Empiezan a quedar obsoletas las infraestructuras neerlandesas con las que han ganado terreno al agua. La gran amenaza sigue siendo el incremento del calentamiento global y la subida consiguiente del nivel del mar. Tras idear formas de luchar contra el océano, los neerlandeses —una población con sólidas convicciones ecologistas, que elige sin dudarlo la bicicleta frente al vehículo a motor— ponen en marcha estrategias novedosas.
“God schiep de Aarde, maar de Nederlanders schiepen Nederland” (“Dios hizo el mundo, pero los neerlandeses hicieron los Países Bajos”), proclama con orgullo un dicho popular de esta pequeña y próspera nación, Nederland, erróneamente conocida en la mayor parte del mundo como Holanda, que no es más que una de sus regiones, dos de sus doce provincias. Por eso llamar holandés a un frisón es casi tan grave como llamar inglés a un escocés. El año pasado en Ámsterdam se pusieron por fin serios para lograr que el resto del planeta utilice el nombre y el gentilicio adecuados para dirigirse a este país.
Asentados en el enorme delta en el que confluyen tres de los ríos más grandes de Europa, los Países Bajos se hallan desde hace siglos en permanente lucha contra el agua. Más de un tercio de sus 41 543 km2 —entre los más densamente poblados de Europa donde, en la zona que concentra sus principales ciudades, hay más de mil doscientos habitantes por metro cuadrado—, se encuentran por debajo del nivel del frío y violento Mar del Norte, hasta 6.76 metros en el punto más bajo. Dos tercios más de su territorio, que están más o menos al nivel de las olas, sufren la amenaza permanente de inundaciones cuando se combinan crecidas fluviales o tormentas oceánicas con mareas altas (las últimas tuvieron lugar en la década de los noventa; en promedio, dieciséis por siglo), y casi una cuarta parte ha sido arrebatada por sus pobladores durante mil años a humedales, lagos o directamente al Atlántico, mediante el drenaje de más de tres mil pólders (terrenos desecados que se sitúan por debajo de la altitud del océano).
La inmensa mayoría de los casi setenta millones de pasajeros que aterrizaban anualmente —antes de la pandemia— en el aeropuerto de Schiphol, el tercero más transitado del continente y el duodécimo del mundo en 2019, ignoraba que al poner pie en tierra se encontraba cuatro metros por debajo del litoral. Tampoco son muchos los visitantes de un país casi tan famoso por los tulipanes como por la marihuana que saben que los populares molinos de viento que se alzan por todo su territorio, ante los que se hacen millones de selfies con sus móviles, no tenían como principal misión triturar grano, como apuntaría su nombre, sino drenar líquido desde terrenos inundados, en cantidades de hasta cincuenta mil litros por minuto.
Los viejos molinos, de los que se conservan más de un millar (solamente en Zaanse Schans llegó a haber más de seiscientos en el siglo XVII), formaban —y algunos siguen formando— parte del que ha devenido el mayor complejo de canales, diques, presas, compuertas hidráulicas y estaciones de bombeo del mundo, que no sólo ha logrado preservar la integridad del país y las vidas y posesiones de sus gentes, sino que le ha permitido incrementar su menguada superficie.
Los Países Bajos son un referente mundial en la lucha contra las inundaciones y, por tanto, una de las mecas del estudio de los efectos del cambio climático. Probablemente el organismo estratégico más importante del gobierno sea el Rijkswaterstaat, el departamento que gestiona las obras hidráulicas. La seguridad del país está más en sus manos que en las del ejército. Y donde el resto de la humanidad ve un problema, los neerlandeses ven una oportunidad; incluso, un negocio que aportó al país 7 600 millones de euros en 2018: vender su experiencia a un mundo amenazado con verse sumergido en pocas décadas (la ONU estima que una décima parte de la población mundial vive a menos de diez metros sobre el nivel del mar). El gobierno nombró en 2015 a un embajador especial para Asuntos del Agua, Henk Ovink, que viaja por el globo asesorando a países vulnerables, incluido Estados Unidos, tras el huracán Sandy.
