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Adelanto de <i>El libro de las hermanas</i>, la nueva novela de Amélie Nothomb

Adelanto de <i>El libro de las hermanas</i>, la nueva novela de Amélie Nothomb

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Nothomb regala una meditación sobre la vida, el amor y la imposibilidad de unos lazos que no se entienden, pero que terminan, sin embargo, por definir nuestro destino.
05
.
06
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Este libro es un relato sobre los abismos del afecto, el poder devastador de las palabras y la complejidad de las relaciones familiares.

El primer acontecimiento de la vida de Nora fue el amor de Florent. Enseguida supo que no habría ningún otro amor ni ningún otro acontecimiento. Nunca le pasaba nada.

A los veinticinco años, Nora era contable en el taller mecánico de una ciudad del norte de Francia. Aburrirse tanto le parecía normal. Florent, de treinta años, era chófer en el ejército. Mientras revisaba el estado de sus neumáticos, vio a Nora fumando afuera. Encandilado, regresó cada día.

–¡Quién me iba a decir que me gustaría un militar!

–Yo no soy militar.

–Trabajas en el ejército.

–Tú trabajas en un taller. ¿Eres mecánica?

Fue pura pasión. Hablaban poco de ello, porque no había mucho que decir.

–¿Qué es lo que ves en mí?

–¿Y tú?

Cada vez que volvían a encontrarse, el misterio empezaba de nuevo. El roce provocaba chispas. Besarse les daba vértigo.

–Marchaos a un hotel –les decían.

Podrían ir, lo sabían. Pero también sabían hasta qué punto cada etapa era necesaria cada día. La más mínima separación implicaba tremendos adioses; el más mínimo de los reencuentros, interminables efusiones. No podían evitarlo. El amor no es una sinecura.

Su entorno los tranquilizó:

–Ya se os pasará. La pasión solo dura un tiempo.

Las opiniones divergían al respecto: les daban entre dos meses y tres años de convulsiones. «Luego la cosa se calmará», afirmaban los bienintencionados.

Curiosamente, Florent y Nora, perfectos ignorantes, enseguida fueron conscientes de que los demás se equivocaban. No sentían la necesidad de protestar. En privado, Florent le decía a Nora:

–No pueden entenderlo.

¿Acaso eran condenados, o elegidos? La pregunta les dejaba indiferentes. Aceptaban su destino hasta las últimas consecuencias.

–¿Nos casamos? –preguntó él.

Nada que ver con el tradicional: «¿Quieres casarte conmigo?».

–Sí –respondió ella con idéntica sencillez, como si acabara de consultarle sobre el color de las cortinas de su dormitorio.

Anunciaron la noticia. La boda se celebraría el 26 de febrero.

–Mejor esperad a la primavera –les recomendaron.

–¿Para qué?

Mantuvieron la fecha.

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Se mudaron a una casa pequeña. Les encantaba vivir juntos. Por la mañana, Florent acompañaba a Nora al taller y luego se marchaba a dedicarse a sus asuntos. Trabajaban con la seriedad que les caracterizaba. Aún no habían llegado los teléfonos móviles. Cuando acababa su jornada, el marido llamaba a la mujer a su despacho. Ella esperaba con fervor a que sonara aquel timbre.

La noche era el pretexto para alegrías nunca vistas. Salían a pasear por el campo. Descorchaban la mejor botella. Cocinaban juntos. Se acostaban encantados. Llegaban al trabajo con los ojosmedio cerrados.

Pasaron tres años. Flotando sobre una nube. Su entorno ya no podía más.

–¿Y si tuvierais un hijo? –les aconsejaban.

–¿Para qué?

–Para eso sirve el amor, ¿no?

No se les había ocurrido.

Nora no tardó en quedarse embarazada. Los demás suspiraron aliviados. A espaldas de la pareja, intercambiaban comentarios cargados de sentido común:

–Eso les calmará.

–Para acabar con la luna de miel, nada mejor que un crío.

Te recomendamos leer el adelanto del libro Triste Tigre de Neige Sinno

El embarazo redobló sus ardores. Maravillados por el fenómeno, los enamorados exploraron nuevas posibilidades.

No tardaron en llegar más comentarios:

–¡Claro, que lo aprovechen! ¡Dentro de unos meses, se acabó la libertad!

–Yo, con Gilbert, desde que nació el pequeño no dejo de discutir.

–Se van a enterar de lo que son el cansancio y las malas noches.

El 13 de noviembre de 1973, Nora dio a luz a una niña a la que llamó Tristane.

–Se parece a ti –le dijo al padre novato–. Pálida y rubia, igual que tú.

Embobados, los jóvenes progenitores regresaron a su casa lo antes posible. La habitación del bebé, contigua a la suya, estaba preparada.

Tristane resultó ser una niña llorona. Florent y Nora se relevaban para acudir a su lado. Le daban el biberón, la cogían en brazos, no sabían exactamente cómo actuar.

Preguntaron al pediatra, que les soltó el repertorio propio de la época:

–No intervengáis. Si acudís cada vez que se pone a llorar, todavía llorará más. Se convertirá en una niña malcriada.

El problema era que a la niña se la oía berrear a través de las paredes. En esas condiciones, era difícil ignorarla. Una noche, Florent cogió al bebé, que debía de tener dos semanas, y le habló con severidad:

–Tristane, dicen que te pareces a mí, así que iré al grano: ya basta. Mamá te quiere, yo te quiero, todo va bien. Así que se acabaron las lloreras.

Volvió a la cama.

–No te has andado con rodeos –susurró Nora.

–Creo que me ha comprendido.

La niña no lloró nunca más.

La felicidad de los jóvenes progenitores se reactivó. Se ocupaban del bebé cuando era necesario, y el resto del tiempo todo era como antes.

La baja por maternidad aburría a Nora. Quería a su hija, pero no sabía cómo hacerle compañía. Su verdadera vida empezaba cuando Florent regresaba del trabajo.

El padre le daba un beso a la pequeña en la cuna, la arrullaba durante un minuto y luego decía:

–Es hora de dormir, cariño.

Cerraba la puerta de la habitación y regresaba con su amante.

–¡Qué bien se porta nuestra Tristane!

–Le he encontrado plaza en la guardería.

Cuando acabe la baja maternal, solo tendré que llevarla cada mañana.

–¿Seis meses no es un poco pronto para la guardería?

–No, así es como funciona.

Nora no se atrevía a confesar lo impaciente que se sentía por ordenar su nueva vida. Cuando le parecía que le faltaba ilusión por su hija, la tranquilizaba que su marido sintiera lo mismo. Un hombre tan fabuloso no podía estar equivocado. Por lo demás, sentía un amor auténtico por su hija: simplemente, no sabía «qué hacer con ella».

«Ya se arreglará cuando crezca», pensaba.

Pasaron los meses que le quedaban. A Nora le encantó regresar a la oficina.

