La resistencia de una tradición pagana en Bulgaria

La resistencia de una tradición pagana en Bulgaria

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Tiempo de Lectura: 00 min

Mientras se acerca el fin de año, hay que estar allí, en lo profundo de los Balcanes, y ver con los propios ojos a los <i>kukeri</i>, para sentir todo el peso y el misterio de una cultura que persiste a pesar de los siglos de impronta judeocristiana.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Todas las fotos: Esteban González de León.

Una suave manta de niebla cubre las calles de Razlog, al sur de Bulgaria. Es uno de los últimos días de 2024 en esta ciudad de poco menos de 20 000 habitantes. Aquí, en los Balcanes, en Europa oriental, los días avanzan casi en silencio. Algunas personas pasean con sus mascotas por la banqueta y los parques, los niños juegan futbol en una cancha y las familias se toman fotos junto a la decoración navideña que hay en el centro de la ciudad.

A las cinco de la tarde cae la oscuridad, y el frío de diciembre obliga al encierro. Pero eso no pasa en Razlog. A mitad de la noche, en el último tramo hacia el Año Nuevo, el sonido de campanas, tupanes y zurnas —instrumentos regionales de percusión y aliento—, así como el bullicio de la gente, rompen el silencio.

Es el inicio del Nakachane —que en búlgaro significa “ponerse las campanas”—, una serie de procesiones de cada uno de los seis barrios que componen Razlog. Es solo el preámbulo de la festividad más grande y alegre del país: la Surva, la cual se celebrará durante los próximos meses en todo Bulgaria, hasta la llegada de la primavera.

Las procesiones del Nakachane comienzan en la casa de los organizadores de cada barrio, generalmente personas involucradas en la tradición desde hace generaciones. Los anfitriones reciben al resto del vecindario, les sirven de comer, de beber, y preparan los trajes tradicionales de quienes serán los protagonistas de la Surva. Estos son atuendos de piel de cabra o borrego que evocan a grandes monstruos. Quienes lo usan van armados con una cola de caballo en la mano, máscaras o gorros, y campanas, similares a cencerros adornados y gigantes, colgando de enormes cinturones de cuero. Estos monstruos son los kukeri, cuyo origen y significado todavía se debate. Están al centro de esta tradición pagana que tiene al menos dos mil años de historia y, se presume, sería la tradición viva más antigua de Europa.

Es el turno del barrio Dégata para celebrar el Nakachane. En esta parte de Razlog, al suroeste de la ciudad, habita una de las familias más activas para la tradición en la localidad, los Tatarske. Aquí los participantes se organizan cada año para representar al barrio el primero de enero. Es una casa llena de historia para la ciudad. En la misma propiedad se grabó lo que se presume como uno de los primeros documentales de la tradición hace más de 60 años, en el que participaron los ancestros de la familia.

Los retratos de estos antepasados están en los muros del anexo de la casa, que pasó de ser un cabrero a una taberna que funciona como lugar de estancia para la familia y las visitas. Blagoi Velev, el patriarca de la casa, rehizo este espacio. Dejó en pie solo un muro del cabrero, que tiene cerca de 200 años de antigüedad. En el alféizar de cada ventana hay fotografías de los kukeri de años recientes, imágenes religiosas, piezas de madera y vasijas de cerámica. Entre estos retratos está la imagen de una mujer vestida de kuker. Es la hija de Velev, Dara Tsinzova, estudiante de diseño gráfico de 21 años en la Nueva Universidad de Bulgaria, en Sofía, la capital. Es la heredera de al menos cuatro generaciones de búlgaros devotos a la tradición de la Surva. 

Son casi las ocho de la noche y la gente se apresura para la procesión del Nakachane. En el alboroto, los músicos, romanís contratados por la comunidad, tocan sus instrumentos y salen al patio principal de la casa, seguidos por los demás participantes. Ahí, muchos de los miembros de Dégata, de todas las edades, se ponen los cinturones sobre los hombros y, entre otras dos o tres personas, les colocan las campanas. Cada una puede pesar hasta 18 kilos, y la gente se cuelga cuatro. Entre ellos están Velev y su hija. Son los últimos en salir de la casa.

Los kukeri pueden salir con el traje puesto o simplemente con las campanas, aunque nadie usará las máscaras hasta la Surva, celebrada el primer día del 2025. A ellos le siguen el resto del barrio, que se toman de la mano y bailan en círculos. Este es el joró, que representa a la comunidad y, tradicionalmente, debe ser rodeado por los kukeri, que simbólicamente los protegen de los malos espíritus. Juntos recorrerán las calles de la ciudad, de barrio en barrio, con la música, fuegos artificiales y el ruido de las campanas.

Durante esta noche de Nakachane, también asiste un artista de Razlog, Assen Botev, quien explica la tradición como la respuesta al encuentro entre el mundo de los vivos y el de lo inmaterial.

“Especialmente estos días, del 21 de diciembre al 6 de enero, consideramos estas barreras entre los diferentes universos [...] como una red”, explica Botev, en un café en el centro de Razlog unos días antes de la Surva. Botev tiene 69 años y se dedica principalmente a la escultura. Explica que en este encuentro de los mundos es cuando, según el folclor pagano de Bulgaria, los espíritus malignos traen infortunio a los hogares.

Botev dice que los kukeri pretenden imitar a los espíritus malignos para “evitar que la maldad entre a nuestro mundo, o para espantar a aquellos que ya están aquí, y a otras cosas, para restablecer el balance. [...] Es de una tribu, porque estamos hablando de historia también, (la tradición) está en este lugar desde hace al menos 4 000 años.”

De tiempos paganos al siglo XXI

Bulgaria es una nación, en su mayoría, cristiana ortodoxa. Al menos dos terceras partes de los seis millones de habitantes siguen esta religión. Los kukeri y la Surva distan mucho de la tradición cristiana, que asocia el bien y el mal a Dios y Satanás. Aunque se desconoce cuándo se originó la tradición, se sabe que los kukeri son parte de las culturas paganas y rituales relacionados con la fertilidad y la supervivencia de las comunidades precristianas en el oriente de Europa.

Antes de los búlgaros, los tracios habitaban esta región —desde 3 000 a.C.—, incluyendo zonas de lo que hoy es Grecia, Turquía y Macedonia del Norte. Desaparecieron con el paso de migraciones e imperios como el de Alejandro Magno, Roma y los bizantinos. Tras la creación de Bulgaria, los otomanos ocuparon los Balcanes y no fue hasta el siglo XIX que se liberaron. Luego de la Segunda Guerra Mundial se convirtieron en un país comunista —con fuertes lazos con la Unión Soviética—, y la democracia llegó al país hasta finales del siglo XX.

Etimológicamente no existe un consenso sobre la palabra kuker, pero igual sugiere la riqueza histórica de la tradición. De acuerdo con la doctora Zhivka Koleva-Zlateva, lingüista de la Universidad de Veliko Tarnovo, en Bulgaria, se debate sobre si kuker viene de lenguas eslavas, el griego u otras más antiguas. En su texto “Sobre la etimología del kuker búlgaro”, publicado en 2014, enfatiza que no hay evidencias para concluir de dónde viene la palabra, pero explica que muchas de las voces académicas insisten en un origen tracio.

La primera vez que se empezó a estudiar la tradición de la Surva y los kukeri fue hasta mediados del siglo XIX, todavía en tiempos del Imperio otomano. Las academias de Bulgaria y de otros países han encontrado testimonios que van hasta los últimos años de la Edad Antigua de Europa.

En la obra Sobre los orígenes de ciertos elementos del ritual kuker entre los búlgaros, de 1967, la investigadora soviética Tatiana Davydovna Zlatkovskaia habla de registros de festivales en el noreste de Bulgaria, en los siglos III y IV. “Probablemente hay fundamentos para considerarlos una reliquia de festivales tracianos”.

Entre las investigaciones sobre los kukeri, se habla de distintas variaciones que han existido entre la tradición de las cuales hay elementos que ya no sobreviven. Por ejemplo, están los violentos encuentros entre los kukeri de un barrio contra otro.

“Cuando dos grupos se encuentran, uno debe someterse; si esto no sucede, se produce una lucha armada, y los muertos son enterrados en el lugar sin ceremonias religiosas”, escribió el escritor austriaco Walter Puchner en 2009, en su libro Estudios sobre el folclor de Europa del sudeste y el espacio mediterráneo.

Memorias y una tradición viva

Elementos como los enfrentamientos entre los kukeri ahora son memorias o incluso rumores del pasado de la tradición. Hay búlgaros que recuerdan a estos personajes más agresivos, incluso entrando a las casas para pedir de beber o golpeando a personas con las colas de caballo durante las procesiones. Los tiempos han cambiado, de la misma manera que la tradición. 

El artista Assen Botev se sienta en la mesa del café en el centro de Razlog. Ya no tiene puesto su atuendo verde, camuflado, ni las campanas. Trae un chaleco negro, de lana, con detalles coloridos, tradicionales de Bulgaria, y un suéter gris. El artista bebe jugo mientras cuenta sobre la tradición en tiempos del socialismo. 

Durante ese periodo, que duró más de 40 años, el Gobierno prohibió la tradición por su raíz pagana. La gente se reunía de manera clandestina durante las noches, en el bosque y en las casas de los organizadores. Lo mismo pasaba durante la ocupación otomana.

“Íbamos al bosque y nos disfrazábamos ahí porque los turcos no nos podían encontrar”, dice Botev. “¿Pero ves? Lo tribal es más poderoso que cualquier Estado. La identidad es clave para cualquier sociedad. [...] Los comunistas estuvieron solo 45 años, son como los singultos en la historia, ni siquiera el Covid nos detuvo.”

El artista habla con una voz áspera y luce una gran barba blanca. Es nativo de Razlog y creció en los tiempos del socialismo. Después de que cayó el régimen, en 1990, pasó unos años en París y luego en Londres, hasta que se hartó de la cultura de Europa occidental, que aún hoy considera repugnante.

Botev recuerda cómo la comunidad de Razlog comenzó a negociar con las autoridades municipales en los años sesenta para que les permitieran celebrar la Surva. Entre las personas que participaron en estos esfuerzos, estaba uno de los grandes amigos de Botev, Blago Tatarski, el bisabuelo de Dara Tsinzova.

Del otro lado de la mesa, se sienta Tsinzova. Nos acompaña para apoyar con cualquier traducción del búlgaro al inglés, que es la lengua con la que nos entendemos. La joven estudiante es un ejemplo vivo de cómo se ha transformado la tradición. Apenas hace unas décadas, las mujeres no podían ser kukeri. Tsinzova, desde que tiene memoria, ha participado en el festival. 

“Cuando empecé había pocas niñas”, explica. “Era más aceptado que fueran niñas que mujeres. [...] También había críticas, pero no muchas. Sin embargo, cuando crecí, aumentó la crítica, pero nunca fue una razón para que dejara de hacerlo porque vivimos en el siglo XXI, todo cambia y para que la tradición continúe tenemos que hacer cambios.”

Los kukeri solían ser hombres jóvenes que heredaban la tradición de sus padres. Tsinzova tiene una hermana, Ani, pero ningún hermano. Velev ha apoyado a ambas en su interés y participación en la Surva y su rol como kukeri durante el festival. Su bisabuelo la vistió como kuker cuando tenía 7 años y desde entonces lo hace cada año. Esta consistencia y la pasión por la tradición incluso la llevó a convertirse en la líder de los kuker de su barrio en la Surva de 2024, un honor por el cual todos los kukeri compiten y que, de lograrlo, solo pueden hacerlo una vez en sus vidas.

Hay otros cambios que no son recibidos con el mismo aprecio, pues se les percibe como reflejo de una tradición que se va abaratando. En años recientes, con las redes sociales y la globalización, la tradición ha adquirido fuerza en todo el país. Lugares donde nunca se veían kukeri ahora anuncian sus propios festivales. En la capital han empezado a hacer su propio festival, por ejemplo. Desde hace dos décadas, la ciudad vecina de Razlog, Bansko, ha tratado de capitalizar el turismo que un festival como este puede generar. Esta urbe, contrario a Razlog, es un centro turístico para todo el país e incluso tiene un flujo importante de visitantes internacionales. Gracias a que está a los pies de las montañas Pirin, se ha convertido en un punto idóneo para esquiar. Cuentan casi 400 000 visitantes al año, casi la mitad son extranjeros. Esto beneficia también a Razlog en el sentido económico, pues muchos pueden trabajar y vivir del turismo. Los “puristas” de la Surva, si se les puede llamar así, se encogen de hombros.

En una página turística de la ciudad, se presenta al festival como “uno de los más significativos y atractivos festivales en Bansko”. Se ofrece como una experiencia memorable, pero para la gente en Razlog, es una afronta a la tradición. Muchos insisten que “no es auténtica”, de la misma manera que se han promovido Survas en lugares como la capital, Sofía, donde no hay kukeri. 

Esto ha derivado en un tratamiento de la tradición como un bien de consumo para el turismo más allá de Bansko. Para la Navidad de 2024, por ejemplo, las autoridades de Razlog consideraron hacer un festival de los kukeri para atraer y entretener más turismo antes de las fechas tradicionales, pero representantes de los barrios rechazaron la idea.

Entre las voces en contra de esto estaban tanto Botev como la familia de Tsinzova. “Solo con filosofía básica y sensibilidad con la realidad, que se respalda con la honestidad, todo esto tiene raíces profundas. No se mide en dólares o euros”. Este tipo de tratos hacia las tradiciones “ocurre en todo el mundo [...], pero no nos rendiremos tan fácilmente”.

Monstruos que hilvanan comunidades

Durante seis días antes de la Surva el 1 de enero, cada barrio de Razlog realiza su propio Nakachane. Recorren las calles con sus kukeri, sus jorós y sus músicos. La gente se asoma o sale a la calle para animar el espectáculo. 

Al frente de la procesión de Dégata, el 27 de diciembre, estaba Iván Guinov, un joven de 19 años, originario de Razlog. En esta ocasión funge como primer kuker y dirige a los demás. Es el primero de su familia en llegar al puesto de primer kuker, un reconocimiento inmenso para él y su familia. Su padre lo disfrazó por primera vez cuando tenía 3 años. Desde entonces lo ha hecho cada año, aunque siempre ha tenido que rentar sus trajes debido a que en todo este tiempo no ha dejado de crecer en estatura.

El Nakachane funciona, de alguna manera, como un ensayo de lo que se verá el primero de enero. Hacia las diez de la noche, la procesión se acerca a su conclusión y el resto de los días del año corresponden a los Nakachanes de los barrios restantes y a los preparativos para la Surva.

No son tareas pequeñas. La elaboración de trajes de kukeri toma días. Va desde el sacrificio de las cabras —se utiliza principalmente la piel de la cadera de estos animales— hasta el peinado y la costura de la pieza. Si bien hay unos que rentan, durante estos últimos días del año Velev recibe a decenas de personas que participan en la elaboración o mantenimiento de los atuendos.

Esta, en general, es una labor que llevan a cabo en su mayoría los hombres. Deben peinar el pelaje con los dedos, pelo por pelo, para desenredarlo y alaciarlo. Los que están haciendo sus trajes, utilizan grandes agujas para perforar el cuero e hilvanarlo. Durante el proceso están concentrados y no se dicen mucho entre sí.

Una vez terminados los pantalones y la parte superior del traje, los lavan y los cuelgan para secar en el patio y dentro de la taberna. Durante varios días, estos espacios se vuelven casi una exposición de pieles.

En el patio, hay pilas de telas colgadas o extendidas en el suelo o bardas. Algunos trajes ya listos cuelgan de ganchos y las máscaras de los kukeri están paradas en la losa. Parecen esculturas de pelo, con distintos tonos pardos, grises o blancos. Algunos son tan altos que alcanzan la segunda planta de la casa de Velev. La poca nieve que está cayendo motea de blanco todas estas piezas y las hace brillar en la oscuridad con el reflejo de la luz del hogar.

Estas escenas dibujan, fuera de pretensión o espectáculo, el sentido de comunidad que alberga esta tradición. Algunos jóvenes se sientan y platican alrededor de la mesa. Se sirven de comer los distintos bocadillos búlgaros. En la estancia está uno de los amigos de la familia, quien se está probando su atuendo tradicional búlgaro llamado nucía —de lana, que puede estar ricamente adornado con azules, verdes rojos o negros y detalles como monedas y bordados. El hombre, siempre sonriente, batalla con el cinturón y pregunta en voz alta si ha comido de más en el último año. Tsinzova y los demás ríen y ella explica que estos momentos son comunes y que toda esta gente en su casa son su “familia de Surva”. 

“Nos la pasamos bien mientras nos preparamos para la tradición porque mucha gente piensa que es un peso tener a tanta gente en tu casa y siempre tener que pensar en 20 personas para la cena. [...] No es una carga, es una bendición”, dice la joven.

La Surva

Son las siete de la mañana del primero de enero de 2025 y las calles de Razlog están todavía en silencio. Desde el patio de Velev se puede escuchar la música. El hombre, su familia y amigos están ahí, observando una ceremonia que está por comenzar. Iván Guinov está por vestirse como primer kuker.

