Lewinger tiene ojos claros. Por momentos más verdes, por momentos más grises o más pardos, según cómo le dé la luz. Llega serio al bar Relax, en el centro de la ciudad de Buenos Aires. Un lugar clásico, un poco antiguo, con mesas y sillas de madera oscura, paredes revestidas en madera oscura, una barra de madera oscura. Algunas pinturas abstractas brillantes y ventanales que dejan entrar el pálido resplandor de esta mañana del 5 de mayo de 2017. Afuera, el sol se hace sentir denso detrás de un cielo de plomo. Las nubes que lo cubren amenazan con desarmarse en lluvia de otoño. Lewinger luce joven. Viste jeans, una camisa a cuadros Lacoste y una suerte de mochila-maletín negra. Sin embargo, en las manchas de la edad y en el involuntario temblor de las manos cuando abre un sobre de edulcorante y revuelve el café se dejan ver sus 72 años. Su voz es firme. Hasta que habla de la fuga.
—Yo cometí un error, que es lo que siempre me atormentó: creí que había habido un problema y que estaban avisando que suspendiéramos. Cuando llegamos, dimos aviso a los compañeros de adentro para que comenzara la fuga. Después de eso, no había ninguna señal pautada. A las 18:45 entró el Falcon. Y entonces aparece una señal que alguien hace agitando una frazada, o algo parecido, desde una de las ventanas de un pabellón del penal. Nosotros teníamos que entrar después del Falcon. Pero cuando veo eso, decido que nos retiremos. Dimos la vuelta, los dos camiones y yo. Paramos a los 10 kilómetros y me doy cuenta de que el Falcon había entrado y no había pasado nada. Que el plan seguía. Entonces volvemos. Pero mientras nosotros volvíamos a la cárcel, con la camioneta y los dos camiones, los que pudieron escapar en el Falcon y en taxis se estaban yendo al aeropuerto. Y ahí se pudre todo.“A partir de esta señal, que a mí me pareció de fracaso, le digo a los camiones que nos retiremos —dice Lewinger en el documental Trelew, de 2004, de la cineasta Mariana Arruti—. Y a mitad de camino, nos ponemos a conversar y allí se me aclara la cosa. De que no, [de que la señal con la frazada desde el pabellón del penal] no era una señal de que la cosa estaba mal. Entonces decidimos regresar para ver si todavía estábamos a tiempo de ayudar a sacar compañeros.”
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El 15 de agosto de 1972, a las 18:24, en la cárcel de Rawson, militantes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y Montoneros —una organización guerrillera de la izquierda peronista— comenzaron a cantar: “¿Con qué armas, señor, pelearemos? ¡Con las que les quitaremos!, dicen que gritó”. Era la letra de una zamba, y la señal que indicaba que comenzaba la fuga.A través de un guardia, que era cómplice, habían conseguido un uniforme militar y una pistola, la única con la que contaban para empezar la toma. El plan era simular una inspección militar en el penal, tan habituales en esos días de dictadura: una persona con uniforme y otras de civil recorriendo los pabellones era la forma de operar de las fuerzas de seguridad. De este modo avanzarían y reducirían a los guardias sin despertar sospechas. Así lo hicieron: al escuchar la zamba, miembros de las principales organizaciones de lucha armada del país —Montoneros, FAR y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP)— coparon las diferentes áreas del edificio. A medida que avanzaban y encerraban a los guardias, les sacaban los uniformes. Militantes disfrazados de policías relevaron a los oficiales de turno a la hora del cambio de guardia en las garitas de seguridad de la entrada. En apenas diez minutos el penal estaba tomado. Todo iba según el plan.[read more]Afuera del penal, Jorge Lewinger estaba nervioso. Su camioneta, los dos camiones y el Ford Falcon conducido por Carlos Goldemberg —de las FAR —, eran el apoyo externo. Entonces se escuchó un tiro: uno de los líderes guerrilleros se había topado con un guardia y le había disparado. Al escuchar el balazo a las 18:45, Carlos Goldemberg arremetió con el Falcon hacia el edificio tomado.—Y en eso veo un auto que viene a los pedos —recuerda Celedonio Carrizo, un exmilitante de las FAR preso en Rawson que participó de la fuga—. Un Falcon celeste, azul. A los pedos. Pega la vuelta por todo el camino de tierra, medio empedrado, y entra. ‘¡Vamos, vamos, vamos!’, dijo Carlos Goldemberg, que manejaba el Falcon.Ese día iban a escapar 116 presos. Los vehículos los llevarían al aeropuerto más cercano, el de Trelew, a 20 kilómetros, para abordar un avión de la empresa Austral que desviarían a Chile, con ayuda de compañeros que ya estaban a bordo. La salida se haría por orden de rango: primero los 25 jefes y cuadros de mando de las organizaciones, luego el resto de los militantes. Los 116 habían hecho una larga fila en la puerta de la cárcel. Estaban listos para irse.Los dirigentes Roberto Santucho, Enrique Gorriarán Merlo, Domingo Menna (ERP), Roberto Quieto, Marcos Osatinsky (FAR) y Fernando Vaca Narvaja (Montoneros) se apiñaron en el Falcon y preguntaron por los camiones donde subirían los demás. Goldemberg respondió que los había visto, que tenían que estar. Pero no estaban. Entonces ordenaron a los demás que llamaran a taxis, y ellos partieron de inmediato a buscarlos por Rawson, pensando que se habrían perdido. Pero no los encontraron. La operación estaba cronometrada y sabían que ya no había tiempo. Decidieron ir al aeropuerto.Mientras, en el Penal, con todos los guardias reducidos, los 19 restantes que debían salir en primer lugar pidieron tres taxis desde un teléfono del edificio a la que quizás era la única empresa que brindaba este servicio en Rawson en 1972. Luego indicaron a los otros 91 militantes volver a los pabellones y continuar la toma. No podrían huir todos.