A Tristane la guardería le gustó mucho. Nunca la dejaban sola. No se cerraba ninguna puerta que la abandonara con su silencio. Unas mujeres muy amables se ocupaban de ella, le hablaban. Había otros bebés, y eso no le molestaba. Es cierto que no todo era perfecto, ya que no estaban ni papá ni mamá. Pero en casa tampoco es que hubiera mucho papá y mamá.

En la guardería, Tristane sentía que existía. Dormir no era una obligación. De repente, dormía mejor.

Un día, una de las mujeres le dijo:

–Tú no lloras nunca. ¡Eres increíble!

A Tristane, que no disponía del lenguaje necesario para responderle, le sorprendió ese comentario. Si hubiera podido hablar, le habría dicho:

–Papá me ordenó que dejara de hacerlo, porque llorar está mal.

El enigma se mantuvo. Los otros niños lloraban, y nadie los mandaba parar. Tristane sintió la profunda necesidad de llorar, pero no lo logró.

Por la tarde, cuando mamá acudía a recogerla, parecía contenta de volver a verla. Todo estaba en orden. Papá esperaba en el coche.

–¡Cariño! –exclamaba al ver a la pequeña.

El regreso a casa era uno de los mejores momentos del día. Tristane podía sentir la compañía de sus padres. Por desgracia, el trayecto duraba quince minutos.

Te podría interesar el adelanto del libro Nunca es solo sexo de Darian Leader

Al llegar a casa, las infinitas separaciones volvían a empezar. El baño era con papá o con mamá. El biberón también.

Luego llegaba el momento más temido. La acostaban y, sobre todo, cerraban la puerta de su habitación. Era tanto más terrible por cuanto Tristane oía lo juntos que estaban papá y mamá. No se sentía ni celosa, ni envidiosa, ni siquiera posesiva, su deseo no se focalizaba ni en su padre ni en su madre: sencillamente le habría gustado participar en la fiesta.

Por el simple hecho de querer a sus padres, intentaba cumplir con el papel que le habían asignado. Eso no resolvía el problema: parecía que no hubiera un sitio para ella. En el casting de aquel extraño rodaje, habían contratado a una actriz de más. La película solo tenía dos personajes, los dos jóvenes protagonistas.

Así pues, Tristane tenía que inventarse un papel, y eso, cuando tienes un año, es complicado. Algún día lo conseguiría. Mientras tanto, como era demasiado pronto, se limitaba a portarse bien.

¿Y qué significaba portarse bien? Significaba no emitir sonido alguno, no manifestar ningún deseo ni necesidad, no moverse. Huxley decía que al menos la mitad de la moral es negativa. La ética que envolvía el deber de portarse bien era cien por cien negativa.

La única forma de lograrlo de un modo positivo consistía en dormir. Tristane, que los primeros meses de vida se dormía con facilidad, a partir del año y medio empezó a sufrir insomnio. Dormir era tan obligatorio que ya no lo conseguía. El más mínimo pensamiento, el más mínimo ruido, el más mínimo crujido se transformaba en un pretexto para librarse de la sagrada consigna del sueño. Y, sin embargo, le gustaba dormir. Cuando lograba hacerlo, alcanzaba ese grial, obedecer a sus padres colmando su propio deseo: no solo se sumergía en el exquisito abismo, sino que además vivía en él colosales aventuras en forma de una actividad onírica sin precedentes.

Al despertar, al placer de haber dormido se le sumaba el deslumbramiento de haber vivido semejantes prodigios. Enseguida se dio cuenta de que, para impedir que el sueño se esfumara, debía contárselo minuciosamente a sí misma. Se convirtió en su deliciosa obsesión.

Para tal fin, necesitaba un lenguaje adecuado. Tristane decidió aprovechar las palabras. Sentía que un obstáculo le impedía, por el momento, proclamar aquellos vocablos como hacían sus padres o las personas de la guardería, pero le daba lo mismo: donde los necesitaba era dentro de su cabeza.

Fue un periodo muy emocionante. Cada vez que encontraba una nueva palabra, la atrapaba con el lazo y la incorporaba al rebaño que iba reuniendo dentro de su cráneo. Estaban las palabras que comprendía, las que no comprendía y las que sentía. Las utilizaba todas, con una marcada preferencia por los términos oscuros, que le servían en los numerosos casos en los que la historia onírica superaba su capacidad de comprensión.

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Este adelanto se publica con autorización de la editorial Anagrama.

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Este libro es un relato sobre los abismos del afecto, el poder devastador de las palabras y la complejidad de las relaciones familiares.

El primer acontecimiento de la vida de Nora fue el amor de Florent. Enseguida supo que no habría ningún otro amor ni ningún otro acontecimiento. Nunca le pasaba nada.

A los veinticinco años, Nora era contable en el taller mecánico de una ciudad del norte de Francia. Aburrirse tanto le parecía normal. Florent, de treinta años, era chófer en el ejército. Mientras revisaba el estado de sus neumáticos, vio a Nora fumando afuera. Encandilado, regresó cada día.

–¡Quién me iba a decir que me gustaría un militar!

–Yo no soy militar.

–Trabajas en el ejército.

–Tú trabajas en un taller. ¿Eres mecánica?

Fue pura pasión. Hablaban poco de ello, porque no había mucho que decir.

–¿Qué es lo que ves en mí?

–¿Y tú?

Cada vez que volvían a encontrarse, el misterio empezaba de nuevo. El roce provocaba chispas. Besarse les daba vértigo.

–Marchaos a un hotel –les decían.

Podrían ir, lo sabían. Pero también sabían hasta qué punto cada etapa era necesaria cada día. La más mínima separación implicaba tremendos adioses; el más mínimo de los reencuentros, interminables efusiones. No podían evitarlo. El amor no es una sinecura.

Su entorno los tranquilizó:

–Ya se os pasará. La pasión solo dura un tiempo.

Las opiniones divergían al respecto: les daban entre dos meses y tres años de convulsiones. «Luego la cosa se calmará», afirmaban los bienintencionados.

Curiosamente, Florent y Nora, perfectos ignorantes, enseguida fueron conscientes de que los demás se equivocaban. No sentían la necesidad de protestar. En privado, Florent le decía a Nora:

–No pueden entenderlo.

¿Acaso eran condenados, o elegidos? La pregunta les dejaba indiferentes. Aceptaban su destino hasta las últimas consecuencias.

–¿Nos casamos? –preguntó él.

Nada que ver con el tradicional: «¿Quieres casarte conmigo?».

–Sí –respondió ella con idéntica sencillez, como si acabara de consultarle sobre el color de las cortinas de su dormitorio.

Anunciaron la noticia. La boda se celebraría el 26 de febrero.

–Mejor esperad a la primavera –les recomendaron.

–¿Para qué?

Mantuvieron la fecha.

