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"Blanco como porcelana", un cuento de Hiram Ruvalcaba

"Blanco como porcelana", un cuento de Hiram Ruvalcaba

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
El escritor originario de Jalisco traza la ruta existencial, humana, que lleva a sus personajes desde su circunstancia indefensa hasta la acción que los hará emerger airosos de la violencia en que se hallan inmersos, o bien terminará por hundirlos sin remedio en la desgracia y en la culpa.
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Tiempo de Lectura: 00 min

En estos relatos de Hiram Ruvalcaba, el autor jalisciense nunca titubea en exponer humillaciones, crueldades y amarguras, las nueve piezas que integran <i>Los inocentes</i> destacan tanto por su calidad técnica y estilística como por su exploración de la naturaleza humana.

Le advirtieron que habían repartido el esqueleto de Lucía entre diversos departamentos de la Escuela de Medicina. Que, aunque se había hecho lo posible para completarlo, la premura de la solicitud, el consecuente papeleo y otras insufciencias burocráticas terminaron por entorpecer el proceso. Por lo tanto, don José tendría que acompañar al doctor Hernández, asistente personal del director, hasta el edifcio de Traumatología, para recolectar las pocas piezas que faltaban.

-Una lástima lo de... ¿Camila, me dijo? Aquí le decíamos Paquito; lo bautizó un estudiante y el nombre se le quedó. Muy pegajoso, ¿no? Lo vamos a extrañar mucho, era un espécimen fascinante: huesitos blancos como porcelana, un cráneo de una redondez notable -Hernández avanzaba con holgura. En su mano cargaba una carpeta con la lista de los huesos que faltaban por recolectar.

Tratando de suavizar la situación, habló sobre el prestigio de la Escuela, los médicos famosos que habían egresado de ahí, los laboratorios de primer mundo. Cosas que don José no lograba entender plenamente. Él, en cambio, iba arrastrando los pies y sentía un poco de dolor en la espalda por los días que llevaba sin dormir bien. A veces miraba de reojo los pasillos de la universidad, nervioso, como si tuviera vergüenza de que alguien lo reconociera.

Piezas: así las habían llamado. Sintió en su mano derecha el peso de la mochila que le entregaron en la oficina del director. Producía sonidos sólidos cuando caminaba. Cloc cloc cloc cloc. Cuando entregó los documentos para recuperar a su hija, el director lo miró de arriba abajo e hizo una mueca de confusión. Revisó con calma los documentos y frunció el ceño: “¡Esto sí que fue el colmo! ¡Y claro, me van a echar la culpa a mí!”, fue todo lo que le dijo a él, al padre que se hacía pequeño bajo aquellos muros blancos. El resto fueron instrucciones gritadas a la secretaria para que pidiera que les llevaran todos los huesos que habían alcanzado a recoger.

No faltaban muchos: de las doscientas seis piezas que compondrían el esqueleto que una vez fue su hija, la mochilita negra con el sello universitario ya cargaba la mayoría. Faltaba poco para terminar de armarlo, y eso, por todo el cansancio que había acumulado durante los meses de búsqueda, lo aliviaba un poco.

-Lucía -dijo por fin, cambiándose la mochila de mano-, su nombre era Lu...

-Mi padre siempre quiso que yo estudiara Osteopatía, ¿sabe? -interrumpió Hernández, que no lo había escuchado-. Y aunque al principio me rebelé contra la idea, ahora le agradezco que eligiera este camino para mí. Cuando yo era estudiante, las cosas eran muy distintas. Ahora, si viera los cuerpos que nos provee el SEMEFO... Es tan difícil encontrar uno como el de Paquito -suspiró, sus ojos navegaron en la memoria-. Son los tiempos que corren. Cuando logramos hacernos de uno (a veces por medios no tan... académicos, dirían algunos), lo celebramos en gran- de y lo aprovechamos para todas las prácticas posibles.

Don José se estremeció, pero su gesto fue tan breve que Hernández no se dio cuenta. Se preguntó si Lucía habría visitado en algún momento aquella universidad, pero no era muy probable. No le hubiera dado tiempo porque se había ido a Tlayolan para trabajar, y su trabajo en los berries empezaba muy temprano. ¿Qué tiempo libre le quedaría para estudiar, siquiera para divertirse?

-Yo participé en la preparación del cuerpo, ¿sabe? Desde cortarle el cabello hasta repartir los órganos en bandejas. Retirar la carne es lo más difícil, en mi opinión. Hay que ser paciente, porque toma tiempo... -don José miraba los zapatos blancos de Hernández tratando de pensar en otra cosa, incapaz de hablar. Hacía tiempo que él y su mujer habían dejado de hablar también, como si el mundo sin la hija hubiera engullido sus palabras. En aquel silencio viscoso que habitaba ahora su casa, aprendió a mirar los zapatos de la gente, a vivir al ras del suelo-. Y luego los echamos en cal viva para separar los tendones y los restos de piel del hueso. Después los dejamos reposar y, cuando se requiere, se hacen pequeños orifcios para unir todo el esqueleto con alambre, aunque en este caso... ¡Vaya, qué rápido llegamos! Por aquí, por aquí. Pase por favor.

Entraron a un edificio muy alto lleno de ventanas pálidas. A pesar de la iluminación, la luz del interior se veía inquietante, hosca. Don José corría detrás del médico que lo adelantaba con sus largas zancadas de flamenco. A su alrededor pululaban jóvenes vestidos de blanco disolviéndose en las paredes o en las puertas también blancas del edificio. Sus batas les daban el aspecto regio de los cisnes, también el de las gallinas cacareando de un lado para otro.

-Aquí en Traumatología se realizan operaciones de todo tipo. Los estudiantes tienen acceso a los mejores instrumentos y hacemos siempre lo posible por procurarles especímenes en buenas condiciones, algo que no cualquier escuela hace. Sin duda alguna, la mejor opción para estudiar Medicina, ¿no le parece?

-No sabría decirle, doctor. La verdad yo no estudié más que la primaria.

Hernández le dio una palmada y se rio, como si hubiera escuchado un chiste. Con paso siempre veloz, lo condujo a través de un largo pasillo hasta una oficina también blanca, ocupada por una gallina atareada.

-Doctor Mendoza, ¡qué gusto verlo! -exclamó Hernández, sonriendo con media boca. El colega lo saludó sin levantarse del lugar. Por su rostro, don José tuvo claro que no le agradaban las visitas.

-Así que es cierto -dijo Mendoza, repasando a don José un par de veces, como auscultándolo-. Cuando me dijeron que tendríamos que separarnos de Paquito, quise pensar que era un rumor.

-Pues ahora lo ve, doctor. Resulta que Paquito era la hija de don José, aquí presente.

-Lucí...

-Y trae el oficio de requisición, supongo, para asegurarnos que se trata de la misma persona que usted busca -dijo el colega, mirando a don José con severidad y extendiendo una mano pulcra y visiblemente suave.

Don José metió la mano en su morral, sacó una carpeta y rebuscó entre los papeles unos segundos. Luego extendió un documento que el otro leyó con calma.

-¿El acta de SEMEFO? ¿El parte del médico forense? ¿La firma del Director? ¿El visto bueno del hospital universitario? ¿La autorización del Ministerio Público?

A cada nuevo documento nombrado, don José extraía un papel de su carpeta. El escritorio de Mendoza quedó cubierto por una fina capa de actas selladas.

-Todo está en orden, doctor, como usted podrá notar -intervino Hernández cambiando su expresión, un poco decaído.

-Me lleva el carajo, doctor -respondió Mendoza-, con lo difícil que es encontrar un cuerpo como el de Paquito.

El otro inclinó la cabeza y señaló socarronamente a don José, como si explicara: “lo mismo le dije yo”.

-Y estando los estudiantes tan encariñados, doctor. Lo difícil que será la separación para algunos.

-Se acostumbran a ver siempre el mismo cuerpo -dijo, dirigiéndose a don José-. Les da tranquilidad.

-Eso lo sabe usted porque es un buen doctor, doctor.

-Es una lástima, en verdad. Comprenderá que esto supone un problema para nosotros. Es una situación irregular, sumamente irregular -Mendoza se llevó la mano derecha a la barba-. Después de todo, seguimos el procedimiento adecuado para la adquisición del cadáver. También esperamos el tiempo sufciente para que alguien lo reclamara. No se imagina el papeleo que requiere este trámite, s e ñ o r. Y todo por el bien de la educación. Si fuera mi cuerpo, yo permitiría que se quedara en esta escuela: ¡qué mejor manera de aprovechar la vida después de la vida, que entregándose a la ciencia! ¿No lo cree así, doctor?

-Sin duda alguna.

-Una lástima -bajó la cabeza, meciéndola suavemente-. Una...

Lástima. Don José no contestó. Aunque se sentía apenado por los inconvenientes, no dudaba de sus motivos: tenía que sepultar a Lucía en sagrado. Pero no hallaba cómo explicarse: los meses de búsqueda sin saber nada de su hija, sin tener siquiera una dirección; las trabas de las autoridades cuando por fin le dieron razón de ella; la visita al SEMEFO; la llamada a casa cuando le dijeron que sí, que era su cuerpo; el rastro hasta la universidad. Las palabras se le hacían remolino en la lengua como si su boca fuera un hormiguero. Mendoza siguió quejándose, pero don José trató de ocultar el disgusto que desde hacía unos minutos estaba sintiendo. Afuera de la oficina escuchaba el cuchicheo de poco más de treinta estudiantes o profesores que iban y venían, probablemente hablando sobre él. Al verlos pensó en Lucía correteando a los pollos cuando era pequeña.

Te recomendamos leer: Donde viven los monstruos: infantes terribles en la literatura de Hiram Ruvalcaba.

Una flor de hielo se abrió en su corazón.

-Perdónenme. No era mi intención... -dijo al fin, masticando otras palabras.

Mendoza, cruzado de brazos, asintió.

-No era su intención. No era su intención, dice -resignado, golpeteaba su escritorio con los dedos-. Entiendo. Yo estoy de su lado, de verdad. Pero debe usted entender también la gravedad del asunto de Paquito. Si llegara a ver la luz...

-Sería un terrible golpe en nuestra credibilidad.

-¿Puedo...?

-Impensable, las arpías de los diarios se darían un festín con

nosotros, doctor.

-Sería un impacto para el estatus de la institución.

-Perdón, ¿puedo...?

-Perderíamos la confianza de los miembros de la comunidad.

-Los estudiantes correrían a otras escuelas en parvada.

-¡Quiero ver a mi hija! -dijo, avergonzado por la dureza de su voz.

Los doctores lo miraron como si fuera un bicho raro. Mendoza asintió, un poco afectado. Se paró, fue hasta uno de los anaqueles de su ofcina y lo abrió. Extrajo de ahí una caja que cloqueaba rítmicamente. La colocó en el escritorio para que don José la examinara. Ahí estaban el cráneo de Lucía y otros huesos indistinguibles para él. Todos se veían pulcros, blancos. Y delgados, acordes al cuerpo que tenía ella el día en que se separó de la familia.

Se estremeció. Oprimió el cartón con sus dedos llenos de callos. Sus ojos miraban fjamente hacia algún lugar lejos de aquella oficina, como fuera del tiempo. Hernández se asomó por encima de su hombro.

-Nosotros trajimos a Paquito a la Escuela, ¿sabe? -en su voz se distinguía un poco de orgullo, casi un tono de complicidad-. Vaya que recuerdo el día. ¿Usted, doctor? El reporte del SEMEFO parecía sacado de un western. Herida múltiple de bala. Impactos en el pecho y en el estómago, desangramiento. Lo encontraron en una cuneta en la carretera a Guadalajara. Tendría apenas unas horas de fallecido. Un caso lamentable, aunque común en nuestros tiempos.

-Creímos que estaría en malas condiciones para la institución, pero, exceptuando algunos órganos, su estado era casi óptimo. Con dieciséis impactos de bala, ¡un golpe de suerte! Está en tan buen estado que no me extraña que quiera llevárselo -dijo Mendoza, lastimero.

“Dios mío”, pensó don José, “en dónde te fuiste a meter, Lucy. ¿Cómo se lo digo a tu madre?” Carraspeó. Cuando dejaron de tener noticias de su hija, había supuesto que algo andaba mal. Pasado un mes, se prometió que estaría listo para lo peor. Pero dieciséis impactos de bala. ¿Qué tiene que hacer una muchacha de diecinueve años para ganarse dieciséis balazos?