Dentro del barrio está su padre, su madre y su hermana, todos vestidos con nucías, las prendas tradicionales de Bulgaria. El joven recibe ayuda de sus amigos para ponerse los pantalones y la parte superior. Guinov es, bajo cualquier estándar, un hombre alto, pero este disfraz lo hace ver más grande. El pelo de su traje, alaciado a la perfección, y la dimensión de este sugieren la imagen de un animal inflamando su pelaje para intimidar a rivales y depredadores. La cara de Guinov, por lo contrario, tiene una mirada amable y quizá un poco nerviosa.

No es un día cualquiera para el joven. Es y será la única vez en la que dirija a los kukeri de Dégata. Mientras brinca, el largo pelaje de cabra se mueve de un lado a otro y se ondula para luego volver a extenderse con su propio peso. En el patio, mientras tanto, Tsinzova y los demás kukeri de Dégata se acaban de preparar y comienzan también a bailar cuando los músicos salen de la taberna. Los kukeri abren un compás con las piernas y arrojan el pelaje hacia adelante para que les cubra la cabeza, luego empiezan a mecerse de un lado a otro.

Este es el momento en que comienza el festival. Los primeros en salir son estos monstruos, con Guinov al frente. A estos le siguen el joró. Esta vez, la gente que participa en el círculo no solo se toma de las manos, sino que todos llevan las prendas tradicionales. Las mujeres usan vestidos de colores, con acabados tradicionales, sobre otro vestido blanco, similar a una camisola. Los hombres utilizan pantalones negros, camisas blancas y cinturones de colores que pueden cubrir desde la cadera hasta el pecho. Algunos llevan armas ceremoniales, como cuchillos o pistolas antiguas.

Sobre sus cabezas, las mujeres se colocan velos de colores y adornos de monedas antiguas enlazadas con cadenas; los hombres llevan sombreros de lana, típicos también en otras partes de los Balcanes. Todos estos vestuarios pueden ser relativamente simples o exageradamente decorados y, en muchos casos, son reliquias familiares que incluso tienen cientos de años en los hogares.

Al frente del joró va una pareja joven. Estos son los líderes del círculo de la comunidad, que se conocen como los primeros erguen y moma —que significa “soltero” y “soltera”, respectivamente—. Al igual que el primer kuker, estos puestos se realizan una vez en la vida para cada participante que se gane el título, el cual se consigue con dedicación y constancia.

Entre la música, las campanas que llevan algunos de los kukeri y el bullicio de la gente dentro y fuera de la procesión, Razlog recibe la primera mañana del año con vida. Junto a Guinov camina Velev, quien funge como director de la procesión. También lleva su nucía y se protege del frío con un largo abrigo de lana gris. En una mano lleva un bastón del cual se suspende una cola de caballo —un símbolo de su autoridad—, en la otra, un manojo de trigo. Este último funge como una batuta que representa el paso de una generación a la siguiente.

A diferencia del Nakachane, la gente no solo sale a animar o mirar el festival. Los kukeri deben recorrer las calles del vecindario donde esta vez los habitantes del barrio los reciben con rakía caliente —un destilado de uva—, mandarinas, carnes frías y otros alimentos. Los niños del joró llevan unos palos de colores con estambre y le dan golpes suaves a la gente para que les den dinero.

Dentro de todo esto, la procesión recibe a nuevos integrantes, quienes esperan desde las puertas de su casa para enfilarse con los kukeri o con la gente del joró. Tras un recorrido del barrio, regresan a la casa de Velev para emprender su camino al centro de la ciudad. Las calles están llenas de gente que espera la celebración mientras pasan cuadra a cuadra. 

Hacia un año de buena fortuna

Guinov ya no es Guinov, ni Tsinzova una estudiante de diseño. Son monstruos. El primer kuker lleva una máscara que evoca a una calavera. Varias trenzas fueron hechas para que el pelo de la cabra no tapara este nuevo rostro del joven. Uno de sus ojos alcanza a verse, pero la máscara evita entender cuál es la expresión que hay detrás. Lo mismo pasa con Tsinzova, cuya identidad solo se delata por el barniz blanco de sus uñas. Donde debería haber una cara hay una especie de barba negra de tres picos, que se extiende desde los ojos hasta la parte superior del pecho.

Estos monstruos entran brincando y agitando el pelaje alrededor de la plaza y forman un círculo. Dentro de este entra el joró que, sin soltase de la mano ni dejar de dar vueltas y bailar, forma una espiral. La música anima todo el ritual, hasta que Velev pide al grupo que abra espacio. La última parte del Surva está por comenzar y el sol está directamente sobre la gente.

Guinov y el segundo kuker, Martín Vlain, de 17 años, caminan al centro de la plaza y Velev se para entre ellos. Guinov recibe el manojo de trigo y a su vez, se lo entrega a Vlain. Esto no solo significa que Vlain será primer kuker el próximo año, representa el relevo generacional y la continuidad de la vida en la comunidad.

Dégata sale de la escena y se encamina a otros barrios de la ciudad, donde más gente los recibe con comida y bebidas en sus casas. Lo que sigue es una cena, casi una auténtica bienvenida al nuevo año. Tsinzova, su familia y el resto del barrio empezarán a revisar los planes para la Surva de 2026 este mismo mes. Pero esta noche del primero de enero brindarán por lo que esperan sea un buen año.

Tsinzova se sienta en la mesa con su familia y amigos, como lo han hecho generaciones y generaciones antes de ella después de cada Surva. Vestirse de kuker, explica, le despierta algo que llaman merak —que vagamente se traduce a “pasión”—, pero también insiste en cómo la tradición sigue encontrando sentido porque “los malos espíritus no cambiaron. [...] Es claro que los espíritus malignos nunca cambiaron, eso cambiaría la tradición”.

El día en que ella fue primera kuker, durante la Surva de 2024, una pareja de adultos mayores le dijo que nunca dejara de perseguir a la maldad porque esta sigue en el mundo. “Terminaré mi educación en Sofia [...] y me gustaría vivir en otro país durante algunos meses, pero no importa dónde esté, siempre regresaré para el primero de enero”.

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Mientras se acerca el fin de año, hay que estar allí, en lo profundo de los Balcanes, y ver con los propios ojos a los <i>kukeri</i>, para sentir todo el peso y el misterio de una cultura que persiste a pesar de los siglos de impronta judeocristiana.

Una suave manta de niebla cubre las calles de Razlog, al sur de Bulgaria. Es uno de los últimos días de 2024 en esta ciudad de poco menos de 20 000 habitantes. Aquí, en los Balcanes, en Europa oriental, los días avanzan casi en silencio. Algunas personas pasean con sus mascotas por la banqueta y los parques, los niños juegan futbol en una cancha y las familias se toman fotos junto a la decoración navideña que hay en el centro de la ciudad.

A las cinco de la tarde cae la oscuridad, y el frío de diciembre obliga al encierro. Pero eso no pasa en Razlog. A mitad de la noche, en el último tramo hacia el Año Nuevo, el sonido de campanas, tupanes y zurnas —instrumentos regionales de percusión y aliento—, así como el bullicio de la gente, rompen el silencio.

Es el inicio del Nakachane —que en búlgaro significa “ponerse las campanas”—, una serie de procesiones de cada uno de los seis barrios que componen Razlog. Es solo el preámbulo de la festividad más grande y alegre del país: la Surva, la cual se celebrará durante los próximos meses en todo Bulgaria, hasta la llegada de la primavera.

Las procesiones del Nakachane comienzan en la casa de los organizadores de cada barrio, generalmente personas involucradas en la tradición desde hace generaciones. Los anfitriones reciben al resto del vecindario, les sirven de comer, de beber, y preparan los trajes tradicionales de quienes serán los protagonistas de la Surva. Estos son atuendos de piel de cabra o borrego que evocan a grandes monstruos. Quienes lo usan van armados con una cola de caballo en la mano, máscaras o gorros, y campanas, similares a cencerros adornados y gigantes, colgando de enormes cinturones de cuero. Estos monstruos son los kukeri, cuyo origen y significado todavía se debate. Están al centro de esta tradición pagana que tiene al menos dos mil años de historia y, se presume, sería la tradición viva más antigua de Europa.

Es el turno del barrio Dégata para celebrar el Nakachane. En esta parte de Razlog, al suroeste de la ciudad, habita una de las familias más activas para la tradición en la localidad, los Tatarske. Aquí los participantes se organizan cada año para representar al barrio el primero de enero. Es una casa llena de historia para la ciudad. En la misma propiedad se grabó lo que se presume como uno de los primeros documentales de la tradición hace más de 60 años, en el que participaron los ancestros de la familia.

Los retratos de estos antepasados están en los muros del anexo de la casa, que pasó de ser un cabrero a una taberna que funciona como lugar de estancia para la familia y las visitas. Blagoi Velev, el patriarca de la casa, rehizo este espacio. Dejó en pie solo un muro del cabrero, que tiene cerca de 200 años de antigüedad. En el alféizar de cada ventana hay fotografías de los kukeri de años recientes, imágenes religiosas, piezas de madera y vasijas de cerámica. Entre estos retratos está la imagen de una mujer vestida de kuker. Es la hija de Velev, Dara Tsinzova, estudiante de diseño gráfico de 21 años en la Nueva Universidad de Bulgaria, en Sofía, la capital. Es la heredera de al menos cuatro generaciones de búlgaros devotos a la tradición de la Surva. 

Son casi las ocho de la noche y la gente se apresura para la procesión del Nakachane. En el alboroto, los músicos, romanís contratados por la comunidad, tocan sus instrumentos y salen al patio principal de la casa, seguidos por los demás participantes. Ahí, muchos de los miembros de Dégata, de todas las edades, se ponen los cinturones sobre los hombros y, entre otras dos o tres personas, les colocan las campanas. Cada una puede pesar hasta 18 kilos, y la gente se cuelga cuatro. Entre ellos están Velev y su hija. Son los últimos en salir de la casa.

Los kukeri pueden salir con el traje puesto o simplemente con las campanas, aunque nadie usará las máscaras hasta la Surva, celebrada el primer día del 2025. A ellos le siguen el resto del barrio, que se toman de la mano y bailan en círculos. Este es el joró, que representa a la comunidad y, tradicionalmente, debe ser rodeado por los kukeri, que simbólicamente los protegen de los malos espíritus. Juntos recorrerán las calles de la ciudad, de barrio en barrio, con la música, fuegos artificiales y el ruido de las campanas.

Durante esta noche de Nakachane, también asiste un artista de Razlog, Assen Botev, quien explica la tradición como la respuesta al encuentro entre el mundo de los vivos y el de lo inmaterial.

“Especialmente estos días, del 21 de diciembre al 6 de enero, consideramos estas barreras entre los diferentes universos [...] como una red”, explica Botev, en un café en el centro de Razlog unos días antes de la Surva. Botev tiene 69 años y se dedica principalmente a la escultura. Explica que en este encuentro de los mundos es cuando, según el folclor pagano de Bulgaria, los espíritus malignos traen infortunio a los hogares.

Botev dice que los kukeri pretenden imitar a los espíritus malignos para “evitar que la maldad entre a nuestro mundo, o para espantar a aquellos que ya están aquí, y a otras cosas, para restablecer el balance. [...] Es de una tribu, porque estamos hablando de historia también, (la tradición) está en este lugar desde hace al menos 4 000 años.”

De tiempos paganos al siglo XXI

Bulgaria es una nación, en su mayoría, cristiana ortodoxa. Al menos dos terceras partes de los seis millones de habitantes siguen esta religión. Los kukeri y la Surva distan mucho de la tradición cristiana, que asocia el bien y el mal a Dios y Satanás. Aunque se desconoce cuándo se originó la tradición, se sabe que los kukeri son parte de las culturas paganas y rituales relacionados con la fertilidad y la supervivencia de las comunidades precristianas en el oriente de Europa.

Antes de los búlgaros, los tracios habitaban esta región —desde 3 000 a.C.—, incluyendo zonas de lo que hoy es Grecia, Turquía y Macedonia del Norte. Desaparecieron con el paso de migraciones e imperios como el de Alejandro Magno, Roma y los bizantinos. Tras la creación de Bulgaria, los otomanos ocuparon los Balcanes y no fue hasta el siglo XIX que se liberaron. Luego de la Segunda Guerra Mundial se convirtieron en un país comunista —con fuertes lazos con la Unión Soviética—, y la democracia llegó al país hasta finales del siglo XX.

Etimológicamente no existe un consenso sobre la palabra kuker, pero igual sugiere la riqueza histórica de la tradición. De acuerdo con la doctora Zhivka Koleva-Zlateva, lingüista de la Universidad de Veliko Tarnovo, en Bulgaria, se debate sobre si kuker viene de lenguas eslavas, el griego u otras más antiguas. En su texto “Sobre la etimología del kuker búlgaro”, publicado en 2014, enfatiza que no hay evidencias para concluir de dónde viene la palabra, pero explica que muchas de las voces académicas insisten en un origen tracio.

La primera vez que se empezó a estudiar la tradición de la Surva y los kukeri fue hasta mediados del siglo XIX, todavía en tiempos del Imperio otomano. Las academias de Bulgaria y de otros países han encontrado testimonios que van hasta los últimos años de la Edad Antigua de Europa.

En la obra Sobre los orígenes de ciertos elementos del ritual kuker entre los búlgaros, de 1967, la investigadora soviética Tatiana Davydovna Zlatkovskaia habla de registros de festivales en el noreste de Bulgaria, en los siglos III y IV. “Probablemente hay fundamentos para considerarlos una reliquia de festivales tracianos”.

Entre las investigaciones sobre los kukeri, se habla de distintas variaciones que han existido entre la tradición de las cuales hay elementos que ya no sobreviven. Por ejemplo, están los violentos encuentros entre los kukeri de un barrio contra otro.

“Cuando dos grupos se encuentran, uno debe someterse; si esto no sucede, se produce una lucha armada, y los muertos son enterrados en el lugar sin ceremonias religiosas”, escribió el escritor austriaco Walter Puchner en 2009, en su libro Estudios sobre el folclor de Europa del sudeste y el espacio mediterráneo.

Memorias y una tradición viva

Elementos como los enfrentamientos entre los kukeri ahora son memorias o incluso rumores del pasado de la tradición. Hay búlgaros que recuerdan a estos personajes más agresivos, incluso entrando a las casas para pedir de beber o golpeando a personas con las colas de caballo durante las procesiones. Los tiempos han cambiado, de la misma manera que la tradición. 

El artista Assen Botev se sienta en la mesa del café en el centro de Razlog. Ya no tiene puesto su atuendo verde, camuflado, ni las campanas. Trae un chaleco negro, de lana, con detalles coloridos, tradicionales de Bulgaria, y un suéter gris. El artista bebe jugo mientras cuenta sobre la tradición en tiempos del socialismo. 

Durante ese periodo, que duró más de 40 años, el Gobierno prohibió la tradición por su raíz pagana. La gente se reunía de manera clandestina durante las noches, en el bosque y en las casas de los organizadores. Lo mismo pasaba durante la ocupación otomana.

“Íbamos al bosque y nos disfrazábamos ahí porque los turcos no nos podían encontrar”, dice Botev. “¿Pero ves? Lo tribal es más poderoso que cualquier Estado. La identidad es clave para cualquier sociedad. [...] Los comunistas estuvieron solo 45 años, son como los singultos en la historia, ni siquiera el Covid nos detuvo.”

El artista habla con una voz áspera y luce una gran barba blanca. Es nativo de Razlog y creció en los tiempos del socialismo. Después de que cayó el régimen, en 1990, pasó unos años en París y luego en Londres, hasta que se hartó de la cultura de Europa occidental, que aún hoy considera repugnante.

Botev recuerda cómo la comunidad de Razlog comenzó a negociar con las autoridades municipales en los años sesenta para que les permitieran celebrar la Surva. Entre las personas que participaron en estos esfuerzos, estaba uno de los grandes amigos de Botev, Blago Tatarski, el bisabuelo de Dara Tsinzova.

Del otro lado de la mesa, se sienta Tsinzova. Nos acompaña para apoyar con cualquier traducción del búlgaro al inglés, que es la lengua con la que nos entendemos. La joven estudiante es un ejemplo vivo de cómo se ha transformado la tradición. Apenas hace unas décadas, las mujeres no podían ser kukeri. Tsinzova, desde que tiene memoria, ha participado en el festival. 

“Cuando empecé había pocas niñas”, explica. “Era más aceptado que fueran niñas que mujeres. [...] También había críticas, pero no muchas. Sin embargo, cuando crecí, aumentó la crítica, pero nunca fue una razón para que dejara de hacerlo porque vivimos en el siglo XXI, todo cambia y para que la tradición continúe tenemos que hacer cambios.”

Los kukeri solían ser hombres jóvenes que heredaban la tradición de sus padres. Tsinzova tiene una hermana, Ani, pero ningún hermano. Velev ha apoyado a ambas en su interés y participación en la Surva y su rol como kukeri durante el festival. Su bisabuelo la vistió como kuker cuando tenía 7 años y desde entonces lo hace cada año. Esta consistencia y la pasión por la tradición incluso la llevó a convertirse en la líder de los kuker de su barrio en la Surva de 2024, un honor por el cual todos los kukeri compiten y que, de lograrlo, solo pueden hacerlo una vez en sus vidas.

