Frente a frente con el gorila en el país de las mil colinas

Frente a frente con el gorila en el país de las mil colinas

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Treinta años después del genocidio, Ruanda ha aprendido a vivir en paz y a cuidar el medio ambiente. Con sus parques naturales ha detonado la industria turística, que hoy lo sitúa como el país africano con más crecimiento económico sostenido.

Parque de los Volcanes: el encuentro milagroso

Virunga es una voz africana que significa “volcán”. Los volcanes de Virunga, entonces, son “los volcanes de volcanes”, como el Sáhara, desierto en árabe, es “el desierto de desiertos”. En estas cimas boscosas y cráteres, por lo menos dos de ocho activos, confluyen las fronteras de tres países del África submagrebí y un denominador común: el milagrosamente sobreviviente gorila de montaña, que ha librado la inestable convivencia de pueblos y colonizadores guerreros, la caza furtiva y guerras civiles, para convertirse en la principal atracción turística de Ruanda y Uganda. (En el tercer país, la convulsa República Democrática de Congo, el mayor de los simios sigue preocupando grandemente a los ambientalistas.)

Virunga es también territorio de uno de los cuatro grandes parques naturales de Ruanda, otra voz africana, que significa “expansión”. Su nombre oficial es Parque Nacional de los Volcanes, una superficie de 125 kilómetros cuadrados que va de las faldas de las montañas a la cima selvática en el departamento de Kinigi, donde el visitante pone a prueba su condición física y aptitudes para escalar librando maleza, lianas, vegetación, lodo y pastizales unas dos horas, más un cruce inesperado con una manada de búfalos en un claro, subespecie que en esta región es apenas un poco menor a los cafres de la sabana, aunque luzca igual de amenazadora bajo la mirada fija del macho alfa, que mueve impaciente el rabo.

El ascenso tiene una parada previa en una zona de palapas y oficinas, donde los anfitriones le leen la cartilla a las decenas de turistas que arriban ya con boleto pagado: 1 650 dólares por persona y con grupos mínimos de tres individuos. Antes, muy temprano, cuadrillas de unos ocho rastreadores cada una han subido por diversos flancos de la montaña y hallado dónde se instalan las diversas familias de gorilas a desayunar bambú, su platillo favorito, que abunda en la zona. Por radio conducen a los guías que suben con los visitantes.

Nadie se puede quedar atrás, por lo que, si algún turista empieza a perder el paso en la primera fase de la escalada, deberá volver acompañado por un guía al autobús y esperar a su delegación. Habrá perdido sus 1 650 dólares. La precaución no sobra; se trata, a fin de cuentas, de la selva africana, y la fauna de la región no solo es salvaje, sino también de dimensiones considerables, como los búfalos, con machos arriba de la media tonelada de peso y cuernos afilados, que ven con recelo el paso de los intrusos en su claro de jungla, y ni hablar de elefantes y leopardos.

Personas diagnosticadas con males cardiacos, enfisema o artritis son llamadas a reconsiderar el ascenso, con la advertencia de que los servicios médicos en la zona son limitados. Cuando se entra en la zona de remanso de los gorilas, es importante saber que no se debe acercar uno a menos de siete metros de ellos ni comer ni beber agua; se debe hablar muy bajo, usar cubreboca, no confrontarse de ninguna forma con ellos ni hacer gestos o movimientos bruscos. Y lo más importante: si un gorila ataca, uno debe sentarse, no mirarlo y jamás huir.

—¿Hay muchos lomos plateados?

—Muchos. Con los gorilas es como con un país: hay varios adultos varones, pero solo uno es el presidente —responde el guía principal, que, como todo el personal turístico de Ruanda, habla la lengua nativa, inglés y francés.

“Lomo plateado” es la denominación para los machos, por la coloración que toma el pelaje de su espalda cuando llegan a la adultez, que en el caso de los gorilas de montaña es a los 13 años. La especificación tiene lugar porque no son idénticos a sus primos de “tierras bajas”, habitantes de las orillas de los lagos Kivu, cuyas aguas bañan estas fronteras, y Tanganyika, en la República Democrática de Congo. La taxonomía actual ya solo distingue entre gorilas orientales —volcanes Virunga, Uganda y República Democrática de Congo— y occidentales —Gabón, Guinea Ecuatorial, Camerún, República Centroafricana, Nigeria y República Democrática de Congo.

El descubridor y la heroína

Ya han pasado varias vidas desde que el expedicionario Oscar von Beringe fue reconocido como autor del descubrimiento científico del gorila de montaña. Fue en 1902, durante una misión para promover los intereses de Alemania en la región. Habrá que imaginar la sorpresa de encontrarse con una especie nueva y con la singularidad de tener matices humanos, como su alternada marcha erguida.

Para el visitante primerizo hoy en día la trama también desemboca en asombro, y ocurre un milagro: el cansancio de las dos horas de escalada, la falta de aliento, el susto con los búfalos y con cada sonido extraño en medio de la maleza, el golpe de cada caída en el camino lodoso y accidentado… todo eso desaparece cuando llega a un claro apenas a decenas de metros de la cima, y se sabe en medio de una gran familia de gorilas que ya están acostumbrados a la presencia humana y prosiguen con sus actividades, aparentemente sin poner atención a los “invasores”. Aparentemente.

Waka Waka, como la popular canción de Shakira para la Copa Mundial de Sudáfrica, es el nombre con el que los conservacionistas que trabajan en el parque han bautizado al macho alfa de esta latitud de los Virunga. Es un enorme lomo plateado que parece supervisar desde un punto alto el ingreso de cada visitante, mientras come con tranquilidad carrizos. Está solo, pero no pierde detalle de las hembras y sus crías. Sin mayor sobresalto desciende y se instala a ras de piso, a unos tres metros del grupo, al que le da la espalda para continuar con su desayuno, mientras los turistas ignoran la advertencia de los siete metros y sin medir el peligro se acercan para tener un gran video o la foto de su vida.

Hoy Waka Waka viene en son de paz, y se dirige a otra zona de su territorio mientras una cría se aproxima a los visitantes; pasa frente a ellos y detrás lo sigue su madre, una pequeña hembra que lo conduce colina arriba. A la distancia, a otra altura, se ve caminar con cierto nerviosismo a otro lomo plateado, acaso más arisco con los humanos porque no se acerca, pero tampoco pierde de vista a los extraños. Será un tío.

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Es en estos bosques donde Diane Fossey se instaló para estudiar a los gorilas de montaña en los años setenta. Terminó generando un movimiento de conciencia orientado a salvar a la especie de la extinción, pelea que le costó la vida. Ya no conoció la crisis posterior a la de la caza furtiva: la de la emergencia por la guerra civil que desembocó en el genocidio de más de 800 000 personas en los años ochenta, la mayoría de los grupos étnicos tutsi y hutus moderados. El éxodo a las montañas impulsado por la violencia significó un desastre ambiental de dimensiones homéricas.

Hoy la población de gorilas ha comenzado a recuperarse gracias a esfuerzos como el de Fossey, pero también porque los gobiernos han comprendido que el turismo es una enorme fuente de riqueza. Lo que se halla en esta cordillera volcánica es único en el planeta; la convivencia con el mayor de los simios es incomparable, pero ¿qué tan cerca en realidad se puede estar de ellos? ¿Tan cerca como estaba Fossey, a juzgar por las fotos de la época y la película Gorillas in the Mist protagonizada por Sigourney Weaver?

La respuesta viene en forma de un pequeño simio de menos de un año que ha tenido curiosidad por el teléfono celular que le apunta con su cámara desde minutos antes. Se trepa a unos troncos en medio de los helechos y se dirige con determinación hacia el intruso que lo graba sin descanso. El grupo humano avanza en fila india, con un guía al frente y dos atrás. El primero ordena continuar la marcha, pero el gorilita parece decidido a tocar ese artefacto extraño.

“¡Retrocede!”, ordena el guía al turista, que baja su teléfono antes de que se lo confisque el pequeño dueño de la casa.

El gorila no se desanima por el desaire y, curioso, extiende un brazo al visitante, quien se emociona al grado de estar a punto de abrazar al pequeño (error que puede ser gravísimo con el lomo plateado a una decena de metros y la pequeña madre a un lado), pero se contiene ante la nueva orden del guía de avanzar. El chiquillo peludo, mirando apacible con sus grandes ojos negros, no se queda con las ganas y toca al humano, apenas un roce en el brazo, luego otro: un gesto sutil que representa una experiencia transformadora, de una vez en la vida.

“¡Qué afortunado eres! —dice el guía al visitante—. Acabas de vivir un momento que solo experimenta uno entre cientos y cientos que suben a diario a estas montañas”.

Otras crías demuestran sus destrezas recién adquiridas a los intrusos, como golpearse el pecho repetidas veces o intentar copular con alguna hembra distraída. Las más comen su bambú con gran habilidad (o plantas y frutas como lobelia gigante, flores amarillas, vernonia, eucalipto y zarzamora, que no solo de bambú viven los gorilas), y no parecen tener interés en los visitantes, sabiéndose por lo demás seguros con Waka Waka vigilando a la distancia, y otro gran lomo plateado más arriba, ese sí algo nervioso, supervisando que todo vaya en orden.

Todavía sin reponerse de la emoción, con encontrados sentimientos de sorpresa y tranquilidad, con la adrenalina en su punto, el grupo es invitado a abandonar el territorio gorila. Ya ha sido suficiente molestia por hoy para Waka Waka y familia y, además, amenaza tormenta y el camino cuesta abajo es peligroso, con fango, ramas mojadas, espinas, bichos y una demanda de esfuerzo grande para mantener la vertical en un terreno accidentado. Los bastones y las manos de los guías, apoyo que cuesta 10 dólares por cabeza y es indispensable para la mayoría no acostumbrada a guardar estos equilibrios en medio de la jungla, no siempre resultan suficientes y las caídas, no raras en la subida, tampoco lo serán en el descenso. Por algo llaman a Ruanda “el país de las mil colinas”.

Empezar a ver los cultivos de té alivia a los excursionistas porque saben que ya están en las faldas del volcán, donde la fauna es dócil, sobre todo ganado vacuno y gallinas, y el terreno es mucho menos accidentado que en las colinas. Esta vez los búfalos apenas si han lanzado una mirada al paso de la caravana, y vuelven a su eterno oficio de comer hierba.

Pocas veces se ve a gente tan feliz como la que acaba de vivir la experiencia de visitar a los gorilas de montaña. Los afortunados se toman fotos grupales bajo el letrero de “Bienvenidos al Parque Nacional de los Volcanes”; se quitan el lodo que pueden de las botas y abordan sus vehículos Land Rover para dirigirse a un hotel de la localidad, Kinigi, ya en tierra firme.

Dirigirse a las montañas Virunga desde Kigali, la capital de Ruanda, es un viaje de tres horas por carreteras suficientemente cuidadas, pero que conllevan el cruce de una colina tras otra hasta dejar exhausto aun al que no conduce. Despuntando el día, ya desde localidades como Rubavu, Kanzenze y Bigogue, pese a la lluvia se aprecia la belleza de la cordillera, con sus cimas volcánicas atravesadas por tiras de neblina.

De regreso, después de mediodía, son otros los detalles que descubrir. Por ejemplo, en muchas casas a lo largo del camino, construcciones de un solo piso, techos de dos aguas colorados y una mayoría sin pintura en sus muros, hay pequeñas cabras atadas en las entradas. O los niños las llevan por la vereda con un lazo al cuello, como mascotas. Abundan por toda la carretera. Pero si uno pone atención, en los alrededores de los hogares se pasean los chivitos, que aparecen a la menor provocación, como si de un paraíso imaginado por Marc Chagall se tratara.

—¿Las cabras son la mascota nacional? —pregunta el visitante incrédulo al conductor, Jean-Paul, un chico de 25 años que bien puede pasar como hijo del actor estadunidense Laurence Fishburne, a quien dice no conocer, pero del que de cualquier forma busca una referencia en Google.

—Sí, son mascotas —responde—. Antes eran los perros, como en muchas partes del mundo, pero ese fue otro daño colateral del genocidio de los noventa. Con tanta gente muerta, tirada en la calle, los perritos se quedaron sin dueño y sin comida. Así que comenzaron a comerse a los caídos, dice Jean-Paul, y cuando el general Paul Kagame puso orden a sangre y fuego, ya las mascotas se habían convertido en un peligro porque atacaban a las personas, por lo que debieron ser sacrificadas.

Hoy es más fácil ver un gorila que un perro en Ruanda.

Parque Akagera: elefantes y sabana

Paul Kagame es un líder rebelde que encabezó la entrada triunfal de un movimiento armado desde la vecina República Democrática de Congo. En la segunda mitad de los años noventa, su grupo se instaló en el poder, y ante el fracaso de un intento de golpe de Estado en 2000, que sin embargo acabó con la vida del presidente en funciones, el general se convirtió en el sucesor inevitable: ya cumple 24 años en el cargo, y no se ve para cuándo se vaya.

Frente a las críticas por su larga permanencia en el poder, la existencia de una clase política opositora apenas testimonial y la amenaza constante de mano dura, la autoridad saca pecho poniendo de frente la pacificación del país, el crecimiento económico más alto de África en 2023 y el timbre de orgullo que representa ser la primera nación del subcontinente que alberga una cumbre de la Organización Mundial de Viajes y Turismo, que dirige la británica Julia Simpson. Y es que la industria global y líderes políticos se reunieron durante tres días de noviembre de ese año en el Centro de Convenciones de Kigali.

Ahí estaban en primera, como oradores, los presidentes de Burundi, Prosper Bazombanza, y de Tanzania, Samia Suluhu Hasan, que acompañaban al anfitrión Kagame, un hombre flaco y muy alto con una numerosa escolta dotada de armas de todo calibre, que ya quisiera —sin necesariamente la exhibición de paranoia— su socio comercial Carlos Slim Helú, con quien el gobernante tiene negocios en servicios de conexión remota a internet. Sí, hasta acá llegan los tentáculos del hombre que no deja de figurar en el top tres de los más ricos del planeta, según Forbes.

Cosa extraña la de las conexiones remotas y la telefonía en Ruanda. La empresa más poderosa de la región (MTN) es de capital ugandés, y ofrece chips a los turistas a precios que un usuario mexicano no puede dar crédito. Si en la anterior reunión de turismo global en Arabia Saudita, en agosto de 2023, el chip costaba el equivalente a 500 pesos y duraba una semana, en Kigali ese mismo servicio, por el mismo periodo, vale una suma que no rebasa los 60 pesos. Sí, 60 pesos mexicanos. El roaming de Telcel debe rondar los 30 000 pesos para iguales tareas y tiempo.

Una anécdota en otro parque nacional, el Akagera, ilustra con claridad lo buena que es la conexión y señal de MTN. Este otro espacio natural, que en el mapa de Ruanda es una franja vertical en el noroeste, atraviesa una parte de la sabana de Tanzania, porque para la fauna salvaje africana no hay muros ni mallas que valgan. Por eso el turista asiste estupefacto al hecho de que ahí, en medio de matorrales, lagos, montículos de termitas y una variedad de especies que van de la jirafa a la cebra, del hipopótamo al cocodrilo y del babuino al lagarto monitor, además de los cinco grandes, como llaman al león, leopardo, rinoceronte negro, elefante y búfalo cafre, ahí llega un SMS que a la letra dice: “Hello. MTN Rwanda welcome you to Tanzania. Enjoy affordable rates when roaming on MTN HelloWorld with low data rates at RWF 23.8/MB”.

Sí, la sabana entre Ruanda y Tanzania cuenta con mejor conexión que muchas zonas de ciudades urbanas latinoamericanas, incluida la capital mexicana.

El Parque Nacional Akagera tiene una extensión de 1 222 kilómetros cuadrados, la mitad de su tamaño antes de 1997, cuando los refugiados por la guerra civil volvieron a su patria y se establecieron en muchas áreas de conservación. En 2009 la Oficina de Desarrollo de Ruanda y Parques de África firmaron un convenio para crear la Compañía Gerencial Akagera, responsable hoy en día del manejo del área y la vigilancia por la persistencia de los cazadores furtivos.

Doscientos cincuenta dólares por persona es el costo del safari por Akagera, denominación que proviene del lago del mismo nombre, un surtidor del que se desprenden otros espacios hídricos, como el lago Ihema, y otro harto singular, el río Shakani. Tal voz se origina en la expresión francesa chaque année, “cada año”, como lo llamaban los naturales del lugar, un eco de un ritual que se realizaba antiguamente en ese sitio, que hoy por cierto es una escala en el recorrido, uno de los tres campamentos para tomar un respiro, ante la mirada a la distancia de los curiosos babuinos, especie que abunda en la sabana ruandesa.

La repoblación de este parque con la fauna original ha sido un reto que comenzó a rendir frutos notables a partir de 2015, con la reintroducción de los grandes felinos, leones y leopardos, de los que hoy se lleva un censo estricto. El Panthera leo, por ejemplo, llega a 50 ejemplares a partir de los primeros traídos del parque Kruger, de Sudáfrica, aunque hay que apuntar que en el mero día del safari ninguno asomó la cabeza por las distintas rutas que el experimentado guía recorrió, menos aún los leopardos, de los que se calcula una población de 80 ejemplares. Ambas especies, con hábitos de caza nocturnos, suelen dormir gran parte del día.

Imponente, paciente, goloso y fotogénico resulta, eso sí, un solitario elefante macho, enorme, primera sorpresa del safari, que después de una hora solo ha presentado como grandes estrellas a los babuinos, las moscas tse tse con las trampas para atraerlas, consistentes en banderas azul y negro entre los arbustos, y una hermosa jirafa cuyo desplazamiento en cámara lenta levanta una exclamación de su público a bordo del Land Rover descapotable para ocho plazas.

Las principales recomendaciones para el visitante están encaminadas a los encuentros con elefantes, que aquí se cuentan en unos 130, y aunque suelen ser pacíficos en este parque, un error del distraído turista puede ser fatal. Siempre hay que darles su espacio, no emitir ruidos fuertes y limitarse a contemplarlos mientras se les fotografía o se les graba. Después de todo, es el peso completo de la casa, con números que van de las 3.5 a las 6.5 tonelada. No se puede ser impertinente con esa especie.

Después comienza el festín con un par de cebras correteando junto con antílopes, una manada de búfalos rumiando sin mucho interés en los visitantes y un hipopótamo adolescente, junto al camino, mordisqueando la hierba, mientras sus mayores lo divisan desde lejos en un charco de lodo en el que se procuran a revolcada limpia, por decirlo así, un particular protector contra los insectos, porque solar se antoja difícil, ya vez que el día es más bien lluvioso y nublado.

De no aparecer Simba, acaso por la razón que da el canturreo natural de la canción “The Lion Sleeps Tonight” (que nadie se quita de la cabeza durante el viaje), Pumba y su familia facoquera sí rondan de vez en vez sobre la ruta elegida para regocijo del respetable, que vive su primera experiencia en la sabana por un precio que hasta se antoja módico, comparado con la fortuna bien justificada que vale la visita a los gorilas. Los miles de facoqueros y jabalíes de Akagera representan uno de los principales alimentos de los depredadores.

Cuando se ha perdido la esperanza de avistar leones y el sol ha vuelto a esconderse detrás de las nubes que amenazan con tormenta es momento de partir. El guía decide un último recorrido hacia la entrada principal por la orilla del lago Ihema, donde también se ofrece servicio de safari a bordo de lanchas para atestiguar la vida de hipopótamos y cocodrilos del Nilo en medio de un despliegue colorido de aves, que en este parque rebasan las 480 especies identificadas, y no se diga de variopintas mariposas, con unas 2 500 variedades registradas en el África oriental.

Truco de guía o auténtico contratiempo, el Land Rover se ha quedado en medio del fango en un claro próximo al lago, y las maniobras para que la tracción 4x4 responda llama la atención de los babuinos, que de unos cuantos curiosos en primera instancia pasan a una numerosa comunidad que atestigua los apuros de los extraños. Cuando el nerviosismo ha hecho presa de todo mundo, el conductor libra el lodo y todos sonríen de nuevo a bordo. Chofer y babuinos se han divertido en grande a costillas de los incautos viajeros.

Ya hace hambre cuando se llega de vuelta a la entrada principal de Akagera, en Kaborondo, provincia distante unos 100 kilómetros al noreste de la capital, Kigali. Justo al otro extremo de país, en el suroeste, se yergue otro gigantesco pulmón de Ruanda, el Parque Nacional Nyungwe, donde las estrellas de esa espesa zona de 1 019 kilómetros cuadrados de follaje, árboles inmensos, jungla tupida y niebla persistente son los integrantes de una pequeña, pero célebre comunidad.