-Diversos signos de violencia, doctor.

-Marcas de presión en cuello y manos, doctor.

-Hematomas en los glúteos, doctor.

-Signos de penetración post mortem, doctor.

Sintió que sus piernas faquearon. Pensó en el día en que Lucía había tomado el camión a Tlayolan: se despidió de los padres prometiendo que volvería pronto. Cuando los abrazó, les dijo medio en broma que mejor no la dejaran irse. Que ya se había arrepentido.

Hernández revisó de nueva cuenta la lista que llevaba. Asintió varias veces con gesto satisfecho.

-Cráneo, vértebras, dedos, un fémur... Bien, bien. Veo que ya tenemos todo lo que necesitamos aquí, ¿ahora sí estamos contentos? -don José no respondió. En un movimiento lento, calculado, abrió su mochilita y empezó a trasladar, uno a uno, los huesos que había en la caja. Acarició el cráneo con las yemas de sus dedos. Se detuvo. Lo contempló un instante.

-Perdón... -notó cómo se le quebraba la voz. Respiró profundamente, tratando de controlarse-. Perdón, pero ¿qué le pasó a la cabeza de mi hija? Es que casi no tiene dientes.

Mendoza se escandalizó. Murmurando improperios, se levantó de golpe de su escritorio y avanzó hasta el lugar donde estaba don José. Tenía la cara roja.

-Esos irresponsables, ¡sólo eso nos faltaba!

-¿Qué pasa, doctor? ¿Algo le molesta?

-Esos alumnitos del club de teatro. Tomaron el cráneo para presentar una obra y de seguro se les cayó en los ensayos o en la presentación. Pobre Paquito -Mendoza tomó el cráneo y empezó a acariciarlo con lamentación-, tanto que te habíamos cuidado.

-Debe haber algo que podamos hacer.

El otro lo miró, asintiendo.

-Usted disculpará lo de los dientes. Suele pasar por aquí -siguió Hernández-; no es algo que afecte mucho el espécimen, y por eso no le damos gran importancia. Además, es tan raro que vengan a reclamar osamentas. ¿No es así, doctor Mendoza?

El otro asintió.

-Supongo -dijo Mendoza, con un tono de orgullo-, supongo que podríamos sustituir sus dientes por piezas de cerámica.

-Podríamos llamar a nuestros colegas de Odontología.

-Alguna prótesis que se adecúe a...

-Así está bien, así está bien ya -don José tomó el cráneo y lo dejó a un costado del escritorio. Después empezó a acomodar el resto de los huesos en la mochila, tratando de deshacer el nudo en su garganta.

Cuando iba a tomar el fémur, Hernández lo detuvo. Luego, con delicadeza, levantó el hueso de la mesa y lo contempló por un momento. Su rostro se ensombreció.

-Doctor Mendoza, ¿no le parece que éste es demasiado largo? -introdujo la mano en la mochila y extrajo el otro fémur. Los colocó en la mesa el uno junto al otro.

No coincidían.

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-¿Qué dice? ¡Debe haber un error! -exclamó Mendoza, que tomó ambos huesos y los comparó a contraluz, como si la oscuridad de su ofcina les estuviera gastando una broma.

La diferencia era evidente. El nuevo fémur era al menos un par de centímetros más largo que el que habían entregado en dirección. Más grueso, además. “¡Me lleva!” Apresurado, Mendoza se precipitó sobre el anaquel de donde había sacado la caja. Durante varios minutos, los dos hombres lo observaron mientras abría cajones, los cerraba, los volvía a abrir. En un momento dado introdujo el brazo completo en ellos, como un mago tratando de sacar un conejo de la oscuridad. Sin éxito.

Finalmente, rendido, volvió a su lado.

-No tengo idea... Yo le juro, doctor Hernández, que hice todo al pie de la letra. Aquí tiene los oficios... Yo... -abrió un cajón de su escritorio, extrajo una carpeta y la depositó lastimeramente frente a los dos- no sé qué pasó... ¿Qué podemos hacer?

Por primera vez en la tarde, Hernández se quedó callado. “Denos un momento, por favor, don José”, dijo y se alejó unos cuantos pasos para hablar con Mendoza. Cuchichearon un rato. Durante la conversación, ambos doctores miraban a su alrededor y, de vez en cuando, torciendo el gesto, hacia don José. “No, no podríamos”, musitaba uno, “quizás si estuviera dispuesto a...”, respondía el otro. “Y si volviera luego...”, “Se lo podemos mandar por paquetería.” Hernández repasó los documentos que Mendoza le había extendido.

Entretanto, don José había recogido los dos huesos y los había alzado a la altura de sus ojos. Cansado, depositó la mochila en el escritorio y se sentó frente a ella. Apretó la base de su nariz con los dedos. Sintió que sus ojos se humedecían. ¿Qué pensaría su mujer cuando lo viera llegando con una mochila?

Tomó por segunda vez el cráneo y lo examinó con calma. Su blancura era desconcertante. Su redondez traía memorias muy viejas y queridas. Pegó sus labios en la frente y lo besó en silencio. “Mi niña”, susurró como quien mira el mundo desmoronarse.

-Debe ser el fémur de Isabel, el muchachito que nos llegó en diciembre. No tengo idea de cómo se intercambiaron -Mendoza se acercó con gesto amigable. Hernández repasó por décima vez los documentos. Se llevó la mano a la barbilla. Se rascaba.

-Es una situación muy vergonzosa, ¿no lo cree? -Hernández puso la mano en el hombro del campesino y lo oprimió con complicidad-. Podríamos hacer un par de cosas, porque la celeridad del proceso nos ha tomado desprevenidos.

-Podría dejarnos los dos huesos, en lo que encontramos el que completa a Paquito.

-Podría esperar en Tlayolan un par de días, hasta que le notifiquemos que puede pasar por él. Por el auténtico, quiero decir.

-Aunque, por experiencia, le diré que difícilmente lo vamos a encontrar pronto... si es que llegáramos a encontrarlo.

-Lo que nos lleva a la otra posibilidad.

-Podría llevarse estos dos: después de todo, sería lamentable que no fuera capaz de armarlo. Con lo bonito que se ve cuando está montado.

Cuando dijo esto, Mendoza extendió los dos huesos como si estuviera deshaciéndose de una estafeta. Al mirarlos, don José se imaginó a su hija llegando al cielo hecha pedazos. Los doctores blandían una sonrisa nerviosa. Pero no dijeron más. Sintió que su cabeza se calentaba. Apretó los dientes.

Sin decir palabra, tomó ambos huesos y los guardó. Quiso meter también el cráneo, pero la mochila ya no cerraba. Espiró con fuerza, lo acomodó en su brazo derecho y salió sin despedirse. “Lucía. ¡Se llamaba Lucía!”, alcanzó a decirles, pero ellos se enfrascaron en un nuevo cacareo sobre el destino de Isabel y ya no lo escucharon. Don José apretó el cráneo contra su torso: lo detuvo así unos segundos y salió del lugar. La Escuela de Medicina se abría frente a él, pero ya no le parecía amenazante. La sensación era de hastío: la claridad de los edificios lo desesperaba. Pensó en su hija, en el camino a casa, en el entierro que tenían programado.

Al salir, el sol se pegaba en su rostro con encono. Avanzó rápidamente. Los estudiantes pasaban junto a él como una parvada de palomas. A su paso, los huesos hacían cloc cloc cloc cloc y, en su mano derecha, el cráneo chimuelo de Lucía parecía sonreírle a la gente que se cruzaba con ellos.

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Con autorización de Editorial Era publicamos el cuento "Blanco como porcelana", que pertenece al libro Los inocentes de Hiram Ruvalcaba.

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"Blanco como porcelana", un cuento de Hiram Ruvalcaba

"Blanco como porcelana", un cuento de Hiram Ruvalcaba

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
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Tiempo de Lectura: 00 min

En estos relatos de Hiram Ruvalcaba, el autor jalisciense nunca titubea en exponer humillaciones, crueldades y amarguras, las nueve piezas que integran <i>Los inocentes</i> destacan tanto por su calidad técnica y estilística como por su exploración de la naturaleza humana.

Le advirtieron que habían repartido el esqueleto de Lucía entre diversos departamentos de la Escuela de Medicina. Que, aunque se había hecho lo posible para completarlo, la premura de la solicitud, el consecuente papeleo y otras insufciencias burocráticas terminaron por entorpecer el proceso. Por lo tanto, don José tendría que acompañar al doctor Hernández, asistente personal del director, hasta el edifcio de Traumatología, para recolectar las pocas piezas que faltaban.

-Una lástima lo de... ¿Camila, me dijo? Aquí le decíamos Paquito; lo bautizó un estudiante y el nombre se le quedó. Muy pegajoso, ¿no? Lo vamos a extrañar mucho, era un espécimen fascinante: huesitos blancos como porcelana, un cráneo de una redondez notable -Hernández avanzaba con holgura. En su mano cargaba una carpeta con la lista de los huesos que faltaban por recolectar.

Tratando de suavizar la situación, habló sobre el prestigio de la Escuela, los médicos famosos que habían egresado de ahí, los laboratorios de primer mundo. Cosas que don José no lograba entender plenamente. Él, en cambio, iba arrastrando los pies y sentía un poco de dolor en la espalda por los días que llevaba sin dormir bien. A veces miraba de reojo los pasillos de la universidad, nervioso, como si tuviera vergüenza de que alguien lo reconociera.

Piezas: así las habían llamado. Sintió en su mano derecha el peso de la mochila que le entregaron en la oficina del director. Producía sonidos sólidos cuando caminaba. Cloc cloc cloc cloc. Cuando entregó los documentos para recuperar a su hija, el director lo miró de arriba abajo e hizo una mueca de confusión. Revisó con calma los documentos y frunció el ceño: “¡Esto sí que fue el colmo! ¡Y claro, me van a echar la culpa a mí!”, fue todo lo que le dijo a él, al padre que se hacía pequeño bajo aquellos muros blancos. El resto fueron instrucciones gritadas a la secretaria para que pidiera que les llevaran todos los huesos que habían alcanzado a recoger.

No faltaban muchos: de las doscientas seis piezas que compondrían el esqueleto que una vez fue su hija, la mochilita negra con el sello universitario ya cargaba la mayoría. Faltaba poco para terminar de armarlo, y eso, por todo el cansancio que había acumulado durante los meses de búsqueda, lo aliviaba un poco.

-Lucía -dijo por fin, cambiándose la mochila de mano-, su nombre era Lu...

-Mi padre siempre quiso que yo estudiara Osteopatía, ¿sabe? -interrumpió Hernández, que no lo había escuchado-. Y aunque al principio me rebelé contra la idea, ahora le agradezco que eligiera este camino para mí. Cuando yo era estudiante, las cosas eran muy distintas. Ahora, si viera los cuerpos que nos provee el SEMEFO... Es tan difícil encontrar uno como el de Paquito -suspiró, sus ojos navegaron en la memoria-. Son los tiempos que corren. Cuando logramos hacernos de uno (a veces por medios no tan... académicos, dirían algunos), lo celebramos en gran- de y lo aprovechamos para todas las prácticas posibles.

Don José se estremeció, pero su gesto fue tan breve que Hernández no se dio cuenta. Se preguntó si Lucía habría visitado en algún momento aquella universidad, pero no era muy probable. No le hubiera dado tiempo porque se había ido a Tlayolan para trabajar, y su trabajo en los berries empezaba muy temprano. ¿Qué tiempo libre le quedaría para estudiar, siquiera para divertirse?

-Yo participé en la preparación del cuerpo, ¿sabe? Desde cortarle el cabello hasta repartir los órganos en bandejas. Retirar la carne es lo más difícil, en mi opinión. Hay que ser paciente, porque toma tiempo... -don José miraba los zapatos blancos de Hernández tratando de pensar en otra cosa, incapaz de hablar. Hacía tiempo que él y su mujer habían dejado de hablar también, como si el mundo sin la hija hubiera engullido sus palabras. En aquel silencio viscoso que habitaba ahora su casa, aprendió a mirar los zapatos de la gente, a vivir al ras del suelo-. Y luego los echamos en cal viva para separar los tendones y los restos de piel del hueso. Después los dejamos reposar y, cuando se requiere, se hacen pequeños orifcios para unir todo el esqueleto con alambre, aunque en este caso... ¡Vaya, qué rápido llegamos! Por aquí, por aquí. Pase por favor.