“Llamaron por teléfono del penal pidiendo coches”, recuerda Rubén Arregui, uno de los taxistas que fue a la cárcel esa tarde, en el documental Trelew. “Fuimos con total confianza, como lo hacíamos siempre —agrega Enrique Santos, otro de los choferes—. Y al llegar viene uno que se arrima a la ventanilla y me dice: ‘Bájese porque hemos tomado el penal’.” Los dos narran que, en cuestión de segundos, los militantes armados con pistolas y fusiles llenaron los autos. “Cuando suben me dicen: ‘Vamos a Trelew, al aeropuerto. Lo más rápido posible, pero sin matarnos’”, cuenta Arregui.En el aeropuerto, como los seis jefes que habían llegado en el Falcon estaban armados y uno de ellos —Vaca Narvaja— disfrazado con uniforme militar, entraron a la torre de control haciéndose pasar por miembros de las fuerzas de seguridad. Anunciaron que había una bomba en el avión de Austral y que debían revisarlo. Subieron, se encontraron con la otra parte del apoyo externo del plan (los compañeros que ayudarían a desviarlo a Chile), tranquilizaron a los pasajeros diciendo que eran militares haciendo un operativo de seguridad, un simulacro. En la cabina, a punta de pistola, le explicaron al piloto cuál era el nuevo destino. Querían dilatar la partida hasta que llegaran los demás, pero no pudieron hacerlo por mucho tiempo, y el segundo grupo de 19 militantes llegó en los taxis cuando el avión ya carreteaba.Las Fuerzas Armadas llegaron poco después y rodearon el aeropuerto. Atrapados, los 19 comenzaron a negociar. Pusieron como condición que se convocara allí mismo a una rueda de prensa. Así se hizo. Tres representantes, uno por cada organización (Montoneros, FAR y ERP), hablaron en nombre de todo el grupo ante los medios: explicaron quiénes eran y por qué luchaban y dijeron que se iban a entregar. A cambio, solicitaron que un médico los revisara para probar que no tenían rastros de violencia y que les garantizaran, ante autoridades judiciales y periodistas, que los llevarían de vuelta al Penal de Rawson.El capitán de la Marina Luis Emilio Sosa dio su palabra de honor.[caption id="attachment_208140" align="aligncenter" width="334"]
Jorge Lewinger.[/caption]
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La Marina trasladó a los 19 militantes desde el aeropuerto hasta la Base Aeronaval Almirante Zar, a 15 kilómetros del Penal de Rawson y a seis de la ciudad de Trelew. La excusa era que en la cárcel continuaba el motín y era peligroso llevarlos de vuelta. En la base, a pesar de que habían asegurado lo contrario, a lo largo de una semana los sometieron a interrogatorios y vejaciones.El 22 de agosto de 1972, a las 3:30 de la madrugada, los militares los despertaron, les ordenaron salir y pararse en fila, de espaldas a los calabozos, mirar al piso, el mentón pegado al pecho. Les dispararon dos ráfagas de ametralladora, ordenadas por el capitán Luis Emilio Sosa y el teniente de navío Roberto Guillermo Bravo. La mayoría murió en el acto. Otros fueron ultimados con un tiro de gracia. Pero seis de ellos no terminaron de morir: porque los creyeron muertos y no los remataron; porque los tiros para rematarlos en algunos casos no fueron en la cabeza y no les dañaron órganos vitales; o porque antes de que los ultimaran irrumpieron en el lugar oficiales de la Marina que no estaban al tanto (Sosa quería mantenerlo en secreto) y pedían explicaciones a los fusilamientos. Bravo respondió que habían intentado fugarse de nuevo.Momentos después, enfermeros navales revisaron los cuerpos y trasladaron a los seis que aún vivían a una sala donde los depositaron sin hacerles ninguna curación. Pasaron largas horas hasta que los llevaron a un hospital. De los seis, sólo sobrevivieron tres: María Antonia Berger, Alberto Miguel Camps y Ricardo René Haidar.Existen diferentes versiones acerca de quién ordenó los fusilamientos del 22 de agosto. Algunas dicen que fue el militar Agustín Lanusse, que presidía entonces la dictadura autodenominada “Revolución argentina”. Otras que fue una decisión tomada por los altos mandos de la Armada sin autorización del gobierno que, de todos modos, la respaldó y encubrió. Hasta hoy, este hecho no se ha esclarecido.
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Jorge Lewinger dice que el día de la fuga, el 15 de agosto de 1972, regresó con su camioneta y los dos camiones al penal. Vio que seguía tomado por los militantes pero rodeado por las fuerzas de seguridad. Se fue al aeropuerto con la esperanza de alcanzar el avión para irse a Chile, pero al llegar allí vio un auto de la policía y entendió que la terminal aérea también estaba cercada. Los tres vehículos decidieron separarse. Jorge se fue hacia el sur.Después de recorrer unos 100 kilómetros por caminos de tierra, el agua de deshielo que llenaba las rutas de riachos le mojó el distribuidor y el vehículo se detuvo. Esa noche durmió en la camioneta. Cuando amaneció siguió camino a pie. Encontró refugio entre los campesinos de la zona. La mañana del segundo día llegó al pueblito de Gan Gan, una pequeña localidad rural a más de 300 kilómetros de Trelew. Estaba comprando un jean, porque el que llevaba se había roto, cuando un policía lo reconoció y lo arrestó.—Me llevó a una subcomisaría del pueblo. Y después, como vivía al lado, me llevó a comer a su casa con su mujer y su hija, aunque podría haber dejado que me muera de hambre. Empezamos a hablar cada vez más amigablemente. Estábamos esperando que viniese una avioneta para llevarnos a Rawson y tan buena onda tenía que le dije: “Mirá, vos sabés que me van a agarrar y me van a hacer mierda —porque la práctica era la tortura, obviamente, eso si no te mataban— entonces, cuando subamos, vos hacé de cuenta que te robé el arma y yo amenazo al piloto para seguir a Chile”. El tipo se queda pensado. Y dice: “Si no tuviera familia, lo haría. Te aseguro que mientras estés bajo la policía de Chubut no te van a tocar un pelo”. Y fue exactamente así.Muchas de las anécdotas de Lewinger son relatos épicos de una militancia temeraria, en los que narra una acción valiente, de alto riesgo, y luego hace un intervalo para evaluar el impacto que produjo la historia en quien lo escucha.—Ya en Rawson un coronel empieza a interrogarme delante de una multitud de policías. Lo lógico era que yo dijese: “No tengo nada que ver, yo pasaba por acá”. Pero como me sentía muy culpable hice exactamente lo opuesto. Le dije: “Sí, yo participé en la fuga. ¿Y sabe por qué? Porque usted tomó el poder en este país. Si no, yo no hubiera hecho esto”. Hice todo un speech contra los milicos, y los oficiales de atrás hacían señales como de apoyo. No entendía nada.Los choferes de los dos camiones también fueron capturados y trasladados a la policía de Rawson, primero, y al penal días después.—Estábamos en la Policía Federal de Rawson —cuenta Lewinger con voz temblorosa—. Nos dejaban al aire libre toda la noche, con las manos en la pared. Uno de esos días me llamó la atención que los policías estaban comiendo un asado, de gran joda. Cuando volvemos a la celda, un preso común nos dice: “¿Saben lo que pasó, muchachos? Mataron a todos los compañeros en Trelew. Están festejando”.Lewinger, la mirada fija, las pupilas brillantes, se queda en silencio.