Parque Nyungwe: chimpancés y selva tropical

El bosque de Nyungwe, elevado a categoría de Parque Nacional en 2004, se encuentra entre las cuencas de los ríos Congo y Nilo, con una superficie de casi 1 000 kilómetros cuadrados de selva tropical, bambú, cascadas y pantanos que dibujan límites con Burundi y República Democrática del Congo. La estrella de casa es el chimpancé, incluso con una población limitada. El paseo para conocerlo comienza con un costo de 635 dólares por persona, pero se eleva si el viajero desea pernoctar o sumarse a las distintas actividades de senderismo o avistamiento de otros primates endémicos de esta región.

Para abrir boca e ir tanteando el terreno, una primera actividad consiste en un descenso denominado la caminata Igishigishigi, que comienza desde una de las entradas del parque, a 2 450 metros de altura, recorriendo de bajada y subida dos kilómetros que implican 200 metros de profundidad en hora y media, lo que permite en el punto más bajo del periplo cruzar un puente colgante en medio de la niebla con un abismo insondable.

La lluvia permanente en la zona dificulta la bajada, pero una estrecha vereda ayuda al viajero a avanzar con la ayuda de un bastón especial, elaborado con madera de la región. Una pequeña choza marca el ingreso al puente, y se escucha a la distancia sonidos, acaso de alguna de las 12 especies de primates propias de la zona, adicionales a los chimpancés, y de aves refugiadas por la precipitación en la espesura de los gigantescos árboles.

Nyungwe es un manjar para los profesionales de la botánica, con 1 068 especies de plantas y 140 de orquídeas. Las aves y mariposas no se quedan atrás, con más de 322 variedades de las primeras y 120 de los coleópteros. ¿Mamíferos? Por supuesto: unos 75 de diverso linaje, desde felinos como el cerval y el leopardo hasta pequeños elefantes. Por eso todo recorrido requiere del concurso de experimentados guías, pues si bien los animales rehúyen el contacto con humanos, siempre serán peligrosos cuando se invade su territorio.

El parque es el mayor receptor de agua en Ruanda; provee el 70% del recurso a toda la nación, y se cree que es una de las más remotas fuentes del río Nilo. Ahí, desde la experiencia increíble de avistar una parte de la inmensidad selvática en medio del movedizo puente colgante acogido por la niebla, el turista ya exhausto cae en cuenta del siguiente reto: reponer, en ascenso, los 200 metros que antes descendió con no pocas dificultades, pese a que el nivel fijado por los guardabosques es “easy”.

Para el explorador poco avezado en esos avatares la travesía resulta exigente y demoledora, por lo que, de vuelta al hotel, durante la cena, pregunta con ingenuidad a uno de los guías:

—Mañana, en la visita a los chimpancés, ¿será más fácil el trayecto?

—Hoy fue el recorrido sencillo —responde con no poca mamonería el hombre, malencarado, de malas porque un día antes había resbalado frente a todo su rebaño de turistas en la orilla del lago Kivu—. Mañana no habrá camino y buena parte será cuesta arriba.

Se quedó corto el hombre. A la mañana siguiente, la aventura comienza con la cita a las 4:30 de la mañana para abordar los Land Rover y dirigirse a otro acceso del parque porque los chimpancés son madrugadores y cambian de área para desayunar a diario. Terminando sus viandas, nuestros parientes más cercanos se pierden en la inmensidad del bosque y ya no es posible seguirles el rastro. Y aunque también son famosos aquí los avistamientos de otros monos, como los bonobos y los colobos rojos o pintos, la estrella, se reitera, es el chimpancé.

Llegar a sus árboles tiene mucho de turismo extremo, más que por el riesgo de encontrarse a un felino o tocar sin querer una serpiente o un insecto entre las ramas, por la fuerza y la condición física requeridas en el intento. A diferencia del territorio gorila en Virunga, donde el explorador recorre largos tramos tierra arriba en medio de cultivos de té, ganado vacuno y aves de corral antes de entrar a la jungla propiamente dicha, acá el ingreso está a unos cuantos pasos del Land Rover, que ha conducido a los visitantes hasta una rendija entre la tupida vegetación, vigilados en todo momento desde la carretera, como en los otros parques, por militares que patrullan las zonas fronterizas, ante el riesgo de eventuales crisis políticas de los vecinos.

Debe ser una hora aproximada de camino entre subidas y bajadas (recuérdese que es el país de las mil colinas), pero entre lodo, ramas en todas direcciones, piedras resbalosas, palos espinosos y una inexplicable prisa del guía por conducir a su grupo con una rapidez que solo para él es normal. A la cuarta caída, sí, cuarta, el turista mexicano de un equipo con naturales de Polonia, Filipinas, Estados Unidos, Ghana y España, más un espontáneo francés, decide ya no levantarse. Se acomoda en una piedra, exangüe, sus cabellos están empapados de sudor y el rostro enrojecido.

—Aquí los espero a que vuelvan, no puedo más —dice el caído a uno de los guías, que en vano disimula cuánto se divierte con la situación.

—Imposible, nadie se queda atrás. Hay felinos y elefantes en esta zona —dice con cierta seriedad, con un aire de gravedad que se diluye cuando baja la voz y dice—: Mira, enfrente, una hembra.

De chimpancé, por supuesto.

Mientras el grupo sigue su marcha, apenas a unos cuantos metros adelante de la cuarta caída, su compañero mexicano disfruta en sesión privada desde su sillón de roca, con el guía de testigo, el avistamiento del primer chimpancé del recorrido… y el único porque hoy nuestros parientes más carismáticos han tomado día de descanso, quizá. El multicolor grupo explorador, que resistió de pie la golpiza de cruzar la jungla del Nyungwe, no tuvo mejor suerte y su esfuerzo únicamente le valió para ver un ejemplar más.

Entre subidas y bajadas, con la lluvia pertinaz y el guía de nuevo apresurado, la vuelta al vehículo es otro infierno, con resbalones de unos cuantos, pero sin consecuencias, y más bien una decepción general por la disparidad entre las expectativas y la realidad, entre el esfuerzo y el resultado. Atisbar el Land Rover entre las rendijas del tupido follaje hace sonreír a todos, y es cuando varios caen en la cuenta, solo entonces, de los riegos mayores que han corrido, sea sujetándose a ramas sin la menor precaución, sea tirados sobre la hierba por el cansancio, ante la multitud de reptiles y bichos que reina en el bosque. Ya ni preguntar al conductor si trae antídotos para una eventual picadura o mordedura de la fauna local. ¿Para qué mortificarse cuando ya se superó el reto, así haya sido con cuatro traspiés?

Ruanda, el país de las mil colinas, lleva el turismo extremo a otro nivel.

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Lo que se halla en esta cordillera volcánica es único en el planeta; la convivencia con el mayor de los simios es incomparable, pero ¿qué tan cerca en realidad se puede estar de ellos?
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Treinta años después del genocidio, Ruanda ha aprendido a vivir en paz y a cuidar el medio ambiente. Con sus parques naturales ha detonado la industria turística, que hoy lo sitúa como el país africano con más crecimiento económico sostenido.

Parque de los Volcanes: el encuentro milagroso

Virunga es una voz africana que significa “volcán”. Los volcanes de Virunga, entonces, son “los volcanes de volcanes”, como el Sáhara, desierto en árabe, es “el desierto de desiertos”. En estas cimas boscosas y cráteres, por lo menos dos de ocho activos, confluyen las fronteras de tres países del África submagrebí y un denominador común: el milagrosamente sobreviviente gorila de montaña, que ha librado la inestable convivencia de pueblos y colonizadores guerreros, la caza furtiva y guerras civiles, para convertirse en la principal atracción turística de Ruanda y Uganda. (En el tercer país, la convulsa República Democrática de Congo, el mayor de los simios sigue preocupando grandemente a los ambientalistas.)

Virunga es también territorio de uno de los cuatro grandes parques naturales de Ruanda, otra voz africana, que significa “expansión”. Su nombre oficial es Parque Nacional de los Volcanes, una superficie de 125 kilómetros cuadrados que va de las faldas de las montañas a la cima selvática en el departamento de Kinigi, donde el visitante pone a prueba su condición física y aptitudes para escalar librando maleza, lianas, vegetación, lodo y pastizales unas dos horas, más un cruce inesperado con una manada de búfalos en un claro, subespecie que en esta región es apenas un poco menor a los cafres de la sabana, aunque luzca igual de amenazadora bajo la mirada fija del macho alfa, que mueve impaciente el rabo.

El ascenso tiene una parada previa en una zona de palapas y oficinas, donde los anfitriones le leen la cartilla a las decenas de turistas que arriban ya con boleto pagado: 1 650 dólares por persona y con grupos mínimos de tres individuos. Antes, muy temprano, cuadrillas de unos ocho rastreadores cada una han subido por diversos flancos de la montaña y hallado dónde se instalan las diversas familias de gorilas a desayunar bambú, su platillo favorito, que abunda en la zona. Por radio conducen a los guías que suben con los visitantes.

Nadie se puede quedar atrás, por lo que, si algún turista empieza a perder el paso en la primera fase de la escalada, deberá volver acompañado por un guía al autobús y esperar a su delegación. Habrá perdido sus 1 650 dólares. La precaución no sobra; se trata, a fin de cuentas, de la selva africana, y la fauna de la región no solo es salvaje, sino también de dimensiones considerables, como los búfalos, con machos arriba de la media tonelada de peso y cuernos afilados, que ven con recelo el paso de los intrusos en su claro de jungla, y ni hablar de elefantes y leopardos.

Personas diagnosticadas con males cardiacos, enfisema o artritis son llamadas a reconsiderar el ascenso, con la advertencia de que los servicios médicos en la zona son limitados. Cuando se entra en la zona de remanso de los gorilas, es importante saber que no se debe acercar uno a menos de siete metros de ellos ni comer ni beber agua; se debe hablar muy bajo, usar cubreboca, no confrontarse de ninguna forma con ellos ni hacer gestos o movimientos bruscos. Y lo más importante: si un gorila ataca, uno debe sentarse, no mirarlo y jamás huir.

—¿Hay muchos lomos plateados?

—Muchos. Con los gorilas es como con un país: hay varios adultos varones, pero solo uno es el presidente —responde el guía principal, que, como todo el personal turístico de Ruanda, habla la lengua nativa, inglés y francés.

“Lomo plateado” es la denominación para los machos, por la coloración que toma el pelaje de su espalda cuando llegan a la adultez, que en el caso de los gorilas de montaña es a los 13 años. La especificación tiene lugar porque no son idénticos a sus primos de “tierras bajas”, habitantes de las orillas de los lagos Kivu, cuyas aguas bañan estas fronteras, y Tanganyika, en la República Democrática de Congo. La taxonomía actual ya solo distingue entre gorilas orientales —volcanes Virunga, Uganda y República Democrática de Congo— y occidentales —Gabón, Guinea Ecuatorial, Camerún, República Centroafricana, Nigeria y República Democrática de Congo.

El descubridor y la heroína

Ya han pasado varias vidas desde que el expedicionario Oscar von Beringe fue reconocido como autor del descubrimiento científico del gorila de montaña. Fue en 1902, durante una misión para promover los intereses de Alemania en la región. Habrá que imaginar la sorpresa de encontrarse con una especie nueva y con la singularidad de tener matices humanos, como su alternada marcha erguida.

Para el visitante primerizo hoy en día la trama también desemboca en asombro, y ocurre un milagro: el cansancio de las dos horas de escalada, la falta de aliento, el susto con los búfalos y con cada sonido extraño en medio de la maleza, el golpe de cada caída en el camino lodoso y accidentado… todo eso desaparece cuando llega a un claro apenas a decenas de metros de la cima, y se sabe en medio de una gran familia de gorilas que ya están acostumbrados a la presencia humana y prosiguen con sus actividades, aparentemente sin poner atención a los “invasores”. Aparentemente.

Waka Waka, como la popular canción de Shakira para la Copa Mundial de Sudáfrica, es el nombre con el que los conservacionistas que trabajan en el parque han bautizado al macho alfa de esta latitud de los Virunga. Es un enorme lomo plateado que parece supervisar desde un punto alto el ingreso de cada visitante, mientras come con tranquilidad carrizos. Está solo, pero no pierde detalle de las hembras y sus crías. Sin mayor sobresalto desciende y se instala a ras de piso, a unos tres metros del grupo, al que le da la espalda para continuar con su desayuno, mientras los turistas ignoran la advertencia de los siete metros y sin medir el peligro se acercan para tener un gran video o la foto de su vida.

Hoy Waka Waka viene en son de paz, y se dirige a otra zona de su territorio mientras una cría se aproxima a los visitantes; pasa frente a ellos y detrás lo sigue su madre, una pequeña hembra que lo conduce colina arriba. A la distancia, a otra altura, se ve caminar con cierto nerviosismo a otro lomo plateado, acaso más arisco con los humanos porque no se acerca, pero tampoco pierde de vista a los extraños. Será un tío.

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Es en estos bosques donde Diane Fossey se instaló para estudiar a los gorilas de montaña en los años setenta. Terminó generando un movimiento de conciencia orientado a salvar a la especie de la extinción, pelea que le costó la vida. Ya no conoció la crisis posterior a la de la caza furtiva: la de la emergencia por la guerra civil que desembocó en el genocidio de más de 800 000 personas en los años ochenta, la mayoría de los grupos étnicos tutsi y hutus moderados. El éxodo a las montañas impulsado por la violencia significó un desastre ambiental de dimensiones homéricas.

Hoy la población de gorilas ha comenzado a recuperarse gracias a esfuerzos como el de Fossey, pero también porque los gobiernos han comprendido que el turismo es una enorme fuente de riqueza. Lo que se halla en esta cordillera volcánica es único en el planeta; la convivencia con el mayor de los simios es incomparable, pero ¿qué tan cerca en realidad se puede estar de ellos? ¿Tan cerca como estaba Fossey, a juzgar por las fotos de la época y la película Gorillas in the Mist protagonizada por Sigourney Weaver?

La respuesta viene en forma de un pequeño simio de menos de un año que ha tenido curiosidad por el teléfono celular que le apunta con su cámara desde minutos antes. Se trepa a unos troncos en medio de los helechos y se dirige con determinación hacia el intruso que lo graba sin descanso. El grupo humano avanza en fila india, con un guía al frente y dos atrás. El primero ordena continuar la marcha, pero el gorilita parece decidido a tocar ese artefacto extraño.

“¡Retrocede!”, ordena el guía al turista, que baja su teléfono antes de que se lo confisque el pequeño dueño de la casa.

El gorila no se desanima por el desaire y, curioso, extiende un brazo al visitante, quien se emociona al grado de estar a punto de abrazar al pequeño (error que puede ser gravísimo con el lomo plateado a una decena de metros y la pequeña madre a un lado), pero se contiene ante la nueva orden del guía de avanzar. El chiquillo peludo, mirando apacible con sus grandes ojos negros, no se queda con las ganas y toca al humano, apenas un roce en el brazo, luego otro: un gesto sutil que representa una experiencia transformadora, de una vez en la vida.

“¡Qué afortunado eres! —dice el guía al visitante—. Acabas de vivir un momento que solo experimenta uno entre cientos y cientos que suben a diario a estas montañas”.

Otras crías demuestran sus destrezas recién adquiridas a los intrusos, como golpearse el pecho repetidas veces o intentar copular con alguna hembra distraída. Las más comen su bambú con gran habilidad (o plantas y frutas como lobelia gigante, flores amarillas, vernonia, eucalipto y zarzamora, que no solo de bambú viven los gorilas), y no parecen tener interés en los visitantes, sabiéndose por lo demás seguros con Waka Waka vigilando a la distancia, y otro gran lomo plateado más arriba, ese sí algo nervioso, supervisando que todo vaya en orden.

Todavía sin reponerse de la emoción, con encontrados sentimientos de sorpresa y tranquilidad, con la adrenalina en su punto, el grupo es invitado a abandonar el territorio gorila. Ya ha sido suficiente molestia por hoy para Waka Waka y familia y, además, amenaza tormenta y el camino cuesta abajo es peligroso, con fango, ramas mojadas, espinas, bichos y una demanda de esfuerzo grande para mantener la vertical en un terreno accidentado. Los bastones y las manos de los guías, apoyo que cuesta 10 dólares por cabeza y es indispensable para la mayoría no acostumbrada a guardar estos equilibrios en medio de la jungla, no siempre resultan suficientes y las caídas, no raras en la subida, tampoco lo serán en el descenso. Por algo llaman a Ruanda “el país de las mil colinas”.

Empezar a ver los cultivos de té alivia a los excursionistas porque saben que ya están en las faldas del volcán, donde la fauna es dócil, sobre todo ganado vacuno y gallinas, y el terreno es mucho menos accidentado que en las colinas. Esta vez los búfalos apenas si han lanzado una mirada al paso de la caravana, y vuelven a su eterno oficio de comer hierba.

Pocas veces se ve a gente tan feliz como la que acaba de vivir la experiencia de visitar a los gorilas de montaña. Los afortunados se toman fotos grupales bajo el letrero de “Bienvenidos al Parque Nacional de los Volcanes”; se quitan el lodo que pueden de las botas y abordan sus vehículos Land Rover para dirigirse a un hotel de la localidad, Kinigi, ya en tierra firme.

Dirigirse a las montañas Virunga desde Kigali, la capital de Ruanda, es un viaje de tres horas por carreteras suficientemente cuidadas, pero que conllevan el cruce de una colina tras otra hasta dejar exhausto aun al que no conduce. Despuntando el día, ya desde localidades como Rubavu, Kanzenze y Bigogue, pese a la lluvia se aprecia la belleza de la cordillera, con sus cimas volcánicas atravesadas por tiras de neblina.

De regreso, después de mediodía, son otros los detalles que descubrir. Por ejemplo, en muchas casas a lo largo del camino, construcciones de un solo piso, techos de dos aguas colorados y una mayoría sin pintura en sus muros, hay pequeñas cabras atadas en las entradas. O los niños las llevan por la vereda con un lazo al cuello, como mascotas. Abundan por toda la carretera. Pero si uno pone atención, en los alrededores de los hogares se pasean los chivitos, que aparecen a la menor provocación, como si de un paraíso imaginado por Marc Chagall se tratara.

—¿Las cabras son la mascota nacional? —pregunta el visitante incrédulo al conductor, Jean-Paul, un chico de 25 años que bien puede pasar como hijo del actor estadunidense Laurence Fishburne, a quien dice no conocer, pero del que de cualquier forma busca una referencia en Google.

—Sí, son mascotas —responde—. Antes eran los perros, como en muchas partes del mundo, pero ese fue otro daño colateral del genocidio de los noventa. Con tanta gente muerta, tirada en la calle, los perritos se quedaron sin dueño y sin comida. Así que comenzaron a comerse a los caídos, dice Jean-Paul, y cuando el general Paul Kagame puso orden a sangre y fuego, ya las mascotas se habían convertido en un peligro porque atacaban a las personas, por lo que debieron ser sacrificadas.

Hoy es más fácil ver un gorila que un perro en Ruanda.

Parque Akagera: elefantes y sabana

Paul Kagame es un líder rebelde que encabezó la entrada triunfal de un movimiento armado desde la vecina República Democrática de Congo. En la segunda mitad de los años noventa, su grupo se instaló en el poder, y ante el fracaso de un intento de golpe de Estado en 2000, que sin embargo acabó con la vida del presidente en funciones, el general se convirtió en el sucesor inevitable: ya cumple 24 años en el cargo, y no se ve para cuándo se vaya.

Frente a las críticas por su larga permanencia en el poder, la existencia de una clase política opositora apenas testimonial y la amenaza constante de mano dura, la autoridad saca pecho poniendo de frente la pacificación del país, el crecimiento económico más alto de África en 2023 y el timbre de orgullo que representa ser la primera nación del subcontinente que alberga una cumbre de la Organización Mundial de Viajes y Turismo, que dirige la británica Julia Simpson. Y es que la industria global y líderes políticos se reunieron durante tres días de noviembre de ese año en el Centro de Convenciones de Kigali.

