Tomás Sánchez: una especie de maravilla natural

Tomás Sánchez: una especie de maravilla natural

04
.
06
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Hoy Tomás Sánchez está convencido de que su paisaje es del todo contemporáneo. Y contemporáneo se convirtió en hacer videos, performances, hacer instalaciones. Y lo demás no era arte, era arte tradicional.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Tomás Sánchez ama a Andrzej Wajda, y su película preferida es Paisaje después de la batalla.

Entre tantos y tantos homenajes digitales al fallecido David Lynch, se retomó un recuerdo del músico Angelo Badalamenti. El director de Twin Peaks se sentó a su lado, frente al piano, y lo llevó de la mano: “Estamos en un bosque oscuro, hay un viento suave soplando a través de algunos árboles de sicomoro y una luna afuera, algunos sonidos de animales en el fondo, y se puede escuchar el graznido de un búho. Solo mete esa hermosa oscuridad con el viento suave…”. Pasa eso con los cuadros del cubano Tomás Sánchez (Aguada de Pasajeros, Cienfuegos, Cuba, 1948), en los que se escucha una ráfaga inusual de aire y se ve lo que está dentro del bosque. No podríamos decir que estamos en un bosque oscuro y está Laura Palmer sentada en un rincón, sino que sus bosques están como metidos en un dedal gigante y se muestran pequeños, concentrados, antes de que explote la maraña de confusiones y de transformaciones que a todos nos han dejado lelos.

Como ese espejo que se reproduce de un lago, en un cuadro que se llama Relación y que luego también se repite: la ansiedad en trío, en un acrílico sobre tela que no se inspira en la puntillosa pintura japonesa, mucho menos en el neorromanticismo alemán, hay como una nueva mirada a eso que solemos llamar paisaje.

“Mi relación con el paisaje ha tenido muchos vaivenes. De niño, lo que más me gustaba pintar eran paisajes”, dice Tomás, en convalecencia, fruto de una enfermedad que ahora, después de la operación, lo tiene más tranquilo, viviendo “la mar de feliz” en su casa en Costa Rica. Tiene 77 años y recuerda, con una voz clara y precisa, sus años, que lo postraron merced a una crisis de artritis que lo dejó sin caminar. Solo salía de su casa para  ir a ver al médico en Cienfuegos, la capital provincial, “e iba en el tren pegado a la ventana mirando los ríos, los niños bañándose, la gente en el campo. Y después iba a mi casa y recreaba eso, lo pintaba”, afirma.

Luego entró a la Academia de Bellas Artes San Alejandro, en La Habana, que tiene 200 años dando clases en un sistema superacadémico. “Muy formal”, dice, mientras recuerda las pinceladas “muy exigentes” del fundador, Jean Baptiste Vermay de Beaumé, uno de esos europeos que dejaron una huella indeleble en Cuba.

Comenzó a ver el paisaje en San Alejandro como natural, hasta que luego de dos años se fue a la Escuela Nacional de Arte para tapar “el vacío” ocasionado en la academia fundada en 1818. Allí conoció a la pintora Antonia Eiriz (La Habana, 1929–Miami, 1995).

“Antonia se convirtió en mi mejor amiga. Ella era muy crítica de la situación en Cuba. Tenía influencia de todos los pintores expresionistas  y al mismo tiempo pintaba de forma particular. De hecho, estuvo sin pintar durante 20 años en su país natal, a raíz de las críticas sobre su obra”, narra Tomás.

Sánchez llegó a la primera clase. La profesora, Antonia, pidió una obra de paisaje con imaginación, sin referencia al natural. Con su ego académico y también con el doméstico, Tomás usó los conocimientos sobre Se esmeró mucho en el dibujo. Ella llegó a su lado y la primera expresión que usó fue: “¿Y esa porquería?, ¿qué has hecho?”.

“Un sol es un círculo y si vas a poner uno sobre el cuadro tienes que saber dónde lo pones”, dijo Antonia, criticando la luz trasera que se avecinaba en la calle.

Tomás comenzó a hacer entonces cuadros con tendencias surrealistas, ligados a la religión. Empezó a estudiar a los expresionistas en una época en la que “el Gobierno tenía una política de favorecer mucho el ateísmo y de ir en contra de todas las religiones. Era lo que se llamaba entonces el ateísmo científico”, cuenta.

Tomás pintó, por ejemplo, un pueblo de campo en una azotea. “Había una virgen gigantesca y gorda —recuerda— porque la religión seguía presente en el pueblo de Cuba. Había un sincretismo entre la religión cristiana y la africana. Yo me encanté con ese ambiente”.

Te recomendamos leer: Diego Vega Solorza: Imaginar una danza.

Cuando lo llevaron a trabajar al campo, durante tres meses, Tomás redescubrió el paisaje. Se tiraba en los camiones, en la parte de adelante,  e iba mirando.

“Íbamos a la Isla de Pinos o Isla de la Juventud, como se le bautizó después, y me quedaba fascinado con el paisaje, que era muy diferente del paisaje de Cienfuegos y de La Habana”.

Los apuntes de sus bellos, surrealistas, imaginarios paisajes vienen de esa época. De entonces se originan los rompevientos de pinos australianos, plantados para proteger los sembradíos de las corrientes; las ráfagas de aire que lejos de romper el cuadro lo armonizaban y lo exhortaban a volver los domingos para pintar paisajes al natural.

El cine, más que la fotografía, más que las escuelas

Tomás Sánchez no cree en la fotografía como fuente de inspiración para su obra, hoy reconocida en todo el mundo y que lo ha hecho ser uno de  los artistas cubanos más cotizados (en 2022, Llegada del caminante a la laguna (1999) se vendió en una subasta de Christie’s por 1.8 millones de dólares, el récord del artista). Pero en el cine sí cree. Regresa, al fin y al cabo, David Lynch en un bosque oscuro. O Andréi Tarkovski, que transita El espejo con una voluntad meditativa y a veces salvaje.

El ejemplo de Tarkovski es pertinente. Es a veces sencillamente una corriente de agua que fluye. Se queda horas mirando, sin que pase nada  o sin que en apariencia pase nada. Claro, mientras que eso transcurre, están pasando cosas en uno.

Tomás Sánchez ama a Andrzej Wajda, y su película preferida es Paisaje después de la batalla. Conoció a paisajistas contemporáneos y notó  que su influencia venía de las películas europeas. “En Cuba no se veía el cine de Hollywood, solo cine europeo”, dice con un guiño.

Ya decidido de lleno a pintar paisajes, ganó un premio con uno en el Salón Nacional de Profesores e Instructores de Artes Plásticas. En 1971 pertenecía al grupo de pintores llamado Volumen Uno y descubrió en la Casa de la Cultura de la Víbora (Barrio de la Habana), donde vivía Rogelio López Marín, Gori, su amigo, un libro de Andrew Wyeth (1917–2009), el pintor estadounidense.

Tal estímulo resultó del todo oportuno. Vio los cuadros de Wyeth y se preguntó si en verdad era posible hacer paisaje contemporáneo.

“La pintura de Wyeth tiene mucho que ver con el cine, pero también creo que el cine está con él. En Los pájaros (Alfred Hitchcock, 1963) hay una escena que copia uno de sus cuadros, y ahí me di cuenta de que el cine y la pintura podían influirse mutuamente”.

El papel de la meditación

¿Son los cuadros de Tomás Sánchez la fiel expresión de lo que uno hace interiormente, más allá de la expresión material de la pintura y el color (obvio en hiperrealismo, dirían los críticos)?

“A los siete años yo quería ser comunista. Mi familia creía en Dios, pero no iba a la iglesia. Y el resto de mi familia eran comunistas viejos. Luego, claro, empecé a ir a la iglesia por mí mismo y me preparé para tomar la comunión”, cuenta Tomás. La decepción le llegó el día que encontró al cura borracho enfrente de su casa. Se fue a llorar al baño para que no se enterara la familia.

¿Qué hay en la imaginación de los paisajes que definen la obra de Tomás Sánchez, con sus estudios sobre la filosofía oriental y sus conocimientos y práctica de la meditación?

“Mi pintura se fue haciendo cada vez más realista, cada vez más mística. Nunca partí de la fotografía, solamente la uso como referencia. Cuando pinto mis famosos basureros, me gusta hacerlo con fotos que yo mismo tomo, pero en el resto de todos los planos me gusta improvisar, la pura mancha, y empezar a construir”, describe.