Hay otros cambios que no son recibidos con el mismo aprecio, pues se les percibe como reflejo de una tradición que se va abaratando. En años recientes, con las redes sociales y la globalización, la tradición ha adquirido fuerza en todo el país. Lugares donde nunca se veían kukeri ahora anuncian sus propios festivales. En la capital han empezado a hacer su propio festival, por ejemplo. Desde hace dos décadas, la ciudad vecina de Razlog, Bansko, ha tratado de capitalizar el turismo que un festival como este puede generar. Esta urbe, contrario a Razlog, es un centro turístico para todo el país e incluso tiene un flujo importante de visitantes internacionales. Gracias a que está a los pies de las montañas Pirin, se ha convertido en un punto idóneo para esquiar. Cuentan casi 400 000 visitantes al año, casi la mitad son extranjeros. Esto beneficia también a Razlog en el sentido económico, pues muchos pueden trabajar y vivir del turismo. Los “puristas” de la Surva, si se les puede llamar así, se encogen de hombros.

En una página turística de la ciudad, se presenta al festival como “uno de los más significativos y atractivos festivales en Bansko”. Se ofrece como una experiencia memorable, pero para la gente en Razlog, es una afronta a la tradición. Muchos insisten que “no es auténtica”, de la misma manera que se han promovido Survas en lugares como la capital, Sofía, donde no hay kukeri. 

Esto ha derivado en un tratamiento de la tradición como un bien de consumo para el turismo más allá de Bansko. Para la Navidad de 2024, por ejemplo, las autoridades de Razlog consideraron hacer un festival de los kukeri para atraer y entretener más turismo antes de las fechas tradicionales, pero representantes de los barrios rechazaron la idea.

Entre las voces en contra de esto estaban tanto Botev como la familia de Tsinzova. “Solo con filosofía básica y sensibilidad con la realidad, que se respalda con la honestidad, todo esto tiene raíces profundas. No se mide en dólares o euros”. Este tipo de tratos hacia las tradiciones “ocurre en todo el mundo [...], pero no nos rendiremos tan fácilmente”.

Monstruos que hilvanan comunidades

Durante seis días antes de la Surva el 1 de enero, cada barrio de Razlog realiza su propio Nakachane. Recorren las calles con sus kukeri, sus jorós y sus músicos. La gente se asoma o sale a la calle para animar el espectáculo. 

Al frente de la procesión de Dégata, el 27 de diciembre, estaba Iván Guinov, un joven de 19 años, originario de Razlog. En esta ocasión funge como primer kuker y dirige a los demás. Es el primero de su familia en llegar al puesto de primer kuker, un reconocimiento inmenso para él y su familia. Su padre lo disfrazó por primera vez cuando tenía 3 años. Desde entonces lo ha hecho cada año, aunque siempre ha tenido que rentar sus trajes debido a que en todo este tiempo no ha dejado de crecer en estatura.

El Nakachane funciona, de alguna manera, como un ensayo de lo que se verá el primero de enero. Hacia las diez de la noche, la procesión se acerca a su conclusión y el resto de los días del año corresponden a los Nakachanes de los barrios restantes y a los preparativos para la Surva.

No son tareas pequeñas. La elaboración de trajes de kukeri toma días. Va desde el sacrificio de las cabras —se utiliza principalmente la piel de la cadera de estos animales— hasta el peinado y la costura de la pieza. Si bien hay unos que rentan, durante estos últimos días del año Velev recibe a decenas de personas que participan en la elaboración o mantenimiento de los atuendos.

Esta, en general, es una labor que llevan a cabo en su mayoría los hombres. Deben peinar el pelaje con los dedos, pelo por pelo, para desenredarlo y alaciarlo. Los que están haciendo sus trajes, utilizan grandes agujas para perforar el cuero e hilvanarlo. Durante el proceso están concentrados y no se dicen mucho entre sí.

Una vez terminados los pantalones y la parte superior del traje, los lavan y los cuelgan para secar en el patio y dentro de la taberna. Durante varios días, estos espacios se vuelven casi una exposición de pieles.

En el patio, hay pilas de telas colgadas o extendidas en el suelo o bardas. Algunos trajes ya listos cuelgan de ganchos y las máscaras de los kukeri están paradas en la losa. Parecen esculturas de pelo, con distintos tonos pardos, grises o blancos. Algunos son tan altos que alcanzan la segunda planta de la casa de Velev. La poca nieve que está cayendo motea de blanco todas estas piezas y las hace brillar en la oscuridad con el reflejo de la luz del hogar.

Estas escenas dibujan, fuera de pretensión o espectáculo, el sentido de comunidad que alberga esta tradición. Algunos jóvenes se sientan y platican alrededor de la mesa. Se sirven de comer los distintos bocadillos búlgaros. En la estancia está uno de los amigos de la familia, quien se está probando su atuendo tradicional búlgaro llamado nucía —de lana, que puede estar ricamente adornado con azules, verdes rojos o negros y detalles como monedas y bordados. El hombre, siempre sonriente, batalla con el cinturón y pregunta en voz alta si ha comido de más en el último año. Tsinzova y los demás ríen y ella explica que estos momentos son comunes y que toda esta gente en su casa son su “familia de Surva”. 

“Nos la pasamos bien mientras nos preparamos para la tradición porque mucha gente piensa que es un peso tener a tanta gente en tu casa y siempre tener que pensar en 20 personas para la cena. [...] No es una carga, es una bendición”, dice la joven.

La Surva

Son las siete de la mañana del primero de enero de 2025 y las calles de Razlog están todavía en silencio. Desde el patio de Velev se puede escuchar la música. El hombre, su familia y amigos están ahí, observando una ceremonia que está por comenzar. Iván Guinov está por vestirse como primer kuker.

Dentro del barrio está su padre, su madre y su hermana, todos vestidos con nucías, las prendas tradicionales de Bulgaria. El joven recibe ayuda de sus amigos para ponerse los pantalones y la parte superior. Guinov es, bajo cualquier estándar, un hombre alto, pero este disfraz lo hace ver más grande. El pelo de su traje, alaciado a la perfección, y la dimensión de este sugieren la imagen de un animal inflamando su pelaje para intimidar a rivales y depredadores. La cara de Guinov, por lo contrario, tiene una mirada amable y quizá un poco nerviosa.

No es un día cualquiera para el joven. Es y será la única vez en la que dirija a los kukeri de Dégata. Mientras brinca, el largo pelaje de cabra se mueve de un lado a otro y se ondula para luego volver a extenderse con su propio peso. En el patio, mientras tanto, Tsinzova y los demás kukeri de Dégata se acaban de preparar y comienzan también a bailar cuando los músicos salen de la taberna. Los kukeri abren un compás con las piernas y arrojan el pelaje hacia adelante para que les cubra la cabeza, luego empiezan a mecerse de un lado a otro.

Este es el momento en que comienza el festival. Los primeros en salir son estos monstruos, con Guinov al frente. A estos le siguen el joró. Esta vez, la gente que participa en el círculo no solo se toma de las manos, sino que todos llevan las prendas tradicionales. Las mujeres usan vestidos de colores, con acabados tradicionales, sobre otro vestido blanco, similar a una camisola. Los hombres utilizan pantalones negros, camisas blancas y cinturones de colores que pueden cubrir desde la cadera hasta el pecho. Algunos llevan armas ceremoniales, como cuchillos o pistolas antiguas.

Sobre sus cabezas, las mujeres se colocan velos de colores y adornos de monedas antiguas enlazadas con cadenas; los hombres llevan sombreros de lana, típicos también en otras partes de los Balcanes. Todos estos vestuarios pueden ser relativamente simples o exageradamente decorados y, en muchos casos, son reliquias familiares que incluso tienen cientos de años en los hogares.

Al frente del joró va una pareja joven. Estos son los líderes del círculo de la comunidad, que se conocen como los primeros erguen y moma —que significa “soltero” y “soltera”, respectivamente—. Al igual que el primer kuker, estos puestos se realizan una vez en la vida para cada participante que se gane el título, el cual se consigue con dedicación y constancia.

Entre la música, las campanas que llevan algunos de los kukeri y el bullicio de la gente dentro y fuera de la procesión, Razlog recibe la primera mañana del año con vida. Junto a Guinov camina Velev, quien funge como director de la procesión. También lleva su nucía y se protege del frío con un largo abrigo de lana gris. En una mano lleva un bastón del cual se suspende una cola de caballo —un símbolo de su autoridad—, en la otra, un manojo de trigo. Este último funge como una batuta que representa el paso de una generación a la siguiente.

A diferencia del Nakachane, la gente no solo sale a animar o mirar el festival. Los kukeri deben recorrer las calles del vecindario donde esta vez los habitantes del barrio los reciben con rakía caliente —un destilado de uva—, mandarinas, carnes frías y otros alimentos. Los niños del joró llevan unos palos de colores con estambre y le dan golpes suaves a la gente para que les den dinero.

Dentro de todo esto, la procesión recibe a nuevos integrantes, quienes esperan desde las puertas de su casa para enfilarse con los kukeri o con la gente del joró. Tras un recorrido del barrio, regresan a la casa de Velev para emprender su camino al centro de la ciudad. Las calles están llenas de gente que espera la celebración mientras pasan cuadra a cuadra. 

Hacia un año de buena fortuna

Guinov ya no es Guinov, ni Tsinzova una estudiante de diseño. Son monstruos. El primer kuker lleva una máscara que evoca a una calavera. Varias trenzas fueron hechas para que el pelo de la cabra no tapara este nuevo rostro del joven. Uno de sus ojos alcanza a verse, pero la máscara evita entender cuál es la expresión que hay detrás. Lo mismo pasa con Tsinzova, cuya identidad solo se delata por el barniz blanco de sus uñas. Donde debería haber una cara hay una especie de barba negra de tres picos, que se extiende desde los ojos hasta la parte superior del pecho.

Estos monstruos entran brincando y agitando el pelaje alrededor de la plaza y forman un círculo. Dentro de este entra el joró que, sin soltase de la mano ni dejar de dar vueltas y bailar, forma una espiral. La música anima todo el ritual, hasta que Velev pide al grupo que abra espacio. La última parte del Surva está por comenzar y el sol está directamente sobre la gente.

Guinov y el segundo kuker, Martín Vlain, de 17 años, caminan al centro de la plaza y Velev se para entre ellos. Guinov recibe el manojo de trigo y a su vez, se lo entrega a Vlain. Esto no solo significa que Vlain será primer kuker el próximo año, representa el relevo generacional y la continuidad de la vida en la comunidad.

Dégata sale de la escena y se encamina a otros barrios de la ciudad, donde más gente los recibe con comida y bebidas en sus casas. Lo que sigue es una cena, casi una auténtica bienvenida al nuevo año. Tsinzova, su familia y el resto del barrio empezarán a revisar los planes para la Surva de 2026 este mismo mes. Pero esta noche del primero de enero brindarán por lo que esperan sea un buen año.

Tsinzova se sienta en la mesa con su familia y amigos, como lo han hecho generaciones y generaciones antes de ella después de cada Surva. Vestirse de kuker, explica, le despierta algo que llaman merak —que vagamente se traduce a “pasión”—, pero también insiste en cómo la tradición sigue encontrando sentido porque “los malos espíritus no cambiaron. [...] Es claro que los espíritus malignos nunca cambiaron, eso cambiaría la tradición”.

El día en que ella fue primera kuker, durante la Surva de 2024, una pareja de adultos mayores le dijo que nunca dejara de perseguir a la maldad porque esta sigue en el mundo. “Terminaré mi educación en Sofia [...] y me gustaría vivir en otro país durante algunos meses, pero no importa dónde esté, siempre regresaré para el primero de enero”.

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La resistencia de una tradición pagana en Bulgaria

La resistencia de una tradición pagana en Bulgaria

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Mientras se acerca el fin de año, hay que estar allí, en lo profundo de los Balcanes, y ver con los propios ojos a los <i>kukeri</i>, para sentir todo el peso y el misterio de una cultura que persiste a pesar de los siglos de impronta judeocristiana.

Una suave manta de niebla cubre las calles de Razlog, al sur de Bulgaria. Es uno de los últimos días de 2024 en esta ciudad de poco menos de 20 000 habitantes. Aquí, en los Balcanes, en Europa oriental, los días avanzan casi en silencio. Algunas personas pasean con sus mascotas por la banqueta y los parques, los niños juegan futbol en una cancha y las familias se toman fotos junto a la decoración navideña que hay en el centro de la ciudad.

A las cinco de la tarde cae la oscuridad, y el frío de diciembre obliga al encierro. Pero eso no pasa en Razlog. A mitad de la noche, en el último tramo hacia el Año Nuevo, el sonido de campanas, tupanes y zurnas —instrumentos regionales de percusión y aliento—, así como el bullicio de la gente, rompen el silencio.

Es el inicio del Nakachane —que en búlgaro significa “ponerse las campanas”—, una serie de procesiones de cada uno de los seis barrios que componen Razlog. Es solo el preámbulo de la festividad más grande y alegre del país: la Surva, la cual se celebrará durante los próximos meses en todo Bulgaria, hasta la llegada de la primavera.

Las procesiones del Nakachane comienzan en la casa de los organizadores de cada barrio, generalmente personas involucradas en la tradición desde hace generaciones. Los anfitriones reciben al resto del vecindario, les sirven de comer, de beber, y preparan los trajes tradicionales de quienes serán los protagonistas de la Surva. Estos son atuendos de piel de cabra o borrego que evocan a grandes monstruos. Quienes lo usan van armados con una cola de caballo en la mano, máscaras o gorros, y campanas, similares a cencerros adornados y gigantes, colgando de enormes cinturones de cuero. Estos monstruos son los kukeri, cuyo origen y significado todavía se debate. Están al centro de esta tradición pagana que tiene al menos dos mil años de historia y, se presume, sería la tradición viva más antigua de Europa.

Es el turno del barrio Dégata para celebrar el Nakachane. En esta parte de Razlog, al suroeste de la ciudad, habita una de las familias más activas para la tradición en la localidad, los Tatarske. Aquí los participantes se organizan cada año para representar al barrio el primero de enero. Es una casa llena de historia para la ciudad. En la misma propiedad se grabó lo que se presume como uno de los primeros documentales de la tradición hace más de 60 años, en el que participaron los ancestros de la familia.

Los retratos de estos antepasados están en los muros del anexo de la casa, que pasó de ser un cabrero a una taberna que funciona como lugar de estancia para la familia y las visitas. Blagoi Velev, el patriarca de la casa, rehizo este espacio. Dejó en pie solo un muro del cabrero, que tiene cerca de 200 años de antigüedad. En el alféizar de cada ventana hay fotografías de los kukeri de años recientes, imágenes religiosas, piezas de madera y vasijas de cerámica. Entre estos retratos está la imagen de una mujer vestida de kuker. Es la hija de Velev, Dara Tsinzova, estudiante de diseño gráfico de 21 años en la Nueva Universidad de Bulgaria, en Sofía, la capital. Es la heredera de al menos cuatro generaciones de búlgaros devotos a la tradición de la Surva. 

Son casi las ocho de la noche y la gente se apresura para la procesión del Nakachane. En el alboroto, los músicos, romanís contratados por la comunidad, tocan sus instrumentos y salen al patio principal de la casa, seguidos por los demás participantes. Ahí, muchos de los miembros de Dégata, de todas las edades, se ponen los cinturones sobre los hombros y, entre otras dos o tres personas, les colocan las campanas. Cada una puede pesar hasta 18 kilos, y la gente se cuelga cuatro. Entre ellos están Velev y su hija. Son los últimos en salir de la casa.

Los kukeri pueden salir con el traje puesto o simplemente con las campanas, aunque nadie usará las máscaras hasta la Surva, celebrada el primer día del 2025. A ellos le siguen el resto del barrio, que se toman de la mano y bailan en círculos. Este es el joró, que representa a la comunidad y, tradicionalmente, debe ser rodeado por los kukeri, que simbólicamente los protegen de los malos espíritus. Juntos recorrerán las calles de la ciudad, de barrio en barrio, con la música, fuegos artificiales y el ruido de las campanas.

Durante esta noche de Nakachane, también asiste un artista de Razlog, Assen Botev, quien explica la tradición como la respuesta al encuentro entre el mundo de los vivos y el de lo inmaterial.

“Especialmente estos días, del 21 de diciembre al 6 de enero, consideramos estas barreras entre los diferentes universos [...] como una red”, explica Botev, en un café en el centro de Razlog unos días antes de la Surva. Botev tiene 69 años y se dedica principalmente a la escultura. Explica que en este encuentro de los mundos es cuando, según el folclor pagano de Bulgaria, los espíritus malignos traen infortunio a los hogares.

Botev dice que los kukeri pretenden imitar a los espíritus malignos para “evitar que la maldad entre a nuestro mundo, o para espantar a aquellos que ya están aquí, y a otras cosas, para restablecer el balance. [...] Es de una tribu, porque estamos hablando de historia también, (la tradición) está en este lugar desde hace al menos 4 000 años.”

De tiempos paganos al siglo XXI

Bulgaria es una nación, en su mayoría, cristiana ortodoxa. Al menos dos terceras partes de los seis millones de habitantes siguen esta religión. Los kukeri y la Surva distan mucho de la tradición cristiana, que asocia el bien y el mal a Dios y Satanás. Aunque se desconoce cuándo se originó la tradición, se sabe que los kukeri son parte de las culturas paganas y rituales relacionados con la fertilidad y la supervivencia de las comunidades precristianas en el oriente de Europa.