Quienes quieren aprender sobre las más avanzadas tecnologías para frenar el ímpetu de las aguas peregrinan a Róterdam; las visitas de técnicos e investigadores de lugares como Nueva Orleans, Nueva York, Miami, Yakarta, Ho Chi Minh, Buenos Aires, Ciudad de México, Cancún o Bangladesh son habituales. Acuden en busca de ideas novedosas que vayan más allá de los clásicos muros de piedra u hormigón, que los eventos meteorológicos extremos cada vez más frecuentes y violentos asociados al cambio climático empiezan a desbordar.
La palabra clave en este combate es “resiliencia”. Adaptación al cambio. Una versión moderna y sintetizada del refrán “Si no puedes con tu enemigo, únete a él”. “No tenemos opción: tenemos que aprender a convivir con el agua”, sentencia el alcalde Ahmed Aboutaleb. Róterdam incluso tiene un director de Resiliencia, el geógrafo Arnoud Molenaar.
Junto a Molenaar hay especialistas como Corjan Gebraad, responsable de la gestión del agua en la administración local entre 2010 y 2018, o Harold van Waveren, asesor del Rijkswaterstaat. “No podemos estar siempre construyendo diques y diques, cada vez más altos. Hay otras alternativas”, afirma Gebraad. “Acabaríamos viviendo entre paredes de diez metros”, coincide Van Waveren, quien añade que “la protección contra el cambio climático es tan fuerte como el eslabón más débil de la cadena y, en nuestro caso, ésta no sólo incluye barreras junto al mar, sino un nuevo concepto del planeamiento del espacio, del manejo de las crisis, de educación infantil, de aplicaciones online y de aprovechamiento del espacio público”.
La idea es que, en vez de luchar contra el agua, es mejor gestionarla de la manera que haga menos daño. La lista de las iniciativas ya operativas en la segunda ciudad más poblada e importante del país —Róterdam es el mayor puerto de Europa, con 620 mil habitantes que viven dos metros bajo el nivel del mar— incluye depósitos de recogida y sembrados verdes en los tejados de las casas, que actúan como esponjas, islas flotantes que se adaptan a las crecidas; un canal de remo que se queda con parte del caudal del Rin cada vez que éste amenaza con desbordarse (lo que se prevé que en el futuro suceda cada diez años) y plazas, aparcamientos, estanques y piscinas que actúan como embalses de aguas pluviales. Cuando están vacíos, son infraestructuras urbanas útiles, de las que disfrutan lúdicamente los ciudadanos. En caso de riada, salvarán sus vidas y sus casas. También se está levantando el pavimento en muchos lugares de la urbe para que la tierra absorba el máximo líquido posible.
Una de las nuevas estrategias es “darles más espacio a los ríos para que fluyan”, revela Van Waveren; en ella se basa desde 2007 el programa Ruimte voor de rivier (“espacio para el río”), que hace lo contrario a lo que habían hecho los neerlandeses durante siglos: devolverle tierra al agua. Dotado con 2 300 millones de euros, el programa no ha estado exento de polémica. Se demolió un buen número de viviendas y granjas en una treintena larga de puntos cercanos al Rin, el Mosa, el Waal y el IJssel, donde se ha puesto en práctica. Dentro de este proyecto se restituyó a las marismas el pólder de Noordwaard, de 4 450 hectáreas. Su anegamiento periódico preservará la integridad de las ciudades cercanas. Otra idea que barajan algunos estudios es la construcción de islas artificiales frente a la costa, conectadas entre sí mediante diques para que formen una primera línea de defensa.
Así que no sorprende que los Países Bajos acogieran en enero de 2021 la Cumbre Mundial de Adaptación al Clima, preparatoria de la Climate Change Conference (COP26) que debe celebrarse —con un año de retraso, por la Covid-19— en el mes de noviembre en Glasgow. Los magros resultados de las 25 anteriores cumbres climáticas de la ONU se siguieron con el aliento contenido en este pequeño estado de la Europa septentrional. Que la temperatura media del planeta no aumente más de 1.5 grados a finales de siglo resulta vital para los neerlandeses. Si, como prevén los expertos del Panel Intergubernamental (IPCC) de la ONU, el nivel de las aguas sube entre 30 y 60 cm para 2100 (estudios del Gobierno de Ámsterdam temen que sean entre uno o dos y hasta más metros), y el Rin, el Mosa y el Escalda se desbordan con mayor frecuencia, debido al deshielo y a lluvias más intensas, las actuales defensas resultarán insuficientes.