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Una mole de cemento bañada por una luz mortecina, espectral. Como un animal de piel gris en una enorme jaula, la cárcel de Rawson se extendía por más de 40 hectáreas cercadas por un paredón de cuatro metros de altura, 12 torres para centinelas armados y un desierto de piedra frío y hostil. Con capacidad para alojar casi 600 presos, casi 300 guardias, era un lugar del que, se pensaba, era imposible escapar.La dictadura liderada desde 1971 por Agustín Lanusse, el tercero en comandar el gobierno militar que había comenzado con el golpe de Estado al presidente radical Arturo Illia en 1966, decidió enviar ahí a todos los presos políticos del país. Empezaron a llegar en marzo de 1971. Para abril del año siguiente ocupaban la mitad de los pabellones.Celedonio Carrizo apenas pasaba los 20 años cuando lo trasladaron desde una cárcel de Tucumán —la provincia más pequeña de Argentina, ubicada al noroeste del país— al penal de Rawson. Habíacomenzado a militar a los 15 años en la Juventud Revolucionaria Peronista. Fue encarcelado a mediados de 1971 por esconder a un militante montonero perseguido por la dictadura. Estuvo recluido en la prisión tucumana hasta que, en septiembre de ese año, 14 militantes se fugaron de allí. Luego de eso los presos políticos fueron trasladados a la cárcel del sur, donde Carrizo pasaría a engrosar las filas de las FAR. Llegó el mismo día que los detenidos de la provincia de Córdoba. Los metieron a todos en una celda y ahí mismo empezaron a planear el escape. Les llevó ocho meses concretarlo. La primera idea fue cavar un túnel, pero demandó más esfuerzos de lo que habían imaginado. El terreno era rocoso, les costaba avanzar y esconder los escombros.[caption id="attachment_208143" align="aligncenter" width="715"]
Familiares se movilizan por la situación de los presos políticos detenidos en la Unidad Penitenciaria de Rawson, el 24 de marzo de 1973.[/caption]—Se dejó de lado eso —recuerda Carrizo, mientras toma café con leche con medialunas en un bar tradicional del barrio porteño de Almagro, donde más tarde contará que está trabajando en un nuevo proyecto de partido político con el exdirigente montonero, hoy único sobreviviente de la fuga, Fernando Vaca Narvaja—. Lo que se dijo fue: “¿Por qué nos ponemos en ese plan cuando todas las cosas que necesitamos, pistolas, uniformes, las tiene el enemigo?”. Había que sacárselas a ellos. Por eso nuestra señal era la zamba, la Luis Burela.La Luis Burela es una canción folklórica argentina que remite a las guerras gauchas por la independencia y en su letra dice: “¿Con qué armas, señor, pelearemos? ¡Con las que les quitaremos!, dicen que gritó”.En esos días de 1971, Jorge Lewinger estaba libre pero en la clandestinidad, igual que su hermano Arturo y otros miembros de las FAR, el movimiento que se había formado el año anterior. Arturo Lewinger nació cinco años antes que Jorge. Sus padres, Maier y Leonor (Max y Lila), habían llegado a Buenos Aires desde Polonia en 1937. A fines de los años veinte, principios de los treinta, Max, joyero de oficio, decidió conocer el mundo más allá de Polonia, donde entonces ya sufría la marginación por ser judío, y viajó a París. Estuvo allí siete años pasando frío y hambre, trabajando de cualquier cosa. Las conversaciones con obreros sobre el vertiginoso avance del nazismo lo llevaron a presentir que Europa entraría en guerra. Fue entonces cuando decidió regresar a Cracovia, escoger mujer entre las cinco hijas de una familia que conocía desde chico, casarse y mudarse a Buenos Aires. En los años siguientes, Max y Lila perdieron a sus familias en las cámaras de gas.En Buenos Aires, Max retomó el oficio de joyero. Siempre quiso que sus hijos continuaran el negocio. Fue un deseo estéril. Lila, que en Polonia era sombrerera, se dedicó a ser ama de casa. Al matrimonio no le interesaba la política argentina. Pero a su hijo mayor sí, y empezó a instruir al menor. Entre 1958 y 1959, cuando Jorge estaba en segundo o tercer año de la secundaria, Arturo le propuso ir a una actividad cultural. Era un engaño. Lo que hizo fue llevarlo a una reunión del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR)-Praxis, donde militaba. Jorge se sumó a sus filas. También fue Arturo el que le dio a leer Los miserables, de Víctor Hugo, cuando Jorge tenía 15 o 16 años. Hasta hoy lo recuerda como “una de las cosas más hermosas” que haya leído nunca. En la novela encontró a los pobres, los marginados. Ese tercer ejército que en las guerras no ganaba ni perdía, sino que esperaba a que terminara la lucha para robar las pertenencias a los muertos. El ejército de los miserables.El menor de los Lewinger había cursado su educación primaria en una escuela de barrio. Cuando debía empezar la secundaria, amigos de sus padres les sugirieron el Colegio Nacional Buenos Aires, un colegio público de los más prestigiosos del país donde la militancia estudiantil es marca registrada. En los setenta, el Nacional Buenos Aires fue semillero de diferentes grupos que darían origen a las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Jorge formó parte de su Centro de Estudiantes. Cuando se graduó, a los 18 años, comenzó a estudiar Economía en la Universidad de Buenos Aires y se mudó con Beatriz, una profesora de castellano y hebreo que había conocido en una reunión del Partido Comunista.—En el 65 nos casamos y ocho meses después le dije: “Me voy a preparar a Cuba para irme con el Che”.— ¿Y qué te contestó?