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<i>Misión imposible: Sentencia final</i>, un tibio adiós a Ethan Hunt

<i>Misión imposible: Sentencia final</i>, un tibio adiós a Ethan Hunt

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
24
.
05
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

La última entrega de Tom Cruise como Ethan Hunt prometía un fastuoso cierre de la saga; en cambio, ofrece un cúmulo de carencias y virtudes del cine de acción.

A mucha gente le parece extraña la admiración que le dedica la cinefilia a Tom Cruise. Lo sé porque hace unos años yo estaba en el bando escéptico. Ciego por la desconfianza al cine popular —por el elitismo, pues—, no había entendido la importancia de este, y en especial de la franquicia Misión imposible. Escogí, en aquel entonces, ver a Cruise desde una perspectiva más politizada: él significaba  no más que el cienciólogo que hacía lo posible por controlar su rabia cuando lo enfrentaban los periodistas respecto a su Iglesia, o la estrella de Top Gun (1986), una película tan obsesionada con el cuerpo masculino y sus capacidades para la guerra —y que fetichiza de la misma forma a las máquinas de matar—, que fue reclamada contradictoriamente por los fascistas y los gays. El punto es que Cruise carecía de equilibrio; era una estampa siniestra que, una vez entendido su valor cinematográfico, no dejó de ser ninguna de estas cosas, pero empezó a abarcar también otras. En palabras de Nicanor Parra, Cruise es, como todos, un embutido de ángel y bestia.

Bajo una mirada juiciosa, Cruise es políticamente más complicado de lo que permiten ver sus años de sincronía con el imaginario reaganiano: como ya lo escribí hace unas semanas, su filmografía contiene a menudo actos de desobediencia y enfrentamiento con la misma mitología que ayudó a construir. A lo largo de las ocho entregas de Misión imposible se percibe al omnipotente Cruise/Ethan Hunt como la conciencia moral de la nación, quien desobedece a la CIA y se rehúsa a entregarle el poder absoluto de la inteligencia artificial conocida como la Entidad al gobierno estadounidense. Definitivamente hay algo megalómano en esta fantasía, pero también hay, siquiera, una sana desconfianza a las instituciones y una tibia pero perceptible crítica al neofascismo, apoyado por las redes sociales mediante la manipulación de datos e imágenes.

Lo más importante para lo que se nos convoca en una reseña cinematográfica es el cine, y en ese sentido el rol de Cruise como productor de Misión imposible es uno de valentía ante el abismo que significan las imágenes comerciales de nuestro tiempo. Hace poco el actor argentino Nahuel Pérez Biscayart denunció en una entrega de premios al cine que narra “cuentitos”. ¡Pero si John Ford los narraba! Y también Howard Hawks y Emilio Fernández y Alfred Hitchcock e Ida Lupino y Hugo Fregonese. El problema no es que el cine narre, sino cómo, y por esta razón Cruise contrató para su franquicia a dos de los artistas más absolutamente idiosincrásicos de Hollywood: Brian De Palma y John Woo, quienes dirigieron los dos primeros capítulos. En ese entonces, Misión imposible se comportó como el teatro griego: cada cineasta tuvo su Ethan Hunt, así como cada dramaturgo tuvo su Edipo o su Antígona. El de De Palma fue un espía enfrentado a un misterio internacional; el de Woo, un bailarín armado con una pistola inagotable en cada mano. Ambos cineastas expresaron con libertad suficiente sus estilos de poesía populachera y visualmente arrebatadora.

Más adelante vino la búsqueda de un director que le permitiera a Cruise arriesgarse ya no tanto en el sentido de la idiosincrasia audiovisual, sino a partir del realismo entendido como imágenes que no solo fabricaran una ilusión de peligro: que mostraran riesgo y dolor auténticos, a la manera de un documental. Esta temporada, ya permanente, fue un regreso al cine de Buster Keaton y Douglas Fairbanks, que bien pudieron haber dado la vida por el cine pero corrieron con más suerte que medidas de seguridad. Aquel plano de Repercusión (Mission: Impossible -  Fallout, 2018) en el que Cruise se parte una pierna brincando de un techo a otro es mucho más que un accidente: es un homenaje a las incontables fracturas de Keaton, un modo de ponerse a su lado en el panteón cinematográfico. Algo hay hasta de performance sobre la omnipotencia del propio Cruise cuando logra subir el techo y cojea como si hubiera sufrido una herida menor. 

Por todas estas razones, el cierre de la franquicia debía ser majestuoso, histórico. Al menos poco más de una hora me parece algo así, pero antes de llegar a eso, la otra hora y media hornea una traición: Misión imposible: Sentencia final (Mission: Impossible - The Final Reckoning, 2025) anula a personajes del episodio previo, se inventa, para otros, circunstancias de las que no teníamos idea, y simplemente le da igual resolver un preludio sobre la vida de Ethan Hunt esbozado en Sentencia mortal: Parte 1 (Mission: Impossible - Dead Reckoning Part One, 2023). El capítulo final ni siquiera se llama en inglés Dead Reckoning Part Two, como si existiera una vergüenza por la película previa, que no atrajo las mejores críticas aunque a algunos nos pareció inolvidable. Claramente existe un deseo por distraer al público de lo que no funcionó como mercancía (Sentencia mortal apenas si recuperó su presupuesto) para vender este otro producto que, salvo por sus mejores momentos, es una capitulación ante la mentalidad comercial. Es verdad que siempre hubo un deseo natural de sacarle ganancia al espectáculo, pero se equilibraba la codicia con los riesgos que Cruise y el resto de la producción se solían permitir. 

Donde se evidencia más la derrota es en la narración televisiva de buena parte del metraje, que me obliga a insistir en la traición: Cruise, quien tenía la misión de salvar el cine (o de salvar las películas, para traducir con más precisión la frase “save the movies”, que alude al cine popular), ha entregado su franquicia a los modos más burdos de la narración audiovisual contemporánea. Y ni eso. Si la televisión es generalmente una serie de imágenes decorativas para ilustrar guiones, sus ejemplos más valiosos podrán carecer de sofisticación audiovisual pero narran tan bien sus tramas como las mejores novelas clásicas. Sentencia final, en cambio, suele resolver lagunas con recapitulaciones: la Entidad, que apareció por primera vez en Sentencia mortal, resulta ser producto de Misión imposible III (Mission: Impossible III, 2006), y para probarlo se atraviesan imágenes de aquella. El colmo es cuando, para no desorientarnos, volvemos a ver metraje de Sentencia mortal, una película de hace apenas dos años que difícilmente se le habrá olvidado a los espectadores. No solo pesa el didacticismo de personajes que se explican entre sí lo que ya deberían de saber, sino que hay una tentación de nostalgia expresada a partir de técnicas que menosprecian al público y su entendimiento. 

William Dunloe (Rolf Saxon), el programador al que Ethan Hunt y su equipo le provocaron un malestar estomacal en la primera Misión imposible (Mission: Impossible, 1996), vuelve y nos recuerda quién es al mencionar su crisis profesional de 1996. Seguimos frente a una técnica expositiva aunque esta evita ser tan obvia como otros fragmentos repletos de imágenes que hacen un autohomenaje incómodo. La aparición de Henry Czerny como Kittridge en la anterior Sentencia mortal —otro personaje de la película de De Palma— apenas si requirió de pronunciar su nombre para entender quién era. Es comprensible que en la que debería ser la despedida de Tom Cruise del papel de Ethan Hunt se remita a las otras películas: David Cronenberg, Martin Scorsese y Francis Ford Coppola han aludido en su vejez a sus propias filmografías, pero Sentencia final es más bien el producto de malas decisiones de escritura y montaje, expresadas en otros disparates.