Sus paisajes de los años ochenta tienen esas dos vertientes: el paisaje contemplativo místico, la persona meditando, con los grandes basureros. Fue un punto de partida: con algunos amigos que eran biólogos, oceanógrafos, en las costas de La Habana, se fue haciendo conocedor de la ciencia y defensor del medio ambiente.

Los premios (que los iba ganando en forma anual, casi siempre), los desencuentros con las autoridades, su adscripción a la Sociedad Teosófica, su amistad con las monjas con las que hacía ejercicios de oración carismáticos, lo fueron convirtiendo en un “personaje sospechoso” para Cuba.

Te podría interesar: Pan comido, un ensayo de Martín Caparrós

Llegó la expulsión de la Escuela de Artes y un contrato como pintor de escenografías para una escuela de títeres. Hasta que vino a vivir a México con permiso del gobierno cubano. Estuvo cerca de tres años en este país, pagando casi todo a las autoridades de su país natal. En aquel momento, dice, todavía creía en la Revolución. “Que ya era un poquito de involución, pero creía en aquello”, apunta.

Tomás Sánchez rememora que en la primera exposición suya en México le dieron 104 000 dólares, que se repartieron entre la Galería Arvil, la Nina Menocal y el Fondo Cubano de Bienes Culturales. “A mí me pagaron 2 500 pesos cubanos. Tenían que dividir el pago en dos años, porque Fidel Castro se ponía furioso: no puede ser que un pintor gane más que un médico”, expresa.

Hoy Tomás Sánchez está convencido de que su paisaje es del todo contemporáneo. “Aunque el concepto contemporáneo ha sido muy manipulado para excluir el arte y para excluir incluso la pintura. Y contemporáneo se convirtió en hacer videos, performances, hacer instalaciones.  Y lo demás no era arte, era arte tradicional. Todavía hay quien a mí me señala como un artista tradicional, pero la pintura no murió, como decían los conceptualistas. Y las preocupaciones ecológicas encuentran a mucha gente que está yendo de nuevo al paisaje”.

¿Y la cultura cubana? ¿Qué queda de ella? El pintor afirma que se trata de una cultura nacional propia, en todos lados (aunque de muchas direcciones, no estática), y que él, que vive en Costa Rica (un país alternativo, que no es Cuba, que no es Estados Unidos), nunca se ha ido de su  país natal.

Tomás Sánchez se sube a su cuarto de meditación. Como David Lynch, ve un bosque oscuro. “Las cosas vienen como si fueran proyecciones de cosas que quiero hacer. Como en un sueño, diría. Otras veces estoy en estado meditativo: miro un árbol, los musgos, las plantas epífitas, los  líquenes. Y de pronto todo eso me produce a mí una especie de maravi- lla, que luego se refleja en mi pintura”.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.
No items found.
No items found.
No items found.
No items found.

Tomás Sánchez: una especie de maravilla natural

Tomás Sánchez: una especie de maravilla natural

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Tomás Sánchez ama a Andrzej Wajda, y su película preferida es Paisaje después de la batalla.
04
.
06
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Hoy Tomás Sánchez está convencido de que su paisaje es del todo contemporáneo. Y contemporáneo se convirtió en hacer videos, performances, hacer instalaciones. Y lo demás no era arte, era arte tradicional.

Entre tantos y tantos homenajes digitales al fallecido David Lynch, se retomó un recuerdo del músico Angelo Badalamenti. El director de Twin Peaks se sentó a su lado, frente al piano, y lo llevó de la mano: “Estamos en un bosque oscuro, hay un viento suave soplando a través de algunos árboles de sicomoro y una luna afuera, algunos sonidos de animales en el fondo, y se puede escuchar el graznido de un búho. Solo mete esa hermosa oscuridad con el viento suave…”. Pasa eso con los cuadros del cubano Tomás Sánchez (Aguada de Pasajeros, Cienfuegos, Cuba, 1948), en los que se escucha una ráfaga inusual de aire y se ve lo que está dentro del bosque. No podríamos decir que estamos en un bosque oscuro y está Laura Palmer sentada en un rincón, sino que sus bosques están como metidos en un dedal gigante y se muestran pequeños, concentrados, antes de que explote la maraña de confusiones y de transformaciones que a todos nos han dejado lelos.

Como ese espejo que se reproduce de un lago, en un cuadro que se llama Relación y que luego también se repite: la ansiedad en trío, en un acrílico sobre tela que no se inspira en la puntillosa pintura japonesa, mucho menos en el neorromanticismo alemán, hay como una nueva mirada a eso que solemos llamar paisaje.

“Mi relación con el paisaje ha tenido muchos vaivenes. De niño, lo que más me gustaba pintar eran paisajes”, dice Tomás, en convalecencia, fruto de una enfermedad que ahora, después de la operación, lo tiene más tranquilo, viviendo “la mar de feliz” en su casa en Costa Rica. Tiene 77 años y recuerda, con una voz clara y precisa, sus años, que lo postraron merced a una crisis de artritis que lo dejó sin caminar. Solo salía de su casa para  ir a ver al médico en Cienfuegos, la capital provincial, “e iba en el tren pegado a la ventana mirando los ríos, los niños bañándose, la gente en el campo. Y después iba a mi casa y recreaba eso, lo pintaba”, afirma.

Luego entró a la Academia de Bellas Artes San Alejandro, en La Habana, que tiene 200 años dando clases en un sistema superacadémico. “Muy formal”, dice, mientras recuerda las pinceladas “muy exigentes” del fundador, Jean Baptiste Vermay de Beaumé, uno de esos europeos que dejaron una huella indeleble en Cuba.

Comenzó a ver el paisaje en San Alejandro como natural, hasta que luego de dos años se fue a la Escuela Nacional de Arte para tapar “el vacío” ocasionado en la academia fundada en 1818. Allí conoció a la pintora Antonia Eiriz (La Habana, 1929–Miami, 1995).

“Antonia se convirtió en mi mejor amiga. Ella era muy crítica de la situación en Cuba. Tenía influencia de todos los pintores expresionistas  y al mismo tiempo pintaba de forma particular. De hecho, estuvo sin pintar durante 20 años en su país natal, a raíz de las críticas sobre su obra”, narra Tomás.

Sánchez llegó a la primera clase. La profesora, Antonia, pidió una obra de paisaje con imaginación, sin referencia al natural. Con su ego académico y también con el doméstico, Tomás usó los conocimientos sobre Se esmeró mucho en el dibujo. Ella llegó a su lado y la primera expresión que usó fue: “¿Y esa porquería?, ¿qué has hecho?”.

“Un sol es un círculo y si vas a poner uno sobre el cuadro tienes que saber dónde lo pones”, dijo Antonia, criticando la luz trasera que se avecinaba en la calle.

Tomás comenzó a hacer entonces cuadros con tendencias surrealistas, ligados a la religión. Empezó a estudiar a los expresionistas en una época en la que “el Gobierno tenía una política de favorecer mucho el ateísmo y de ir en contra de todas las religiones. Era lo que se llamaba entonces el ateísmo científico”, cuenta.

Tomás pintó, por ejemplo, un pueblo de campo en una azotea. “Había una virgen gigantesca y gorda —recuerda— porque la religión seguía presente en el pueblo de Cuba. Había un sincretismo entre la religión cristiana y la africana. Yo me encanté con ese ambiente”.

Te recomendamos leer: Diego Vega Solorza: Imaginar una danza.

Cuando lo llevaron a trabajar al campo, durante tres meses, Tomás redescubrió el paisaje. Se tiraba en los camiones, en la parte de adelante,  e iba mirando.

“Íbamos a la Isla de Pinos o Isla de la Juventud, como se le bautizó después, y me quedaba fascinado con el paisaje, que era muy diferente del paisaje de Cienfuegos y de La Habana”.

Los apuntes de sus bellos, surrealistas, imaginarios paisajes vienen de esa época. De entonces se originan los rompevientos de pinos australianos, plantados para proteger los sembradíos de las corrientes; las ráfagas de aire que lejos de romper el cuadro lo armonizaban y lo exhortaban a volver los domingos para pintar paisajes al natural.