—Se quedó muda. No le causó ninguna gracia, pero yo tampoco le di mucha opción a discutirlo. Ella nunca quiso saber nada con la militancia. Lo que nos movía es que estaba el Che ahí. Entonces decidimos ir con mi hermano, su mujer y un amigo. De ese grupo el único que quedó vivo soy yo.Viajaron en septiembre de 1967, como muchos jóvenes, a entrenarse en el manejo de armas y en tareas de inteligencia para sumarse a la contienda del Che. Allí estaban cuando supieron que Guevara había sido asesinado en Bolivia. Al regresar, Lewinger comenzó a trabajar como periodista, no retomó la carrera universitaria pero sus empleos serían, principalmente, en medios orientados a lo económico. En 1969 nació Andrea, su hija mayor. El mismo año su grupo empezó a organizarse, junto a otros militantes que habían estado en Cuba, para continuar con esa lucha que la muerte del Che había dejado trunca. Comenzaron con operaciones aisladas: una bomba incendiaria en la Sociedad Rural, emblemática de la burguesía argentina; el asalto a un banco para conseguir dinero. Decidieron convertirse en un movimiento: las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Pero poco después de la primera acción de las FAR —en julio de 1970: la toma de la ciudad de Garín, una localidad situada al norte de la Provincia de Buenos Aires— gran parte de sus miembros fueron encarcelados y trasladados a la cárcel de Rawson.Con la conducción de las FAR en prisión “Jorge quedó a cargo de las muchas tareas de apoyo que había que hacer para la fuga que venían preparando los compañeros presos”, dice Lewinger en Vueltas. Relatos autobiográficos de un militante de los 70, su libro autobiográfico escrito en tercera persona.
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—La señal que vio Lewinger se le hizo para que entrara —dice enfáticamente Alicia Sanguinetti, una exmilitante del ERP que estuvo presa en Rawson y participó de la fuga.Habla entre las computadoras del reconocido estudio de fotografía que heredó de su madre, la consagrada Annemarie Heinrich, quien retrató a las estrellas del cine argentino durante los años cuarenta y dejó un legado que su hija, también fotógrafa, se encarga de ensanchar.—Entró el primer auto, el Falcon. Entonces el compañero de adentro del penal le hizo la seña a Lewinger desde la ventana. Después de esa señal, él tenía que entrar con la camioneta. Como no entra, los otros camiones tampoco. Todos los que estábamos adentro hablábamos de que Lewinger sabía que había una seña. En ese momento pensamos que, como había neblina, a lo mejor no la había visto. Después se especuló si era eso o si se había asustado. Entiendo perfectamente lo que le puede haber pasado. Supongo que le debe haber costado bastante tener que vivir con esas muertes.—Yo soy una convencida de que fue un problema ideológico —dice Ilda Bonardi, que también integraba el ERP, era mujer de Humberto Toschi (un miembro de esta organización preso en Rawson y fusilado el 22 de agosto) y había sido soporte externo del plan de fuga—. Afuera de la cárcel había muchas dudas acerca de las posibilidades de éxito de la operación. Si él no tenía una convicción, frente al primer obstáculo abandona y se va. No, no había ninguna señal convenida. De eso estoy segura. Lewinger se cagó con el tiroteo. Obviamente no es responsable de las muertes. Me hubiera gustado que, en algún momento, asumiera su responsabilidad frente a nosotros. De ninguna manera creo que lo haya hecho a propósito. Pero quizás unas palabras de acercamiento hubieran aligerado mucho su culpa, y creo que todos, o unos cuantos, le hubiéramos dicho: “Le pudo haber pasado a cualquiera”.—Había una señal que le teníamos que hacer para que entre, y otra para que no entre. Entonces, se confundió. ¿Y qué vas a decir? Ya está —afirma Celedonio Carrizo, y usa la servilleta en la que con trazos rápidos pero precisos había dibujado la prisión y mostrado cómo fue la toma para secar el agua que transpiró un vaso que le trajeron con el café. El dibujo hecho en tinta del Penal de Rawson se inunda de a poco y pasa a ser, como las diferentes versiones, otro recuerdo corrido, distorsionado—. Jorge cargó con toda esa angustia hasta el día de hoy. Es al pedo sumarle más. Todos entendimos que era un error, una fatalidad.
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No habían pasado dos meses de la fuga y la masacre cuando un avión militar con vehículos del Ejército aterrizó en el aeropuerto de Trelew. Era octubre de 1972. Las tropas irrumpieron en las casas de los pobladores a la madrugada. Los interrogaron y amenazaron. Buscaban a los ciudadanos que habían demostrado solidaridad con los presos políticos. Encarcelaron a dieciséis trelewenses que habían ayudado a los militantes de las organizaciones armadas desde que habían llegado desde todas las cárceles de la Argentina al Penal de Rawson. Pobladores que, organizados en una Comisión de Solidaridad, los visitaban, les llevaban abrigos y alimentos, y abrían las puertas de sus casas a los familiares de los presos que viajaban de todos los puntos del país. Finalmente, el 11 de octubre, el pueblo se levantó, en protesta contra esas detenciones: hubo marchas de miles de personas, huelgas masivas. Tomaron el teatro local y se unieron en una asamblea popular que duró casi una semana. Al grito de: “¡Abajo los marinos, cobardes y asesinos!”, pedían que liberaran a los ciudadanos detenidos y reivindicaban a las víctimas de los fusilamientos.El escritor y periodista Tomás Eloy Martínez presenció esta manifestación que sería conocida como “Trelewazo” y la narró, junto con los fusilamientos del 22 de agosto. El relato es uno de los grandes clásicos del periodismo en lengua castellana: La pasión según Trelew. Publicado por primera vez en 1973, el libro alcanzó cinco ediciones antes de que fuera prohibido y quemado en una guarnición militar a fines de ese año. Volvió a publicarse en 2007, cuando un juez federal citó a Martínez para tomarle declaración en la causa que investigaba los fusilamientos, y tuvo una última reedición en 2009, un año antes de la muerte del escritor. En el último prólogo, Tomás Eloy Martínez se preguntaba: “Por qué había fracasado la fuga tan bien planificada del Penal de Rawson. La ausencia de los camiones que iban a liberar a los presos, ¿fue una torpeza en la interpretación de las señales desde el penal o una cobardía de última hora? (…) La destrucción de la Argentina empezó entonces, en aquella madrugada aciaga de 1972, y fue sucia, sorda, canallesca, como una pesadilla de fin de mundo”.