Y está aún muy vivo el recuerdo del desastre de 1953, cuando un enorme temporal en el Mar del Norte, combinado con una marea viva, causó más de 1 800 muertos e ingentes daños materiales (doscientas mil reses ahogadas, cien mil personas sin hogar) al inundar 150 mil hectáreas, lo que impulsó la construcción del Plan Delta de diques, esclusas y bombas de achique en las regiones más meridionales del país, Zelanda y Brabante, que costó el equivalente de cinco mil millones de euros, un proyecto de tal magnitud y complejidad que a veces se lo ha llegado a denominar la “octava maravilla del mundo”.
Desde luego, pocos ingenieros lo sacarían de dicha lista. La joya del Plan Delta es el Oosterschelde, un dique sobre el Escalda oriental dotado de 62 aperturas de cuarenta metros de ancho que impiden y permiten el paso del agua salada de las mareas para preservar el ecosistema único del lago salobre que le da nombre. También impresiona la barrera de Maeslant, construida en los años noventa, con sus dos “torres Eiffel” basculantes y las articulaciones de bolas más grandes del mundo, que se puede cerrar en dos horas para proteger el puerto de Róterdam. Además, estas obras, sobre las que circulan autovías, acortaron los trayectos entre las diversas penínsulas e islas que se adentran como dedos en el mar.
Pero, situada más al norte, la mayor de las infraestructuras hidráulicas del país, el Afsluitdijk (literalmente, “dique de cierre”), es mucho más antigua y las previsiones del cambio climático amenazan con dejarla inoperante antes que a ninguna otra. Así que ya se ha empezado a trabajar en la reforma de esta obra de 32 kilómetros de longitud y noventa metros de ancho que desde 1932 separa —se espera que para siempre— el Zuiderzee, una bahía de cinco mil kilómetros cuadrados situada en el centro del país, del resto del mar de Wadden, convirtiéndola en el actual lago IJsselmeer. Éste se ha convertido en una reserva de agua dulce para el consumo de 2.5 millones de personas y para la próspera e intensiva agricultura nacional, que ha convertido a los Países Bajos, con un territorio menor que el de Costa Rica, en el segundo exportador mundial de alimentos, solamente por debajo de los Estados Unidos.
La construcción de esta “gran muralla” —que aseguran que, igual que la de China, también se distingue desde el espacio— fue la respuesta a otra gigantesca inundación, registrada en 1916, pero también a la necesidad de ganar tierras al mar para una nación densamente poblada en la que eran frecuentes las hambrunas. La mayor operación de desecación de zonas inundadas de la historia, que esta obra colosal hizo posible, permitió crear, a mediados del siglo pasado, una nueva provincia: Flevoland, de 1 400 km2, incorporada oficialmente al país en 1986 y en la que hoy viven más de cuatrocientas mil personas. En 1953, el enorme dique salvó al norte del país de la furia del océano que se cebó tan cruelmente con el sur.
Millones de metros cúbicos de materiales
Las grandes cifras de las obras del Afsluitdijk, que se iniciaron en 1920, son abrumadoras: más de cinco mil personas vertieron en el mar veintitrés millones de metros cúbicos de arena y diecieséis de arcilla, reforzada con guijarros y dieciocho millones de metros cúbicos de residuos forestales, además de cientos de miles de toneladas de rocas de basalto que se convertirían en la primera línea de resistencia a las olas. Transportaron todos estos materiales 105 barcos de fondo plano arrastrados por 72 remolcadores, una flota completada por once dragas y 73 barcas de remos.
A las 13:02 horas del 28 de mayo de 1932, con el sellado del último tramo, las sirenas de las embarcaciones atronaron el aire para celebrar que el Zuiderzee (el Mar del Sur) dejaba de existir para dar paso al IJsselmeer (el lago del río IJssel), en el que, poco a poco, día tras día, el agua salada de la antigua bahía, bombeada hacia el exterior desde la nueva infraestructura, fue siendo sustituida por la dulce que seguían aportando los ríos.