El cine, más que la fotografía, más que las escuelas

Tomás Sánchez no cree en la fotografía como fuente de inspiración para su obra, hoy reconocida en todo el mundo y que lo ha hecho ser uno de  los artistas cubanos más cotizados (en 2022, Llegada del caminante a la laguna (1999) se vendió en una subasta de Christie’s por 1.8 millones de dólares, el récord del artista). Pero en el cine sí cree. Regresa, al fin y al cabo, David Lynch en un bosque oscuro. O Andréi Tarkovski, que transita El espejo con una voluntad meditativa y a veces salvaje.

El ejemplo de Tarkovski es pertinente. Es a veces sencillamente una corriente de agua que fluye. Se queda horas mirando, sin que pase nada  o sin que en apariencia pase nada. Claro, mientras que eso transcurre, están pasando cosas en uno.

Tomás Sánchez ama a Andrzej Wajda, y su película preferida es Paisaje después de la batalla. Conoció a paisajistas contemporáneos y notó  que su influencia venía de las películas europeas. “En Cuba no se veía el cine de Hollywood, solo cine europeo”, dice con un guiño.

Ya decidido de lleno a pintar paisajes, ganó un premio con uno en el Salón Nacional de Profesores e Instructores de Artes Plásticas. En 1971 pertenecía al grupo de pintores llamado Volumen Uno y descubrió en la Casa de la Cultura de la Víbora (Barrio de la Habana), donde vivía Rogelio López Marín, Gori, su amigo, un libro de Andrew Wyeth (1917–2009), el pintor estadounidense.

Tal estímulo resultó del todo oportuno. Vio los cuadros de Wyeth y se preguntó si en verdad era posible hacer paisaje contemporáneo.

“La pintura de Wyeth tiene mucho que ver con el cine, pero también creo que el cine está con él. En Los pájaros (Alfred Hitchcock, 1963) hay una escena que copia uno de sus cuadros, y ahí me di cuenta de que el cine y la pintura podían influirse mutuamente”.

El papel de la meditación

¿Son los cuadros de Tomás Sánchez la fiel expresión de lo que uno hace interiormente, más allá de la expresión material de la pintura y el color (obvio en hiperrealismo, dirían los críticos)?

“A los siete años yo quería ser comunista. Mi familia creía en Dios, pero no iba a la iglesia. Y el resto de mi familia eran comunistas viejos. Luego, claro, empecé a ir a la iglesia por mí mismo y me preparé para tomar la comunión”, cuenta Tomás. La decepción le llegó el día que encontró al cura borracho enfrente de su casa. Se fue a llorar al baño para que no se enterara la familia.

¿Qué hay en la imaginación de los paisajes que definen la obra de Tomás Sánchez, con sus estudios sobre la filosofía oriental y sus conocimientos y práctica de la meditación?

“Mi pintura se fue haciendo cada vez más realista, cada vez más mística. Nunca partí de la fotografía, solamente la uso como referencia. Cuando pinto mis famosos basureros, me gusta hacerlo con fotos que yo mismo tomo, pero en el resto de todos los planos me gusta improvisar, la pura mancha, y empezar a construir”, describe.

Sus paisajes de los años ochenta tienen esas dos vertientes: el paisaje contemplativo místico, la persona meditando, con los grandes basureros. Fue un punto de partida: con algunos amigos que eran biólogos, oceanógrafos, en las costas de La Habana, se fue haciendo conocedor de la ciencia y defensor del medio ambiente.

Los premios (que los iba ganando en forma anual, casi siempre), los desencuentros con las autoridades, su adscripción a la Sociedad Teosófica, su amistad con las monjas con las que hacía ejercicios de oración carismáticos, lo fueron convirtiendo en un “personaje sospechoso” para Cuba.

Te podría interesar: Pan comido, un ensayo de Martín Caparrós

Llegó la expulsión de la Escuela de Artes y un contrato como pintor de escenografías para una escuela de títeres. Hasta que vino a vivir a México con permiso del gobierno cubano. Estuvo cerca de tres años en este país, pagando casi todo a las autoridades de su país natal. En aquel momento, dice, todavía creía en la Revolución. “Que ya era un poquito de involución, pero creía en aquello”, apunta.

Tomás Sánchez rememora que en la primera exposición suya en México le dieron 104 000 dólares, que se repartieron entre la Galería Arvil, la Nina Menocal y el Fondo Cubano de Bienes Culturales. “A mí me pagaron 2 500 pesos cubanos. Tenían que dividir el pago en dos años, porque Fidel Castro se ponía furioso: no puede ser que un pintor gane más que un médico”, expresa.

Hoy Tomás Sánchez está convencido de que su paisaje es del todo contemporáneo. “Aunque el concepto contemporáneo ha sido muy manipulado para excluir el arte y para excluir incluso la pintura. Y contemporáneo se convirtió en hacer videos, performances, hacer instalaciones.  Y lo demás no era arte, era arte tradicional. Todavía hay quien a mí me señala como un artista tradicional, pero la pintura no murió, como decían los conceptualistas. Y las preocupaciones ecológicas encuentran a mucha gente que está yendo de nuevo al paisaje”.

¿Y la cultura cubana? ¿Qué queda de ella? El pintor afirma que se trata de una cultura nacional propia, en todos lados (aunque de muchas direcciones, no estática), y que él, que vive en Costa Rica (un país alternativo, que no es Cuba, que no es Estados Unidos), nunca se ha ido de su  país natal.

Tomás Sánchez se sube a su cuarto de meditación. Como David Lynch, ve un bosque oscuro. “Las cosas vienen como si fueran proyecciones de cosas que quiero hacer. Como en un sueño, diría. Otras veces estoy en estado meditativo: miro un árbol, los musgos, las plantas epífitas, los  líquenes. Y de pronto todo eso me produce a mí una especie de maravi- lla, que luego se refleja en mi pintura”.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Tomás Sánchez: una especie de maravilla natural

Tomás Sánchez: una especie de maravilla natural

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
04
.
06
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Hoy Tomás Sánchez está convencido de que su paisaje es del todo contemporáneo. Y contemporáneo se convirtió en hacer videos, performances, hacer instalaciones. Y lo demás no era arte, era arte tradicional.

Entre tantos y tantos homenajes digitales al fallecido David Lynch, se retomó un recuerdo del músico Angelo Badalamenti. El director de Twin Peaks se sentó a su lado, frente al piano, y lo llevó de la mano: “Estamos en un bosque oscuro, hay un viento suave soplando a través de algunos árboles de sicomoro y una luna afuera, algunos sonidos de animales en el fondo, y se puede escuchar el graznido de un búho. Solo mete esa hermosa oscuridad con el viento suave…”. Pasa eso con los cuadros del cubano Tomás Sánchez (Aguada de Pasajeros, Cienfuegos, Cuba, 1948), en los que se escucha una ráfaga inusual de aire y se ve lo que está dentro del bosque. No podríamos decir que estamos en un bosque oscuro y está Laura Palmer sentada en un rincón, sino que sus bosques están como metidos en un dedal gigante y se muestran pequeños, concentrados, antes de que explote la maraña de confusiones y de transformaciones que a todos nos han dejado lelos.

Como ese espejo que se reproduce de un lago, en un cuadro que se llama Relación y que luego también se repite: la ansiedad en trío, en un acrílico sobre tela que no se inspira en la puntillosa pintura japonesa, mucho menos en el neorromanticismo alemán, hay como una nueva mirada a eso que solemos llamar paisaje.

“Mi relación con el paisaje ha tenido muchos vaivenes. De niño, lo que más me gustaba pintar eran paisajes”, dice Tomás, en convalecencia, fruto de una enfermedad que ahora, después de la operación, lo tiene más tranquilo, viviendo “la mar de feliz” en su casa en Costa Rica. Tiene 77 años y recuerda, con una voz clara y precisa, sus años, que lo postraron merced a una crisis de artritis que lo dejó sin caminar. Solo salía de su casa para  ir a ver al médico en Cienfuegos, la capital provincial, “e iba en el tren pegado a la ventana mirando los ríos, los niños bañándose, la gente en el campo. Y después iba a mi casa y recreaba eso, lo pintaba”, afirma.

Luego entró a la Academia de Bellas Artes San Alejandro, en La Habana, que tiene 200 años dando clases en un sistema superacadémico. “Muy formal”, dice, mientras recuerda las pinceladas “muy exigentes” del fundador, Jean Baptiste Vermay de Beaumé, uno de esos europeos que dejaron una huella indeleble en Cuba.