Resulta que la línea de tiempo entre las dos Sentencias es de solo dos meses, pero en ese periodo durante el cual los personajes siguen buscando cómo destruir a la Entidad, Luther (Ving Rhames) se ha enfermado de algo que no se explica, no hay ni mención de la Viuda Blanca (Vanessa Kirby) y, lo más frustrante: nunca averiguamos cuál era el vínculo entre el villano Gabriel (Esai Morales) y el joven Ethan Hunt —sugerido primero en Sentencia mortal— aunque se vuelve a insistir en el asesinato misterioso de una misteriosa mujer que llevó a Hunt a pertenecer a la misteriosa Fuerza de Misión Imposible. Para ser una película tan dominada por las explicaciones, estos agujeros son evidentes de una hechura al vapor o de una severa mutilación en la sala de montaje. 

Hay, pues, demasiada traición —a la franquicia, a los admiradores, al cine mismo— hasta que de repente ya no. Sentencia final es, en ese sentido, no la segunda de dos películas, sino dos expresiones del cine contenidas en un solo metraje de casi tres horas: la primera es un resumen incoherente e innecesario (Misión imposible: El repaso final); la segunda es todo lo que ha hecho a Tom Cruise —y por añadidura a su director y guionista Christopher McQuarrie— una figura tan especial: el realismo cinematográfico. 

McQuarrie entró como director desde la película que más me disgusta, Nación secreta (Mission: Impossible - Rogue Nation, 2015). Si en la anterior a aquella, Protocolo fantasma (Mission: Impossible - Ghost Protocol, 2011), Brad Bird había filmado imágenes de Cruise escalando el edificio más alto del mundo, en esta otra había una escena de riesgo submarino manipulada con efectos digitales que echó abajo lo que empezaba a construir la franquicia. Nación secreta es un tropiezo que McQuarrie y Cruise rebasaron con la pierna rota de Repercusión y con su cacería asombrosa a bordo de un helicóptero piloteado por el propio actor. Como en las películas de Keaton y Fairbanks, uno no siente temor por el ficticio Ethan Hunt sino por Cruise, que gracias a una cámara colocada frente a la cabina se ve controlando el armatoste. Ese McQuarrie y ese Cruise llegan a salvarse de sus agravios como narradores al cierre de Sentencia final.

No vale la pena revelar demasiado, ni hay mucho que pueda hacer —aparte de describir— para capturar los momentos más importantes de la película. Bien dice el director iraní Jafar Panahi, en Esto no es una película (In film nist, 2011), que si el cine pudiera contarse no habría necesidad de filmarlo. Tal vez sería importante, en todo caso, subrayar la imaginación espacial involucrada en una escena bajo el agua: Ethan Hunt logra entrar al submarino que contiene una pieza clave para destruir a la Entidad. La tensión se va produciendo gracias al movimiento de la nave hundida, la ausencia de escapes y los restos del submarino que estorban la salida de Hunt. Estas no son cosas que se puedan imaginar de la nada, sino que se crean a partir de una observación de los entornos. Las imágenes del realismo no se escriben o se diseñan: se encuentran. La última persecución de Ethan Hunt es efecto puro, y al contrario de lo que ha pasado en casi todo el resto de la película, el montaje es lo que le da su fuerza: hay una sincronía entre la velocidad de los cortes, que logran escenas de riesgo extendidas, y el tono de cada acción, que aumenta el suspenso. Solo crece el rencor por todo lo que no comparte este refinamiento en Sentencia final.

Resumir una película en una evaluación es tentador y común —hasta los intelectuales de Cahiers du cinéma lo hicieron—, pero es siempre una medición mutable y caprichosa. Un veredicto sobre el desastre que representa o no Sentencia final me sería complicado, además, porque aquello que empieza mal termina bien, y uno no califica al principio sino hasta que aparecen los créditos, cuando las emociones se juntan. Así como Tom Cruise es una figura imposible de resumir en un solo juicio, su película es para mí algo inestable y ambivalente: es y no es un regreso a los orígenes del cine; es y no es una expresión de nuestros malestares cinematográficos. Quizá sea y luego resulte no ser una despedida. En fin, solo puedo decir con seguridad que Sentencia final representa un embutido de lo que puede ser el cine y de lo que no necesita ser. 

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La última entrega de Tom Cruise como Ethan Hunt prometía un fastuoso cierre de la saga; en cambio, ofrece un cúmulo de carencias y virtudes del cine de acción.

A mucha gente le parece extraña la admiración que le dedica la cinefilia a Tom Cruise. Lo sé porque hace unos años yo estaba en el bando escéptico. Ciego por la desconfianza al cine popular —por el elitismo, pues—, no había entendido la importancia de este, y en especial de la franquicia Misión imposible. Escogí, en aquel entonces, ver a Cruise desde una perspectiva más politizada: él significaba  no más que el cienciólogo que hacía lo posible por controlar su rabia cuando lo enfrentaban los periodistas respecto a su Iglesia, o la estrella de Top Gun (1986), una película tan obsesionada con el cuerpo masculino y sus capacidades para la guerra —y que fetichiza de la misma forma a las máquinas de matar—, que fue reclamada contradictoriamente por los fascistas y los gays. El punto es que Cruise carecía de equilibrio; era una estampa siniestra que, una vez entendido su valor cinematográfico, no dejó de ser ninguna de estas cosas, pero empezó a abarcar también otras. En palabras de Nicanor Parra, Cruise es, como todos, un embutido de ángel y bestia.

Bajo una mirada juiciosa, Cruise es políticamente más complicado de lo que permiten ver sus años de sincronía con el imaginario reaganiano: como ya lo escribí hace unas semanas, su filmografía contiene a menudo actos de desobediencia y enfrentamiento con la misma mitología que ayudó a construir. A lo largo de las ocho entregas de Misión imposible se percibe al omnipotente Cruise/Ethan Hunt como la conciencia moral de la nación, quien desobedece a la CIA y se rehúsa a entregarle el poder absoluto de la inteligencia artificial conocida como la Entidad al gobierno estadounidense. Definitivamente hay algo megalómano en esta fantasía, pero también hay, siquiera, una sana desconfianza a las instituciones y una tibia pero perceptible crítica al neofascismo, apoyado por las redes sociales mediante la manipulación de datos e imágenes.

Lo más importante para lo que se nos convoca en una reseña cinematográfica es el cine, y en ese sentido el rol de Cruise como productor de Misión imposible es uno de valentía ante el abismo que significan las imágenes comerciales de nuestro tiempo. Hace poco el actor argentino Nahuel Pérez Biscayart denunció en una entrega de premios al cine que narra “cuentitos”. ¡Pero si John Ford los narraba! Y también Howard Hawks y Emilio Fernández y Alfred Hitchcock e Ida Lupino y Hugo Fregonese. El problema no es que el cine narre, sino cómo, y por esta razón Cruise contrató para su franquicia a dos de los artistas más absolutamente idiosincrásicos de Hollywood: Brian De Palma y John Woo, quienes dirigieron los dos primeros capítulos. En ese entonces, Misión imposible se comportó como el teatro griego: cada cineasta tuvo su Ethan Hunt, así como cada dramaturgo tuvo su Edipo o su Antígona. El de De Palma fue un espía enfrentado a un misterio internacional; el de Woo, un bailarín armado con una pistola inagotable en cada mano. Ambos cineastas expresaron con libertad suficiente sus estilos de poesía populachera y visualmente arrebatadora.