“El dique tenía que estar preparado para una tormenta que podría producirse una vez cada diez mil años, pero el cambio climático puede aumentar esa frecuencia”, señala Tjalling Dijkstra, máximo responsable del proyecto De Nieuwe Afsluitdijk ( “El nuevo Afsluitdijk”), que además pretende hacer de la infraestructura “un escaparate de lo que podemos lograr en materia de desarrollo sostenible”.
Las innovaciones energéticas y ambientales previstas se presentan en el Afsluitdijk Wadden Center, un edificio vanguardista que imita una salpicadura de espuma del mar, inaugurado a principios de 2018 en el asentamiento de Kornwerderzand, en la parte oriental de la barrera, a un tiro de piedra de las costas de Frisia. En una de sus salas, viejas fotografías en blanco y negro muestran la desolación que los elementos causaban periódicamente en este rincón del norte de Europa: campos anegados, edificios destruidos, gente evacuada en botes.
Las obras iniciaron en la primavera de 2019, pero la pandemia de la Covid-19 las está retrasando (lo previsto era que acabaran en 2022). Están ampliando el colosal híbrido de dique y presa, sobre el que pasa una autopista que diariamente recorren más de cincuenta mil vehículos; ganará dos metros más de altura, además de ser reforzado y reformado con ángulos más bajos, que dispersarán la fuerza de las olas.
Sobre las enormes piedras de basalto de la estructura construida hace cerca de un siglo se acomodarán 75 mil bloques de hormigón de 6 500 kilos cada uno, diseñados para que una vez se encajen entre sí no se puedan volver a separar. Su forma reduce al máximo el consumo del material de construcción lo que, según la empresa fabricante, ha recortado el impacto en forma de emisiones de su producción en un 56%. Cada día se transporta un centenar desde el cercano puerto frisón de Harlingen.
Además, en el lado holandés del dique, el complejo de drenaje de Den Oever se ampliará con nuevos cerramientos y dos grandes estaciones de bombeo capaces de evacuar hacia el mar de Wadden seiscientos metros cúbicos de agua por segundo (el equivalente a doce piscinas olímpicas) del agua fluvial que llega al IJseelmeer. Un cercano complejo de placas fotovoltaicas de 2.7 hectáreas alimentará su reducido consumo energético.
En el extremo opuesto, los cerramientos de desagüe de Kornwerderzand serán dotados de una barrera contra las inundaciones para protegerlos de la furia del océano. También se construirá un bici-carril que transcurrirá en paralelo a la transitada autovía. Los trabajos, que han generado unos ochocientos empleos, comportarán una inversión global de unos mil millones de euros que debe garantizar la plena eficacia de la muralla en su tarea de contener al Atlántico al menos hasta el año 2050.
Asimismo, el Afsluitdijk se convertirá en una gran planta de producción de energías renovables, que aprovechará las del sol (con islas de paneles fotovoltaicos flotantes o un pavimento especial en la carretera), el viento (mediante un gran parque eólico sobre el mar), el flujo de agua bombeado desde el lago al océano (con más turbinas como las instaladas desde 2015 en las viejas compuertas) y la fuerza de las mareas (que aprovecharán unas innovadoras cometas submarinas, las TidalKite, que vuelan en perpendicular a la corriente y pueden generar quinientos kilowatts cada una, suficientes para proveer de energía a setecientas viviendas, sin impacto alguno para la fauna y la flora subacuáticas, asegura su fabricante).
Algunos de estos proyectos ya están funcionando, como la planta piloto Blue Energy, que aprovecha el diferencial de salinidad entre el agua a uno y otro lados de la barrera para generar electricidad mediante el intercambio de iones. Ha contribuido a desarrollarla el catalán Jordi Moreno, quien garantiza que, instalando esta tecnología de vanguardia “en 30% de los ríos que llegan al mar en todo el mundo” se podría “proporcionar suficiente corriente eléctrica para todo el planeta”.
