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Un imperio levantado sobre sangre: Guillermo Arriaga y su exploración de la brutalidad

Un imperio levantado sobre sangre: Guillermo Arriaga y su exploración de la brutalidad

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Foto de Mariana Arriaga.
23
.
07
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

En su nueva novela, <i>El hombre</i>, Guillermo Arriaga aborda el poderío de un cacique estadounidense que, a punta de saqueos, brutalidad y asesinatos, levanta un imperio que trasciende 200 años y seis generaciones.

“Te voy a enseñar una cosa que es una belleza”, anuncia Guillermo Arriaga. “Vas a decir: ‘¡qué cosa tan hermosa!’”. Y saca del cajón una punta de flecha. Fijamos la mirada en la piedra tallada, con sus tonos verdes y azules que recuerdan al mar. Las hay por cientos o miles desperdigadas por el desierto de Coahuila, donde el escritor suele ir de cacería desde que tenía 12 años. Este tipo de objetos pertenecía a los lipanes, nativos americanos que quedan retratados en su nuevo libro, El hombre.

Dado que todas las novelas de Arriaga son profundamente personales (en el sentido de la autorreferencia), el pueblo lipán forma parte de su propia historia, aunque el mundo que ha apalabrado para él se desarrolle en el siglo XIX. Este es un libro que a seis voces recorre 200 años de esclavitud, violencia, política y pecados, y fue escrito por alguien que conoce el desierto, lo salvaje, lo animal en lo humano y la presencia de lo sagrado en las bestias.

Henry Lloyd es el personaje principal. Nadie tiene claro su origen, pero sí que es un monstruo. En estas páginas, el protagonista levanta un imperio a base de sangre, fuego, saqueos y humillaciones, y aun así es amado, seguido y respetado.

“Lo que quiero dar al lector no son herramientas para juzgar a un personaje, sino para comprenderlo. Me parece más importante que los comprendan, que se enojen con ellos si quieren”, advierte Arriaga.

En la novela también aparece su némesis, Jack Barley, quien siendo niño apuñaló a una familia entera en defensa propia y sin remordimientos. También conocemos a una mujer que, a pesar de ser abandonada por Lloyd, cuida del cacique en lo que le queda de vida, y a Henry Lloyd VI, albacea del imperio como sexta generación de descendientes. De igual forma vemos desfilar a un esclavo llevado desde África a América, y a un huérfano mexicano que a los 14 años se ve involucrado en la guerra contra los apaches. Rodrigo, como se llama este adolescente en la novela, encuentra un pedernal que se cuelga al cuello. La piedra sería igual a una de las 50 que el autor guarda en su escritorio: “Las encuentras ahí, en el campo, porque fue un enclave apache entre el río San Rodrigo y el río Escondido, donde está el rancho Santa Cruz del que hablo en la novela. También he encontrado ostiones fosilizados, almejas y peces. El desierto es increíble, tiene muchas sorpresas”.

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Guillermo Arriaga caza con arco. Lanzar una sola flecha puede llevarle muchísimas horas; las pasa observando el desierto y las dinámicas del mundo animal: un cardenal comiéndose un escarabajo, un gavilán matando una paloma, un correcaminos picoteando una serpiente, un coyote despellejando una liebre.

“Entiendes primero que la naturaleza es cruel, pero muy cruel, y que basta un descuido para perder la vida. En cada cacería a la que voy, soy testigo de varias muertes”, describe.

Y luego están las jerarquías. Una hembra alfa de venado no permite que las otras coman hasta que ella termina. Luego llegan los machos jóvenes y la desplazan, como ellos son desplazados por el macho alfa. Los jabalíes, cuenta Arriaga, no permiten que los venados coman, y los atacan: “Y eso te permite ver a los políticos. Veo cómo se manejan los políticos en el espacio, cómo caminan al frente y quién va a su lado. Eso es un poco cómo se organizan las manadas de animales. Veo en el ser humano dos tensiones: una es la naturaleza y la otra es la civilización”.

Esas dos fuerzas llevaron a Arriaga a escribir El hombre, una novela sobre cómo se crean las fortunas y el capitalismo. En la página 11 de 679 suelta la definición de ucronía: reconstrucción de la historia sobre datos hipotéticos.

“El siglo XIX fue un siglo particularmente bárbaro que todavía tuvo consecuencias hasta mediados del siglo XX. No veo en este siglo las condiciones bárbaras del siglo XIX. Ahorita hay dos guerras atroces, la de Ucrania y la de Gaza, atroces por donde se le quiera ver, de un lado o del otro. Hay complejidades que no se pueden simplificar. Pero piensa que el gobierno español colgó las cabezas de Hidalgo y Allende en la Alhóndiga de Granaditas. Es completamente barbárico. Morelos desollaba vivos a los soldados que capturaba y los dejaba amarrados para amedrentar a los españoles. Entonces se hacían cosas verdaderamente espantosas”.

La violencia, el salvajismo y las contradicciones humanas representados en su nuevo libro no son algo aislado en su obra. Ya en Extrañas (2023), Salvar el fuego (2020) o El salvaje (2016), y en los guiones de El búfalo de la noche (2007), Babel (2006) y Amores perros (2000) ha explorado la furia, las contradicciones y los duelos.

Para mí son historias que vienen de adentro. Todas son historias personales. Quizás la que tenga que ver más conmigo porque habla del barrio en el que crecí —la Unidad Modelo, en Iztapalapa, Ciudad de México— es El salvaje. Retorno 201 y Amores perros [también] tienen que ver con el barrio en el que crecí. Pero esta historia [El hombre] sí es muy personal, [contiene] muchos temas que a mí me interesan. Siempre he dicho que hay que tener calle y tener monte. Y si [de] algo me precio es tener las dos. Sé cómo sobrevivir en el monte, sé leer huellas de animales, seguir un rastro, conozco las plantas.

Fui a cazar a Nacimiento de los Negros, que es un centro de población fundado por esclavos negros que huyeron de Estados Unidos cuando México declaró la abolición de la esclavitud. Yo peleé con uno de estos boxeadores negros, le gané y me quiso matar a cuchilladas. ¡Tenía 16 años! En Tamaulipas pizqué algodón, conocí bien los campos.