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Se mudaron a una casa pequeña. Les encantaba vivir juntos. Por la mañana, Florent acompañaba a Nora al taller y luego se marchaba a dedicarse a sus asuntos. Trabajaban con la seriedad que les caracterizaba. Aún no habían llegado los teléfonos móviles. Cuando acababa su jornada, el marido llamaba a la mujer a su despacho. Ella esperaba con fervor a que sonara aquel timbre.

La noche era el pretexto para alegrías nunca vistas. Salían a pasear por el campo. Descorchaban la mejor botella. Cocinaban juntos. Se acostaban encantados. Llegaban al trabajo con los ojosmedio cerrados.

Pasaron tres años. Flotando sobre una nube. Su entorno ya no podía más.

–¿Y si tuvierais un hijo? –les aconsejaban.

–¿Para qué?

–Para eso sirve el amor, ¿no?

No se les había ocurrido.

Nora no tardó en quedarse embarazada. Los demás suspiraron aliviados. A espaldas de la pareja, intercambiaban comentarios cargados de sentido común:

–Eso les calmará.

–Para acabar con la luna de miel, nada mejor que un crío.

Te recomendamos leer el adelanto del libro Triste Tigre de Neige Sinno

El embarazo redobló sus ardores. Maravillados por el fenómeno, los enamorados exploraron nuevas posibilidades.

No tardaron en llegar más comentarios:

–¡Claro, que lo aprovechen! ¡Dentro de unos meses, se acabó la libertad!

–Yo, con Gilbert, desde que nació el pequeño no dejo de discutir.

–Se van a enterar de lo que son el cansancio y las malas noches.

El 13 de noviembre de 1973, Nora dio a luz a una niña a la que llamó Tristane.

–Se parece a ti –le dijo al padre novato–. Pálida y rubia, igual que tú.

Embobados, los jóvenes progenitores regresaron a su casa lo antes posible. La habitación del bebé, contigua a la suya, estaba preparada.

Tristane resultó ser una niña llorona. Florent y Nora se relevaban para acudir a su lado. Le daban el biberón, la cogían en brazos, no sabían exactamente cómo actuar.

Preguntaron al pediatra, que les soltó el repertorio propio de la época:

–No intervengáis. Si acudís cada vez que se pone a llorar, todavía llorará más. Se convertirá en una niña malcriada.

El problema era que a la niña se la oía berrear a través de las paredes. En esas condiciones, era difícil ignorarla. Una noche, Florent cogió al bebé, que debía de tener dos semanas, y le habló con severidad:

–Tristane, dicen que te pareces a mí, así que iré al grano: ya basta. Mamá te quiere, yo te quiero, todo va bien. Así que se acabaron las lloreras.

Volvió a la cama.

–No te has andado con rodeos –susurró Nora.

–Creo que me ha comprendido.

La niña no lloró nunca más.

La felicidad de los jóvenes progenitores se reactivó. Se ocupaban del bebé cuando era necesario, y el resto del tiempo todo era como antes.

La baja por maternidad aburría a Nora. Quería a su hija, pero no sabía cómo hacerle compañía. Su verdadera vida empezaba cuando Florent regresaba del trabajo.

El padre le daba un beso a la pequeña en la cuna, la arrullaba durante un minuto y luego decía:

–Es hora de dormir, cariño.

Cerraba la puerta de la habitación y regresaba con su amante.

–¡Qué bien se porta nuestra Tristane!

–Le he encontrado plaza en la guardería.

Cuando acabe la baja maternal, solo tendré que llevarla cada mañana.

–¿Seis meses no es un poco pronto para la guardería?

–No, así es como funciona.

Nora no se atrevía a confesar lo impaciente que se sentía por ordenar su nueva vida. Cuando le parecía que le faltaba ilusión por su hija, la tranquilizaba que su marido sintiera lo mismo. Un hombre tan fabuloso no podía estar equivocado. Por lo demás, sentía un amor auténtico por su hija: simplemente, no sabía «qué hacer con ella».

«Ya se arreglará cuando crezca», pensaba.

Pasaron los meses que le quedaban. A Nora le encantó regresar a la oficina.

A Tristane la guardería le gustó mucho. Nunca la dejaban sola. No se cerraba ninguna puerta que la abandonara con su silencio. Unas mujeres muy amables se ocupaban de ella, le hablaban. Había otros bebés, y eso no le molestaba. Es cierto que no todo era perfecto, ya que no estaban ni papá ni mamá. Pero en casa tampoco es que hubiera mucho papá y mamá.

En la guardería, Tristane sentía que existía. Dormir no era una obligación. De repente, dormía mejor.

Un día, una de las mujeres le dijo:

–Tú no lloras nunca. ¡Eres increíble!

A Tristane, que no disponía del lenguaje necesario para responderle, le sorprendió ese comentario. Si hubiera podido hablar, le habría dicho:

–Papá me ordenó que dejara de hacerlo, porque llorar está mal.

El enigma se mantuvo. Los otros niños lloraban, y nadie los mandaba parar. Tristane sintió la profunda necesidad de llorar, pero no lo logró.

Por la tarde, cuando mamá acudía a recogerla, parecía contenta de volver a verla. Todo estaba en orden. Papá esperaba en el coche.

–¡Cariño! –exclamaba al ver a la pequeña.

El regreso a casa era uno de los mejores momentos del día. Tristane podía sentir la compañía de sus padres. Por desgracia, el trayecto duraba quince minutos.

Te podría interesar el adelanto del libro Nunca es solo sexo de Darian Leader

Al llegar a casa, las infinitas separaciones volvían a empezar. El baño era con papá o con mamá. El biberón también.

Luego llegaba el momento más temido. La acostaban y, sobre todo, cerraban la puerta de su habitación. Era tanto más terrible por cuanto Tristane oía lo juntos que estaban papá y mamá. No se sentía ni celosa, ni envidiosa, ni siquiera posesiva, su deseo no se focalizaba ni en su padre ni en su madre: sencillamente le habría gustado participar en la fiesta.

Por el simple hecho de querer a sus padres, intentaba cumplir con el papel que le habían asignado. Eso no resolvía el problema: parecía que no hubiera un sitio para ella. En el casting de aquel extraño rodaje, habían contratado a una actriz de más. La película solo tenía dos personajes, los dos jóvenes protagonistas.

Así pues, Tristane tenía que inventarse un papel, y eso, cuando tienes un año, es complicado. Algún día lo conseguiría. Mientras tanto, como era demasiado pronto, se limitaba a portarse bien.

¿Y qué significaba portarse bien? Significaba no emitir sonido alguno, no manifestar ningún deseo ni necesidad, no moverse. Huxley decía que al menos la mitad de la moral es negativa. La ética que envolvía el deber de portarse bien era cien por cien negativa.

