Littman se alzaba nuevamente con la colección. Sin certeza de lo que motivaba en el trasfondo al abogado Fuentes Olvera o a Moreno Ivanova, se sabía que de haber ganado en sus juicios no habrían estado obligados a cumplir los mandatos de Natasha Gelman: mantener unida la colección y exhibirla en México, como Littman lo había hecho en Cuernavaca. Bien podrían haberla disgregado cuadro por cuadro. “Se perdería así un legado que estaba a la mano del público mexicano”, escribí entonces.

Pero las noticias trágicas no dejaban de enturbiar la colección Gelman. La tarde del 13 de marzo de 2013, el notario Gálvez Pérez Aragón, responsable en 1998 de la adjudicación de los bienes de Natasha Gelman a Littman, fue asesinado luego de salir de un banco en Polanco, en la esquina de avenida Presidente Masaryk y Molière, cuando viajaba en su camioneta del lado del copiloto. Las autoridades presumieron que fue víctima de un ataque directo.

Algunas notas lo vincularon con el otorgamiento de permisos a edificaciones ilícitas, pero la mayoría de los medios destacaron su relación con presuntos fraudes en la cesión de obras de arte de pintores como Picasso, Miró, Braque, Gris, Mondrian, entre otros. En la investigación, se dijo, estaban involucrados Mario Moreno Ivanova y funcionarios estadounidenses. Se referían, pues, a la colección de maestros europeos de la Gelman.

En El Universal, el 14 de marzo de 2013, se consignaron declaraciones del procurador general de Justicia del DF, Rodolfo Ríos Garza, quien detalló que el notario “estuvo vinculado a la acusación de administración fraudulenta por un caso investigado por la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, que data de 2008, sobre la colección que recopiló el matrimonio Gelman, y que contiene 95 obras de artistas mexicanos, entre los que están Frida Kahlo, Diego Rivera, Rufino Tamayo, David Alfaro Siqueiros, Francisco Toledo y Juan Soriano”. El denunciante, añadió la reportera Claudia Bolaños, es el abogado Francisco Fuentes Olvera, quien exige los derechos del acervo.

Días de baile y arte. Él, ruso de San Petersburgo,llegó a México ya con patrimonio y conocimiento de la industriacinematográfica; ella, de Moravia, también de buena familia.Se conocieron y casaron en México en 1941. Buena parte de sufortuna la invirtieron en crear tres colecciones de arte, de lasmás espectaculares del mundo (Cortesía).

El ganón

Al final, Littman y la Fundación Vergel siguieron en posesión del acervo mexicano, que continuó viajando por el mundo, en lugares como la Galería de Arte de Nueva Gales del Sur, en Sídney, Australia (2016) o el Frist Art Museum, de Nashville, Tennessee, Estados Unidos (2019). En este último país visitó desde 2019 diferentes ciudades, entre ellas Raleigh, en Carolina del Norte, y West Palm Beach, en Florida. De mayo a octubre de 2021 se presentó en el Museo de Arte Moderno Cobra, en Países Bajos. Luego, de febrero a junio de 2023 estuvo en el Centro Cultural San Gaetano en Padua, Italia.

El último registro que encontré fue la exposición “Frida Kahlo-Diego Rivera: amor y revolución”, con más de 150 objetos, entre fotografías, obras y una colección de trajes de tehuana. Se pudo ver del 24 de junio al 17 de septiembre de 2023 en Adelaida, Australia, ciudad número 70 en acoger la muestra, según declaró la curadora Tansy Curtin.

Qué suerte tiene el público en el extranjero: el acervo no se ha mostrado aquí en años. Es decir, sigue sin cumplirse la voluntad testamentaria de Natasha Gelman de mantenerlo unido y exhibido en un espacio privado, pero en México. ¿Qué se puede hacer? ¿Hay alguna disposición legal que obligue al albacea a respetar lo que, según él mismo, contiene el testamento, del cual es beneficiario? Máxime si en la lista están las obras declaradas patrimonio.

El especialista en legislación cultural Bolfy Cottom me explica que una disposición como tal no existe, pues los derechos de sucesión testamentaria corresponden al ámbito privado y dependen estrictamente de la buena voluntad de los particulares. Sin embargo, señala que el INBA sí está obligado a dar seguimiento al acervo, a tener mayor transparencia en su actuación y a advertir a los propietarios de obras patrimoniales sobre sus obligaciones. Asimismo, debe monitorear periódicamente el estado y la ubicación de los bienes, sencillamente porque son del interés del Estado. Si bien Cottom celebra que el instituto lograra detener la subasta del cuadro de María Izquierdo, lamenta que se llegara al punto de desconocer qué tan desbalagado está el conjunto artístico atesorado por los Gelman.

Los propietarios de obras declaradas patrimonio de México están obligados a cumplir con normas, como la prohibición de exportarlas definitivamente. Es decir, deben permanecer en nuestro país, aunque cambien de propietario. Es un aspecto cuestionado recientemente por Juan Rafael Coronel Rivera, nieto de Diego Rivera, quien declaró a la reportera Niza Rivera de Proceso que el cuadro de Siqueiros, vendido en 72 000 dólares, con la advertencia de ser entregado en México, debió alcanzar precios mucho más altos, pero nadie se arriesga a adquirir un bien si no puede llevarlo adonde desee.