De a poco, sus experiencias recientes y de juventud fueron destilándose hasta que se le presentó la trama de El hombre. Toda pulsión humana es digna de la atención de uno de los escritores más prolíficos de México, incluida su misma necesidad de escribir.

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Cuando a Guillermo se le “presenta” una historia, se vuelca en ella el tiempo que sea necesario. Cinco años y medio para escribir El salvaje; un año y medio para El hombre, o simplemente 10 días como en Escuadrón guillotina, de 154 páginas. Lo importante, dice, es no domesticar el instinto. “La clave es no domarlo, sino escucharlo; dejar que el inconsciente sea el que escriba la novela. Un problema de la mayor parte de los escritores que no avanzan es que quieren controlar demasiado el libro. Por más que quieras planearlo, no se puede. Dejar que la historia fluya y vaya por sí misma hacia donde tiene que ir es lo más atinado que puede hacer un escritor”, detalla.

Pero el instinto conlleva un precio. Guillermo no es como esos escritores que tienen otros trabajos o son agregados culturales o dirigen un instituto o dan clases. Simplemente vive de su relación con la pluma: “[Asumo] un costo muy alto de no hacerle caso a mi familia, un costo de no tener amigos porque estoy aquí metido. Un costo de salud por estar aquí sentado 12 horas al día. Acaba uno muy destrozado, pero la verdad me la paso muy bien escribiendo. Soy adicto a escribir”.

A la devoción por la escritura y el desfalco del banco vivencial también hay que sumarle la minuciosa mirada al mundo real. En su nueva obra, por ejemplo, aparece Henry Lloyd VI, heredero de la fortuna, quien se debate sobre el curso político que debe seguir la empresa y la tradición familiar. En el contexto de la época actual, el empresario debe decidir si apoya al candidato republicano a la gubernatura de Texas –un ultraconservador de mala reputación– o decantarse por el demócrata que en su ímpetu progresista podría socavar el negocio.

Cuando sucede esta entrevista, el tema arancelario, migratorio y bélico de Donald Trump parece una extensión de la trama de El hombre, o la novela podría caber en el repetido refrán de “la realidad supera la ficción”. Aunque más bien se trata de la profunda capacidad de observación de Arriaga:

Parte de ser novelista es estar pendiente de lo que está sucediendo en el mundo. Hay que tener un sentido vital de las circunstancias y la capacidad de expresarlas. Creo que esa es la obligación del novelista. Si bien el académico tiene que entender a grandes rasgos qué está pasando, el novelista tiene que ir a ras de calle, a ras de suelo. Esa es la ventaja que tenemos sobre otro tipo de aproximación a la realidad, incluso sobre el periodismo, porque estamos más en contacto con lo que está pasando en el corto y largo plazo en los seres humanos.

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Guillermo Arriaga cuenta una última anécdota. Cuando era un niño, antes de salir a cazar, su primo José Sánchez le enseñó algo muy importante: “Esta es la escopeta y así funciona; y no te pierdas porque si te pierdes te mueres”. Su primo subrayó la lección con una historia. En una ranchería, un niño salió corriendo hacia el campo porque su papá lo había regañado por tener malas calificaciones; nadie lo encontraba. José, de entonces 10 años, se unió a la búsqueda. Halló al niño muerto bajo un mezquite, los ojos comidos por hormigas. Ya lo ha dicho: la naturaleza es cruel. Y Guillermo ha sabido observarla. En el monte ha aprendido a sobrevivir, a ponerle atención a la realidad. En su escritorio guarda puntas de flecha y un imaginario tan amplio como para convertirse en novela. Ya lo ha dicho: el desierto tiene muchas sorpresas.

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En su nueva novela, <i>El hombre</i>, Guillermo Arriaga aborda el poderío de un cacique estadounidense que, a punta de saqueos, brutalidad y asesinatos, levanta un imperio que trasciende 200 años y seis generaciones.

“Te voy a enseñar una cosa que es una belleza”, anuncia Guillermo Arriaga. “Vas a decir: ‘¡qué cosa tan hermosa!’”. Y saca del cajón una punta de flecha. Fijamos la mirada en la piedra tallada, con sus tonos verdes y azules que recuerdan al mar. Las hay por cientos o miles desperdigadas por el desierto de Coahuila, donde el escritor suele ir de cacería desde que tenía 12 años. Este tipo de objetos pertenecía a los lipanes, nativos americanos que quedan retratados en su nuevo libro, El hombre.

Dado que todas las novelas de Arriaga son profundamente personales (en el sentido de la autorreferencia), el pueblo lipán forma parte de su propia historia, aunque el mundo que ha apalabrado para él se desarrolle en el siglo XIX. Este es un libro que a seis voces recorre 200 años de esclavitud, violencia, política y pecados, y fue escrito por alguien que conoce el desierto, lo salvaje, lo animal en lo humano y la presencia de lo sagrado en las bestias.

Henry Lloyd es el personaje principal. Nadie tiene claro su origen, pero sí que es un monstruo. En estas páginas, el protagonista levanta un imperio a base de sangre, fuego, saqueos y humillaciones, y aun así es amado, seguido y respetado.

“Lo que quiero dar al lector no son herramientas para juzgar a un personaje, sino para comprenderlo. Me parece más importante que los comprendan, que se enojen con ellos si quieren”, advierte Arriaga.

En la novela también aparece su némesis, Jack Barley, quien siendo niño apuñaló a una familia entera en defensa propia y sin remordimientos. También conocemos a una mujer que, a pesar de ser abandonada por Lloyd, cuida del cacique en lo que le queda de vida, y a Henry Lloyd VI, albacea del imperio como sexta generación de descendientes. De igual forma vemos desfilar a un esclavo llevado desde África a América, y a un huérfano mexicano que a los 14 años se ve involucrado en la guerra contra los apaches. Rodrigo, como se llama este adolescente en la novela, encuentra un pedernal que se cuelga al cuello. La piedra sería igual a una de las 50 que el autor guarda en su escritorio: “Las encuentras ahí, en el campo, porque fue un enclave apache entre el río San Rodrigo y el río Escondido, donde está el rancho Santa Cruz del que hablo en la novela. También he encontrado ostiones fosilizados, almejas y peces. El desierto es increíble, tiene muchas sorpresas”.