La única forma de lograrlo de un modo positivo consistía en dormir. Tristane, que los primeros meses de vida se dormía con facilidad, a partir del año y medio empezó a sufrir insomnio. Dormir era tan obligatorio que ya no lo conseguía. El más mínimo pensamiento, el más mínimo ruido, el más mínimo crujido se transformaba en un pretexto para librarse de la sagrada consigna del sueño. Y, sin embargo, le gustaba dormir. Cuando lograba hacerlo, alcanzaba ese grial, obedecer a sus padres colmando su propio deseo: no solo se sumergía en el exquisito abismo, sino que además vivía en él colosales aventuras en forma de una actividad onírica sin precedentes.

Al despertar, al placer de haber dormido se le sumaba el deslumbramiento de haber vivido semejantes prodigios. Enseguida se dio cuenta de que, para impedir que el sueño se esfumara, debía contárselo minuciosamente a sí misma. Se convirtió en su deliciosa obsesión.

Para tal fin, necesitaba un lenguaje adecuado. Tristane decidió aprovechar las palabras. Sentía que un obstáculo le impedía, por el momento, proclamar aquellos vocablos como hacían sus padres o las personas de la guardería, pero le daba lo mismo: donde los necesitaba era dentro de su cabeza.

Fue un periodo muy emocionante. Cada vez que encontraba una nueva palabra, la atrapaba con el lazo y la incorporaba al rebaño que iba reuniendo dentro de su cráneo. Estaban las palabras que comprendía, las que no comprendía y las que sentía. Las utilizaba todas, con una marcada preferencia por los términos oscuros, que le servían en los numerosos casos en los que la historia onírica superaba su capacidad de comprensión.

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Traducción de
Nothomb regala una meditación sobre la vida, el amor y la imposibilidad de unos lazos que no se entienden, pero que terminan, sin embargo, por definir nuestro destino.
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Tiempo de Lectura: 00 min

Este libro es un relato sobre los abismos del afecto, el poder devastador de las palabras y la complejidad de las relaciones familiares.

El primer acontecimiento de la vida de Nora fue el amor de Florent. Enseguida supo que no habría ningún otro amor ni ningún otro acontecimiento. Nunca le pasaba nada.

A los veinticinco años, Nora era contable en el taller mecánico de una ciudad del norte de Francia. Aburrirse tanto le parecía normal. Florent, de treinta años, era chófer en el ejército. Mientras revisaba el estado de sus neumáticos, vio a Nora fumando afuera. Encandilado, regresó cada día.

–¡Quién me iba a decir que me gustaría un militar!

–Yo no soy militar.

–Trabajas en el ejército.

–Tú trabajas en un taller. ¿Eres mecánica?

Fue pura pasión. Hablaban poco de ello, porque no había mucho que decir.

–¿Qué es lo que ves en mí?

–¿Y tú?

Cada vez que volvían a encontrarse, el misterio empezaba de nuevo. El roce provocaba chispas. Besarse les daba vértigo.

–Marchaos a un hotel –les decían.

Podrían ir, lo sabían. Pero también sabían hasta qué punto cada etapa era necesaria cada día. La más mínima separación implicaba tremendos adioses; el más mínimo de los reencuentros, interminables efusiones. No podían evitarlo. El amor no es una sinecura.

Su entorno los tranquilizó:

–Ya se os pasará. La pasión solo dura un tiempo.

Las opiniones divergían al respecto: les daban entre dos meses y tres años de convulsiones. «Luego la cosa se calmará», afirmaban los bienintencionados.

Curiosamente, Florent y Nora, perfectos ignorantes, enseguida fueron conscientes de que los demás se equivocaban. No sentían la necesidad de protestar. En privado, Florent le decía a Nora:

–No pueden entenderlo.

¿Acaso eran condenados, o elegidos? La pregunta les dejaba indiferentes. Aceptaban su destino hasta las últimas consecuencias.

–¿Nos casamos? –preguntó él.

Nada que ver con el tradicional: «¿Quieres casarte conmigo?».

–Sí –respondió ella con idéntica sencillez, como si acabara de consultarle sobre el color de las cortinas de su dormitorio.

Anunciaron la noticia. La boda se celebraría el 26 de febrero.

–Mejor esperad a la primavera –les recomendaron.

–¿Para qué?

Mantuvieron la fecha.

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Se mudaron a una casa pequeña. Les encantaba vivir juntos. Por la mañana, Florent acompañaba a Nora al taller y luego se marchaba a dedicarse a sus asuntos. Trabajaban con la seriedad que les caracterizaba. Aún no habían llegado los teléfonos móviles. Cuando acababa su jornada, el marido llamaba a la mujer a su despacho. Ella esperaba con fervor a que sonara aquel timbre.

La noche era el pretexto para alegrías nunca vistas. Salían a pasear por el campo. Descorchaban la mejor botella. Cocinaban juntos. Se acostaban encantados. Llegaban al trabajo con los ojosmedio cerrados.

Pasaron tres años. Flotando sobre una nube. Su entorno ya no podía más.

–¿Y si tuvierais un hijo? –les aconsejaban.

–¿Para qué?

–Para eso sirve el amor, ¿no?

No se les había ocurrido.

Nora no tardó en quedarse embarazada. Los demás suspiraron aliviados. A espaldas de la pareja, intercambiaban comentarios cargados de sentido común:

–Eso les calmará.

–Para acabar con la luna de miel, nada mejor que un crío.

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El embarazo redobló sus ardores. Maravillados por el fenómeno, los enamorados exploraron nuevas posibilidades.

No tardaron en llegar más comentarios:

–¡Claro, que lo aprovechen! ¡Dentro de unos meses, se acabó la libertad!

–Yo, con Gilbert, desde que nació el pequeño no dejo de discutir.

–Se van a enterar de lo que son el cansancio y las malas noches.

El 13 de noviembre de 1973, Nora dio a luz a una niña a la que llamó Tristane.

–Se parece a ti –le dijo al padre novato–. Pálida y rubia, igual que tú.

Embobados, los jóvenes progenitores regresaron a su casa lo antes posible. La habitación del bebé, contigua a la suya, estaba preparada.

Tristane resultó ser una niña llorona. Florent y Nora se relevaban para acudir a su lado. Le daban el biberón, la cogían en brazos, no sabían exactamente cómo actuar.

Preguntaron al pediatra, que les soltó el repertorio propio de la época:

–No intervengáis. Si acudís cada vez que se pone a llorar, todavía llorará más. Se convertirá en una niña malcriada.

El problema era que a la niña se la oía berrear a través de las paredes. En esas condiciones, era difícil ignorarla. Una noche, Florent cogió al bebé, que debía de tener dos semanas, y le habló con severidad:

–Tristane, dicen que te pareces a mí, así que iré al grano: ya basta. Mamá te quiere, yo te quiero, todo va bien. Así que se acabaron las lloreras.

Volvió a la cama.

–No te has andado con rodeos –susurró Nora.

–Creo que me ha comprendido.

La niña no lloró nunca más.

La felicidad de los jóvenes progenitores se reactivó. Se ocupaban del bebé cuando era necesario, y el resto del tiempo todo era como antes.