Entraron a un edificio muy alto lleno de ventanas pálidas. A pesar de la iluminación, la luz del interior se veía inquietante, hosca. Don José corría detrás del médico que lo adelantaba con sus largas zancadas de flamenco. A su alrededor pululaban jóvenes vestidos de blanco disolviéndose en las paredes o en las puertas también blancas del edificio. Sus batas les daban el aspecto regio de los cisnes, también el de las gallinas cacareando de un lado para otro.

-Aquí en Traumatología se realizan operaciones de todo tipo. Los estudiantes tienen acceso a los mejores instrumentos y hacemos siempre lo posible por procurarles especímenes en buenas condiciones, algo que no cualquier escuela hace. Sin duda alguna, la mejor opción para estudiar Medicina, ¿no le parece?

-No sabría decirle, doctor. La verdad yo no estudié más que la primaria.

Hernández le dio una palmada y se rio, como si hubiera escuchado un chiste. Con paso siempre veloz, lo condujo a través de un largo pasillo hasta una oficina también blanca, ocupada por una gallina atareada.

-Doctor Mendoza, ¡qué gusto verlo! -exclamó Hernández, sonriendo con media boca. El colega lo saludó sin levantarse del lugar. Por su rostro, don José tuvo claro que no le agradaban las visitas.

-Así que es cierto -dijo Mendoza, repasando a don José un par de veces, como auscultándolo-. Cuando me dijeron que tendríamos que separarnos de Paquito, quise pensar que era un rumor.

-Pues ahora lo ve, doctor. Resulta que Paquito era la hija de don José, aquí presente.

-Lucí...

-Y trae el oficio de requisición, supongo, para asegurarnos que se trata de la misma persona que usted busca -dijo el colega, mirando a don José con severidad y extendiendo una mano pulcra y visiblemente suave.

Don José metió la mano en su morral, sacó una carpeta y rebuscó entre los papeles unos segundos. Luego extendió un documento que el otro leyó con calma.

-¿El acta de SEMEFO? ¿El parte del médico forense? ¿La firma del Director? ¿El visto bueno del hospital universitario? ¿La autorización del Ministerio Público?

A cada nuevo documento nombrado, don José extraía un papel de su carpeta. El escritorio de Mendoza quedó cubierto por una fina capa de actas selladas.

-Todo está en orden, doctor, como usted podrá notar -intervino Hernández cambiando su expresión, un poco decaído.

-Me lleva el carajo, doctor -respondió Mendoza-, con lo difícil que es encontrar un cuerpo como el de Paquito.

El otro inclinó la cabeza y señaló socarronamente a don José, como si explicara: “lo mismo le dije yo”.

-Y estando los estudiantes tan encariñados, doctor. Lo difícil que será la separación para algunos.

-Se acostumbran a ver siempre el mismo cuerpo -dijo, dirigiéndose a don José-. Les da tranquilidad.

-Eso lo sabe usted porque es un buen doctor, doctor.

-Es una lástima, en verdad. Comprenderá que esto supone un problema para nosotros. Es una situación irregular, sumamente irregular -Mendoza se llevó la mano derecha a la barba-. Después de todo, seguimos el procedimiento adecuado para la adquisición del cadáver. También esperamos el tiempo sufciente para que alguien lo reclamara. No se imagina el papeleo que requiere este trámite, s e ñ o r. Y todo por el bien de la educación. Si fuera mi cuerpo, yo permitiría que se quedara en esta escuela: ¡qué mejor manera de aprovechar la vida después de la vida, que entregándose a la ciencia! ¿No lo cree así, doctor?

-Sin duda alguna.

-Una lástima -bajó la cabeza, meciéndola suavemente-. Una...

Lástima. Don José no contestó. Aunque se sentía apenado por los inconvenientes, no dudaba de sus motivos: tenía que sepultar a Lucía en sagrado. Pero no hallaba cómo explicarse: los meses de búsqueda sin saber nada de su hija, sin tener siquiera una dirección; las trabas de las autoridades cuando por fin le dieron razón de ella; la visita al SEMEFO; la llamada a casa cuando le dijeron que sí, que era su cuerpo; el rastro hasta la universidad. Las palabras se le hacían remolino en la lengua como si su boca fuera un hormiguero. Mendoza siguió quejándose, pero don José trató de ocultar el disgusto que desde hacía unos minutos estaba sintiendo. Afuera de la oficina escuchaba el cuchicheo de poco más de treinta estudiantes o profesores que iban y venían, probablemente hablando sobre él. Al verlos pensó en Lucía correteando a los pollos cuando era pequeña.

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Una flor de hielo se abrió en su corazón.

-Perdónenme. No era mi intención... -dijo al fin, masticando otras palabras.

Mendoza, cruzado de brazos, asintió.

-No era su intención. No era su intención, dice -resignado, golpeteaba su escritorio con los dedos-. Entiendo. Yo estoy de su lado, de verdad. Pero debe usted entender también la gravedad del asunto de Paquito. Si llegara a ver la luz...

-Sería un terrible golpe en nuestra credibilidad.

-¿Puedo...?

-Impensable, las arpías de los diarios se darían un festín con

nosotros, doctor.

-Sería un impacto para el estatus de la institución.

-Perdón, ¿puedo...?

-Perderíamos la confianza de los miembros de la comunidad.

-Los estudiantes correrían a otras escuelas en parvada.

-¡Quiero ver a mi hija! -dijo, avergonzado por la dureza de su voz.

Los doctores lo miraron como si fuera un bicho raro. Mendoza asintió, un poco afectado. Se paró, fue hasta uno de los anaqueles de su ofcina y lo abrió. Extrajo de ahí una caja que cloqueaba rítmicamente. La colocó en el escritorio para que don José la examinara. Ahí estaban el cráneo de Lucía y otros huesos indistinguibles para él. Todos se veían pulcros, blancos. Y delgados, acordes al cuerpo que tenía ella el día en que se separó de la familia.

Se estremeció. Oprimió el cartón con sus dedos llenos de callos. Sus ojos miraban fjamente hacia algún lugar lejos de aquella oficina, como fuera del tiempo. Hernández se asomó por encima de su hombro.

-Nosotros trajimos a Paquito a la Escuela, ¿sabe? -en su voz se distinguía un poco de orgullo, casi un tono de complicidad-. Vaya que recuerdo el día. ¿Usted, doctor? El reporte del SEMEFO parecía sacado de un western. Herida múltiple de bala. Impactos en el pecho y en el estómago, desangramiento. Lo encontraron en una cuneta en la carretera a Guadalajara. Tendría apenas unas horas de fallecido. Un caso lamentable, aunque común en nuestros tiempos.

-Creímos que estaría en malas condiciones para la institución, pero, exceptuando algunos órganos, su estado era casi óptimo. Con dieciséis impactos de bala, ¡un golpe de suerte! Está en tan buen estado que no me extraña que quiera llevárselo -dijo Mendoza, lastimero.

“Dios mío”, pensó don José, “en dónde te fuiste a meter, Lucy. ¿Cómo se lo digo a tu madre?” Carraspeó. Cuando dejaron de tener noticias de su hija, había supuesto que algo andaba mal. Pasado un mes, se prometió que estaría listo para lo peor. Pero dieciséis impactos de bala. ¿Qué tiene que hacer una muchacha de diecinueve años para ganarse dieciséis balazos?

-Diversos signos de violencia, doctor.

-Marcas de presión en cuello y manos, doctor.

-Hematomas en los glúteos, doctor.

-Signos de penetración post mortem, doctor.

Sintió que sus piernas faquearon. Pensó en el día en que Lucía había tomado el camión a Tlayolan: se despidió de los padres prometiendo que volvería pronto. Cuando los abrazó, les dijo medio en broma que mejor no la dejaran irse. Que ya se había arrepentido.

Hernández revisó de nueva cuenta la lista que llevaba. Asintió varias veces con gesto satisfecho.

-Cráneo, vértebras, dedos, un fémur... Bien, bien. Veo que ya tenemos todo lo que necesitamos aquí, ¿ahora sí estamos contentos? -don José no respondió. En un movimiento lento, calculado, abrió su mochilita y empezó a trasladar, uno a uno, los huesos que había en la caja. Acarició el cráneo con las yemas de sus dedos. Se detuvo. Lo contempló un instante.

-Perdón... -notó cómo se le quebraba la voz. Respiró profundamente, tratando de controlarse-. Perdón, pero ¿qué le pasó a la cabeza de mi hija? Es que casi no tiene dientes.

Mendoza se escandalizó. Murmurando improperios, se levantó de golpe de su escritorio y avanzó hasta el lugar donde estaba don José. Tenía la cara roja.

-Esos irresponsables, ¡sólo eso nos faltaba!

-¿Qué pasa, doctor? ¿Algo le molesta?

-Esos alumnitos del club de teatro. Tomaron el cráneo para presentar una obra y de seguro se les cayó en los ensayos o en la presentación. Pobre Paquito -Mendoza tomó el cráneo y empezó a acariciarlo con lamentación-, tanto que te habíamos cuidado.

-Debe haber algo que podamos hacer.

El otro lo miró, asintiendo.

-Usted disculpará lo de los dientes. Suele pasar por aquí -siguió Hernández-; no es algo que afecte mucho el espécimen, y por eso no le damos gran importancia. Además, es tan raro que vengan a reclamar osamentas. ¿No es así, doctor Mendoza?

El otro asintió.

-Supongo -dijo Mendoza, con un tono de orgullo-, supongo que podríamos sustituir sus dientes por piezas de cerámica.

-Podríamos llamar a nuestros colegas de Odontología.

-Alguna prótesis que se adecúe a...

-Así está bien, así está bien ya -don José tomó el cráneo y lo dejó a un costado del escritorio. Después empezó a acomodar el resto de los huesos en la mochila, tratando de deshacer el nudo en su garganta.

Cuando iba a tomar el fémur, Hernández lo detuvo. Luego, con delicadeza, levantó el hueso de la mesa y lo contempló por un momento. Su rostro se ensombreció.

-Doctor Mendoza, ¿no le parece que éste es demasiado largo? -introdujo la mano en la mochila y extrajo el otro fémur. Los colocó en la mesa el uno junto al otro.

No coincidían.

Te podría interesar: Y dejé de llamarte papá, el adelanto del libro de Caroline Darian, hija de Gisèle Pelicot.

-¿Qué dice? ¡Debe haber un error! -exclamó Mendoza, que tomó ambos huesos y los comparó a contraluz, como si la oscuridad de su ofcina les estuviera gastando una broma.

La diferencia era evidente. El nuevo fémur era al menos un par de centímetros más largo que el que habían entregado en dirección. Más grueso, además. “¡Me lleva!” Apresurado, Mendoza se precipitó sobre el anaquel de donde había sacado la caja. Durante varios minutos, los dos hombres lo observaron mientras abría cajones, los cerraba, los volvía a abrir. En un momento dado introdujo el brazo completo en ellos, como un mago tratando de sacar un conejo de la oscuridad. Sin éxito.

Finalmente, rendido, volvió a su lado.

-No tengo idea... Yo le juro, doctor Hernández, que hice todo al pie de la letra. Aquí tiene los oficios... Yo... -abrió un cajón de su escritorio, extrajo una carpeta y la depositó lastimeramente frente a los dos- no sé qué pasó... ¿Qué podemos hacer?

Por primera vez en la tarde, Hernández se quedó callado. “Denos un momento, por favor, don José”, dijo y se alejó unos cuantos pasos para hablar con Mendoza. Cuchichearon un rato. Durante la conversación, ambos doctores miraban a su alrededor y, de vez en cuando, torciendo el gesto, hacia don José. “No, no podríamos”, musitaba uno, “quizás si estuviera dispuesto a...”, respondía el otro. “Y si volviera luego...”, “Se lo podemos mandar por paquetería.” Hernández repasó los documentos que Mendoza le había extendido.

Entretanto, don José había recogido los dos huesos y los había alzado a la altura de sus ojos. Cansado, depositó la mochila en el escritorio y se sentó frente a ella. Apretó la base de su nariz con los dedos. Sintió que sus ojos se humedecían. ¿Qué pensaría su mujer cuando lo viera llegando con una mochila?

Tomó por segunda vez el cráneo y lo examinó con calma. Su blancura era desconcertante. Su redondez traía memorias muy viejas y queridas. Pegó sus labios en la frente y lo besó en silencio. “Mi niña”, susurró como quien mira el mundo desmoronarse.