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Guillermo Arriaga caza con arco. Lanzar una sola flecha puede llevarle muchísimas horas; las pasa observando el desierto y las dinámicas del mundo animal: un cardenal comiéndose un escarabajo, un gavilán matando una paloma, un correcaminos picoteando una serpiente, un coyote despellejando una liebre.

“Entiendes primero que la naturaleza es cruel, pero muy cruel, y que basta un descuido para perder la vida. En cada cacería a la que voy, soy testigo de varias muertes”, describe.

Y luego están las jerarquías. Una hembra alfa de venado no permite que las otras coman hasta que ella termina. Luego llegan los machos jóvenes y la desplazan, como ellos son desplazados por el macho alfa. Los jabalíes, cuenta Arriaga, no permiten que los venados coman, y los atacan: “Y eso te permite ver a los políticos. Veo cómo se manejan los políticos en el espacio, cómo caminan al frente y quién va a su lado. Eso es un poco cómo se organizan las manadas de animales. Veo en el ser humano dos tensiones: una es la naturaleza y la otra es la civilización”.

Esas dos fuerzas llevaron a Arriaga a escribir El hombre, una novela sobre cómo se crean las fortunas y el capitalismo. En la página 11 de 679 suelta la definición de ucronía: reconstrucción de la historia sobre datos hipotéticos.

“El siglo XIX fue un siglo particularmente bárbaro que todavía tuvo consecuencias hasta mediados del siglo XX. No veo en este siglo las condiciones bárbaras del siglo XIX. Ahorita hay dos guerras atroces, la de Ucrania y la de Gaza, atroces por donde se le quiera ver, de un lado o del otro. Hay complejidades que no se pueden simplificar. Pero piensa que el gobierno español colgó las cabezas de Hidalgo y Allende en la Alhóndiga de Granaditas. Es completamente barbárico. Morelos desollaba vivos a los soldados que capturaba y los dejaba amarrados para amedrentar a los españoles. Entonces se hacían cosas verdaderamente espantosas”.

La violencia, el salvajismo y las contradicciones humanas representados en su nuevo libro no son algo aislado en su obra. Ya en Extrañas (2023), Salvar el fuego (2020) o El salvaje (2016), y en los guiones de El búfalo de la noche (2007), Babel (2006) y Amores perros (2000) ha explorado la furia, las contradicciones y los duelos.

Para mí son historias que vienen de adentro. Todas son historias personales. Quizás la que tenga que ver más conmigo porque habla del barrio en el que crecí —la Unidad Modelo, en Iztapalapa, Ciudad de México— es El salvaje. Retorno 201 y Amores perros [también] tienen que ver con el barrio en el que crecí. Pero esta historia [El hombre] sí es muy personal, [contiene] muchos temas que a mí me interesan. Siempre he dicho que hay que tener calle y tener monte. Y si [de] algo me precio es tener las dos. Sé cómo sobrevivir en el monte, sé leer huellas de animales, seguir un rastro, conozco las plantas.

Fui a cazar a Nacimiento de los Negros, que es un centro de población fundado por esclavos negros que huyeron de Estados Unidos cuando México declaró la abolición de la esclavitud. Yo peleé con uno de estos boxeadores negros, le gané y me quiso matar a cuchilladas. ¡Tenía 16 años! En Tamaulipas pizqué algodón, conocí bien los campos.

De a poco, sus experiencias recientes y de juventud fueron destilándose hasta que se le presentó la trama de El hombre. Toda pulsión humana es digna de la atención de uno de los escritores más prolíficos de México, incluida su misma necesidad de escribir.

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Cuando a Guillermo se le “presenta” una historia, se vuelca en ella el tiempo que sea necesario. Cinco años y medio para escribir El salvaje; un año y medio para El hombre, o simplemente 10 días como en Escuadrón guillotina, de 154 páginas. Lo importante, dice, es no domesticar el instinto. “La clave es no domarlo, sino escucharlo; dejar que el inconsciente sea el que escriba la novela. Un problema de la mayor parte de los escritores que no avanzan es que quieren controlar demasiado el libro. Por más que quieras planearlo, no se puede. Dejar que la historia fluya y vaya por sí misma hacia donde tiene que ir es lo más atinado que puede hacer un escritor”, detalla.

Pero el instinto conlleva un precio. Guillermo no es como esos escritores que tienen otros trabajos o son agregados culturales o dirigen un instituto o dan clases. Simplemente vive de su relación con la pluma: “[Asumo] un costo muy alto de no hacerle caso a mi familia, un costo de no tener amigos porque estoy aquí metido. Un costo de salud por estar aquí sentado 12 horas al día. Acaba uno muy destrozado, pero la verdad me la paso muy bien escribiendo. Soy adicto a escribir”.

A la devoción por la escritura y el desfalco del banco vivencial también hay que sumarle la minuciosa mirada al mundo real. En su nueva obra, por ejemplo, aparece Henry Lloyd VI, heredero de la fortuna, quien se debate sobre el curso político que debe seguir la empresa y la tradición familiar. En el contexto de la época actual, el empresario debe decidir si apoya al candidato republicano a la gubernatura de Texas –un ultraconservador de mala reputación– o decantarse por el demócrata que en su ímpetu progresista podría socavar el negocio.