Comenzó a ver el paisaje en San Alejandro como natural, hasta que luego de dos años se fue a la Escuela Nacional de Arte para tapar “el vacío” ocasionado en la academia fundada en 1818. Allí conoció a la pintora Antonia Eiriz (La Habana, 1929–Miami, 1995).

“Antonia se convirtió en mi mejor amiga. Ella era muy crítica de la situación en Cuba. Tenía influencia de todos los pintores expresionistas  y al mismo tiempo pintaba de forma particular. De hecho, estuvo sin pintar durante 20 años en su país natal, a raíz de las críticas sobre su obra”, narra Tomás.

Sánchez llegó a la primera clase. La profesora, Antonia, pidió una obra de paisaje con imaginación, sin referencia al natural. Con su ego académico y también con el doméstico, Tomás usó los conocimientos sobre Se esmeró mucho en el dibujo. Ella llegó a su lado y la primera expresión que usó fue: “¿Y esa porquería?, ¿qué has hecho?”.

“Un sol es un círculo y si vas a poner uno sobre el cuadro tienes que saber dónde lo pones”, dijo Antonia, criticando la luz trasera que se avecinaba en la calle.

Tomás comenzó a hacer entonces cuadros con tendencias surrealistas, ligados a la religión. Empezó a estudiar a los expresionistas en una época en la que “el Gobierno tenía una política de favorecer mucho el ateísmo y de ir en contra de todas las religiones. Era lo que se llamaba entonces el ateísmo científico”, cuenta.

Tomás pintó, por ejemplo, un pueblo de campo en una azotea. “Había una virgen gigantesca y gorda —recuerda— porque la religión seguía presente en el pueblo de Cuba. Había un sincretismo entre la religión cristiana y la africana. Yo me encanté con ese ambiente”.

Te recomendamos leer: Diego Vega Solorza: Imaginar una danza.

Cuando lo llevaron a trabajar al campo, durante tres meses, Tomás redescubrió el paisaje. Se tiraba en los camiones, en la parte de adelante,  e iba mirando.

“Íbamos a la Isla de Pinos o Isla de la Juventud, como se le bautizó después, y me quedaba fascinado con el paisaje, que era muy diferente del paisaje de Cienfuegos y de La Habana”.

Los apuntes de sus bellos, surrealistas, imaginarios paisajes vienen de esa época. De entonces se originan los rompevientos de pinos australianos, plantados para proteger los sembradíos de las corrientes; las ráfagas de aire que lejos de romper el cuadro lo armonizaban y lo exhortaban a volver los domingos para pintar paisajes al natural.

El cine, más que la fotografía, más que las escuelas

Tomás Sánchez no cree en la fotografía como fuente de inspiración para su obra, hoy reconocida en todo el mundo y que lo ha hecho ser uno de  los artistas cubanos más cotizados (en 2022, Llegada del caminante a la laguna (1999) se vendió en una subasta de Christie’s por 1.8 millones de dólares, el récord del artista). Pero en el cine sí cree. Regresa, al fin y al cabo, David Lynch en un bosque oscuro. O Andréi Tarkovski, que transita El espejo con una voluntad meditativa y a veces salvaje.

El ejemplo de Tarkovski es pertinente. Es a veces sencillamente una corriente de agua que fluye. Se queda horas mirando, sin que pase nada  o sin que en apariencia pase nada. Claro, mientras que eso transcurre, están pasando cosas en uno.

Tomás Sánchez ama a Andrzej Wajda, y su película preferida es Paisaje después de la batalla. Conoció a paisajistas contemporáneos y notó  que su influencia venía de las películas europeas. “En Cuba no se veía el cine de Hollywood, solo cine europeo”, dice con un guiño.

Ya decidido de lleno a pintar paisajes, ganó un premio con uno en el Salón Nacional de Profesores e Instructores de Artes Plásticas. En 1971 pertenecía al grupo de pintores llamado Volumen Uno y descubrió en la Casa de la Cultura de la Víbora (Barrio de la Habana), donde vivía Rogelio López Marín, Gori, su amigo, un libro de Andrew Wyeth (1917–2009), el pintor estadounidense.

Tal estímulo resultó del todo oportuno. Vio los cuadros de Wyeth y se preguntó si en verdad era posible hacer paisaje contemporáneo.

“La pintura de Wyeth tiene mucho que ver con el cine, pero también creo que el cine está con él. En Los pájaros (Alfred Hitchcock, 1963) hay una escena que copia uno de sus cuadros, y ahí me di cuenta de que el cine y la pintura podían influirse mutuamente”.

El papel de la meditación

¿Son los cuadros de Tomás Sánchez la fiel expresión de lo que uno hace interiormente, más allá de la expresión material de la pintura y el color (obvio en hiperrealismo, dirían los críticos)?

“A los siete años yo quería ser comunista. Mi familia creía en Dios, pero no iba a la iglesia. Y el resto de mi familia eran comunistas viejos. Luego, claro, empecé a ir a la iglesia por mí mismo y me preparé para tomar la comunión”, cuenta Tomás. La decepción le llegó el día que encontró al cura borracho enfrente de su casa. Se fue a llorar al baño para que no se enterara la familia.

¿Qué hay en la imaginación de los paisajes que definen la obra de Tomás Sánchez, con sus estudios sobre la filosofía oriental y sus conocimientos y práctica de la meditación?

“Mi pintura se fue haciendo cada vez más realista, cada vez más mística. Nunca partí de la fotografía, solamente la uso como referencia. Cuando pinto mis famosos basureros, me gusta hacerlo con fotos que yo mismo tomo, pero en el resto de todos los planos me gusta improvisar, la pura mancha, y empezar a construir”, describe.

Sus paisajes de los años ochenta tienen esas dos vertientes: el paisaje contemplativo místico, la persona meditando, con los grandes basureros. Fue un punto de partida: con algunos amigos que eran biólogos, oceanógrafos, en las costas de La Habana, se fue haciendo conocedor de la ciencia y defensor del medio ambiente.

Los premios (que los iba ganando en forma anual, casi siempre), los desencuentros con las autoridades, su adscripción a la Sociedad Teosófica, su amistad con las monjas con las que hacía ejercicios de oración carismáticos, lo fueron convirtiendo en un “personaje sospechoso” para Cuba.

Te podría interesar: Pan comido, un ensayo de Martín Caparrós

Llegó la expulsión de la Escuela de Artes y un contrato como pintor de escenografías para una escuela de títeres. Hasta que vino a vivir a México con permiso del gobierno cubano. Estuvo cerca de tres años en este país, pagando casi todo a las autoridades de su país natal. En aquel momento, dice, todavía creía en la Revolución. “Que ya era un poquito de involución, pero creía en aquello”, apunta.

Tomás Sánchez rememora que en la primera exposición suya en México le dieron 104 000 dólares, que se repartieron entre la Galería Arvil, la Nina Menocal y el Fondo Cubano de Bienes Culturales. “A mí me pagaron 2 500 pesos cubanos. Tenían que dividir el pago en dos años, porque Fidel Castro se ponía furioso: no puede ser que un pintor gane más que un médico”, expresa.

Hoy Tomás Sánchez está convencido de que su paisaje es del todo contemporáneo. “Aunque el concepto contemporáneo ha sido muy manipulado para excluir el arte y para excluir incluso la pintura. Y contemporáneo se convirtió en hacer videos, performances, hacer instalaciones.  Y lo demás no era arte, era arte tradicional. Todavía hay quien a mí me señala como un artista tradicional, pero la pintura no murió, como decían los conceptualistas. Y las preocupaciones ecológicas encuentran a mucha gente que está yendo de nuevo al paisaje”.

¿Y la cultura cubana? ¿Qué queda de ella? El pintor afirma que se trata de una cultura nacional propia, en todos lados (aunque de muchas direcciones, no estática), y que él, que vive en Costa Rica (un país alternativo, que no es Cuba, que no es Estados Unidos), nunca se ha ido de su  país natal.

Tomás Sánchez se sube a su cuarto de meditación. Como David Lynch, ve un bosque oscuro. “Las cosas vienen como si fueran proyecciones de cosas que quiero hacer. Como en un sueño, diría. Otras veces estoy en estado meditativo: miro un árbol, los musgos, las plantas epífitas, los  líquenes. Y de pronto todo eso me produce a mí una especie de maravi- lla, que luego se refleja en mi pintura”.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Tomás Sánchez: una especie de maravilla natural

Tomás Sánchez: una especie de maravilla natural

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Tomás Sánchez ama a Andrzej Wajda, y su película preferida es Paisaje después de la batalla.
04
.
06
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Hoy Tomás Sánchez está convencido de que su paisaje es del todo contemporáneo. Y contemporáneo se convirtió en hacer videos, performances, hacer instalaciones. Y lo demás no era arte, era arte tradicional.