Antes de los búlgaros, los tracios habitaban esta región —desde 3 000 a.C.—, incluyendo zonas de lo que hoy es Grecia, Turquía y Macedonia del Norte. Desaparecieron con el paso de migraciones e imperios como el de Alejandro Magno, Roma y los bizantinos. Tras la creación de Bulgaria, los otomanos ocuparon los Balcanes y no fue hasta el siglo XIX que se liberaron. Luego de la Segunda Guerra Mundial se convirtieron en un país comunista —con fuertes lazos con la Unión Soviética—, y la democracia llegó al país hasta finales del siglo XX.

Etimológicamente no existe un consenso sobre la palabra kuker, pero igual sugiere la riqueza histórica de la tradición. De acuerdo con la doctora Zhivka Koleva-Zlateva, lingüista de la Universidad de Veliko Tarnovo, en Bulgaria, se debate sobre si kuker viene de lenguas eslavas, el griego u otras más antiguas. En su texto “Sobre la etimología del kuker búlgaro”, publicado en 2014, enfatiza que no hay evidencias para concluir de dónde viene la palabra, pero explica que muchas de las voces académicas insisten en un origen tracio.

La primera vez que se empezó a estudiar la tradición de la Surva y los kukeri fue hasta mediados del siglo XIX, todavía en tiempos del Imperio otomano. Las academias de Bulgaria y de otros países han encontrado testimonios que van hasta los últimos años de la Edad Antigua de Europa.

En la obra Sobre los orígenes de ciertos elementos del ritual kuker entre los búlgaros, de 1967, la investigadora soviética Tatiana Davydovna Zlatkovskaia habla de registros de festivales en el noreste de Bulgaria, en los siglos III y IV. “Probablemente hay fundamentos para considerarlos una reliquia de festivales tracianos”.

Entre las investigaciones sobre los kukeri, se habla de distintas variaciones que han existido entre la tradición de las cuales hay elementos que ya no sobreviven. Por ejemplo, están los violentos encuentros entre los kukeri de un barrio contra otro.

“Cuando dos grupos se encuentran, uno debe someterse; si esto no sucede, se produce una lucha armada, y los muertos son enterrados en el lugar sin ceremonias religiosas”, escribió el escritor austriaco Walter Puchner en 2009, en su libro Estudios sobre el folclor de Europa del sudeste y el espacio mediterráneo.

Memorias y una tradición viva

Elementos como los enfrentamientos entre los kukeri ahora son memorias o incluso rumores del pasado de la tradición. Hay búlgaros que recuerdan a estos personajes más agresivos, incluso entrando a las casas para pedir de beber o golpeando a personas con las colas de caballo durante las procesiones. Los tiempos han cambiado, de la misma manera que la tradición. 

El artista Assen Botev se sienta en la mesa del café en el centro de Razlog. Ya no tiene puesto su atuendo verde, camuflado, ni las campanas. Trae un chaleco negro, de lana, con detalles coloridos, tradicionales de Bulgaria, y un suéter gris. El artista bebe jugo mientras cuenta sobre la tradición en tiempos del socialismo. 

Durante ese periodo, que duró más de 40 años, el Gobierno prohibió la tradición por su raíz pagana. La gente se reunía de manera clandestina durante las noches, en el bosque y en las casas de los organizadores. Lo mismo pasaba durante la ocupación otomana.

“Íbamos al bosque y nos disfrazábamos ahí porque los turcos no nos podían encontrar”, dice Botev. “¿Pero ves? Lo tribal es más poderoso que cualquier Estado. La identidad es clave para cualquier sociedad. [...] Los comunistas estuvieron solo 45 años, son como los singultos en la historia, ni siquiera el Covid nos detuvo.”

El artista habla con una voz áspera y luce una gran barba blanca. Es nativo de Razlog y creció en los tiempos del socialismo. Después de que cayó el régimen, en 1990, pasó unos años en París y luego en Londres, hasta que se hartó de la cultura de Europa occidental, que aún hoy considera repugnante.

Botev recuerda cómo la comunidad de Razlog comenzó a negociar con las autoridades municipales en los años sesenta para que les permitieran celebrar la Surva. Entre las personas que participaron en estos esfuerzos, estaba uno de los grandes amigos de Botev, Blago Tatarski, el bisabuelo de Dara Tsinzova.

Del otro lado de la mesa, se sienta Tsinzova. Nos acompaña para apoyar con cualquier traducción del búlgaro al inglés, que es la lengua con la que nos entendemos. La joven estudiante es un ejemplo vivo de cómo se ha transformado la tradición. Apenas hace unas décadas, las mujeres no podían ser kukeri. Tsinzova, desde que tiene memoria, ha participado en el festival. 

“Cuando empecé había pocas niñas”, explica. “Era más aceptado que fueran niñas que mujeres. [...] También había críticas, pero no muchas. Sin embargo, cuando crecí, aumentó la crítica, pero nunca fue una razón para que dejara de hacerlo porque vivimos en el siglo XXI, todo cambia y para que la tradición continúe tenemos que hacer cambios.”

Los kukeri solían ser hombres jóvenes que heredaban la tradición de sus padres. Tsinzova tiene una hermana, Ani, pero ningún hermano. Velev ha apoyado a ambas en su interés y participación en la Surva y su rol como kukeri durante el festival. Su bisabuelo la vistió como kuker cuando tenía 7 años y desde entonces lo hace cada año. Esta consistencia y la pasión por la tradición incluso la llevó a convertirse en la líder de los kuker de su barrio en la Surva de 2024, un honor por el cual todos los kukeri compiten y que, de lograrlo, solo pueden hacerlo una vez en sus vidas.

Hay otros cambios que no son recibidos con el mismo aprecio, pues se les percibe como reflejo de una tradición que se va abaratando. En años recientes, con las redes sociales y la globalización, la tradición ha adquirido fuerza en todo el país. Lugares donde nunca se veían kukeri ahora anuncian sus propios festivales. En la capital han empezado a hacer su propio festival, por ejemplo. Desde hace dos décadas, la ciudad vecina de Razlog, Bansko, ha tratado de capitalizar el turismo que un festival como este puede generar. Esta urbe, contrario a Razlog, es un centro turístico para todo el país e incluso tiene un flujo importante de visitantes internacionales. Gracias a que está a los pies de las montañas Pirin, se ha convertido en un punto idóneo para esquiar. Cuentan casi 400 000 visitantes al año, casi la mitad son extranjeros. Esto beneficia también a Razlog en el sentido económico, pues muchos pueden trabajar y vivir del turismo. Los “puristas” de la Surva, si se les puede llamar así, se encogen de hombros.

En una página turística de la ciudad, se presenta al festival como “uno de los más significativos y atractivos festivales en Bansko”. Se ofrece como una experiencia memorable, pero para la gente en Razlog, es una afronta a la tradición. Muchos insisten que “no es auténtica”, de la misma manera que se han promovido Survas en lugares como la capital, Sofía, donde no hay kukeri. 

Esto ha derivado en un tratamiento de la tradición como un bien de consumo para el turismo más allá de Bansko. Para la Navidad de 2024, por ejemplo, las autoridades de Razlog consideraron hacer un festival de los kukeri para atraer y entretener más turismo antes de las fechas tradicionales, pero representantes de los barrios rechazaron la idea.

Entre las voces en contra de esto estaban tanto Botev como la familia de Tsinzova. “Solo con filosofía básica y sensibilidad con la realidad, que se respalda con la honestidad, todo esto tiene raíces profundas. No se mide en dólares o euros”. Este tipo de tratos hacia las tradiciones “ocurre en todo el mundo [...], pero no nos rendiremos tan fácilmente”.

Monstruos que hilvanan comunidades

Durante seis días antes de la Surva el 1 de enero, cada barrio de Razlog realiza su propio Nakachane. Recorren las calles con sus kukeri, sus jorós y sus músicos. La gente se asoma o sale a la calle para animar el espectáculo. 

Al frente de la procesión de Dégata, el 27 de diciembre, estaba Iván Guinov, un joven de 19 años, originario de Razlog. En esta ocasión funge como primer kuker y dirige a los demás. Es el primero de su familia en llegar al puesto de primer kuker, un reconocimiento inmenso para él y su familia. Su padre lo disfrazó por primera vez cuando tenía 3 años. Desde entonces lo ha hecho cada año, aunque siempre ha tenido que rentar sus trajes debido a que en todo este tiempo no ha dejado de crecer en estatura.

El Nakachane funciona, de alguna manera, como un ensayo de lo que se verá el primero de enero. Hacia las diez de la noche, la procesión se acerca a su conclusión y el resto de los días del año corresponden a los Nakachanes de los barrios restantes y a los preparativos para la Surva.

No son tareas pequeñas. La elaboración de trajes de kukeri toma días. Va desde el sacrificio de las cabras —se utiliza principalmente la piel de la cadera de estos animales— hasta el peinado y la costura de la pieza. Si bien hay unos que rentan, durante estos últimos días del año Velev recibe a decenas de personas que participan en la elaboración o mantenimiento de los atuendos.

Esta, en general, es una labor que llevan a cabo en su mayoría los hombres. Deben peinar el pelaje con los dedos, pelo por pelo, para desenredarlo y alaciarlo. Los que están haciendo sus trajes, utilizan grandes agujas para perforar el cuero e hilvanarlo. Durante el proceso están concentrados y no se dicen mucho entre sí.

Una vez terminados los pantalones y la parte superior del traje, los lavan y los cuelgan para secar en el patio y dentro de la taberna. Durante varios días, estos espacios se vuelven casi una exposición de pieles.

En el patio, hay pilas de telas colgadas o extendidas en el suelo o bardas. Algunos trajes ya listos cuelgan de ganchos y las máscaras de los kukeri están paradas en la losa. Parecen esculturas de pelo, con distintos tonos pardos, grises o blancos. Algunos son tan altos que alcanzan la segunda planta de la casa de Velev. La poca nieve que está cayendo motea de blanco todas estas piezas y las hace brillar en la oscuridad con el reflejo de la luz del hogar.

Estas escenas dibujan, fuera de pretensión o espectáculo, el sentido de comunidad que alberga esta tradición. Algunos jóvenes se sientan y platican alrededor de la mesa. Se sirven de comer los distintos bocadillos búlgaros. En la estancia está uno de los amigos de la familia, quien se está probando su atuendo tradicional búlgaro llamado nucía —de lana, que puede estar ricamente adornado con azules, verdes rojos o negros y detalles como monedas y bordados. El hombre, siempre sonriente, batalla con el cinturón y pregunta en voz alta si ha comido de más en el último año. Tsinzova y los demás ríen y ella explica que estos momentos son comunes y que toda esta gente en su casa son su “familia de Surva”. 

“Nos la pasamos bien mientras nos preparamos para la tradición porque mucha gente piensa que es un peso tener a tanta gente en tu casa y siempre tener que pensar en 20 personas para la cena. [...] No es una carga, es una bendición”, dice la joven.

La Surva

Son las siete de la mañana del primero de enero de 2025 y las calles de Razlog están todavía en silencio. Desde el patio de Velev se puede escuchar la música. El hombre, su familia y amigos están ahí, observando una ceremonia que está por comenzar. Iván Guinov está por vestirse como primer kuker.

Dentro del barrio está su padre, su madre y su hermana, todos vestidos con nucías, las prendas tradicionales de Bulgaria. El joven recibe ayuda de sus amigos para ponerse los pantalones y la parte superior. Guinov es, bajo cualquier estándar, un hombre alto, pero este disfraz lo hace ver más grande. El pelo de su traje, alaciado a la perfección, y la dimensión de este sugieren la imagen de un animal inflamando su pelaje para intimidar a rivales y depredadores. La cara de Guinov, por lo contrario, tiene una mirada amable y quizá un poco nerviosa.

No es un día cualquiera para el joven. Es y será la única vez en la que dirija a los kukeri de Dégata. Mientras brinca, el largo pelaje de cabra se mueve de un lado a otro y se ondula para luego volver a extenderse con su propio peso. En el patio, mientras tanto, Tsinzova y los demás kukeri de Dégata se acaban de preparar y comienzan también a bailar cuando los músicos salen de la taberna. Los kukeri abren un compás con las piernas y arrojan el pelaje hacia adelante para que les cubra la cabeza, luego empiezan a mecerse de un lado a otro.

Este es el momento en que comienza el festival. Los primeros en salir son estos monstruos, con Guinov al frente. A estos le siguen el joró. Esta vez, la gente que participa en el círculo no solo se toma de las manos, sino que todos llevan las prendas tradicionales. Las mujeres usan vestidos de colores, con acabados tradicionales, sobre otro vestido blanco, similar a una camisola. Los hombres utilizan pantalones negros, camisas blancas y cinturones de colores que pueden cubrir desde la cadera hasta el pecho. Algunos llevan armas ceremoniales, como cuchillos o pistolas antiguas.

Sobre sus cabezas, las mujeres se colocan velos de colores y adornos de monedas antiguas enlazadas con cadenas; los hombres llevan sombreros de lana, típicos también en otras partes de los Balcanes. Todos estos vestuarios pueden ser relativamente simples o exageradamente decorados y, en muchos casos, son reliquias familiares que incluso tienen cientos de años en los hogares.

Al frente del joró va una pareja joven. Estos son los líderes del círculo de la comunidad, que se conocen como los primeros erguen y moma —que significa “soltero” y “soltera”, respectivamente—. Al igual que el primer kuker, estos puestos se realizan una vez en la vida para cada participante que se gane el título, el cual se consigue con dedicación y constancia.

Entre la música, las campanas que llevan algunos de los kukeri y el bullicio de la gente dentro y fuera de la procesión, Razlog recibe la primera mañana del año con vida. Junto a Guinov camina Velev, quien funge como director de la procesión. También lleva su nucía y se protege del frío con un largo abrigo de lana gris. En una mano lleva un bastón del cual se suspende una cola de caballo —un símbolo de su autoridad—, en la otra, un manojo de trigo. Este último funge como una batuta que representa el paso de una generación a la siguiente.

A diferencia del Nakachane, la gente no solo sale a animar o mirar el festival. Los kukeri deben recorrer las calles del vecindario donde esta vez los habitantes del barrio los reciben con rakía caliente —un destilado de uva—, mandarinas, carnes frías y otros alimentos. Los niños del joró llevan unos palos de colores con estambre y le dan golpes suaves a la gente para que les den dinero.

Dentro de todo esto, la procesión recibe a nuevos integrantes, quienes esperan desde las puertas de su casa para enfilarse con los kukeri o con la gente del joró. Tras un recorrido del barrio, regresan a la casa de Velev para emprender su camino al centro de la ciudad. Las calles están llenas de gente que espera la celebración mientras pasan cuadra a cuadra. 

Hacia un año de buena fortuna

Guinov ya no es Guinov, ni Tsinzova una estudiante de diseño. Son monstruos. El primer kuker lleva una máscara que evoca a una calavera. Varias trenzas fueron hechas para que el pelo de la cabra no tapara este nuevo rostro del joven. Uno de sus ojos alcanza a verse, pero la máscara evita entender cuál es la expresión que hay detrás. Lo mismo pasa con Tsinzova, cuya identidad solo se delata por el barniz blanco de sus uñas. Donde debería haber una cara hay una especie de barba negra de tres picos, que se extiende desde los ojos hasta la parte superior del pecho.

Estos monstruos entran brincando y agitando el pelaje alrededor de la plaza y forman un círculo. Dentro de este entra el joró que, sin soltase de la mano ni dejar de dar vueltas y bailar, forma una espiral. La música anima todo el ritual, hasta que Velev pide al grupo que abra espacio. La última parte del Surva está por comenzar y el sol está directamente sobre la gente.

Guinov y el segundo kuker, Martín Vlain, de 17 años, caminan al centro de la plaza y Velev se para entre ellos. Guinov recibe el manojo de trigo y a su vez, se lo entrega a Vlain. Esto no solo significa que Vlain será primer kuker el próximo año, representa el relevo generacional y la continuidad de la vida en la comunidad.

Dégata sale de la escena y se encamina a otros barrios de la ciudad, donde más gente los recibe con comida y bebidas en sus casas. Lo que sigue es una cena, casi una auténtica bienvenida al nuevo año. Tsinzova, su familia y el resto del barrio empezarán a revisar los planes para la Surva de 2026 este mismo mes. Pero esta noche del primero de enero brindarán por lo que esperan sea un buen año.

Tsinzova se sienta en la mesa con su familia y amigos, como lo han hecho generaciones y generaciones antes de ella después de cada Surva. Vestirse de kuker, explica, le despierta algo que llaman merak —que vagamente se traduce a “pasión”—, pero también insiste en cómo la tradición sigue encontrando sentido porque “los malos espíritus no cambiaron. [...] Es claro que los espíritus malignos nunca cambiaron, eso cambiaría la tradición”.

El día en que ella fue primera kuker, durante la Surva de 2024, una pareja de adultos mayores le dijo que nunca dejara de perseguir a la maldad porque esta sigue en el mundo. “Terminaré mi educación en Sofia [...] y me gustaría vivir en otro país durante algunos meses, pero no importa dónde esté, siempre regresaré para el primero de enero”.