Cuando sucede esta entrevista, el tema arancelario, migratorio y bélico de Donald Trump parece una extensión de la trama de El hombre, o la novela podría caber en el repetido refrán de “la realidad supera la ficción”. Aunque más bien se trata de la profunda capacidad de observación de Arriaga:

Parte de ser novelista es estar pendiente de lo que está sucediendo en el mundo. Hay que tener un sentido vital de las circunstancias y la capacidad de expresarlas. Creo que esa es la obligación del novelista. Si bien el académico tiene que entender a grandes rasgos qué está pasando, el novelista tiene que ir a ras de calle, a ras de suelo. Esa es la ventaja que tenemos sobre otro tipo de aproximación a la realidad, incluso sobre el periodismo, porque estamos más en contacto con lo que está pasando en el corto y largo plazo en los seres humanos.

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Guillermo Arriaga cuenta una última anécdota. Cuando era un niño, antes de salir a cazar, su primo José Sánchez le enseñó algo muy importante: “Esta es la escopeta y así funciona; y no te pierdas porque si te pierdes te mueres”. Su primo subrayó la lección con una historia. En una ranchería, un niño salió corriendo hacia el campo porque su papá lo había regañado por tener malas calificaciones; nadie lo encontraba. José, de entonces 10 años, se unió a la búsqueda. Halló al niño muerto bajo un mezquite, los ojos comidos por hormigas. Ya lo ha dicho: la naturaleza es cruel. Y Guillermo ha sabido observarla. En el monte ha aprendido a sobrevivir, a ponerle atención a la realidad. En su escritorio guarda puntas de flecha y un imaginario tan amplio como para convertirse en novela. Ya lo ha dicho: el desierto tiene muchas sorpresas.

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En su nueva novela, <i>El hombre</i>, Guillermo Arriaga aborda el poderío de un cacique estadounidense que, a punta de saqueos, brutalidad y asesinatos, levanta un imperio que trasciende 200 años y seis generaciones.

“Te voy a enseñar una cosa que es una belleza”, anuncia Guillermo Arriaga. “Vas a decir: ‘¡qué cosa tan hermosa!’”. Y saca del cajón una punta de flecha. Fijamos la mirada en la piedra tallada, con sus tonos verdes y azules que recuerdan al mar. Las hay por cientos o miles desperdigadas por el desierto de Coahuila, donde el escritor suele ir de cacería desde que tenía 12 años. Este tipo de objetos pertenecía a los lipanes, nativos americanos que quedan retratados en su nuevo libro, El hombre.

Dado que todas las novelas de Arriaga son profundamente personales (en el sentido de la autorreferencia), el pueblo lipán forma parte de su propia historia, aunque el mundo que ha apalabrado para él se desarrolle en el siglo XIX. Este es un libro que a seis voces recorre 200 años de esclavitud, violencia, política y pecados, y fue escrito por alguien que conoce el desierto, lo salvaje, lo animal en lo humano y la presencia de lo sagrado en las bestias.

Henry Lloyd es el personaje principal. Nadie tiene claro su origen, pero sí que es un monstruo. En estas páginas, el protagonista levanta un imperio a base de sangre, fuego, saqueos y humillaciones, y aun así es amado, seguido y respetado.

“Lo que quiero dar al lector no son herramientas para juzgar a un personaje, sino para comprenderlo. Me parece más importante que los comprendan, que se enojen con ellos si quieren”, advierte Arriaga.

En la novela también aparece su némesis, Jack Barley, quien siendo niño apuñaló a una familia entera en defensa propia y sin remordimientos. También conocemos a una mujer que, a pesar de ser abandonada por Lloyd, cuida del cacique en lo que le queda de vida, y a Henry Lloyd VI, albacea del imperio como sexta generación de descendientes. De igual forma vemos desfilar a un esclavo llevado desde África a América, y a un huérfano mexicano que a los 14 años se ve involucrado en la guerra contra los apaches. Rodrigo, como se llama este adolescente en la novela, encuentra un pedernal que se cuelga al cuello. La piedra sería igual a una de las 50 que el autor guarda en su escritorio: “Las encuentras ahí, en el campo, porque fue un enclave apache entre el río San Rodrigo y el río Escondido, donde está el rancho Santa Cruz del que hablo en la novela. También he encontrado ostiones fosilizados, almejas y peces. El desierto es increíble, tiene muchas sorpresas”.

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Guillermo Arriaga caza con arco. Lanzar una sola flecha puede llevarle muchísimas horas; las pasa observando el desierto y las dinámicas del mundo animal: un cardenal comiéndose un escarabajo, un gavilán matando una paloma, un correcaminos picoteando una serpiente, un coyote despellejando una liebre.

“Entiendes primero que la naturaleza es cruel, pero muy cruel, y que basta un descuido para perder la vida. En cada cacería a la que voy, soy testigo de varias muertes”, describe.

Y luego están las jerarquías. Una hembra alfa de venado no permite que las otras coman hasta que ella termina. Luego llegan los machos jóvenes y la desplazan, como ellos son desplazados por el macho alfa. Los jabalíes, cuenta Arriaga, no permiten que los venados coman, y los atacan: “Y eso te permite ver a los políticos. Veo cómo se manejan los políticos en el espacio, cómo caminan al frente y quién va a su lado. Eso es un poco cómo se organizan las manadas de animales. Veo en el ser humano dos tensiones: una es la naturaleza y la otra es la civilización”.

Esas dos fuerzas llevaron a Arriaga a escribir El hombre, una novela sobre cómo se crean las fortunas y el capitalismo. En la página 11 de 679 suelta la definición de ucronía: reconstrucción de la historia sobre datos hipotéticos.

“El siglo XIX fue un siglo particularmente bárbaro que todavía tuvo consecuencias hasta mediados del siglo XX. No veo en este siglo las condiciones bárbaras del siglo XIX. Ahorita hay dos guerras atroces, la de Ucrania y la de Gaza, atroces por donde se le quiera ver, de un lado o del otro. Hay complejidades que no se pueden simplificar. Pero piensa que el gobierno español colgó las cabezas de Hidalgo y Allende en la Alhóndiga de Granaditas. Es completamente barbárico. Morelos desollaba vivos a los soldados que capturaba y los dejaba amarrados para amedrentar a los españoles. Entonces se hacían cosas verdaderamente espantosas”.

