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Pablo Grillo recibe el alta de Terapia Intensiva, luego de casi tres meses de su internación, tras haber sido gravemente herido por el ataque de un gendarme durante la represión a la protesta de jubilados del 12 de marzo pasado.
El 12 de marzo de 2025, durante una marcha en defensa de los jubilados que se llevaba a cabo en Buenos Aires, Argentina, un gendarme disparó un cartucho de gas lacrimógeno que impactó en la cabeza del fotorreportero Pablo Grillo. Desde entonces, ha librado una batalla entre la vida y la muerte, transformado en un emblema de la represión que ejercen las fuerzas de seguridad durante el gobierno de Javier Milei.
“En esa última ventana, ahí, ¿ves? la del cuarto piso, esa es la de Pablito. Yo voy ahí en un rato, a eso de las doce, cuando come. Lo ayudamos, come solo, eh, come solo, pero nosotros le alcanzamos las cosas”.
Son las once de la mañana del sábado 26 de abril en el Hospital General de Agudos Dr. José María Ramos Mejía, un hospital público en Once, un barrio céntrico y caótico de la ciudad de Buenos Aires. El sol entra de lleno en el jardín central, brilla en los pocos lugares en los que crece el pasto y seca los restos de la lluvia de la noche anterior que aún se manifiestan en forma de barro. El sonido de los pájaros se escucha nítido y algunas palomas se aglomeran cerca de la capilla, donde la Virgen de la medalla milagrosa, a quien muchos le atribuyen dones especialmente relacionados con la salud y situaciones de peligro, reposa en una vitrina. Fabián Grillo saluda a dos personas que están en el jardín, personal de mantenimiento del hospital. Todos lo conocen. Su hijo Pablo, de 36 años, está en terapia intensiva desde el 12 de marzo, cuando un cartucho de gas lacrimógeno disparado por un gendarme le impactó en la cabeza y se la perforó, mientras sacaba fotos, en una marcha de jubilados que reclamaban contra el ajuste económico del gobierno de Javier Milei, que entre otras cosas significa una caída real de más del 30% en los haberes.
“Hoy me trajo un amigo porque yo no estoy en condiciones de manejar —explica Fabián que tiene una remera roja con la frase ʻFuerza Pabloʼ y una foto serigrafiada de su hijo—. Tengo miedo de destrozarme, entonces generalmente me traen”.
Mari, su esposa, madre de Pablo, llegará más tarde en un auto que desde el 12 de marzo le asignó el gobierno de la provincia de Buenos Aires, de signo político contrario a Milei. “Ella se quedó en casa comprando cosas, ordenando, limpiando, porque no estamos casi nunca, estamos todos los días, todo el día acá”.
Fabián, María Cristina —Mari— y Pablo viven en la casa que era de los padres de ella en Lanús, un municipio al sur de la provincia de Buenos Aires. Emiliano, el hijo mayor, de 37 años, ya no vive con ellos. Tiene una hija, Julia, de 7 años, y, separado de su mujer, vive en el municipio de al lado, Avellaneda. Desde la casa de la familia Grillo hasta el hospital tienen —con suerte— una hora de viaje. El bar está por ahora vacío y Fabián elige una mesa frente al televisor. “Quiero ver lo del papa, me dijeron que hay carteles de Pablo”.
Hace unas horas, en Roma, fueron las exequias del papa Francisco que falleció cinco días atrás. Paralelamente, en Buenos Aires, hay una misa en la Catedral y ya varios le mandaron fotos de personas congregadas allí mostrando carteles que dicen: “Fuerza Pablo Grillo”. Fabián lleva varios rosarios colgados al cuello.
No soy creyente, pero a mí vienen y me ponen esto y yo me lo dejo. Ahora no hay nadie acá, pero en la semana viene gente, me besa, me abraza, no sabés lo que es, te traen una estampita, una nota. Me trajeron hasta un rosario bendecido por el papa, del Vaticano, es bellísimo, no sabés lo que es. Ese me lo dieron en un estuche, lo tengo en casa, es para Pablo. Es precioso. Y todo esto está vinculado con la buena onda, viste. Ponele el nombre que quieras, llamalo como quieras, pero es el deseo de la gente, la bondad, lo humano. El tipo al que le importa un carajo la vida del otro, conmigo no tiene nada que ver.
Fabián le pide al mozo un té de boldo.
—Estoy mal del estómago. Es raro, porque generalmente puedo comerme esa silla y no me cae mal.
—¿Puede ser por los nervios, tal vez?
—Y… puede ser, puede ser, una combinación de cosas…

Cuando el 12 de marzo su hijo Pablo llegó al hospital tenía el cráneo fracturado y pérdida de masa encefálica. Entró al quirófano de urgencia, pero los médicos creían que no soportaría esa primera operación. Al salir, dijeron que lo más probable era que quedara en estado vegetativo. Desde ese momento ocupa una de las 14 camas de terapia intensiva. Era, entre los que estaban en esa unidad, el de mayor gravedad. Permanecía intubado y dependía de un respirador artificial. Tras la primera, volvieron a someterlo a una segunda operación. Tampoco creían que saliera con vida. Pero lo logró. Entonces le hicieron ventanas de sedación: le bajaron los analgésicos para ver si reaccionaba a los estímulos. Lo primero que hizo fue mover las manos, las piernas, tocarse allí donde le dolía. Le sacaron el respirador y por primera vez abrió los ojos. No obstante, las ecografías, las tomografías y los estudios que le hacían daban mal. El 20 de marzo, ocho días después de haber ingresado al hospital al borde de la muerte, miró a su padre, le dijo: “Hola viejo”, y le apretó la mano.
—¿Él tiene una venda en la cabeza?
—No, ahora no, ya no la tiene… La cabeza es una pasa de uva. Tiene la parte central del cráneo, nada más. Imaginate que vos tenés dos tapas. Bueno, él está sin estas dos tapas. Imaginate… una pelota desinflada.
—La cabeza está deformada.
—Claaaaaro, algo así, sí.
Fabián tiene que combinar con un periodista porque esta tarde va a ir a la Feria del Libro. Lo invitaron a la presentación de una revista en donde hay un artículo sobre su hijo. Desde el 13 de marzo, sale prácticamente todos los días en algún medio de comunicación—diarios, radios, móviles televisivos— y va a cada lugar al que lo invitan a dar charlas. Decidieron que la familia y las abogadas sean los únicos encargados de hablar y no los médicos ni los directivos del hospital. Quieren evitar malentendidos porque hay mucho puesto en juego. Ya no es solo la vida de su hijo, sino una causa política. Fabián difunde la historia de su hijo de manera didáctica, como si pudiera escindirse de su rol de padre y ser un director de cine que cuenta la película de un chico al que le dispararon, que estuvo al borde de la muerte, y que, como Lázaro, resucitó. Sabe qué detalles contar para conmover como, por ejemplo, que le prometió a su hijo que cuando salga le va a comprar otra cámara de fotos mejor que la que tenía. Cuenta que en el hospital su hijo escucha música en un parlante que él le compró: “Desde Chopin hasta Jaime Roos”; que el primer libro que leyó después de abrir los ojos fue El principito. Y es convincente cuando dice: “Pronto le van a dar el alta y lo mandan al hospital de rehabilitación. Es cuestión de días”.