-Debe ser el fémur de Isabel, el muchachito que nos llegó en diciembre. No tengo idea de cómo se intercambiaron -Mendoza se acercó con gesto amigable. Hernández repasó por décima vez los documentos. Se llevó la mano a la barbilla. Se rascaba.

-Es una situación muy vergonzosa, ¿no lo cree? -Hernández puso la mano en el hombro del campesino y lo oprimió con complicidad-. Podríamos hacer un par de cosas, porque la celeridad del proceso nos ha tomado desprevenidos.

-Podría dejarnos los dos huesos, en lo que encontramos el que completa a Paquito.

-Podría esperar en Tlayolan un par de días, hasta que le notifiquemos que puede pasar por él. Por el auténtico, quiero decir.

-Aunque, por experiencia, le diré que difícilmente lo vamos a encontrar pronto... si es que llegáramos a encontrarlo.

-Lo que nos lleva a la otra posibilidad.

-Podría llevarse estos dos: después de todo, sería lamentable que no fuera capaz de armarlo. Con lo bonito que se ve cuando está montado.

Cuando dijo esto, Mendoza extendió los dos huesos como si estuviera deshaciéndose de una estafeta. Al mirarlos, don José se imaginó a su hija llegando al cielo hecha pedazos. Los doctores blandían una sonrisa nerviosa. Pero no dijeron más. Sintió que su cabeza se calentaba. Apretó los dientes.

Sin decir palabra, tomó ambos huesos y los guardó. Quiso meter también el cráneo, pero la mochila ya no cerraba. Espiró con fuerza, lo acomodó en su brazo derecho y salió sin despedirse. “Lucía. ¡Se llamaba Lucía!”, alcanzó a decirles, pero ellos se enfrascaron en un nuevo cacareo sobre el destino de Isabel y ya no lo escucharon. Don José apretó el cráneo contra su torso: lo detuvo así unos segundos y salió del lugar. La Escuela de Medicina se abría frente a él, pero ya no le parecía amenazante. La sensación era de hastío: la claridad de los edificios lo desesperaba. Pensó en su hija, en el camino a casa, en el entierro que tenían programado.

Al salir, el sol se pegaba en su rostro con encono. Avanzó rápidamente. Los estudiantes pasaban junto a él como una parvada de palomas. A su paso, los huesos hacían cloc cloc cloc cloc y, en su mano derecha, el cráneo chimuelo de Lucía parecía sonreírle a la gente que se cruzaba con ellos.

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Con autorización de Editorial Era publicamos el cuento "Blanco como porcelana", que pertenece al libro Los inocentes de Hiram Ruvalcaba.

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"Blanco como porcelana", un cuento de Hiram Ruvalcaba

"Blanco como porcelana", un cuento de Hiram Ruvalcaba

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
El escritor originario de Jalisco traza la ruta existencial, humana, que lleva a sus personajes desde su circunstancia indefensa hasta la acción que los hará emerger airosos de la violencia en que se hallan inmersos, o bien terminará por hundirlos sin remedio en la desgracia y en la culpa.
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Tiempo de Lectura: 00 min

En estos relatos de Hiram Ruvalcaba, el autor jalisciense nunca titubea en exponer humillaciones, crueldades y amarguras, las nueve piezas que integran <i>Los inocentes</i> destacan tanto por su calidad técnica y estilística como por su exploración de la naturaleza humana.

Le advirtieron que habían repartido el esqueleto de Lucía entre diversos departamentos de la Escuela de Medicina. Que, aunque se había hecho lo posible para completarlo, la premura de la solicitud, el consecuente papeleo y otras insufciencias burocráticas terminaron por entorpecer el proceso. Por lo tanto, don José tendría que acompañar al doctor Hernández, asistente personal del director, hasta el edifcio de Traumatología, para recolectar las pocas piezas que faltaban.

-Una lástima lo de... ¿Camila, me dijo? Aquí le decíamos Paquito; lo bautizó un estudiante y el nombre se le quedó. Muy pegajoso, ¿no? Lo vamos a extrañar mucho, era un espécimen fascinante: huesitos blancos como porcelana, un cráneo de una redondez notable -Hernández avanzaba con holgura. En su mano cargaba una carpeta con la lista de los huesos que faltaban por recolectar.

Tratando de suavizar la situación, habló sobre el prestigio de la Escuela, los médicos famosos que habían egresado de ahí, los laboratorios de primer mundo. Cosas que don José no lograba entender plenamente. Él, en cambio, iba arrastrando los pies y sentía un poco de dolor en la espalda por los días que llevaba sin dormir bien. A veces miraba de reojo los pasillos de la universidad, nervioso, como si tuviera vergüenza de que alguien lo reconociera.

Piezas: así las habían llamado. Sintió en su mano derecha el peso de la mochila que le entregaron en la oficina del director. Producía sonidos sólidos cuando caminaba. Cloc cloc cloc cloc. Cuando entregó los documentos para recuperar a su hija, el director lo miró de arriba abajo e hizo una mueca de confusión. Revisó con calma los documentos y frunció el ceño: “¡Esto sí que fue el colmo! ¡Y claro, me van a echar la culpa a mí!”, fue todo lo que le dijo a él, al padre que se hacía pequeño bajo aquellos muros blancos. El resto fueron instrucciones gritadas a la secretaria para que pidiera que les llevaran todos los huesos que habían alcanzado a recoger.

No faltaban muchos: de las doscientas seis piezas que compondrían el esqueleto que una vez fue su hija, la mochilita negra con el sello universitario ya cargaba la mayoría. Faltaba poco para terminar de armarlo, y eso, por todo el cansancio que había acumulado durante los meses de búsqueda, lo aliviaba un poco.

-Lucía -dijo por fin, cambiándose la mochila de mano-, su nombre era Lu...

-Mi padre siempre quiso que yo estudiara Osteopatía, ¿sabe? -interrumpió Hernández, que no lo había escuchado-. Y aunque al principio me rebelé contra la idea, ahora le agradezco que eligiera este camino para mí. Cuando yo era estudiante, las cosas eran muy distintas. Ahora, si viera los cuerpos que nos provee el SEMEFO... Es tan difícil encontrar uno como el de Paquito -suspiró, sus ojos navegaron en la memoria-. Son los tiempos que corren. Cuando logramos hacernos de uno (a veces por medios no tan... académicos, dirían algunos), lo celebramos en gran- de y lo aprovechamos para todas las prácticas posibles.

Don José se estremeció, pero su gesto fue tan breve que Hernández no se dio cuenta. Se preguntó si Lucía habría visitado en algún momento aquella universidad, pero no era muy probable. No le hubiera dado tiempo porque se había ido a Tlayolan para trabajar, y su trabajo en los berries empezaba muy temprano. ¿Qué tiempo libre le quedaría para estudiar, siquiera para divertirse?

-Yo participé en la preparación del cuerpo, ¿sabe? Desde cortarle el cabello hasta repartir los órganos en bandejas. Retirar la carne es lo más difícil, en mi opinión. Hay que ser paciente, porque toma tiempo... -don José miraba los zapatos blancos de Hernández tratando de pensar en otra cosa, incapaz de hablar. Hacía tiempo que él y su mujer habían dejado de hablar también, como si el mundo sin la hija hubiera engullido sus palabras. En aquel silencio viscoso que habitaba ahora su casa, aprendió a mirar los zapatos de la gente, a vivir al ras del suelo-. Y luego los echamos en cal viva para separar los tendones y los restos de piel del hueso. Después los dejamos reposar y, cuando se requiere, se hacen pequeños orifcios para unir todo el esqueleto con alambre, aunque en este caso... ¡Vaya, qué rápido llegamos! Por aquí, por aquí. Pase por favor.

Entraron a un edificio muy alto lleno de ventanas pálidas. A pesar de la iluminación, la luz del interior se veía inquietante, hosca. Don José corría detrás del médico que lo adelantaba con sus largas zancadas de flamenco. A su alrededor pululaban jóvenes vestidos de blanco disolviéndose en las paredes o en las puertas también blancas del edificio. Sus batas les daban el aspecto regio de los cisnes, también el de las gallinas cacareando de un lado para otro.

-Aquí en Traumatología se realizan operaciones de todo tipo. Los estudiantes tienen acceso a los mejores instrumentos y hacemos siempre lo posible por procurarles especímenes en buenas condiciones, algo que no cualquier escuela hace. Sin duda alguna, la mejor opción para estudiar Medicina, ¿no le parece?

-No sabría decirle, doctor. La verdad yo no estudié más que la primaria.

Hernández le dio una palmada y se rio, como si hubiera escuchado un chiste. Con paso siempre veloz, lo condujo a través de un largo pasillo hasta una oficina también blanca, ocupada por una gallina atareada.

-Doctor Mendoza, ¡qué gusto verlo! -exclamó Hernández, sonriendo con media boca. El colega lo saludó sin levantarse del lugar. Por su rostro, don José tuvo claro que no le agradaban las visitas.

-Así que es cierto -dijo Mendoza, repasando a don José un par de veces, como auscultándolo-. Cuando me dijeron que tendríamos que separarnos de Paquito, quise pensar que era un rumor.

-Pues ahora lo ve, doctor. Resulta que Paquito era la hija de don José, aquí presente.

-Lucí...

-Y trae el oficio de requisición, supongo, para asegurarnos que se trata de la misma persona que usted busca -dijo el colega, mirando a don José con severidad y extendiendo una mano pulcra y visiblemente suave.

Don José metió la mano en su morral, sacó una carpeta y rebuscó entre los papeles unos segundos. Luego extendió un documento que el otro leyó con calma.

-¿El acta de SEMEFO? ¿El parte del médico forense? ¿La firma del Director? ¿El visto bueno del hospital universitario? ¿La autorización del Ministerio Público?

A cada nuevo documento nombrado, don José extraía un papel de su carpeta. El escritorio de Mendoza quedó cubierto por una fina capa de actas selladas.

-Todo está en orden, doctor, como usted podrá notar -intervino Hernández cambiando su expresión, un poco decaído.

-Me lleva el carajo, doctor -respondió Mendoza-, con lo difícil que es encontrar un cuerpo como el de Paquito.

El otro inclinó la cabeza y señaló socarronamente a don José, como si explicara: “lo mismo le dije yo”.

-Y estando los estudiantes tan encariñados, doctor. Lo difícil que será la separación para algunos.

-Se acostumbran a ver siempre el mismo cuerpo -dijo, dirigiéndose a don José-. Les da tranquilidad.

-Eso lo sabe usted porque es un buen doctor, doctor.

-Es una lástima, en verdad. Comprenderá que esto supone un problema para nosotros. Es una situación irregular, sumamente irregular -Mendoza se llevó la mano derecha a la barba-. Después de todo, seguimos el procedimiento adecuado para la adquisición del cadáver. También esperamos el tiempo sufciente para que alguien lo reclamara. No se imagina el papeleo que requiere este trámite, s e ñ o r. Y todo por el bien de la educación. Si fuera mi cuerpo, yo permitiría que se quedara en esta escuela: ¡qué mejor manera de aprovechar la vida después de la vida, que entregándose a la ciencia! ¿No lo cree así, doctor?

-Sin duda alguna.

-Una lástima -bajó la cabeza, meciéndola suavemente-. Una...

Lástima. Don José no contestó. Aunque se sentía apenado por los inconvenientes, no dudaba de sus motivos: tenía que sepultar a Lucía en sagrado. Pero no hallaba cómo explicarse: los meses de búsqueda sin saber nada de su hija, sin tener siquiera una dirección; las trabas de las autoridades cuando por fin le dieron razón de ella; la visita al SEMEFO; la llamada a casa cuando le dijeron que sí, que era su cuerpo; el rastro hasta la universidad. Las palabras se le hacían remolino en la lengua como si su boca fuera un hormiguero. Mendoza siguió quejándose, pero don José trató de ocultar el disgusto que desde hacía unos minutos estaba sintiendo. Afuera de la oficina escuchaba el cuchicheo de poco más de treinta estudiantes o profesores que iban y venían, probablemente hablando sobre él. Al verlos pensó en Lucía correteando a los pollos cuando era pequeña.

Te recomendamos leer: Donde viven los monstruos: infantes terribles en la literatura de Hiram Ruvalcaba.

Una flor de hielo se abrió en su corazón.

-Perdónenme. No era mi intención... -dijo al fin, masticando otras palabras.

Mendoza, cruzado de brazos, asintió.