La violencia, el salvajismo y las contradicciones humanas representados en su nuevo libro no son algo aislado en su obra. Ya en Extrañas (2023), Salvar el fuego (2020) o El salvaje (2016), y en los guiones de El búfalo de la noche (2007), Babel (2006) y Amores perros (2000) ha explorado la furia, las contradicciones y los duelos.

Para mí son historias que vienen de adentro. Todas son historias personales. Quizás la que tenga que ver más conmigo porque habla del barrio en el que crecí —la Unidad Modelo, en Iztapalapa, Ciudad de México— es El salvaje. Retorno 201 y Amores perros [también] tienen que ver con el barrio en el que crecí. Pero esta historia [El hombre] sí es muy personal, [contiene] muchos temas que a mí me interesan. Siempre he dicho que hay que tener calle y tener monte. Y si [de] algo me precio es tener las dos. Sé cómo sobrevivir en el monte, sé leer huellas de animales, seguir un rastro, conozco las plantas.

Fui a cazar a Nacimiento de los Negros, que es un centro de población fundado por esclavos negros que huyeron de Estados Unidos cuando México declaró la abolición de la esclavitud. Yo peleé con uno de estos boxeadores negros, le gané y me quiso matar a cuchilladas. ¡Tenía 16 años! En Tamaulipas pizqué algodón, conocí bien los campos.

De a poco, sus experiencias recientes y de juventud fueron destilándose hasta que se le presentó la trama de El hombre. Toda pulsión humana es digna de la atención de uno de los escritores más prolíficos de México, incluida su misma necesidad de escribir.

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Cuando a Guillermo se le “presenta” una historia, se vuelca en ella el tiempo que sea necesario. Cinco años y medio para escribir El salvaje; un año y medio para El hombre, o simplemente 10 días como en Escuadrón guillotina, de 154 páginas. Lo importante, dice, es no domesticar el instinto. “La clave es no domarlo, sino escucharlo; dejar que el inconsciente sea el que escriba la novela. Un problema de la mayor parte de los escritores que no avanzan es que quieren controlar demasiado el libro. Por más que quieras planearlo, no se puede. Dejar que la historia fluya y vaya por sí misma hacia donde tiene que ir es lo más atinado que puede hacer un escritor”, detalla.

Pero el instinto conlleva un precio. Guillermo no es como esos escritores que tienen otros trabajos o son agregados culturales o dirigen un instituto o dan clases. Simplemente vive de su relación con la pluma: “[Asumo] un costo muy alto de no hacerle caso a mi familia, un costo de no tener amigos porque estoy aquí metido. Un costo de salud por estar aquí sentado 12 horas al día. Acaba uno muy destrozado, pero la verdad me la paso muy bien escribiendo. Soy adicto a escribir”.

A la devoción por la escritura y el desfalco del banco vivencial también hay que sumarle la minuciosa mirada al mundo real. En su nueva obra, por ejemplo, aparece Henry Lloyd VI, heredero de la fortuna, quien se debate sobre el curso político que debe seguir la empresa y la tradición familiar. En el contexto de la época actual, el empresario debe decidir si apoya al candidato republicano a la gubernatura de Texas –un ultraconservador de mala reputación– o decantarse por el demócrata que en su ímpetu progresista podría socavar el negocio.

Cuando sucede esta entrevista, el tema arancelario, migratorio y bélico de Donald Trump parece una extensión de la trama de El hombre, o la novela podría caber en el repetido refrán de “la realidad supera la ficción”. Aunque más bien se trata de la profunda capacidad de observación de Arriaga:

Parte de ser novelista es estar pendiente de lo que está sucediendo en el mundo. Hay que tener un sentido vital de las circunstancias y la capacidad de expresarlas. Creo que esa es la obligación del novelista. Si bien el académico tiene que entender a grandes rasgos qué está pasando, el novelista tiene que ir a ras de calle, a ras de suelo. Esa es la ventaja que tenemos sobre otro tipo de aproximación a la realidad, incluso sobre el periodismo, porque estamos más en contacto con lo que está pasando en el corto y largo plazo en los seres humanos.

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Guillermo Arriaga cuenta una última anécdota. Cuando era un niño, antes de salir a cazar, su primo José Sánchez le enseñó algo muy importante: “Esta es la escopeta y así funciona; y no te pierdas porque si te pierdes te mueres”. Su primo subrayó la lección con una historia. En una ranchería, un niño salió corriendo hacia el campo porque su papá lo había regañado por tener malas calificaciones; nadie lo encontraba. José, de entonces 10 años, se unió a la búsqueda. Halló al niño muerto bajo un mezquite, los ojos comidos por hormigas. Ya lo ha dicho: la naturaleza es cruel. Y Guillermo ha sabido observarla. En el monte ha aprendido a sobrevivir, a ponerle atención a la realidad. En su escritorio guarda puntas de flecha y un imaginario tan amplio como para convertirse en novela. Ya lo ha dicho: el desierto tiene muchas sorpresas.

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“Te voy a enseñar una cosa que es una belleza”, anuncia Guillermo Arriaga. “Vas a decir: ‘¡qué cosa tan hermosa!’”. Y saca del cajón una punta de flecha. Fijamos la mirada en la piedra tallada, con sus tonos verdes y azules que recuerdan al mar. Las hay por cientos o miles desperdigadas por el desierto de Coahuila, donde el escritor suele ir de cacería desde que tenía 12 años. Este tipo de objetos pertenecía a los lipanes, nativos americanos que quedan retratados en su nuevo libro, El hombre.

Dado que todas las novelas de Arriaga son profundamente personales (en el sentido de la autorreferencia), el pueblo lipán forma parte de su propia historia, aunque el mundo que ha apalabrado para él se desarrolle en el siglo XIX. Este es un libro que a seis voces recorre 200 años de esclavitud, violencia, política y pecados, y fue escrito por alguien que conoce el desierto, lo salvaje, lo animal en lo humano y la presencia de lo sagrado en las bestias.

Henry Lloyd es el personaje principal. Nadie tiene claro su origen, pero sí que es un monstruo. En estas páginas, el protagonista levanta un imperio a base de sangre, fuego, saqueos y humillaciones, y aun así es amado, seguido y respetado.