Entre tantos y tantos homenajes digitales al fallecido David Lynch, se retomó un recuerdo del músico Angelo Badalamenti. El director de Twin Peaks se sentó a su lado, frente al piano, y lo llevó de la mano: “Estamos en un bosque oscuro, hay un viento suave soplando a través de algunos árboles de sicomoro y una luna afuera, algunos sonidos de animales en el fondo, y se puede escuchar el graznido de un búho. Solo mete esa hermosa oscuridad con el viento suave…”. Pasa eso con los cuadros del cubano Tomás Sánchez (Aguada de Pasajeros, Cienfuegos, Cuba, 1948), en los que se escucha una ráfaga inusual de aire y se ve lo que está dentro del bosque. No podríamos decir que estamos en un bosque oscuro y está Laura Palmer sentada en un rincón, sino que sus bosques están como metidos en un dedal gigante y se muestran pequeños, concentrados, antes de que explote la maraña de confusiones y de transformaciones que a todos nos han dejado lelos.

Como ese espejo que se reproduce de un lago, en un cuadro que se llama Relación y que luego también se repite: la ansiedad en trío, en un acrílico sobre tela que no se inspira en la puntillosa pintura japonesa, mucho menos en el neorromanticismo alemán, hay como una nueva mirada a eso que solemos llamar paisaje.

“Mi relación con el paisaje ha tenido muchos vaivenes. De niño, lo que más me gustaba pintar eran paisajes”, dice Tomás, en convalecencia, fruto de una enfermedad que ahora, después de la operación, lo tiene más tranquilo, viviendo “la mar de feliz” en su casa en Costa Rica. Tiene 77 años y recuerda, con una voz clara y precisa, sus años, que lo postraron merced a una crisis de artritis que lo dejó sin caminar. Solo salía de su casa para  ir a ver al médico en Cienfuegos, la capital provincial, “e iba en el tren pegado a la ventana mirando los ríos, los niños bañándose, la gente en el campo. Y después iba a mi casa y recreaba eso, lo pintaba”, afirma.

Luego entró a la Academia de Bellas Artes San Alejandro, en La Habana, que tiene 200 años dando clases en un sistema superacadémico. “Muy formal”, dice, mientras recuerda las pinceladas “muy exigentes” del fundador, Jean Baptiste Vermay de Beaumé, uno de esos europeos que dejaron una huella indeleble en Cuba.

Comenzó a ver el paisaje en San Alejandro como natural, hasta que luego de dos años se fue a la Escuela Nacional de Arte para tapar “el vacío” ocasionado en la academia fundada en 1818. Allí conoció a la pintora Antonia Eiriz (La Habana, 1929–Miami, 1995).

“Antonia se convirtió en mi mejor amiga. Ella era muy crítica de la situación en Cuba. Tenía influencia de todos los pintores expresionistas  y al mismo tiempo pintaba de forma particular. De hecho, estuvo sin pintar durante 20 años en su país natal, a raíz de las críticas sobre su obra”, narra Tomás.

Sánchez llegó a la primera clase. La profesora, Antonia, pidió una obra de paisaje con imaginación, sin referencia al natural. Con su ego académico y también con el doméstico, Tomás usó los conocimientos sobre Se esmeró mucho en el dibujo. Ella llegó a su lado y la primera expresión que usó fue: “¿Y esa porquería?, ¿qué has hecho?”.

“Un sol es un círculo y si vas a poner uno sobre el cuadro tienes que saber dónde lo pones”, dijo Antonia, criticando la luz trasera que se avecinaba en la calle.

Tomás comenzó a hacer entonces cuadros con tendencias surrealistas, ligados a la religión. Empezó a estudiar a los expresionistas en una época en la que “el Gobierno tenía una política de favorecer mucho el ateísmo y de ir en contra de todas las religiones. Era lo que se llamaba entonces el ateísmo científico”, cuenta.

Tomás pintó, por ejemplo, un pueblo de campo en una azotea. “Había una virgen gigantesca y gorda —recuerda— porque la religión seguía presente en el pueblo de Cuba. Había un sincretismo entre la religión cristiana y la africana. Yo me encanté con ese ambiente”.

Te recomendamos leer: Diego Vega Solorza: Imaginar una danza.

Cuando lo llevaron a trabajar al campo, durante tres meses, Tomás redescubrió el paisaje. Se tiraba en los camiones, en la parte de adelante,  e iba mirando.

“Íbamos a la Isla de Pinos o Isla de la Juventud, como se le bautizó después, y me quedaba fascinado con el paisaje, que era muy diferente del paisaje de Cienfuegos y de La Habana”.

Los apuntes de sus bellos, surrealistas, imaginarios paisajes vienen de esa época. De entonces se originan los rompevientos de pinos australianos, plantados para proteger los sembradíos de las corrientes; las ráfagas de aire que lejos de romper el cuadro lo armonizaban y lo exhortaban a volver los domingos para pintar paisajes al natural.

El cine, más que la fotografía, más que las escuelas

Tomás Sánchez no cree en la fotografía como fuente de inspiración para su obra, hoy reconocida en todo el mundo y que lo ha hecho ser uno de  los artistas cubanos más cotizados (en 2022, Llegada del caminante a la laguna (1999) se vendió en una subasta de Christie’s por 1.8 millones de dólares, el récord del artista). Pero en el cine sí cree. Regresa, al fin y al cabo, David Lynch en un bosque oscuro. O Andréi Tarkovski, que transita El espejo con una voluntad meditativa y a veces salvaje.

El ejemplo de Tarkovski es pertinente. Es a veces sencillamente una corriente de agua que fluye. Se queda horas mirando, sin que pase nada  o sin que en apariencia pase nada. Claro, mientras que eso transcurre, están pasando cosas en uno.

Tomás Sánchez ama a Andrzej Wajda, y su película preferida es Paisaje después de la batalla. Conoció a paisajistas contemporáneos y notó  que su influencia venía de las películas europeas. “En Cuba no se veía el cine de Hollywood, solo cine europeo”, dice con un guiño.

Ya decidido de lleno a pintar paisajes, ganó un premio con uno en el Salón Nacional de Profesores e Instructores de Artes Plásticas. En 1971 pertenecía al grupo de pintores llamado Volumen Uno y descubrió en la Casa de la Cultura de la Víbora (Barrio de la Habana), donde vivía Rogelio López Marín, Gori, su amigo, un libro de Andrew Wyeth (1917–2009), el pintor estadounidense.

Tal estímulo resultó del todo oportuno. Vio los cuadros de Wyeth y se preguntó si en verdad era posible hacer paisaje contemporáneo.

“La pintura de Wyeth tiene mucho que ver con el cine, pero también creo que el cine está con él. En Los pájaros (Alfred Hitchcock, 1963) hay una escena que copia uno de sus cuadros, y ahí me di cuenta de que el cine y la pintura podían influirse mutuamente”.

El papel de la meditación

¿Son los cuadros de Tomás Sánchez la fiel expresión de lo que uno hace interiormente, más allá de la expresión material de la pintura y el color (obvio en hiperrealismo, dirían los críticos)?

“A los siete años yo quería ser comunista. Mi familia creía en Dios, pero no iba a la iglesia. Y el resto de mi familia eran comunistas viejos. Luego, claro, empecé a ir a la iglesia por mí mismo y me preparé para tomar la comunión”, cuenta Tomás. La decepción le llegó el día que encontró al cura borracho enfrente de su casa. Se fue a llorar al baño para que no se enterara la familia.

¿Qué hay en la imaginación de los paisajes que definen la obra de Tomás Sánchez, con sus estudios sobre la filosofía oriental y sus conocimientos y práctica de la meditación?

“Mi pintura se fue haciendo cada vez más realista, cada vez más mística. Nunca partí de la fotografía, solamente la uso como referencia. Cuando pinto mis famosos basureros, me gusta hacerlo con fotos que yo mismo tomo, pero en el resto de todos los planos me gusta improvisar, la pura mancha, y empezar a construir”, describe.