Ahí estaban en primera, como oradores, los presidentes de Burundi, Prosper Bazombanza, y de Tanzania, Samia Suluhu Hasan, que acompañaban al anfitrión Kagame, un hombre flaco y muy alto con una numerosa escolta dotada de armas de todo calibre, que ya quisiera —sin necesariamente la exhibición de paranoia— su socio comercial Carlos Slim Helú, con quien el gobernante tiene negocios en servicios de conexión remota a internet. Sí, hasta acá llegan los tentáculos del hombre que no deja de figurar en el top tres de los más ricos del planeta, según Forbes.

Cosa extraña la de las conexiones remotas y la telefonía en Ruanda. La empresa más poderosa de la región (MTN) es de capital ugandés, y ofrece chips a los turistas a precios que un usuario mexicano no puede dar crédito. Si en la anterior reunión de turismo global en Arabia Saudita, en agosto de 2023, el chip costaba el equivalente a 500 pesos y duraba una semana, en Kigali ese mismo servicio, por el mismo periodo, vale una suma que no rebasa los 60 pesos. Sí, 60 pesos mexicanos. El roaming de Telcel debe rondar los 30 000 pesos para iguales tareas y tiempo.

Una anécdota en otro parque nacional, el Akagera, ilustra con claridad lo buena que es la conexión y señal de MTN. Este otro espacio natural, que en el mapa de Ruanda es una franja vertical en el noroeste, atraviesa una parte de la sabana de Tanzania, porque para la fauna salvaje africana no hay muros ni mallas que valgan. Por eso el turista asiste estupefacto al hecho de que ahí, en medio de matorrales, lagos, montículos de termitas y una variedad de especies que van de la jirafa a la cebra, del hipopótamo al cocodrilo y del babuino al lagarto monitor, además de los cinco grandes, como llaman al león, leopardo, rinoceronte negro, elefante y búfalo cafre, ahí llega un SMS que a la letra dice: “Hello. MTN Rwanda welcome you to Tanzania. Enjoy affordable rates when roaming on MTN HelloWorld with low data rates at RWF 23.8/MB”.

Sí, la sabana entre Ruanda y Tanzania cuenta con mejor conexión que muchas zonas de ciudades urbanas latinoamericanas, incluida la capital mexicana.

El Parque Nacional Akagera tiene una extensión de 1 222 kilómetros cuadrados, la mitad de su tamaño antes de 1997, cuando los refugiados por la guerra civil volvieron a su patria y se establecieron en muchas áreas de conservación. En 2009 la Oficina de Desarrollo de Ruanda y Parques de África firmaron un convenio para crear la Compañía Gerencial Akagera, responsable hoy en día del manejo del área y la vigilancia por la persistencia de los cazadores furtivos.

Doscientos cincuenta dólares por persona es el costo del safari por Akagera, denominación que proviene del lago del mismo nombre, un surtidor del que se desprenden otros espacios hídricos, como el lago Ihema, y otro harto singular, el río Shakani. Tal voz se origina en la expresión francesa chaque année, “cada año”, como lo llamaban los naturales del lugar, un eco de un ritual que se realizaba antiguamente en ese sitio, que hoy por cierto es una escala en el recorrido, uno de los tres campamentos para tomar un respiro, ante la mirada a la distancia de los curiosos babuinos, especie que abunda en la sabana ruandesa.

La repoblación de este parque con la fauna original ha sido un reto que comenzó a rendir frutos notables a partir de 2015, con la reintroducción de los grandes felinos, leones y leopardos, de los que hoy se lleva un censo estricto. El Panthera leo, por ejemplo, llega a 50 ejemplares a partir de los primeros traídos del parque Kruger, de Sudáfrica, aunque hay que apuntar que en el mero día del safari ninguno asomó la cabeza por las distintas rutas que el experimentado guía recorrió, menos aún los leopardos, de los que se calcula una población de 80 ejemplares. Ambas especies, con hábitos de caza nocturnos, suelen dormir gran parte del día.

Imponente, paciente, goloso y fotogénico resulta, eso sí, un solitario elefante macho, enorme, primera sorpresa del safari, que después de una hora solo ha presentado como grandes estrellas a los babuinos, las moscas tse tse con las trampas para atraerlas, consistentes en banderas azul y negro entre los arbustos, y una hermosa jirafa cuyo desplazamiento en cámara lenta levanta una exclamación de su público a bordo del Land Rover descapotable para ocho plazas.

Las principales recomendaciones para el visitante están encaminadas a los encuentros con elefantes, que aquí se cuentan en unos 130, y aunque suelen ser pacíficos en este parque, un error del distraído turista puede ser fatal. Siempre hay que darles su espacio, no emitir ruidos fuertes y limitarse a contemplarlos mientras se les fotografía o se les graba. Después de todo, es el peso completo de la casa, con números que van de las 3.5 a las 6.5 tonelada. No se puede ser impertinente con esa especie.

Después comienza el festín con un par de cebras correteando junto con antílopes, una manada de búfalos rumiando sin mucho interés en los visitantes y un hipopótamo adolescente, junto al camino, mordisqueando la hierba, mientras sus mayores lo divisan desde lejos en un charco de lodo en el que se procuran a revolcada limpia, por decirlo así, un particular protector contra los insectos, porque solar se antoja difícil, ya vez que el día es más bien lluvioso y nublado.

De no aparecer Simba, acaso por la razón que da el canturreo natural de la canción “The Lion Sleeps Tonight” (que nadie se quita de la cabeza durante el viaje), Pumba y su familia facoquera sí rondan de vez en vez sobre la ruta elegida para regocijo del respetable, que vive su primera experiencia en la sabana por un precio que hasta se antoja módico, comparado con la fortuna bien justificada que vale la visita a los gorilas. Los miles de facoqueros y jabalíes de Akagera representan uno de los principales alimentos de los depredadores.

Cuando se ha perdido la esperanza de avistar leones y el sol ha vuelto a esconderse detrás de las nubes que amenazan con tormenta es momento de partir. El guía decide un último recorrido hacia la entrada principal por la orilla del lago Ihema, donde también se ofrece servicio de safari a bordo de lanchas para atestiguar la vida de hipopótamos y cocodrilos del Nilo en medio de un despliegue colorido de aves, que en este parque rebasan las 480 especies identificadas, y no se diga de variopintas mariposas, con unas 2 500 variedades registradas en el África oriental.

Truco de guía o auténtico contratiempo, el Land Rover se ha quedado en medio del fango en un claro próximo al lago, y las maniobras para que la tracción 4x4 responda llama la atención de los babuinos, que de unos cuantos curiosos en primera instancia pasan a una numerosa comunidad que atestigua los apuros de los extraños. Cuando el nerviosismo ha hecho presa de todo mundo, el conductor libra el lodo y todos sonríen de nuevo a bordo. Chofer y babuinos se han divertido en grande a costillas de los incautos viajeros.

Ya hace hambre cuando se llega de vuelta a la entrada principal de Akagera, en Kaborondo, provincia distante unos 100 kilómetros al noreste de la capital, Kigali. Justo al otro extremo de país, en el suroeste, se yergue otro gigantesco pulmón de Ruanda, el Parque Nacional Nyungwe, donde las estrellas de esa espesa zona de 1 019 kilómetros cuadrados de follaje, árboles inmensos, jungla tupida y niebla persistente son los integrantes de una pequeña, pero célebre comunidad.

Parque Nyungwe: chimpancés y selva tropical

El bosque de Nyungwe, elevado a categoría de Parque Nacional en 2004, se encuentra entre las cuencas de los ríos Congo y Nilo, con una superficie de casi 1 000 kilómetros cuadrados de selva tropical, bambú, cascadas y pantanos que dibujan límites con Burundi y República Democrática del Congo. La estrella de casa es el chimpancé, incluso con una población limitada. El paseo para conocerlo comienza con un costo de 635 dólares por persona, pero se eleva si el viajero desea pernoctar o sumarse a las distintas actividades de senderismo o avistamiento de otros primates endémicos de esta región.

Para abrir boca e ir tanteando el terreno, una primera actividad consiste en un descenso denominado la caminata Igishigishigi, que comienza desde una de las entradas del parque, a 2 450 metros de altura, recorriendo de bajada y subida dos kilómetros que implican 200 metros de profundidad en hora y media, lo que permite en el punto más bajo del periplo cruzar un puente colgante en medio de la niebla con un abismo insondable.

La lluvia permanente en la zona dificulta la bajada, pero una estrecha vereda ayuda al viajero a avanzar con la ayuda de un bastón especial, elaborado con madera de la región. Una pequeña choza marca el ingreso al puente, y se escucha a la distancia sonidos, acaso de alguna de las 12 especies de primates propias de la zona, adicionales a los chimpancés, y de aves refugiadas por la precipitación en la espesura de los gigantescos árboles.

Nyungwe es un manjar para los profesionales de la botánica, con 1 068 especies de plantas y 140 de orquídeas. Las aves y mariposas no se quedan atrás, con más de 322 variedades de las primeras y 120 de los coleópteros. ¿Mamíferos? Por supuesto: unos 75 de diverso linaje, desde felinos como el cerval y el leopardo hasta pequeños elefantes. Por eso todo recorrido requiere del concurso de experimentados guías, pues si bien los animales rehúyen el contacto con humanos, siempre serán peligrosos cuando se invade su territorio.

El parque es el mayor receptor de agua en Ruanda; provee el 70% del recurso a toda la nación, y se cree que es una de las más remotas fuentes del río Nilo. Ahí, desde la experiencia increíble de avistar una parte de la inmensidad selvática en medio del movedizo puente colgante acogido por la niebla, el turista ya exhausto cae en cuenta del siguiente reto: reponer, en ascenso, los 200 metros que antes descendió con no pocas dificultades, pese a que el nivel fijado por los guardabosques es “easy”.

Para el explorador poco avezado en esos avatares la travesía resulta exigente y demoledora, por lo que, de vuelta al hotel, durante la cena, pregunta con ingenuidad a uno de los guías:

—Mañana, en la visita a los chimpancés, ¿será más fácil el trayecto?

—Hoy fue el recorrido sencillo —responde con no poca mamonería el hombre, malencarado, de malas porque un día antes había resbalado frente a todo su rebaño de turistas en la orilla del lago Kivu—. Mañana no habrá camino y buena parte será cuesta arriba.

Se quedó corto el hombre. A la mañana siguiente, la aventura comienza con la cita a las 4:30 de la mañana para abordar los Land Rover y dirigirse a otro acceso del parque porque los chimpancés son madrugadores y cambian de área para desayunar a diario. Terminando sus viandas, nuestros parientes más cercanos se pierden en la inmensidad del bosque y ya no es posible seguirles el rastro. Y aunque también son famosos aquí los avistamientos de otros monos, como los bonobos y los colobos rojos o pintos, la estrella, se reitera, es el chimpancé.

Llegar a sus árboles tiene mucho de turismo extremo, más que por el riesgo de encontrarse a un felino o tocar sin querer una serpiente o un insecto entre las ramas, por la fuerza y la condición física requeridas en el intento. A diferencia del territorio gorila en Virunga, donde el explorador recorre largos tramos tierra arriba en medio de cultivos de té, ganado vacuno y aves de corral antes de entrar a la jungla propiamente dicha, acá el ingreso está a unos cuantos pasos del Land Rover, que ha conducido a los visitantes hasta una rendija entre la tupida vegetación, vigilados en todo momento desde la carretera, como en los otros parques, por militares que patrullan las zonas fronterizas, ante el riesgo de eventuales crisis políticas de los vecinos.

Debe ser una hora aproximada de camino entre subidas y bajadas (recuérdese que es el país de las mil colinas), pero entre lodo, ramas en todas direcciones, piedras resbalosas, palos espinosos y una inexplicable prisa del guía por conducir a su grupo con una rapidez que solo para él es normal. A la cuarta caída, sí, cuarta, el turista mexicano de un equipo con naturales de Polonia, Filipinas, Estados Unidos, Ghana y España, más un espontáneo francés, decide ya no levantarse. Se acomoda en una piedra, exangüe, sus cabellos están empapados de sudor y el rostro enrojecido.

—Aquí los espero a que vuelvan, no puedo más —dice el caído a uno de los guías, que en vano disimula cuánto se divierte con la situación.

—Imposible, nadie se queda atrás. Hay felinos y elefantes en esta zona —dice con cierta seriedad, con un aire de gravedad que se diluye cuando baja la voz y dice—: Mira, enfrente, una hembra.

De chimpancé, por supuesto.

Mientras el grupo sigue su marcha, apenas a unos cuantos metros adelante de la cuarta caída, su compañero mexicano disfruta en sesión privada desde su sillón de roca, con el guía de testigo, el avistamiento del primer chimpancé del recorrido… y el único porque hoy nuestros parientes más carismáticos han tomado día de descanso, quizá. El multicolor grupo explorador, que resistió de pie la golpiza de cruzar la jungla del Nyungwe, no tuvo mejor suerte y su esfuerzo únicamente le valió para ver un ejemplar más.

Entre subidas y bajadas, con la lluvia pertinaz y el guía de nuevo apresurado, la vuelta al vehículo es otro infierno, con resbalones de unos cuantos, pero sin consecuencias, y más bien una decepción general por la disparidad entre las expectativas y la realidad, entre el esfuerzo y el resultado. Atisbar el Land Rover entre las rendijas del tupido follaje hace sonreír a todos, y es cuando varios caen en la cuenta, solo entonces, de los riegos mayores que han corrido, sea sujetándose a ramas sin la menor precaución, sea tirados sobre la hierba por el cansancio, ante la multitud de reptiles y bichos que reina en el bosque. Ya ni preguntar al conductor si trae antídotos para una eventual picadura o mordedura de la fauna local. ¿Para qué mortificarse cuando ya se superó el reto, así haya sido con cuatro traspiés?

Ruanda, el país de las mil colinas, lleva el turismo extremo a otro nivel.

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Frente a frente con el gorila en el país de las mil colinas

Frente a frente con el gorila en el país de las mil colinas

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Treinta años después del genocidio, Ruanda ha aprendido a vivir en paz y a cuidar el medio ambiente. Con sus parques naturales ha detonado la industria turística, que hoy lo sitúa como el país africano con más crecimiento económico sostenido.

Parque de los Volcanes: el encuentro milagroso

Virunga es una voz africana que significa “volcán”. Los volcanes de Virunga, entonces, son “los volcanes de volcanes”, como el Sáhara, desierto en árabe, es “el desierto de desiertos”. En estas cimas boscosas y cráteres, por lo menos dos de ocho activos, confluyen las fronteras de tres países del África submagrebí y un denominador común: el milagrosamente sobreviviente gorila de montaña, que ha librado la inestable convivencia de pueblos y colonizadores guerreros, la caza furtiva y guerras civiles, para convertirse en la principal atracción turística de Ruanda y Uganda. (En el tercer país, la convulsa República Democrática de Congo, el mayor de los simios sigue preocupando grandemente a los ambientalistas.)

Virunga es también territorio de uno de los cuatro grandes parques naturales de Ruanda, otra voz africana, que significa “expansión”. Su nombre oficial es Parque Nacional de los Volcanes, una superficie de 125 kilómetros cuadrados que va de las faldas de las montañas a la cima selvática en el departamento de Kinigi, donde el visitante pone a prueba su condición física y aptitudes para escalar librando maleza, lianas, vegetación, lodo y pastizales unas dos horas, más un cruce inesperado con una manada de búfalos en un claro, subespecie que en esta región es apenas un poco menor a los cafres de la sabana, aunque luzca igual de amenazadora bajo la mirada fija del macho alfa, que mueve impaciente el rabo.

El ascenso tiene una parada previa en una zona de palapas y oficinas, donde los anfitriones le leen la cartilla a las decenas de turistas que arriban ya con boleto pagado: 1 650 dólares por persona y con grupos mínimos de tres individuos. Antes, muy temprano, cuadrillas de unos ocho rastreadores cada una han subido por diversos flancos de la montaña y hallado dónde se instalan las diversas familias de gorilas a desayunar bambú, su platillo favorito, que abunda en la zona. Por radio conducen a los guías que suben con los visitantes.

Nadie se puede quedar atrás, por lo que, si algún turista empieza a perder el paso en la primera fase de la escalada, deberá volver acompañado por un guía al autobús y esperar a su delegación. Habrá perdido sus 1 650 dólares. La precaución no sobra; se trata, a fin de cuentas, de la selva africana, y la fauna de la región no solo es salvaje, sino también de dimensiones considerables, como los búfalos, con machos arriba de la media tonelada de peso y cuernos afilados, que ven con recelo el paso de los intrusos en su claro de jungla, y ni hablar de elefantes y leopardos.

Personas diagnosticadas con males cardiacos, enfisema o artritis son llamadas a reconsiderar el ascenso, con la advertencia de que los servicios médicos en la zona son limitados. Cuando se entra en la zona de remanso de los gorilas, es importante saber que no se debe acercar uno a menos de siete metros de ellos ni comer ni beber agua; se debe hablar muy bajo, usar cubreboca, no confrontarse de ninguna forma con ellos ni hacer gestos o movimientos bruscos. Y lo más importante: si un gorila ataca, uno debe sentarse, no mirarlo y jamás huir.

—¿Hay muchos lomos plateados?

—Muchos. Con los gorilas es como con un país: hay varios adultos varones, pero solo uno es el presidente —responde el guía principal, que, como todo el personal turístico de Ruanda, habla la lengua nativa, inglés y francés.

“Lomo plateado” es la denominación para los machos, por la coloración que toma el pelaje de su espalda cuando llegan a la adultez, que en el caso de los gorilas de montaña es a los 13 años. La especificación tiene lugar porque no son idénticos a sus primos de “tierras bajas”, habitantes de las orillas de los lagos Kivu, cuyas aguas bañan estas fronteras, y Tanganyika, en la República Democrática de Congo. La taxonomía actual ya solo distingue entre gorilas orientales —volcanes Virunga, Uganda y República Democrática de Congo— y occidentales —Gabón, Guinea Ecuatorial, Camerún, República Centroafricana, Nigeria y República Democrática de Congo.

El descubridor y la heroína

Ya han pasado varias vidas desde que el expedicionario Oscar von Beringe fue reconocido como autor del descubrimiento científico del gorila de montaña. Fue en 1902, durante una misión para promover los intereses de Alemania en la región. Habrá que imaginar la sorpresa de encontrarse con una especie nueva y con la singularidad de tener matices humanos, como su alternada marcha erguida.

Para el visitante primerizo hoy en día la trama también desemboca en asombro, y ocurre un milagro: el cansancio de las dos horas de escalada, la falta de aliento, el susto con los búfalos y con cada sonido extraño en medio de la maleza, el golpe de cada caída en el camino lodoso y accidentado… todo eso desaparece cuando llega a un claro apenas a decenas de metros de la cima, y se sabe en medio de una gran familia de gorilas que ya están acostumbrados a la presencia humana y prosiguen con sus actividades, aparentemente sin poner atención a los “invasores”. Aparentemente.

Waka Waka, como la popular canción de Shakira para la Copa Mundial de Sudáfrica, es el nombre con el que los conservacionistas que trabajan en el parque han bautizado al macho alfa de esta latitud de los Virunga. Es un enorme lomo plateado que parece supervisar desde un punto alto el ingreso de cada visitante, mientras come con tranquilidad carrizos. Está solo, pero no pierde detalle de las hembras y sus crías. Sin mayor sobresalto desciende y se instala a ras de piso, a unos tres metros del grupo, al que le da la espalda para continuar con su desayuno, mientras los turistas ignoran la advertencia de los siete metros y sin medir el peligro se acercan para tener un gran video o la foto de su vida.

Hoy Waka Waka viene en son de paz, y se dirige a otra zona de su territorio mientras una cría se aproxima a los visitantes; pasa frente a ellos y detrás lo sigue su madre, una pequeña hembra que lo conduce colina arriba. A la distancia, a otra altura, se ve caminar con cierto nerviosismo a otro lomo plateado, acaso más arisco con los humanos porque no se acerca, pero tampoco pierde de vista a los extraños. Será un tío.

Quizá también te interese leer "Ruanda: el rastro de una pesadilla"

Es en estos bosques donde Diane Fossey se instaló para estudiar a los gorilas de montaña en los años setenta. Terminó generando un movimiento de conciencia orientado a salvar a la especie de la extinción, pelea que le costó la vida. Ya no conoció la crisis posterior a la de la caza furtiva: la de la emergencia por la guerra civil que desembocó en el genocidio de más de 800 000 personas en los años ochenta, la mayoría de los grupos étnicos tutsi y hutus moderados. El éxodo a las montañas impulsado por la violencia significó un desastre ambiental de dimensiones homéricas.