La baja por maternidad aburría a Nora. Quería a su hija, pero no sabía cómo hacerle compañía. Su verdadera vida empezaba cuando Florent regresaba del trabajo.

El padre le daba un beso a la pequeña en la cuna, la arrullaba durante un minuto y luego decía:

–Es hora de dormir, cariño.

Cerraba la puerta de la habitación y regresaba con su amante.

–¡Qué bien se porta nuestra Tristane!

–Le he encontrado plaza en la guardería.

Cuando acabe la baja maternal, solo tendré que llevarla cada mañana.

–¿Seis meses no es un poco pronto para la guardería?

–No, así es como funciona.

Nora no se atrevía a confesar lo impaciente que se sentía por ordenar su nueva vida. Cuando le parecía que le faltaba ilusión por su hija, la tranquilizaba que su marido sintiera lo mismo. Un hombre tan fabuloso no podía estar equivocado. Por lo demás, sentía un amor auténtico por su hija: simplemente, no sabía «qué hacer con ella».

«Ya se arreglará cuando crezca», pensaba.

Pasaron los meses que le quedaban. A Nora le encantó regresar a la oficina.

A Tristane la guardería le gustó mucho. Nunca la dejaban sola. No se cerraba ninguna puerta que la abandonara con su silencio. Unas mujeres muy amables se ocupaban de ella, le hablaban. Había otros bebés, y eso no le molestaba. Es cierto que no todo era perfecto, ya que no estaban ni papá ni mamá. Pero en casa tampoco es que hubiera mucho papá y mamá.

En la guardería, Tristane sentía que existía. Dormir no era una obligación. De repente, dormía mejor.

Un día, una de las mujeres le dijo:

–Tú no lloras nunca. ¡Eres increíble!

A Tristane, que no disponía del lenguaje necesario para responderle, le sorprendió ese comentario. Si hubiera podido hablar, le habría dicho:

–Papá me ordenó que dejara de hacerlo, porque llorar está mal.

El enigma se mantuvo. Los otros niños lloraban, y nadie los mandaba parar. Tristane sintió la profunda necesidad de llorar, pero no lo logró.

Por la tarde, cuando mamá acudía a recogerla, parecía contenta de volver a verla. Todo estaba en orden. Papá esperaba en el coche.

–¡Cariño! –exclamaba al ver a la pequeña.

El regreso a casa era uno de los mejores momentos del día. Tristane podía sentir la compañía de sus padres. Por desgracia, el trayecto duraba quince minutos.

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Al llegar a casa, las infinitas separaciones volvían a empezar. El baño era con papá o con mamá. El biberón también.

Luego llegaba el momento más temido. La acostaban y, sobre todo, cerraban la puerta de su habitación. Era tanto más terrible por cuanto Tristane oía lo juntos que estaban papá y mamá. No se sentía ni celosa, ni envidiosa, ni siquiera posesiva, su deseo no se focalizaba ni en su padre ni en su madre: sencillamente le habría gustado participar en la fiesta.

Por el simple hecho de querer a sus padres, intentaba cumplir con el papel que le habían asignado. Eso no resolvía el problema: parecía que no hubiera un sitio para ella. En el casting de aquel extraño rodaje, habían contratado a una actriz de más. La película solo tenía dos personajes, los dos jóvenes protagonistas.

Así pues, Tristane tenía que inventarse un papel, y eso, cuando tienes un año, es complicado. Algún día lo conseguiría. Mientras tanto, como era demasiado pronto, se limitaba a portarse bien.

¿Y qué significaba portarse bien? Significaba no emitir sonido alguno, no manifestar ningún deseo ni necesidad, no moverse. Huxley decía que al menos la mitad de la moral es negativa. La ética que envolvía el deber de portarse bien era cien por cien negativa.

La única forma de lograrlo de un modo positivo consistía en dormir. Tristane, que los primeros meses de vida se dormía con facilidad, a partir del año y medio empezó a sufrir insomnio. Dormir era tan obligatorio que ya no lo conseguía. El más mínimo pensamiento, el más mínimo ruido, el más mínimo crujido se transformaba en un pretexto para librarse de la sagrada consigna del sueño. Y, sin embargo, le gustaba dormir. Cuando lograba hacerlo, alcanzaba ese grial, obedecer a sus padres colmando su propio deseo: no solo se sumergía en el exquisito abismo, sino que además vivía en él colosales aventuras en forma de una actividad onírica sin precedentes.

Al despertar, al placer de haber dormido se le sumaba el deslumbramiento de haber vivido semejantes prodigios. Enseguida se dio cuenta de que, para impedir que el sueño se esfumara, debía contárselo minuciosamente a sí misma. Se convirtió en su deliciosa obsesión.

Para tal fin, necesitaba un lenguaje adecuado. Tristane decidió aprovechar las palabras. Sentía que un obstáculo le impedía, por el momento, proclamar aquellos vocablos como hacían sus padres o las personas de la guardería, pero le daba lo mismo: donde los necesitaba era dentro de su cabeza.

Fue un periodo muy emocionante. Cada vez que encontraba una nueva palabra, la atrapaba con el lazo y la incorporaba al rebaño que iba reuniendo dentro de su cráneo. Estaban las palabras que comprendía, las que no comprendía y las que sentía. Las utilizaba todas, con una marcada preferencia por los términos oscuros, que le servían en los numerosos casos en los que la historia onírica superaba su capacidad de comprensión.

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Este adelanto se publica con autorización de la editorial Anagrama.

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Adelanto de <i>El libro de las hermanas</i>, la nueva novela de Amélie Nothomb

Adelanto de <i>El libro de las hermanas</i>, la nueva novela de Amélie Nothomb

05
.
06
.
25
2025
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ver Videos

Este libro es un relato sobre los abismos del afecto, el poder devastador de las palabras y la complejidad de las relaciones familiares.

El primer acontecimiento de la vida de Nora fue el amor de Florent. Enseguida supo que no habría ningún otro amor ni ningún otro acontecimiento. Nunca le pasaba nada.

A los veinticinco años, Nora era contable en el taller mecánico de una ciudad del norte de Francia. Aburrirse tanto le parecía normal. Florent, de treinta años, era chófer en el ejército. Mientras revisaba el estado de sus neumáticos, vio a Nora fumando afuera. Encandilado, regresó cada día.

–¡Quién me iba a decir que me gustaría un militar!

–Yo no soy militar.

–Trabajas en el ejército.

–Tú trabajas en un taller. ¿Eres mecánica?

Fue pura pasión. Hablaban poco de ello, porque no había mucho que decir.

–¿Qué es lo que ves en mí?

–¿Y tú?

Cada vez que volvían a encontrarse, el misterio empezaba de nuevo. El roce provocaba chispas. Besarse les daba vértigo.

–Marchaos a un hotel –les decían.

Podrían ir, lo sabían. Pero también sabían hasta qué punto cada etapa era necesaria cada día. La más mínima separación implicaba tremendos adioses; el más mínimo de los reencuentros, interminables efusiones. No podían evitarlo. El amor no es una sinecura.