Más adelante vino la búsqueda de un director que le permitiera a Cruise arriesgarse ya no tanto en el sentido de la idiosincrasia audiovisual, sino a partir del realismo entendido como imágenes que no solo fabricaran una ilusión de peligro: que mostraran riesgo y dolor auténticos, a la manera de un documental. Esta temporada, ya permanente, fue un regreso al cine de Buster Keaton y Douglas Fairbanks, que bien pudieron haber dado la vida por el cine pero corrieron con más suerte que medidas de seguridad. Aquel plano de Repercusión (Mission: Impossible -  Fallout, 2018) en el que Cruise se parte una pierna brincando de un techo a otro es mucho más que un accidente: es un homenaje a las incontables fracturas de Keaton, un modo de ponerse a su lado en el panteón cinematográfico. Algo hay hasta de performance sobre la omnipotencia del propio Cruise cuando logra subir el techo y cojea como si hubiera sufrido una herida menor. 

Por todas estas razones, el cierre de la franquicia debía ser majestuoso, histórico. Al menos poco más de una hora me parece algo así, pero antes de llegar a eso, la otra hora y media hornea una traición: Misión imposible: Sentencia final (Mission: Impossible - The Final Reckoning, 2025) anula a personajes del episodio previo, se inventa, para otros, circunstancias de las que no teníamos idea, y simplemente le da igual resolver un preludio sobre la vida de Ethan Hunt esbozado en Sentencia mortal: Parte 1 (Mission: Impossible - Dead Reckoning Part One, 2023). El capítulo final ni siquiera se llama en inglés Dead Reckoning Part Two, como si existiera una vergüenza por la película previa, que no atrajo las mejores críticas aunque a algunos nos pareció inolvidable. Claramente existe un deseo por distraer al público de lo que no funcionó como mercancía (Sentencia mortal apenas si recuperó su presupuesto) para vender este otro producto que, salvo por sus mejores momentos, es una capitulación ante la mentalidad comercial. Es verdad que siempre hubo un deseo natural de sacarle ganancia al espectáculo, pero se equilibraba la codicia con los riesgos que Cruise y el resto de la producción se solían permitir. 

Donde se evidencia más la derrota es en la narración televisiva de buena parte del metraje, que me obliga a insistir en la traición: Cruise, quien tenía la misión de salvar el cine (o de salvar las películas, para traducir con más precisión la frase “save the movies”, que alude al cine popular), ha entregado su franquicia a los modos más burdos de la narración audiovisual contemporánea. Y ni eso. Si la televisión es generalmente una serie de imágenes decorativas para ilustrar guiones, sus ejemplos más valiosos podrán carecer de sofisticación audiovisual pero narran tan bien sus tramas como las mejores novelas clásicas. Sentencia final, en cambio, suele resolver lagunas con recapitulaciones: la Entidad, que apareció por primera vez en Sentencia mortal, resulta ser producto de Misión imposible III (Mission: Impossible III, 2006), y para probarlo se atraviesan imágenes de aquella. El colmo es cuando, para no desorientarnos, volvemos a ver metraje de Sentencia mortal, una película de hace apenas dos años que difícilmente se le habrá olvidado a los espectadores. No solo pesa el didacticismo de personajes que se explican entre sí lo que ya deberían de saber, sino que hay una tentación de nostalgia expresada a partir de técnicas que menosprecian al público y su entendimiento. 

William Dunloe (Rolf Saxon), el programador al que Ethan Hunt y su equipo le provocaron un malestar estomacal en la primera Misión imposible (Mission: Impossible, 1996), vuelve y nos recuerda quién es al mencionar su crisis profesional de 1996. Seguimos frente a una técnica expositiva aunque esta evita ser tan obvia como otros fragmentos repletos de imágenes que hacen un autohomenaje incómodo. La aparición de Henry Czerny como Kittridge en la anterior Sentencia mortal —otro personaje de la película de De Palma— apenas si requirió de pronunciar su nombre para entender quién era. Es comprensible que en la que debería ser la despedida de Tom Cruise del papel de Ethan Hunt se remita a las otras películas: David Cronenberg, Martin Scorsese y Francis Ford Coppola han aludido en su vejez a sus propias filmografías, pero Sentencia final es más bien el producto de malas decisiones de escritura y montaje, expresadas en otros disparates.

Resulta que la línea de tiempo entre las dos Sentencias es de solo dos meses, pero en ese periodo durante el cual los personajes siguen buscando cómo destruir a la Entidad, Luther (Ving Rhames) se ha enfermado de algo que no se explica, no hay ni mención de la Viuda Blanca (Vanessa Kirby) y, lo más frustrante: nunca averiguamos cuál era el vínculo entre el villano Gabriel (Esai Morales) y el joven Ethan Hunt —sugerido primero en Sentencia mortal— aunque se vuelve a insistir en el asesinato misterioso de una misteriosa mujer que llevó a Hunt a pertenecer a la misteriosa Fuerza de Misión Imposible. Para ser una película tan dominada por las explicaciones, estos agujeros son evidentes de una hechura al vapor o de una severa mutilación en la sala de montaje. 

Hay, pues, demasiada traición —a la franquicia, a los admiradores, al cine mismo— hasta que de repente ya no. Sentencia final es, en ese sentido, no la segunda de dos películas, sino dos expresiones del cine contenidas en un solo metraje de casi tres horas: la primera es un resumen incoherente e innecesario (Misión imposible: El repaso final); la segunda es todo lo que ha hecho a Tom Cruise —y por añadidura a su director y guionista Christopher McQuarrie— una figura tan especial: el realismo cinematográfico. 

McQuarrie entró como director desde la película que más me disgusta, Nación secreta (Mission: Impossible - Rogue Nation, 2015). Si en la anterior a aquella, Protocolo fantasma (Mission: Impossible - Ghost Protocol, 2011), Brad Bird había filmado imágenes de Cruise escalando el edificio más alto del mundo, en esta otra había una escena de riesgo submarino manipulada con efectos digitales que echó abajo lo que empezaba a construir la franquicia. Nación secreta es un tropiezo que McQuarrie y Cruise rebasaron con la pierna rota de Repercusión y con su cacería asombrosa a bordo de un helicóptero piloteado por el propio actor. Como en las películas de Keaton y Fairbanks, uno no siente temor por el ficticio Ethan Hunt sino por Cruise, que gracias a una cámara colocada frente a la cabina se ve controlando el armatoste. Ese McQuarrie y ese Cruise llegan a salvarse de sus agravios como narradores al cierre de Sentencia final.