“Lo que quiero dar al lector no son herramientas para juzgar a un personaje, sino para comprenderlo. Me parece más importante que los comprendan, que se enojen con ellos si quieren”, advierte Arriaga.

En la novela también aparece su némesis, Jack Barley, quien siendo niño apuñaló a una familia entera en defensa propia y sin remordimientos. También conocemos a una mujer que, a pesar de ser abandonada por Lloyd, cuida del cacique en lo que le queda de vida, y a Henry Lloyd VI, albacea del imperio como sexta generación de descendientes. De igual forma vemos desfilar a un esclavo llevado desde África a América, y a un huérfano mexicano que a los 14 años se ve involucrado en la guerra contra los apaches. Rodrigo, como se llama este adolescente en la novela, encuentra un pedernal que se cuelga al cuello. La piedra sería igual a una de las 50 que el autor guarda en su escritorio: “Las encuentras ahí, en el campo, porque fue un enclave apache entre el río San Rodrigo y el río Escondido, donde está el rancho Santa Cruz del que hablo en la novela. También he encontrado ostiones fosilizados, almejas y peces. El desierto es increíble, tiene muchas sorpresas”.

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Guillermo Arriaga caza con arco. Lanzar una sola flecha puede llevarle muchísimas horas; las pasa observando el desierto y las dinámicas del mundo animal: un cardenal comiéndose un escarabajo, un gavilán matando una paloma, un correcaminos picoteando una serpiente, un coyote despellejando una liebre.

“Entiendes primero que la naturaleza es cruel, pero muy cruel, y que basta un descuido para perder la vida. En cada cacería a la que voy, soy testigo de varias muertes”, describe.

Y luego están las jerarquías. Una hembra alfa de venado no permite que las otras coman hasta que ella termina. Luego llegan los machos jóvenes y la desplazan, como ellos son desplazados por el macho alfa. Los jabalíes, cuenta Arriaga, no permiten que los venados coman, y los atacan: “Y eso te permite ver a los políticos. Veo cómo se manejan los políticos en el espacio, cómo caminan al frente y quién va a su lado. Eso es un poco cómo se organizan las manadas de animales. Veo en el ser humano dos tensiones: una es la naturaleza y la otra es la civilización”.

Esas dos fuerzas llevaron a Arriaga a escribir El hombre, una novela sobre cómo se crean las fortunas y el capitalismo. En la página 11 de 679 suelta la definición de ucronía: reconstrucción de la historia sobre datos hipotéticos.

“El siglo XIX fue un siglo particularmente bárbaro que todavía tuvo consecuencias hasta mediados del siglo XX. No veo en este siglo las condiciones bárbaras del siglo XIX. Ahorita hay dos guerras atroces, la de Ucrania y la de Gaza, atroces por donde se le quiera ver, de un lado o del otro. Hay complejidades que no se pueden simplificar. Pero piensa que el gobierno español colgó las cabezas de Hidalgo y Allende en la Alhóndiga de Granaditas. Es completamente barbárico. Morelos desollaba vivos a los soldados que capturaba y los dejaba amarrados para amedrentar a los españoles. Entonces se hacían cosas verdaderamente espantosas”.

La violencia, el salvajismo y las contradicciones humanas representados en su nuevo libro no son algo aislado en su obra. Ya en Extrañas (2023), Salvar el fuego (2020) o El salvaje (2016), y en los guiones de El búfalo de la noche (2007), Babel (2006) y Amores perros (2000) ha explorado la furia, las contradicciones y los duelos.

Para mí son historias que vienen de adentro. Todas son historias personales. Quizás la que tenga que ver más conmigo porque habla del barrio en el que crecí —la Unidad Modelo, en Iztapalapa, Ciudad de México— es El salvaje. Retorno 201 y Amores perros [también] tienen que ver con el barrio en el que crecí. Pero esta historia [El hombre] sí es muy personal, [contiene] muchos temas que a mí me interesan. Siempre he dicho que hay que tener calle y tener monte. Y si [de] algo me precio es tener las dos. Sé cómo sobrevivir en el monte, sé leer huellas de animales, seguir un rastro, conozco las plantas.

Fui a cazar a Nacimiento de los Negros, que es un centro de población fundado por esclavos negros que huyeron de Estados Unidos cuando México declaró la abolición de la esclavitud. Yo peleé con uno de estos boxeadores negros, le gané y me quiso matar a cuchilladas. ¡Tenía 16 años! En Tamaulipas pizqué algodón, conocí bien los campos.

De a poco, sus experiencias recientes y de juventud fueron destilándose hasta que se le presentó la trama de El hombre. Toda pulsión humana es digna de la atención de uno de los escritores más prolíficos de México, incluida su misma necesidad de escribir.

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Cuando a Guillermo se le “presenta” una historia, se vuelca en ella el tiempo que sea necesario. Cinco años y medio para escribir El salvaje; un año y medio para El hombre, o simplemente 10 días como en Escuadrón guillotina, de 154 páginas. Lo importante, dice, es no domesticar el instinto. “La clave es no domarlo, sino escucharlo; dejar que el inconsciente sea el que escriba la novela. Un problema de la mayor parte de los escritores que no avanzan es que quieren controlar demasiado el libro. Por más que quieras planearlo, no se puede. Dejar que la historia fluya y vaya por sí misma hacia donde tiene que ir es lo más atinado que puede hacer un escritor”, detalla.

Pero el instinto conlleva un precio. Guillermo no es como esos escritores que tienen otros trabajos o son agregados culturales o dirigen un instituto o dan clases. Simplemente vive de su relación con la pluma: “[Asumo] un costo muy alto de no hacerle caso a mi familia, un costo de no tener amigos porque estoy aquí metido. Un costo de salud por estar aquí sentado 12 horas al día. Acaba uno muy destrozado, pero la verdad me la paso muy bien escribiendo. Soy adicto a escribir”.