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La resistencia de una tradición pagana en Bulgaria

La resistencia de una tradición pagana en Bulgaria

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Todas las fotos: Esteban González de León.
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Tiempo de Lectura: 00 min

Mientras se acerca el fin de año, hay que estar allí, en lo profundo de los Balcanes, y ver con los propios ojos a los <i>kukeri</i>, para sentir todo el peso y el misterio de una cultura que persiste a pesar de los siglos de impronta judeocristiana.

Una suave manta de niebla cubre las calles de Razlog, al sur de Bulgaria. Es uno de los últimos días de 2024 en esta ciudad de poco menos de 20 000 habitantes. Aquí, en los Balcanes, en Europa oriental, los días avanzan casi en silencio. Algunas personas pasean con sus mascotas por la banqueta y los parques, los niños juegan futbol en una cancha y las familias se toman fotos junto a la decoración navideña que hay en el centro de la ciudad.

A las cinco de la tarde cae la oscuridad, y el frío de diciembre obliga al encierro. Pero eso no pasa en Razlog. A mitad de la noche, en el último tramo hacia el Año Nuevo, el sonido de campanas, tupanes y zurnas —instrumentos regionales de percusión y aliento—, así como el bullicio de la gente, rompen el silencio.

Es el inicio del Nakachane —que en búlgaro significa “ponerse las campanas”—, una serie de procesiones de cada uno de los seis barrios que componen Razlog. Es solo el preámbulo de la festividad más grande y alegre del país: la Surva, la cual se celebrará durante los próximos meses en todo Bulgaria, hasta la llegada de la primavera.

Las procesiones del Nakachane comienzan en la casa de los organizadores de cada barrio, generalmente personas involucradas en la tradición desde hace generaciones. Los anfitriones reciben al resto del vecindario, les sirven de comer, de beber, y preparan los trajes tradicionales de quienes serán los protagonistas de la Surva. Estos son atuendos de piel de cabra o borrego que evocan a grandes monstruos. Quienes lo usan van armados con una cola de caballo en la mano, máscaras o gorros, y campanas, similares a cencerros adornados y gigantes, colgando de enormes cinturones de cuero. Estos monstruos son los kukeri, cuyo origen y significado todavía se debate. Están al centro de esta tradición pagana que tiene al menos dos mil años de historia y, se presume, sería la tradición viva más antigua de Europa.

Es el turno del barrio Dégata para celebrar el Nakachane. En esta parte de Razlog, al suroeste de la ciudad, habita una de las familias más activas para la tradición en la localidad, los Tatarske. Aquí los participantes se organizan cada año para representar al barrio el primero de enero. Es una casa llena de historia para la ciudad. En la misma propiedad se grabó lo que se presume como uno de los primeros documentales de la tradición hace más de 60 años, en el que participaron los ancestros de la familia.

Los retratos de estos antepasados están en los muros del anexo de la casa, que pasó de ser un cabrero a una taberna que funciona como lugar de estancia para la familia y las visitas. Blagoi Velev, el patriarca de la casa, rehizo este espacio. Dejó en pie solo un muro del cabrero, que tiene cerca de 200 años de antigüedad. En el alféizar de cada ventana hay fotografías de los kukeri de años recientes, imágenes religiosas, piezas de madera y vasijas de cerámica. Entre estos retratos está la imagen de una mujer vestida de kuker. Es la hija de Velev, Dara Tsinzova, estudiante de diseño gráfico de 21 años en la Nueva Universidad de Bulgaria, en Sofía, la capital. Es la heredera de al menos cuatro generaciones de búlgaros devotos a la tradición de la Surva. 

Son casi las ocho de la noche y la gente se apresura para la procesión del Nakachane. En el alboroto, los músicos, romanís contratados por la comunidad, tocan sus instrumentos y salen al patio principal de la casa, seguidos por los demás participantes. Ahí, muchos de los miembros de Dégata, de todas las edades, se ponen los cinturones sobre los hombros y, entre otras dos o tres personas, les colocan las campanas. Cada una puede pesar hasta 18 kilos, y la gente se cuelga cuatro. Entre ellos están Velev y su hija. Son los últimos en salir de la casa.

Los kukeri pueden salir con el traje puesto o simplemente con las campanas, aunque nadie usará las máscaras hasta la Surva, celebrada el primer día del 2025. A ellos le siguen el resto del barrio, que se toman de la mano y bailan en círculos. Este es el joró, que representa a la comunidad y, tradicionalmente, debe ser rodeado por los kukeri, que simbólicamente los protegen de los malos espíritus. Juntos recorrerán las calles de la ciudad, de barrio en barrio, con la música, fuegos artificiales y el ruido de las campanas.

Durante esta noche de Nakachane, también asiste un artista de Razlog, Assen Botev, quien explica la tradición como la respuesta al encuentro entre el mundo de los vivos y el de lo inmaterial.

“Especialmente estos días, del 21 de diciembre al 6 de enero, consideramos estas barreras entre los diferentes universos [...] como una red”, explica Botev, en un café en el centro de Razlog unos días antes de la Surva. Botev tiene 69 años y se dedica principalmente a la escultura. Explica que en este encuentro de los mundos es cuando, según el folclor pagano de Bulgaria, los espíritus malignos traen infortunio a los hogares.

Botev dice que los kukeri pretenden imitar a los espíritus malignos para “evitar que la maldad entre a nuestro mundo, o para espantar a aquellos que ya están aquí, y a otras cosas, para restablecer el balance. [...] Es de una tribu, porque estamos hablando de historia también, (la tradición) está en este lugar desde hace al menos 4 000 años.”

De tiempos paganos al siglo XXI

Bulgaria es una nación, en su mayoría, cristiana ortodoxa. Al menos dos terceras partes de los seis millones de habitantes siguen esta religión. Los kukeri y la Surva distan mucho de la tradición cristiana, que asocia el bien y el mal a Dios y Satanás. Aunque se desconoce cuándo se originó la tradición, se sabe que los kukeri son parte de las culturas paganas y rituales relacionados con la fertilidad y la supervivencia de las comunidades precristianas en el oriente de Europa.

Antes de los búlgaros, los tracios habitaban esta región —desde 3 000 a.C.—, incluyendo zonas de lo que hoy es Grecia, Turquía y Macedonia del Norte. Desaparecieron con el paso de migraciones e imperios como el de Alejandro Magno, Roma y los bizantinos. Tras la creación de Bulgaria, los otomanos ocuparon los Balcanes y no fue hasta el siglo XIX que se liberaron. Luego de la Segunda Guerra Mundial se convirtieron en un país comunista —con fuertes lazos con la Unión Soviética—, y la democracia llegó al país hasta finales del siglo XX.

Etimológicamente no existe un consenso sobre la palabra kuker, pero igual sugiere la riqueza histórica de la tradición. De acuerdo con la doctora Zhivka Koleva-Zlateva, lingüista de la Universidad de Veliko Tarnovo, en Bulgaria, se debate sobre si kuker viene de lenguas eslavas, el griego u otras más antiguas. En su texto “Sobre la etimología del kuker búlgaro”, publicado en 2014, enfatiza que no hay evidencias para concluir de dónde viene la palabra, pero explica que muchas de las voces académicas insisten en un origen tracio.

La primera vez que se empezó a estudiar la tradición de la Surva y los kukeri fue hasta mediados del siglo XIX, todavía en tiempos del Imperio otomano. Las academias de Bulgaria y de otros países han encontrado testimonios que van hasta los últimos años de la Edad Antigua de Europa.

En la obra Sobre los orígenes de ciertos elementos del ritual kuker entre los búlgaros, de 1967, la investigadora soviética Tatiana Davydovna Zlatkovskaia habla de registros de festivales en el noreste de Bulgaria, en los siglos III y IV. “Probablemente hay fundamentos para considerarlos una reliquia de festivales tracianos”.

Entre las investigaciones sobre los kukeri, se habla de distintas variaciones que han existido entre la tradición de las cuales hay elementos que ya no sobreviven. Por ejemplo, están los violentos encuentros entre los kukeri de un barrio contra otro.

“Cuando dos grupos se encuentran, uno debe someterse; si esto no sucede, se produce una lucha armada, y los muertos son enterrados en el lugar sin ceremonias religiosas”, escribió el escritor austriaco Walter Puchner en 2009, en su libro Estudios sobre el folclor de Europa del sudeste y el espacio mediterráneo.

Memorias y una tradición viva

Elementos como los enfrentamientos entre los kukeri ahora son memorias o incluso rumores del pasado de la tradición. Hay búlgaros que recuerdan a estos personajes más agresivos, incluso entrando a las casas para pedir de beber o golpeando a personas con las colas de caballo durante las procesiones. Los tiempos han cambiado, de la misma manera que la tradición. 

El artista Assen Botev se sienta en la mesa del café en el centro de Razlog. Ya no tiene puesto su atuendo verde, camuflado, ni las campanas. Trae un chaleco negro, de lana, con detalles coloridos, tradicionales de Bulgaria, y un suéter gris. El artista bebe jugo mientras cuenta sobre la tradición en tiempos del socialismo. 

Durante ese periodo, que duró más de 40 años, el Gobierno prohibió la tradición por su raíz pagana. La gente se reunía de manera clandestina durante las noches, en el bosque y en las casas de los organizadores. Lo mismo pasaba durante la ocupación otomana.

“Íbamos al bosque y nos disfrazábamos ahí porque los turcos no nos podían encontrar”, dice Botev. “¿Pero ves? Lo tribal es más poderoso que cualquier Estado. La identidad es clave para cualquier sociedad. [...] Los comunistas estuvieron solo 45 años, son como los singultos en la historia, ni siquiera el Covid nos detuvo.”

El artista habla con una voz áspera y luce una gran barba blanca. Es nativo de Razlog y creció en los tiempos del socialismo. Después de que cayó el régimen, en 1990, pasó unos años en París y luego en Londres, hasta que se hartó de la cultura de Europa occidental, que aún hoy considera repugnante.

Botev recuerda cómo la comunidad de Razlog comenzó a negociar con las autoridades municipales en los años sesenta para que les permitieran celebrar la Surva. Entre las personas que participaron en estos esfuerzos, estaba uno de los grandes amigos de Botev, Blago Tatarski, el bisabuelo de Dara Tsinzova.

Del otro lado de la mesa, se sienta Tsinzova. Nos acompaña para apoyar con cualquier traducción del búlgaro al inglés, que es la lengua con la que nos entendemos. La joven estudiante es un ejemplo vivo de cómo se ha transformado la tradición. Apenas hace unas décadas, las mujeres no podían ser kukeri. Tsinzova, desde que tiene memoria, ha participado en el festival. 

“Cuando empecé había pocas niñas”, explica. “Era más aceptado que fueran niñas que mujeres. [...] También había críticas, pero no muchas. Sin embargo, cuando crecí, aumentó la crítica, pero nunca fue una razón para que dejara de hacerlo porque vivimos en el siglo XXI, todo cambia y para que la tradición continúe tenemos que hacer cambios.”

Los kukeri solían ser hombres jóvenes que heredaban la tradición de sus padres. Tsinzova tiene una hermana, Ani, pero ningún hermano. Velev ha apoyado a ambas en su interés y participación en la Surva y su rol como kukeri durante el festival. Su bisabuelo la vistió como kuker cuando tenía 7 años y desde entonces lo hace cada año. Esta consistencia y la pasión por la tradición incluso la llevó a convertirse en la líder de los kuker de su barrio en la Surva de 2024, un honor por el cual todos los kukeri compiten y que, de lograrlo, solo pueden hacerlo una vez en sus vidas.

Hay otros cambios que no son recibidos con el mismo aprecio, pues se les percibe como reflejo de una tradición que se va abaratando. En años recientes, con las redes sociales y la globalización, la tradición ha adquirido fuerza en todo el país. Lugares donde nunca se veían kukeri ahora anuncian sus propios festivales. En la capital han empezado a hacer su propio festival, por ejemplo. Desde hace dos décadas, la ciudad vecina de Razlog, Bansko, ha tratado de capitalizar el turismo que un festival como este puede generar. Esta urbe, contrario a Razlog, es un centro turístico para todo el país e incluso tiene un flujo importante de visitantes internacionales. Gracias a que está a los pies de las montañas Pirin, se ha convertido en un punto idóneo para esquiar. Cuentan casi 400 000 visitantes al año, casi la mitad son extranjeros. Esto beneficia también a Razlog en el sentido económico, pues muchos pueden trabajar y vivir del turismo. Los “puristas” de la Surva, si se les puede llamar así, se encogen de hombros.

En una página turística de la ciudad, se presenta al festival como “uno de los más significativos y atractivos festivales en Bansko”. Se ofrece como una experiencia memorable, pero para la gente en Razlog, es una afronta a la tradición. Muchos insisten que “no es auténtica”, de la misma manera que se han promovido Survas en lugares como la capital, Sofía, donde no hay kukeri. 

Esto ha derivado en un tratamiento de la tradición como un bien de consumo para el turismo más allá de Bansko. Para la Navidad de 2024, por ejemplo, las autoridades de Razlog consideraron hacer un festival de los kukeri para atraer y entretener más turismo antes de las fechas tradicionales, pero representantes de los barrios rechazaron la idea.

Entre las voces en contra de esto estaban tanto Botev como la familia de Tsinzova. “Solo con filosofía básica y sensibilidad con la realidad, que se respalda con la honestidad, todo esto tiene raíces profundas. No se mide en dólares o euros”. Este tipo de tratos hacia las tradiciones “ocurre en todo el mundo [...], pero no nos rendiremos tan fácilmente”.

Monstruos que hilvanan comunidades

Durante seis días antes de la Surva el 1 de enero, cada barrio de Razlog realiza su propio Nakachane. Recorren las calles con sus kukeri, sus jorós y sus músicos. La gente se asoma o sale a la calle para animar el espectáculo. 

Al frente de la procesión de Dégata, el 27 de diciembre, estaba Iván Guinov, un joven de 19 años, originario de Razlog. En esta ocasión funge como primer kuker y dirige a los demás. Es el primero de su familia en llegar al puesto de primer kuker, un reconocimiento inmenso para él y su familia. Su padre lo disfrazó por primera vez cuando tenía 3 años. Desde entonces lo ha hecho cada año, aunque siempre ha tenido que rentar sus trajes debido a que en todo este tiempo no ha dejado de crecer en estatura.

El Nakachane funciona, de alguna manera, como un ensayo de lo que se verá el primero de enero. Hacia las diez de la noche, la procesión se acerca a su conclusión y el resto de los días del año corresponden a los Nakachanes de los barrios restantes y a los preparativos para la Surva.

No son tareas pequeñas. La elaboración de trajes de kukeri toma días. Va desde el sacrificio de las cabras —se utiliza principalmente la piel de la cadera de estos animales— hasta el peinado y la costura de la pieza. Si bien hay unos que rentan, durante estos últimos días del año Velev recibe a decenas de personas que participan en la elaboración o mantenimiento de los atuendos.

Esta, en general, es una labor que llevan a cabo en su mayoría los hombres. Deben peinar el pelaje con los dedos, pelo por pelo, para desenredarlo y alaciarlo. Los que están haciendo sus trajes, utilizan grandes agujas para perforar el cuero e hilvanarlo. Durante el proceso están concentrados y no se dicen mucho entre sí.

Una vez terminados los pantalones y la parte superior del traje, los lavan y los cuelgan para secar en el patio y dentro de la taberna. Durante varios días, estos espacios se vuelven casi una exposición de pieles.

En el patio, hay pilas de telas colgadas o extendidas en el suelo o bardas. Algunos trajes ya listos cuelgan de ganchos y las máscaras de los kukeri están paradas en la losa. Parecen esculturas de pelo, con distintos tonos pardos, grises o blancos. Algunos son tan altos que alcanzan la segunda planta de la casa de Velev. La poca nieve que está cayendo motea de blanco todas estas piezas y las hace brillar en la oscuridad con el reflejo de la luz del hogar.

Estas escenas dibujan, fuera de pretensión o espectáculo, el sentido de comunidad que alberga esta tradición. Algunos jóvenes se sientan y platican alrededor de la mesa. Se sirven de comer los distintos bocadillos búlgaros. En la estancia está uno de los amigos de la familia, quien se está probando su atuendo tradicional búlgaro llamado nucía —de lana, que puede estar ricamente adornado con azules, verdes rojos o negros y detalles como monedas y bordados. El hombre, siempre sonriente, batalla con el cinturón y pregunta en voz alta si ha comido de más en el último año. Tsinzova y los demás ríen y ella explica que estos momentos son comunes y que toda esta gente en su casa son su “familia de Surva”. 

“Nos la pasamos bien mientras nos preparamos para la tradición porque mucha gente piensa que es un peso tener a tanta gente en tu casa y siempre tener que pensar en 20 personas para la cena. [...] No es una carga, es una bendición”, dice la joven.

La Surva

Son las siete de la mañana del primero de enero de 2025 y las calles de Razlog están todavía en silencio. Desde el patio de Velev se puede escuchar la música. El hombre, su familia y amigos están ahí, observando una ceremonia que está por comenzar. Iván Guinov está por vestirse como primer kuker.