No vale la pena revelar demasiado, ni hay mucho que pueda hacer —aparte de describir— para capturar los momentos más importantes de la película. Bien dice el director iraní Jafar Panahi, en Esto no es una película (In film nist, 2011), que si el cine pudiera contarse no habría necesidad de filmarlo. Tal vez sería importante, en todo caso, subrayar la imaginación espacial involucrada en una escena bajo el agua: Ethan Hunt logra entrar al submarino que contiene una pieza clave para destruir a la Entidad. La tensión se va produciendo gracias al movimiento de la nave hundida, la ausencia de escapes y los restos del submarino que estorban la salida de Hunt. Estas no son cosas que se puedan imaginar de la nada, sino que se crean a partir de una observación de los entornos. Las imágenes del realismo no se escriben o se diseñan: se encuentran. La última persecución de Ethan Hunt es efecto puro, y al contrario de lo que ha pasado en casi todo el resto de la película, el montaje es lo que le da su fuerza: hay una sincronía entre la velocidad de los cortes, que logran escenas de riesgo extendidas, y el tono de cada acción, que aumenta el suspenso. Solo crece el rencor por todo lo que no comparte este refinamiento en Sentencia final.

Resumir una película en una evaluación es tentador y común —hasta los intelectuales de Cahiers du cinéma lo hicieron—, pero es siempre una medición mutable y caprichosa. Un veredicto sobre el desastre que representa o no Sentencia final me sería complicado, además, porque aquello que empieza mal termina bien, y uno no califica al principio sino hasta que aparecen los créditos, cuando las emociones se juntan. Así como Tom Cruise es una figura imposible de resumir en un solo juicio, su película es para mí algo inestable y ambivalente: es y no es un regreso a los orígenes del cine; es y no es una expresión de nuestros malestares cinematográficos. Quizá sea y luego resulte no ser una despedida. En fin, solo puedo decir con seguridad que Sentencia final representa un embutido de lo que puede ser el cine y de lo que no necesita ser. 

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Tiempo de Lectura: 00 min

La última entrega de Tom Cruise como Ethan Hunt prometía un fastuoso cierre de la saga; en cambio, ofrece un cúmulo de carencias y virtudes del cine de acción.

A mucha gente le parece extraña la admiración que le dedica la cinefilia a Tom Cruise. Lo sé porque hace unos años yo estaba en el bando escéptico. Ciego por la desconfianza al cine popular —por el elitismo, pues—, no había entendido la importancia de este, y en especial de la franquicia Misión imposible. Escogí, en aquel entonces, ver a Cruise desde una perspectiva más politizada: él significaba  no más que el cienciólogo que hacía lo posible por controlar su rabia cuando lo enfrentaban los periodistas respecto a su Iglesia, o la estrella de Top Gun (1986), una película tan obsesionada con el cuerpo masculino y sus capacidades para la guerra —y que fetichiza de la misma forma a las máquinas de matar—, que fue reclamada contradictoriamente por los fascistas y los gays. El punto es que Cruise carecía de equilibrio; era una estampa siniestra que, una vez entendido su valor cinematográfico, no dejó de ser ninguna de estas cosas, pero empezó a abarcar también otras. En palabras de Nicanor Parra, Cruise es, como todos, un embutido de ángel y bestia.

Bajo una mirada juiciosa, Cruise es políticamente más complicado de lo que permiten ver sus años de sincronía con el imaginario reaganiano: como ya lo escribí hace unas semanas, su filmografía contiene a menudo actos de desobediencia y enfrentamiento con la misma mitología que ayudó a construir. A lo largo de las ocho entregas de Misión imposible se percibe al omnipotente Cruise/Ethan Hunt como la conciencia moral de la nación, quien desobedece a la CIA y se rehúsa a entregarle el poder absoluto de la inteligencia artificial conocida como la Entidad al gobierno estadounidense. Definitivamente hay algo megalómano en esta fantasía, pero también hay, siquiera, una sana desconfianza a las instituciones y una tibia pero perceptible crítica al neofascismo, apoyado por las redes sociales mediante la manipulación de datos e imágenes.

Lo más importante para lo que se nos convoca en una reseña cinematográfica es el cine, y en ese sentido el rol de Cruise como productor de Misión imposible es uno de valentía ante el abismo que significan las imágenes comerciales de nuestro tiempo. Hace poco el actor argentino Nahuel Pérez Biscayart denunció en una entrega de premios al cine que narra “cuentitos”. ¡Pero si John Ford los narraba! Y también Howard Hawks y Emilio Fernández y Alfred Hitchcock e Ida Lupino y Hugo Fregonese. El problema no es que el cine narre, sino cómo, y por esta razón Cruise contrató para su franquicia a dos de los artistas más absolutamente idiosincrásicos de Hollywood: Brian De Palma y John Woo, quienes dirigieron los dos primeros capítulos. En ese entonces, Misión imposible se comportó como el teatro griego: cada cineasta tuvo su Ethan Hunt, así como cada dramaturgo tuvo su Edipo o su Antígona. El de De Palma fue un espía enfrentado a un misterio internacional; el de Woo, un bailarín armado con una pistola inagotable en cada mano. Ambos cineastas expresaron con libertad suficiente sus estilos de poesía populachera y visualmente arrebatadora.

Más adelante vino la búsqueda de un director que le permitiera a Cruise arriesgarse ya no tanto en el sentido de la idiosincrasia audiovisual, sino a partir del realismo entendido como imágenes que no solo fabricaran una ilusión de peligro: que mostraran riesgo y dolor auténticos, a la manera de un documental. Esta temporada, ya permanente, fue un regreso al cine de Buster Keaton y Douglas Fairbanks, que bien pudieron haber dado la vida por el cine pero corrieron con más suerte que medidas de seguridad. Aquel plano de Repercusión (Mission: Impossible -  Fallout, 2018) en el que Cruise se parte una pierna brincando de un techo a otro es mucho más que un accidente: es un homenaje a las incontables fracturas de Keaton, un modo de ponerse a su lado en el panteón cinematográfico. Algo hay hasta de performance sobre la omnipotencia del propio Cruise cuando logra subir el techo y cojea como si hubiera sufrido una herida menor. 

Por todas estas razones, el cierre de la franquicia debía ser majestuoso, histórico. Al menos poco más de una hora me parece algo así, pero antes de llegar a eso, la otra hora y media hornea una traición: Misión imposible: Sentencia final (Mission: Impossible - The Final Reckoning, 2025) anula a personajes del episodio previo, se inventa, para otros, circunstancias de las que no teníamos idea, y simplemente le da igual resolver un preludio sobre la vida de Ethan Hunt esbozado en Sentencia mortal: Parte 1 (Mission: Impossible - Dead Reckoning Part One, 2023). El capítulo final ni siquiera se llama en inglés Dead Reckoning Part Two, como si existiera una vergüenza por la película previa, que no atrajo las mejores críticas aunque a algunos nos pareció inolvidable. Claramente existe un deseo por distraer al público de lo que no funcionó como mercancía (Sentencia mortal apenas si recuperó su presupuesto) para vender este otro producto que, salvo por sus mejores momentos, es una capitulación ante la mentalidad comercial. Es verdad que siempre hubo un deseo natural de sacarle ganancia al espectáculo, pero se equilibraba la codicia con los riesgos que Cruise y el resto de la producción se solían permitir. 