Sus paisajes de los años ochenta tienen esas dos vertientes: el paisaje contemplativo místico, la persona meditando, con los grandes basureros. Fue un punto de partida: con algunos amigos que eran biólogos, oceanógrafos, en las costas de La Habana, se fue haciendo conocedor de la ciencia y defensor del medio ambiente.

Los premios (que los iba ganando en forma anual, casi siempre), los desencuentros con las autoridades, su adscripción a la Sociedad Teosófica, su amistad con las monjas con las que hacía ejercicios de oración carismáticos, lo fueron convirtiendo en un “personaje sospechoso” para Cuba.

Te podría interesar: Pan comido, un ensayo de Martín Caparrós

Llegó la expulsión de la Escuela de Artes y un contrato como pintor de escenografías para una escuela de títeres. Hasta que vino a vivir a México con permiso del gobierno cubano. Estuvo cerca de tres años en este país, pagando casi todo a las autoridades de su país natal. En aquel momento, dice, todavía creía en la Revolución. “Que ya era un poquito de involución, pero creía en aquello”, apunta.

Tomás Sánchez rememora que en la primera exposición suya en México le dieron 104 000 dólares, que se repartieron entre la Galería Arvil, la Nina Menocal y el Fondo Cubano de Bienes Culturales. “A mí me pagaron 2 500 pesos cubanos. Tenían que dividir el pago en dos años, porque Fidel Castro se ponía furioso: no puede ser que un pintor gane más que un médico”, expresa.

Hoy Tomás Sánchez está convencido de que su paisaje es del todo contemporáneo. “Aunque el concepto contemporáneo ha sido muy manipulado para excluir el arte y para excluir incluso la pintura. Y contemporáneo se convirtió en hacer videos, performances, hacer instalaciones.  Y lo demás no era arte, era arte tradicional. Todavía hay quien a mí me señala como un artista tradicional, pero la pintura no murió, como decían los conceptualistas. Y las preocupaciones ecológicas encuentran a mucha gente que está yendo de nuevo al paisaje”.

¿Y la cultura cubana? ¿Qué queda de ella? El pintor afirma que se trata de una cultura nacional propia, en todos lados (aunque de muchas direcciones, no estática), y que él, que vive en Costa Rica (un país alternativo, que no es Cuba, que no es Estados Unidos), nunca se ha ido de su  país natal.

Tomás Sánchez se sube a su cuarto de meditación. Como David Lynch, ve un bosque oscuro. “Las cosas vienen como si fueran proyecciones de cosas que quiero hacer. Como en un sueño, diría. Otras veces estoy en estado meditativo: miro un árbol, los musgos, las plantas epífitas, los  líquenes. Y de pronto todo eso me produce a mí una especie de maravi- lla, que luego se refleja en mi pintura”.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Tomás Sánchez: una especie de maravilla natural

Tomás Sánchez: una especie de maravilla natural

04
.
06
.
25
2025
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ver Videos

Hoy Tomás Sánchez está convencido de que su paisaje es del todo contemporáneo. Y contemporáneo se convirtió en hacer videos, performances, hacer instalaciones. Y lo demás no era arte, era arte tradicional.

Entre tantos y tantos homenajes digitales al fallecido David Lynch, se retomó un recuerdo del músico Angelo Badalamenti. El director de Twin Peaks se sentó a su lado, frente al piano, y lo llevó de la mano: “Estamos en un bosque oscuro, hay un viento suave soplando a través de algunos árboles de sicomoro y una luna afuera, algunos sonidos de animales en el fondo, y se puede escuchar el graznido de un búho. Solo mete esa hermosa oscuridad con el viento suave…”. Pasa eso con los cuadros del cubano Tomás Sánchez (Aguada de Pasajeros, Cienfuegos, Cuba, 1948), en los que se escucha una ráfaga inusual de aire y se ve lo que está dentro del bosque. No podríamos decir que estamos en un bosque oscuro y está Laura Palmer sentada en un rincón, sino que sus bosques están como metidos en un dedal gigante y se muestran pequeños, concentrados, antes de que explote la maraña de confusiones y de transformaciones que a todos nos han dejado lelos.

Como ese espejo que se reproduce de un lago, en un cuadro que se llama Relación y que luego también se repite: la ansiedad en trío, en un acrílico sobre tela que no se inspira en la puntillosa pintura japonesa, mucho menos en el neorromanticismo alemán, hay como una nueva mirada a eso que solemos llamar paisaje.

“Mi relación con el paisaje ha tenido muchos vaivenes. De niño, lo que más me gustaba pintar eran paisajes”, dice Tomás, en convalecencia, fruto de una enfermedad que ahora, después de la operación, lo tiene más tranquilo, viviendo “la mar de feliz” en su casa en Costa Rica. Tiene 77 años y recuerda, con una voz clara y precisa, sus años, que lo postraron merced a una crisis de artritis que lo dejó sin caminar. Solo salía de su casa para  ir a ver al médico en Cienfuegos, la capital provincial, “e iba en el tren pegado a la ventana mirando los ríos, los niños bañándose, la gente en el campo. Y después iba a mi casa y recreaba eso, lo pintaba”, afirma.

Luego entró a la Academia de Bellas Artes San Alejandro, en La Habana, que tiene 200 años dando clases en un sistema superacadémico. “Muy formal”, dice, mientras recuerda las pinceladas “muy exigentes” del fundador, Jean Baptiste Vermay de Beaumé, uno de esos europeos que dejaron una huella indeleble en Cuba.

Comenzó a ver el paisaje en San Alejandro como natural, hasta que luego de dos años se fue a la Escuela Nacional de Arte para tapar “el vacío” ocasionado en la academia fundada en 1818. Allí conoció a la pintora Antonia Eiriz (La Habana, 1929–Miami, 1995).

“Antonia se convirtió en mi mejor amiga. Ella era muy crítica de la situación en Cuba. Tenía influencia de todos los pintores expresionistas  y al mismo tiempo pintaba de forma particular. De hecho, estuvo sin pintar durante 20 años en su país natal, a raíz de las críticas sobre su obra”, narra Tomás.

Sánchez llegó a la primera clase. La profesora, Antonia, pidió una obra de paisaje con imaginación, sin referencia al natural. Con su ego académico y también con el doméstico, Tomás usó los conocimientos sobre Se esmeró mucho en el dibujo. Ella llegó a su lado y la primera expresión que usó fue: “¿Y esa porquería?, ¿qué has hecho?”.

“Un sol es un círculo y si vas a poner uno sobre el cuadro tienes que saber dónde lo pones”, dijo Antonia, criticando la luz trasera que se avecinaba en la calle.

Tomás comenzó a hacer entonces cuadros con tendencias surrealistas, ligados a la religión. Empezó a estudiar a los expresionistas en una época en la que “el Gobierno tenía una política de favorecer mucho el ateísmo y de ir en contra de todas las religiones. Era lo que se llamaba entonces el ateísmo científico”, cuenta.

Tomás pintó, por ejemplo, un pueblo de campo en una azotea. “Había una virgen gigantesca y gorda —recuerda— porque la religión seguía presente en el pueblo de Cuba. Había un sincretismo entre la religión cristiana y la africana. Yo me encanté con ese ambiente”.

Te recomendamos leer: Diego Vega Solorza: Imaginar una danza.

Cuando lo llevaron a trabajar al campo, durante tres meses, Tomás redescubrió el paisaje. Se tiraba en los camiones, en la parte de adelante,  e iba mirando.

“Íbamos a la Isla de Pinos o Isla de la Juventud, como se le bautizó después, y me quedaba fascinado con el paisaje, que era muy diferente del paisaje de Cienfuegos y de La Habana”.

Los apuntes de sus bellos, surrealistas, imaginarios paisajes vienen de esa época. De entonces se originan los rompevientos de pinos australianos, plantados para proteger los sembradíos de las corrientes; las ráfagas de aire que lejos de romper el cuadro lo armonizaban y lo exhortaban a volver los domingos para pintar paisajes al natural.

El cine, más que la fotografía, más que las escuelas

Tomás Sánchez no cree en la fotografía como fuente de inspiración para su obra, hoy reconocida en todo el mundo y que lo ha hecho ser uno de  los artistas cubanos más cotizados (en 2022, Llegada del caminante a la laguna (1999) se vendió en una subasta de Christie’s por 1.8 millones de dólares, el récord del artista). Pero en el cine sí cree. Regresa, al fin y al cabo, David Lynch en un bosque oscuro. O Andréi Tarkovski, que transita El espejo con una voluntad meditativa y a veces salvaje.