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“‘Peón cuatro rey’, gritó Jorge desde el pequeño ventanuco de su celda. ‘Peón cuatro rey’, le contestaron desde otra enfrentada a la suya. De pronto sintió un fuerte chistido: algunos compañeros querían dormir. Dejó las piezas de su ajedrez, confeccionadas con miga de pan. Se enfrascó en la lectura.” Después de la masacre del 22 de agosto Lewinger había sido trasladado al Penal de Rawson, donde estaban los militantes que no habían podido escapar. “(…) Tras los fusilamientos de Trelew, los presos políticos se habían convertido en bandera de lucha, pero Jorge no podía compartir el orgullo de serlo”, escribió en Vueltas.—Estuve preso nueve meses —recuerda Lewinger—. En la cárcel me la pasé soñando que todo había salido bien. Cuando me despertaba, comenzaba la pesadilla. Me ayudaron mucho los compañeros que trataban de calmarme diciendo que era algo que podía pasar. Después de que salí, los que más me apoyaron fueron Alberto Camps y María Antonia Berger, que habían sobrevivido al fusilamiento.El 25 de mayo de 1973, Héctor Cámpora asumió la presidencia y con él regresó la democracia. Horas después, firmó una Ley de Amnistía y liberó a todos los presos políticos.—Cuando llegamos al aeropuerto de Buenos Aires, el 26 de mayo, no entendía nada. Había periodistas queriendo entrevistarnos, cientos de familias, de compañeros. Y estaba lleno de patrulleros. Era de locos. Después nos llevaron al local central del Partido Justicialista y nos hicieron hablar frente a una multitud. Tenía un cagazo. Me acuerdo que dije: “Tengamos cuidado que no está todo resuelto”.
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Es 12 de mayo de 2017. En el barrio porteño de Boedo el cielo se deshace en lluvia de otoño. En una esquina hay una casa antigua con puerta de madera, alta y angosta, y una reja negra. Jorge Lewinger la abre, serio, con gesto de recién levantado. Usa jeans y una campera de algodón negra con capucha. Adentro hay un living amplio con pisos de madera. Una escalera lleva a un entrepiso con una biblioteca opulenta y un escritorio. Abajo, otra biblioteca más pequeña. Cercana a la puerta de entrada hay una mesa baja rodeada de sillones. Encima, del lado izquierdo, una pila de revistas de decoración, del derecho, una de libros. En el centro, un majestuoso ajedrez de cerámica. Lewinger se sienta en un sofá, frente a esa mesa. En silencio.—Nos habíamos quedado en la parte de la amnistía: llegó Cámpora y salieron libres.—Cámpora duró muy poco. En ese periodo las FAR se fusionaron con Montoneros y yo pasé a ser el responsable periodístico de ElDescamisado, la revista de la agrupación, y de sus sucesoras: El Peronista y La Causa Peronista que, en septiembre del 74, se terminó. Después la cosa se puso más complicada.En 1974, Montoneros pasó a la clandestinidad. El 25 de mayo de 1975, en medio de un operativo en el que intentaba rescatar a compañeros de una comisaría, la policía asesinó a Arturo Lewinger, el hermano de Jorge. El 24 de marzo de 1976 comenzó la dictadura que duraría hasta 1983. Miles de militantes, compañeros, amigos de Jorge y la mujer de su hermano, fueron secuestrados y asesinados por los militares.En ese momento Jorge Lewinger vivía en la zona sur de la Provincia de Buenos Aires con Alcira, su segunda pareja —también de Montoneros—, que estaba embarazada de siete meses de una niña que llamarían Pilar. La cárcel y las distancias habían deteriorado la relación con Beatriz y a fines del 73 se habían separado.—¿Cómo conociste a Alcira?—La conocí en la militancia. En un local de Montoneros en el barrio de La Boca.—¿Qué rol tenía ella en la organización?—Al principio tenía una responsabilidad sindical. Y después también la tuvo en la parte logística.Cuando habla de ella, Jorge se limita a responder parco y esquivo. Sin embargo, en su libro autobiográfico es generoso en detalles y descripciones: “A Alcira Campiglia se la conocía en la militancia como ‘Pili’. Caminaba ligero, animándolo a la vida, empuñándolo. Ella era así, resuelta y frágil. Amaba en él ‘el aire de pollo mojado’ que tenía después de lo de Trelew, le dijo una vez, pero también la ternura con que la abrigaba de todo abandono. Ella, más natural que el agua fresca, (…) siempre apurada por emprender alguna tarea o desplegar su alegría, que parecía querer arrastrar multitudes”. Alcira, que llegó a la vida de Jorge a principios del 74, a menos de dos años del escape fallido del Penal de Rawson y los fusilamientos que le siguieron, sería para él un refugio ante “el tormento de la culpa. No sólo por ser un sobreviviente sino por su error, que frustró la fuga de tantos compañeros. Esa culpa que le crecería como una enredadera maldita tras aquellos fusilamientos a manos de la Armada (...) La culpa no era la tortura para la que se sintiera mejor preparado. Siempre había preferido enfrentar el miedo, aunque lo hiciese con grandes dosis de inconsciencia o de olvido de sí mismo, de sus capacidades, de sus límites”, escribió en Vueltas.Cuando comenzó la dictadura de 1976, Beatriz se fue con Andrea a vivir a Israel luego de que intentaran secuestrarlas. Jorge no estaba de acuerdo. No quería separarse de su hija y trató de retenerla, al punto que, con Alcira, diseñaron un plan para quedarse con ella a la fuerza y evitar que su exmujer se la llevara. Pero no funcionó.El 8 de mayo de ese año nació Pilar. Jorge comienza a narrar el episodio del parto de su segunda hija en la Maternidad Sardá —una anécdota con las corridas de cualquier parto, salvo que éste incluyó nombres y documentos falsos, policías que había que esquivar y armas escondidas— cuando suena el timbre. Atiende: “¿Cuánto es cada una?”. “160 pesos”, le responde una voz apagada. Jorge sale y luego regresa a su sillón en el living.—Parece un chiste: era la Maternidad Sardá, la única a la que yo ayudo. Ellos tienen como una cooperadora, hace tiempo, y siempre les pago. Eran ellos, justo, ¡es increíble![caption id="attachment_208144" align="aligncenter" width="715"]