Donde se evidencia más la derrota es en la narración televisiva de buena parte del metraje, que me obliga a insistir en la traición: Cruise, quien tenía la misión de salvar el cine (o de salvar las películas, para traducir con más precisión la frase “save the movies”, que alude al cine popular), ha entregado su franquicia a los modos más burdos de la narración audiovisual contemporánea. Y ni eso. Si la televisión es generalmente una serie de imágenes decorativas para ilustrar guiones, sus ejemplos más valiosos podrán carecer de sofisticación audiovisual pero narran tan bien sus tramas como las mejores novelas clásicas. Sentencia final, en cambio, suele resolver lagunas con recapitulaciones: la Entidad, que apareció por primera vez en Sentencia mortal, resulta ser producto de Misión imposible III (Mission: Impossible III, 2006), y para probarlo se atraviesan imágenes de aquella. El colmo es cuando, para no desorientarnos, volvemos a ver metraje de Sentencia mortal, una película de hace apenas dos años que difícilmente se le habrá olvidado a los espectadores. No solo pesa el didacticismo de personajes que se explican entre sí lo que ya deberían de saber, sino que hay una tentación de nostalgia expresada a partir de técnicas que menosprecian al público y su entendimiento. 

William Dunloe (Rolf Saxon), el programador al que Ethan Hunt y su equipo le provocaron un malestar estomacal en la primera Misión imposible (Mission: Impossible, 1996), vuelve y nos recuerda quién es al mencionar su crisis profesional de 1996. Seguimos frente a una técnica expositiva aunque esta evita ser tan obvia como otros fragmentos repletos de imágenes que hacen un autohomenaje incómodo. La aparición de Henry Czerny como Kittridge en la anterior Sentencia mortal —otro personaje de la película de De Palma— apenas si requirió de pronunciar su nombre para entender quién era. Es comprensible que en la que debería ser la despedida de Tom Cruise del papel de Ethan Hunt se remita a las otras películas: David Cronenberg, Martin Scorsese y Francis Ford Coppola han aludido en su vejez a sus propias filmografías, pero Sentencia final es más bien el producto de malas decisiones de escritura y montaje, expresadas en otros disparates.

Resulta que la línea de tiempo entre las dos Sentencias es de solo dos meses, pero en ese periodo durante el cual los personajes siguen buscando cómo destruir a la Entidad, Luther (Ving Rhames) se ha enfermado de algo que no se explica, no hay ni mención de la Viuda Blanca (Vanessa Kirby) y, lo más frustrante: nunca averiguamos cuál era el vínculo entre el villano Gabriel (Esai Morales) y el joven Ethan Hunt —sugerido primero en Sentencia mortal— aunque se vuelve a insistir en el asesinato misterioso de una misteriosa mujer que llevó a Hunt a pertenecer a la misteriosa Fuerza de Misión Imposible. Para ser una película tan dominada por las explicaciones, estos agujeros son evidentes de una hechura al vapor o de una severa mutilación en la sala de montaje. 

Hay, pues, demasiada traición —a la franquicia, a los admiradores, al cine mismo— hasta que de repente ya no. Sentencia final es, en ese sentido, no la segunda de dos películas, sino dos expresiones del cine contenidas en un solo metraje de casi tres horas: la primera es un resumen incoherente e innecesario (Misión imposible: El repaso final); la segunda es todo lo que ha hecho a Tom Cruise —y por añadidura a su director y guionista Christopher McQuarrie— una figura tan especial: el realismo cinematográfico. 

McQuarrie entró como director desde la película que más me disgusta, Nación secreta (Mission: Impossible - Rogue Nation, 2015). Si en la anterior a aquella, Protocolo fantasma (Mission: Impossible - Ghost Protocol, 2011), Brad Bird había filmado imágenes de Cruise escalando el edificio más alto del mundo, en esta otra había una escena de riesgo submarino manipulada con efectos digitales que echó abajo lo que empezaba a construir la franquicia. Nación secreta es un tropiezo que McQuarrie y Cruise rebasaron con la pierna rota de Repercusión y con su cacería asombrosa a bordo de un helicóptero piloteado por el propio actor. Como en las películas de Keaton y Fairbanks, uno no siente temor por el ficticio Ethan Hunt sino por Cruise, que gracias a una cámara colocada frente a la cabina se ve controlando el armatoste. Ese McQuarrie y ese Cruise llegan a salvarse de sus agravios como narradores al cierre de Sentencia final.

No vale la pena revelar demasiado, ni hay mucho que pueda hacer —aparte de describir— para capturar los momentos más importantes de la película. Bien dice el director iraní Jafar Panahi, en Esto no es una película (In film nist, 2011), que si el cine pudiera contarse no habría necesidad de filmarlo. Tal vez sería importante, en todo caso, subrayar la imaginación espacial involucrada en una escena bajo el agua: Ethan Hunt logra entrar al submarino que contiene una pieza clave para destruir a la Entidad. La tensión se va produciendo gracias al movimiento de la nave hundida, la ausencia de escapes y los restos del submarino que estorban la salida de Hunt. Estas no son cosas que se puedan imaginar de la nada, sino que se crean a partir de una observación de los entornos. Las imágenes del realismo no se escriben o se diseñan: se encuentran. La última persecución de Ethan Hunt es efecto puro, y al contrario de lo que ha pasado en casi todo el resto de la película, el montaje es lo que le da su fuerza: hay una sincronía entre la velocidad de los cortes, que logran escenas de riesgo extendidas, y el tono de cada acción, que aumenta el suspenso. Solo crece el rencor por todo lo que no comparte este refinamiento en Sentencia final.

Resumir una película en una evaluación es tentador y común —hasta los intelectuales de Cahiers du cinéma lo hicieron—, pero es siempre una medición mutable y caprichosa. Un veredicto sobre el desastre que representa o no Sentencia final me sería complicado, además, porque aquello que empieza mal termina bien, y uno no califica al principio sino hasta que aparecen los créditos, cuando las emociones se juntan. Así como Tom Cruise es una figura imposible de resumir en un solo juicio, su película es para mí algo inestable y ambivalente: es y no es un regreso a los orígenes del cine; es y no es una expresión de nuestros malestares cinematográficos. Quizá sea y luego resulte no ser una despedida. En fin, solo puedo decir con seguridad que Sentencia final representa un embutido de lo que puede ser el cine y de lo que no necesita ser. 

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<i>Misión imposible: Sentencia final</i>, un tibio adiós a Ethan Hunt

<i>Misión imposible: Sentencia final</i>, un tibio adiós a Ethan Hunt

24
.
05
.
25
2025
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
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La última entrega de Tom Cruise como Ethan Hunt prometía un fastuoso cierre de la saga; en cambio, ofrece un cúmulo de carencias y virtudes del cine de acción.

A mucha gente le parece extraña la admiración que le dedica la cinefilia a Tom Cruise. Lo sé porque hace unos años yo estaba en el bando escéptico. Ciego por la desconfianza al cine popular —por el elitismo, pues—, no había entendido la importancia de este, y en especial de la franquicia Misión imposible. Escogí, en aquel entonces, ver a Cruise desde una perspectiva más politizada: él significaba  no más que el cienciólogo que hacía lo posible por controlar su rabia cuando lo enfrentaban los periodistas respecto a su Iglesia, o la estrella de Top Gun (1986), una película tan obsesionada con el cuerpo masculino y sus capacidades para la guerra —y que fetichiza de la misma forma a las máquinas de matar—, que fue reclamada contradictoriamente por los fascistas y los gays. El punto es que Cruise carecía de equilibrio; era una estampa siniestra que, una vez entendido su valor cinematográfico, no dejó de ser ninguna de estas cosas, pero empezó a abarcar también otras. En palabras de Nicanor Parra, Cruise es, como todos, un embutido de ángel y bestia.