A la devoción por la escritura y el desfalco del banco vivencial también hay que sumarle la minuciosa mirada al mundo real. En su nueva obra, por ejemplo, aparece Henry Lloyd VI, heredero de la fortuna, quien se debate sobre el curso político que debe seguir la empresa y la tradición familiar. En el contexto de la época actual, el empresario debe decidir si apoya al candidato republicano a la gubernatura de Texas –un ultraconservador de mala reputación– o decantarse por el demócrata que en su ímpetu progresista podría socavar el negocio.

Cuando sucede esta entrevista, el tema arancelario, migratorio y bélico de Donald Trump parece una extensión de la trama de El hombre, o la novela podría caber en el repetido refrán de “la realidad supera la ficción”. Aunque más bien se trata de la profunda capacidad de observación de Arriaga:

Parte de ser novelista es estar pendiente de lo que está sucediendo en el mundo. Hay que tener un sentido vital de las circunstancias y la capacidad de expresarlas. Creo que esa es la obligación del novelista. Si bien el académico tiene que entender a grandes rasgos qué está pasando, el novelista tiene que ir a ras de calle, a ras de suelo. Esa es la ventaja que tenemos sobre otro tipo de aproximación a la realidad, incluso sobre el periodismo, porque estamos más en contacto con lo que está pasando en el corto y largo plazo en los seres humanos.

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Guillermo Arriaga cuenta una última anécdota. Cuando era un niño, antes de salir a cazar, su primo José Sánchez le enseñó algo muy importante: “Esta es la escopeta y así funciona; y no te pierdas porque si te pierdes te mueres”. Su primo subrayó la lección con una historia. En una ranchería, un niño salió corriendo hacia el campo porque su papá lo había regañado por tener malas calificaciones; nadie lo encontraba. José, de entonces 10 años, se unió a la búsqueda. Halló al niño muerto bajo un mezquite, los ojos comidos por hormigas. Ya lo ha dicho: la naturaleza es cruel. Y Guillermo ha sabido observarla. En el monte ha aprendido a sobrevivir, a ponerle atención a la realidad. En su escritorio guarda puntas de flecha y un imaginario tan amplio como para convertirse en novela. Ya lo ha dicho: el desierto tiene muchas sorpresas.

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Foto de Mariana Arriaga.

Un imperio levantado sobre sangre: Guillermo Arriaga y su exploración de la brutalidad

Un imperio levantado sobre sangre: Guillermo Arriaga y su exploración de la brutalidad

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Tiempo de Lectura: 00 min

En su nueva novela, <i>El hombre</i>, Guillermo Arriaga aborda el poderío de un cacique estadounidense que, a punta de saqueos, brutalidad y asesinatos, levanta un imperio que trasciende 200 años y seis generaciones.

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Realización de
Ilustración de
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“Te voy a enseñar una cosa que es una belleza”, anuncia Guillermo Arriaga. “Vas a decir: ‘¡qué cosa tan hermosa!’”. Y saca del cajón una punta de flecha. Fijamos la mirada en la piedra tallada, con sus tonos verdes y azules que recuerdan al mar. Las hay por cientos o miles desperdigadas por el desierto de Coahuila, donde el escritor suele ir de cacería desde que tenía 12 años. Este tipo de objetos pertenecía a los lipanes, nativos americanos que quedan retratados en su nuevo libro, El hombre.

Dado que todas las novelas de Arriaga son profundamente personales (en el sentido de la autorreferencia), el pueblo lipán forma parte de su propia historia, aunque el mundo que ha apalabrado para él se desarrolle en el siglo XIX. Este es un libro que a seis voces recorre 200 años de esclavitud, violencia, política y pecados, y fue escrito por alguien que conoce el desierto, lo salvaje, lo animal en lo humano y la presencia de lo sagrado en las bestias.

Henry Lloyd es el personaje principal. Nadie tiene claro su origen, pero sí que es un monstruo. En estas páginas, el protagonista levanta un imperio a base de sangre, fuego, saqueos y humillaciones, y aun así es amado, seguido y respetado.

“Lo que quiero dar al lector no son herramientas para juzgar a un personaje, sino para comprenderlo. Me parece más importante que los comprendan, que se enojen con ellos si quieren”, advierte Arriaga.

En la novela también aparece su némesis, Jack Barley, quien siendo niño apuñaló a una familia entera en defensa propia y sin remordimientos. También conocemos a una mujer que, a pesar de ser abandonada por Lloyd, cuida del cacique en lo que le queda de vida, y a Henry Lloyd VI, albacea del imperio como sexta generación de descendientes. De igual forma vemos desfilar a un esclavo llevado desde África a América, y a un huérfano mexicano que a los 14 años se ve involucrado en la guerra contra los apaches. Rodrigo, como se llama este adolescente en la novela, encuentra un pedernal que se cuelga al cuello. La piedra sería igual a una de las 50 que el autor guarda en su escritorio: “Las encuentras ahí, en el campo, porque fue un enclave apache entre el río San Rodrigo y el río Escondido, donde está el rancho Santa Cruz del que hablo en la novela. También he encontrado ostiones fosilizados, almejas y peces. El desierto es increíble, tiene muchas sorpresas”.

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Guillermo Arriaga caza con arco. Lanzar una sola flecha puede llevarle muchísimas horas; las pasa observando el desierto y las dinámicas del mundo animal: un cardenal comiéndose un escarabajo, un gavilán matando una paloma, un correcaminos picoteando una serpiente, un coyote despellejando una liebre.

“Entiendes primero que la naturaleza es cruel, pero muy cruel, y que basta un descuido para perder la vida. En cada cacería a la que voy, soy testigo de varias muertes”, describe.

Y luego están las jerarquías. Una hembra alfa de venado no permite que las otras coman hasta que ella termina. Luego llegan los machos jóvenes y la desplazan, como ellos son desplazados por el macho alfa. Los jabalíes, cuenta Arriaga, no permiten que los venados coman, y los atacan: “Y eso te permite ver a los políticos. Veo cómo se manejan los políticos en el espacio, cómo caminan al frente y quién va a su lado. Eso es un poco cómo se organizan las manadas de animales. Veo en el ser humano dos tensiones: una es la naturaleza y la otra es la civilización”.