En la puerta del aeropuerto se concreta la entrega de las armas a la Marina, el 15 de agosto de 1972.[/caption]A principios del 77, Jorge, Alcira y Pilar tuvieron que irse de la casa en la que vivían. Había desaparecido un compañero que conocía su ubicación y existía el peligro de que los delatara. Alberto Camps, uno de los sobrevivientes de la masacre del 22 de agosto, los alojó en su hogar. Durante algunos meses convivieron las dos parejas y tres niños, ya que los Camps tenían un hijo y una hija. Se acercaba el invierno cuando decidieron que era tiempo de mudarse. Era 8 de junio. Alcira había salido a buscar una vivienda y un guerrillero que era obligado a colaborar con la dictadura la marcó. Saltaron sobre ella para detenerla y ella se tragó la pastilla de cianuro que siempre tenían encima los militantes para que no los secuestraran vivos.“Solo como nunca” Lewinger se hundió en una tristeza profunda que solo aliviaba Pilar, a quien cuidaba con la ayuda de los Camps. Se quedó con ellos un mes más hasta que le tocó viajar a una reunión del Consejo Nacional de Montoneros, en México. Entonces, dejó a su hija con los abuelos maternos.“Se sentía acosado por el recuerdo lacerante de Alcira: la brutal omnipresencia de su ausencia” —escribió sobre sus primeros momentos fuera del país—. Y, como rindiéndole cuentas a alguien, agregó: “No había huido, se lo habían ordenado”. Semanas después, el Ejército atacó la casa de los Camps. Asesinaron a Alberto y secuestraron a su esposa. Sus dos hijos fueron recuperados por los abuelos paternos.Lewinger volvió a entrar al país, clandestino, en octubre del 77 para reconstruir la columna de Montoneros de Capital Federal. Poco después de cumplir su tarea, se exilió. Primero, Costa Rica. Luego México. Ahí conoció a su tercera mujer, de quien ya no se separaría. Si se le pregunta su nombre, se pone nervioso, titubea, duda como si le estuviesen pidiendo un código para desactivar un explosivo. En un hilo de voz dice:— Silvia se llama mi compañera.En su libro autobiográfico aparece como “Silvina”. Al preguntar si es posible charlar con ella, hace una mueca de desconfianza y dice que “es muy reservada”.—Yo sé que no va a querer hablar. Menos de mí.Al desatarse la Guerra de Malvinas en 1982, Silvia y Jorge decidieron volver a Buenos Aires. Se instalaron al sur de la provincia, a una cuadra de donde él había vivido con Pilar y Alcira: quería recomenzar exactamente desde donde se había quedado. Con Silvia tuvo dos hijos: Arturo y Paula. Pero su desafío era recuperar a sus dos hijas mayores. La primogénita, Andrea, estaba en Israel. La prueba más dura la tuvo con Pilar. Esa niña pequeña que había dejado con sus abuelos seis años atrás.
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—Para mí, mi papá y mi mamá estaban igual de desaparecidos. Yo en ese momento no identificaba la diferencia entre “fue secuestrada por los militares y no sabemos si está viva” y “está exiliado”. De hecho, cuando aparece mi papá, lo primero que pienso es que va a aparecer también mi mamá.Pilar tiene 41 años, tres hijos. Es baja y delgada. Psicóloga social, sus días transcurren colaborando con el Equipo Argentino de Antropología Forense (eaaf), con el que trabaja de manera articulada desde la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (Conadi), buscando identificar los restos de los desaparecidos de la última dictadura militar: contrasta huellas dactilares, busca muestras de sangre, acompaña a las familias en el proceso de restitución de huesos. Mientras habla en el estudio de su casa, de espacios enormes y techos altos, se enreda el pelo, rubio y largo, con los dedos.En diciembre de 1983, Jorge fue a ver a su exsuegro, Domingo Campiglia. Le dijo que había vuelto y que quería ver a Pilar. Campiglia le respondió que podía hacerlo los fines de semana, cada 15 días, cuando ella se encontraba con los padres de Jorge, Max y Lila. Domingo y su esposa, Dora Campiglia, habían perdido a sus dos hijos —Alcira y Horacio— en manos de los militares. Dos de sus nietas vivían en México, con su madre. La pequeña Pilar era lo único que tenían: dormía en la cama de Alcira, ocupaba un rincón del armario donde estaba la ropa de Alcira, amontonaba sus libros en la biblioteca de Alcira.Aunque Jorge dice que fue el 10 de diciembre de 1983 —el mismo día que volvió la democracia en Argentina—, en la memoria de Pilar el reencuentro sucedió el 24. Ella tenía siete años.—Mi abuela Dora me despierta y me dice: “¿A que no sabés quién viene a pasar la Navidad con nosotros? ¡Viene tu papá!”. Me agarró una emoción impresionante.Pero Jorge no llegó solo, sino con su nueva mujer y un bebé. Pilar se sintió desconcertada. Era la primera vez que iba a ver a su padre, aún no estaba segura de que su madre estuviese muerta y él llegaba con otra mujer. Siempre había sabido cuáles habían sido los destinos de Jorge y Alcira. Por ellos sentía, dice, “lo que deben haber sentido en algún momento de su historia el 90% de los hijos de desaparecidos: que eligieron la militancia y no cuidarte a vos”.Después de aquel reencuentro Pilar visitó a su padre los fines de semana, durante un año. Pero no terminaba de acostumbrarse. Le costaba llamar “papá” a un desconocido. No había pasado mucho tiempo cuando Jorge le preguntó si no quería mudarse con él. Ella le dijo que no podía dejar solos a sus abuelos pero, en realidad, no quería hacerlo; preocupada se lo contó a su abuela materna. El fin de semana siguiente, Dora Campiglia enfrentó a Jorge.