Hoy la población de gorilas ha comenzado a recuperarse gracias a esfuerzos como el de Fossey, pero también porque los gobiernos han comprendido que el turismo es una enorme fuente de riqueza. Lo que se halla en esta cordillera volcánica es único en el planeta; la convivencia con el mayor de los simios es incomparable, pero ¿qué tan cerca en realidad se puede estar de ellos? ¿Tan cerca como estaba Fossey, a juzgar por las fotos de la época y la película Gorillas in the Mist protagonizada por Sigourney Weaver?

La respuesta viene en forma de un pequeño simio de menos de un año que ha tenido curiosidad por el teléfono celular que le apunta con su cámara desde minutos antes. Se trepa a unos troncos en medio de los helechos y se dirige con determinación hacia el intruso que lo graba sin descanso. El grupo humano avanza en fila india, con un guía al frente y dos atrás. El primero ordena continuar la marcha, pero el gorilita parece decidido a tocar ese artefacto extraño.

“¡Retrocede!”, ordena el guía al turista, que baja su teléfono antes de que se lo confisque el pequeño dueño de la casa.

El gorila no se desanima por el desaire y, curioso, extiende un brazo al visitante, quien se emociona al grado de estar a punto de abrazar al pequeño (error que puede ser gravísimo con el lomo plateado a una decena de metros y la pequeña madre a un lado), pero se contiene ante la nueva orden del guía de avanzar. El chiquillo peludo, mirando apacible con sus grandes ojos negros, no se queda con las ganas y toca al humano, apenas un roce en el brazo, luego otro: un gesto sutil que representa una experiencia transformadora, de una vez en la vida.

“¡Qué afortunado eres! —dice el guía al visitante—. Acabas de vivir un momento que solo experimenta uno entre cientos y cientos que suben a diario a estas montañas”.

Otras crías demuestran sus destrezas recién adquiridas a los intrusos, como golpearse el pecho repetidas veces o intentar copular con alguna hembra distraída. Las más comen su bambú con gran habilidad (o plantas y frutas como lobelia gigante, flores amarillas, vernonia, eucalipto y zarzamora, que no solo de bambú viven los gorilas), y no parecen tener interés en los visitantes, sabiéndose por lo demás seguros con Waka Waka vigilando a la distancia, y otro gran lomo plateado más arriba, ese sí algo nervioso, supervisando que todo vaya en orden.

Todavía sin reponerse de la emoción, con encontrados sentimientos de sorpresa y tranquilidad, con la adrenalina en su punto, el grupo es invitado a abandonar el territorio gorila. Ya ha sido suficiente molestia por hoy para Waka Waka y familia y, además, amenaza tormenta y el camino cuesta abajo es peligroso, con fango, ramas mojadas, espinas, bichos y una demanda de esfuerzo grande para mantener la vertical en un terreno accidentado. Los bastones y las manos de los guías, apoyo que cuesta 10 dólares por cabeza y es indispensable para la mayoría no acostumbrada a guardar estos equilibrios en medio de la jungla, no siempre resultan suficientes y las caídas, no raras en la subida, tampoco lo serán en el descenso. Por algo llaman a Ruanda “el país de las mil colinas”.

Empezar a ver los cultivos de té alivia a los excursionistas porque saben que ya están en las faldas del volcán, donde la fauna es dócil, sobre todo ganado vacuno y gallinas, y el terreno es mucho menos accidentado que en las colinas. Esta vez los búfalos apenas si han lanzado una mirada al paso de la caravana, y vuelven a su eterno oficio de comer hierba.

Pocas veces se ve a gente tan feliz como la que acaba de vivir la experiencia de visitar a los gorilas de montaña. Los afortunados se toman fotos grupales bajo el letrero de “Bienvenidos al Parque Nacional de los Volcanes”; se quitan el lodo que pueden de las botas y abordan sus vehículos Land Rover para dirigirse a un hotel de la localidad, Kinigi, ya en tierra firme.

Dirigirse a las montañas Virunga desde Kigali, la capital de Ruanda, es un viaje de tres horas por carreteras suficientemente cuidadas, pero que conllevan el cruce de una colina tras otra hasta dejar exhausto aun al que no conduce. Despuntando el día, ya desde localidades como Rubavu, Kanzenze y Bigogue, pese a la lluvia se aprecia la belleza de la cordillera, con sus cimas volcánicas atravesadas por tiras de neblina.

De regreso, después de mediodía, son otros los detalles que descubrir. Por ejemplo, en muchas casas a lo largo del camino, construcciones de un solo piso, techos de dos aguas colorados y una mayoría sin pintura en sus muros, hay pequeñas cabras atadas en las entradas. O los niños las llevan por la vereda con un lazo al cuello, como mascotas. Abundan por toda la carretera. Pero si uno pone atención, en los alrededores de los hogares se pasean los chivitos, que aparecen a la menor provocación, como si de un paraíso imaginado por Marc Chagall se tratara.

—¿Las cabras son la mascota nacional? —pregunta el visitante incrédulo al conductor, Jean-Paul, un chico de 25 años que bien puede pasar como hijo del actor estadunidense Laurence Fishburne, a quien dice no conocer, pero del que de cualquier forma busca una referencia en Google.

—Sí, son mascotas —responde—. Antes eran los perros, como en muchas partes del mundo, pero ese fue otro daño colateral del genocidio de los noventa. Con tanta gente muerta, tirada en la calle, los perritos se quedaron sin dueño y sin comida. Así que comenzaron a comerse a los caídos, dice Jean-Paul, y cuando el general Paul Kagame puso orden a sangre y fuego, ya las mascotas se habían convertido en un peligro porque atacaban a las personas, por lo que debieron ser sacrificadas.

Hoy es más fácil ver un gorila que un perro en Ruanda.

Parque Akagera: elefantes y sabana

Paul Kagame es un líder rebelde que encabezó la entrada triunfal de un movimiento armado desde la vecina República Democrática de Congo. En la segunda mitad de los años noventa, su grupo se instaló en el poder, y ante el fracaso de un intento de golpe de Estado en 2000, que sin embargo acabó con la vida del presidente en funciones, el general se convirtió en el sucesor inevitable: ya cumple 24 años en el cargo, y no se ve para cuándo se vaya.

Frente a las críticas por su larga permanencia en el poder, la existencia de una clase política opositora apenas testimonial y la amenaza constante de mano dura, la autoridad saca pecho poniendo de frente la pacificación del país, el crecimiento económico más alto de África en 2023 y el timbre de orgullo que representa ser la primera nación del subcontinente que alberga una cumbre de la Organización Mundial de Viajes y Turismo, que dirige la británica Julia Simpson. Y es que la industria global y líderes políticos se reunieron durante tres días de noviembre de ese año en el Centro de Convenciones de Kigali.

Ahí estaban en primera, como oradores, los presidentes de Burundi, Prosper Bazombanza, y de Tanzania, Samia Suluhu Hasan, que acompañaban al anfitrión Kagame, un hombre flaco y muy alto con una numerosa escolta dotada de armas de todo calibre, que ya quisiera —sin necesariamente la exhibición de paranoia— su socio comercial Carlos Slim Helú, con quien el gobernante tiene negocios en servicios de conexión remota a internet. Sí, hasta acá llegan los tentáculos del hombre que no deja de figurar en el top tres de los más ricos del planeta, según Forbes.

Cosa extraña la de las conexiones remotas y la telefonía en Ruanda. La empresa más poderosa de la región (MTN) es de capital ugandés, y ofrece chips a los turistas a precios que un usuario mexicano no puede dar crédito. Si en la anterior reunión de turismo global en Arabia Saudita, en agosto de 2023, el chip costaba el equivalente a 500 pesos y duraba una semana, en Kigali ese mismo servicio, por el mismo periodo, vale una suma que no rebasa los 60 pesos. Sí, 60 pesos mexicanos. El roaming de Telcel debe rondar los 30 000 pesos para iguales tareas y tiempo.

Una anécdota en otro parque nacional, el Akagera, ilustra con claridad lo buena que es la conexión y señal de MTN. Este otro espacio natural, que en el mapa de Ruanda es una franja vertical en el noroeste, atraviesa una parte de la sabana de Tanzania, porque para la fauna salvaje africana no hay muros ni mallas que valgan. Por eso el turista asiste estupefacto al hecho de que ahí, en medio de matorrales, lagos, montículos de termitas y una variedad de especies que van de la jirafa a la cebra, del hipopótamo al cocodrilo y del babuino al lagarto monitor, además de los cinco grandes, como llaman al león, leopardo, rinoceronte negro, elefante y búfalo cafre, ahí llega un SMS que a la letra dice: “Hello. MTN Rwanda welcome you to Tanzania. Enjoy affordable rates when roaming on MTN HelloWorld with low data rates at RWF 23.8/MB”.

Sí, la sabana entre Ruanda y Tanzania cuenta con mejor conexión que muchas zonas de ciudades urbanas latinoamericanas, incluida la capital mexicana.

El Parque Nacional Akagera tiene una extensión de 1 222 kilómetros cuadrados, la mitad de su tamaño antes de 1997, cuando los refugiados por la guerra civil volvieron a su patria y se establecieron en muchas áreas de conservación. En 2009 la Oficina de Desarrollo de Ruanda y Parques de África firmaron un convenio para crear la Compañía Gerencial Akagera, responsable hoy en día del manejo del área y la vigilancia por la persistencia de los cazadores furtivos.

Doscientos cincuenta dólares por persona es el costo del safari por Akagera, denominación que proviene del lago del mismo nombre, un surtidor del que se desprenden otros espacios hídricos, como el lago Ihema, y otro harto singular, el río Shakani. Tal voz se origina en la expresión francesa chaque année, “cada año”, como lo llamaban los naturales del lugar, un eco de un ritual que se realizaba antiguamente en ese sitio, que hoy por cierto es una escala en el recorrido, uno de los tres campamentos para tomar un respiro, ante la mirada a la distancia de los curiosos babuinos, especie que abunda en la sabana ruandesa.

La repoblación de este parque con la fauna original ha sido un reto que comenzó a rendir frutos notables a partir de 2015, con la reintroducción de los grandes felinos, leones y leopardos, de los que hoy se lleva un censo estricto. El Panthera leo, por ejemplo, llega a 50 ejemplares a partir de los primeros traídos del parque Kruger, de Sudáfrica, aunque hay que apuntar que en el mero día del safari ninguno asomó la cabeza por las distintas rutas que el experimentado guía recorrió, menos aún los leopardos, de los que se calcula una población de 80 ejemplares. Ambas especies, con hábitos de caza nocturnos, suelen dormir gran parte del día.

Imponente, paciente, goloso y fotogénico resulta, eso sí, un solitario elefante macho, enorme, primera sorpresa del safari, que después de una hora solo ha presentado como grandes estrellas a los babuinos, las moscas tse tse con las trampas para atraerlas, consistentes en banderas azul y negro entre los arbustos, y una hermosa jirafa cuyo desplazamiento en cámara lenta levanta una exclamación de su público a bordo del Land Rover descapotable para ocho plazas.

Las principales recomendaciones para el visitante están encaminadas a los encuentros con elefantes, que aquí se cuentan en unos 130, y aunque suelen ser pacíficos en este parque, un error del distraído turista puede ser fatal. Siempre hay que darles su espacio, no emitir ruidos fuertes y limitarse a contemplarlos mientras se les fotografía o se les graba. Después de todo, es el peso completo de la casa, con números que van de las 3.5 a las 6.5 tonelada. No se puede ser impertinente con esa especie.

Después comienza el festín con un par de cebras correteando junto con antílopes, una manada de búfalos rumiando sin mucho interés en los visitantes y un hipopótamo adolescente, junto al camino, mordisqueando la hierba, mientras sus mayores lo divisan desde lejos en un charco de lodo en el que se procuran a revolcada limpia, por decirlo así, un particular protector contra los insectos, porque solar se antoja difícil, ya vez que el día es más bien lluvioso y nublado.

De no aparecer Simba, acaso por la razón que da el canturreo natural de la canción “The Lion Sleeps Tonight” (que nadie se quita de la cabeza durante el viaje), Pumba y su familia facoquera sí rondan de vez en vez sobre la ruta elegida para regocijo del respetable, que vive su primera experiencia en la sabana por un precio que hasta se antoja módico, comparado con la fortuna bien justificada que vale la visita a los gorilas. Los miles de facoqueros y jabalíes de Akagera representan uno de los principales alimentos de los depredadores.

Cuando se ha perdido la esperanza de avistar leones y el sol ha vuelto a esconderse detrás de las nubes que amenazan con tormenta es momento de partir. El guía decide un último recorrido hacia la entrada principal por la orilla del lago Ihema, donde también se ofrece servicio de safari a bordo de lanchas para atestiguar la vida de hipopótamos y cocodrilos del Nilo en medio de un despliegue colorido de aves, que en este parque rebasan las 480 especies identificadas, y no se diga de variopintas mariposas, con unas 2 500 variedades registradas en el África oriental.

Truco de guía o auténtico contratiempo, el Land Rover se ha quedado en medio del fango en un claro próximo al lago, y las maniobras para que la tracción 4x4 responda llama la atención de los babuinos, que de unos cuantos curiosos en primera instancia pasan a una numerosa comunidad que atestigua los apuros de los extraños. Cuando el nerviosismo ha hecho presa de todo mundo, el conductor libra el lodo y todos sonríen de nuevo a bordo. Chofer y babuinos se han divertido en grande a costillas de los incautos viajeros.

Ya hace hambre cuando se llega de vuelta a la entrada principal de Akagera, en Kaborondo, provincia distante unos 100 kilómetros al noreste de la capital, Kigali. Justo al otro extremo de país, en el suroeste, se yergue otro gigantesco pulmón de Ruanda, el Parque Nacional Nyungwe, donde las estrellas de esa espesa zona de 1 019 kilómetros cuadrados de follaje, árboles inmensos, jungla tupida y niebla persistente son los integrantes de una pequeña, pero célebre comunidad.

Parque Nyungwe: chimpancés y selva tropical

El bosque de Nyungwe, elevado a categoría de Parque Nacional en 2004, se encuentra entre las cuencas de los ríos Congo y Nilo, con una superficie de casi 1 000 kilómetros cuadrados de selva tropical, bambú, cascadas y pantanos que dibujan límites con Burundi y República Democrática del Congo. La estrella de casa es el chimpancé, incluso con una población limitada. El paseo para conocerlo comienza con un costo de 635 dólares por persona, pero se eleva si el viajero desea pernoctar o sumarse a las distintas actividades de senderismo o avistamiento de otros primates endémicos de esta región.

Para abrir boca e ir tanteando el terreno, una primera actividad consiste en un descenso denominado la caminata Igishigishigi, que comienza desde una de las entradas del parque, a 2 450 metros de altura, recorriendo de bajada y subida dos kilómetros que implican 200 metros de profundidad en hora y media, lo que permite en el punto más bajo del periplo cruzar un puente colgante en medio de la niebla con un abismo insondable.

La lluvia permanente en la zona dificulta la bajada, pero una estrecha vereda ayuda al viajero a avanzar con la ayuda de un bastón especial, elaborado con madera de la región. Una pequeña choza marca el ingreso al puente, y se escucha a la distancia sonidos, acaso de alguna de las 12 especies de primates propias de la zona, adicionales a los chimpancés, y de aves refugiadas por la precipitación en la espesura de los gigantescos árboles.

Nyungwe es un manjar para los profesionales de la botánica, con 1 068 especies de plantas y 140 de orquídeas. Las aves y mariposas no se quedan atrás, con más de 322 variedades de las primeras y 120 de los coleópteros. ¿Mamíferos? Por supuesto: unos 75 de diverso linaje, desde felinos como el cerval y el leopardo hasta pequeños elefantes. Por eso todo recorrido requiere del concurso de experimentados guías, pues si bien los animales rehúyen el contacto con humanos, siempre serán peligrosos cuando se invade su territorio.

El parque es el mayor receptor de agua en Ruanda; provee el 70% del recurso a toda la nación, y se cree que es una de las más remotas fuentes del río Nilo. Ahí, desde la experiencia increíble de avistar una parte de la inmensidad selvática en medio del movedizo puente colgante acogido por la niebla, el turista ya exhausto cae en cuenta del siguiente reto: reponer, en ascenso, los 200 metros que antes descendió con no pocas dificultades, pese a que el nivel fijado por los guardabosques es “easy”.

Para el explorador poco avezado en esos avatares la travesía resulta exigente y demoledora, por lo que, de vuelta al hotel, durante la cena, pregunta con ingenuidad a uno de los guías:

—Mañana, en la visita a los chimpancés, ¿será más fácil el trayecto?

—Hoy fue el recorrido sencillo —responde con no poca mamonería el hombre, malencarado, de malas porque un día antes había resbalado frente a todo su rebaño de turistas en la orilla del lago Kivu—. Mañana no habrá camino y buena parte será cuesta arriba.

Se quedó corto el hombre. A la mañana siguiente, la aventura comienza con la cita a las 4:30 de la mañana para abordar los Land Rover y dirigirse a otro acceso del parque porque los chimpancés son madrugadores y cambian de área para desayunar a diario. Terminando sus viandas, nuestros parientes más cercanos se pierden en la inmensidad del bosque y ya no es posible seguirles el rastro. Y aunque también son famosos aquí los avistamientos de otros monos, como los bonobos y los colobos rojos o pintos, la estrella, se reitera, es el chimpancé.

Llegar a sus árboles tiene mucho de turismo extremo, más que por el riesgo de encontrarse a un felino o tocar sin querer una serpiente o un insecto entre las ramas, por la fuerza y la condición física requeridas en el intento. A diferencia del territorio gorila en Virunga, donde el explorador recorre largos tramos tierra arriba en medio de cultivos de té, ganado vacuno y aves de corral antes de entrar a la jungla propiamente dicha, acá el ingreso está a unos cuantos pasos del Land Rover, que ha conducido a los visitantes hasta una rendija entre la tupida vegetación, vigilados en todo momento desde la carretera, como en los otros parques, por militares que patrullan las zonas fronterizas, ante el riesgo de eventuales crisis políticas de los vecinos.

Debe ser una hora aproximada de camino entre subidas y bajadas (recuérdese que es el país de las mil colinas), pero entre lodo, ramas en todas direcciones, piedras resbalosas, palos espinosos y una inexplicable prisa del guía por conducir a su grupo con una rapidez que solo para él es normal. A la cuarta caída, sí, cuarta, el turista mexicano de un equipo con naturales de Polonia, Filipinas, Estados Unidos, Ghana y España, más un espontáneo francés, decide ya no levantarse. Se acomoda en una piedra, exangüe, sus cabellos están empapados de sudor y el rostro enrojecido.

—Aquí los espero a que vuelvan, no puedo más —dice el caído a uno de los guías, que en vano disimula cuánto se divierte con la situación.

—Imposible, nadie se queda atrás. Hay felinos y elefantes en esta zona —dice con cierta seriedad, con un aire de gravedad que se diluye cuando baja la voz y dice—: Mira, enfrente, una hembra.

De chimpancé, por supuesto.

Mientras el grupo sigue su marcha, apenas a unos cuantos metros adelante de la cuarta caída, su compañero mexicano disfruta en sesión privada desde su sillón de roca, con el guía de testigo, el avistamiento del primer chimpancé del recorrido… y el único porque hoy nuestros parientes más carismáticos han tomado día de descanso, quizá. El multicolor grupo explorador, que resistió de pie la golpiza de cruzar la jungla del Nyungwe, no tuvo mejor suerte y su esfuerzo únicamente le valió para ver un ejemplar más.

Entre subidas y bajadas, con la lluvia pertinaz y el guía de nuevo apresurado, la vuelta al vehículo es otro infierno, con resbalones de unos cuantos, pero sin consecuencias, y más bien una decepción general por la disparidad entre las expectativas y la realidad, entre el esfuerzo y el resultado. Atisbar el Land Rover entre las rendijas del tupido follaje hace sonreír a todos, y es cuando varios caen en la cuenta, solo entonces, de los riegos mayores que han corrido, sea sujetándose a ramas sin la menor precaución, sea tirados sobre la hierba por el cansancio, ante la multitud de reptiles y bichos que reina en el bosque. Ya ni preguntar al conductor si trae antídotos para una eventual picadura o mordedura de la fauna local. ¿Para qué mortificarse cuando ya se superó el reto, así haya sido con cuatro traspiés?

Ruanda, el país de las mil colinas, lleva el turismo extremo a otro nivel.