Bajo una mirada juiciosa, Cruise es políticamente más complicado de lo que permiten ver sus años de sincronía con el imaginario reaganiano: como ya lo escribí hace unas semanas, su filmografía contiene a menudo actos de desobediencia y enfrentamiento con la misma mitología que ayudó a construir. A lo largo de las ocho entregas de Misión imposible se percibe al omnipotente Cruise/Ethan Hunt como la conciencia moral de la nación, quien desobedece a la CIA y se rehúsa a entregarle el poder absoluto de la inteligencia artificial conocida como la Entidad al gobierno estadounidense. Definitivamente hay algo megalómano en esta fantasía, pero también hay, siquiera, una sana desconfianza a las instituciones y una tibia pero perceptible crítica al neofascismo, apoyado por las redes sociales mediante la manipulación de datos e imágenes.

Lo más importante para lo que se nos convoca en una reseña cinematográfica es el cine, y en ese sentido el rol de Cruise como productor de Misión imposible es uno de valentía ante el abismo que significan las imágenes comerciales de nuestro tiempo. Hace poco el actor argentino Nahuel Pérez Biscayart denunció en una entrega de premios al cine que narra “cuentitos”. ¡Pero si John Ford los narraba! Y también Howard Hawks y Emilio Fernández y Alfred Hitchcock e Ida Lupino y Hugo Fregonese. El problema no es que el cine narre, sino cómo, y por esta razón Cruise contrató para su franquicia a dos de los artistas más absolutamente idiosincrásicos de Hollywood: Brian De Palma y John Woo, quienes dirigieron los dos primeros capítulos. En ese entonces, Misión imposible se comportó como el teatro griego: cada cineasta tuvo su Ethan Hunt, así como cada dramaturgo tuvo su Edipo o su Antígona. El de De Palma fue un espía enfrentado a un misterio internacional; el de Woo, un bailarín armado con una pistola inagotable en cada mano. Ambos cineastas expresaron con libertad suficiente sus estilos de poesía populachera y visualmente arrebatadora.

Más adelante vino la búsqueda de un director que le permitiera a Cruise arriesgarse ya no tanto en el sentido de la idiosincrasia audiovisual, sino a partir del realismo entendido como imágenes que no solo fabricaran una ilusión de peligro: que mostraran riesgo y dolor auténticos, a la manera de un documental. Esta temporada, ya permanente, fue un regreso al cine de Buster Keaton y Douglas Fairbanks, que bien pudieron haber dado la vida por el cine pero corrieron con más suerte que medidas de seguridad. Aquel plano de Repercusión (Mission: Impossible -  Fallout, 2018) en el que Cruise se parte una pierna brincando de un techo a otro es mucho más que un accidente: es un homenaje a las incontables fracturas de Keaton, un modo de ponerse a su lado en el panteón cinematográfico. Algo hay hasta de performance sobre la omnipotencia del propio Cruise cuando logra subir el techo y cojea como si hubiera sufrido una herida menor. 

Por todas estas razones, el cierre de la franquicia debía ser majestuoso, histórico. Al menos poco más de una hora me parece algo así, pero antes de llegar a eso, la otra hora y media hornea una traición: Misión imposible: Sentencia final (Mission: Impossible - The Final Reckoning, 2025) anula a personajes del episodio previo, se inventa, para otros, circunstancias de las que no teníamos idea, y simplemente le da igual resolver un preludio sobre la vida de Ethan Hunt esbozado en Sentencia mortal: Parte 1 (Mission: Impossible - Dead Reckoning Part One, 2023). El capítulo final ni siquiera se llama en inglés Dead Reckoning Part Two, como si existiera una vergüenza por la película previa, que no atrajo las mejores críticas aunque a algunos nos pareció inolvidable. Claramente existe un deseo por distraer al público de lo que no funcionó como mercancía (Sentencia mortal apenas si recuperó su presupuesto) para vender este otro producto que, salvo por sus mejores momentos, es una capitulación ante la mentalidad comercial. Es verdad que siempre hubo un deseo natural de sacarle ganancia al espectáculo, pero se equilibraba la codicia con los riesgos que Cruise y el resto de la producción se solían permitir. 

Donde se evidencia más la derrota es en la narración televisiva de buena parte del metraje, que me obliga a insistir en la traición: Cruise, quien tenía la misión de salvar el cine (o de salvar las películas, para traducir con más precisión la frase “save the movies”, que alude al cine popular), ha entregado su franquicia a los modos más burdos de la narración audiovisual contemporánea. Y ni eso. Si la televisión es generalmente una serie de imágenes decorativas para ilustrar guiones, sus ejemplos más valiosos podrán carecer de sofisticación audiovisual pero narran tan bien sus tramas como las mejores novelas clásicas. Sentencia final, en cambio, suele resolver lagunas con recapitulaciones: la Entidad, que apareció por primera vez en Sentencia mortal, resulta ser producto de Misión imposible III (Mission: Impossible III, 2006), y para probarlo se atraviesan imágenes de aquella. El colmo es cuando, para no desorientarnos, volvemos a ver metraje de Sentencia mortal, una película de hace apenas dos años que difícilmente se le habrá olvidado a los espectadores. No solo pesa el didacticismo de personajes que se explican entre sí lo que ya deberían de saber, sino que hay una tentación de nostalgia expresada a partir de técnicas que menosprecian al público y su entendimiento. 

William Dunloe (Rolf Saxon), el programador al que Ethan Hunt y su equipo le provocaron un malestar estomacal en la primera Misión imposible (Mission: Impossible, 1996), vuelve y nos recuerda quién es al mencionar su crisis profesional de 1996. Seguimos frente a una técnica expositiva aunque esta evita ser tan obvia como otros fragmentos repletos de imágenes que hacen un autohomenaje incómodo. La aparición de Henry Czerny como Kittridge en la anterior Sentencia mortal —otro personaje de la película de De Palma— apenas si requirió de pronunciar su nombre para entender quién era. Es comprensible que en la que debería ser la despedida de Tom Cruise del papel de Ethan Hunt se remita a las otras películas: David Cronenberg, Martin Scorsese y Francis Ford Coppola han aludido en su vejez a sus propias filmografías, pero Sentencia final es más bien el producto de malas decisiones de escritura y montaje, expresadas en otros disparates.

Resulta que la línea de tiempo entre las dos Sentencias es de solo dos meses, pero en ese periodo durante el cual los personajes siguen buscando cómo destruir a la Entidad, Luther (Ving Rhames) se ha enfermado de algo que no se explica, no hay ni mención de la Viuda Blanca (Vanessa Kirby) y, lo más frustrante: nunca averiguamos cuál era el vínculo entre el villano Gabriel (Esai Morales) y el joven Ethan Hunt —sugerido primero en Sentencia mortal— aunque se vuelve a insistir en el asesinato misterioso de una misteriosa mujer que llevó a Hunt a pertenecer a la misteriosa Fuerza de Misión Imposible. Para ser una película tan dominada por las explicaciones, estos agujeros son evidentes de una hechura al vapor o de una severa mutilación en la sala de montaje. 

Hay, pues, demasiada traición —a la franquicia, a los admiradores, al cine mismo— hasta que de repente ya no. Sentencia final es, en ese sentido, no la segunda de dos películas, sino dos expresiones del cine contenidas en un solo metraje de casi tres horas: la primera es un resumen incoherente e innecesario (Misión imposible: El repaso final); la segunda es todo lo que ha hecho a Tom Cruise —y por añadidura a su director y guionista Christopher McQuarrie— una figura tan especial: el realismo cinematográfico. 