-No era su intención. No era su intención, dice -resignado, golpeteaba su escritorio con los dedos-. Entiendo. Yo estoy de su lado, de verdad. Pero debe usted entender también la gravedad del asunto de Paquito. Si llegara a ver la luz...

-Sería un terrible golpe en nuestra credibilidad.

-¿Puedo...?

-Impensable, las arpías de los diarios se darían un festín con

nosotros, doctor.

-Sería un impacto para el estatus de la institución.

-Perdón, ¿puedo...?

-Perderíamos la confianza de los miembros de la comunidad.

-Los estudiantes correrían a otras escuelas en parvada.

-¡Quiero ver a mi hija! -dijo, avergonzado por la dureza de su voz.

Los doctores lo miraron como si fuera un bicho raro. Mendoza asintió, un poco afectado. Se paró, fue hasta uno de los anaqueles de su ofcina y lo abrió. Extrajo de ahí una caja que cloqueaba rítmicamente. La colocó en el escritorio para que don José la examinara. Ahí estaban el cráneo de Lucía y otros huesos indistinguibles para él. Todos se veían pulcros, blancos. Y delgados, acordes al cuerpo que tenía ella el día en que se separó de la familia.

Se estremeció. Oprimió el cartón con sus dedos llenos de callos. Sus ojos miraban fjamente hacia algún lugar lejos de aquella oficina, como fuera del tiempo. Hernández se asomó por encima de su hombro.

-Nosotros trajimos a Paquito a la Escuela, ¿sabe? -en su voz se distinguía un poco de orgullo, casi un tono de complicidad-. Vaya que recuerdo el día. ¿Usted, doctor? El reporte del SEMEFO parecía sacado de un western. Herida múltiple de bala. Impactos en el pecho y en el estómago, desangramiento. Lo encontraron en una cuneta en la carretera a Guadalajara. Tendría apenas unas horas de fallecido. Un caso lamentable, aunque común en nuestros tiempos.

-Creímos que estaría en malas condiciones para la institución, pero, exceptuando algunos órganos, su estado era casi óptimo. Con dieciséis impactos de bala, ¡un golpe de suerte! Está en tan buen estado que no me extraña que quiera llevárselo -dijo Mendoza, lastimero.

“Dios mío”, pensó don José, “en dónde te fuiste a meter, Lucy. ¿Cómo se lo digo a tu madre?” Carraspeó. Cuando dejaron de tener noticias de su hija, había supuesto que algo andaba mal. Pasado un mes, se prometió que estaría listo para lo peor. Pero dieciséis impactos de bala. ¿Qué tiene que hacer una muchacha de diecinueve años para ganarse dieciséis balazos?

-Diversos signos de violencia, doctor.

-Marcas de presión en cuello y manos, doctor.

-Hematomas en los glúteos, doctor.

-Signos de penetración post mortem, doctor.

Sintió que sus piernas faquearon. Pensó en el día en que Lucía había tomado el camión a Tlayolan: se despidió de los padres prometiendo que volvería pronto. Cuando los abrazó, les dijo medio en broma que mejor no la dejaran irse. Que ya se había arrepentido.

Hernández revisó de nueva cuenta la lista que llevaba. Asintió varias veces con gesto satisfecho.

-Cráneo, vértebras, dedos, un fémur... Bien, bien. Veo que ya tenemos todo lo que necesitamos aquí, ¿ahora sí estamos contentos? -don José no respondió. En un movimiento lento, calculado, abrió su mochilita y empezó a trasladar, uno a uno, los huesos que había en la caja. Acarició el cráneo con las yemas de sus dedos. Se detuvo. Lo contempló un instante.

-Perdón... -notó cómo se le quebraba la voz. Respiró profundamente, tratando de controlarse-. Perdón, pero ¿qué le pasó a la cabeza de mi hija? Es que casi no tiene dientes.

Mendoza se escandalizó. Murmurando improperios, se levantó de golpe de su escritorio y avanzó hasta el lugar donde estaba don José. Tenía la cara roja.

-Esos irresponsables, ¡sólo eso nos faltaba!

-¿Qué pasa, doctor? ¿Algo le molesta?

-Esos alumnitos del club de teatro. Tomaron el cráneo para presentar una obra y de seguro se les cayó en los ensayos o en la presentación. Pobre Paquito -Mendoza tomó el cráneo y empezó a acariciarlo con lamentación-, tanto que te habíamos cuidado.

-Debe haber algo que podamos hacer.

El otro lo miró, asintiendo.

-Usted disculpará lo de los dientes. Suele pasar por aquí -siguió Hernández-; no es algo que afecte mucho el espécimen, y por eso no le damos gran importancia. Además, es tan raro que vengan a reclamar osamentas. ¿No es así, doctor Mendoza?

El otro asintió.

-Supongo -dijo Mendoza, con un tono de orgullo-, supongo que podríamos sustituir sus dientes por piezas de cerámica.

-Podríamos llamar a nuestros colegas de Odontología.

-Alguna prótesis que se adecúe a...

-Así está bien, así está bien ya -don José tomó el cráneo y lo dejó a un costado del escritorio. Después empezó a acomodar el resto de los huesos en la mochila, tratando de deshacer el nudo en su garganta.

Cuando iba a tomar el fémur, Hernández lo detuvo. Luego, con delicadeza, levantó el hueso de la mesa y lo contempló por un momento. Su rostro se ensombreció.

-Doctor Mendoza, ¿no le parece que éste es demasiado largo? -introdujo la mano en la mochila y extrajo el otro fémur. Los colocó en la mesa el uno junto al otro.

No coincidían.

Te podría interesar: Y dejé de llamarte papá, el adelanto del libro de Caroline Darian, hija de Gisèle Pelicot.

-¿Qué dice? ¡Debe haber un error! -exclamó Mendoza, que tomó ambos huesos y los comparó a contraluz, como si la oscuridad de su ofcina les estuviera gastando una broma.

La diferencia era evidente. El nuevo fémur era al menos un par de centímetros más largo que el que habían entregado en dirección. Más grueso, además. “¡Me lleva!” Apresurado, Mendoza se precipitó sobre el anaquel de donde había sacado la caja. Durante varios minutos, los dos hombres lo observaron mientras abría cajones, los cerraba, los volvía a abrir. En un momento dado introdujo el brazo completo en ellos, como un mago tratando de sacar un conejo de la oscuridad. Sin éxito.

Finalmente, rendido, volvió a su lado.

-No tengo idea... Yo le juro, doctor Hernández, que hice todo al pie de la letra. Aquí tiene los oficios... Yo... -abrió un cajón de su escritorio, extrajo una carpeta y la depositó lastimeramente frente a los dos- no sé qué pasó... ¿Qué podemos hacer?

Por primera vez en la tarde, Hernández se quedó callado. “Denos un momento, por favor, don José”, dijo y se alejó unos cuantos pasos para hablar con Mendoza. Cuchichearon un rato. Durante la conversación, ambos doctores miraban a su alrededor y, de vez en cuando, torciendo el gesto, hacia don José. “No, no podríamos”, musitaba uno, “quizás si estuviera dispuesto a...”, respondía el otro. “Y si volviera luego...”, “Se lo podemos mandar por paquetería.” Hernández repasó los documentos que Mendoza le había extendido.

Entretanto, don José había recogido los dos huesos y los había alzado a la altura de sus ojos. Cansado, depositó la mochila en el escritorio y se sentó frente a ella. Apretó la base de su nariz con los dedos. Sintió que sus ojos se humedecían. ¿Qué pensaría su mujer cuando lo viera llegando con una mochila?

Tomó por segunda vez el cráneo y lo examinó con calma. Su blancura era desconcertante. Su redondez traía memorias muy viejas y queridas. Pegó sus labios en la frente y lo besó en silencio. “Mi niña”, susurró como quien mira el mundo desmoronarse.

-Debe ser el fémur de Isabel, el muchachito que nos llegó en diciembre. No tengo idea de cómo se intercambiaron -Mendoza se acercó con gesto amigable. Hernández repasó por décima vez los documentos. Se llevó la mano a la barbilla. Se rascaba.

-Es una situación muy vergonzosa, ¿no lo cree? -Hernández puso la mano en el hombro del campesino y lo oprimió con complicidad-. Podríamos hacer un par de cosas, porque la celeridad del proceso nos ha tomado desprevenidos.

-Podría dejarnos los dos huesos, en lo que encontramos el que completa a Paquito.

-Podría esperar en Tlayolan un par de días, hasta que le notifiquemos que puede pasar por él. Por el auténtico, quiero decir.

-Aunque, por experiencia, le diré que difícilmente lo vamos a encontrar pronto... si es que llegáramos a encontrarlo.

-Lo que nos lleva a la otra posibilidad.

-Podría llevarse estos dos: después de todo, sería lamentable que no fuera capaz de armarlo. Con lo bonito que se ve cuando está montado.

Cuando dijo esto, Mendoza extendió los dos huesos como si estuviera deshaciéndose de una estafeta. Al mirarlos, don José se imaginó a su hija llegando al cielo hecha pedazos. Los doctores blandían una sonrisa nerviosa. Pero no dijeron más. Sintió que su cabeza se calentaba. Apretó los dientes.

Sin decir palabra, tomó ambos huesos y los guardó. Quiso meter también el cráneo, pero la mochila ya no cerraba. Espiró con fuerza, lo acomodó en su brazo derecho y salió sin despedirse. “Lucía. ¡Se llamaba Lucía!”, alcanzó a decirles, pero ellos se enfrascaron en un nuevo cacareo sobre el destino de Isabel y ya no lo escucharon. Don José apretó el cráneo contra su torso: lo detuvo así unos segundos y salió del lugar. La Escuela de Medicina se abría frente a él, pero ya no le parecía amenazante. La sensación era de hastío: la claridad de los edificios lo desesperaba. Pensó en su hija, en el camino a casa, en el entierro que tenían programado.

Al salir, el sol se pegaba en su rostro con encono. Avanzó rápidamente. Los estudiantes pasaban junto a él como una parvada de palomas. A su paso, los huesos hacían cloc cloc cloc cloc y, en su mano derecha, el cráneo chimuelo de Lucía parecía sonreírle a la gente que se cruzaba con ellos.

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"Blanco como porcelana", un cuento de Hiram Ruvalcaba

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En estos relatos de Hiram Ruvalcaba, el autor jalisciense nunca titubea en exponer humillaciones, crueldades y amarguras, las nueve piezas que integran <i>Los inocentes</i> destacan tanto por su calidad técnica y estilística como por su exploración de la naturaleza humana.

Le advirtieron que habían repartido el esqueleto de Lucía entre diversos departamentos de la Escuela de Medicina. Que, aunque se había hecho lo posible para completarlo, la premura de la solicitud, el consecuente papeleo y otras insufciencias burocráticas terminaron por entorpecer el proceso. Por lo tanto, don José tendría que acompañar al doctor Hernández, asistente personal del director, hasta el edifcio de Traumatología, para recolectar las pocas piezas que faltaban.

-Una lástima lo de... ¿Camila, me dijo? Aquí le decíamos Paquito; lo bautizó un estudiante y el nombre se le quedó. Muy pegajoso, ¿no? Lo vamos a extrañar mucho, era un espécimen fascinante: huesitos blancos como porcelana, un cráneo de una redondez notable -Hernández avanzaba con holgura. En su mano cargaba una carpeta con la lista de los huesos que faltaban por recolectar.

Tratando de suavizar la situación, habló sobre el prestigio de la Escuela, los médicos famosos que habían egresado de ahí, los laboratorios de primer mundo. Cosas que don José no lograba entender plenamente. Él, en cambio, iba arrastrando los pies y sentía un poco de dolor en la espalda por los días que llevaba sin dormir bien. A veces miraba de reojo los pasillos de la universidad, nervioso, como si tuviera vergüenza de que alguien lo reconociera.

Piezas: así las habían llamado. Sintió en su mano derecha el peso de la mochila que le entregaron en la oficina del director. Producía sonidos sólidos cuando caminaba. Cloc cloc cloc cloc. Cuando entregó los documentos para recuperar a su hija, el director lo miró de arriba abajo e hizo una mueca de confusión. Revisó con calma los documentos y frunció el ceño: “¡Esto sí que fue el colmo! ¡Y claro, me van a echar la culpa a mí!”, fue todo lo que le dijo a él, al padre que se hacía pequeño bajo aquellos muros blancos. El resto fueron instrucciones gritadas a la secretaria para que pidiera que les llevaran todos los huesos que habían alcanzado a recoger.