Dentro del barrio está su padre, su madre y su hermana, todos vestidos con nucías, las prendas tradicionales de Bulgaria. El joven recibe ayuda de sus amigos para ponerse los pantalones y la parte superior. Guinov es, bajo cualquier estándar, un hombre alto, pero este disfraz lo hace ver más grande. El pelo de su traje, alaciado a la perfección, y la dimensión de este sugieren la imagen de un animal inflamando su pelaje para intimidar a rivales y depredadores. La cara de Guinov, por lo contrario, tiene una mirada amable y quizá un poco nerviosa.

No es un día cualquiera para el joven. Es y será la única vez en la que dirija a los kukeri de Dégata. Mientras brinca, el largo pelaje de cabra se mueve de un lado a otro y se ondula para luego volver a extenderse con su propio peso. En el patio, mientras tanto, Tsinzova y los demás kukeri de Dégata se acaban de preparar y comienzan también a bailar cuando los músicos salen de la taberna. Los kukeri abren un compás con las piernas y arrojan el pelaje hacia adelante para que les cubra la cabeza, luego empiezan a mecerse de un lado a otro.

Este es el momento en que comienza el festival. Los primeros en salir son estos monstruos, con Guinov al frente. A estos le siguen el joró. Esta vez, la gente que participa en el círculo no solo se toma de las manos, sino que todos llevan las prendas tradicionales. Las mujeres usan vestidos de colores, con acabados tradicionales, sobre otro vestido blanco, similar a una camisola. Los hombres utilizan pantalones negros, camisas blancas y cinturones de colores que pueden cubrir desde la cadera hasta el pecho. Algunos llevan armas ceremoniales, como cuchillos o pistolas antiguas.

Sobre sus cabezas, las mujeres se colocan velos de colores y adornos de monedas antiguas enlazadas con cadenas; los hombres llevan sombreros de lana, típicos también en otras partes de los Balcanes. Todos estos vestuarios pueden ser relativamente simples o exageradamente decorados y, en muchos casos, son reliquias familiares que incluso tienen cientos de años en los hogares.

Al frente del joró va una pareja joven. Estos son los líderes del círculo de la comunidad, que se conocen como los primeros erguen y moma —que significa “soltero” y “soltera”, respectivamente—. Al igual que el primer kuker, estos puestos se realizan una vez en la vida para cada participante que se gane el título, el cual se consigue con dedicación y constancia.

Entre la música, las campanas que llevan algunos de los kukeri y el bullicio de la gente dentro y fuera de la procesión, Razlog recibe la primera mañana del año con vida. Junto a Guinov camina Velev, quien funge como director de la procesión. También lleva su nucía y se protege del frío con un largo abrigo de lana gris. En una mano lleva un bastón del cual se suspende una cola de caballo —un símbolo de su autoridad—, en la otra, un manojo de trigo. Este último funge como una batuta que representa el paso de una generación a la siguiente.

A diferencia del Nakachane, la gente no solo sale a animar o mirar el festival. Los kukeri deben recorrer las calles del vecindario donde esta vez los habitantes del barrio los reciben con rakía caliente —un destilado de uva—, mandarinas, carnes frías y otros alimentos. Los niños del joró llevan unos palos de colores con estambre y le dan golpes suaves a la gente para que les den dinero.

Dentro de todo esto, la procesión recibe a nuevos integrantes, quienes esperan desde las puertas de su casa para enfilarse con los kukeri o con la gente del joró. Tras un recorrido del barrio, regresan a la casa de Velev para emprender su camino al centro de la ciudad. Las calles están llenas de gente que espera la celebración mientras pasan cuadra a cuadra. 

Hacia un año de buena fortuna

Guinov ya no es Guinov, ni Tsinzova una estudiante de diseño. Son monstruos. El primer kuker lleva una máscara que evoca a una calavera. Varias trenzas fueron hechas para que el pelo de la cabra no tapara este nuevo rostro del joven. Uno de sus ojos alcanza a verse, pero la máscara evita entender cuál es la expresión que hay detrás. Lo mismo pasa con Tsinzova, cuya identidad solo se delata por el barniz blanco de sus uñas. Donde debería haber una cara hay una especie de barba negra de tres picos, que se extiende desde los ojos hasta la parte superior del pecho.

Estos monstruos entran brincando y agitando el pelaje alrededor de la plaza y forman un círculo. Dentro de este entra el joró que, sin soltase de la mano ni dejar de dar vueltas y bailar, forma una espiral. La música anima todo el ritual, hasta que Velev pide al grupo que abra espacio. La última parte del Surva está por comenzar y el sol está directamente sobre la gente.

Guinov y el segundo kuker, Martín Vlain, de 17 años, caminan al centro de la plaza y Velev se para entre ellos. Guinov recibe el manojo de trigo y a su vez, se lo entrega a Vlain. Esto no solo significa que Vlain será primer kuker el próximo año, representa el relevo generacional y la continuidad de la vida en la comunidad.

Dégata sale de la escena y se encamina a otros barrios de la ciudad, donde más gente los recibe con comida y bebidas en sus casas. Lo que sigue es una cena, casi una auténtica bienvenida al nuevo año. Tsinzova, su familia y el resto del barrio empezarán a revisar los planes para la Surva de 2026 este mismo mes. Pero esta noche del primero de enero brindarán por lo que esperan sea un buen año.

Tsinzova se sienta en la mesa con su familia y amigos, como lo han hecho generaciones y generaciones antes de ella después de cada Surva. Vestirse de kuker, explica, le despierta algo que llaman merak —que vagamente se traduce a “pasión”—, pero también insiste en cómo la tradición sigue encontrando sentido porque “los malos espíritus no cambiaron. [...] Es claro que los espíritus malignos nunca cambiaron, eso cambiaría la tradición”.

El día en que ella fue primera kuker, durante la Surva de 2024, una pareja de adultos mayores le dijo que nunca dejara de perseguir a la maldad porque esta sigue en el mundo. “Terminaré mi educación en Sofia [...] y me gustaría vivir en otro país durante algunos meses, pero no importa dónde esté, siempre regresaré para el primero de enero”.

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Mientras se acerca el fin de año, hay que estar allí, en lo profundo de los Balcanes, y ver con los propios ojos a los <i>kukeri</i>, para sentir todo el peso y el misterio de una cultura que persiste a pesar de los siglos de impronta judeocristiana.

Una suave manta de niebla cubre las calles de Razlog, al sur de Bulgaria. Es uno de los últimos días de 2024 en esta ciudad de poco menos de 20 000 habitantes. Aquí, en los Balcanes, en Europa oriental, los días avanzan casi en silencio. Algunas personas pasean con sus mascotas por la banqueta y los parques, los niños juegan futbol en una cancha y las familias se toman fotos junto a la decoración navideña que hay en el centro de la ciudad.

A las cinco de la tarde cae la oscuridad, y el frío de diciembre obliga al encierro. Pero eso no pasa en Razlog. A mitad de la noche, en el último tramo hacia el Año Nuevo, el sonido de campanas, tupanes y zurnas —instrumentos regionales de percusión y aliento—, así como el bullicio de la gente, rompen el silencio.

Es el inicio del Nakachane —que en búlgaro significa “ponerse las campanas”—, una serie de procesiones de cada uno de los seis barrios que componen Razlog. Es solo el preámbulo de la festividad más grande y alegre del país: la Surva, la cual se celebrará durante los próximos meses en todo Bulgaria, hasta la llegada de la primavera.

Las procesiones del Nakachane comienzan en la casa de los organizadores de cada barrio, generalmente personas involucradas en la tradición desde hace generaciones. Los anfitriones reciben al resto del vecindario, les sirven de comer, de beber, y preparan los trajes tradicionales de quienes serán los protagonistas de la Surva. Estos son atuendos de piel de cabra o borrego que evocan a grandes monstruos. Quienes lo usan van armados con una cola de caballo en la mano, máscaras o gorros, y campanas, similares a cencerros adornados y gigantes, colgando de enormes cinturones de cuero. Estos monstruos son los kukeri, cuyo origen y significado todavía se debate. Están al centro de esta tradición pagana que tiene al menos dos mil años de historia y, se presume, sería la tradición viva más antigua de Europa.

Es el turno del barrio Dégata para celebrar el Nakachane. En esta parte de Razlog, al suroeste de la ciudad, habita una de las familias más activas para la tradición en la localidad, los Tatarske. Aquí los participantes se organizan cada año para representar al barrio el primero de enero. Es una casa llena de historia para la ciudad. En la misma propiedad se grabó lo que se presume como uno de los primeros documentales de la tradición hace más de 60 años, en el que participaron los ancestros de la familia.

Los retratos de estos antepasados están en los muros del anexo de la casa, que pasó de ser un cabrero a una taberna que funciona como lugar de estancia para la familia y las visitas. Blagoi Velev, el patriarca de la casa, rehizo este espacio. Dejó en pie solo un muro del cabrero, que tiene cerca de 200 años de antigüedad. En el alféizar de cada ventana hay fotografías de los kukeri de años recientes, imágenes religiosas, piezas de madera y vasijas de cerámica. Entre estos retratos está la imagen de una mujer vestida de kuker. Es la hija de Velev, Dara Tsinzova, estudiante de diseño gráfico de 21 años en la Nueva Universidad de Bulgaria, en Sofía, la capital. Es la heredera de al menos cuatro generaciones de búlgaros devotos a la tradición de la Surva. 

Son casi las ocho de la noche y la gente se apresura para la procesión del Nakachane. En el alboroto, los músicos, romanís contratados por la comunidad, tocan sus instrumentos y salen al patio principal de la casa, seguidos por los demás participantes. Ahí, muchos de los miembros de Dégata, de todas las edades, se ponen los cinturones sobre los hombros y, entre otras dos o tres personas, les colocan las campanas. Cada una puede pesar hasta 18 kilos, y la gente se cuelga cuatro. Entre ellos están Velev y su hija. Son los últimos en salir de la casa.

Los kukeri pueden salir con el traje puesto o simplemente con las campanas, aunque nadie usará las máscaras hasta la Surva, celebrada el primer día del 2025. A ellos le siguen el resto del barrio, que se toman de la mano y bailan en círculos. Este es el joró, que representa a la comunidad y, tradicionalmente, debe ser rodeado por los kukeri, que simbólicamente los protegen de los malos espíritus. Juntos recorrerán las calles de la ciudad, de barrio en barrio, con la música, fuegos artificiales y el ruido de las campanas.

Durante esta noche de Nakachane, también asiste un artista de Razlog, Assen Botev, quien explica la tradición como la respuesta al encuentro entre el mundo de los vivos y el de lo inmaterial.

“Especialmente estos días, del 21 de diciembre al 6 de enero, consideramos estas barreras entre los diferentes universos [...] como una red”, explica Botev, en un café en el centro de Razlog unos días antes de la Surva. Botev tiene 69 años y se dedica principalmente a la escultura. Explica que en este encuentro de los mundos es cuando, según el folclor pagano de Bulgaria, los espíritus malignos traen infortunio a los hogares.

Botev dice que los kukeri pretenden imitar a los espíritus malignos para “evitar que la maldad entre a nuestro mundo, o para espantar a aquellos que ya están aquí, y a otras cosas, para restablecer el balance. [...] Es de una tribu, porque estamos hablando de historia también, (la tradición) está en este lugar desde hace al menos 4 000 años.”

De tiempos paganos al siglo XXI

Bulgaria es una nación, en su mayoría, cristiana ortodoxa. Al menos dos terceras partes de los seis millones de habitantes siguen esta religión. Los kukeri y la Surva distan mucho de la tradición cristiana, que asocia el bien y el mal a Dios y Satanás. Aunque se desconoce cuándo se originó la tradición, se sabe que los kukeri son parte de las culturas paganas y rituales relacionados con la fertilidad y la supervivencia de las comunidades precristianas en el oriente de Europa.

Antes de los búlgaros, los tracios habitaban esta región —desde 3 000 a.C.—, incluyendo zonas de lo que hoy es Grecia, Turquía y Macedonia del Norte. Desaparecieron con el paso de migraciones e imperios como el de Alejandro Magno, Roma y los bizantinos. Tras la creación de Bulgaria, los otomanos ocuparon los Balcanes y no fue hasta el siglo XIX que se liberaron. Luego de la Segunda Guerra Mundial se convirtieron en un país comunista —con fuertes lazos con la Unión Soviética—, y la democracia llegó al país hasta finales del siglo XX.

Etimológicamente no existe un consenso sobre la palabra kuker, pero igual sugiere la riqueza histórica de la tradición. De acuerdo con la doctora Zhivka Koleva-Zlateva, lingüista de la Universidad de Veliko Tarnovo, en Bulgaria, se debate sobre si kuker viene de lenguas eslavas, el griego u otras más antiguas. En su texto “Sobre la etimología del kuker búlgaro”, publicado en 2014, enfatiza que no hay evidencias para concluir de dónde viene la palabra, pero explica que muchas de las voces académicas insisten en un origen tracio.

La primera vez que se empezó a estudiar la tradición de la Surva y los kukeri fue hasta mediados del siglo XIX, todavía en tiempos del Imperio otomano. Las academias de Bulgaria y de otros países han encontrado testimonios que van hasta los últimos años de la Edad Antigua de Europa.

En la obra Sobre los orígenes de ciertos elementos del ritual kuker entre los búlgaros, de 1967, la investigadora soviética Tatiana Davydovna Zlatkovskaia habla de registros de festivales en el noreste de Bulgaria, en los siglos III y IV. “Probablemente hay fundamentos para considerarlos una reliquia de festivales tracianos”.

Entre las investigaciones sobre los kukeri, se habla de distintas variaciones que han existido entre la tradición de las cuales hay elementos que ya no sobreviven. Por ejemplo, están los violentos encuentros entre los kukeri de un barrio contra otro.

“Cuando dos grupos se encuentran, uno debe someterse; si esto no sucede, se produce una lucha armada, y los muertos son enterrados en el lugar sin ceremonias religiosas”, escribió el escritor austriaco Walter Puchner en 2009, en su libro Estudios sobre el folclor de Europa del sudeste y el espacio mediterráneo.

Memorias y una tradición viva

Elementos como los enfrentamientos entre los kukeri ahora son memorias o incluso rumores del pasado de la tradición. Hay búlgaros que recuerdan a estos personajes más agresivos, incluso entrando a las casas para pedir de beber o golpeando a personas con las colas de caballo durante las procesiones. Los tiempos han cambiado, de la misma manera que la tradición. 

El artista Assen Botev se sienta en la mesa del café en el centro de Razlog. Ya no tiene puesto su atuendo verde, camuflado, ni las campanas. Trae un chaleco negro, de lana, con detalles coloridos, tradicionales de Bulgaria, y un suéter gris. El artista bebe jugo mientras cuenta sobre la tradición en tiempos del socialismo. 

Durante ese periodo, que duró más de 40 años, el Gobierno prohibió la tradición por su raíz pagana. La gente se reunía de manera clandestina durante las noches, en el bosque y en las casas de los organizadores. Lo mismo pasaba durante la ocupación otomana.

“Íbamos al bosque y nos disfrazábamos ahí porque los turcos no nos podían encontrar”, dice Botev. “¿Pero ves? Lo tribal es más poderoso que cualquier Estado. La identidad es clave para cualquier sociedad. [...] Los comunistas estuvieron solo 45 años, son como los singultos en la historia, ni siquiera el Covid nos detuvo.”

El artista habla con una voz áspera y luce una gran barba blanca. Es nativo de Razlog y creció en los tiempos del socialismo. Después de que cayó el régimen, en 1990, pasó unos años en París y luego en Londres, hasta que se hartó de la cultura de Europa occidental, que aún hoy considera repugnante.

Botev recuerda cómo la comunidad de Razlog comenzó a negociar con las autoridades municipales en los años sesenta para que les permitieran celebrar la Surva. Entre las personas que participaron en estos esfuerzos, estaba uno de los grandes amigos de Botev, Blago Tatarski, el bisabuelo de Dara Tsinzova.

Del otro lado de la mesa, se sienta Tsinzova. Nos acompaña para apoyar con cualquier traducción del búlgaro al inglés, que es la lengua con la que nos entendemos. La joven estudiante es un ejemplo vivo de cómo se ha transformado la tradición. Apenas hace unas décadas, las mujeres no podían ser kukeri. Tsinzova, desde que tiene memoria, ha participado en el festival. 

“Cuando empecé había pocas niñas”, explica. “Era más aceptado que fueran niñas que mujeres. [...] También había críticas, pero no muchas. Sin embargo, cuando crecí, aumentó la crítica, pero nunca fue una razón para que dejara de hacerlo porque vivimos en el siglo XXI, todo cambia y para que la tradición continúe tenemos que hacer cambios.”

Los kukeri solían ser hombres jóvenes que heredaban la tradición de sus padres. Tsinzova tiene una hermana, Ani, pero ningún hermano. Velev ha apoyado a ambas en su interés y participación en la Surva y su rol como kukeri durante el festival. Su bisabuelo la vistió como kuker cuando tenía 7 años y desde entonces lo hace cada año. Esta consistencia y la pasión por la tradición incluso la llevó a convertirse en la líder de los kuker de su barrio en la Surva de 2024, un honor por el cual todos los kukeri compiten y que, de lograrlo, solo pueden hacerlo una vez en sus vidas.