—Esa escena la tengo grabada como si la estuviera viendo. Mi abuela lo encara. Y la frase textual que mi papá le responde es: “Dorita, quédese tranquila, que sacarle a la nena sería lo último que yo haría”. A mí esa frase se me quedó grabada, porque cuando yo escucho eso digo: “¡Es un mentiroso, si me está preguntando a mí!”.A ese episodio se sumaron otros. Un día, Lewinger la llevó al registro civil y, sin avisarles a los abuelos, la reconoció con su apellido haciéndole otro DNI. En otra ocasión, se la llevó de vacaciones más días de los acordados, y no la dejaba llamar por teléfono a sus abuelos para avisar.—Todo se termina de pudrir, más o menos, para marzo del 85 —dice Pilar.En 1985, la justicia empezó a perseguir exintegrantes de los movimientos revolucionarios. Buscaban a Lewinger por haber sido jefe de prensa de Montoneros. Él decidió volver a exiliarse y le pidió a Domingo Campiglia que le permitiera llevarse a Pilar. Su exsuegro se negó. Jorge le ofreció llevarse a Dora para que acompañara a la niña. Eso no mejoró las cosas. Los Campiglia temían que, con tal de estar con Pilar, Jorge la secuestrara. Entonces decidieron esconderse con ella en un pequeño pueblo rural de Córdoba. Vivieron allí unos cinco meses.Jorge no llegó a salir del país. Lo arrestaron y lo llevaron a la cárcel de Devoto, en la ciudad de Buenos Aires, donde estuvo preso cuatro meses. Cuando salió en libertad, pidió legalmente la tenencia de su hija. A esa altura, Pilar le tenía pánico.—Alguna vez estuvo en la puerta de la casa de mis abuelos y yo no me animaba a salir porque tenía miedo de que me hiciera algo o me secuestrara —dice—. Otra vez fue a buscarme a la salida de la escuela y yo les pedía a mis compañeros que me taparan para que no me viera. Para mí era un monstruo.En el juzgado le habían impuesto ver a su padre tres horas a la semana. Ella lo rechazaba, se escapaba de las visitas. Tenía diez años cuando aceptó dar con él una vuelta a la manzana semanal alrededor de la casa de sus abuelos. Las vueltas de los jueves duraron once años.“Tocó el timbre. Como siempre la demora en abrir la puerta le pareció demasiada. ¿Y si no abría? ¿Si no salía esta vez? Pilar salió en silencio y comenzó a caminar. Rápido. Como siempre. Huyendo, vaya a saber de qué, de cuántas ausencias”, escribe Lewinger en Vueltas.—No le hablaba en toda la vuelta y alguna vez le pegué. Yo creo que nunca traté tan mal a una persona. Juro que no soy ese monstruo que parezco en el libro, pero, efectivamente, con él fui todo lo mala que pude ser —reconoce Pilar.En esos años, Jorge volvió a exiliarse —1989—; regresó —fines de 1989—; siguió colaborando con varios medios; comenzó a escribir, con Gonzalo Chávez, otro exmilitante, el libro Los del 73. Memoria montonera —1990—; entró a la Agencia Nacional de Noticias Télam —1994— y desde entonces trabaja allí.—Entré como colaborador y se me ocurrió una idea que fue muy piola—recuerda Lewinger—: en la sección de Economía me dijeron que podía escribir algunas notas al mes, entonces, en vez de hacerlas desde mi casa, me instalé en la agencia. Hacía entre seis y diez notas cortas por día. Después de un tiempo, les salía tan caro que terminaba siendo más fácil que me pagaran un sueldo fijo.Durante los años previos a su ingreso en la agencia de noticias Jorge seguía —perseverante, empecinado— trazando círculos semanales con Pilar. Pero a los 20 ella se casó, se fue de la casa de los abuelos y cortó todo vínculo con él. Hasta que quedó embarazada de su primer hijo y decidió que no quería privarlo de su abuelo. Era 1998 cuando Jorge la llamó y ella, por primera vez, no le cortó el teléfono.—Le expliqué que le tenía miedo. Que necesitaba sacar la montaña de fantasmas que había metido sobre él, que me diera tiempo. Ya estaba decidida. Era un proceso de ida.A medida que se fueron acercando, Jorge le habló de Trelew.—Me lo contó con toda la angustia de haberse sentido responsable de los fusilamientos. Me contó que cuando lo dejaron en libertad se sentía la peor basura y que en ese momento conoció a mi vieja, que de alguna manera lo recupera de algo de toda esa angustia. Me contó del desastre que se mandó interpretando mal la seña. Me lo contó desde el sufrimiento.[caption id="attachment_208145" align="aligncenter" width="715"]
El capitán Luis Emilio Sosa, al mando de las fuerzas de seguridad, coordina el operativo para la deposición de armas.[/caption]
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En mayo de 2012 Jorge Lewinger volvió a Trelew. Comenzaba el juicio a los responsables de la masacre e iba a encontrarse con los familiares de las víctimas de los fusilamientos por primera vez. Él dice que no dudó en ir cuando Pilar, que era parte de la organización del viaje, lo invitó. Ella dice que lo convenció.—Yo creo que él tenía mucho temor a lo que le pudieran decir los familiares. Hubo alguna escenita con una persona, pero nada más. Es imposible juzgar. Pero también sabía que para mi papá era muy importante poder dar la cara frente a ellos, que entendieran que no lo hizo a propósito, sentir que lo perdonaban.Para asistir a la apertura del juicio, que se hacía en Rawson, los familiares partieron todos juntos en un colectivo que los llevaría desde Trelew. Entre ellos estaba Alicia Bonet, exmilitante del Partido Revolucionario de los Trabajadores, la primera en demandar al Estado, en septiembre del 72, por el fusilamiento de su marido, Pedro Bonet, y en impulsar la causa tras una reunión con el expresidente Néstor Kirchner, en 2005. Cuando vio que Jorge también abordaba el vehículo, no se contuvo: empezó a gritar que él no debía estar ahí, que ese era un espacio para los familiares de las víctimas, que se bajara. Lewinger no le respondió.—Bonet me odiaba, me puteaba, me consideraba un cobarde. Fue una situación muy dura, muy jodida. Lo que me hizo sentir, haciéndome responsable de eso, me parece muy injusto. Durante mucho tiempo me sentí culpable por la muerte de los compañeros. Hasta que me di cuenta de que yo fui responsable del fracaso de la fuga. No de la masacre.