Apenas unos días después de mi primer encuentro con Fabián, Pablo salió a “pasear” por el hospital. Sus fotos sonriendo sentado en una silla de ruedas se difundieron como las primeras en las que se le ve, después de haberlo visto una y otra vez caer en loop por el disparo. Pero después de ese paseo, como en un juego de mesa, todo retrocede muchos casilleros. Pablo sigue en terapia intensiva por mes y medio, levanta fiebre, lo someten a dos operaciones más, una muy riesgosa, en la que le colocan una válvula y un catéter. Fabián también se enferma, con una fiebre alta que le impide ir al hospital por varios días. Nadie se anima a hacer un diagnóstico certero sobre cuáles podrían ser las secuelas que le queden a su hijo de por vida.
Sin embargo, este sábado 26 de abril, este sábado cálido de sol, Fabián Grillo es pura esperanza.

Entre el lente y los gases
El 12 de marzo un muchacho llamado Jorge —Jorgito, así le dicen—, llegó al Congreso alrededor de las cinco de la tarde. Había quedado en encontrarse con Pablo un rato antes, pero se atrasó al salir de su trabajo —atiende el teléfono en un call center— esperando a otro amigo.
En la Argentina, y desde agosto de 2024, los miércoles se convirtieron en un ritual de resistencia al gobierno de Javier Milei. En ese mes de agosto la oposición había logrado aprobar en el Congreso una ley que contemplaba un aumento en los haberes previsionales y una nueva fórmula de actualización automática para evitar que los jubilados siguieran perdiendo poder adquisitivo frente a la inflación. Pero el presidente, amparado en sus facultades, la vetó.
Desde entonces, cada semana los jubilados se concentran frente al Congreso para reclamar contra el ajuste y son recibidos por un operativo violento. Amparado en un protocolo llamado “antipiquetes”, sancionado por decreto presidencial, el gobierno autoriza a las fuerzas de seguridad a “dispersar” cualquier manifestación que interrumpa la circulación del tránsito. En la práctica, eso se traduce en que cada miércoles las fuerzas de seguridad reprimen con gases y golpes, protegidos con escudos, a un grupo de hombres y mujeres que rondan los 80 años: viejos y viejas con bastones, con sillas plegables, con pancartas escritas a mano. La televisión muestra cómo la policía los empuja, los hiere, los arrastra, los gasea. Por ese motivo, para el miércoles 12 de marzo de 2025, organizaciones sociales, sindicatos e hinchas de futbol autoconvocados organizaron una marcha que prometía ser masiva. La consigna era clara: no dejarlos solos.
Jorgito y Pablo Grillo solían ir juntos a esas marchas. Se conocen desde hace más de veinte años: iban a la cancha a ver al club de futbol Independiente —uno de los cinco grandes del balompié argentino—, y, del grupo de amigos, eran los únicos dos que compartían afinidad política. Habían empezado a militar en una organización kirchnerista llamada Nuevo Encuentro, pero esa etapa duró pocos años. Los dos se alejaron del partido, aunque no del compromiso político. Hace ya una década que Pablo trabaja como fotoperiodista independiente. Suele cubrir este tipo de movilizaciones y después vende sus fotos a portales o agencias de noticias. El 12 de marzo, Jorge, Jorgito, le escribió para avisarle que llegaba tarde, pero sabía que su amigo no iba a responderle: cuando estaba tomando fotos, no sacaba el celular de la mochila. Se encontraron igual, minutos después de las cinco de la tarde, en la intersección de calles Virrey Ceballos e Yrigoyen, en diagonal al Congreso de la Nación. Ese día, las fuerzas de seguridad habían desplegado un operativo descomunal: cientos de uniformados, carros hidrantes, motos, pelotones con escudos. Ya cuando se encontraron, la policía estaba disparando gases lacrimógenos a mansalva.
—Nos saludamos y nos quedamos un ratito hablando pavadas—relata Jorge en el jardín del hospital, a mediados de abril—. Él ya estaba todo gaseado, tenía la cara roja, los ojos rojos. Entonces me dice: “Vamos adelante”, y yo le digo: “Pará, estás todo hinchado, pasate a poner un spray en los ojos”. Y no, Pablo es estilo salvaje, le gusta la acción, por decirlo de alguna manera. Y se fue para adelante, no me esperó.
Jorge lo perdió de vista en el tumulto, hasta que a los pocos ¿segundos? ¿minutos? lo ubicó y lo vio caer al piso.
—Lo primero que pensé es que se había desmayado. Salí corriendo y cuando estoy llegando veo un charco de sangre. Empecé a gritar: “¡Llamen a la ambulancia!, ¡llamen al 911!, ¡le pegaron un tiro a mi amigo”. ¿Viste alguna vez sangre de masa encefálica?
—No.
—Bueno yo ya había visto. Es completamente distinta a la sangre de un cuerpo. Es entre grisácea y negra, espesa. Pensé que Pablo estaba muerto.
Ese mismo día, un hombre de 34 años llamado Nicolás había terminado, como todos los días, con los repartos de cartas en la zona de Lomas de Zamora, un municipio al sur del conurbano bonaerense. Después, tomó el tren que lo dejaba cerca del Congreso. Nicolás milita en una agrupación llamada Frente Popular Darío Santillán, una organización social. Desde los 17 años forma parte del cuerpo de bomberos de su localidad. Su padre y su tío también. Tenía una vocación de servicio que se mezclaba con la necesidad de independizarse, y apenas terminó la secundaria se fue a vivir al cuartel. Allí aprendió la historia de los bomberos, la tecnología del fuego, los materiales peligrosos, los primeros auxilios. Llegó a ganar la medalla por la mayor cantidad de salidas del año para socorrer a vecinos, y sacaba las mejores notas entre sus compañeros. Más tarde trabajó como chofer y auxiliar en una ambulancia.

Ese 12 de marzo, Nicolás llegó a la manifestación frente al Congreso unos minutos antes de las cinco de la tarde. Se cruzó con una compañera y los dos comentaron lo mismo: el despliegue de las fuerzas de seguridad era desmedido. Se tapó la cara con el buzo porque los gases lacrimógenos ya empezaban a afectarlo. Cruzó la avenida Entre Ríos para ayudar con la desconcentración, cuando vio a un grupo de personas llevando a un herido en andas.
