La ley del menor es casi como un filme, envuelve desde su primera escena. Con cada descripción de sitios, objetos y personajes, la vida se escapa de sus páginas para materializarse. Hace frío en Londres, la lluvia golpea las ventanas y la jueza Fiona Maye, de 59 años, aprieta en la mano un vaso de whiskey: su marido acaba de preguntarle si le permitiría acostarse con otra mujer.
Ian McEwan, autor de Ámsterdam (1998), Expiación (2001) y Sábado (2005), ha destacado por saber cómo situar a sus personajes en la más absoluta incomodidad. Sabe retratar la culpa, la crueldad y la violencia; sabe cómo angustiar al lector párrafo tras párrafo, hasta llegar al punto final. Su estilo ha variado con los años. Al inicio, coincide la crítica, se nutría de psicópatas, asesinatos y sangre. Ahora su pluma es quizá más mordaz. Recurre a la sutileza y la elegancia que podría esbozar un personaje de películas de James Ivory, o de Downton Abbey, para mostrar que la ley, la culpa y la razón también pueden despedazar.
En 1993 el académico Christopher Williams, de la Universidad de Bari, le dedicó todo un texto a su primera novela The Cement Garden, publicada en 1978. Entonces comparó el estilo de un debutante McEwan con el de Kafka y Beckett. McEwan, escribió Williams, tiene la capacidad de crear relatos atemporales y misteriosos. Con un estilo simple, sin expresar juicios u opiniones, logra construir un entramado que —como el bloque de acción de un guion cinematográfico— hable por sí mismo y logre conmover.
En su más reciente novela editada al español por Anagrama, McEwan construye la historia de Fiona, una mujer que desde hace décadas sale de casa para presidir un tribunal. Una mujer que escucha argumentos, acusaciones, verdades a medias; sopesa los hechos; piensa en la ley. Pero esta tarde, quien la mira y cuestiona es el hombre que la ha esperado cada noche, desde casa, por más de 35 años.
Afuera, en el Tribunal, Fiona sabe formular sentencias, pero ahora su experiencia en materia de valores, justicia y leyes sirve de poco o nada. Se debate en un conflicto en el que el choque entre sus ideas y sus emociones le dificultan respirar. Aquí no hay crimen que torture a su protagonista. Fiona camina sobre hielo delgado —quebradizo— porque está a punto de cumplir 60, sin tener hijos, cuando su marido la invita a racionalizar sus ganas por acostarse con una chica que le permita vivir un último “arranque de pasión”. Hasta cierto punto, McEwan se ha vuelto siniestro. En su nueva novela el peligro está en lo cotidiano.
Como ha sucedido en otras novelas escritas por él, sus protagonistas ponen a prueba su temple ético. Aquí, Fiona debe lidiar con dos dilemas a la vez. Por un lado, su marido; por el otro, un caso que le quita el sueño: a sus manos ha llegado el expediente de un chico de 18 años que está a punto de morir. Aquejado por leucemia, necesita una transfusión. Pero su religión (Testigos de Jehová) no le permite aceptar la sangre de un donador. Si Fiona emite un fallo a favor del hospital que podría salvarlo, iría en contra de los deseos del chico.
“No fui nunca un revolucionario, es verdad. Sé que a veces, las normas son estúpidas y merecen que rompamos con ellas, pero también creo que el hombre tiende a ser cruel, violento y egoísta y que para convivir necesitamos leyes e instituciones lo más precisas posibles”, dijo McEwan en una entrevista al periódico El Mundo el año pasado. En su nueva novela, el autor pone esas leyes e instituciones sobre la mesa y las enfrenta a una protagonista que juega con fuego cuando se cuestiona si debe romperlas o no. Como un cineasta extraordinario, que una vez fuera de la sala nos deja pensando si habríamos actuado del mismo modo que el héroe de la película, McEwan pone en jaque nuestra razón.