El ejemplo de Tarkovski es pertinente. Es a veces sencillamente una corriente de agua que fluye. Se queda horas mirando, sin que pase nada  o sin que en apariencia pase nada. Claro, mientras que eso transcurre, están pasando cosas en uno.

Tomás Sánchez ama a Andrzej Wajda, y su película preferida es Paisaje después de la batalla. Conoció a paisajistas contemporáneos y notó  que su influencia venía de las películas europeas. “En Cuba no se veía el cine de Hollywood, solo cine europeo”, dice con un guiño.

Ya decidido de lleno a pintar paisajes, ganó un premio con uno en el Salón Nacional de Profesores e Instructores de Artes Plásticas. En 1971 pertenecía al grupo de pintores llamado Volumen Uno y descubrió en la Casa de la Cultura de la Víbora (Barrio de la Habana), donde vivía Rogelio López Marín, Gori, su amigo, un libro de Andrew Wyeth (1917–2009), el pintor estadounidense.

Tal estímulo resultó del todo oportuno. Vio los cuadros de Wyeth y se preguntó si en verdad era posible hacer paisaje contemporáneo.

“La pintura de Wyeth tiene mucho que ver con el cine, pero también creo que el cine está con él. En Los pájaros (Alfred Hitchcock, 1963) hay una escena que copia uno de sus cuadros, y ahí me di cuenta de que el cine y la pintura podían influirse mutuamente”.

El papel de la meditación

¿Son los cuadros de Tomás Sánchez la fiel expresión de lo que uno hace interiormente, más allá de la expresión material de la pintura y el color (obvio en hiperrealismo, dirían los críticos)?

“A los siete años yo quería ser comunista. Mi familia creía en Dios, pero no iba a la iglesia. Y el resto de mi familia eran comunistas viejos. Luego, claro, empecé a ir a la iglesia por mí mismo y me preparé para tomar la comunión”, cuenta Tomás. La decepción le llegó el día que encontró al cura borracho enfrente de su casa. Se fue a llorar al baño para que no se enterara la familia.

¿Qué hay en la imaginación de los paisajes que definen la obra de Tomás Sánchez, con sus estudios sobre la filosofía oriental y sus conocimientos y práctica de la meditación?

“Mi pintura se fue haciendo cada vez más realista, cada vez más mística. Nunca partí de la fotografía, solamente la uso como referencia. Cuando pinto mis famosos basureros, me gusta hacerlo con fotos que yo mismo tomo, pero en el resto de todos los planos me gusta improvisar, la pura mancha, y empezar a construir”, describe.

Sus paisajes de los años ochenta tienen esas dos vertientes: el paisaje contemplativo místico, la persona meditando, con los grandes basureros. Fue un punto de partida: con algunos amigos que eran biólogos, oceanógrafos, en las costas de La Habana, se fue haciendo conocedor de la ciencia y defensor del medio ambiente.

Los premios (que los iba ganando en forma anual, casi siempre), los desencuentros con las autoridades, su adscripción a la Sociedad Teosófica, su amistad con las monjas con las que hacía ejercicios de oración carismáticos, lo fueron convirtiendo en un “personaje sospechoso” para Cuba.

Te podría interesar: Pan comido, un ensayo de Martín Caparrós

Llegó la expulsión de la Escuela de Artes y un contrato como pintor de escenografías para una escuela de títeres. Hasta que vino a vivir a México con permiso del gobierno cubano. Estuvo cerca de tres años en este país, pagando casi todo a las autoridades de su país natal. En aquel momento, dice, todavía creía en la Revolución. “Que ya era un poquito de involución, pero creía en aquello”, apunta.

Tomás Sánchez rememora que en la primera exposición suya en México le dieron 104 000 dólares, que se repartieron entre la Galería Arvil, la Nina Menocal y el Fondo Cubano de Bienes Culturales. “A mí me pagaron 2 500 pesos cubanos. Tenían que dividir el pago en dos años, porque Fidel Castro se ponía furioso: no puede ser que un pintor gane más que un médico”, expresa.

Hoy Tomás Sánchez está convencido de que su paisaje es del todo contemporáneo. “Aunque el concepto contemporáneo ha sido muy manipulado para excluir el arte y para excluir incluso la pintura. Y contemporáneo se convirtió en hacer videos, performances, hacer instalaciones.  Y lo demás no era arte, era arte tradicional. Todavía hay quien a mí me señala como un artista tradicional, pero la pintura no murió, como decían los conceptualistas. Y las preocupaciones ecológicas encuentran a mucha gente que está yendo de nuevo al paisaje”.

¿Y la cultura cubana? ¿Qué queda de ella? El pintor afirma que se trata de una cultura nacional propia, en todos lados (aunque de muchas direcciones, no estática), y que él, que vive en Costa Rica (un país alternativo, que no es Cuba, que no es Estados Unidos), nunca se ha ido de su  país natal.

Tomás Sánchez se sube a su cuarto de meditación. Como David Lynch, ve un bosque oscuro. “Las cosas vienen como si fueran proyecciones de cosas que quiero hacer. Como en un sueño, diría. Otras veces estoy en estado meditativo: miro un árbol, los musgos, las plantas epífitas, los  líquenes. Y de pronto todo eso me produce a mí una especie de maravi- lla, que luego se refleja en mi pintura”.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.
Tomás Sánchez ama a Andrzej Wajda, y su película preferida es Paisaje después de la batalla.

Tomás Sánchez: una especie de maravilla natural

Tomás Sánchez: una especie de maravilla natural

04
.
06
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Hoy Tomás Sánchez está convencido de que su paisaje es del todo contemporáneo. Y contemporáneo se convirtió en hacer videos, performances, hacer instalaciones. Y lo demás no era arte, era arte tradicional.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Entre tantos y tantos homenajes digitales al fallecido David Lynch, se retomó un recuerdo del músico Angelo Badalamenti. El director de Twin Peaks se sentó a su lado, frente al piano, y lo llevó de la mano: “Estamos en un bosque oscuro, hay un viento suave soplando a través de algunos árboles de sicomoro y una luna afuera, algunos sonidos de animales en el fondo, y se puede escuchar el graznido de un búho. Solo mete esa hermosa oscuridad con el viento suave…”. Pasa eso con los cuadros del cubano Tomás Sánchez (Aguada de Pasajeros, Cienfuegos, Cuba, 1948), en los que se escucha una ráfaga inusual de aire y se ve lo que está dentro del bosque. No podríamos decir que estamos en un bosque oscuro y está Laura Palmer sentada en un rincón, sino que sus bosques están como metidos en un dedal gigante y se muestran pequeños, concentrados, antes de que explote la maraña de confusiones y de transformaciones que a todos nos han dejado lelos.

Como ese espejo que se reproduce de un lago, en un cuadro que se llama Relación y que luego también se repite: la ansiedad en trío, en un acrílico sobre tela que no se inspira en la puntillosa pintura japonesa, mucho menos en el neorromanticismo alemán, hay como una nueva mirada a eso que solemos llamar paisaje.

“Mi relación con el paisaje ha tenido muchos vaivenes. De niño, lo que más me gustaba pintar eran paisajes”, dice Tomás, en convalecencia, fruto de una enfermedad que ahora, después de la operación, lo tiene más tranquilo, viviendo “la mar de feliz” en su casa en Costa Rica. Tiene 77 años y recuerda, con una voz clara y precisa, sus años, que lo postraron merced a una crisis de artritis que lo dejó sin caminar. Solo salía de su casa para  ir a ver al médico en Cienfuegos, la capital provincial, “e iba en el tren pegado a la ventana mirando los ríos, los niños bañándose, la gente en el campo. Y después iba a mi casa y recreaba eso, lo pintaba”, afirma.

Luego entró a la Academia de Bellas Artes San Alejandro, en La Habana, que tiene 200 años dando clases en un sistema superacadémico. “Muy formal”, dice, mientras recuerda las pinceladas “muy exigentes” del fundador, Jean Baptiste Vermay de Beaumé, uno de esos europeos que dejaron una huella indeleble en Cuba.

Comenzó a ver el paisaje en San Alejandro como natural, hasta que luego de dos años se fue a la Escuela Nacional de Arte para tapar “el vacío” ocasionado en la academia fundada en 1818. Allí conoció a la pintora Antonia Eiriz (La Habana, 1929–Miami, 1995).