No faltaban muchos: de las doscientas seis piezas que compondrían el esqueleto que una vez fue su hija, la mochilita negra con el sello universitario ya cargaba la mayoría. Faltaba poco para terminar de armarlo, y eso, por todo el cansancio que había acumulado durante los meses de búsqueda, lo aliviaba un poco.

-Lucía -dijo por fin, cambiándose la mochila de mano-, su nombre era Lu...

-Mi padre siempre quiso que yo estudiara Osteopatía, ¿sabe? -interrumpió Hernández, que no lo había escuchado-. Y aunque al principio me rebelé contra la idea, ahora le agradezco que eligiera este camino para mí. Cuando yo era estudiante, las cosas eran muy distintas. Ahora, si viera los cuerpos que nos provee el SEMEFO... Es tan difícil encontrar uno como el de Paquito -suspiró, sus ojos navegaron en la memoria-. Son los tiempos que corren. Cuando logramos hacernos de uno (a veces por medios no tan... académicos, dirían algunos), lo celebramos en gran- de y lo aprovechamos para todas las prácticas posibles.

Don José se estremeció, pero su gesto fue tan breve que Hernández no se dio cuenta. Se preguntó si Lucía habría visitado en algún momento aquella universidad, pero no era muy probable. No le hubiera dado tiempo porque se había ido a Tlayolan para trabajar, y su trabajo en los berries empezaba muy temprano. ¿Qué tiempo libre le quedaría para estudiar, siquiera para divertirse?

-Yo participé en la preparación del cuerpo, ¿sabe? Desde cortarle el cabello hasta repartir los órganos en bandejas. Retirar la carne es lo más difícil, en mi opinión. Hay que ser paciente, porque toma tiempo... -don José miraba los zapatos blancos de Hernández tratando de pensar en otra cosa, incapaz de hablar. Hacía tiempo que él y su mujer habían dejado de hablar también, como si el mundo sin la hija hubiera engullido sus palabras. En aquel silencio viscoso que habitaba ahora su casa, aprendió a mirar los zapatos de la gente, a vivir al ras del suelo-. Y luego los echamos en cal viva para separar los tendones y los restos de piel del hueso. Después los dejamos reposar y, cuando se requiere, se hacen pequeños orifcios para unir todo el esqueleto con alambre, aunque en este caso... ¡Vaya, qué rápido llegamos! Por aquí, por aquí. Pase por favor.

Entraron a un edificio muy alto lleno de ventanas pálidas. A pesar de la iluminación, la luz del interior se veía inquietante, hosca. Don José corría detrás del médico que lo adelantaba con sus largas zancadas de flamenco. A su alrededor pululaban jóvenes vestidos de blanco disolviéndose en las paredes o en las puertas también blancas del edificio. Sus batas les daban el aspecto regio de los cisnes, también el de las gallinas cacareando de un lado para otro.

-Aquí en Traumatología se realizan operaciones de todo tipo. Los estudiantes tienen acceso a los mejores instrumentos y hacemos siempre lo posible por procurarles especímenes en buenas condiciones, algo que no cualquier escuela hace. Sin duda alguna, la mejor opción para estudiar Medicina, ¿no le parece?

-No sabría decirle, doctor. La verdad yo no estudié más que la primaria.

Hernández le dio una palmada y se rio, como si hubiera escuchado un chiste. Con paso siempre veloz, lo condujo a través de un largo pasillo hasta una oficina también blanca, ocupada por una gallina atareada.

-Doctor Mendoza, ¡qué gusto verlo! -exclamó Hernández, sonriendo con media boca. El colega lo saludó sin levantarse del lugar. Por su rostro, don José tuvo claro que no le agradaban las visitas.

-Así que es cierto -dijo Mendoza, repasando a don José un par de veces, como auscultándolo-. Cuando me dijeron que tendríamos que separarnos de Paquito, quise pensar que era un rumor.

-Pues ahora lo ve, doctor. Resulta que Paquito era la hija de don José, aquí presente.

-Lucí...

-Y trae el oficio de requisición, supongo, para asegurarnos que se trata de la misma persona que usted busca -dijo el colega, mirando a don José con severidad y extendiendo una mano pulcra y visiblemente suave.

Don José metió la mano en su morral, sacó una carpeta y rebuscó entre los papeles unos segundos. Luego extendió un documento que el otro leyó con calma.

-¿El acta de SEMEFO? ¿El parte del médico forense? ¿La firma del Director? ¿El visto bueno del hospital universitario? ¿La autorización del Ministerio Público?

A cada nuevo documento nombrado, don José extraía un papel de su carpeta. El escritorio de Mendoza quedó cubierto por una fina capa de actas selladas.

-Todo está en orden, doctor, como usted podrá notar -intervino Hernández cambiando su expresión, un poco decaído.

-Me lleva el carajo, doctor -respondió Mendoza-, con lo difícil que es encontrar un cuerpo como el de Paquito.

El otro inclinó la cabeza y señaló socarronamente a don José, como si explicara: “lo mismo le dije yo”.

-Y estando los estudiantes tan encariñados, doctor. Lo difícil que será la separación para algunos.

-Se acostumbran a ver siempre el mismo cuerpo -dijo, dirigiéndose a don José-. Les da tranquilidad.

-Eso lo sabe usted porque es un buen doctor, doctor.

-Es una lástima, en verdad. Comprenderá que esto supone un problema para nosotros. Es una situación irregular, sumamente irregular -Mendoza se llevó la mano derecha a la barba-. Después de todo, seguimos el procedimiento adecuado para la adquisición del cadáver. También esperamos el tiempo sufciente para que alguien lo reclamara. No se imagina el papeleo que requiere este trámite, s e ñ o r. Y todo por el bien de la educación. Si fuera mi cuerpo, yo permitiría que se quedara en esta escuela: ¡qué mejor manera de aprovechar la vida después de la vida, que entregándose a la ciencia! ¿No lo cree así, doctor?

-Sin duda alguna.

-Una lástima -bajó la cabeza, meciéndola suavemente-. Una...

Lástima. Don José no contestó. Aunque se sentía apenado por los inconvenientes, no dudaba de sus motivos: tenía que sepultar a Lucía en sagrado. Pero no hallaba cómo explicarse: los meses de búsqueda sin saber nada de su hija, sin tener siquiera una dirección; las trabas de las autoridades cuando por fin le dieron razón de ella; la visita al SEMEFO; la llamada a casa cuando le dijeron que sí, que era su cuerpo; el rastro hasta la universidad. Las palabras se le hacían remolino en la lengua como si su boca fuera un hormiguero. Mendoza siguió quejándose, pero don José trató de ocultar el disgusto que desde hacía unos minutos estaba sintiendo. Afuera de la oficina escuchaba el cuchicheo de poco más de treinta estudiantes o profesores que iban y venían, probablemente hablando sobre él. Al verlos pensó en Lucía correteando a los pollos cuando era pequeña.

Te recomendamos leer: Donde viven los monstruos: infantes terribles en la literatura de Hiram Ruvalcaba.

Una flor de hielo se abrió en su corazón.

-Perdónenme. No era mi intención... -dijo al fin, masticando otras palabras.

Mendoza, cruzado de brazos, asintió.

-No era su intención. No era su intención, dice -resignado, golpeteaba su escritorio con los dedos-. Entiendo. Yo estoy de su lado, de verdad. Pero debe usted entender también la gravedad del asunto de Paquito. Si llegara a ver la luz...

-Sería un terrible golpe en nuestra credibilidad.

-¿Puedo...?

-Impensable, las arpías de los diarios se darían un festín con

nosotros, doctor.

-Sería un impacto para el estatus de la institución.

-Perdón, ¿puedo...?

-Perderíamos la confianza de los miembros de la comunidad.

-Los estudiantes correrían a otras escuelas en parvada.

-¡Quiero ver a mi hija! -dijo, avergonzado por la dureza de su voz.

Los doctores lo miraron como si fuera un bicho raro. Mendoza asintió, un poco afectado. Se paró, fue hasta uno de los anaqueles de su ofcina y lo abrió. Extrajo de ahí una caja que cloqueaba rítmicamente. La colocó en el escritorio para que don José la examinara. Ahí estaban el cráneo de Lucía y otros huesos indistinguibles para él. Todos se veían pulcros, blancos. Y delgados, acordes al cuerpo que tenía ella el día en que se separó de la familia.

Se estremeció. Oprimió el cartón con sus dedos llenos de callos. Sus ojos miraban fjamente hacia algún lugar lejos de aquella oficina, como fuera del tiempo. Hernández se asomó por encima de su hombro.

-Nosotros trajimos a Paquito a la Escuela, ¿sabe? -en su voz se distinguía un poco de orgullo, casi un tono de complicidad-. Vaya que recuerdo el día. ¿Usted, doctor? El reporte del SEMEFO parecía sacado de un western. Herida múltiple de bala. Impactos en el pecho y en el estómago, desangramiento. Lo encontraron en una cuneta en la carretera a Guadalajara. Tendría apenas unas horas de fallecido. Un caso lamentable, aunque común en nuestros tiempos.

-Creímos que estaría en malas condiciones para la institución, pero, exceptuando algunos órganos, su estado era casi óptimo. Con dieciséis impactos de bala, ¡un golpe de suerte! Está en tan buen estado que no me extraña que quiera llevárselo -dijo Mendoza, lastimero.

“Dios mío”, pensó don José, “en dónde te fuiste a meter, Lucy. ¿Cómo se lo digo a tu madre?” Carraspeó. Cuando dejaron de tener noticias de su hija, había supuesto que algo andaba mal. Pasado un mes, se prometió que estaría listo para lo peor. Pero dieciséis impactos de bala. ¿Qué tiene que hacer una muchacha de diecinueve años para ganarse dieciséis balazos?

-Diversos signos de violencia, doctor.

-Marcas de presión en cuello y manos, doctor.

-Hematomas en los glúteos, doctor.

-Signos de penetración post mortem, doctor.

Sintió que sus piernas faquearon. Pensó en el día en que Lucía había tomado el camión a Tlayolan: se despidió de los padres prometiendo que volvería pronto. Cuando los abrazó, les dijo medio en broma que mejor no la dejaran irse. Que ya se había arrepentido.

Hernández revisó de nueva cuenta la lista que llevaba. Asintió varias veces con gesto satisfecho.

-Cráneo, vértebras, dedos, un fémur... Bien, bien. Veo que ya tenemos todo lo que necesitamos aquí, ¿ahora sí estamos contentos? -don José no respondió. En un movimiento lento, calculado, abrió su mochilita y empezó a trasladar, uno a uno, los huesos que había en la caja. Acarició el cráneo con las yemas de sus dedos. Se detuvo. Lo contempló un instante.

-Perdón... -notó cómo se le quebraba la voz. Respiró profundamente, tratando de controlarse-. Perdón, pero ¿qué le pasó a la cabeza de mi hija? Es que casi no tiene dientes.

Mendoza se escandalizó. Murmurando improperios, se levantó de golpe de su escritorio y avanzó hasta el lugar donde estaba don José. Tenía la cara roja.

-Esos irresponsables, ¡sólo eso nos faltaba!

-¿Qué pasa, doctor? ¿Algo le molesta?

-Esos alumnitos del club de teatro. Tomaron el cráneo para presentar una obra y de seguro se les cayó en los ensayos o en la presentación. Pobre Paquito -Mendoza tomó el cráneo y empezó a acariciarlo con lamentación-, tanto que te habíamos cuidado.

-Debe haber algo que podamos hacer.

El otro lo miró, asintiendo.

-Usted disculpará lo de los dientes. Suele pasar por aquí -siguió Hernández-; no es algo que afecte mucho el espécimen, y por eso no le damos gran importancia. Además, es tan raro que vengan a reclamar osamentas. ¿No es así, doctor Mendoza?

El otro asintió.

-Supongo -dijo Mendoza, con un tono de orgullo-, supongo que podríamos sustituir sus dientes por piezas de cerámica.

-Podríamos llamar a nuestros colegas de Odontología.

-Alguna prótesis que se adecúe a...

-Así está bien, así está bien ya -don José tomó el cráneo y lo dejó a un costado del escritorio. Después empezó a acomodar el resto de los huesos en la mochila, tratando de deshacer el nudo en su garganta.

Cuando iba a tomar el fémur, Hernández lo detuvo. Luego, con delicadeza, levantó el hueso de la mesa y lo contempló por un momento. Su rostro se ensombreció.