Cuando me acerqué, vi a un herido que tenía una remera negra en la cabeza. Le apoyé la mano, y cuando levanté un centímetro la remera, vi que tenía la cabeza totalmente reventadísima —dice Nicolás una tarde, sentado en el pasto de la Plaza de Mayo, frente a la Casa Rosada—. Tenía un hueco en la cabeza y vi todo: cráneo, sangre, cerebro, grasa. Ahí empecé a mirar para todos lados y a organizar.
Por instinto, Nicolás tomó el liderazgo. Le preguntó a Pablo si lo escuchaba, pero en ese momento Pablo perdió la conciencia. Alguien alcanzó una tijera y le cortaron los tirantes de la mochila. Empezó a vomitar sangre y Nicolás pidió que lo ayudaran a ponerlo en posición lateral: tenía que cuidar que no aspirara su propio vómito.
—Llegó la ambulancia, se acercó la médica y me dijo: “Bueno, vamos a llevarlo”, y yo le dije: “No, traé una tabla”, porque se iba a desangrar. La convencí. Fue todo muy rápido.
Mientras tanto, los policías seguían disparando gases lacrimógenos. En ese momento, reapareció Jorge. Entre los tres lo subieron a la ambulancia.
—Fue machirulo de mi parte, lo sé, pero no le tenía confianza. Lamentablemente la médica estaba sobrepasada por la situación, creo yo. Entonces le digo: “Doctora vamos a ponerle oxígeno”, y ella me dijo: “No lo sé usar, este no es mi móvil, no sé cómo funciona el oxígeno central”. Por suerte estaba el oxígeno portátil —dice Nicolás.
—Ahí me di cuenta de que Pablo no estaba muerto porque movía la panza y el pecho cuando respiraba —explica Jorge.
En menos de cinco minutos llegaron al hospital de agudos Ramos Mejía. Apenas estacionaron, lo bajaron de la ambulancia y Nicolás se negó a soltarle la cabeza, aunque se lo pidieron los enfermeros que lo recibieron, hasta que entraron al shockroom, donde reciben a los pacientes más graves.
—Ahí sí, un médico muy serio me dice: “A ver, correte”, y ahí fue como que mi cerebro hizo clic y dije: “Listo, ya está, hasta acá lo mío”.
—Nico fue el primero que le salvó la vida —dice Fabián, su padre, tiempo después—. Sin esas decisiones claves que tomó, Pablo seguramente no seguiría vivo.
Pasadas las cinco de la tarde, Fabián recibió un mensaje de Jorge. “Venite acá al Ramos Mejía que estoy acá con Pablo que está lastimado”. Fabián también estaba en las inmediaciones del Congreso. Ese día no había ido a trabajar. Está en la parte de logística de una empresa de distribución de energía eléctrica, Edenor, y, como le adeudan vacaciones, se tomaba todos los miércoles. Solía ir a las marchas desde que era adolescente y militaba en el Partido Comunista donde conoció a María Cristina, su esposa. Aunque Pablo vive en casa de sus padres, en el piso de arriba, ese día no fueron juntos. Pablo se había ido más temprano, en tren. Fabián prefirió salir un poco más tarde e ir en colectivo. Había intentado comunicarse con su hijo cuando llegó a la manifestación, cuando vio que la represión alcanzaba una violencia inusual. Pero, como siempre, Pablo no lo atendió. Al recibir el mensaje de Jorge, lo primero que pensó Fabián fue que a su hijo le habían disparado en el pie. Llamó a Jorge, para saber más, pero el amigo de su hijo insistía en que fuera, insistía con la palabra “lastimadura”.
—Esa noticia se tiene que dar en persona, imaginate si yo le iba a decir algo así por teléfono —dice Jorge.
—Jorgito estuvo bien, si me lo decía por teléfono yo no iba a soportarlo.
Fabián encontró un taxi y le indicó que lo llevara al hospital. Allí se encontró con Jorge y con Nicolás. Le dijeron algunas cosas como “lo están viendo”, “lo están atendiendo”, “tiene sangre en la cabeza”, “movía las manos”. De pronto, una doctora salió a su encuentro. “Ahí me dice la verdad. Que Pablo está muy grave y que lo iban a operar en ese mismo momento. Y ahí… ahí se me vino el mundo abajo”.

Crónica de la herida
Esa noche, la del 12 de marzo, a las 21 horas, un periodista llamado Luis Majul, desde el canal de noticias La Nación+, sacó al aire por teléfono a la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich. Bullrich es una figura muy conocida para cualquier argentino: forma parte de lo que el propio presidente de la nación, Javier Milei, llama “la casta política”; es decir, alguien que hace décadas ocupa cargos públicos. Ha pasado por distintos partidos y siempre se mantuvo cerca del poder, más allá de quién gobierne. En la televisión, mientras la ministra estaba al teléfono, se veía la imagen de un patrullero dado vuelta. El periodista dice:
—Esto que estamos viendo ahora es una vergüenza para un país ¿no? Un patrullero dado vuelta, incendiado, y hay gente que lo normaliza... Eso es lo que no me entra en la cabeza…
—Sí, bueno, uno de los que está preso, dicen que es un periodista, trabajaba en el ministerio de justicia y era candidato de Lanús de Julián Álvarez (intendente peronista, aliado del kirchnerismo, la oposición de Milei). Se llama Pablo Grillo, es un militante kirchnerista que hoy trabaja en la municipalidad de Lanús, para darles una idea…
—Una idea, ajá —reafirmó el periodista.
A esa misma hora, Pablo no estaba detenido. Estaba en el quirófano.
Ese mismo día, el sociólogo Mario Santucho, que dirige la revista Crisis, había estado en la manifestación porque desde mediados de junio del 2022 creó, junto a otras organizaciones sociales, colectivos políticos y de derechos humanos, un dispositivo llamado Mapa de la policía. Se trata de una página de internet que tiene como objetivo “ponerles rostro a los poderes”, concretamente, al poder de la policía. Una herramienta ciudadana para controlar a las fuerzas de seguridad. Se encargan de monitorear cada vez que el gobierno de Javier Milei reprime una manifestación. Para eso trabajan con un método que se llama “arquitectura forense” que se basa en la reunión masiva de imágenes procedentes de diferentes fuentes, sobre todo de videos y fotos de ciudadanos que van a la manifestación. Ese día percibieron desde el comienzo que el despliegue de la policía era descomunal. Había integrantes de la Gendarmería, la Policía Federal Argentina, la Policía de Seguridad Aeroportuaria, la Prefectura y la Policía de la Ciudad.