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“Jorge Lewinger pertenecía a una organización revolucionaria y tenía la tarea de entrar con el camión al penal”, asevera tajante Alicia Bonet. Su cólera llega en e-mails que envía desde Francia, donde vive desde 1978 y donde fundó y preside el Colectivo Argentino por la Memoria, una organización de argentinos y franceses que tiene la misión de divulgar, mediante actividades pedagógicas, los crímenes de lesa humanidad perpetrados por el Estado argentino entre 1972 y 1983. “Según él mismo lo dice, tuvo miedo de caer preso y en vez de interpretar la señal como que todo estaba en orden, se fue. En cualquier organización de aquella época se militaba sabiendo que se caía preso o se moría en la acción. Y se obedecía y se cumplía la tarea. Haber desobedecido es una traición. Es un traidor. Es responsable de la primera muerte de todos los compañeros. La segunda estará a cargo de los militares de la Armada. Cuando se realiza el juicio de Trelew, viaja junto a los familiares y se mezcla con ellos. Nos conoce a todos y en ningún momento se acercó con el objeto de pedir disculpas o algo que nos hable de su respeto y responsabilidad en lo que sucedió. Para mí, no hay olvido ni perdón para él.”—Yo me acuerdo de ese momento. Me incomodó. Y por otro lado, pensé: “Hay que estar en el lugar” —dice Raquel Camps, hija de Alberto Camps, y enciende un cigarrillo.Apura las pitadas. Fuma medio, tres cuartos y lo apaga, aplastándolo con determinación contra el cenicero, atestado de colillas y cuerpos chamuscados.—Yo nunca me voy a olvidar una frase que dijo Jorge: “La convicción de adentro no era la misma que la de afuera”. Yo sé que no le fue fácil todo esto. No es que no le importó nada. Terminaron viviendo juntos con mi viejo, y eso no fue porque sí. Ese momento (con Bonet) lo incomodó, pero todo era tan conmovedor y tan fuerte que no hubo lugar para eso. Estábamos juzgando a los culpables. A los realmente culpables.—Yo iba sentada en un asiento y al lado mío iba Alicia Bonet —recuerda Sara Kohon, hermana de Alfredo Kohon, uno de los fusilados—. Cuando vio que él estaba en el colectivo se puso muy mal, muy nerviosa. No quería que estuviera ahí. Yo, sinceramente, no le tengo bronca, ni odio ni resentimiento. Incluso fui y conversé con él. Mi pensamiento siempre fue que, por ejemplo, mi hermano podría haber estado en ese lugar y se podría haber equivocado. Si no se hubiera ido, otra hubiera sido la historia. A lo mejor no llegaban. A lo mejor los agarraban. O no. Nunca se va a saber.Como resultado del juicio, Rubén Paccagnini, jefe de la Base Aeronaval Almirante Zar en 1972, donde los militantes fueron fusilados, y Jorge Bautista, un capitán de navío acusado de encubrimiento, fueron absueltos. Los exmilitares Luis Sosa, Emilio Del Real y Carlos Marandino, ejecutores de los fusilamientos, fueron condenados a “prisión e inhabilitación absoluta y perpetuas” por ser “coautores responsables”, pero obtuvieron el beneficio de cumplir la pena en sus domicilios, por su edad. A Roberto Guillermo Bravo, el teniente de navío que, junto a Sosa, ordenó los fusilamientos, no lograron extraditarlo de los Estados Unidos, donde vive desde 1973.Aunque insuficientes, las condenas fueron para las familias de las víctimas el comienzo de una reivindicación que se había demorado 40 años. Lewinger también tuvo las suyas: a fines de 2005 el Equipo Argentino de Antropología Forense identificó los restos de Alcira, su segunda mujer, y pudo enterrarlos; viajó varias veces a Israel para visitar a su hija Andrea y conocer a los dos nietos que viven allá; en 2013 presentó, junto a Pilar, Vueltas. Relatos autobiográficos de un militante de los 70.—Yo adoro a mi papá —dice Pilar—. Sigo pensando que es una persona muy ansiosa. A veces no se da cuenta de lo que sucede a su alrededor. Pero tiene la capacidad de escuchar, puedo hablar de cualquier cosa con él. Y mis hijos lo adoran. Desde que recuperamos el vínculo, él empezó a venir a casa una vez a la semana a quedarse con ellos. Ese día él los llevaba a dormir y les inventaba historias fantasiosas. En un momento, a los siete años, Demián, el mayor, le dijo: “Bueno, dejá de contarme estas pavadas. Quiero que me cuentes historias de la guerrilla”. Después nos fuimos juntos a Cuba y Demián quería saber dónde entrenaba, qué llevaba en la mochila, cuánto pesaba el fusil. Una vez, cuando mi hija Leticia tenía cuatro o cinco años, volvíamos a casa con ella y una amiguita. Y la amiguita le dice: “Mi papá es el jefe de no sé qué cosa, en no sé qué facultad”. Un puesto muy importante. Y Leticia le responde: “Y mi abuelo era guerrillero como el Che Guevara”.[caption id="attachment_208146" align="aligncenter" width="715"]
Los 19 integrantes explican la motivación del plan de fuga frente a la prensa. Exigen la presencia del juez federal Alejandro Godoy y del médico Atilio Viglione. En la foto, de izquierda a derecha, María Antonia Berger, Mariano Pujadas y Rubén Pedro Bonet.[/caption][/read]