-Doctor Mendoza, ¿no le parece que éste es demasiado largo? -introdujo la mano en la mochila y extrajo el otro fémur. Los colocó en la mesa el uno junto al otro.

No coincidían.

Te podría interesar: Y dejé de llamarte papá, el adelanto del libro de Caroline Darian, hija de Gisèle Pelicot.

-¿Qué dice? ¡Debe haber un error! -exclamó Mendoza, que tomó ambos huesos y los comparó a contraluz, como si la oscuridad de su ofcina les estuviera gastando una broma.

La diferencia era evidente. El nuevo fémur era al menos un par de centímetros más largo que el que habían entregado en dirección. Más grueso, además. “¡Me lleva!” Apresurado, Mendoza se precipitó sobre el anaquel de donde había sacado la caja. Durante varios minutos, los dos hombres lo observaron mientras abría cajones, los cerraba, los volvía a abrir. En un momento dado introdujo el brazo completo en ellos, como un mago tratando de sacar un conejo de la oscuridad. Sin éxito.

Finalmente, rendido, volvió a su lado.

-No tengo idea... Yo le juro, doctor Hernández, que hice todo al pie de la letra. Aquí tiene los oficios... Yo... -abrió un cajón de su escritorio, extrajo una carpeta y la depositó lastimeramente frente a los dos- no sé qué pasó... ¿Qué podemos hacer?

Por primera vez en la tarde, Hernández se quedó callado. “Denos un momento, por favor, don José”, dijo y se alejó unos cuantos pasos para hablar con Mendoza. Cuchichearon un rato. Durante la conversación, ambos doctores miraban a su alrededor y, de vez en cuando, torciendo el gesto, hacia don José. “No, no podríamos”, musitaba uno, “quizás si estuviera dispuesto a...”, respondía el otro. “Y si volviera luego...”, “Se lo podemos mandar por paquetería.” Hernández repasó los documentos que Mendoza le había extendido.

Entretanto, don José había recogido los dos huesos y los había alzado a la altura de sus ojos. Cansado, depositó la mochila en el escritorio y se sentó frente a ella. Apretó la base de su nariz con los dedos. Sintió que sus ojos se humedecían. ¿Qué pensaría su mujer cuando lo viera llegando con una mochila?

Tomó por segunda vez el cráneo y lo examinó con calma. Su blancura era desconcertante. Su redondez traía memorias muy viejas y queridas. Pegó sus labios en la frente y lo besó en silencio. “Mi niña”, susurró como quien mira el mundo desmoronarse.

-Debe ser el fémur de Isabel, el muchachito que nos llegó en diciembre. No tengo idea de cómo se intercambiaron -Mendoza se acercó con gesto amigable. Hernández repasó por décima vez los documentos. Se llevó la mano a la barbilla. Se rascaba.

-Es una situación muy vergonzosa, ¿no lo cree? -Hernández puso la mano en el hombro del campesino y lo oprimió con complicidad-. Podríamos hacer un par de cosas, porque la celeridad del proceso nos ha tomado desprevenidos.

-Podría dejarnos los dos huesos, en lo que encontramos el que completa a Paquito.

-Podría esperar en Tlayolan un par de días, hasta que le notifiquemos que puede pasar por él. Por el auténtico, quiero decir.

-Aunque, por experiencia, le diré que difícilmente lo vamos a encontrar pronto... si es que llegáramos a encontrarlo.

-Lo que nos lleva a la otra posibilidad.

-Podría llevarse estos dos: después de todo, sería lamentable que no fuera capaz de armarlo. Con lo bonito que se ve cuando está montado.

Cuando dijo esto, Mendoza extendió los dos huesos como si estuviera deshaciéndose de una estafeta. Al mirarlos, don José se imaginó a su hija llegando al cielo hecha pedazos. Los doctores blandían una sonrisa nerviosa. Pero no dijeron más. Sintió que su cabeza se calentaba. Apretó los dientes.

Sin decir palabra, tomó ambos huesos y los guardó. Quiso meter también el cráneo, pero la mochila ya no cerraba. Espiró con fuerza, lo acomodó en su brazo derecho y salió sin despedirse. “Lucía. ¡Se llamaba Lucía!”, alcanzó a decirles, pero ellos se enfrascaron en un nuevo cacareo sobre el destino de Isabel y ya no lo escucharon. Don José apretó el cráneo contra su torso: lo detuvo así unos segundos y salió del lugar. La Escuela de Medicina se abría frente a él, pero ya no le parecía amenazante. La sensación era de hastío: la claridad de los edificios lo desesperaba. Pensó en su hija, en el camino a casa, en el entierro que tenían programado.

Al salir, el sol se pegaba en su rostro con encono. Avanzó rápidamente. Los estudiantes pasaban junto a él como una parvada de palomas. A su paso, los huesos hacían cloc cloc cloc cloc y, en su mano derecha, el cráneo chimuelo de Lucía parecía sonreírle a la gente que se cruzaba con ellos.

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Con autorización de Editorial Era publicamos el cuento "Blanco como porcelana", que pertenece al libro Los inocentes de Hiram Ruvalcaba.

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El escritor originario de Jalisco traza la ruta existencial, humana, que lleva a sus personajes desde su circunstancia indefensa hasta la acción que los hará emerger airosos de la violencia en que se hallan inmersos, o bien terminará por hundirlos sin remedio en la desgracia y en la culpa.

"Blanco como porcelana", un cuento de Hiram Ruvalcaba

"Blanco como porcelana", un cuento de Hiram Ruvalcaba

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Tiempo de Lectura: 00 min

En estos relatos de Hiram Ruvalcaba, el autor jalisciense nunca titubea en exponer humillaciones, crueldades y amarguras, las nueve piezas que integran <i>Los inocentes</i> destacan tanto por su calidad técnica y estilística como por su exploración de la naturaleza humana.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Le advirtieron que habían repartido el esqueleto de Lucía entre diversos departamentos de la Escuela de Medicina. Que, aunque se había hecho lo posible para completarlo, la premura de la solicitud, el consecuente papeleo y otras insufciencias burocráticas terminaron por entorpecer el proceso. Por lo tanto, don José tendría que acompañar al doctor Hernández, asistente personal del director, hasta el edifcio de Traumatología, para recolectar las pocas piezas que faltaban.

-Una lástima lo de... ¿Camila, me dijo? Aquí le decíamos Paquito; lo bautizó un estudiante y el nombre se le quedó. Muy pegajoso, ¿no? Lo vamos a extrañar mucho, era un espécimen fascinante: huesitos blancos como porcelana, un cráneo de una redondez notable -Hernández avanzaba con holgura. En su mano cargaba una carpeta con la lista de los huesos que faltaban por recolectar.

Tratando de suavizar la situación, habló sobre el prestigio de la Escuela, los médicos famosos que habían egresado de ahí, los laboratorios de primer mundo. Cosas que don José no lograba entender plenamente. Él, en cambio, iba arrastrando los pies y sentía un poco de dolor en la espalda por los días que llevaba sin dormir bien. A veces miraba de reojo los pasillos de la universidad, nervioso, como si tuviera vergüenza de que alguien lo reconociera.

Piezas: así las habían llamado. Sintió en su mano derecha el peso de la mochila que le entregaron en la oficina del director. Producía sonidos sólidos cuando caminaba. Cloc cloc cloc cloc. Cuando entregó los documentos para recuperar a su hija, el director lo miró de arriba abajo e hizo una mueca de confusión. Revisó con calma los documentos y frunció el ceño: “¡Esto sí que fue el colmo! ¡Y claro, me van a echar la culpa a mí!”, fue todo lo que le dijo a él, al padre que se hacía pequeño bajo aquellos muros blancos. El resto fueron instrucciones gritadas a la secretaria para que pidiera que les llevaran todos los huesos que habían alcanzado a recoger.

No faltaban muchos: de las doscientas seis piezas que compondrían el esqueleto que una vez fue su hija, la mochilita negra con el sello universitario ya cargaba la mayoría. Faltaba poco para terminar de armarlo, y eso, por todo el cansancio que había acumulado durante los meses de búsqueda, lo aliviaba un poco.

-Lucía -dijo por fin, cambiándose la mochila de mano-, su nombre era Lu...

-Mi padre siempre quiso que yo estudiara Osteopatía, ¿sabe? -interrumpió Hernández, que no lo había escuchado-. Y aunque al principio me rebelé contra la idea, ahora le agradezco que eligiera este camino para mí. Cuando yo era estudiante, las cosas eran muy distintas. Ahora, si viera los cuerpos que nos provee el SEMEFO... Es tan difícil encontrar uno como el de Paquito -suspiró, sus ojos navegaron en la memoria-. Son los tiempos que corren. Cuando logramos hacernos de uno (a veces por medios no tan... académicos, dirían algunos), lo celebramos en gran- de y lo aprovechamos para todas las prácticas posibles.

Don José se estremeció, pero su gesto fue tan breve que Hernández no se dio cuenta. Se preguntó si Lucía habría visitado en algún momento aquella universidad, pero no era muy probable. No le hubiera dado tiempo porque se había ido a Tlayolan para trabajar, y su trabajo en los berries empezaba muy temprano. ¿Qué tiempo libre le quedaría para estudiar, siquiera para divertirse?

-Yo participé en la preparación del cuerpo, ¿sabe? Desde cortarle el cabello hasta repartir los órganos en bandejas. Retirar la carne es lo más difícil, en mi opinión. Hay que ser paciente, porque toma tiempo... -don José miraba los zapatos blancos de Hernández tratando de pensar en otra cosa, incapaz de hablar. Hacía tiempo que él y su mujer habían dejado de hablar también, como si el mundo sin la hija hubiera engullido sus palabras. En aquel silencio viscoso que habitaba ahora su casa, aprendió a mirar los zapatos de la gente, a vivir al ras del suelo-. Y luego los echamos en cal viva para separar los tendones y los restos de piel del hueso. Después los dejamos reposar y, cuando se requiere, se hacen pequeños orifcios para unir todo el esqueleto con alambre, aunque en este caso... ¡Vaya, qué rápido llegamos! Por aquí, por aquí. Pase por favor.

Entraron a un edificio muy alto lleno de ventanas pálidas. A pesar de la iluminación, la luz del interior se veía inquietante, hosca. Don José corría detrás del médico que lo adelantaba con sus largas zancadas de flamenco. A su alrededor pululaban jóvenes vestidos de blanco disolviéndose en las paredes o en las puertas también blancas del edificio. Sus batas les daban el aspecto regio de los cisnes, también el de las gallinas cacareando de un lado para otro.

-Aquí en Traumatología se realizan operaciones de todo tipo. Los estudiantes tienen acceso a los mejores instrumentos y hacemos siempre lo posible por procurarles especímenes en buenas condiciones, algo que no cualquier escuela hace. Sin duda alguna, la mejor opción para estudiar Medicina, ¿no le parece?

-No sabría decirle, doctor. La verdad yo no estudié más que la primaria.

Hernández le dio una palmada y se rio, como si hubiera escuchado un chiste. Con paso siempre veloz, lo condujo a través de un largo pasillo hasta una oficina también blanca, ocupada por una gallina atareada.

-Doctor Mendoza, ¡qué gusto verlo! -exclamó Hernández, sonriendo con media boca. El colega lo saludó sin levantarse del lugar. Por su rostro, don José tuvo claro que no le agradaban las visitas.

-Así que es cierto -dijo Mendoza, repasando a don José un par de veces, como auscultándolo-. Cuando me dijeron que tendríamos que separarnos de Paquito, quise pensar que era un rumor.

-Pues ahora lo ve, doctor. Resulta que Paquito era la hija de don José, aquí presente.

-Lucí...

-Y trae el oficio de requisición, supongo, para asegurarnos que se trata de la misma persona que usted busca -dijo el colega, mirando a don José con severidad y extendiendo una mano pulcra y visiblemente suave.

Don José metió la mano en su morral, sacó una carpeta y rebuscó entre los papeles unos segundos. Luego extendió un documento que el otro leyó con calma.

-¿El acta de SEMEFO? ¿El parte del médico forense? ¿La firma del Director? ¿El visto bueno del hospital universitario? ¿La autorización del Ministerio Público?

A cada nuevo documento nombrado, don José extraía un papel de su carpeta. El escritorio de Mendoza quedó cubierto por una fina capa de actas selladas.