Durante todo el día, Santucho y varios de sus compañeros empezaron a recibir material proveniente de distintos fotoperiodistas y gente común. Supieron, con el correr de las horas, que un chico llamado Pablo Grillo estaba herido de gravedad después de haber recibido el impacto de un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza, aunque todavía no estaba claro de qué manera y cómo había ocurrido. Esa noche se reunieron en la sede de la Tribu, una histórica radio comunitaria, y empezaron a bajar toda la información, sumada a las imágenes y los drones de los canales de noticias.
A las 9 de la noche nos llega la información de que hay un video donde se ve cómo cae Pablo Grillo. Lo vemos y eso se lo mandamos a dos peritos científicos, Willy Pregliasco y Martín Onetto, que colaboran con el Mapa. Esa madrugada, Willy reconstruye dos cosas. Primero, que la hora del impacto fue exactamente a las 17 y 18 minutos. Y, por otro lado, cruzando varios videos, determina a través de la trayectoria del proyectil que el disparo lo hizo alguien de forma horizontal —explica Mario Santucho, un día de fines de mayo.

Según todas las recomendaciones y reglamentos relativos a este tipo de armamentos, para evitar daños y garantizar la seguridad, estos disparos deben realizarse con un ángulo de 45 grados hacia arriba, y jamás de forma horizontal porque pueden impactar directamente contra una persona. Con ese hallazgo, editaron un video que publicaron en Instagram al mediodía siguiente, el 13 de marzo. Se volvió viral. A las pocas horas, en una conferencia de prensa, y pese a la contundencia de las imágenes, la ministra Bullrich volvió a referirse al tema y sostuvo que el gendarme no había disparado de forma horizontal, sino que la bala que le pegó a Pablo había rebotado en el piso. No dijo que Pablo nunca había estado preso ni desmintió que trabajara en la municipalidad ni aclaró que actualmente no militaba en ninguna organización.
Ese día, Fabián Grillo hizo su primera aparición televisiva. En la puerta del hospital, varios camarógrafos y periodistas estaban apostados esperando noticias del estado de salud de su hijo. Fabián dijo, enérgico:
Somos una familia de militantes y con orgullo lo decimos. La militancia no es mala… porque me enteré de lo que está diciendo la bazofia esa, la borracha que tenemos como ministra. Y ser militante es un orgullo. Él era un militante, pero también un fotógrafo y estaba trabajando. Lo que sí, por una borracha hija de puta y por un descerebrado que habla con un perro muerto, que mandan a matar, está corriendo peligro mi hijo.
Esa tarde, la del 13 de marzo, el fotógrafo cubano Kaloian Santos, que vive en Argentina desde hace 14 años, vio el video del Mapa de la Policía. Él había estado cubriendo la manifestación, como lo hacía cada miércoles, para un portal de noticias llamado El Destape Web. Era fotorreportero freelance y, además, tenía un contrato como fotógrafo en el ministerio de Cultura de la Nación desde hacía 12 años.
Apenas termino de ver el video del Mapa de la Policía digo: ʻA la misma hora, 17 y 18 minutos, yo estaba en paralelo a ese pelotón de gendarmes que ellos muestranʼ. Empiezo a buscar y entonces puedo distinguir que en mis fotos está Pablo. Sigo toda esa secuencia, viendo los microsegundos. Estuve desde las cinco de la tarde sin parar hasta que a las cuatro de la mañana veo en una de las fotos a dos personas tirando con el lanza gases —explica Kaloian, en un bar—. Una sí está tirando para arriba, como indican los protocolos, y hay otra que dispara para abajo. Digo: ʻTiene que ser esteʼ. Hago zoom y leo su nombre: Guerrero. Ahí me asusté mucho. Después de lo que pasó con Cabezas [un fotorreportero que en 1997 fue asesinado por haber investigado a un empresario ligado al poder político], los fotógrafos siempre tenemos ese temor. Pero a su vez ese miedo no me paralizó porque había un pibe, que podía haber sido yo, debatiéndose entre la vida y la muerte. Así que me dije: ʻYo tengo que compartir esta informaciónʼ.
Kaloian envió todo este material al Mapa de la Policía. Ellos cruzaron el dato con un listado oficial de gendarmes. Había muchos con ese apellido. Pero también sabían que quienes estaban disparando formaban parte de una unidad especial de la gendarmería llamada S. E. I: Sección de Empleo Inmediato. El único integrante de esa unidad con tal apellido era Héctor Jesús Guerrero.
El 31 de marzo, diez días después del hecho, Kaloian Santos recibió la noticia: su contrato en el Ministerio de Cultura no había sido renovado. “Me llamó la directora de comunicación y me dijo: ʻTu nombre vino de arriba, no pude hacer nadaʼ”.

Recuento de daños
Usa un pulóver a rayas, blancas y negras. El pelo canoso recogido en una media cola. Es mediodía, fines de abril, y María Cristina —Mari—, acaba de darle de comer a su hijo en el hospital de Agudos Ramos Mejía. Este día Pablo debía haber tenido el alta, pero aún sigue aquí.
En el plato quedan restos de lo que fue una hamburguesa con papas fritas. Se nota el cansancio en la mirada, en las ojeras, en el cuerpo que se mueve pesado y en cómo le habla a Fabián, a quien le insiste con que pida la cuenta: “Esta pobre gente tiene que cerrar el bar”, dice Mari, porque el bar del hospital cierra a las tres, y ya es casi esa hora.
Fabián está distraído, mirando el celular, respondiendo decenas de mensajes. Mari es jubilada, pero antes trabajó como bioquímica en el Hospital Interzonal de Agudos Evita, en Lanús, cerca de su casa, donde estuvo por más de 30 años. Conoce a la perfección cómo funcionan los hospitales. Sabe leer la cara de los médicos, entiende la terminología, sabe demasiadas cosas que ahora no quisiera saber.
Desde que su hijo está internado no habló con la prensa. Se le percibe enojada, molesta con los periodistas. “Si fuera por mí no habría que hablar con la prensa, esto es algo nuestro”, le dice al fotógrafo de Gatopardo mientras él le hace algunos retratos. A diferencia de su marido o su otro hijo, Emiliano, ella no usa remeras ni pines en sus prendas que piden justicia por Pablo. Parece fastidiada con la idea de que su hijo se haya vuelto estampita o mártir vivo. La noche del 12 de marzo, apenas su hijo Emiliano le contó lo que había pasado, gritó, llorando: “¿Qué tenía que hacer Pablo ahí?, ¿Por qué estaba ahí?”.