Su entorno los tranquilizó:

–Ya se os pasará. La pasión solo dura un tiempo.

Las opiniones divergían al respecto: les daban entre dos meses y tres años de convulsiones. «Luego la cosa se calmará», afirmaban los bienintencionados.

Curiosamente, Florent y Nora, perfectos ignorantes, enseguida fueron conscientes de que los demás se equivocaban. No sentían la necesidad de protestar. En privado, Florent le decía a Nora:

–No pueden entenderlo.

¿Acaso eran condenados, o elegidos? La pregunta les dejaba indiferentes. Aceptaban su destino hasta las últimas consecuencias.

–¿Nos casamos? –preguntó él.

Nada que ver con el tradicional: «¿Quieres casarte conmigo?».

–Sí –respondió ella con idéntica sencillez, como si acabara de consultarle sobre el color de las cortinas de su dormitorio.

Anunciaron la noticia. La boda se celebraría el 26 de febrero.

–Mejor esperad a la primavera –les recomendaron.

–¿Para qué?

Mantuvieron la fecha.

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Se mudaron a una casa pequeña. Les encantaba vivir juntos. Por la mañana, Florent acompañaba a Nora al taller y luego se marchaba a dedicarse a sus asuntos. Trabajaban con la seriedad que les caracterizaba. Aún no habían llegado los teléfonos móviles. Cuando acababa su jornada, el marido llamaba a la mujer a su despacho. Ella esperaba con fervor a que sonara aquel timbre.

La noche era el pretexto para alegrías nunca vistas. Salían a pasear por el campo. Descorchaban la mejor botella. Cocinaban juntos. Se acostaban encantados. Llegaban al trabajo con los ojosmedio cerrados.

Pasaron tres años. Flotando sobre una nube. Su entorno ya no podía más.

–¿Y si tuvierais un hijo? –les aconsejaban.

–¿Para qué?

–Para eso sirve el amor, ¿no?

No se les había ocurrido.

Nora no tardó en quedarse embarazada. Los demás suspiraron aliviados. A espaldas de la pareja, intercambiaban comentarios cargados de sentido común:

–Eso les calmará.

–Para acabar con la luna de miel, nada mejor que un crío.

Te recomendamos leer el adelanto del libro Triste Tigre de Neige Sinno

El embarazo redobló sus ardores. Maravillados por el fenómeno, los enamorados exploraron nuevas posibilidades.

No tardaron en llegar más comentarios:

–¡Claro, que lo aprovechen! ¡Dentro de unos meses, se acabó la libertad!

–Yo, con Gilbert, desde que nació el pequeño no dejo de discutir.

–Se van a enterar de lo que son el cansancio y las malas noches.

El 13 de noviembre de 1973, Nora dio a luz a una niña a la que llamó Tristane.

–Se parece a ti –le dijo al padre novato–. Pálida y rubia, igual que tú.

Embobados, los jóvenes progenitores regresaron a su casa lo antes posible. La habitación del bebé, contigua a la suya, estaba preparada.

Tristane resultó ser una niña llorona. Florent y Nora se relevaban para acudir a su lado. Le daban el biberón, la cogían en brazos, no sabían exactamente cómo actuar.

Preguntaron al pediatra, que les soltó el repertorio propio de la época:

–No intervengáis. Si acudís cada vez que se pone a llorar, todavía llorará más. Se convertirá en una niña malcriada.

El problema era que a la niña se la oía berrear a través de las paredes. En esas condiciones, era difícil ignorarla. Una noche, Florent cogió al bebé, que debía de tener dos semanas, y le habló con severidad:

–Tristane, dicen que te pareces a mí, así que iré al grano: ya basta. Mamá te quiere, yo te quiero, todo va bien. Así que se acabaron las lloreras.

Volvió a la cama.

–No te has andado con rodeos –susurró Nora.

–Creo que me ha comprendido.

La niña no lloró nunca más.

La felicidad de los jóvenes progenitores se reactivó. Se ocupaban del bebé cuando era necesario, y el resto del tiempo todo era como antes.

La baja por maternidad aburría a Nora. Quería a su hija, pero no sabía cómo hacerle compañía. Su verdadera vida empezaba cuando Florent regresaba del trabajo.

El padre le daba un beso a la pequeña en la cuna, la arrullaba durante un minuto y luego decía:

–Es hora de dormir, cariño.

Cerraba la puerta de la habitación y regresaba con su amante.

–¡Qué bien se porta nuestra Tristane!

–Le he encontrado plaza en la guardería.

Cuando acabe la baja maternal, solo tendré que llevarla cada mañana.

–¿Seis meses no es un poco pronto para la guardería?

–No, así es como funciona.

Nora no se atrevía a confesar lo impaciente que se sentía por ordenar su nueva vida. Cuando le parecía que le faltaba ilusión por su hija, la tranquilizaba que su marido sintiera lo mismo. Un hombre tan fabuloso no podía estar equivocado. Por lo demás, sentía un amor auténtico por su hija: simplemente, no sabía «qué hacer con ella».

«Ya se arreglará cuando crezca», pensaba.

Pasaron los meses que le quedaban. A Nora le encantó regresar a la oficina.

A Tristane la guardería le gustó mucho. Nunca la dejaban sola. No se cerraba ninguna puerta que la abandonara con su silencio. Unas mujeres muy amables se ocupaban de ella, le hablaban. Había otros bebés, y eso no le molestaba. Es cierto que no todo era perfecto, ya que no estaban ni papá ni mamá. Pero en casa tampoco es que hubiera mucho papá y mamá.

En la guardería, Tristane sentía que existía. Dormir no era una obligación. De repente, dormía mejor.

Un día, una de las mujeres le dijo:

–Tú no lloras nunca. ¡Eres increíble!

A Tristane, que no disponía del lenguaje necesario para responderle, le sorprendió ese comentario. Si hubiera podido hablar, le habría dicho:

–Papá me ordenó que dejara de hacerlo, porque llorar está mal.

El enigma se mantuvo. Los otros niños lloraban, y nadie los mandaba parar. Tristane sintió la profunda necesidad de llorar, pero no lo logró.

Por la tarde, cuando mamá acudía a recogerla, parecía contenta de volver a verla. Todo estaba en orden. Papá esperaba en el coche.

–¡Cariño! –exclamaba al ver a la pequeña.

El regreso a casa era uno de los mejores momentos del día. Tristane podía sentir la compañía de sus padres. Por desgracia, el trayecto duraba quince minutos.

Te podría interesar el adelanto del libro Nunca es solo sexo de Darian Leader

Al llegar a casa, las infinitas separaciones volvían a empezar. El baño era con papá o con mamá. El biberón también.