Ríos artificiales e islas fuera del agua
Además, en breve se pondrá en marcha una iniciativa pionera en el mundo: la construcción de un río artificial que, tras vencer las serias reticencias del Rijkswaterstaat (reacio a cualquier nuevo “agujero” en el dique), horadará por primera vez el mismo para permitir a peces migratorios, como los salmones o las anguilas, superar por primera vez en un siglo este obstáculo gigantesco, remontar de nuevo los ríos que desembocan en la zona y regenerar en el futuro la pesca en el lago, donde ahora faenan 38 barcos, cuando a principios de la pasada centuria había tres mil. Según los planes iniciales, también debería estar finalizado en 2022, si el coronavirus no lo impide.
Estará rodeado de espacios naturales a ambos lados de la barrera, con la idea de convertirlo en un foco de atracción turística; su forma de serpentín, de cuatro kilómetros de longitud, que en algunos tramos contará con ventanas para observar a los animales durante el trayecto, evitará que el agua salada llegue al IJsselmeer, incluso en el caso de las peores tormentas. Será la misma marea la que empujará los peces corriente arriba: “En este proyecto trabajamos con el agua, no contra ella”, proclama Kees Terwisscha, portavoz del Fish Migration Project, que se financiará totalmente con aportaciones privadas.
La construcción del Afsluitdijk y el cierre de la antigua bahía permitieron la operación de recuperación de tierras del mar más grande de la historia. Entre 1940 (en plena ocupación alemana) y 1968 se crearon unos 2 400 km2 de pólders que hoy conforman la provincia más joven del país, Flevoland. Su capital, Lelystad (seis metros bajo el nivel del mar), homenajea con su nombre a Cornelis Lely, el padre de la idea que la hizo surgir de las aguas, un ingeniero, ministro y exgobernador de Surinam que empezó a acariciar dicho proyecto a finales del siglo XIX, pero no llegó a ver terminada la obra del dique, pues falleció en 1929.
El cambio climático, no obstante, ataca por donde menos se lo espera. Paradójicamente, un país amenazado de inundaciones y riadas, donde llueve de media un 8% del tiempo, lleva también varios años sufriendo sequías. “En los cuatro últimos años hemos vivido episodios de escasez de agua. Algún verano ha habido restricciones y no se permitía ni regar jardines ni lavar coches. Y la agricultura se ha visto afectada. ¡Jamás hubiéramos podido imaginarlo!”, se lamenta Tjalling Dijkstra.
Y eso no es todo: conforme se sigue drenando agua de los pólders hacia el mar y suben las temperaturas (el doble de la media mundial), el nivel del suelo se hunde lenta pero inexorablemente. En Almere, por ejemplo, hasta cuatro milímetros anuales; mientras que en Groninga, al norte del país, se llega a los siete a causa de la extracción de gas en la provincia, que ha provocado diversos terremotos. La Agencia de Evaluación Ambiental y el Centro de Geodesia y Geoinformática lo constatan año tras año mediante imágenes de satélite y vaticinan un descenso de cincuenta centímetros en el próximo medio siglo.
“No quiero ser alarmista, pero la pregunta no es si los Países Bajos desaparecerán por debajo del nivel del mar, sino cuándo”, afirma el científico polar Peter Kuipers Munneke, de la Universidad de Utrecht, que viaja con frecuencia a la Antártida y Groenlandia y ve allí verterse al mar el agua que amenaza con tragarse su tierra natal. “La supervivencia del país está en juego. Puede que nuestros hijos tengan que despedirse de ciudades como La Haya, Delft, Róterdam, Ámsterdam, Leiden y Haarlem”, advirtió el historiador holandés Rutger Bregman en una carta abierta.
Pese a ello, los neerlandeses, una población con sólidas convicciones ecologistas —que elige sin dudarlo la bicicleta frente al vehículo a motor, separa sus residuos en 68% de los hogares, 21% de los cuales dispone de paneles solares—, no tienen miedo: confían en que sus expertos sometan al agua. Una encuesta de febrero de 2019 reveló que para una cuarta parte de la ciudadanía el debate sobre el cambio climático es exagerado. Un 35% consideró correcto el nivel de discusión sobre el mismo; 29% de los encuestados abogó por hacer más en este terreno, mientras 4% es directamente negacionista. “Para nosotros, el cambio climático está más allá de la ideología”, dice el alcalde de Róterdam, Ahmed Aboutaleb.
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