-Todo está en orden, doctor, como usted podrá notar -intervino Hernández cambiando su expresión, un poco decaído.

-Me lleva el carajo, doctor -respondió Mendoza-, con lo difícil que es encontrar un cuerpo como el de Paquito.

El otro inclinó la cabeza y señaló socarronamente a don José, como si explicara: “lo mismo le dije yo”.

-Y estando los estudiantes tan encariñados, doctor. Lo difícil que será la separación para algunos.

-Se acostumbran a ver siempre el mismo cuerpo -dijo, dirigiéndose a don José-. Les da tranquilidad.

-Eso lo sabe usted porque es un buen doctor, doctor.

-Es una lástima, en verdad. Comprenderá que esto supone un problema para nosotros. Es una situación irregular, sumamente irregular -Mendoza se llevó la mano derecha a la barba-. Después de todo, seguimos el procedimiento adecuado para la adquisición del cadáver. También esperamos el tiempo sufciente para que alguien lo reclamara. No se imagina el papeleo que requiere este trámite, s e ñ o r. Y todo por el bien de la educación. Si fuera mi cuerpo, yo permitiría que se quedara en esta escuela: ¡qué mejor manera de aprovechar la vida después de la vida, que entregándose a la ciencia! ¿No lo cree así, doctor?

-Sin duda alguna.

-Una lástima -bajó la cabeza, meciéndola suavemente-. Una...

Lástima. Don José no contestó. Aunque se sentía apenado por los inconvenientes, no dudaba de sus motivos: tenía que sepultar a Lucía en sagrado. Pero no hallaba cómo explicarse: los meses de búsqueda sin saber nada de su hija, sin tener siquiera una dirección; las trabas de las autoridades cuando por fin le dieron razón de ella; la visita al SEMEFO; la llamada a casa cuando le dijeron que sí, que era su cuerpo; el rastro hasta la universidad. Las palabras se le hacían remolino en la lengua como si su boca fuera un hormiguero. Mendoza siguió quejándose, pero don José trató de ocultar el disgusto que desde hacía unos minutos estaba sintiendo. Afuera de la oficina escuchaba el cuchicheo de poco más de treinta estudiantes o profesores que iban y venían, probablemente hablando sobre él. Al verlos pensó en Lucía correteando a los pollos cuando era pequeña.

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Una flor de hielo se abrió en su corazón.

-Perdónenme. No era mi intención... -dijo al fin, masticando otras palabras.

Mendoza, cruzado de brazos, asintió.

-No era su intención. No era su intención, dice -resignado, golpeteaba su escritorio con los dedos-. Entiendo. Yo estoy de su lado, de verdad. Pero debe usted entender también la gravedad del asunto de Paquito. Si llegara a ver la luz...

-Sería un terrible golpe en nuestra credibilidad.

-¿Puedo...?

-Impensable, las arpías de los diarios se darían un festín con

nosotros, doctor.

-Sería un impacto para el estatus de la institución.

-Perdón, ¿puedo...?

-Perderíamos la confianza de los miembros de la comunidad.

-Los estudiantes correrían a otras escuelas en parvada.

-¡Quiero ver a mi hija! -dijo, avergonzado por la dureza de su voz.

Los doctores lo miraron como si fuera un bicho raro. Mendoza asintió, un poco afectado. Se paró, fue hasta uno de los anaqueles de su ofcina y lo abrió. Extrajo de ahí una caja que cloqueaba rítmicamente. La colocó en el escritorio para que don José la examinara. Ahí estaban el cráneo de Lucía y otros huesos indistinguibles para él. Todos se veían pulcros, blancos. Y delgados, acordes al cuerpo que tenía ella el día en que se separó de la familia.

Se estremeció. Oprimió el cartón con sus dedos llenos de callos. Sus ojos miraban fjamente hacia algún lugar lejos de aquella oficina, como fuera del tiempo. Hernández se asomó por encima de su hombro.

-Nosotros trajimos a Paquito a la Escuela, ¿sabe? -en su voz se distinguía un poco de orgullo, casi un tono de complicidad-. Vaya que recuerdo el día. ¿Usted, doctor? El reporte del SEMEFO parecía sacado de un western. Herida múltiple de bala. Impactos en el pecho y en el estómago, desangramiento. Lo encontraron en una cuneta en la carretera a Guadalajara. Tendría apenas unas horas de fallecido. Un caso lamentable, aunque común en nuestros tiempos.

-Creímos que estaría en malas condiciones para la institución, pero, exceptuando algunos órganos, su estado era casi óptimo. Con dieciséis impactos de bala, ¡un golpe de suerte! Está en tan buen estado que no me extraña que quiera llevárselo -dijo Mendoza, lastimero.

“Dios mío”, pensó don José, “en dónde te fuiste a meter, Lucy. ¿Cómo se lo digo a tu madre?” Carraspeó. Cuando dejaron de tener noticias de su hija, había supuesto que algo andaba mal. Pasado un mes, se prometió que estaría listo para lo peor. Pero dieciséis impactos de bala. ¿Qué tiene que hacer una muchacha de diecinueve años para ganarse dieciséis balazos?

-Diversos signos de violencia, doctor.

-Marcas de presión en cuello y manos, doctor.

-Hematomas en los glúteos, doctor.

-Signos de penetración post mortem, doctor.

Sintió que sus piernas faquearon. Pensó en el día en que Lucía había tomado el camión a Tlayolan: se despidió de los padres prometiendo que volvería pronto. Cuando los abrazó, les dijo medio en broma que mejor no la dejaran irse. Que ya se había arrepentido.

Hernández revisó de nueva cuenta la lista que llevaba. Asintió varias veces con gesto satisfecho.

-Cráneo, vértebras, dedos, un fémur... Bien, bien. Veo que ya tenemos todo lo que necesitamos aquí, ¿ahora sí estamos contentos? -don José no respondió. En un movimiento lento, calculado, abrió su mochilita y empezó a trasladar, uno a uno, los huesos que había en la caja. Acarició el cráneo con las yemas de sus dedos. Se detuvo. Lo contempló un instante.

-Perdón... -notó cómo se le quebraba la voz. Respiró profundamente, tratando de controlarse-. Perdón, pero ¿qué le pasó a la cabeza de mi hija? Es que casi no tiene dientes.

Mendoza se escandalizó. Murmurando improperios, se levantó de golpe de su escritorio y avanzó hasta el lugar donde estaba don José. Tenía la cara roja.

-Esos irresponsables, ¡sólo eso nos faltaba!

-¿Qué pasa, doctor? ¿Algo le molesta?

-Esos alumnitos del club de teatro. Tomaron el cráneo para presentar una obra y de seguro se les cayó en los ensayos o en la presentación. Pobre Paquito -Mendoza tomó el cráneo y empezó a acariciarlo con lamentación-, tanto que te habíamos cuidado.

-Debe haber algo que podamos hacer.

El otro lo miró, asintiendo.

-Usted disculpará lo de los dientes. Suele pasar por aquí -siguió Hernández-; no es algo que afecte mucho el espécimen, y por eso no le damos gran importancia. Además, es tan raro que vengan a reclamar osamentas. ¿No es así, doctor Mendoza?

El otro asintió.

-Supongo -dijo Mendoza, con un tono de orgullo-, supongo que podríamos sustituir sus dientes por piezas de cerámica.

-Podríamos llamar a nuestros colegas de Odontología.

-Alguna prótesis que se adecúe a...

-Así está bien, así está bien ya -don José tomó el cráneo y lo dejó a un costado del escritorio. Después empezó a acomodar el resto de los huesos en la mochila, tratando de deshacer el nudo en su garganta.

Cuando iba a tomar el fémur, Hernández lo detuvo. Luego, con delicadeza, levantó el hueso de la mesa y lo contempló por un momento. Su rostro se ensombreció.

-Doctor Mendoza, ¿no le parece que éste es demasiado largo? -introdujo la mano en la mochila y extrajo el otro fémur. Los colocó en la mesa el uno junto al otro.

No coincidían.

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-¿Qué dice? ¡Debe haber un error! -exclamó Mendoza, que tomó ambos huesos y los comparó a contraluz, como si la oscuridad de su ofcina les estuviera gastando una broma.

La diferencia era evidente. El nuevo fémur era al menos un par de centímetros más largo que el que habían entregado en dirección. Más grueso, además. “¡Me lleva!” Apresurado, Mendoza se precipitó sobre el anaquel de donde había sacado la caja. Durante varios minutos, los dos hombres lo observaron mientras abría cajones, los cerraba, los volvía a abrir. En un momento dado introdujo el brazo completo en ellos, como un mago tratando de sacar un conejo de la oscuridad. Sin éxito.

Finalmente, rendido, volvió a su lado.

-No tengo idea... Yo le juro, doctor Hernández, que hice todo al pie de la letra. Aquí tiene los oficios... Yo... -abrió un cajón de su escritorio, extrajo una carpeta y la depositó lastimeramente frente a los dos- no sé qué pasó... ¿Qué podemos hacer?

Por primera vez en la tarde, Hernández se quedó callado. “Denos un momento, por favor, don José”, dijo y se alejó unos cuantos pasos para hablar con Mendoza. Cuchichearon un rato. Durante la conversación, ambos doctores miraban a su alrededor y, de vez en cuando, torciendo el gesto, hacia don José. “No, no podríamos”, musitaba uno, “quizás si estuviera dispuesto a...”, respondía el otro. “Y si volviera luego...”, “Se lo podemos mandar por paquetería.” Hernández repasó los documentos que Mendoza le había extendido.

Entretanto, don José había recogido los dos huesos y los había alzado a la altura de sus ojos. Cansado, depositó la mochila en el escritorio y se sentó frente a ella. Apretó la base de su nariz con los dedos. Sintió que sus ojos se humedecían. ¿Qué pensaría su mujer cuando lo viera llegando con una mochila?

Tomó por segunda vez el cráneo y lo examinó con calma. Su blancura era desconcertante. Su redondez traía memorias muy viejas y queridas. Pegó sus labios en la frente y lo besó en silencio. “Mi niña”, susurró como quien mira el mundo desmoronarse.

-Debe ser el fémur de Isabel, el muchachito que nos llegó en diciembre. No tengo idea de cómo se intercambiaron -Mendoza se acercó con gesto amigable. Hernández repasó por décima vez los documentos. Se llevó la mano a la barbilla. Se rascaba.

-Es una situación muy vergonzosa, ¿no lo cree? -Hernández puso la mano en el hombro del campesino y lo oprimió con complicidad-. Podríamos hacer un par de cosas, porque la celeridad del proceso nos ha tomado desprevenidos.

-Podría dejarnos los dos huesos, en lo que encontramos el que completa a Paquito.

-Podría esperar en Tlayolan un par de días, hasta que le notifiquemos que puede pasar por él. Por el auténtico, quiero decir.

-Aunque, por experiencia, le diré que difícilmente lo vamos a encontrar pronto... si es que llegáramos a encontrarlo.

-Lo que nos lleva a la otra posibilidad.

-Podría llevarse estos dos: después de todo, sería lamentable que no fuera capaz de armarlo. Con lo bonito que se ve cuando está montado.

Cuando dijo esto, Mendoza extendió los dos huesos como si estuviera deshaciéndose de una estafeta. Al mirarlos, don José se imaginó a su hija llegando al cielo hecha pedazos. Los doctores blandían una sonrisa nerviosa. Pero no dijeron más. Sintió que su cabeza se calentaba. Apretó los dientes.

Sin decir palabra, tomó ambos huesos y los guardó. Quiso meter también el cráneo, pero la mochila ya no cerraba. Espiró con fuerza, lo acomodó en su brazo derecho y salió sin despedirse. “Lucía. ¡Se llamaba Lucía!”, alcanzó a decirles, pero ellos se enfrascaron en un nuevo cacareo sobre el destino de Isabel y ya no lo escucharon. Don José apretó el cráneo contra su torso: lo detuvo así unos segundos y salió del lugar. La Escuela de Medicina se abría frente a él, pero ya no le parecía amenazante. La sensación era de hastío: la claridad de los edificios lo desesperaba. Pensó en su hija, en el camino a casa, en el entierro que tenían programado.

Al salir, el sol se pegaba en su rostro con encono. Avanzó rápidamente. Los estudiantes pasaban junto a él como una parvada de palomas. A su paso, los huesos hacían cloc cloc cloc cloc y, en su mano derecha, el cráneo chimuelo de Lucía parecía sonreírle a la gente que se cruzaba con ellos.

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