McQuarrie entró como director desde la película que más me disgusta, Nación secreta (Mission: Impossible - Rogue Nation, 2015). Si en la anterior a aquella, Protocolo fantasma (Mission: Impossible - Ghost Protocol, 2011), Brad Bird había filmado imágenes de Cruise escalando el edificio más alto del mundo, en esta otra había una escena de riesgo submarino manipulada con efectos digitales que echó abajo lo que empezaba a construir la franquicia. Nación secreta es un tropiezo que McQuarrie y Cruise rebasaron con la pierna rota de Repercusión y con su cacería asombrosa a bordo de un helicóptero piloteado por el propio actor. Como en las películas de Keaton y Fairbanks, uno no siente temor por el ficticio Ethan Hunt sino por Cruise, que gracias a una cámara colocada frente a la cabina se ve controlando el armatoste. Ese McQuarrie y ese Cruise llegan a salvarse de sus agravios como narradores al cierre de Sentencia final.

No vale la pena revelar demasiado, ni hay mucho que pueda hacer —aparte de describir— para capturar los momentos más importantes de la película. Bien dice el director iraní Jafar Panahi, en Esto no es una película (In film nist, 2011), que si el cine pudiera contarse no habría necesidad de filmarlo. Tal vez sería importante, en todo caso, subrayar la imaginación espacial involucrada en una escena bajo el agua: Ethan Hunt logra entrar al submarino que contiene una pieza clave para destruir a la Entidad. La tensión se va produciendo gracias al movimiento de la nave hundida, la ausencia de escapes y los restos del submarino que estorban la salida de Hunt. Estas no son cosas que se puedan imaginar de la nada, sino que se crean a partir de una observación de los entornos. Las imágenes del realismo no se escriben o se diseñan: se encuentran. La última persecución de Ethan Hunt es efecto puro, y al contrario de lo que ha pasado en casi todo el resto de la película, el montaje es lo que le da su fuerza: hay una sincronía entre la velocidad de los cortes, que logran escenas de riesgo extendidas, y el tono de cada acción, que aumenta el suspenso. Solo crece el rencor por todo lo que no comparte este refinamiento en Sentencia final.

Resumir una película en una evaluación es tentador y común —hasta los intelectuales de Cahiers du cinéma lo hicieron—, pero es siempre una medición mutable y caprichosa. Un veredicto sobre el desastre que representa o no Sentencia final me sería complicado, además, porque aquello que empieza mal termina bien, y uno no califica al principio sino hasta que aparecen los créditos, cuando las emociones se juntan. Así como Tom Cruise es una figura imposible de resumir en un solo juicio, su película es para mí algo inestable y ambivalente: es y no es un regreso a los orígenes del cine; es y no es una expresión de nuestros malestares cinematográficos. Quizá sea y luego resulte no ser una despedida. En fin, solo puedo decir con seguridad que Sentencia final representa un embutido de lo que puede ser el cine y de lo que no necesita ser. 

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La última entrega de Tom Cruise como Ethan Hunt prometía un fastuoso cierre de la saga; en cambio, ofrece un cúmulo de carencias y virtudes del cine de acción.

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Traducción de

A mucha gente le parece extraña la admiración que le dedica la cinefilia a Tom Cruise. Lo sé porque hace unos años yo estaba en el bando escéptico. Ciego por la desconfianza al cine popular —por el elitismo, pues—, no había entendido la importancia de este, y en especial de la franquicia Misión imposible. Escogí, en aquel entonces, ver a Cruise desde una perspectiva más politizada: él significaba  no más que el cienciólogo que hacía lo posible por controlar su rabia cuando lo enfrentaban los periodistas respecto a su Iglesia, o la estrella de Top Gun (1986), una película tan obsesionada con el cuerpo masculino y sus capacidades para la guerra —y que fetichiza de la misma forma a las máquinas de matar—, que fue reclamada contradictoriamente por los fascistas y los gays. El punto es que Cruise carecía de equilibrio; era una estampa siniestra que, una vez entendido su valor cinematográfico, no dejó de ser ninguna de estas cosas, pero empezó a abarcar también otras. En palabras de Nicanor Parra, Cruise es, como todos, un embutido de ángel y bestia.

Bajo una mirada juiciosa, Cruise es políticamente más complicado de lo que permiten ver sus años de sincronía con el imaginario reaganiano: como ya lo escribí hace unas semanas, su filmografía contiene a menudo actos de desobediencia y enfrentamiento con la misma mitología que ayudó a construir. A lo largo de las ocho entregas de Misión imposible se percibe al omnipotente Cruise/Ethan Hunt como la conciencia moral de la nación, quien desobedece a la CIA y se rehúsa a entregarle el poder absoluto de la inteligencia artificial conocida como la Entidad al gobierno estadounidense. Definitivamente hay algo megalómano en esta fantasía, pero también hay, siquiera, una sana desconfianza a las instituciones y una tibia pero perceptible crítica al neofascismo, apoyado por las redes sociales mediante la manipulación de datos e imágenes.

Lo más importante para lo que se nos convoca en una reseña cinematográfica es el cine, y en ese sentido el rol de Cruise como productor de Misión imposible es uno de valentía ante el abismo que significan las imágenes comerciales de nuestro tiempo. Hace poco el actor argentino Nahuel Pérez Biscayart denunció en una entrega de premios al cine que narra “cuentitos”. ¡Pero si John Ford los narraba! Y también Howard Hawks y Emilio Fernández y Alfred Hitchcock e Ida Lupino y Hugo Fregonese. El problema no es que el cine narre, sino cómo, y por esta razón Cruise contrató para su franquicia a dos de los artistas más absolutamente idiosincrásicos de Hollywood: Brian De Palma y John Woo, quienes dirigieron los dos primeros capítulos. En ese entonces, Misión imposible se comportó como el teatro griego: cada cineasta tuvo su Ethan Hunt, así como cada dramaturgo tuvo su Edipo o su Antígona. El de De Palma fue un espía enfrentado a un misterio internacional; el de Woo, un bailarín armado con una pistola inagotable en cada mano. Ambos cineastas expresaron con libertad suficiente sus estilos de poesía populachera y visualmente arrebatadora.

Más adelante vino la búsqueda de un director que le permitiera a Cruise arriesgarse ya no tanto en el sentido de la idiosincrasia audiovisual, sino a partir del realismo entendido como imágenes que no solo fabricaran una ilusión de peligro: que mostraran riesgo y dolor auténticos, a la manera de un documental. Esta temporada, ya permanente, fue un regreso al cine de Buster Keaton y Douglas Fairbanks, que bien pudieron haber dado la vida por el cine pero corrieron con más suerte que medidas de seguridad. Aquel plano de Repercusión (Mission: Impossible -  Fallout, 2018) en el que Cruise se parte una pierna brincando de un techo a otro es mucho más que un accidente: es un homenaje a las incontables fracturas de Keaton, un modo de ponerse a su lado en el panteón cinematográfico. Algo hay hasta de performance sobre la omnipotencia del propio Cruise cuando logra subir el techo y cojea como si hubiera sufrido una herida menor. 