Luego llegaba el momento más temido. La acostaban y, sobre todo, cerraban la puerta de su habitación. Era tanto más terrible por cuanto Tristane oía lo juntos que estaban papá y mamá. No se sentía ni celosa, ni envidiosa, ni siquiera posesiva, su deseo no se focalizaba ni en su padre ni en su madre: sencillamente le habría gustado participar en la fiesta.

Por el simple hecho de querer a sus padres, intentaba cumplir con el papel que le habían asignado. Eso no resolvía el problema: parecía que no hubiera un sitio para ella. En el casting de aquel extraño rodaje, habían contratado a una actriz de más. La película solo tenía dos personajes, los dos jóvenes protagonistas.

Así pues, Tristane tenía que inventarse un papel, y eso, cuando tienes un año, es complicado. Algún día lo conseguiría. Mientras tanto, como era demasiado pronto, se limitaba a portarse bien.

¿Y qué significaba portarse bien? Significaba no emitir sonido alguno, no manifestar ningún deseo ni necesidad, no moverse. Huxley decía que al menos la mitad de la moral es negativa. La ética que envolvía el deber de portarse bien era cien por cien negativa.

La única forma de lograrlo de un modo positivo consistía en dormir. Tristane, que los primeros meses de vida se dormía con facilidad, a partir del año y medio empezó a sufrir insomnio. Dormir era tan obligatorio que ya no lo conseguía. El más mínimo pensamiento, el más mínimo ruido, el más mínimo crujido se transformaba en un pretexto para librarse de la sagrada consigna del sueño. Y, sin embargo, le gustaba dormir. Cuando lograba hacerlo, alcanzaba ese grial, obedecer a sus padres colmando su propio deseo: no solo se sumergía en el exquisito abismo, sino que además vivía en él colosales aventuras en forma de una actividad onírica sin precedentes.

Al despertar, al placer de haber dormido se le sumaba el deslumbramiento de haber vivido semejantes prodigios. Enseguida se dio cuenta de que, para impedir que el sueño se esfumara, debía contárselo minuciosamente a sí misma. Se convirtió en su deliciosa obsesión.

Para tal fin, necesitaba un lenguaje adecuado. Tristane decidió aprovechar las palabras. Sentía que un obstáculo le impedía, por el momento, proclamar aquellos vocablos como hacían sus padres o las personas de la guardería, pero le daba lo mismo: donde los necesitaba era dentro de su cabeza.

Fue un periodo muy emocionante. Cada vez que encontraba una nueva palabra, la atrapaba con el lazo y la incorporaba al rebaño que iba reuniendo dentro de su cráneo. Estaban las palabras que comprendía, las que no comprendía y las que sentía. Las utilizaba todas, con una marcada preferencia por los términos oscuros, que le servían en los numerosos casos en los que la historia onírica superaba su capacidad de comprensión.

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Este adelanto se publica con autorización de la editorial Anagrama.

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Nothomb regala una meditación sobre la vida, el amor y la imposibilidad de unos lazos que no se entienden, pero que terminan, sin embargo, por definir nuestro destino.

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05
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06
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25
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Tiempo de Lectura: 00 min

Este libro es un relato sobre los abismos del afecto, el poder devastador de las palabras y la complejidad de las relaciones familiares.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

El primer acontecimiento de la vida de Nora fue el amor de Florent. Enseguida supo que no habría ningún otro amor ni ningún otro acontecimiento. Nunca le pasaba nada.

A los veinticinco años, Nora era contable en el taller mecánico de una ciudad del norte de Francia. Aburrirse tanto le parecía normal. Florent, de treinta años, era chófer en el ejército. Mientras revisaba el estado de sus neumáticos, vio a Nora fumando afuera. Encandilado, regresó cada día.

–¡Quién me iba a decir que me gustaría un militar!

–Yo no soy militar.

–Trabajas en el ejército.

–Tú trabajas en un taller. ¿Eres mecánica?

Fue pura pasión. Hablaban poco de ello, porque no había mucho que decir.

–¿Qué es lo que ves en mí?

–¿Y tú?

Cada vez que volvían a encontrarse, el misterio empezaba de nuevo. El roce provocaba chispas. Besarse les daba vértigo.

–Marchaos a un hotel –les decían.

Podrían ir, lo sabían. Pero también sabían hasta qué punto cada etapa era necesaria cada día. La más mínima separación implicaba tremendos adioses; el más mínimo de los reencuentros, interminables efusiones. No podían evitarlo. El amor no es una sinecura.

Su entorno los tranquilizó:

–Ya se os pasará. La pasión solo dura un tiempo.

Las opiniones divergían al respecto: les daban entre dos meses y tres años de convulsiones. «Luego la cosa se calmará», afirmaban los bienintencionados.

Curiosamente, Florent y Nora, perfectos ignorantes, enseguida fueron conscientes de que los demás se equivocaban. No sentían la necesidad de protestar. En privado, Florent le decía a Nora:

–No pueden entenderlo.

¿Acaso eran condenados, o elegidos? La pregunta les dejaba indiferentes. Aceptaban su destino hasta las últimas consecuencias.

–¿Nos casamos? –preguntó él.

Nada que ver con el tradicional: «¿Quieres casarte conmigo?».

–Sí –respondió ella con idéntica sencillez, como si acabara de consultarle sobre el color de las cortinas de su dormitorio.

Anunciaron la noticia. La boda se celebraría el 26 de febrero.

–Mejor esperad a la primavera –les recomendaron.

–¿Para qué?

Mantuvieron la fecha.

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Se mudaron a una casa pequeña. Les encantaba vivir juntos. Por la mañana, Florent acompañaba a Nora al taller y luego se marchaba a dedicarse a sus asuntos. Trabajaban con la seriedad que les caracterizaba. Aún no habían llegado los teléfonos móviles. Cuando acababa su jornada, el marido llamaba a la mujer a su despacho. Ella esperaba con fervor a que sonara aquel timbre.

La noche era el pretexto para alegrías nunca vistas. Salían a pasear por el campo. Descorchaban la mejor botella. Cocinaban juntos. Se acostaban encantados. Llegaban al trabajo con los ojosmedio cerrados.

Pasaron tres años. Flotando sobre una nube. Su entorno ya no podía más.

–¿Y si tuvierais un hijo? –les aconsejaban.

–¿Para qué?

–Para eso sirve el amor, ¿no?

No se les había ocurrido.

Nora no tardó en quedarse embarazada. Los demás suspiraron aliviados. A espaldas de la pareja, intercambiaban comentarios cargados de sentido común:

–Eso les calmará.

–Para acabar con la luna de miel, nada mejor que un crío.

Te recomendamos leer el adelanto del libro Triste Tigre de Neige Sinno

El embarazo redobló sus ardores. Maravillados por el fenómeno, los enamorados exploraron nuevas posibilidades.

No tardaron en llegar más comentarios:

–¡Claro, que lo aprovechen! ¡Dentro de unos meses, se acabó la libertad!

–Yo, con Gilbert, desde que nació el pequeño no dejo de discutir.