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Frente a frente con el gorila en el país de las mil colinas

Frente a frente con el gorila en el país de las mil colinas

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Lo que se halla en esta cordillera volcánica es único en el planeta; la convivencia con el mayor de los simios es incomparable, pero ¿qué tan cerca en realidad se puede estar de ellos?
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Treinta años después del genocidio, Ruanda ha aprendido a vivir en paz y a cuidar el medio ambiente. Con sus parques naturales ha detonado la industria turística, que hoy lo sitúa como el país africano con más crecimiento económico sostenido.

Parque de los Volcanes: el encuentro milagroso

Virunga es una voz africana que significa “volcán”. Los volcanes de Virunga, entonces, son “los volcanes de volcanes”, como el Sáhara, desierto en árabe, es “el desierto de desiertos”. En estas cimas boscosas y cráteres, por lo menos dos de ocho activos, confluyen las fronteras de tres países del África submagrebí y un denominador común: el milagrosamente sobreviviente gorila de montaña, que ha librado la inestable convivencia de pueblos y colonizadores guerreros, la caza furtiva y guerras civiles, para convertirse en la principal atracción turística de Ruanda y Uganda. (En el tercer país, la convulsa República Democrática de Congo, el mayor de los simios sigue preocupando grandemente a los ambientalistas.)

Virunga es también territorio de uno de los cuatro grandes parques naturales de Ruanda, otra voz africana, que significa “expansión”. Su nombre oficial es Parque Nacional de los Volcanes, una superficie de 125 kilómetros cuadrados que va de las faldas de las montañas a la cima selvática en el departamento de Kinigi, donde el visitante pone a prueba su condición física y aptitudes para escalar librando maleza, lianas, vegetación, lodo y pastizales unas dos horas, más un cruce inesperado con una manada de búfalos en un claro, subespecie que en esta región es apenas un poco menor a los cafres de la sabana, aunque luzca igual de amenazadora bajo la mirada fija del macho alfa, que mueve impaciente el rabo.

El ascenso tiene una parada previa en una zona de palapas y oficinas, donde los anfitriones le leen la cartilla a las decenas de turistas que arriban ya con boleto pagado: 1 650 dólares por persona y con grupos mínimos de tres individuos. Antes, muy temprano, cuadrillas de unos ocho rastreadores cada una han subido por diversos flancos de la montaña y hallado dónde se instalan las diversas familias de gorilas a desayunar bambú, su platillo favorito, que abunda en la zona. Por radio conducen a los guías que suben con los visitantes.

Nadie se puede quedar atrás, por lo que, si algún turista empieza a perder el paso en la primera fase de la escalada, deberá volver acompañado por un guía al autobús y esperar a su delegación. Habrá perdido sus 1 650 dólares. La precaución no sobra; se trata, a fin de cuentas, de la selva africana, y la fauna de la región no solo es salvaje, sino también de dimensiones considerables, como los búfalos, con machos arriba de la media tonelada de peso y cuernos afilados, que ven con recelo el paso de los intrusos en su claro de jungla, y ni hablar de elefantes y leopardos.

Personas diagnosticadas con males cardiacos, enfisema o artritis son llamadas a reconsiderar el ascenso, con la advertencia de que los servicios médicos en la zona son limitados. Cuando se entra en la zona de remanso de los gorilas, es importante saber que no se debe acercar uno a menos de siete metros de ellos ni comer ni beber agua; se debe hablar muy bajo, usar cubreboca, no confrontarse de ninguna forma con ellos ni hacer gestos o movimientos bruscos. Y lo más importante: si un gorila ataca, uno debe sentarse, no mirarlo y jamás huir.

—¿Hay muchos lomos plateados?

—Muchos. Con los gorilas es como con un país: hay varios adultos varones, pero solo uno es el presidente —responde el guía principal, que, como todo el personal turístico de Ruanda, habla la lengua nativa, inglés y francés.

“Lomo plateado” es la denominación para los machos, por la coloración que toma el pelaje de su espalda cuando llegan a la adultez, que en el caso de los gorilas de montaña es a los 13 años. La especificación tiene lugar porque no son idénticos a sus primos de “tierras bajas”, habitantes de las orillas de los lagos Kivu, cuyas aguas bañan estas fronteras, y Tanganyika, en la República Democrática de Congo. La taxonomía actual ya solo distingue entre gorilas orientales —volcanes Virunga, Uganda y República Democrática de Congo— y occidentales —Gabón, Guinea Ecuatorial, Camerún, República Centroafricana, Nigeria y República Democrática de Congo.

El descubridor y la heroína

Ya han pasado varias vidas desde que el expedicionario Oscar von Beringe fue reconocido como autor del descubrimiento científico del gorila de montaña. Fue en 1902, durante una misión para promover los intereses de Alemania en la región. Habrá que imaginar la sorpresa de encontrarse con una especie nueva y con la singularidad de tener matices humanos, como su alternada marcha erguida.

Para el visitante primerizo hoy en día la trama también desemboca en asombro, y ocurre un milagro: el cansancio de las dos horas de escalada, la falta de aliento, el susto con los búfalos y con cada sonido extraño en medio de la maleza, el golpe de cada caída en el camino lodoso y accidentado… todo eso desaparece cuando llega a un claro apenas a decenas de metros de la cima, y se sabe en medio de una gran familia de gorilas que ya están acostumbrados a la presencia humana y prosiguen con sus actividades, aparentemente sin poner atención a los “invasores”. Aparentemente.

Waka Waka, como la popular canción de Shakira para la Copa Mundial de Sudáfrica, es el nombre con el que los conservacionistas que trabajan en el parque han bautizado al macho alfa de esta latitud de los Virunga. Es un enorme lomo plateado que parece supervisar desde un punto alto el ingreso de cada visitante, mientras come con tranquilidad carrizos. Está solo, pero no pierde detalle de las hembras y sus crías. Sin mayor sobresalto desciende y se instala a ras de piso, a unos tres metros del grupo, al que le da la espalda para continuar con su desayuno, mientras los turistas ignoran la advertencia de los siete metros y sin medir el peligro se acercan para tener un gran video o la foto de su vida.

Hoy Waka Waka viene en son de paz, y se dirige a otra zona de su territorio mientras una cría se aproxima a los visitantes; pasa frente a ellos y detrás lo sigue su madre, una pequeña hembra que lo conduce colina arriba. A la distancia, a otra altura, se ve caminar con cierto nerviosismo a otro lomo plateado, acaso más arisco con los humanos porque no se acerca, pero tampoco pierde de vista a los extraños. Será un tío.

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Es en estos bosques donde Diane Fossey se instaló para estudiar a los gorilas de montaña en los años setenta. Terminó generando un movimiento de conciencia orientado a salvar a la especie de la extinción, pelea que le costó la vida. Ya no conoció la crisis posterior a la de la caza furtiva: la de la emergencia por la guerra civil que desembocó en el genocidio de más de 800 000 personas en los años ochenta, la mayoría de los grupos étnicos tutsi y hutus moderados. El éxodo a las montañas impulsado por la violencia significó un desastre ambiental de dimensiones homéricas.

Hoy la población de gorilas ha comenzado a recuperarse gracias a esfuerzos como el de Fossey, pero también porque los gobiernos han comprendido que el turismo es una enorme fuente de riqueza. Lo que se halla en esta cordillera volcánica es único en el planeta; la convivencia con el mayor de los simios es incomparable, pero ¿qué tan cerca en realidad se puede estar de ellos? ¿Tan cerca como estaba Fossey, a juzgar por las fotos de la época y la película Gorillas in the Mist protagonizada por Sigourney Weaver?

La respuesta viene en forma de un pequeño simio de menos de un año que ha tenido curiosidad por el teléfono celular que le apunta con su cámara desde minutos antes. Se trepa a unos troncos en medio de los helechos y se dirige con determinación hacia el intruso que lo graba sin descanso. El grupo humano avanza en fila india, con un guía al frente y dos atrás. El primero ordena continuar la marcha, pero el gorilita parece decidido a tocar ese artefacto extraño.

“¡Retrocede!”, ordena el guía al turista, que baja su teléfono antes de que se lo confisque el pequeño dueño de la casa.

El gorila no se desanima por el desaire y, curioso, extiende un brazo al visitante, quien se emociona al grado de estar a punto de abrazar al pequeño (error que puede ser gravísimo con el lomo plateado a una decena de metros y la pequeña madre a un lado), pero se contiene ante la nueva orden del guía de avanzar. El chiquillo peludo, mirando apacible con sus grandes ojos negros, no se queda con las ganas y toca al humano, apenas un roce en el brazo, luego otro: un gesto sutil que representa una experiencia transformadora, de una vez en la vida.

“¡Qué afortunado eres! —dice el guía al visitante—. Acabas de vivir un momento que solo experimenta uno entre cientos y cientos que suben a diario a estas montañas”.

Otras crías demuestran sus destrezas recién adquiridas a los intrusos, como golpearse el pecho repetidas veces o intentar copular con alguna hembra distraída. Las más comen su bambú con gran habilidad (o plantas y frutas como lobelia gigante, flores amarillas, vernonia, eucalipto y zarzamora, que no solo de bambú viven los gorilas), y no parecen tener interés en los visitantes, sabiéndose por lo demás seguros con Waka Waka vigilando a la distancia, y otro gran lomo plateado más arriba, ese sí algo nervioso, supervisando que todo vaya en orden.

Todavía sin reponerse de la emoción, con encontrados sentimientos de sorpresa y tranquilidad, con la adrenalina en su punto, el grupo es invitado a abandonar el territorio gorila. Ya ha sido suficiente molestia por hoy para Waka Waka y familia y, además, amenaza tormenta y el camino cuesta abajo es peligroso, con fango, ramas mojadas, espinas, bichos y una demanda de esfuerzo grande para mantener la vertical en un terreno accidentado. Los bastones y las manos de los guías, apoyo que cuesta 10 dólares por cabeza y es indispensable para la mayoría no acostumbrada a guardar estos equilibrios en medio de la jungla, no siempre resultan suficientes y las caídas, no raras en la subida, tampoco lo serán en el descenso. Por algo llaman a Ruanda “el país de las mil colinas”.

Empezar a ver los cultivos de té alivia a los excursionistas porque saben que ya están en las faldas del volcán, donde la fauna es dócil, sobre todo ganado vacuno y gallinas, y el terreno es mucho menos accidentado que en las colinas. Esta vez los búfalos apenas si han lanzado una mirada al paso de la caravana, y vuelven a su eterno oficio de comer hierba.

Pocas veces se ve a gente tan feliz como la que acaba de vivir la experiencia de visitar a los gorilas de montaña. Los afortunados se toman fotos grupales bajo el letrero de “Bienvenidos al Parque Nacional de los Volcanes”; se quitan el lodo que pueden de las botas y abordan sus vehículos Land Rover para dirigirse a un hotel de la localidad, Kinigi, ya en tierra firme.

Dirigirse a las montañas Virunga desde Kigali, la capital de Ruanda, es un viaje de tres horas por carreteras suficientemente cuidadas, pero que conllevan el cruce de una colina tras otra hasta dejar exhausto aun al que no conduce. Despuntando el día, ya desde localidades como Rubavu, Kanzenze y Bigogue, pese a la lluvia se aprecia la belleza de la cordillera, con sus cimas volcánicas atravesadas por tiras de neblina.

De regreso, después de mediodía, son otros los detalles que descubrir. Por ejemplo, en muchas casas a lo largo del camino, construcciones de un solo piso, techos de dos aguas colorados y una mayoría sin pintura en sus muros, hay pequeñas cabras atadas en las entradas. O los niños las llevan por la vereda con un lazo al cuello, como mascotas. Abundan por toda la carretera. Pero si uno pone atención, en los alrededores de los hogares se pasean los chivitos, que aparecen a la menor provocación, como si de un paraíso imaginado por Marc Chagall se tratara.

—¿Las cabras son la mascota nacional? —pregunta el visitante incrédulo al conductor, Jean-Paul, un chico de 25 años que bien puede pasar como hijo del actor estadunidense Laurence Fishburne, a quien dice no conocer, pero del que de cualquier forma busca una referencia en Google.

—Sí, son mascotas —responde—. Antes eran los perros, como en muchas partes del mundo, pero ese fue otro daño colateral del genocidio de los noventa. Con tanta gente muerta, tirada en la calle, los perritos se quedaron sin dueño y sin comida. Así que comenzaron a comerse a los caídos, dice Jean-Paul, y cuando el general Paul Kagame puso orden a sangre y fuego, ya las mascotas se habían convertido en un peligro porque atacaban a las personas, por lo que debieron ser sacrificadas.

Hoy es más fácil ver un gorila que un perro en Ruanda.

Parque Akagera: elefantes y sabana

Paul Kagame es un líder rebelde que encabezó la entrada triunfal de un movimiento armado desde la vecina República Democrática de Congo. En la segunda mitad de los años noventa, su grupo se instaló en el poder, y ante el fracaso de un intento de golpe de Estado en 2000, que sin embargo acabó con la vida del presidente en funciones, el general se convirtió en el sucesor inevitable: ya cumple 24 años en el cargo, y no se ve para cuándo se vaya.

Frente a las críticas por su larga permanencia en el poder, la existencia de una clase política opositora apenas testimonial y la amenaza constante de mano dura, la autoridad saca pecho poniendo de frente la pacificación del país, el crecimiento económico más alto de África en 2023 y el timbre de orgullo que representa ser la primera nación del subcontinente que alberga una cumbre de la Organización Mundial de Viajes y Turismo, que dirige la británica Julia Simpson. Y es que la industria global y líderes políticos se reunieron durante tres días de noviembre de ese año en el Centro de Convenciones de Kigali.

Ahí estaban en primera, como oradores, los presidentes de Burundi, Prosper Bazombanza, y de Tanzania, Samia Suluhu Hasan, que acompañaban al anfitrión Kagame, un hombre flaco y muy alto con una numerosa escolta dotada de armas de todo calibre, que ya quisiera —sin necesariamente la exhibición de paranoia— su socio comercial Carlos Slim Helú, con quien el gobernante tiene negocios en servicios de conexión remota a internet. Sí, hasta acá llegan los tentáculos del hombre que no deja de figurar en el top tres de los más ricos del planeta, según Forbes.

Cosa extraña la de las conexiones remotas y la telefonía en Ruanda. La empresa más poderosa de la región (MTN) es de capital ugandés, y ofrece chips a los turistas a precios que un usuario mexicano no puede dar crédito. Si en la anterior reunión de turismo global en Arabia Saudita, en agosto de 2023, el chip costaba el equivalente a 500 pesos y duraba una semana, en Kigali ese mismo servicio, por el mismo periodo, vale una suma que no rebasa los 60 pesos. Sí, 60 pesos mexicanos. El roaming de Telcel debe rondar los 30 000 pesos para iguales tareas y tiempo.

Una anécdota en otro parque nacional, el Akagera, ilustra con claridad lo buena que es la conexión y señal de MTN. Este otro espacio natural, que en el mapa de Ruanda es una franja vertical en el noroeste, atraviesa una parte de la sabana de Tanzania, porque para la fauna salvaje africana no hay muros ni mallas que valgan. Por eso el turista asiste estupefacto al hecho de que ahí, en medio de matorrales, lagos, montículos de termitas y una variedad de especies que van de la jirafa a la cebra, del hipopótamo al cocodrilo y del babuino al lagarto monitor, además de los cinco grandes, como llaman al león, leopardo, rinoceronte negro, elefante y búfalo cafre, ahí llega un SMS que a la letra dice: “Hello. MTN Rwanda welcome you to Tanzania. Enjoy affordable rates when roaming on MTN HelloWorld with low data rates at RWF 23.8/MB”.

Sí, la sabana entre Ruanda y Tanzania cuenta con mejor conexión que muchas zonas de ciudades urbanas latinoamericanas, incluida la capital mexicana.

El Parque Nacional Akagera tiene una extensión de 1 222 kilómetros cuadrados, la mitad de su tamaño antes de 1997, cuando los refugiados por la guerra civil volvieron a su patria y se establecieron en muchas áreas de conservación. En 2009 la Oficina de Desarrollo de Ruanda y Parques de África firmaron un convenio para crear la Compañía Gerencial Akagera, responsable hoy en día del manejo del área y la vigilancia por la persistencia de los cazadores furtivos.

Doscientos cincuenta dólares por persona es el costo del safari por Akagera, denominación que proviene del lago del mismo nombre, un surtidor del que se desprenden otros espacios hídricos, como el lago Ihema, y otro harto singular, el río Shakani. Tal voz se origina en la expresión francesa chaque année, “cada año”, como lo llamaban los naturales del lugar, un eco de un ritual que se realizaba antiguamente en ese sitio, que hoy por cierto es una escala en el recorrido, uno de los tres campamentos para tomar un respiro, ante la mirada a la distancia de los curiosos babuinos, especie que abunda en la sabana ruandesa.

La repoblación de este parque con la fauna original ha sido un reto que comenzó a rendir frutos notables a partir de 2015, con la reintroducción de los grandes felinos, leones y leopardos, de los que hoy se lleva un censo estricto. El Panthera leo, por ejemplo, llega a 50 ejemplares a partir de los primeros traídos del parque Kruger, de Sudáfrica, aunque hay que apuntar que en el mero día del safari ninguno asomó la cabeza por las distintas rutas que el experimentado guía recorrió, menos aún los leopardos, de los que se calcula una población de 80 ejemplares. Ambas especies, con hábitos de caza nocturnos, suelen dormir gran parte del día.

Imponente, paciente, goloso y fotogénico resulta, eso sí, un solitario elefante macho, enorme, primera sorpresa del safari, que después de una hora solo ha presentado como grandes estrellas a los babuinos, las moscas tse tse con las trampas para atraerlas, consistentes en banderas azul y negro entre los arbustos, y una hermosa jirafa cuyo desplazamiento en cámara lenta levanta una exclamación de su público a bordo del Land Rover descapotable para ocho plazas.

Las principales recomendaciones para el visitante están encaminadas a los encuentros con elefantes, que aquí se cuentan en unos 130, y aunque suelen ser pacíficos en este parque, un error del distraído turista puede ser fatal. Siempre hay que darles su espacio, no emitir ruidos fuertes y limitarse a contemplarlos mientras se les fotografía o se les graba. Después de todo, es el peso completo de la casa, con números que van de las 3.5 a las 6.5 tonelada. No se puede ser impertinente con esa especie.

Después comienza el festín con un par de cebras correteando junto con antílopes, una manada de búfalos rumiando sin mucho interés en los visitantes y un hipopótamo adolescente, junto al camino, mordisqueando la hierba, mientras sus mayores lo divisan desde lejos en un charco de lodo en el que se procuran a revolcada limpia, por decirlo así, un particular protector contra los insectos, porque solar se antoja difícil, ya vez que el día es más bien lluvioso y nublado.

De no aparecer Simba, acaso por la razón que da el canturreo natural de la canción “The Lion Sleeps Tonight” (que nadie se quita de la cabeza durante el viaje), Pumba y su familia facoquera sí rondan de vez en vez sobre la ruta elegida para regocijo del respetable, que vive su primera experiencia en la sabana por un precio que hasta se antoja módico, comparado con la fortuna bien justificada que vale la visita a los gorilas. Los miles de facoqueros y jabalíes de Akagera representan uno de los principales alimentos de los depredadores.

Cuando se ha perdido la esperanza de avistar leones y el sol ha vuelto a esconderse detrás de las nubes que amenazan con tormenta es momento de partir. El guía decide un último recorrido hacia la entrada principal por la orilla del lago Ihema, donde también se ofrece servicio de safari a bordo de lanchas para atestiguar la vida de hipopótamos y cocodrilos del Nilo en medio de un despliegue colorido de aves, que en este parque rebasan las 480 especies identificadas, y no se diga de variopintas mariposas, con unas 2 500 variedades registradas en el África oriental.

Truco de guía o auténtico contratiempo, el Land Rover se ha quedado en medio del fango en un claro próximo al lago, y las maniobras para que la tracción 4x4 responda llama la atención de los babuinos, que de unos cuantos curiosos en primera instancia pasan a una numerosa comunidad que atestigua los apuros de los extraños. Cuando el nerviosismo ha hecho presa de todo mundo, el conductor libra el lodo y todos sonríen de nuevo a bordo. Chofer y babuinos se han divertido en grande a costillas de los incautos viajeros.

Ya hace hambre cuando se llega de vuelta a la entrada principal de Akagera, en Kaborondo, provincia distante unos 100 kilómetros al noreste de la capital, Kigali. Justo al otro extremo de país, en el suroeste, se yergue otro gigantesco pulmón de Ruanda, el Parque Nacional Nyungwe, donde las estrellas de esa espesa zona de 1 019 kilómetros cuadrados de follaje, árboles inmensos, jungla tupida y niebla persistente son los integrantes de una pequeña, pero célebre comunidad.