“Antonia se convirtió en mi mejor amiga. Ella era muy crítica de la situación en Cuba. Tenía influencia de todos los pintores expresionistas  y al mismo tiempo pintaba de forma particular. De hecho, estuvo sin pintar durante 20 años en su país natal, a raíz de las críticas sobre su obra”, narra Tomás.

Sánchez llegó a la primera clase. La profesora, Antonia, pidió una obra de paisaje con imaginación, sin referencia al natural. Con su ego académico y también con el doméstico, Tomás usó los conocimientos sobre Se esmeró mucho en el dibujo. Ella llegó a su lado y la primera expresión que usó fue: “¿Y esa porquería?, ¿qué has hecho?”.

“Un sol es un círculo y si vas a poner uno sobre el cuadro tienes que saber dónde lo pones”, dijo Antonia, criticando la luz trasera que se avecinaba en la calle.

Tomás comenzó a hacer entonces cuadros con tendencias surrealistas, ligados a la religión. Empezó a estudiar a los expresionistas en una época en la que “el Gobierno tenía una política de favorecer mucho el ateísmo y de ir en contra de todas las religiones. Era lo que se llamaba entonces el ateísmo científico”, cuenta.

Tomás pintó, por ejemplo, un pueblo de campo en una azotea. “Había una virgen gigantesca y gorda —recuerda— porque la religión seguía presente en el pueblo de Cuba. Había un sincretismo entre la religión cristiana y la africana. Yo me encanté con ese ambiente”.

Te recomendamos leer: Diego Vega Solorza: Imaginar una danza.

Cuando lo llevaron a trabajar al campo, durante tres meses, Tomás redescubrió el paisaje. Se tiraba en los camiones, en la parte de adelante,  e iba mirando.

“Íbamos a la Isla de Pinos o Isla de la Juventud, como se le bautizó después, y me quedaba fascinado con el paisaje, que era muy diferente del paisaje de Cienfuegos y de La Habana”.

Los apuntes de sus bellos, surrealistas, imaginarios paisajes vienen de esa época. De entonces se originan los rompevientos de pinos australianos, plantados para proteger los sembradíos de las corrientes; las ráfagas de aire que lejos de romper el cuadro lo armonizaban y lo exhortaban a volver los domingos para pintar paisajes al natural.

El cine, más que la fotografía, más que las escuelas

Tomás Sánchez no cree en la fotografía como fuente de inspiración para su obra, hoy reconocida en todo el mundo y que lo ha hecho ser uno de  los artistas cubanos más cotizados (en 2022, Llegada del caminante a la laguna (1999) se vendió en una subasta de Christie’s por 1.8 millones de dólares, el récord del artista). Pero en el cine sí cree. Regresa, al fin y al cabo, David Lynch en un bosque oscuro. O Andréi Tarkovski, que transita El espejo con una voluntad meditativa y a veces salvaje.

El ejemplo de Tarkovski es pertinente. Es a veces sencillamente una corriente de agua que fluye. Se queda horas mirando, sin que pase nada  o sin que en apariencia pase nada. Claro, mientras que eso transcurre, están pasando cosas en uno.

Tomás Sánchez ama a Andrzej Wajda, y su película preferida es Paisaje después de la batalla. Conoció a paisajistas contemporáneos y notó  que su influencia venía de las películas europeas. “En Cuba no se veía el cine de Hollywood, solo cine europeo”, dice con un guiño.

Ya decidido de lleno a pintar paisajes, ganó un premio con uno en el Salón Nacional de Profesores e Instructores de Artes Plásticas. En 1971 pertenecía al grupo de pintores llamado Volumen Uno y descubrió en la Casa de la Cultura de la Víbora (Barrio de la Habana), donde vivía Rogelio López Marín, Gori, su amigo, un libro de Andrew Wyeth (1917–2009), el pintor estadounidense.

Tal estímulo resultó del todo oportuno. Vio los cuadros de Wyeth y se preguntó si en verdad era posible hacer paisaje contemporáneo.

“La pintura de Wyeth tiene mucho que ver con el cine, pero también creo que el cine está con él. En Los pájaros (Alfred Hitchcock, 1963) hay una escena que copia uno de sus cuadros, y ahí me di cuenta de que el cine y la pintura podían influirse mutuamente”.

El papel de la meditación

¿Son los cuadros de Tomás Sánchez la fiel expresión de lo que uno hace interiormente, más allá de la expresión material de la pintura y el color (obvio en hiperrealismo, dirían los críticos)?

“A los siete años yo quería ser comunista. Mi familia creía en Dios, pero no iba a la iglesia. Y el resto de mi familia eran comunistas viejos. Luego, claro, empecé a ir a la iglesia por mí mismo y me preparé para tomar la comunión”, cuenta Tomás. La decepción le llegó el día que encontró al cura borracho enfrente de su casa. Se fue a llorar al baño para que no se enterara la familia.

¿Qué hay en la imaginación de los paisajes que definen la obra de Tomás Sánchez, con sus estudios sobre la filosofía oriental y sus conocimientos y práctica de la meditación?

“Mi pintura se fue haciendo cada vez más realista, cada vez más mística. Nunca partí de la fotografía, solamente la uso como referencia. Cuando pinto mis famosos basureros, me gusta hacerlo con fotos que yo mismo tomo, pero en el resto de todos los planos me gusta improvisar, la pura mancha, y empezar a construir”, describe.

Sus paisajes de los años ochenta tienen esas dos vertientes: el paisaje contemplativo místico, la persona meditando, con los grandes basureros. Fue un punto de partida: con algunos amigos que eran biólogos, oceanógrafos, en las costas de La Habana, se fue haciendo conocedor de la ciencia y defensor del medio ambiente.

Los premios (que los iba ganando en forma anual, casi siempre), los desencuentros con las autoridades, su adscripción a la Sociedad Teosófica, su amistad con las monjas con las que hacía ejercicios de oración carismáticos, lo fueron convirtiendo en un “personaje sospechoso” para Cuba.

Te podría interesar: Pan comido, un ensayo de Martín Caparrós

Llegó la expulsión de la Escuela de Artes y un contrato como pintor de escenografías para una escuela de títeres. Hasta que vino a vivir a México con permiso del gobierno cubano. Estuvo cerca de tres años en este país, pagando casi todo a las autoridades de su país natal. En aquel momento, dice, todavía creía en la Revolución. “Que ya era un poquito de involución, pero creía en aquello”, apunta.

Tomás Sánchez rememora que en la primera exposición suya en México le dieron 104 000 dólares, que se repartieron entre la Galería Arvil, la Nina Menocal y el Fondo Cubano de Bienes Culturales. “A mí me pagaron 2 500 pesos cubanos. Tenían que dividir el pago en dos años, porque Fidel Castro se ponía furioso: no puede ser que un pintor gane más que un médico”, expresa.

Hoy Tomás Sánchez está convencido de que su paisaje es del todo contemporáneo. “Aunque el concepto contemporáneo ha sido muy manipulado para excluir el arte y para excluir incluso la pintura. Y contemporáneo se convirtió en hacer videos, performances, hacer instalaciones.  Y lo demás no era arte, era arte tradicional. Todavía hay quien a mí me señala como un artista tradicional, pero la pintura no murió, como decían los conceptualistas. Y las preocupaciones ecológicas encuentran a mucha gente que está yendo de nuevo al paisaje”.

¿Y la cultura cubana? ¿Qué queda de ella? El pintor afirma que se trata de una cultura nacional propia, en todos lados (aunque de muchas direcciones, no estática), y que él, que vive en Costa Rica (un país alternativo, que no es Cuba, que no es Estados Unidos), nunca se ha ido de su  país natal.

Tomás Sánchez se sube a su cuarto de meditación. Como David Lynch, ve un bosque oscuro. “Las cosas vienen como si fueran proyecciones de cosas que quiero hacer. Como en un sueño, diría. Otras veces estoy en estado meditativo: miro un árbol, los musgos, las plantas epífitas, los  líquenes. Y de pronto todo eso me produce a mí una especie de maravi- lla, que luego se refleja en mi pintura”.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.
No items found.

Suscríbete a nuestro Newsletter

¡Bienvenido! Ya eres parte de nuestra comunidad.
Hay un error, por favor intenta nuevamente.