Es un viejo debate, y Cottom hace notar que el fin de la Ley de Patrimonio es proteger bienes arqueológicos, históricos y, en este caso, artísticos de “interés nacional”. Se ha dicho que la ley no tiene los “dientes” o “armas” suficientes para proteger en casos como el de la subasta, por tratarse de una propiedad particular. No obstante, el especialista contraargumenta que la ley protege, pero requiere de otros elementos para que sea eficaz, como una autoridad clara y preparada para actuar con los procedimientos establecidos, recursos económicos y personal.

Hay sanciones administrativas y penales, establecidas en el artículo 53 de la ley, que dice: “Al que por cualquier medio pretenda sacar o saque del país un monumento arqueológico, artístico o histórico, sin permiso del Instituto competente [en este caso el INBAL], se le impondrá prisión de cinco a 12 años y de 3 000 a 5 000 días multa”.

¿Y ahora qué?

La subasta en Nueva York sacó a la luz 30 piezas de la colección Gelman, pero ¿dónde está el resto? Parece que volvemos a los inciertos días de 2008, cuando las obras fueron sacadas del Centro Cultural Muros para ser escondidas y desde entonces no volvieron a mostrarse.

Ana Garduño me confía que en los círculos de coleccionistas y galerías corren versiones en el sentido de que un coleccionista regiomontano adquirió la colección, y en algún momento se dará a conocer y se anunciará su sede definitiva. Le pregunto si es el mismo que subastó las obras de Sotheby’s. Al parecer, responde, son dos coleccionistas distintos, pero uno de ellos sí desea conservar sus obras.

Menos optimista, Bolfy Cottom expresa preocupación por la falta de información pública sobre el paradero de las obras no subastadas; teme la disgregación del acervo. Lamenta que el INBAL no hubiese actuado antes, sino hasta que se aireó en medios la subasta.

Sáinz, quien ha escrito varios textos para los catálogos de la casa Morton Subastas, cree posible que las obras subastadas en noviembre sean apenas un asomo de lo que realmente se ha vendido fuera de subasta pública, como se acostumbra en muchas subastadoras. Son comunes, asímismo, los tratos de coleccionista a coleccionista, o con un intermediario que ofrece al demandante lo que el vendedor está ofreciendo.

No obstante, me parece inaudito, aunque no imposible, que Littman se hubiera desprendido del conjunto de obras de Frida Kahlo, del cual se sentía tan orgulloso. No solo él: su esposo Sully Bonnelly mostró su satisfacción por poseer juntos el acervo y haberlo enriquecido con la colección de trajes de tehuana que evocan la vestimenta que luce Frida en algunos autorretratos. ¿Pasó el entusiasmo? Hace mucho tiempo que habló de ello.

Sáinz, quien ha escrito varios textos para los catálogos de la casa Morton Subastas, cree posible que las obras subastadas en noviembre sean apenas un asomo de lo que realmente se ha vendido fuera de subasta pública, como se acostumbra en muchas subastadoras.

El 29 de septiembre de 2021 el diario New Jersey Hispano publicó una entrevista en la que Bonnelly declara que él y Littman poseen “una colección que pertenece a nuestra Fundación Vergel, realmente le pertenece al legado de México, y viaja porque hay que verla, el mundo quiere verla”. Añade el medio que la colección es itinerante, y que cuando las obras no se exhiben son preservadas en México. ¿Dónde exactamente? No lo revela.

De Littman, ahora de 84 años, poco puede leerse ya, aunque Bonnelly suele publicar en sus redes sociales, hablando de su producción creativa, y en diciembre pasado celebrando su cumpleaños 68. No aparece junto a él Robert Littman, pero no es difícil imaginarlo detrás de la lente que capta sonriente al diseñador.

Su Fundación Vergel no cuenta con sitio web. En el sitio CauseIQ1, dedicado a recopilar y vender información sobre asociaciones sin fines de lucro, de recaudación de fondos y semejantes, aparecen como últimos movimientos fiscales los realizados en 2022, con ingresos totales de 742 055 dólares; gastos totales por 578 484 dólares, y activos, 6 466 659 dólares. Declara no tener empleados, y cita a Littman, presidente, con una compensación de 200 000 dólares, y a Bonnelly, director, con 100 000 dólares. Su abogado John B.Koegel es tesorero, pero no reporta ingresos.

¿Había necesidad de vender la colección? El círculo parece cerrarse en el mismo punto, y sin respuestas. El público mexicano puede ver en televisión abierta las películas de Cantinflas, pero no sabemos si algún día volverá a mostrarse la colección Gelman, que marcó profundamente la cultura de México.

Recuerdo una frase con la cual Sáinz inicia su ensayo “Salmo de David y teatralidad del poder”, en su libro Ensayos en espiral, publicado el año pasado: “La ambición carece de palabra y la muerte es una moneda de uso corriente en los tiempos del Renacimiento”.

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1. Se puede revisar en esta liga: https://www.causeiq.com/organizations/vergel-foundation,134027930/

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