Parque Nyungwe: chimpancés y selva tropical

El bosque de Nyungwe, elevado a categoría de Parque Nacional en 2004, se encuentra entre las cuencas de los ríos Congo y Nilo, con una superficie de casi 1 000 kilómetros cuadrados de selva tropical, bambú, cascadas y pantanos que dibujan límites con Burundi y República Democrática del Congo. La estrella de casa es el chimpancé, incluso con una población limitada. El paseo para conocerlo comienza con un costo de 635 dólares por persona, pero se eleva si el viajero desea pernoctar o sumarse a las distintas actividades de senderismo o avistamiento de otros primates endémicos de esta región.

Para abrir boca e ir tanteando el terreno, una primera actividad consiste en un descenso denominado la caminata Igishigishigi, que comienza desde una de las entradas del parque, a 2 450 metros de altura, recorriendo de bajada y subida dos kilómetros que implican 200 metros de profundidad en hora y media, lo que permite en el punto más bajo del periplo cruzar un puente colgante en medio de la niebla con un abismo insondable.

La lluvia permanente en la zona dificulta la bajada, pero una estrecha vereda ayuda al viajero a avanzar con la ayuda de un bastón especial, elaborado con madera de la región. Una pequeña choza marca el ingreso al puente, y se escucha a la distancia sonidos, acaso de alguna de las 12 especies de primates propias de la zona, adicionales a los chimpancés, y de aves refugiadas por la precipitación en la espesura de los gigantescos árboles.

Nyungwe es un manjar para los profesionales de la botánica, con 1 068 especies de plantas y 140 de orquídeas. Las aves y mariposas no se quedan atrás, con más de 322 variedades de las primeras y 120 de los coleópteros. ¿Mamíferos? Por supuesto: unos 75 de diverso linaje, desde felinos como el cerval y el leopardo hasta pequeños elefantes. Por eso todo recorrido requiere del concurso de experimentados guías, pues si bien los animales rehúyen el contacto con humanos, siempre serán peligrosos cuando se invade su territorio.

El parque es el mayor receptor de agua en Ruanda; provee el 70% del recurso a toda la nación, y se cree que es una de las más remotas fuentes del río Nilo. Ahí, desde la experiencia increíble de avistar una parte de la inmensidad selvática en medio del movedizo puente colgante acogido por la niebla, el turista ya exhausto cae en cuenta del siguiente reto: reponer, en ascenso, los 200 metros que antes descendió con no pocas dificultades, pese a que el nivel fijado por los guardabosques es “easy”.

Para el explorador poco avezado en esos avatares la travesía resulta exigente y demoledora, por lo que, de vuelta al hotel, durante la cena, pregunta con ingenuidad a uno de los guías:

—Mañana, en la visita a los chimpancés, ¿será más fácil el trayecto?

—Hoy fue el recorrido sencillo —responde con no poca mamonería el hombre, malencarado, de malas porque un día antes había resbalado frente a todo su rebaño de turistas en la orilla del lago Kivu—. Mañana no habrá camino y buena parte será cuesta arriba.

Se quedó corto el hombre. A la mañana siguiente, la aventura comienza con la cita a las 4:30 de la mañana para abordar los Land Rover y dirigirse a otro acceso del parque porque los chimpancés son madrugadores y cambian de área para desayunar a diario. Terminando sus viandas, nuestros parientes más cercanos se pierden en la inmensidad del bosque y ya no es posible seguirles el rastro. Y aunque también son famosos aquí los avistamientos de otros monos, como los bonobos y los colobos rojos o pintos, la estrella, se reitera, es el chimpancé.

Llegar a sus árboles tiene mucho de turismo extremo, más que por el riesgo de encontrarse a un felino o tocar sin querer una serpiente o un insecto entre las ramas, por la fuerza y la condición física requeridas en el intento. A diferencia del territorio gorila en Virunga, donde el explorador recorre largos tramos tierra arriba en medio de cultivos de té, ganado vacuno y aves de corral antes de entrar a la jungla propiamente dicha, acá el ingreso está a unos cuantos pasos del Land Rover, que ha conducido a los visitantes hasta una rendija entre la tupida vegetación, vigilados en todo momento desde la carretera, como en los otros parques, por militares que patrullan las zonas fronterizas, ante el riesgo de eventuales crisis políticas de los vecinos.

Debe ser una hora aproximada de camino entre subidas y bajadas (recuérdese que es el país de las mil colinas), pero entre lodo, ramas en todas direcciones, piedras resbalosas, palos espinosos y una inexplicable prisa del guía por conducir a su grupo con una rapidez que solo para él es normal. A la cuarta caída, sí, cuarta, el turista mexicano de un equipo con naturales de Polonia, Filipinas, Estados Unidos, Ghana y España, más un espontáneo francés, decide ya no levantarse. Se acomoda en una piedra, exangüe, sus cabellos están empapados de sudor y el rostro enrojecido.

—Aquí los espero a que vuelvan, no puedo más —dice el caído a uno de los guías, que en vano disimula cuánto se divierte con la situación.

—Imposible, nadie se queda atrás. Hay felinos y elefantes en esta zona —dice con cierta seriedad, con un aire de gravedad que se diluye cuando baja la voz y dice—: Mira, enfrente, una hembra.

De chimpancé, por supuesto.

Mientras el grupo sigue su marcha, apenas a unos cuantos metros adelante de la cuarta caída, su compañero mexicano disfruta en sesión privada desde su sillón de roca, con el guía de testigo, el avistamiento del primer chimpancé del recorrido… y el único porque hoy nuestros parientes más carismáticos han tomado día de descanso, quizá. El multicolor grupo explorador, que resistió de pie la golpiza de cruzar la jungla del Nyungwe, no tuvo mejor suerte y su esfuerzo únicamente le valió para ver un ejemplar más.

Entre subidas y bajadas, con la lluvia pertinaz y el guía de nuevo apresurado, la vuelta al vehículo es otro infierno, con resbalones de unos cuantos, pero sin consecuencias, y más bien una decepción general por la disparidad entre las expectativas y la realidad, entre el esfuerzo y el resultado. Atisbar el Land Rover entre las rendijas del tupido follaje hace sonreír a todos, y es cuando varios caen en la cuenta, solo entonces, de los riegos mayores que han corrido, sea sujetándose a ramas sin la menor precaución, sea tirados sobre la hierba por el cansancio, ante la multitud de reptiles y bichos que reina en el bosque. Ya ni preguntar al conductor si trae antídotos para una eventual picadura o mordedura de la fauna local. ¿Para qué mortificarse cuando ya se superó el reto, así haya sido con cuatro traspiés?

Ruanda, el país de las mil colinas, lleva el turismo extremo a otro nivel.

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Frente a frente con el gorila en el país de las mil colinas

Frente a frente con el gorila en el país de las mil colinas

07
.
07
.
25
2025
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Treinta años después del genocidio, Ruanda ha aprendido a vivir en paz y a cuidar el medio ambiente. Con sus parques naturales ha detonado la industria turística, que hoy lo sitúa como el país africano con más crecimiento económico sostenido.

Parque de los Volcanes: el encuentro milagroso

Virunga es una voz africana que significa “volcán”. Los volcanes de Virunga, entonces, son “los volcanes de volcanes”, como el Sáhara, desierto en árabe, es “el desierto de desiertos”. En estas cimas boscosas y cráteres, por lo menos dos de ocho activos, confluyen las fronteras de tres países del África submagrebí y un denominador común: el milagrosamente sobreviviente gorila de montaña, que ha librado la inestable convivencia de pueblos y colonizadores guerreros, la caza furtiva y guerras civiles, para convertirse en la principal atracción turística de Ruanda y Uganda. (En el tercer país, la convulsa República Democrática de Congo, el mayor de los simios sigue preocupando grandemente a los ambientalistas.)

Virunga es también territorio de uno de los cuatro grandes parques naturales de Ruanda, otra voz africana, que significa “expansión”. Su nombre oficial es Parque Nacional de los Volcanes, una superficie de 125 kilómetros cuadrados que va de las faldas de las montañas a la cima selvática en el departamento de Kinigi, donde el visitante pone a prueba su condición física y aptitudes para escalar librando maleza, lianas, vegetación, lodo y pastizales unas dos horas, más un cruce inesperado con una manada de búfalos en un claro, subespecie que en esta región es apenas un poco menor a los cafres de la sabana, aunque luzca igual de amenazadora bajo la mirada fija del macho alfa, que mueve impaciente el rabo.

El ascenso tiene una parada previa en una zona de palapas y oficinas, donde los anfitriones le leen la cartilla a las decenas de turistas que arriban ya con boleto pagado: 1 650 dólares por persona y con grupos mínimos de tres individuos. Antes, muy temprano, cuadrillas de unos ocho rastreadores cada una han subido por diversos flancos de la montaña y hallado dónde se instalan las diversas familias de gorilas a desayunar bambú, su platillo favorito, que abunda en la zona. Por radio conducen a los guías que suben con los visitantes.

Nadie se puede quedar atrás, por lo que, si algún turista empieza a perder el paso en la primera fase de la escalada, deberá volver acompañado por un guía al autobús y esperar a su delegación. Habrá perdido sus 1 650 dólares. La precaución no sobra; se trata, a fin de cuentas, de la selva africana, y la fauna de la región no solo es salvaje, sino también de dimensiones considerables, como los búfalos, con machos arriba de la media tonelada de peso y cuernos afilados, que ven con recelo el paso de los intrusos en su claro de jungla, y ni hablar de elefantes y leopardos.

Personas diagnosticadas con males cardiacos, enfisema o artritis son llamadas a reconsiderar el ascenso, con la advertencia de que los servicios médicos en la zona son limitados. Cuando se entra en la zona de remanso de los gorilas, es importante saber que no se debe acercar uno a menos de siete metros de ellos ni comer ni beber agua; se debe hablar muy bajo, usar cubreboca, no confrontarse de ninguna forma con ellos ni hacer gestos o movimientos bruscos. Y lo más importante: si un gorila ataca, uno debe sentarse, no mirarlo y jamás huir.

—¿Hay muchos lomos plateados?

—Muchos. Con los gorilas es como con un país: hay varios adultos varones, pero solo uno es el presidente —responde el guía principal, que, como todo el personal turístico de Ruanda, habla la lengua nativa, inglés y francés.

“Lomo plateado” es la denominación para los machos, por la coloración que toma el pelaje de su espalda cuando llegan a la adultez, que en el caso de los gorilas de montaña es a los 13 años. La especificación tiene lugar porque no son idénticos a sus primos de “tierras bajas”, habitantes de las orillas de los lagos Kivu, cuyas aguas bañan estas fronteras, y Tanganyika, en la República Democrática de Congo. La taxonomía actual ya solo distingue entre gorilas orientales —volcanes Virunga, Uganda y República Democrática de Congo— y occidentales —Gabón, Guinea Ecuatorial, Camerún, República Centroafricana, Nigeria y República Democrática de Congo.

El descubridor y la heroína

Ya han pasado varias vidas desde que el expedicionario Oscar von Beringe fue reconocido como autor del descubrimiento científico del gorila de montaña. Fue en 1902, durante una misión para promover los intereses de Alemania en la región. Habrá que imaginar la sorpresa de encontrarse con una especie nueva y con la singularidad de tener matices humanos, como su alternada marcha erguida.

Para el visitante primerizo hoy en día la trama también desemboca en asombro, y ocurre un milagro: el cansancio de las dos horas de escalada, la falta de aliento, el susto con los búfalos y con cada sonido extraño en medio de la maleza, el golpe de cada caída en el camino lodoso y accidentado… todo eso desaparece cuando llega a un claro apenas a decenas de metros de la cima, y se sabe en medio de una gran familia de gorilas que ya están acostumbrados a la presencia humana y prosiguen con sus actividades, aparentemente sin poner atención a los “invasores”. Aparentemente.

Waka Waka, como la popular canción de Shakira para la Copa Mundial de Sudáfrica, es el nombre con el que los conservacionistas que trabajan en el parque han bautizado al macho alfa de esta latitud de los Virunga. Es un enorme lomo plateado que parece supervisar desde un punto alto el ingreso de cada visitante, mientras come con tranquilidad carrizos. Está solo, pero no pierde detalle de las hembras y sus crías. Sin mayor sobresalto desciende y se instala a ras de piso, a unos tres metros del grupo, al que le da la espalda para continuar con su desayuno, mientras los turistas ignoran la advertencia de los siete metros y sin medir el peligro se acercan para tener un gran video o la foto de su vida.

Hoy Waka Waka viene en son de paz, y se dirige a otra zona de su territorio mientras una cría se aproxima a los visitantes; pasa frente a ellos y detrás lo sigue su madre, una pequeña hembra que lo conduce colina arriba. A la distancia, a otra altura, se ve caminar con cierto nerviosismo a otro lomo plateado, acaso más arisco con los humanos porque no se acerca, pero tampoco pierde de vista a los extraños. Será un tío.

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Es en estos bosques donde Diane Fossey se instaló para estudiar a los gorilas de montaña en los años setenta. Terminó generando un movimiento de conciencia orientado a salvar a la especie de la extinción, pelea que le costó la vida. Ya no conoció la crisis posterior a la de la caza furtiva: la de la emergencia por la guerra civil que desembocó en el genocidio de más de 800 000 personas en los años ochenta, la mayoría de los grupos étnicos tutsi y hutus moderados. El éxodo a las montañas impulsado por la violencia significó un desastre ambiental de dimensiones homéricas.

Hoy la población de gorilas ha comenzado a recuperarse gracias a esfuerzos como el de Fossey, pero también porque los gobiernos han comprendido que el turismo es una enorme fuente de riqueza. Lo que se halla en esta cordillera volcánica es único en el planeta; la convivencia con el mayor de los simios es incomparable, pero ¿qué tan cerca en realidad se puede estar de ellos? ¿Tan cerca como estaba Fossey, a juzgar por las fotos de la época y la película Gorillas in the Mist protagonizada por Sigourney Weaver?

La respuesta viene en forma de un pequeño simio de menos de un año que ha tenido curiosidad por el teléfono celular que le apunta con su cámara desde minutos antes. Se trepa a unos troncos en medio de los helechos y se dirige con determinación hacia el intruso que lo graba sin descanso. El grupo humano avanza en fila india, con un guía al frente y dos atrás. El primero ordena continuar la marcha, pero el gorilita parece decidido a tocar ese artefacto extraño.

“¡Retrocede!”, ordena el guía al turista, que baja su teléfono antes de que se lo confisque el pequeño dueño de la casa.

El gorila no se desanima por el desaire y, curioso, extiende un brazo al visitante, quien se emociona al grado de estar a punto de abrazar al pequeño (error que puede ser gravísimo con el lomo plateado a una decena de metros y la pequeña madre a un lado), pero se contiene ante la nueva orden del guía de avanzar. El chiquillo peludo, mirando apacible con sus grandes ojos negros, no se queda con las ganas y toca al humano, apenas un roce en el brazo, luego otro: un gesto sutil que representa una experiencia transformadora, de una vez en la vida.

“¡Qué afortunado eres! —dice el guía al visitante—. Acabas de vivir un momento que solo experimenta uno entre cientos y cientos que suben a diario a estas montañas”.

Otras crías demuestran sus destrezas recién adquiridas a los intrusos, como golpearse el pecho repetidas veces o intentar copular con alguna hembra distraída. Las más comen su bambú con gran habilidad (o plantas y frutas como lobelia gigante, flores amarillas, vernonia, eucalipto y zarzamora, que no solo de bambú viven los gorilas), y no parecen tener interés en los visitantes, sabiéndose por lo demás seguros con Waka Waka vigilando a la distancia, y otro gran lomo plateado más arriba, ese sí algo nervioso, supervisando que todo vaya en orden.

Todavía sin reponerse de la emoción, con encontrados sentimientos de sorpresa y tranquilidad, con la adrenalina en su punto, el grupo es invitado a abandonar el territorio gorila. Ya ha sido suficiente molestia por hoy para Waka Waka y familia y, además, amenaza tormenta y el camino cuesta abajo es peligroso, con fango, ramas mojadas, espinas, bichos y una demanda de esfuerzo grande para mantener la vertical en un terreno accidentado. Los bastones y las manos de los guías, apoyo que cuesta 10 dólares por cabeza y es indispensable para la mayoría no acostumbrada a guardar estos equilibrios en medio de la jungla, no siempre resultan suficientes y las caídas, no raras en la subida, tampoco lo serán en el descenso. Por algo llaman a Ruanda “el país de las mil colinas”.

Empezar a ver los cultivos de té alivia a los excursionistas porque saben que ya están en las faldas del volcán, donde la fauna es dócil, sobre todo ganado vacuno y gallinas, y el terreno es mucho menos accidentado que en las colinas. Esta vez los búfalos apenas si han lanzado una mirada al paso de la caravana, y vuelven a su eterno oficio de comer hierba.

Pocas veces se ve a gente tan feliz como la que acaba de vivir la experiencia de visitar a los gorilas de montaña. Los afortunados se toman fotos grupales bajo el letrero de “Bienvenidos al Parque Nacional de los Volcanes”; se quitan el lodo que pueden de las botas y abordan sus vehículos Land Rover para dirigirse a un hotel de la localidad, Kinigi, ya en tierra firme.

Dirigirse a las montañas Virunga desde Kigali, la capital de Ruanda, es un viaje de tres horas por carreteras suficientemente cuidadas, pero que conllevan el cruce de una colina tras otra hasta dejar exhausto aun al que no conduce. Despuntando el día, ya desde localidades como Rubavu, Kanzenze y Bigogue, pese a la lluvia se aprecia la belleza de la cordillera, con sus cimas volcánicas atravesadas por tiras de neblina.

De regreso, después de mediodía, son otros los detalles que descubrir. Por ejemplo, en muchas casas a lo largo del camino, construcciones de un solo piso, techos de dos aguas colorados y una mayoría sin pintura en sus muros, hay pequeñas cabras atadas en las entradas. O los niños las llevan por la vereda con un lazo al cuello, como mascotas. Abundan por toda la carretera. Pero si uno pone atención, en los alrededores de los hogares se pasean los chivitos, que aparecen a la menor provocación, como si de un paraíso imaginado por Marc Chagall se tratara.

—¿Las cabras son la mascota nacional? —pregunta el visitante incrédulo al conductor, Jean-Paul, un chico de 25 años que bien puede pasar como hijo del actor estadunidense Laurence Fishburne, a quien dice no conocer, pero del que de cualquier forma busca una referencia en Google.

—Sí, son mascotas —responde—. Antes eran los perros, como en muchas partes del mundo, pero ese fue otro daño colateral del genocidio de los noventa. Con tanta gente muerta, tirada en la calle, los perritos se quedaron sin dueño y sin comida. Así que comenzaron a comerse a los caídos, dice Jean-Paul, y cuando el general Paul Kagame puso orden a sangre y fuego, ya las mascotas se habían convertido en un peligro porque atacaban a las personas, por lo que debieron ser sacrificadas.

Hoy es más fácil ver un gorila que un perro en Ruanda.

Parque Akagera: elefantes y sabana

Paul Kagame es un líder rebelde que encabezó la entrada triunfal de un movimiento armado desde la vecina República Democrática de Congo. En la segunda mitad de los años noventa, su grupo se instaló en el poder, y ante el fracaso de un intento de golpe de Estado en 2000, que sin embargo acabó con la vida del presidente en funciones, el general se convirtió en el sucesor inevitable: ya cumple 24 años en el cargo, y no se ve para cuándo se vaya.

Frente a las críticas por su larga permanencia en el poder, la existencia de una clase política opositora apenas testimonial y la amenaza constante de mano dura, la autoridad saca pecho poniendo de frente la pacificación del país, el crecimiento económico más alto de África en 2023 y el timbre de orgullo que representa ser la primera nación del subcontinente que alberga una cumbre de la Organización Mundial de Viajes y Turismo, que dirige la británica Julia Simpson. Y es que la industria global y líderes políticos se reunieron durante tres días de noviembre de ese año en el Centro de Convenciones de Kigali.