—Pablo comió bien, estaba de buen ánimo. Pudimos charlar mientras comía, ya ahora podemos charlar un poquito más. Esta mañana estaba con fiebre. Con el antibiótico le baja, pero tienen que ver de dónde es —cuenta Mari.
Frente a ella, terminando su comida, Fabián, dice:
—Tema neurológico no es. El cefalorraquídeo no… El problema de que tuvo pérdida encefálica, eso no es. Le hicieron punción, analizaron el líquido y no estaría mal.
—Le están haciendo cultivos —explica Mari.
—Puede ser también de estar acá. El virus intrahospitalario —acota Fabián.
—Hoy estuvo el psiquiatra —dice Mari.
Fabián no sabía y pregunta:
—¿El gordo o el…?
—No, el jefe.
—¿Y?
—Lo ve bien…, pero dice que hay que estimularlo porque si bien hace cosas como comer solo, muchas de las cosas no las hace por motu proprio, hay que decirle, hay que indicarle o hay que ordenarle. Entonces hay que estimular eso. Que pueda agarrar esto por motu proprio, porque tiene ganas, no indicárselo. El psiquiatra me preguntó si antes de que pasara todo esto él hacía actividades por su cuenta o había que indicarle qué hacer. Y no, él era muy activo, hacía de todo, a toda hora.
—Si vos le decías algo, hacía lo contrario —agrega Fabián, riéndose.
—Era muy hiperactivo, nada que ver a lo que es ahora… Todavía no saben si es que esto puede ser una secuela del lugar de la cabeza en el que le pegó la bala. Bueno, yo le digo bala… el gas ese.
Aquel 12 de marzo Mari había despedido a su hijo después del mediodía. Esa mañana, Pablo había ido a trabajar, como todos los días. Desde hace seis años, Pablo trabaja en el mismo hospital del cual su madre ahora está jubilada. Se encargaba del espacio verde: pintar murales en las paredes del jardín, cuidar las plantas, pensar actividades recreativas al aire libre para pacientes en rehabilitación de adicciones. Pablo pasó por su casa, almorzó algo, y se fue a la marcha. Más tarde, Mari prendió la televisión y vio a un policía pegarle con un palo a una señora que caía al piso. Decidió apagarla y empezó a mandarle mensajes a Pablo y a Fabián. Pablo no respondía. Normal. Fabián le dijo que estaba bien. Conforme pasaban las horas Mari empezó a preocuparse. Ahora Fabián tampoco la atendía y le mandaba mensajes diciéndole que en un rato iba, que no tenía buena señal. Era mentira. Ya estaba en el hospital, y no quería decirle nada por teléfono a su mujer. En cambio, Fabián sí llamo a su hijo Emiliano, que fue de inmediato para el hospital. Apenas llegó y entendió la situación, llamó a una prima de su mamá que vivía a la vuelta; le contó rápido lo que había pasado y le pidió que fuera a acompañarla hasta que él llegara y le contara todo.

Ahora, en el hospital, Mari se refiere a Pablo por momentos en pasado (“Pablo era”) y por momentos en presente (“Pablo es”). Está vivo, pero es difícil entender qué quedará de ese Pablo que ella conoció. Cuenta que siempre fue a escuelas públicas del barrio; que jugaba al futbol en el club; que dibujaba muy bien y que cuando era chiquito, y ella tenía guardias en el hospital, Pablo copiaba todos los elementos del laboratorio; que iba a muchos recitales; que aprendió a tocar el piano con un teclado eléctrico, pero después lo vendió para comprarse una bicicleta; que después pasó a la armónica; que entró a estudiar diseño industrial a la universidad de Lanús; que ahí conoció a Xoana, que era divina, que cortaron en 2015 y que después no le conocieron a otra novia; que se hizo fotógrafo porque Fabián era un aficionado; que no terminó la carrera de diseño industrial porque él quería diseñar cosas para la gente de los barrios; que tiene un carácter muy fuerte, que no es un chico fácil; que en 2015 viajó a México, empezó a sacarle fotos a los “gringos”, a cobrarle en dólares y que con eso se compró un dron; que un productor americano lo fichó (“un productor muy importante que se lo quería llevar a Estados Unidos”), pero que él no quiso; que Julieta su nieta, es la debilidad de su tío, que “se aman”.
Media hora después llegan cuatro amigos de Mari y de Fabián. “Somos como los tíos de Pablo —dice un hombre canoso, con boina y tatuaje de las Islas Malvinas en el brazo izquierdo—. Conocemos a Mari y Fabián desde que somos adolescentes”.
En el patio del hospital abren unas sillas plegables y se disponen en ronda. Circula el mate, Fabián acepta, dice que está mejor del estómago. Mari logra, durante esas horas, hasta que se hagan las cinco de la tarde y pueda volver a ver a Pablo, abstraerse: esta podría ser la plaza de su barrio o un parque. En este preciso instante no está en el hospital, con su hijo en terapia intensiva.
Gendarmería en foco
El 21 de marzo, nueve días después del hecho, la familia Grillo se presentó ante el Juzgado Criminal y Correccional Federal Número 1, a cargo de una jueza muy famosa llamada María Romilda Servini de Cubría, para ser querellante en la investigación judicial sobre las circunstancias que dejaron a Pablo en estado crítico. La investigación tiene que determinar las responsabilidades penales sobre esos hechos. Las abogadas que los representan, Claudia Cesaroni (integrante de la Liga Argentina por los Derechos Humanos) y Agustina Lloret (colaboradora del Centro de Estudios Legales y Sociales) pidieron una serie de medidas, entre ellas, convocar a declarar en calidad de imputado al gendarme Héctor Jesús Guerrero por tentativa de homicidio agravado por abuso funcional, abuso de autoridad e incumplimiento de los deberes de funcionario público. También solicitaron que se investigue la responsabilidad penal de la ministra de Seguridad Nacional, Patricia Bullrich, y de varias autoridades de la Gendarmería involucradas en el “diseño del operativo, la transmisión de órdenes y la supervisión del accionar de las fuerzas de seguridad desplegadas en las inmediaciones del Congreso contra manifestantes”.
El 7 de abril, el gendarme Héctor Guerrero se presentó ante la justicia.
Hay dos datos que llaman la atención —explica en un bar, con el sol de frente, la abogada Claudia Cesaroni—. En primer lugar, pone como domicilio legal el Edificio Centinela, es decir, el de la propia Gendarmería. Y, por otro lado, los abogados que designa son abogados de la Gendarmería. Con esto quiero decir: por supuesto que él tiene derecho a defenderse. Pero él podría haberse puesto abogados particulares o defensores públicos. Pero no. Lo defienden profesionales dentro de la Fuerza. Esto es claro: Guerrero tiene el respaldo institucional. Y no solo eso: los dos abogados que lo defienden trabajan en el estudio de otro abogado llamado Fernando Soto.