Hay otros cambios que no son recibidos con el mismo aprecio, pues se les percibe como reflejo de una tradición que se va abaratando. En años recientes, con las redes sociales y la globalización, la tradición ha adquirido fuerza en todo el país. Lugares donde nunca se veían kukeri ahora anuncian sus propios festivales. En la capital han empezado a hacer su propio festival, por ejemplo. Desde hace dos décadas, la ciudad vecina de Razlog, Bansko, ha tratado de capitalizar el turismo que un festival como este puede generar. Esta urbe, contrario a Razlog, es un centro turístico para todo el país e incluso tiene un flujo importante de visitantes internacionales. Gracias a que está a los pies de las montañas Pirin, se ha convertido en un punto idóneo para esquiar. Cuentan casi 400 000 visitantes al año, casi la mitad son extranjeros. Esto beneficia también a Razlog en el sentido económico, pues muchos pueden trabajar y vivir del turismo. Los “puristas” de la Surva, si se les puede llamar así, se encogen de hombros.

En una página turística de la ciudad, se presenta al festival como “uno de los más significativos y atractivos festivales en Bansko”. Se ofrece como una experiencia memorable, pero para la gente en Razlog, es una afronta a la tradición. Muchos insisten que “no es auténtica”, de la misma manera que se han promovido Survas en lugares como la capital, Sofía, donde no hay kukeri. 

Esto ha derivado en un tratamiento de la tradición como un bien de consumo para el turismo más allá de Bansko. Para la Navidad de 2024, por ejemplo, las autoridades de Razlog consideraron hacer un festival de los kukeri para atraer y entretener más turismo antes de las fechas tradicionales, pero representantes de los barrios rechazaron la idea.

Entre las voces en contra de esto estaban tanto Botev como la familia de Tsinzova. “Solo con filosofía básica y sensibilidad con la realidad, que se respalda con la honestidad, todo esto tiene raíces profundas. No se mide en dólares o euros”. Este tipo de tratos hacia las tradiciones “ocurre en todo el mundo [...], pero no nos rendiremos tan fácilmente”.

Monstruos que hilvanan comunidades

Durante seis días antes de la Surva el 1 de enero, cada barrio de Razlog realiza su propio Nakachane. Recorren las calles con sus kukeri, sus jorós y sus músicos. La gente se asoma o sale a la calle para animar el espectáculo. 

Al frente de la procesión de Dégata, el 27 de diciembre, estaba Iván Guinov, un joven de 19 años, originario de Razlog. En esta ocasión funge como primer kuker y dirige a los demás. Es el primero de su familia en llegar al puesto de primer kuker, un reconocimiento inmenso para él y su familia. Su padre lo disfrazó por primera vez cuando tenía 3 años. Desde entonces lo ha hecho cada año, aunque siempre ha tenido que rentar sus trajes debido a que en todo este tiempo no ha dejado de crecer en estatura.

El Nakachane funciona, de alguna manera, como un ensayo de lo que se verá el primero de enero. Hacia las diez de la noche, la procesión se acerca a su conclusión y el resto de los días del año corresponden a los Nakachanes de los barrios restantes y a los preparativos para la Surva.

No son tareas pequeñas. La elaboración de trajes de kukeri toma días. Va desde el sacrificio de las cabras —se utiliza principalmente la piel de la cadera de estos animales— hasta el peinado y la costura de la pieza. Si bien hay unos que rentan, durante estos últimos días del año Velev recibe a decenas de personas que participan en la elaboración o mantenimiento de los atuendos.

Esta, en general, es una labor que llevan a cabo en su mayoría los hombres. Deben peinar el pelaje con los dedos, pelo por pelo, para desenredarlo y alaciarlo. Los que están haciendo sus trajes, utilizan grandes agujas para perforar el cuero e hilvanarlo. Durante el proceso están concentrados y no se dicen mucho entre sí.

Una vez terminados los pantalones y la parte superior del traje, los lavan y los cuelgan para secar en el patio y dentro de la taberna. Durante varios días, estos espacios se vuelven casi una exposición de pieles.

En el patio, hay pilas de telas colgadas o extendidas en el suelo o bardas. Algunos trajes ya listos cuelgan de ganchos y las máscaras de los kukeri están paradas en la losa. Parecen esculturas de pelo, con distintos tonos pardos, grises o blancos. Algunos son tan altos que alcanzan la segunda planta de la casa de Velev. La poca nieve que está cayendo motea de blanco todas estas piezas y las hace brillar en la oscuridad con el reflejo de la luz del hogar.

Estas escenas dibujan, fuera de pretensión o espectáculo, el sentido de comunidad que alberga esta tradición. Algunos jóvenes se sientan y platican alrededor de la mesa. Se sirven de comer los distintos bocadillos búlgaros. En la estancia está uno de los amigos de la familia, quien se está probando su atuendo tradicional búlgaro llamado nucía —de lana, que puede estar ricamente adornado con azules, verdes rojos o negros y detalles como monedas y bordados. El hombre, siempre sonriente, batalla con el cinturón y pregunta en voz alta si ha comido de más en el último año. Tsinzova y los demás ríen y ella explica que estos momentos son comunes y que toda esta gente en su casa son su “familia de Surva”. 

“Nos la pasamos bien mientras nos preparamos para la tradición porque mucha gente piensa que es un peso tener a tanta gente en tu casa y siempre tener que pensar en 20 personas para la cena. [...] No es una carga, es una bendición”, dice la joven.

La Surva

Son las siete de la mañana del primero de enero de 2025 y las calles de Razlog están todavía en silencio. Desde el patio de Velev se puede escuchar la música. El hombre, su familia y amigos están ahí, observando una ceremonia que está por comenzar. Iván Guinov está por vestirse como primer kuker.

Dentro del barrio está su padre, su madre y su hermana, todos vestidos con nucías, las prendas tradicionales de Bulgaria. El joven recibe ayuda de sus amigos para ponerse los pantalones y la parte superior. Guinov es, bajo cualquier estándar, un hombre alto, pero este disfraz lo hace ver más grande. El pelo de su traje, alaciado a la perfección, y la dimensión de este sugieren la imagen de un animal inflamando su pelaje para intimidar a rivales y depredadores. La cara de Guinov, por lo contrario, tiene una mirada amable y quizá un poco nerviosa.

No es un día cualquiera para el joven. Es y será la única vez en la que dirija a los kukeri de Dégata. Mientras brinca, el largo pelaje de cabra se mueve de un lado a otro y se ondula para luego volver a extenderse con su propio peso. En el patio, mientras tanto, Tsinzova y los demás kukeri de Dégata se acaban de preparar y comienzan también a bailar cuando los músicos salen de la taberna. Los kukeri abren un compás con las piernas y arrojan el pelaje hacia adelante para que les cubra la cabeza, luego empiezan a mecerse de un lado a otro.

Este es el momento en que comienza el festival. Los primeros en salir son estos monstruos, con Guinov al frente. A estos le siguen el joró. Esta vez, la gente que participa en el círculo no solo se toma de las manos, sino que todos llevan las prendas tradicionales. Las mujeres usan vestidos de colores, con acabados tradicionales, sobre otro vestido blanco, similar a una camisola. Los hombres utilizan pantalones negros, camisas blancas y cinturones de colores que pueden cubrir desde la cadera hasta el pecho. Algunos llevan armas ceremoniales, como cuchillos o pistolas antiguas.

Sobre sus cabezas, las mujeres se colocan velos de colores y adornos de monedas antiguas enlazadas con cadenas; los hombres llevan sombreros de lana, típicos también en otras partes de los Balcanes. Todos estos vestuarios pueden ser relativamente simples o exageradamente decorados y, en muchos casos, son reliquias familiares que incluso tienen cientos de años en los hogares.

Al frente del joró va una pareja joven. Estos son los líderes del círculo de la comunidad, que se conocen como los primeros erguen y moma —que significa “soltero” y “soltera”, respectivamente—. Al igual que el primer kuker, estos puestos se realizan una vez en la vida para cada participante que se gane el título, el cual se consigue con dedicación y constancia.

Entre la música, las campanas que llevan algunos de los kukeri y el bullicio de la gente dentro y fuera de la procesión, Razlog recibe la primera mañana del año con vida. Junto a Guinov camina Velev, quien funge como director de la procesión. También lleva su nucía y se protege del frío con un largo abrigo de lana gris. En una mano lleva un bastón del cual se suspende una cola de caballo —un símbolo de su autoridad—, en la otra, un manojo de trigo. Este último funge como una batuta que representa el paso de una generación a la siguiente.

A diferencia del Nakachane, la gente no solo sale a animar o mirar el festival. Los kukeri deben recorrer las calles del vecindario donde esta vez los habitantes del barrio los reciben con rakía caliente —un destilado de uva—, mandarinas, carnes frías y otros alimentos. Los niños del joró llevan unos palos de colores con estambre y le dan golpes suaves a la gente para que les den dinero.

Dentro de todo esto, la procesión recibe a nuevos integrantes, quienes esperan desde las puertas de su casa para enfilarse con los kukeri o con la gente del joró. Tras un recorrido del barrio, regresan a la casa de Velev para emprender su camino al centro de la ciudad. Las calles están llenas de gente que espera la celebración mientras pasan cuadra a cuadra. 

Hacia un año de buena fortuna

Guinov ya no es Guinov, ni Tsinzova una estudiante de diseño. Son monstruos. El primer kuker lleva una máscara que evoca a una calavera. Varias trenzas fueron hechas para que el pelo de la cabra no tapara este nuevo rostro del joven. Uno de sus ojos alcanza a verse, pero la máscara evita entender cuál es la expresión que hay detrás. Lo mismo pasa con Tsinzova, cuya identidad solo se delata por el barniz blanco de sus uñas. Donde debería haber una cara hay una especie de barba negra de tres picos, que se extiende desde los ojos hasta la parte superior del pecho.

Estos monstruos entran brincando y agitando el pelaje alrededor de la plaza y forman un círculo. Dentro de este entra el joró que, sin soltase de la mano ni dejar de dar vueltas y bailar, forma una espiral. La música anima todo el ritual, hasta que Velev pide al grupo que abra espacio. La última parte del Surva está por comenzar y el sol está directamente sobre la gente.

Guinov y el segundo kuker, Martín Vlain, de 17 años, caminan al centro de la plaza y Velev se para entre ellos. Guinov recibe el manojo de trigo y a su vez, se lo entrega a Vlain. Esto no solo significa que Vlain será primer kuker el próximo año, representa el relevo generacional y la continuidad de la vida en la comunidad.

Dégata sale de la escena y se encamina a otros barrios de la ciudad, donde más gente los recibe con comida y bebidas en sus casas. Lo que sigue es una cena, casi una auténtica bienvenida al nuevo año. Tsinzova, su familia y el resto del barrio empezarán a revisar los planes para la Surva de 2026 este mismo mes. Pero esta noche del primero de enero brindarán por lo que esperan sea un buen año.

Tsinzova se sienta en la mesa con su familia y amigos, como lo han hecho generaciones y generaciones antes de ella después de cada Surva. Vestirse de kuker, explica, le despierta algo que llaman merak —que vagamente se traduce a “pasión”—, pero también insiste en cómo la tradición sigue encontrando sentido porque “los malos espíritus no cambiaron. [...] Es claro que los espíritus malignos nunca cambiaron, eso cambiaría la tradición”.

El día en que ella fue primera kuker, durante la Surva de 2024, una pareja de adultos mayores le dijo que nunca dejara de perseguir a la maldad porque esta sigue en el mundo. “Terminaré mi educación en Sofia [...] y me gustaría vivir en otro país durante algunos meses, pero no importa dónde esté, siempre regresaré para el primero de enero”.

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Todas las fotos: Esteban González de León.

La resistencia de una tradición pagana en Bulgaria

La resistencia de una tradición pagana en Bulgaria

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Tiempo de Lectura: 00 min

Mientras se acerca el fin de año, hay que estar allí, en lo profundo de los Balcanes, y ver con los propios ojos a los <i>kukeri</i>, para sentir todo el peso y el misterio de una cultura que persiste a pesar de los siglos de impronta judeocristiana.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Una suave manta de niebla cubre las calles de Razlog, al sur de Bulgaria. Es uno de los últimos días de 2024 en esta ciudad de poco menos de 20 000 habitantes. Aquí, en los Balcanes, en Europa oriental, los días avanzan casi en silencio. Algunas personas pasean con sus mascotas por la banqueta y los parques, los niños juegan futbol en una cancha y las familias se toman fotos junto a la decoración navideña que hay en el centro de la ciudad.

A las cinco de la tarde cae la oscuridad, y el frío de diciembre obliga al encierro. Pero eso no pasa en Razlog. A mitad de la noche, en el último tramo hacia el Año Nuevo, el sonido de campanas, tupanes y zurnas —instrumentos regionales de percusión y aliento—, así como el bullicio de la gente, rompen el silencio.

Es el inicio del Nakachane —que en búlgaro significa “ponerse las campanas”—, una serie de procesiones de cada uno de los seis barrios que componen Razlog. Es solo el preámbulo de la festividad más grande y alegre del país: la Surva, la cual se celebrará durante los próximos meses en todo Bulgaria, hasta la llegada de la primavera.

Las procesiones del Nakachane comienzan en la casa de los organizadores de cada barrio, generalmente personas involucradas en la tradición desde hace generaciones. Los anfitriones reciben al resto del vecindario, les sirven de comer, de beber, y preparan los trajes tradicionales de quienes serán los protagonistas de la Surva. Estos son atuendos de piel de cabra o borrego que evocan a grandes monstruos. Quienes lo usan van armados con una cola de caballo en la mano, máscaras o gorros, y campanas, similares a cencerros adornados y gigantes, colgando de enormes cinturones de cuero. Estos monstruos son los kukeri, cuyo origen y significado todavía se debate. Están al centro de esta tradición pagana que tiene al menos dos mil años de historia y, se presume, sería la tradición viva más antigua de Europa.

Es el turno del barrio Dégata para celebrar el Nakachane. En esta parte de Razlog, al suroeste de la ciudad, habita una de las familias más activas para la tradición en la localidad, los Tatarske. Aquí los participantes se organizan cada año para representar al barrio el primero de enero. Es una casa llena de historia para la ciudad. En la misma propiedad se grabó lo que se presume como uno de los primeros documentales de la tradición hace más de 60 años, en el que participaron los ancestros de la familia.

Los retratos de estos antepasados están en los muros del anexo de la casa, que pasó de ser un cabrero a una taberna que funciona como lugar de estancia para la familia y las visitas. Blagoi Velev, el patriarca de la casa, rehizo este espacio. Dejó en pie solo un muro del cabrero, que tiene cerca de 200 años de antigüedad. En el alféizar de cada ventana hay fotografías de los kukeri de años recientes, imágenes religiosas, piezas de madera y vasijas de cerámica. Entre estos retratos está la imagen de una mujer vestida de kuker. Es la hija de Velev, Dara Tsinzova, estudiante de diseño gráfico de 21 años en la Nueva Universidad de Bulgaria, en Sofía, la capital. Es la heredera de al menos cuatro generaciones de búlgaros devotos a la tradición de la Surva. 

Son casi las ocho de la noche y la gente se apresura para la procesión del Nakachane. En el alboroto, los músicos, romanís contratados por la comunidad, tocan sus instrumentos y salen al patio principal de la casa, seguidos por los demás participantes. Ahí, muchos de los miembros de Dégata, de todas las edades, se ponen los cinturones sobre los hombros y, entre otras dos o tres personas, les colocan las campanas. Cada una puede pesar hasta 18 kilos, y la gente se cuelga cuatro. Entre ellos están Velev y su hija. Son los últimos en salir de la casa.

Los kukeri pueden salir con el traje puesto o simplemente con las campanas, aunque nadie usará las máscaras hasta la Surva, celebrada el primer día del 2025. A ellos le siguen el resto del barrio, que se toman de la mano y bailan en círculos. Este es el joró, que representa a la comunidad y, tradicionalmente, debe ser rodeado por los kukeri, que simbólicamente los protegen de los malos espíritus. Juntos recorrerán las calles de la ciudad, de barrio en barrio, con la música, fuegos artificiales y el ruido de las campanas.

Durante esta noche de Nakachane, también asiste un artista de Razlog, Assen Botev, quien explica la tradición como la respuesta al encuentro entre el mundo de los vivos y el de lo inmaterial.

“Especialmente estos días, del 21 de diciembre al 6 de enero, consideramos estas barreras entre los diferentes universos [...] como una red”, explica Botev, en un café en el centro de Razlog unos días antes de la Surva. Botev tiene 69 años y se dedica principalmente a la escultura. Explica que en este encuentro de los mundos es cuando, según el folclor pagano de Bulgaria, los espíritus malignos traen infortunio a los hogares.

Botev dice que los kukeri pretenden imitar a los espíritus malignos para “evitar que la maldad entre a nuestro mundo, o para espantar a aquellos que ya están aquí, y a otras cosas, para restablecer el balance. [...] Es de una tribu, porque estamos hablando de historia también, (la tradición) está en este lugar desde hace al menos 4 000 años.”

De tiempos paganos al siglo XXI

Bulgaria es una nación, en su mayoría, cristiana ortodoxa. Al menos dos terceras partes de los seis millones de habitantes siguen esta religión. Los kukeri y la Surva distan mucho de la tradición cristiana, que asocia el bien y el mal a Dios y Satanás. Aunque se desconoce cuándo se originó la tradición, se sabe que los kukeri son parte de las culturas paganas y rituales relacionados con la fertilidad y la supervivencia de las comunidades precristianas en el oriente de Europa.