Ahí estaban en primera, como oradores, los presidentes de Burundi, Prosper Bazombanza, y de Tanzania, Samia Suluhu Hasan, que acompañaban al anfitrión Kagame, un hombre flaco y muy alto con una numerosa escolta dotada de armas de todo calibre, que ya quisiera —sin necesariamente la exhibición de paranoia— su socio comercial Carlos Slim Helú, con quien el gobernante tiene negocios en servicios de conexión remota a internet. Sí, hasta acá llegan los tentáculos del hombre que no deja de figurar en el top tres de los más ricos del planeta, según Forbes.

Cosa extraña la de las conexiones remotas y la telefonía en Ruanda. La empresa más poderosa de la región (MTN) es de capital ugandés, y ofrece chips a los turistas a precios que un usuario mexicano no puede dar crédito. Si en la anterior reunión de turismo global en Arabia Saudita, en agosto de 2023, el chip costaba el equivalente a 500 pesos y duraba una semana, en Kigali ese mismo servicio, por el mismo periodo, vale una suma que no rebasa los 60 pesos. Sí, 60 pesos mexicanos. El roaming de Telcel debe rondar los 30 000 pesos para iguales tareas y tiempo.

Una anécdota en otro parque nacional, el Akagera, ilustra con claridad lo buena que es la conexión y señal de MTN. Este otro espacio natural, que en el mapa de Ruanda es una franja vertical en el noroeste, atraviesa una parte de la sabana de Tanzania, porque para la fauna salvaje africana no hay muros ni mallas que valgan. Por eso el turista asiste estupefacto al hecho de que ahí, en medio de matorrales, lagos, montículos de termitas y una variedad de especies que van de la jirafa a la cebra, del hipopótamo al cocodrilo y del babuino al lagarto monitor, además de los cinco grandes, como llaman al león, leopardo, rinoceronte negro, elefante y búfalo cafre, ahí llega un SMS que a la letra dice: “Hello. MTN Rwanda welcome you to Tanzania. Enjoy affordable rates when roaming on MTN HelloWorld with low data rates at RWF 23.8/MB”.

Sí, la sabana entre Ruanda y Tanzania cuenta con mejor conexión que muchas zonas de ciudades urbanas latinoamericanas, incluida la capital mexicana.

El Parque Nacional Akagera tiene una extensión de 1 222 kilómetros cuadrados, la mitad de su tamaño antes de 1997, cuando los refugiados por la guerra civil volvieron a su patria y se establecieron en muchas áreas de conservación. En 2009 la Oficina de Desarrollo de Ruanda y Parques de África firmaron un convenio para crear la Compañía Gerencial Akagera, responsable hoy en día del manejo del área y la vigilancia por la persistencia de los cazadores furtivos.

Doscientos cincuenta dólares por persona es el costo del safari por Akagera, denominación que proviene del lago del mismo nombre, un surtidor del que se desprenden otros espacios hídricos, como el lago Ihema, y otro harto singular, el río Shakani. Tal voz se origina en la expresión francesa chaque année, “cada año”, como lo llamaban los naturales del lugar, un eco de un ritual que se realizaba antiguamente en ese sitio, que hoy por cierto es una escala en el recorrido, uno de los tres campamentos para tomar un respiro, ante la mirada a la distancia de los curiosos babuinos, especie que abunda en la sabana ruandesa.

La repoblación de este parque con la fauna original ha sido un reto que comenzó a rendir frutos notables a partir de 2015, con la reintroducción de los grandes felinos, leones y leopardos, de los que hoy se lleva un censo estricto. El Panthera leo, por ejemplo, llega a 50 ejemplares a partir de los primeros traídos del parque Kruger, de Sudáfrica, aunque hay que apuntar que en el mero día del safari ninguno asomó la cabeza por las distintas rutas que el experimentado guía recorrió, menos aún los leopardos, de los que se calcula una población de 80 ejemplares. Ambas especies, con hábitos de caza nocturnos, suelen dormir gran parte del día.

Imponente, paciente, goloso y fotogénico resulta, eso sí, un solitario elefante macho, enorme, primera sorpresa del safari, que después de una hora solo ha presentado como grandes estrellas a los babuinos, las moscas tse tse con las trampas para atraerlas, consistentes en banderas azul y negro entre los arbustos, y una hermosa jirafa cuyo desplazamiento en cámara lenta levanta una exclamación de su público a bordo del Land Rover descapotable para ocho plazas.

Las principales recomendaciones para el visitante están encaminadas a los encuentros con elefantes, que aquí se cuentan en unos 130, y aunque suelen ser pacíficos en este parque, un error del distraído turista puede ser fatal. Siempre hay que darles su espacio, no emitir ruidos fuertes y limitarse a contemplarlos mientras se les fotografía o se les graba. Después de todo, es el peso completo de la casa, con números que van de las 3.5 a las 6.5 tonelada. No se puede ser impertinente con esa especie.

Después comienza el festín con un par de cebras correteando junto con antílopes, una manada de búfalos rumiando sin mucho interés en los visitantes y un hipopótamo adolescente, junto al camino, mordisqueando la hierba, mientras sus mayores lo divisan desde lejos en un charco de lodo en el que se procuran a revolcada limpia, por decirlo así, un particular protector contra los insectos, porque solar se antoja difícil, ya vez que el día es más bien lluvioso y nublado.

De no aparecer Simba, acaso por la razón que da el canturreo natural de la canción “The Lion Sleeps Tonight” (que nadie se quita de la cabeza durante el viaje), Pumba y su familia facoquera sí rondan de vez en vez sobre la ruta elegida para regocijo del respetable, que vive su primera experiencia en la sabana por un precio que hasta se antoja módico, comparado con la fortuna bien justificada que vale la visita a los gorilas. Los miles de facoqueros y jabalíes de Akagera representan uno de los principales alimentos de los depredadores.

Cuando se ha perdido la esperanza de avistar leones y el sol ha vuelto a esconderse detrás de las nubes que amenazan con tormenta es momento de partir. El guía decide un último recorrido hacia la entrada principal por la orilla del lago Ihema, donde también se ofrece servicio de safari a bordo de lanchas para atestiguar la vida de hipopótamos y cocodrilos del Nilo en medio de un despliegue colorido de aves, que en este parque rebasan las 480 especies identificadas, y no se diga de variopintas mariposas, con unas 2 500 variedades registradas en el África oriental.

Truco de guía o auténtico contratiempo, el Land Rover se ha quedado en medio del fango en un claro próximo al lago, y las maniobras para que la tracción 4x4 responda llama la atención de los babuinos, que de unos cuantos curiosos en primera instancia pasan a una numerosa comunidad que atestigua los apuros de los extraños. Cuando el nerviosismo ha hecho presa de todo mundo, el conductor libra el lodo y todos sonríen de nuevo a bordo. Chofer y babuinos se han divertido en grande a costillas de los incautos viajeros.

Ya hace hambre cuando se llega de vuelta a la entrada principal de Akagera, en Kaborondo, provincia distante unos 100 kilómetros al noreste de la capital, Kigali. Justo al otro extremo de país, en el suroeste, se yergue otro gigantesco pulmón de Ruanda, el Parque Nacional Nyungwe, donde las estrellas de esa espesa zona de 1 019 kilómetros cuadrados de follaje, árboles inmensos, jungla tupida y niebla persistente son los integrantes de una pequeña, pero célebre comunidad.

Parque Nyungwe: chimpancés y selva tropical

El bosque de Nyungwe, elevado a categoría de Parque Nacional en 2004, se encuentra entre las cuencas de los ríos Congo y Nilo, con una superficie de casi 1 000 kilómetros cuadrados de selva tropical, bambú, cascadas y pantanos que dibujan límites con Burundi y República Democrática del Congo. La estrella de casa es el chimpancé, incluso con una población limitada. El paseo para conocerlo comienza con un costo de 635 dólares por persona, pero se eleva si el viajero desea pernoctar o sumarse a las distintas actividades de senderismo o avistamiento de otros primates endémicos de esta región.

Para abrir boca e ir tanteando el terreno, una primera actividad consiste en un descenso denominado la caminata Igishigishigi, que comienza desde una de las entradas del parque, a 2 450 metros de altura, recorriendo de bajada y subida dos kilómetros que implican 200 metros de profundidad en hora y media, lo que permite en el punto más bajo del periplo cruzar un puente colgante en medio de la niebla con un abismo insondable.

La lluvia permanente en la zona dificulta la bajada, pero una estrecha vereda ayuda al viajero a avanzar con la ayuda de un bastón especial, elaborado con madera de la región. Una pequeña choza marca el ingreso al puente, y se escucha a la distancia sonidos, acaso de alguna de las 12 especies de primates propias de la zona, adicionales a los chimpancés, y de aves refugiadas por la precipitación en la espesura de los gigantescos árboles.

Nyungwe es un manjar para los profesionales de la botánica, con 1 068 especies de plantas y 140 de orquídeas. Las aves y mariposas no se quedan atrás, con más de 322 variedades de las primeras y 120 de los coleópteros. ¿Mamíferos? Por supuesto: unos 75 de diverso linaje, desde felinos como el cerval y el leopardo hasta pequeños elefantes. Por eso todo recorrido requiere del concurso de experimentados guías, pues si bien los animales rehúyen el contacto con humanos, siempre serán peligrosos cuando se invade su territorio.

El parque es el mayor receptor de agua en Ruanda; provee el 70% del recurso a toda la nación, y se cree que es una de las más remotas fuentes del río Nilo. Ahí, desde la experiencia increíble de avistar una parte de la inmensidad selvática en medio del movedizo puente colgante acogido por la niebla, el turista ya exhausto cae en cuenta del siguiente reto: reponer, en ascenso, los 200 metros que antes descendió con no pocas dificultades, pese a que el nivel fijado por los guardabosques es “easy”.

Para el explorador poco avezado en esos avatares la travesía resulta exigente y demoledora, por lo que, de vuelta al hotel, durante la cena, pregunta con ingenuidad a uno de los guías:

—Mañana, en la visita a los chimpancés, ¿será más fácil el trayecto?

—Hoy fue el recorrido sencillo —responde con no poca mamonería el hombre, malencarado, de malas porque un día antes había resbalado frente a todo su rebaño de turistas en la orilla del lago Kivu—. Mañana no habrá camino y buena parte será cuesta arriba.

Se quedó corto el hombre. A la mañana siguiente, la aventura comienza con la cita a las 4:30 de la mañana para abordar los Land Rover y dirigirse a otro acceso del parque porque los chimpancés son madrugadores y cambian de área para desayunar a diario. Terminando sus viandas, nuestros parientes más cercanos se pierden en la inmensidad del bosque y ya no es posible seguirles el rastro. Y aunque también son famosos aquí los avistamientos de otros monos, como los bonobos y los colobos rojos o pintos, la estrella, se reitera, es el chimpancé.

Llegar a sus árboles tiene mucho de turismo extremo, más que por el riesgo de encontrarse a un felino o tocar sin querer una serpiente o un insecto entre las ramas, por la fuerza y la condición física requeridas en el intento. A diferencia del territorio gorila en Virunga, donde el explorador recorre largos tramos tierra arriba en medio de cultivos de té, ganado vacuno y aves de corral antes de entrar a la jungla propiamente dicha, acá el ingreso está a unos cuantos pasos del Land Rover, que ha conducido a los visitantes hasta una rendija entre la tupida vegetación, vigilados en todo momento desde la carretera, como en los otros parques, por militares que patrullan las zonas fronterizas, ante el riesgo de eventuales crisis políticas de los vecinos.

Debe ser una hora aproximada de camino entre subidas y bajadas (recuérdese que es el país de las mil colinas), pero entre lodo, ramas en todas direcciones, piedras resbalosas, palos espinosos y una inexplicable prisa del guía por conducir a su grupo con una rapidez que solo para él es normal. A la cuarta caída, sí, cuarta, el turista mexicano de un equipo con naturales de Polonia, Filipinas, Estados Unidos, Ghana y España, más un espontáneo francés, decide ya no levantarse. Se acomoda en una piedra, exangüe, sus cabellos están empapados de sudor y el rostro enrojecido.

—Aquí los espero a que vuelvan, no puedo más —dice el caído a uno de los guías, que en vano disimula cuánto se divierte con la situación.

—Imposible, nadie se queda atrás. Hay felinos y elefantes en esta zona —dice con cierta seriedad, con un aire de gravedad que se diluye cuando baja la voz y dice—: Mira, enfrente, una hembra.

De chimpancé, por supuesto.

Mientras el grupo sigue su marcha, apenas a unos cuantos metros adelante de la cuarta caída, su compañero mexicano disfruta en sesión privada desde su sillón de roca, con el guía de testigo, el avistamiento del primer chimpancé del recorrido… y el único porque hoy nuestros parientes más carismáticos han tomado día de descanso, quizá. El multicolor grupo explorador, que resistió de pie la golpiza de cruzar la jungla del Nyungwe, no tuvo mejor suerte y su esfuerzo únicamente le valió para ver un ejemplar más.

Entre subidas y bajadas, con la lluvia pertinaz y el guía de nuevo apresurado, la vuelta al vehículo es otro infierno, con resbalones de unos cuantos, pero sin consecuencias, y más bien una decepción general por la disparidad entre las expectativas y la realidad, entre el esfuerzo y el resultado. Atisbar el Land Rover entre las rendijas del tupido follaje hace sonreír a todos, y es cuando varios caen en la cuenta, solo entonces, de los riegos mayores que han corrido, sea sujetándose a ramas sin la menor precaución, sea tirados sobre la hierba por el cansancio, ante la multitud de reptiles y bichos que reina en el bosque. Ya ni preguntar al conductor si trae antídotos para una eventual picadura o mordedura de la fauna local. ¿Para qué mortificarse cuando ya se superó el reto, así haya sido con cuatro traspiés?

Ruanda, el país de las mil colinas, lleva el turismo extremo a otro nivel.

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Lo que se halla en esta cordillera volcánica es único en el planeta; la convivencia con el mayor de los simios es incomparable, pero ¿qué tan cerca en realidad se puede estar de ellos?

Frente a frente con el gorila en el país de las mil colinas

Frente a frente con el gorila en el país de las mil colinas

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Treinta años después del genocidio, Ruanda ha aprendido a vivir en paz y a cuidar el medio ambiente. Con sus parques naturales ha detonado la industria turística, que hoy lo sitúa como el país africano con más crecimiento económico sostenido.

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Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Parque de los Volcanes: el encuentro milagroso

Virunga es una voz africana que significa “volcán”. Los volcanes de Virunga, entonces, son “los volcanes de volcanes”, como el Sáhara, desierto en árabe, es “el desierto de desiertos”. En estas cimas boscosas y cráteres, por lo menos dos de ocho activos, confluyen las fronteras de tres países del África submagrebí y un denominador común: el milagrosamente sobreviviente gorila de montaña, que ha librado la inestable convivencia de pueblos y colonizadores guerreros, la caza furtiva y guerras civiles, para convertirse en la principal atracción turística de Ruanda y Uganda. (En el tercer país, la convulsa República Democrática de Congo, el mayor de los simios sigue preocupando grandemente a los ambientalistas.)

Virunga es también territorio de uno de los cuatro grandes parques naturales de Ruanda, otra voz africana, que significa “expansión”. Su nombre oficial es Parque Nacional de los Volcanes, una superficie de 125 kilómetros cuadrados que va de las faldas de las montañas a la cima selvática en el departamento de Kinigi, donde el visitante pone a prueba su condición física y aptitudes para escalar librando maleza, lianas, vegetación, lodo y pastizales unas dos horas, más un cruce inesperado con una manada de búfalos en un claro, subespecie que en esta región es apenas un poco menor a los cafres de la sabana, aunque luzca igual de amenazadora bajo la mirada fija del macho alfa, que mueve impaciente el rabo.

El ascenso tiene una parada previa en una zona de palapas y oficinas, donde los anfitriones le leen la cartilla a las decenas de turistas que arriban ya con boleto pagado: 1 650 dólares por persona y con grupos mínimos de tres individuos. Antes, muy temprano, cuadrillas de unos ocho rastreadores cada una han subido por diversos flancos de la montaña y hallado dónde se instalan las diversas familias de gorilas a desayunar bambú, su platillo favorito, que abunda en la zona. Por radio conducen a los guías que suben con los visitantes.

Nadie se puede quedar atrás, por lo que, si algún turista empieza a perder el paso en la primera fase de la escalada, deberá volver acompañado por un guía al autobús y esperar a su delegación. Habrá perdido sus 1 650 dólares. La precaución no sobra; se trata, a fin de cuentas, de la selva africana, y la fauna de la región no solo es salvaje, sino también de dimensiones considerables, como los búfalos, con machos arriba de la media tonelada de peso y cuernos afilados, que ven con recelo el paso de los intrusos en su claro de jungla, y ni hablar de elefantes y leopardos.

Personas diagnosticadas con males cardiacos, enfisema o artritis son llamadas a reconsiderar el ascenso, con la advertencia de que los servicios médicos en la zona son limitados. Cuando se entra en la zona de remanso de los gorilas, es importante saber que no se debe acercar uno a menos de siete metros de ellos ni comer ni beber agua; se debe hablar muy bajo, usar cubreboca, no confrontarse de ninguna forma con ellos ni hacer gestos o movimientos bruscos. Y lo más importante: si un gorila ataca, uno debe sentarse, no mirarlo y jamás huir.

—¿Hay muchos lomos plateados?

—Muchos. Con los gorilas es como con un país: hay varios adultos varones, pero solo uno es el presidente —responde el guía principal, que, como todo el personal turístico de Ruanda, habla la lengua nativa, inglés y francés.

“Lomo plateado” es la denominación para los machos, por la coloración que toma el pelaje de su espalda cuando llegan a la adultez, que en el caso de los gorilas de montaña es a los 13 años. La especificación tiene lugar porque no son idénticos a sus primos de “tierras bajas”, habitantes de las orillas de los lagos Kivu, cuyas aguas bañan estas fronteras, y Tanganyika, en la República Democrática de Congo. La taxonomía actual ya solo distingue entre gorilas orientales —volcanes Virunga, Uganda y República Democrática de Congo— y occidentales —Gabón, Guinea Ecuatorial, Camerún, República Centroafricana, Nigeria y República Democrática de Congo.

El descubridor y la heroína

Ya han pasado varias vidas desde que el expedicionario Oscar von Beringe fue reconocido como autor del descubrimiento científico del gorila de montaña. Fue en 1902, durante una misión para promover los intereses de Alemania en la región. Habrá que imaginar la sorpresa de encontrarse con una especie nueva y con la singularidad de tener matices humanos, como su alternada marcha erguida.

Para el visitante primerizo hoy en día la trama también desemboca en asombro, y ocurre un milagro: el cansancio de las dos horas de escalada, la falta de aliento, el susto con los búfalos y con cada sonido extraño en medio de la maleza, el golpe de cada caída en el camino lodoso y accidentado… todo eso desaparece cuando llega a un claro apenas a decenas de metros de la cima, y se sabe en medio de una gran familia de gorilas que ya están acostumbrados a la presencia humana y prosiguen con sus actividades, aparentemente sin poner atención a los “invasores”. Aparentemente.

Waka Waka, como la popular canción de Shakira para la Copa Mundial de Sudáfrica, es el nombre con el que los conservacionistas que trabajan en el parque han bautizado al macho alfa de esta latitud de los Virunga. Es un enorme lomo plateado que parece supervisar desde un punto alto el ingreso de cada visitante, mientras come con tranquilidad carrizos. Está solo, pero no pierde detalle de las hembras y sus crías. Sin mayor sobresalto desciende y se instala a ras de piso, a unos tres metros del grupo, al que le da la espalda para continuar con su desayuno, mientras los turistas ignoran la advertencia de los siete metros y sin medir el peligro se acercan para tener un gran video o la foto de su vida.

Hoy Waka Waka viene en son de paz, y se dirige a otra zona de su territorio mientras una cría se aproxima a los visitantes; pasa frente a ellos y detrás lo sigue su madre, una pequeña hembra que lo conduce colina arriba. A la distancia, a otra altura, se ve caminar con cierto nerviosismo a otro lomo plateado, acaso más arisco con los humanos porque no se acerca, pero tampoco pierde de vista a los extraños. Será un tío.

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Es en estos bosques donde Diane Fossey se instaló para estudiar a los gorilas de montaña en los años setenta. Terminó generando un movimiento de conciencia orientado a salvar a la especie de la extinción, pelea que le costó la vida. Ya no conoció la crisis posterior a la de la caza furtiva: la de la emergencia por la guerra civil que desembocó en el genocidio de más de 800 000 personas en los años ochenta, la mayoría de los grupos étnicos tutsi y hutus moderados. El éxodo a las montañas impulsado por la violencia significó un desastre ambiental de dimensiones homéricas.