Esas dos fuerzas llevaron a Arriaga a escribir El hombre, una novela sobre cómo se crean las fortunas y el capitalismo. En la página 11 de 679 suelta la definición de ucronía: reconstrucción de la historia sobre datos hipotéticos.

“El siglo XIX fue un siglo particularmente bárbaro que todavía tuvo consecuencias hasta mediados del siglo XX. No veo en este siglo las condiciones bárbaras del siglo XIX. Ahorita hay dos guerras atroces, la de Ucrania y la de Gaza, atroces por donde se le quiera ver, de un lado o del otro. Hay complejidades que no se pueden simplificar. Pero piensa que el gobierno español colgó las cabezas de Hidalgo y Allende en la Alhóndiga de Granaditas. Es completamente barbárico. Morelos desollaba vivos a los soldados que capturaba y los dejaba amarrados para amedrentar a los españoles. Entonces se hacían cosas verdaderamente espantosas”.

La violencia, el salvajismo y las contradicciones humanas representados en su nuevo libro no son algo aislado en su obra. Ya en Extrañas (2023), Salvar el fuego (2020) o El salvaje (2016), y en los guiones de El búfalo de la noche (2007), Babel (2006) y Amores perros (2000) ha explorado la furia, las contradicciones y los duelos.

Para mí son historias que vienen de adentro. Todas son historias personales. Quizás la que tenga que ver más conmigo porque habla del barrio en el que crecí —la Unidad Modelo, en Iztapalapa, Ciudad de México— es El salvaje. Retorno 201 y Amores perros [también] tienen que ver con el barrio en el que crecí. Pero esta historia [El hombre] sí es muy personal, [contiene] muchos temas que a mí me interesan. Siempre he dicho que hay que tener calle y tener monte. Y si [de] algo me precio es tener las dos. Sé cómo sobrevivir en el monte, sé leer huellas de animales, seguir un rastro, conozco las plantas.

Fui a cazar a Nacimiento de los Negros, que es un centro de población fundado por esclavos negros que huyeron de Estados Unidos cuando México declaró la abolición de la esclavitud. Yo peleé con uno de estos boxeadores negros, le gané y me quiso matar a cuchilladas. ¡Tenía 16 años! En Tamaulipas pizqué algodón, conocí bien los campos.

De a poco, sus experiencias recientes y de juventud fueron destilándose hasta que se le presentó la trama de El hombre. Toda pulsión humana es digna de la atención de uno de los escritores más prolíficos de México, incluida su misma necesidad de escribir.

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Cuando a Guillermo se le “presenta” una historia, se vuelca en ella el tiempo que sea necesario. Cinco años y medio para escribir El salvaje; un año y medio para El hombre, o simplemente 10 días como en Escuadrón guillotina, de 154 páginas. Lo importante, dice, es no domesticar el instinto. “La clave es no domarlo, sino escucharlo; dejar que el inconsciente sea el que escriba la novela. Un problema de la mayor parte de los escritores que no avanzan es que quieren controlar demasiado el libro. Por más que quieras planearlo, no se puede. Dejar que la historia fluya y vaya por sí misma hacia donde tiene que ir es lo más atinado que puede hacer un escritor”, detalla.

Pero el instinto conlleva un precio. Guillermo no es como esos escritores que tienen otros trabajos o son agregados culturales o dirigen un instituto o dan clases. Simplemente vive de su relación con la pluma: “[Asumo] un costo muy alto de no hacerle caso a mi familia, un costo de no tener amigos porque estoy aquí metido. Un costo de salud por estar aquí sentado 12 horas al día. Acaba uno muy destrozado, pero la verdad me la paso muy bien escribiendo. Soy adicto a escribir”.

A la devoción por la escritura y el desfalco del banco vivencial también hay que sumarle la minuciosa mirada al mundo real. En su nueva obra, por ejemplo, aparece Henry Lloyd VI, heredero de la fortuna, quien se debate sobre el curso político que debe seguir la empresa y la tradición familiar. En el contexto de la época actual, el empresario debe decidir si apoya al candidato republicano a la gubernatura de Texas –un ultraconservador de mala reputación– o decantarse por el demócrata que en su ímpetu progresista podría socavar el negocio.

Cuando sucede esta entrevista, el tema arancelario, migratorio y bélico de Donald Trump parece una extensión de la trama de El hombre, o la novela podría caber en el repetido refrán de “la realidad supera la ficción”. Aunque más bien se trata de la profunda capacidad de observación de Arriaga:

Parte de ser novelista es estar pendiente de lo que está sucediendo en el mundo. Hay que tener un sentido vital de las circunstancias y la capacidad de expresarlas. Creo que esa es la obligación del novelista. Si bien el académico tiene que entender a grandes rasgos qué está pasando, el novelista tiene que ir a ras de calle, a ras de suelo. Esa es la ventaja que tenemos sobre otro tipo de aproximación a la realidad, incluso sobre el periodismo, porque estamos más en contacto con lo que está pasando en el corto y largo plazo en los seres humanos.

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Guillermo Arriaga cuenta una última anécdota. Cuando era un niño, antes de salir a cazar, su primo José Sánchez le enseñó algo muy importante: “Esta es la escopeta y así funciona; y no te pierdas porque si te pierdes te mueres”. Su primo subrayó la lección con una historia. En una ranchería, un niño salió corriendo hacia el campo porque su papá lo había regañado por tener malas calificaciones; nadie lo encontraba. José, de entonces 10 años, se unió a la búsqueda. Halló al niño muerto bajo un mezquite, los ojos comidos por hormigas. Ya lo ha dicho: la naturaleza es cruel. Y Guillermo ha sabido observarla. En el monte ha aprendido a sobrevivir, a ponerle atención a la realidad. En su escritorio guarda puntas de flecha y un imaginario tan amplio como para convertirse en novela. Ya lo ha dicho: el desierto tiene muchas sorpresas.

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