Por todas estas razones, el cierre de la franquicia debía ser majestuoso, histórico. Al menos poco más de una hora me parece algo así, pero antes de llegar a eso, la otra hora y media hornea una traición: Misión imposible: Sentencia final (Mission: Impossible - The Final Reckoning, 2025) anula a personajes del episodio previo, se inventa, para otros, circunstancias de las que no teníamos idea, y simplemente le da igual resolver un preludio sobre la vida de Ethan Hunt esbozado en Sentencia mortal: Parte 1 (Mission: Impossible - Dead Reckoning Part One, 2023). El capítulo final ni siquiera se llama en inglés Dead Reckoning Part Two, como si existiera una vergüenza por la película previa, que no atrajo las mejores críticas aunque a algunos nos pareció inolvidable. Claramente existe un deseo por distraer al público de lo que no funcionó como mercancía (Sentencia mortal apenas si recuperó su presupuesto) para vender este otro producto que, salvo por sus mejores momentos, es una capitulación ante la mentalidad comercial. Es verdad que siempre hubo un deseo natural de sacarle ganancia al espectáculo, pero se equilibraba la codicia con los riesgos que Cruise y el resto de la producción se solían permitir. 

Donde se evidencia más la derrota es en la narración televisiva de buena parte del metraje, que me obliga a insistir en la traición: Cruise, quien tenía la misión de salvar el cine (o de salvar las películas, para traducir con más precisión la frase “save the movies”, que alude al cine popular), ha entregado su franquicia a los modos más burdos de la narración audiovisual contemporánea. Y ni eso. Si la televisión es generalmente una serie de imágenes decorativas para ilustrar guiones, sus ejemplos más valiosos podrán carecer de sofisticación audiovisual pero narran tan bien sus tramas como las mejores novelas clásicas. Sentencia final, en cambio, suele resolver lagunas con recapitulaciones: la Entidad, que apareció por primera vez en Sentencia mortal, resulta ser producto de Misión imposible III (Mission: Impossible III, 2006), y para probarlo se atraviesan imágenes de aquella. El colmo es cuando, para no desorientarnos, volvemos a ver metraje de Sentencia mortal, una película de hace apenas dos años que difícilmente se le habrá olvidado a los espectadores. No solo pesa el didacticismo de personajes que se explican entre sí lo que ya deberían de saber, sino que hay una tentación de nostalgia expresada a partir de técnicas que menosprecian al público y su entendimiento. 

William Dunloe (Rolf Saxon), el programador al que Ethan Hunt y su equipo le provocaron un malestar estomacal en la primera Misión imposible (Mission: Impossible, 1996), vuelve y nos recuerda quién es al mencionar su crisis profesional de 1996. Seguimos frente a una técnica expositiva aunque esta evita ser tan obvia como otros fragmentos repletos de imágenes que hacen un autohomenaje incómodo. La aparición de Henry Czerny como Kittridge en la anterior Sentencia mortal —otro personaje de la película de De Palma— apenas si requirió de pronunciar su nombre para entender quién era. Es comprensible que en la que debería ser la despedida de Tom Cruise del papel de Ethan Hunt se remita a las otras películas: David Cronenberg, Martin Scorsese y Francis Ford Coppola han aludido en su vejez a sus propias filmografías, pero Sentencia final es más bien el producto de malas decisiones de escritura y montaje, expresadas en otros disparates.

Resulta que la línea de tiempo entre las dos Sentencias es de solo dos meses, pero en ese periodo durante el cual los personajes siguen buscando cómo destruir a la Entidad, Luther (Ving Rhames) se ha enfermado de algo que no se explica, no hay ni mención de la Viuda Blanca (Vanessa Kirby) y, lo más frustrante: nunca averiguamos cuál era el vínculo entre el villano Gabriel (Esai Morales) y el joven Ethan Hunt —sugerido primero en Sentencia mortal— aunque se vuelve a insistir en el asesinato misterioso de una misteriosa mujer que llevó a Hunt a pertenecer a la misteriosa Fuerza de Misión Imposible. Para ser una película tan dominada por las explicaciones, estos agujeros son evidentes de una hechura al vapor o de una severa mutilación en la sala de montaje. 

Hay, pues, demasiada traición —a la franquicia, a los admiradores, al cine mismo— hasta que de repente ya no. Sentencia final es, en ese sentido, no la segunda de dos películas, sino dos expresiones del cine contenidas en un solo metraje de casi tres horas: la primera es un resumen incoherente e innecesario (Misión imposible: El repaso final); la segunda es todo lo que ha hecho a Tom Cruise —y por añadidura a su director y guionista Christopher McQuarrie— una figura tan especial: el realismo cinematográfico. 

McQuarrie entró como director desde la película que más me disgusta, Nación secreta (Mission: Impossible - Rogue Nation, 2015). Si en la anterior a aquella, Protocolo fantasma (Mission: Impossible - Ghost Protocol, 2011), Brad Bird había filmado imágenes de Cruise escalando el edificio más alto del mundo, en esta otra había una escena de riesgo submarino manipulada con efectos digitales que echó abajo lo que empezaba a construir la franquicia. Nación secreta es un tropiezo que McQuarrie y Cruise rebasaron con la pierna rota de Repercusión y con su cacería asombrosa a bordo de un helicóptero piloteado por el propio actor. Como en las películas de Keaton y Fairbanks, uno no siente temor por el ficticio Ethan Hunt sino por Cruise, que gracias a una cámara colocada frente a la cabina se ve controlando el armatoste. Ese McQuarrie y ese Cruise llegan a salvarse de sus agravios como narradores al cierre de Sentencia final.

No vale la pena revelar demasiado, ni hay mucho que pueda hacer —aparte de describir— para capturar los momentos más importantes de la película. Bien dice el director iraní Jafar Panahi, en Esto no es una película (In film nist, 2011), que si el cine pudiera contarse no habría necesidad de filmarlo. Tal vez sería importante, en todo caso, subrayar la imaginación espacial involucrada en una escena bajo el agua: Ethan Hunt logra entrar al submarino que contiene una pieza clave para destruir a la Entidad. La tensión se va produciendo gracias al movimiento de la nave hundida, la ausencia de escapes y los restos del submarino que estorban la salida de Hunt. Estas no son cosas que se puedan imaginar de la nada, sino que se crean a partir de una observación de los entornos. Las imágenes del realismo no se escriben o se diseñan: se encuentran. La última persecución de Ethan Hunt es efecto puro, y al contrario de lo que ha pasado en casi todo el resto de la película, el montaje es lo que le da su fuerza: hay una sincronía entre la velocidad de los cortes, que logran escenas de riesgo extendidas, y el tono de cada acción, que aumenta el suspenso. Solo crece el rencor por todo lo que no comparte este refinamiento en Sentencia final.

Resumir una película en una evaluación es tentador y común —hasta los intelectuales de Cahiers du cinéma lo hicieron—, pero es siempre una medición mutable y caprichosa. Un veredicto sobre el desastre que representa o no Sentencia final me sería complicado, además, porque aquello que empieza mal termina bien, y uno no califica al principio sino hasta que aparecen los créditos, cuando las emociones se juntan. Así como Tom Cruise es una figura imposible de resumir en un solo juicio, su película es para mí algo inestable y ambivalente: es y no es un regreso a los orígenes del cine; es y no es una expresión de nuestros malestares cinematográficos. Quizá sea y luego resulte no ser una despedida. En fin, solo puedo decir con seguridad que Sentencia final representa un embutido de lo que puede ser el cine y de lo que no necesita ser. 

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