Hoy la población de gorilas ha comenzado a recuperarse gracias a esfuerzos como el de Fossey, pero también porque los gobiernos han comprendido que el turismo es una enorme fuente de riqueza. Lo que se halla en esta cordillera volcánica es único en el planeta; la convivencia con el mayor de los simios es incomparable, pero ¿qué tan cerca en realidad se puede estar de ellos? ¿Tan cerca como estaba Fossey, a juzgar por las fotos de la época y la película Gorillas in the Mist protagonizada por Sigourney Weaver?

La respuesta viene en forma de un pequeño simio de menos de un año que ha tenido curiosidad por el teléfono celular que le apunta con su cámara desde minutos antes. Se trepa a unos troncos en medio de los helechos y se dirige con determinación hacia el intruso que lo graba sin descanso. El grupo humano avanza en fila india, con un guía al frente y dos atrás. El primero ordena continuar la marcha, pero el gorilita parece decidido a tocar ese artefacto extraño.

“¡Retrocede!”, ordena el guía al turista, que baja su teléfono antes de que se lo confisque el pequeño dueño de la casa.

El gorila no se desanima por el desaire y, curioso, extiende un brazo al visitante, quien se emociona al grado de estar a punto de abrazar al pequeño (error que puede ser gravísimo con el lomo plateado a una decena de metros y la pequeña madre a un lado), pero se contiene ante la nueva orden del guía de avanzar. El chiquillo peludo, mirando apacible con sus grandes ojos negros, no se queda con las ganas y toca al humano, apenas un roce en el brazo, luego otro: un gesto sutil que representa una experiencia transformadora, de una vez en la vida.

“¡Qué afortunado eres! —dice el guía al visitante—. Acabas de vivir un momento que solo experimenta uno entre cientos y cientos que suben a diario a estas montañas”.

Otras crías demuestran sus destrezas recién adquiridas a los intrusos, como golpearse el pecho repetidas veces o intentar copular con alguna hembra distraída. Las más comen su bambú con gran habilidad (o plantas y frutas como lobelia gigante, flores amarillas, vernonia, eucalipto y zarzamora, que no solo de bambú viven los gorilas), y no parecen tener interés en los visitantes, sabiéndose por lo demás seguros con Waka Waka vigilando a la distancia, y otro gran lomo plateado más arriba, ese sí algo nervioso, supervisando que todo vaya en orden.

Todavía sin reponerse de la emoción, con encontrados sentimientos de sorpresa y tranquilidad, con la adrenalina en su punto, el grupo es invitado a abandonar el territorio gorila. Ya ha sido suficiente molestia por hoy para Waka Waka y familia y, además, amenaza tormenta y el camino cuesta abajo es peligroso, con fango, ramas mojadas, espinas, bichos y una demanda de esfuerzo grande para mantener la vertical en un terreno accidentado. Los bastones y las manos de los guías, apoyo que cuesta 10 dólares por cabeza y es indispensable para la mayoría no acostumbrada a guardar estos equilibrios en medio de la jungla, no siempre resultan suficientes y las caídas, no raras en la subida, tampoco lo serán en el descenso. Por algo llaman a Ruanda “el país de las mil colinas”.

Empezar a ver los cultivos de té alivia a los excursionistas porque saben que ya están en las faldas del volcán, donde la fauna es dócil, sobre todo ganado vacuno y gallinas, y el terreno es mucho menos accidentado que en las colinas. Esta vez los búfalos apenas si han lanzado una mirada al paso de la caravana, y vuelven a su eterno oficio de comer hierba.

Pocas veces se ve a gente tan feliz como la que acaba de vivir la experiencia de visitar a los gorilas de montaña. Los afortunados se toman fotos grupales bajo el letrero de “Bienvenidos al Parque Nacional de los Volcanes”; se quitan el lodo que pueden de las botas y abordan sus vehículos Land Rover para dirigirse a un hotel de la localidad, Kinigi, ya en tierra firme.

Dirigirse a las montañas Virunga desde Kigali, la capital de Ruanda, es un viaje de tres horas por carreteras suficientemente cuidadas, pero que conllevan el cruce de una colina tras otra hasta dejar exhausto aun al que no conduce. Despuntando el día, ya desde localidades como Rubavu, Kanzenze y Bigogue, pese a la lluvia se aprecia la belleza de la cordillera, con sus cimas volcánicas atravesadas por tiras de neblina.

De regreso, después de mediodía, son otros los detalles que descubrir. Por ejemplo, en muchas casas a lo largo del camino, construcciones de un solo piso, techos de dos aguas colorados y una mayoría sin pintura en sus muros, hay pequeñas cabras atadas en las entradas. O los niños las llevan por la vereda con un lazo al cuello, como mascotas. Abundan por toda la carretera. Pero si uno pone atención, en los alrededores de los hogares se pasean los chivitos, que aparecen a la menor provocación, como si de un paraíso imaginado por Marc Chagall se tratara.

—¿Las cabras son la mascota nacional? —pregunta el visitante incrédulo al conductor, Jean-Paul, un chico de 25 años que bien puede pasar como hijo del actor estadunidense Laurence Fishburne, a quien dice no conocer, pero del que de cualquier forma busca una referencia en Google.

—Sí, son mascotas —responde—. Antes eran los perros, como en muchas partes del mundo, pero ese fue otro daño colateral del genocidio de los noventa. Con tanta gente muerta, tirada en la calle, los perritos se quedaron sin dueño y sin comida. Así que comenzaron a comerse a los caídos, dice Jean-Paul, y cuando el general Paul Kagame puso orden a sangre y fuego, ya las mascotas se habían convertido en un peligro porque atacaban a las personas, por lo que debieron ser sacrificadas.

Hoy es más fácil ver un gorila que un perro en Ruanda.

Parque Akagera: elefantes y sabana

Paul Kagame es un líder rebelde que encabezó la entrada triunfal de un movimiento armado desde la vecina República Democrática de Congo. En la segunda mitad de los años noventa, su grupo se instaló en el poder, y ante el fracaso de un intento de golpe de Estado en 2000, que sin embargo acabó con la vida del presidente en funciones, el general se convirtió en el sucesor inevitable: ya cumple 24 años en el cargo, y no se ve para cuándo se vaya.

Frente a las críticas por su larga permanencia en el poder, la existencia de una clase política opositora apenas testimonial y la amenaza constante de mano dura, la autoridad saca pecho poniendo de frente la pacificación del país, el crecimiento económico más alto de África en 2023 y el timbre de orgullo que representa ser la primera nación del subcontinente que alberga una cumbre de la Organización Mundial de Viajes y Turismo, que dirige la británica Julia Simpson. Y es que la industria global y líderes políticos se reunieron durante tres días de noviembre de ese año en el Centro de Convenciones de Kigali.

Ahí estaban en primera, como oradores, los presidentes de Burundi, Prosper Bazombanza, y de Tanzania, Samia Suluhu Hasan, que acompañaban al anfitrión Kagame, un hombre flaco y muy alto con una numerosa escolta dotada de armas de todo calibre, que ya quisiera —sin necesariamente la exhibición de paranoia— su socio comercial Carlos Slim Helú, con quien el gobernante tiene negocios en servicios de conexión remota a internet. Sí, hasta acá llegan los tentáculos del hombre que no deja de figurar en el top tres de los más ricos del planeta, según Forbes.

Cosa extraña la de las conexiones remotas y la telefonía en Ruanda. La empresa más poderosa de la región (MTN) es de capital ugandés, y ofrece chips a los turistas a precios que un usuario mexicano no puede dar crédito. Si en la anterior reunión de turismo global en Arabia Saudita, en agosto de 2023, el chip costaba el equivalente a 500 pesos y duraba una semana, en Kigali ese mismo servicio, por el mismo periodo, vale una suma que no rebasa los 60 pesos. Sí, 60 pesos mexicanos. El roaming de Telcel debe rondar los 30 000 pesos para iguales tareas y tiempo.

Una anécdota en otro parque nacional, el Akagera, ilustra con claridad lo buena que es la conexión y señal de MTN. Este otro espacio natural, que en el mapa de Ruanda es una franja vertical en el noroeste, atraviesa una parte de la sabana de Tanzania, porque para la fauna salvaje africana no hay muros ni mallas que valgan. Por eso el turista asiste estupefacto al hecho de que ahí, en medio de matorrales, lagos, montículos de termitas y una variedad de especies que van de la jirafa a la cebra, del hipopótamo al cocodrilo y del babuino al lagarto monitor, además de los cinco grandes, como llaman al león, leopardo, rinoceronte negro, elefante y búfalo cafre, ahí llega un SMS que a la letra dice: “Hello. MTN Rwanda welcome you to Tanzania. Enjoy affordable rates when roaming on MTN HelloWorld with low data rates at RWF 23.8/MB”.

Sí, la sabana entre Ruanda y Tanzania cuenta con mejor conexión que muchas zonas de ciudades urbanas latinoamericanas, incluida la capital mexicana.

El Parque Nacional Akagera tiene una extensión de 1 222 kilómetros cuadrados, la mitad de su tamaño antes de 1997, cuando los refugiados por la guerra civil volvieron a su patria y se establecieron en muchas áreas de conservación. En 2009 la Oficina de Desarrollo de Ruanda y Parques de África firmaron un convenio para crear la Compañía Gerencial Akagera, responsable hoy en día del manejo del área y la vigilancia por la persistencia de los cazadores furtivos.

Doscientos cincuenta dólares por persona es el costo del safari por Akagera, denominación que proviene del lago del mismo nombre, un surtidor del que se desprenden otros espacios hídricos, como el lago Ihema, y otro harto singular, el río Shakani. Tal voz se origina en la expresión francesa chaque année, “cada año”, como lo llamaban los naturales del lugar, un eco de un ritual que se realizaba antiguamente en ese sitio, que hoy por cierto es una escala en el recorrido, uno de los tres campamentos para tomar un respiro, ante la mirada a la distancia de los curiosos babuinos, especie que abunda en la sabana ruandesa.

La repoblación de este parque con la fauna original ha sido un reto que comenzó a rendir frutos notables a partir de 2015, con la reintroducción de los grandes felinos, leones y leopardos, de los que hoy se lleva un censo estricto. El Panthera leo, por ejemplo, llega a 50 ejemplares a partir de los primeros traídos del parque Kruger, de Sudáfrica, aunque hay que apuntar que en el mero día del safari ninguno asomó la cabeza por las distintas rutas que el experimentado guía recorrió, menos aún los leopardos, de los que se calcula una población de 80 ejemplares. Ambas especies, con hábitos de caza nocturnos, suelen dormir gran parte del día.

Imponente, paciente, goloso y fotogénico resulta, eso sí, un solitario elefante macho, enorme, primera sorpresa del safari, que después de una hora solo ha presentado como grandes estrellas a los babuinos, las moscas tse tse con las trampas para atraerlas, consistentes en banderas azul y negro entre los arbustos, y una hermosa jirafa cuyo desplazamiento en cámara lenta levanta una exclamación de su público a bordo del Land Rover descapotable para ocho plazas.

Las principales recomendaciones para el visitante están encaminadas a los encuentros con elefantes, que aquí se cuentan en unos 130, y aunque suelen ser pacíficos en este parque, un error del distraído turista puede ser fatal. Siempre hay que darles su espacio, no emitir ruidos fuertes y limitarse a contemplarlos mientras se les fotografía o se les graba. Después de todo, es el peso completo de la casa, con números que van de las 3.5 a las 6.5 tonelada. No se puede ser impertinente con esa especie.

Después comienza el festín con un par de cebras correteando junto con antílopes, una manada de búfalos rumiando sin mucho interés en los visitantes y un hipopótamo adolescente, junto al camino, mordisqueando la hierba, mientras sus mayores lo divisan desde lejos en un charco de lodo en el que se procuran a revolcada limpia, por decirlo así, un particular protector contra los insectos, porque solar se antoja difícil, ya vez que el día es más bien lluvioso y nublado.

De no aparecer Simba, acaso por la razón que da el canturreo natural de la canción “The Lion Sleeps Tonight” (que nadie se quita de la cabeza durante el viaje), Pumba y su familia facoquera sí rondan de vez en vez sobre la ruta elegida para regocijo del respetable, que vive su primera experiencia en la sabana por un precio que hasta se antoja módico, comparado con la fortuna bien justificada que vale la visita a los gorilas. Los miles de facoqueros y jabalíes de Akagera representan uno de los principales alimentos de los depredadores.

Cuando se ha perdido la esperanza de avistar leones y el sol ha vuelto a esconderse detrás de las nubes que amenazan con tormenta es momento de partir. El guía decide un último recorrido hacia la entrada principal por la orilla del lago Ihema, donde también se ofrece servicio de safari a bordo de lanchas para atestiguar la vida de hipopótamos y cocodrilos del Nilo en medio de un despliegue colorido de aves, que en este parque rebasan las 480 especies identificadas, y no se diga de variopintas mariposas, con unas 2 500 variedades registradas en el África oriental.

Truco de guía o auténtico contratiempo, el Land Rover se ha quedado en medio del fango en un claro próximo al lago, y las maniobras para que la tracción 4x4 responda llama la atención de los babuinos, que de unos cuantos curiosos en primera instancia pasan a una numerosa comunidad que atestigua los apuros de los extraños. Cuando el nerviosismo ha hecho presa de todo mundo, el conductor libra el lodo y todos sonríen de nuevo a bordo. Chofer y babuinos se han divertido en grande a costillas de los incautos viajeros.

Ya hace hambre cuando se llega de vuelta a la entrada principal de Akagera, en Kaborondo, provincia distante unos 100 kilómetros al noreste de la capital, Kigali. Justo al otro extremo de país, en el suroeste, se yergue otro gigantesco pulmón de Ruanda, el Parque Nacional Nyungwe, donde las estrellas de esa espesa zona de 1 019 kilómetros cuadrados de follaje, árboles inmensos, jungla tupida y niebla persistente son los integrantes de una pequeña, pero célebre comunidad.

Parque Nyungwe: chimpancés y selva tropical

El bosque de Nyungwe, elevado a categoría de Parque Nacional en 2004, se encuentra entre las cuencas de los ríos Congo y Nilo, con una superficie de casi 1 000 kilómetros cuadrados de selva tropical, bambú, cascadas y pantanos que dibujan límites con Burundi y República Democrática del Congo. La estrella de casa es el chimpancé, incluso con una población limitada. El paseo para conocerlo comienza con un costo de 635 dólares por persona, pero se eleva si el viajero desea pernoctar o sumarse a las distintas actividades de senderismo o avistamiento de otros primates endémicos de esta región.

Para abrir boca e ir tanteando el terreno, una primera actividad consiste en un descenso denominado la caminata Igishigishigi, que comienza desde una de las entradas del parque, a 2 450 metros de altura, recorriendo de bajada y subida dos kilómetros que implican 200 metros de profundidad en hora y media, lo que permite en el punto más bajo del periplo cruzar un puente colgante en medio de la niebla con un abismo insondable.

La lluvia permanente en la zona dificulta la bajada, pero una estrecha vereda ayuda al viajero a avanzar con la ayuda de un bastón especial, elaborado con madera de la región. Una pequeña choza marca el ingreso al puente, y se escucha a la distancia sonidos, acaso de alguna de las 12 especies de primates propias de la zona, adicionales a los chimpancés, y de aves refugiadas por la precipitación en la espesura de los gigantescos árboles.

Nyungwe es un manjar para los profesionales de la botánica, con 1 068 especies de plantas y 140 de orquídeas. Las aves y mariposas no se quedan atrás, con más de 322 variedades de las primeras y 120 de los coleópteros. ¿Mamíferos? Por supuesto: unos 75 de diverso linaje, desde felinos como el cerval y el leopardo hasta pequeños elefantes. Por eso todo recorrido requiere del concurso de experimentados guías, pues si bien los animales rehúyen el contacto con humanos, siempre serán peligrosos cuando se invade su territorio.

El parque es el mayor receptor de agua en Ruanda; provee el 70% del recurso a toda la nación, y se cree que es una de las más remotas fuentes del río Nilo. Ahí, desde la experiencia increíble de avistar una parte de la inmensidad selvática en medio del movedizo puente colgante acogido por la niebla, el turista ya exhausto cae en cuenta del siguiente reto: reponer, en ascenso, los 200 metros que antes descendió con no pocas dificultades, pese a que el nivel fijado por los guardabosques es “easy”.

Para el explorador poco avezado en esos avatares la travesía resulta exigente y demoledora, por lo que, de vuelta al hotel, durante la cena, pregunta con ingenuidad a uno de los guías:

—Mañana, en la visita a los chimpancés, ¿será más fácil el trayecto?

—Hoy fue el recorrido sencillo —responde con no poca mamonería el hombre, malencarado, de malas porque un día antes había resbalado frente a todo su rebaño de turistas en la orilla del lago Kivu—. Mañana no habrá camino y buena parte será cuesta arriba.

Se quedó corto el hombre. A la mañana siguiente, la aventura comienza con la cita a las 4:30 de la mañana para abordar los Land Rover y dirigirse a otro acceso del parque porque los chimpancés son madrugadores y cambian de área para desayunar a diario. Terminando sus viandas, nuestros parientes más cercanos se pierden en la inmensidad del bosque y ya no es posible seguirles el rastro. Y aunque también son famosos aquí los avistamientos de otros monos, como los bonobos y los colobos rojos o pintos, la estrella, se reitera, es el chimpancé.

Llegar a sus árboles tiene mucho de turismo extremo, más que por el riesgo de encontrarse a un felino o tocar sin querer una serpiente o un insecto entre las ramas, por la fuerza y la condición física requeridas en el intento. A diferencia del territorio gorila en Virunga, donde el explorador recorre largos tramos tierra arriba en medio de cultivos de té, ganado vacuno y aves de corral antes de entrar a la jungla propiamente dicha, acá el ingreso está a unos cuantos pasos del Land Rover, que ha conducido a los visitantes hasta una rendija entre la tupida vegetación, vigilados en todo momento desde la carretera, como en los otros parques, por militares que patrullan las zonas fronterizas, ante el riesgo de eventuales crisis políticas de los vecinos.

Debe ser una hora aproximada de camino entre subidas y bajadas (recuérdese que es el país de las mil colinas), pero entre lodo, ramas en todas direcciones, piedras resbalosas, palos espinosos y una inexplicable prisa del guía por conducir a su grupo con una rapidez que solo para él es normal. A la cuarta caída, sí, cuarta, el turista mexicano de un equipo con naturales de Polonia, Filipinas, Estados Unidos, Ghana y España, más un espontáneo francés, decide ya no levantarse. Se acomoda en una piedra, exangüe, sus cabellos están empapados de sudor y el rostro enrojecido.

—Aquí los espero a que vuelvan, no puedo más —dice el caído a uno de los guías, que en vano disimula cuánto se divierte con la situación.

—Imposible, nadie se queda atrás. Hay felinos y elefantes en esta zona —dice con cierta seriedad, con un aire de gravedad que se diluye cuando baja la voz y dice—: Mira, enfrente, una hembra.

De chimpancé, por supuesto.

Mientras el grupo sigue su marcha, apenas a unos cuantos metros adelante de la cuarta caída, su compañero mexicano disfruta en sesión privada desde su sillón de roca, con el guía de testigo, el avistamiento del primer chimpancé del recorrido… y el único porque hoy nuestros parientes más carismáticos han tomado día de descanso, quizá. El multicolor grupo explorador, que resistió de pie la golpiza de cruzar la jungla del Nyungwe, no tuvo mejor suerte y su esfuerzo únicamente le valió para ver un ejemplar más.

Entre subidas y bajadas, con la lluvia pertinaz y el guía de nuevo apresurado, la vuelta al vehículo es otro infierno, con resbalones de unos cuantos, pero sin consecuencias, y más bien una decepción general por la disparidad entre las expectativas y la realidad, entre el esfuerzo y el resultado. Atisbar el Land Rover entre las rendijas del tupido follaje hace sonreír a todos, y es cuando varios caen en la cuenta, solo entonces, de los riegos mayores que han corrido, sea sujetándose a ramas sin la menor precaución, sea tirados sobre la hierba por el cansancio, ante la multitud de reptiles y bichos que reina en el bosque. Ya ni preguntar al conductor si trae antídotos para una eventual picadura o mordedura de la fauna local. ¿Para qué mortificarse cuando ya se superó el reto, así haya sido con cuatro traspiés?

Ruanda, el país de las mil colinas, lleva el turismo extremo a otro nivel.

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