–Se van a enterar de lo que son el cansancio y las malas noches.

El 13 de noviembre de 1973, Nora dio a luz a una niña a la que llamó Tristane.

–Se parece a ti –le dijo al padre novato–. Pálida y rubia, igual que tú.

Embobados, los jóvenes progenitores regresaron a su casa lo antes posible. La habitación del bebé, contigua a la suya, estaba preparada.

Tristane resultó ser una niña llorona. Florent y Nora se relevaban para acudir a su lado. Le daban el biberón, la cogían en brazos, no sabían exactamente cómo actuar.

Preguntaron al pediatra, que les soltó el repertorio propio de la época:

–No intervengáis. Si acudís cada vez que se pone a llorar, todavía llorará más. Se convertirá en una niña malcriada.

El problema era que a la niña se la oía berrear a través de las paredes. En esas condiciones, era difícil ignorarla. Una noche, Florent cogió al bebé, que debía de tener dos semanas, y le habló con severidad:

–Tristane, dicen que te pareces a mí, así que iré al grano: ya basta. Mamá te quiere, yo te quiero, todo va bien. Así que se acabaron las lloreras.

Volvió a la cama.

–No te has andado con rodeos –susurró Nora.

–Creo que me ha comprendido.

La niña no lloró nunca más.

La felicidad de los jóvenes progenitores se reactivó. Se ocupaban del bebé cuando era necesario, y el resto del tiempo todo era como antes.

La baja por maternidad aburría a Nora. Quería a su hija, pero no sabía cómo hacerle compañía. Su verdadera vida empezaba cuando Florent regresaba del trabajo.

El padre le daba un beso a la pequeña en la cuna, la arrullaba durante un minuto y luego decía:

–Es hora de dormir, cariño.

Cerraba la puerta de la habitación y regresaba con su amante.

–¡Qué bien se porta nuestra Tristane!

–Le he encontrado plaza en la guardería.

Cuando acabe la baja maternal, solo tendré que llevarla cada mañana.

–¿Seis meses no es un poco pronto para la guardería?

–No, así es como funciona.

Nora no se atrevía a confesar lo impaciente que se sentía por ordenar su nueva vida. Cuando le parecía que le faltaba ilusión por su hija, la tranquilizaba que su marido sintiera lo mismo. Un hombre tan fabuloso no podía estar equivocado. Por lo demás, sentía un amor auténtico por su hija: simplemente, no sabía «qué hacer con ella».

«Ya se arreglará cuando crezca», pensaba.

Pasaron los meses que le quedaban. A Nora le encantó regresar a la oficina.

A Tristane la guardería le gustó mucho. Nunca la dejaban sola. No se cerraba ninguna puerta que la abandonara con su silencio. Unas mujeres muy amables se ocupaban de ella, le hablaban. Había otros bebés, y eso no le molestaba. Es cierto que no todo era perfecto, ya que no estaban ni papá ni mamá. Pero en casa tampoco es que hubiera mucho papá y mamá.

En la guardería, Tristane sentía que existía. Dormir no era una obligación. De repente, dormía mejor.

Un día, una de las mujeres le dijo:

–Tú no lloras nunca. ¡Eres increíble!

A Tristane, que no disponía del lenguaje necesario para responderle, le sorprendió ese comentario. Si hubiera podido hablar, le habría dicho:

–Papá me ordenó que dejara de hacerlo, porque llorar está mal.

El enigma se mantuvo. Los otros niños lloraban, y nadie los mandaba parar. Tristane sintió la profunda necesidad de llorar, pero no lo logró.

Por la tarde, cuando mamá acudía a recogerla, parecía contenta de volver a verla. Todo estaba en orden. Papá esperaba en el coche.

–¡Cariño! –exclamaba al ver a la pequeña.

El regreso a casa era uno de los mejores momentos del día. Tristane podía sentir la compañía de sus padres. Por desgracia, el trayecto duraba quince minutos.

Te podría interesar el adelanto del libro Nunca es solo sexo de Darian Leader

Al llegar a casa, las infinitas separaciones volvían a empezar. El baño era con papá o con mamá. El biberón también.

Luego llegaba el momento más temido. La acostaban y, sobre todo, cerraban la puerta de su habitación. Era tanto más terrible por cuanto Tristane oía lo juntos que estaban papá y mamá. No se sentía ni celosa, ni envidiosa, ni siquiera posesiva, su deseo no se focalizaba ni en su padre ni en su madre: sencillamente le habría gustado participar en la fiesta.

Por el simple hecho de querer a sus padres, intentaba cumplir con el papel que le habían asignado. Eso no resolvía el problema: parecía que no hubiera un sitio para ella. En el casting de aquel extraño rodaje, habían contratado a una actriz de más. La película solo tenía dos personajes, los dos jóvenes protagonistas.

Así pues, Tristane tenía que inventarse un papel, y eso, cuando tienes un año, es complicado. Algún día lo conseguiría. Mientras tanto, como era demasiado pronto, se limitaba a portarse bien.

¿Y qué significaba portarse bien? Significaba no emitir sonido alguno, no manifestar ningún deseo ni necesidad, no moverse. Huxley decía que al menos la mitad de la moral es negativa. La ética que envolvía el deber de portarse bien era cien por cien negativa.

La única forma de lograrlo de un modo positivo consistía en dormir. Tristane, que los primeros meses de vida se dormía con facilidad, a partir del año y medio empezó a sufrir insomnio. Dormir era tan obligatorio que ya no lo conseguía. El más mínimo pensamiento, el más mínimo ruido, el más mínimo crujido se transformaba en un pretexto para librarse de la sagrada consigna del sueño. Y, sin embargo, le gustaba dormir. Cuando lograba hacerlo, alcanzaba ese grial, obedecer a sus padres colmando su propio deseo: no solo se sumergía en el exquisito abismo, sino que además vivía en él colosales aventuras en forma de una actividad onírica sin precedentes.

Al despertar, al placer de haber dormido se le sumaba el deslumbramiento de haber vivido semejantes prodigios. Enseguida se dio cuenta de que, para impedir que el sueño se esfumara, debía contárselo minuciosamente a sí misma. Se convirtió en su deliciosa obsesión.

Para tal fin, necesitaba un lenguaje adecuado. Tristane decidió aprovechar las palabras. Sentía que un obstáculo le impedía, por el momento, proclamar aquellos vocablos como hacían sus padres o las personas de la guardería, pero le daba lo mismo: donde los necesitaba era dentro de su cabeza.

Fue un periodo muy emocionante. Cada vez que encontraba una nueva palabra, la atrapaba con el lazo y la incorporaba al rebaño que iba reuniendo dentro de su cráneo. Estaban las palabras que comprendía, las que no comprendía y las que sentía. Las utilizaba todas, con una marcada preferencia por los términos oscuros, que le servían en los numerosos casos en los que la historia onírica superaba su capacidad de comprensión.

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