Soto es el abogado que defendió a Chocobar, el policía que en 2017 mató por la espalda a un joven que huía tras cometer un robo y fue respaldado públicamente por el presidente Mauricio Macri y Patricia Bullrich, que también era ministra de seguridad de ese gobierno, convirtiéndose en un emblema de la llamada “doctrina Chocobar”, que avala el uso letal de la fuerza en determinadas circunstancias. “Soto es cabeza jurídica de Patricia Bullrich —dice Cesaroni”.
Pocas cosas se saben de Guerrero. Nació en Orán, una localidad de Salta, provincia del noroeste argentino fronteriza con Bolivia. Proviene de una familia humilde: un padre trabajador, una madre ama de casa, varios hermanos. Entró a la fuerza en 2015, con 19 años. Ahora está pronto a cumplir 30. Según consta, tiene muy buenas calificaciones por su desempeño en la Fuerza y figuran dos certificados de aprobación de cursos sobre el “Código de Conducta para funcionarios encargados de hacer cumplir la ley”.
Guerrero está imputado, pero eso no lo inhabilita para seguir ejerciendo funciones en la Gendarmería. Nadie sabe si efectivamente continúa activo o si fue apartado. Aún no hay fechas ni para la indagatoria a Guerrero ni para un posible juicio. Los tiempos de la justicia son largos, imprevisibles. Puede ser en una semana, en tres meses o en un año.
Para la recuperación de Pablo es importante que él vea que hay una actividad judicial acorde a la gravedad de lo que le pasó —concluye Cesaroni—. Es decir, una respuesta judicial proporcional al hecho de que estuvo al borde de la muerte por el accionar de un integrante de las Fuerzas de Seguridad del Estado.
Después del 12 de marzo, las marchas de los jubilados continuaron, y también la represión. El saldo, después de cada miércoles, fue casi siempre el mismo: decenas de heridos, decenas de detenidos.

El miércoles 21 de mayo, casi dos meses después, el canal televisivo La Nación+ cubría en vivo la marcha frente al Congreso. Se veían imágenes de manifestantes discutiendo con la policía, que los iba empujando amparados por escudos. De fondo una periodista llamada Débora Plager relataba de esta manera lo que ocurría.
—Los propios manifestantes violentos que usan el escudo de prensa ¿no?, o alguna cámara para camuflarse como periodistas sabiendo que no lo son, y bueno… después ponen en riesgo a los demás compañeros.
En la marcha hay un cronista de La Nación+ llamado Pablo Corso que la interrumpe:
—Avanzan con los escudos gas pimienta para despejar, por enésima vez, hay que decirlo, Débora…. Uy, uy, uy, uy, pará, pará, pará, boludo.
—¿Qué pasó Pablo? —dice Débora.
—No, no, pará, pará, la concha de tu madre… hijo de puta —se escucha del otro lado mientras se ve cómo la cámara, que nunca se apaga, y el camarógrafo caen al suelo.
—¿Están bien, Pablo? —vuelve a preguntar la periodista.
—Ese es Diego Pérez Mendoza [el camarógrafo]… lamentablemente herido —dice un periodista que acompaña a Plager en el piso.
—Oficiales que no disciernen nada —acota otra periodista llamada Jenny que está en la mesa.
—¿Vos lo distinguías? —pregunta Plager.
—Sí, sí por la voz —afirma el periodista—. Es más. Esa es la cámara de Diego. Los vimos hoy a la mañana, imagino que está herido, por eso la cámara está en la mano. No sé cómo está Pablo porque no contesta. Son Pablo Corso, Geduan, y Diego Pérez Mendoza, nuestro equipo que lamentable ha sido herido como pueden ver. Ha quedado captado en vivo por los empujones, los palazos, por… no veo bien… ayudame, Jenny, creo que es prefectura.
—Sisi, PFA, prefectura —dice Jenny.
—Bueno perdimos el contacto —concluye Plager—. A ver si están bien porque claramente fue el avance… ahí tenemos la otra imagen de otra de las cámaras de La Nación. Pero ahí en el trabajo de Pablo Corso con Diego Pérez Mendoza, bueno, fueron sobrepasados evidentemente, por… eh… la, la…
—No. no. Por lo que se escuchó de Pablo Corso les estaban pegando —dice el periodista.
En ese mismo momento, el fotógrafo Tomás Cuesta, de 28 años —que trabaja para la agencia francesa AFP (Agence France-Presse) y para el diario La Nación— también cubría la manifestación, como cada miércoles. Según su relato:
Policías de la Federal, sin uniforme ni identificación, pero con chalecos, me rodearon y en cuatro oportunidades algunos de ellos quisieron bajarme la cámara. Yo les bajaba el brazo y seguía filmando. A la quinta vez, lograron tirarme al piso. Les decía que tenía colgada la identificación de fotógrafo, pero no me escuchaban. Ahí me rodearon gendarmes y entre uno y dos me sujetaron con fuerza del brazo. Me aplastaron la cabeza contra el piso.
Todo lo que cuenta Tomás —el momento exacto en que la policía lo reduce y lo aplasta— quedó registrado en un video que se volvió viral.
En cuanto a Pablo Corso y Diego Mendoza, ambos resultaron heridos. Corso fue alcanzado por una bala de goma y a Mendoza le arrojaron gas pimienta en la cara.
Lo que el gas no pudo borrar
El 12 de marzo, cuando Pablo recibió el impacto, Xoana estaba en Bariloche, una ciudad patagónica, en un camping sin señal. Hacía diez años que se habían separado y nunca más se habían vuelto a ver. Se habían conocido a los 19 años, en la facultad. Xoana vio que él tenía un termo con un sticker de Independiente, equipo del que también ella era hincha, entonces se acercó a hablarle. Se dieron cuenta de que vivían cerca, se volvían caminando juntos todos los días. Vivieron un romance que duró ocho años. Compartían la universidad, después la militancia, el grupo de amigos, la pasión por la música y el futbol. Pero apenas un tiempo después de convivir, decidieron separarse: “Fue rarísimo porque, aunque vivíamos cerca y más o menos nos movíamos en los mismos círculos, nunca más nos volvimos a ver —cuenta Xoana en un banco en la plaza del Congreso, a pocos metros de donde le dispararon a Pablo”.
Xoana es flaca, tiene pelo largo castaño y ondulado. Los ojos son color miel, la sonrisa de dientes parejos, una argolla en la nariz pequeña. Es una chica hermosa que fuma un cigarrillo armado.