Antes de los búlgaros, los tracios habitaban esta región —desde 3 000 a.C.—, incluyendo zonas de lo que hoy es Grecia, Turquía y Macedonia del Norte. Desaparecieron con el paso de migraciones e imperios como el de Alejandro Magno, Roma y los bizantinos. Tras la creación de Bulgaria, los otomanos ocuparon los Balcanes y no fue hasta el siglo XIX que se liberaron. Luego de la Segunda Guerra Mundial se convirtieron en un país comunista —con fuertes lazos con la Unión Soviética—, y la democracia llegó al país hasta finales del siglo XX.

Etimológicamente no existe un consenso sobre la palabra kuker, pero igual sugiere la riqueza histórica de la tradición. De acuerdo con la doctora Zhivka Koleva-Zlateva, lingüista de la Universidad de Veliko Tarnovo, en Bulgaria, se debate sobre si kuker viene de lenguas eslavas, el griego u otras más antiguas. En su texto “Sobre la etimología del kuker búlgaro”, publicado en 2014, enfatiza que no hay evidencias para concluir de dónde viene la palabra, pero explica que muchas de las voces académicas insisten en un origen tracio.

La primera vez que se empezó a estudiar la tradición de la Surva y los kukeri fue hasta mediados del siglo XIX, todavía en tiempos del Imperio otomano. Las academias de Bulgaria y de otros países han encontrado testimonios que van hasta los últimos años de la Edad Antigua de Europa.

En la obra Sobre los orígenes de ciertos elementos del ritual kuker entre los búlgaros, de 1967, la investigadora soviética Tatiana Davydovna Zlatkovskaia habla de registros de festivales en el noreste de Bulgaria, en los siglos III y IV. “Probablemente hay fundamentos para considerarlos una reliquia de festivales tracianos”.

Entre las investigaciones sobre los kukeri, se habla de distintas variaciones que han existido entre la tradición de las cuales hay elementos que ya no sobreviven. Por ejemplo, están los violentos encuentros entre los kukeri de un barrio contra otro.

“Cuando dos grupos se encuentran, uno debe someterse; si esto no sucede, se produce una lucha armada, y los muertos son enterrados en el lugar sin ceremonias religiosas”, escribió el escritor austriaco Walter Puchner en 2009, en su libro Estudios sobre el folclor de Europa del sudeste y el espacio mediterráneo.

Memorias y una tradición viva

Elementos como los enfrentamientos entre los kukeri ahora son memorias o incluso rumores del pasado de la tradición. Hay búlgaros que recuerdan a estos personajes más agresivos, incluso entrando a las casas para pedir de beber o golpeando a personas con las colas de caballo durante las procesiones. Los tiempos han cambiado, de la misma manera que la tradición. 

El artista Assen Botev se sienta en la mesa del café en el centro de Razlog. Ya no tiene puesto su atuendo verde, camuflado, ni las campanas. Trae un chaleco negro, de lana, con detalles coloridos, tradicionales de Bulgaria, y un suéter gris. El artista bebe jugo mientras cuenta sobre la tradición en tiempos del socialismo. 

Durante ese periodo, que duró más de 40 años, el Gobierno prohibió la tradición por su raíz pagana. La gente se reunía de manera clandestina durante las noches, en el bosque y en las casas de los organizadores. Lo mismo pasaba durante la ocupación otomana.

“Íbamos al bosque y nos disfrazábamos ahí porque los turcos no nos podían encontrar”, dice Botev. “¿Pero ves? Lo tribal es más poderoso que cualquier Estado. La identidad es clave para cualquier sociedad. [...] Los comunistas estuvieron solo 45 años, son como los singultos en la historia, ni siquiera el Covid nos detuvo.”

El artista habla con una voz áspera y luce una gran barba blanca. Es nativo de Razlog y creció en los tiempos del socialismo. Después de que cayó el régimen, en 1990, pasó unos años en París y luego en Londres, hasta que se hartó de la cultura de Europa occidental, que aún hoy considera repugnante.

Botev recuerda cómo la comunidad de Razlog comenzó a negociar con las autoridades municipales en los años sesenta para que les permitieran celebrar la Surva. Entre las personas que participaron en estos esfuerzos, estaba uno de los grandes amigos de Botev, Blago Tatarski, el bisabuelo de Dara Tsinzova.

Del otro lado de la mesa, se sienta Tsinzova. Nos acompaña para apoyar con cualquier traducción del búlgaro al inglés, que es la lengua con la que nos entendemos. La joven estudiante es un ejemplo vivo de cómo se ha transformado la tradición. Apenas hace unas décadas, las mujeres no podían ser kukeri. Tsinzova, desde que tiene memoria, ha participado en el festival. 

“Cuando empecé había pocas niñas”, explica. “Era más aceptado que fueran niñas que mujeres. [...] También había críticas, pero no muchas. Sin embargo, cuando crecí, aumentó la crítica, pero nunca fue una razón para que dejara de hacerlo porque vivimos en el siglo XXI, todo cambia y para que la tradición continúe tenemos que hacer cambios.”

Los kukeri solían ser hombres jóvenes que heredaban la tradición de sus padres. Tsinzova tiene una hermana, Ani, pero ningún hermano. Velev ha apoyado a ambas en su interés y participación en la Surva y su rol como kukeri durante el festival. Su bisabuelo la vistió como kuker cuando tenía 7 años y desde entonces lo hace cada año. Esta consistencia y la pasión por la tradición incluso la llevó a convertirse en la líder de los kuker de su barrio en la Surva de 2024, un honor por el cual todos los kukeri compiten y que, de lograrlo, solo pueden hacerlo una vez en sus vidas.

Hay otros cambios que no son recibidos con el mismo aprecio, pues se les percibe como reflejo de una tradición que se va abaratando. En años recientes, con las redes sociales y la globalización, la tradición ha adquirido fuerza en todo el país. Lugares donde nunca se veían kukeri ahora anuncian sus propios festivales. En la capital han empezado a hacer su propio festival, por ejemplo. Desde hace dos décadas, la ciudad vecina de Razlog, Bansko, ha tratado de capitalizar el turismo que un festival como este puede generar. Esta urbe, contrario a Razlog, es un centro turístico para todo el país e incluso tiene un flujo importante de visitantes internacionales. Gracias a que está a los pies de las montañas Pirin, se ha convertido en un punto idóneo para esquiar. Cuentan casi 400 000 visitantes al año, casi la mitad son extranjeros. Esto beneficia también a Razlog en el sentido económico, pues muchos pueden trabajar y vivir del turismo. Los “puristas” de la Surva, si se les puede llamar así, se encogen de hombros.

En una página turística de la ciudad, se presenta al festival como “uno de los más significativos y atractivos festivales en Bansko”. Se ofrece como una experiencia memorable, pero para la gente en Razlog, es una afronta a la tradición. Muchos insisten que “no es auténtica”, de la misma manera que se han promovido Survas en lugares como la capital, Sofía, donde no hay kukeri. 

Esto ha derivado en un tratamiento de la tradición como un bien de consumo para el turismo más allá de Bansko. Para la Navidad de 2024, por ejemplo, las autoridades de Razlog consideraron hacer un festival de los kukeri para atraer y entretener más turismo antes de las fechas tradicionales, pero representantes de los barrios rechazaron la idea.

Entre las voces en contra de esto estaban tanto Botev como la familia de Tsinzova. “Solo con filosofía básica y sensibilidad con la realidad, que se respalda con la honestidad, todo esto tiene raíces profundas. No se mide en dólares o euros”. Este tipo de tratos hacia las tradiciones “ocurre en todo el mundo [...], pero no nos rendiremos tan fácilmente”.

Monstruos que hilvanan comunidades

Durante seis días antes de la Surva el 1 de enero, cada barrio de Razlog realiza su propio Nakachane. Recorren las calles con sus kukeri, sus jorós y sus músicos. La gente se asoma o sale a la calle para animar el espectáculo. 

Al frente de la procesión de Dégata, el 27 de diciembre, estaba Iván Guinov, un joven de 19 años, originario de Razlog. En esta ocasión funge como primer kuker y dirige a los demás. Es el primero de su familia en llegar al puesto de primer kuker, un reconocimiento inmenso para él y su familia. Su padre lo disfrazó por primera vez cuando tenía 3 años. Desde entonces lo ha hecho cada año, aunque siempre ha tenido que rentar sus trajes debido a que en todo este tiempo no ha dejado de crecer en estatura.

El Nakachane funciona, de alguna manera, como un ensayo de lo que se verá el primero de enero. Hacia las diez de la noche, la procesión se acerca a su conclusión y el resto de los días del año corresponden a los Nakachanes de los barrios restantes y a los preparativos para la Surva.

No son tareas pequeñas. La elaboración de trajes de kukeri toma días. Va desde el sacrificio de las cabras —se utiliza principalmente la piel de la cadera de estos animales— hasta el peinado y la costura de la pieza. Si bien hay unos que rentan, durante estos últimos días del año Velev recibe a decenas de personas que participan en la elaboración o mantenimiento de los atuendos.

Esta, en general, es una labor que llevan a cabo en su mayoría los hombres. Deben peinar el pelaje con los dedos, pelo por pelo, para desenredarlo y alaciarlo. Los que están haciendo sus trajes, utilizan grandes agujas para perforar el cuero e hilvanarlo. Durante el proceso están concentrados y no se dicen mucho entre sí.

Una vez terminados los pantalones y la parte superior del traje, los lavan y los cuelgan para secar en el patio y dentro de la taberna. Durante varios días, estos espacios se vuelven casi una exposición de pieles.

En el patio, hay pilas de telas colgadas o extendidas en el suelo o bardas. Algunos trajes ya listos cuelgan de ganchos y las máscaras de los kukeri están paradas en la losa. Parecen esculturas de pelo, con distintos tonos pardos, grises o blancos. Algunos son tan altos que alcanzan la segunda planta de la casa de Velev. La poca nieve que está cayendo motea de blanco todas estas piezas y las hace brillar en la oscuridad con el reflejo de la luz del hogar.

Estas escenas dibujan, fuera de pretensión o espectáculo, el sentido de comunidad que alberga esta tradición. Algunos jóvenes se sientan y platican alrededor de la mesa. Se sirven de comer los distintos bocadillos búlgaros. En la estancia está uno de los amigos de la familia, quien se está probando su atuendo tradicional búlgaro llamado nucía —de lana, que puede estar ricamente adornado con azules, verdes rojos o negros y detalles como monedas y bordados. El hombre, siempre sonriente, batalla con el cinturón y pregunta en voz alta si ha comido de más en el último año. Tsinzova y los demás ríen y ella explica que estos momentos son comunes y que toda esta gente en su casa son su “familia de Surva”. 

“Nos la pasamos bien mientras nos preparamos para la tradición porque mucha gente piensa que es un peso tener a tanta gente en tu casa y siempre tener que pensar en 20 personas para la cena. [...] No es una carga, es una bendición”, dice la joven.

La Surva

Son las siete de la mañana del primero de enero de 2025 y las calles de Razlog están todavía en silencio. Desde el patio de Velev se puede escuchar la música. El hombre, su familia y amigos están ahí, observando una ceremonia que está por comenzar. Iván Guinov está por vestirse como primer kuker.

Dentro del barrio está su padre, su madre y su hermana, todos vestidos con nucías, las prendas tradicionales de Bulgaria. El joven recibe ayuda de sus amigos para ponerse los pantalones y la parte superior. Guinov es, bajo cualquier estándar, un hombre alto, pero este disfraz lo hace ver más grande. El pelo de su traje, alaciado a la perfección, y la dimensión de este sugieren la imagen de un animal inflamando su pelaje para intimidar a rivales y depredadores. La cara de Guinov, por lo contrario, tiene una mirada amable y quizá un poco nerviosa.

No es un día cualquiera para el joven. Es y será la única vez en la que dirija a los kukeri de Dégata. Mientras brinca, el largo pelaje de cabra se mueve de un lado a otro y se ondula para luego volver a extenderse con su propio peso. En el patio, mientras tanto, Tsinzova y los demás kukeri de Dégata se acaban de preparar y comienzan también a bailar cuando los músicos salen de la taberna. Los kukeri abren un compás con las piernas y arrojan el pelaje hacia adelante para que les cubra la cabeza, luego empiezan a mecerse de un lado a otro.

Este es el momento en que comienza el festival. Los primeros en salir son estos monstruos, con Guinov al frente. A estos le siguen el joró. Esta vez, la gente que participa en el círculo no solo se toma de las manos, sino que todos llevan las prendas tradicionales. Las mujeres usan vestidos de colores, con acabados tradicionales, sobre otro vestido blanco, similar a una camisola. Los hombres utilizan pantalones negros, camisas blancas y cinturones de colores que pueden cubrir desde la cadera hasta el pecho. Algunos llevan armas ceremoniales, como cuchillos o pistolas antiguas.

Sobre sus cabezas, las mujeres se colocan velos de colores y adornos de monedas antiguas enlazadas con cadenas; los hombres llevan sombreros de lana, típicos también en otras partes de los Balcanes. Todos estos vestuarios pueden ser relativamente simples o exageradamente decorados y, en muchos casos, son reliquias familiares que incluso tienen cientos de años en los hogares.

Al frente del joró va una pareja joven. Estos son los líderes del círculo de la comunidad, que se conocen como los primeros erguen y moma —que significa “soltero” y “soltera”, respectivamente—. Al igual que el primer kuker, estos puestos se realizan una vez en la vida para cada participante que se gane el título, el cual se consigue con dedicación y constancia.

Entre la música, las campanas que llevan algunos de los kukeri y el bullicio de la gente dentro y fuera de la procesión, Razlog recibe la primera mañana del año con vida. Junto a Guinov camina Velev, quien funge como director de la procesión. También lleva su nucía y se protege del frío con un largo abrigo de lana gris. En una mano lleva un bastón del cual se suspende una cola de caballo —un símbolo de su autoridad—, en la otra, un manojo de trigo. Este último funge como una batuta que representa el paso de una generación a la siguiente.

A diferencia del Nakachane, la gente no solo sale a animar o mirar el festival. Los kukeri deben recorrer las calles del vecindario donde esta vez los habitantes del barrio los reciben con rakía caliente —un destilado de uva—, mandarinas, carnes frías y otros alimentos. Los niños del joró llevan unos palos de colores con estambre y le dan golpes suaves a la gente para que les den dinero.

Dentro de todo esto, la procesión recibe a nuevos integrantes, quienes esperan desde las puertas de su casa para enfilarse con los kukeri o con la gente del joró. Tras un recorrido del barrio, regresan a la casa de Velev para emprender su camino al centro de la ciudad. Las calles están llenas de gente que espera la celebración mientras pasan cuadra a cuadra. 

Hacia un año de buena fortuna

Guinov ya no es Guinov, ni Tsinzova una estudiante de diseño. Son monstruos. El primer kuker lleva una máscara que evoca a una calavera. Varias trenzas fueron hechas para que el pelo de la cabra no tapara este nuevo rostro del joven. Uno de sus ojos alcanza a verse, pero la máscara evita entender cuál es la expresión que hay detrás. Lo mismo pasa con Tsinzova, cuya identidad solo se delata por el barniz blanco de sus uñas. Donde debería haber una cara hay una especie de barba negra de tres picos, que se extiende desde los ojos hasta la parte superior del pecho.

Estos monstruos entran brincando y agitando el pelaje alrededor de la plaza y forman un círculo. Dentro de este entra el joró que, sin soltase de la mano ni dejar de dar vueltas y bailar, forma una espiral. La música anima todo el ritual, hasta que Velev pide al grupo que abra espacio. La última parte del Surva está por comenzar y el sol está directamente sobre la gente.

Guinov y el segundo kuker, Martín Vlain, de 17 años, caminan al centro de la plaza y Velev se para entre ellos. Guinov recibe el manojo de trigo y a su vez, se lo entrega a Vlain. Esto no solo significa que Vlain será primer kuker el próximo año, representa el relevo generacional y la continuidad de la vida en la comunidad.

Dégata sale de la escena y se encamina a otros barrios de la ciudad, donde más gente los recibe con comida y bebidas en sus casas. Lo que sigue es una cena, casi una auténtica bienvenida al nuevo año. Tsinzova, su familia y el resto del barrio empezarán a revisar los planes para la Surva de 2026 este mismo mes. Pero esta noche del primero de enero brindarán por lo que esperan sea un buen año.

Tsinzova se sienta en la mesa con su familia y amigos, como lo han hecho generaciones y generaciones antes de ella después de cada Surva. Vestirse de kuker, explica, le despierta algo que llaman merak —que vagamente se traduce a “pasión”—, pero también insiste en cómo la tradición sigue encontrando sentido porque “los malos espíritus no cambiaron. [...] Es claro que los espíritus malignos nunca cambiaron, eso cambiaría la tradición”.

El día en que ella fue primera kuker, durante la Surva de 2024, una pareja de adultos mayores le dijo que nunca dejara de perseguir a la maldad porque esta sigue en el mundo. “Terminaré mi educación en Sofia [...] y me gustaría vivir en otro país durante algunos meses, pero no importa dónde esté, siempre regresaré para el primero de enero”.

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