El viernes 14 de marzo, cuando volvió a recuperar la señal mientras viajaba en un micro hacia otro pueblo, su celular estalló:
Tenía mensajes de todo el mundo. De mis amigos, mi familia, conocidos, compañeros de militancia con los que no hablaba desde hacía años, hasta de profesores de la universidad. Yo no entendía absolutamente nada de por qué me nombraban a Pablo. Me decían: ʻTe abrazoʼ, ʻte mando fuerzaʼ. Hasta que pude hablar con mi hermano y ahí me contó todo. Yo no caía, no caía. Recién fue unos días después y ahí estuve muy mal. Lloraba y rezaba. Que viva, que viva, eso es lo único que pedía.
Apenas volvió a Buenos Aires se acercó al hospital.
Fabián y Mari se pusieron muy contentos de verme —dice—. Pero yo no sabía si entrar o no a verlo a Pablo porque las cosas no habían quedado muy bien y, además, era una trampa. Si él no me quería ver, no iba a tener manera de escapar, estaba en la cama, todo entubado.
Pero un día, una amiga en común le dijo a Xoana que Pablo había preguntado por ella, que la quería ver. También le escribió Jorge y le dijo lo mismo, que Pablo preguntaba por ella. Entonces fue.
Fue raro. Ese día él estaba muy lento. Yo entré sola. Le llevé una cartuchera con un montón de lápices de colores y un bloc de hojas para dibujar. Todos me decían que estaba rebién, que estaba bárbaro, pero yo lo vi mal. Ese día parece que le habían hecho muchos estudios, estaba cansado y nada, yo me quedé remal porque él no era así, él era re inquieto, entonces me fui con una bronca…
Unas semanas después, Xoana volvió a verlo.
—Ese día nada que ver. Se reía, charlamos, me dijo que estaba podrido, que quería moverse. Estaba más activo. Antes de irme le di la mano, le dije que seguramente la próxima vez que nos veamos iba a ser en rehabilitación. Y él agarró y me dio un beso en la mano y yo me quedé como, ¡ay!, el pecho así se me hizo, se me estrujó.
—Un galán…
—Sí, mi hermana me dice: te trató como a una princesa.

Regeneración
Llegan al hospital a las 8:40 de la mañana y caminan rápido por el pasillo hasta subir al cuarto piso. Es 3 de junio. Fabián, Mari y Emiliano están nerviosos. La ambulancia para el traslado de Pablo hacia una clínica de rehabilitación está pedida para las 10 de la mañana. Pablo no lo sabe. Tantas veces estuvo a punto de irse y todo retrocedió tantos casilleros, que esta vez fueron muy cautos. Fue la enfermera que lo despertó la que le dio la noticia: “Dale, Pablito, que hoy te vas de acá”. Pablo no le creyó, pero cuando vio entrar a su habitación a los tres integrantes de su familia dijo: “No lo puedo creer”.
Afuera, en la puerta del hospital, hay cámaras de televisión, periodistas, fotógrafos y varios amigos de Pablo. A las 9:20, Fabián sale de la habitación. “Le trajimos una camiseta de Independiente. Lo están cambiando —dice en el pasillo”.
A los pocos minutos aparece Emiliano: “Pablo está muy contento, no lo puede creer”.
A las 10 de la mañana, Emiliano vuelve a aparecer por el mismo pasillo, esta vez acompañado por tres hombres con chaleco rojo que lleva la inscripción SAME, el servicio de emergencias médicas de la Ciudad de Buenos Aires. Uno de ellos empuja una silla de ruedas vacía. Se suben al ascensor, que queda detenido en el número 4. Minutos después, el ascensor comienza a descender. En el visor se proyectan los números en cuenta regresiva. Alguien abre la puerta. Sale primero un médico, y después Pablo Grillo. Lleva un gorro rojo que dice Independiente, un camisolín azul que le cubre la ropa —jogging negro, buzo negro, debajo una remera de Independiente—, y tiene una vía que le sale del cuello. Sonríe. El médico le pregunta:
—Bueno… ¿Cómo te sentís?
—Bien.
—¿Estás tranquilo?
—Sí.
Como en una procesión avanzan por el pasillo. Van Emiliano y Mari, que lleva un suéter naranja casi fluorescente. Sonríe y llora al mismo tiempo. A Pablo lo escoltan otros médicos y un hombre alto, corpulento, con un ambo celeste y una gorrita del club San Lorenzo. Ese hombre abre paso, pide permiso, aparta suavemente los celulares que intentan filmar, exige respeto. Mari y Emiliano se abrazan con los médicos y con este hombre de manera muy efusiva. Pablo entra a una salita en la que está Fabián, lo pasan de la silla de ruedas a una camilla, y entonces, al fin, sale a la vereda con una sonrisa mientras todos aplauden, lloran, cantan.
La ambulancia parte rumbo al Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio de Devoto —en la zona noroeste de la ciudad—, donde Pablo comenzará su proceso de rehabilitación. Ni sus familiares ni sus amigos quieren hablar de las secuelas que pueden quedarle. “No se sabe”, responden como un mantra. “Hay que esperar”, es la otra variante en la respuesta. Una médica explica:
Ante una lesión severa como la que tuvo, con pérdida de masa encefálica, pueden aparecer secuelas de todo tipo: en el habla, la memoria, la fuerza, la sensibilidad, o a nivel cognitivo e intelectual. Pero, al mismo tiempo, el sistema nervioso en sí mismo tiene una capacidad asombrosa para regenerar sinapsis, así que es posible que logre recuperar muchas de esas funciones.
Casi a las 11 de la mañana, las cámaras se apagan y los periodistas empiezan a irse. El hombre de ambo celeste que lo escoltaba, que se llama Marcelo, pero a quien le dicen Ángel, o Cuervo, es camillero. Fue quien lo recibió aquel 12 de marzo al borde de la muerte, quien lo llevó a la sala de urgencias, y quien durante estos casi tres meses no dejó de ir a saludarlo ni un solo día. Ahora que ya está solo llora y dice: “Discúlpame... es que se acaba de ir un amigo”.
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* Nota del editor: a la fecha de publicación de este texto, para alivio de Pablo, y alegría de familiares, amigos y el gremio periodístico, él ha salido ya del hospital y se encuentra en rehabilitación.
El 12 de marzo de 2025, durante una marcha en defensa de los jubilados que se llevaba a cabo en Buenos Aires, Argentina, un gendarme disparó un cartucho de gas lacrimógeno que impactó en la cabeza del fotorreportero Pablo Grillo. Desde entonces, ha librado una batalla entre la vida y la muerte, transformado en un emblema de la represión que ejercen las fuerzas de seguridad durante el gobierno de Javier Milei.
“En esa última ventana, ahí, ¿ves? la del cuarto piso, esa es la de Pablito. Yo voy ahí en un rato, a eso de las doce, cuando come. Lo ayudamos, come solo, eh, come solo, pero nosotros le alcanzamos las cosas”.
Son las once de la mañana del sábado 26 de abril en el Hospital General de Agudos Dr. José María Ramos Mejía, un hospital público en Once, un barrio céntrico y caótico de la ciudad de Buenos Aires. El sol entra de lleno en el jardín central, brilla en los pocos lugares en los que crece el pasto y seca los restos de la lluvia de la noche anterior que aún se manifiestan en forma de barro. El sonido de los pájaros se escucha nítido y algunas palomas se aglomeran cerca de la capilla, donde la Virgen de la medalla milagrosa, a quien muchos le atribuyen dones especialmente relacionados con la salud y situaciones de peligro, reposa en una vitrina. Fabián Grillo saluda a dos personas que están en el jardín, personal de mantenimiento del hospital. Todos lo conocen. Su hijo Pablo, de 36 años, está en terapia intensiva desde el 12 de marzo, cuando un cartucho de gas lacrimógeno disparado por un gendarme le impactó en la cabeza y se la perforó, mientras sacaba fotos, en una marcha de jubilados que reclamaban contra el ajuste económico del gobierno de Javier Milei, que entre otras cosas significa una caída real de más del 30% en los haberes.
“Hoy me trajo un amigo porque yo no estoy en condiciones de manejar —explica Fabián que tiene una remera roja con la frase ʻFuerza Pabloʼ y una foto serigrafiada de su hijo—. Tengo miedo de destrozarme, entonces generalmente me traen”.
Mari, su esposa, madre de Pablo, llegará más tarde en un auto que desde el 12 de marzo le asignó el gobierno de la provincia de Buenos Aires, de signo político contrario a Milei. “Ella se quedó en casa comprando cosas, ordenando, limpiando, porque no estamos casi nunca, estamos todos los días, todo el día acá”.
Fabián, María Cristina —Mari— y Pablo viven en la casa que era de los padres de ella en Lanús, un municipio al sur de la provincia de Buenos Aires. Emiliano, el hijo mayor, de 37 años, ya no vive con ellos. Tiene una hija, Julia, de 7 años, y, separado de su mujer, vive en el municipio de al lado, Avellaneda. Desde la casa de la familia Grillo hasta el hospital tienen —con suerte— una hora de viaje. El bar está por ahora vacío y Fabián elige una mesa frente al televisor. “Quiero ver lo del papa, me dijeron que hay carteles de Pablo”.
Hace unas horas, en Roma, fueron las exequias del papa Francisco que falleció cinco días atrás. Paralelamente, en Buenos Aires, hay una misa en la Catedral y ya varios le mandaron fotos de personas congregadas allí mostrando carteles que dicen: “Fuerza Pablo Grillo”. Fabián lleva varios rosarios colgados al cuello.
No soy creyente, pero a mí vienen y me ponen esto y yo me lo dejo. Ahora no hay nadie acá, pero en la semana viene gente, me besa, me abraza, no sabés lo que es, te traen una estampita, una nota. Me trajeron hasta un rosario bendecido por el papa, del Vaticano, es bellísimo, no sabés lo que es. Ese me lo dieron en un estuche, lo tengo en casa, es para Pablo. Es precioso. Y todo esto está vinculado con la buena onda, viste. Ponele el nombre que quieras, llamalo como quieras, pero es el deseo de la gente, la bondad, lo humano. El tipo al que le importa un carajo la vida del otro, conmigo no tiene nada que ver.
Fabián le pide al mozo un té de boldo.
—Estoy mal del estómago. Es raro, porque generalmente puedo comerme esa silla y no me cae mal.
—¿Puede ser por los nervios, tal vez?
—Y… puede ser, puede ser, una combinación de cosas…

Cuando el 12 de marzo su hijo Pablo llegó al hospital tenía el cráneo fracturado y pérdida de masa encefálica. Entró al quirófano de urgencia, pero los médicos creían que no soportaría esa primera operación. Al salir, dijeron que lo más probable era que quedara en estado vegetativo. Desde ese momento ocupa una de las 14 camas de terapia intensiva. Era, entre los que estaban en esa unidad, el de mayor gravedad. Permanecía intubado y dependía de un respirador artificial. Tras la primera, volvieron a someterlo a una segunda operación. Tampoco creían que saliera con vida. Pero lo logró. Entonces le hicieron ventanas de sedación: le bajaron los analgésicos para ver si reaccionaba a los estímulos. Lo primero que hizo fue mover las manos, las piernas, tocarse allí donde le dolía. Le sacaron el respirador y por primera vez abrió los ojos. No obstante, las ecografías, las tomografías y los estudios que le hacían daban mal. El 20 de marzo, ocho días después de haber ingresado al hospital al borde de la muerte, miró a su padre, le dijo: “Hola viejo”, y le apretó la mano.
—¿Él tiene una venda en la cabeza?
—No, ahora no, ya no la tiene… La cabeza es una pasa de uva. Tiene la parte central del cráneo, nada más. Imaginate que vos tenés dos tapas. Bueno, él está sin estas dos tapas. Imaginate… una pelota desinflada.
—La cabeza está deformada.
—Claaaaaro, algo así, sí.
Fabián tiene que combinar con un periodista porque esta tarde va a ir a la Feria del Libro. Lo invitaron a la presentación de una revista en donde hay un artículo sobre su hijo. Desde el 13 de marzo, sale prácticamente todos los días en algún medio de comunicación—diarios, radios, móviles televisivos— y va a cada lugar al que lo invitan a dar charlas. Decidieron que la familia y las abogadas sean los únicos encargados de hablar y no los médicos ni los directivos del hospital. Quieren evitar malentendidos porque hay mucho puesto en juego. Ya no es solo la vida de su hijo, sino una causa política. Fabián difunde la historia de su hijo de manera didáctica, como si pudiera escindirse de su rol de padre y ser un director de cine que cuenta la película de un chico al que le dispararon, que estuvo al borde de la muerte, y que, como Lázaro, resucitó. Sabe qué detalles contar para conmover como, por ejemplo, que le prometió a su hijo que cuando salga le va a comprar otra cámara de fotos mejor que la que tenía. Cuenta que en el hospital su hijo escucha música en un parlante que él le compró: “Desde Chopin hasta Jaime Roos”; que el primer libro que leyó después de abrir los ojos fue El principito. Y es convincente cuando dice: “Pronto le van a dar el alta y lo mandan al hospital de rehabilitación. Es cuestión de días”.
Apenas unos días después de mi primer encuentro con Fabián, Pablo salió a “pasear” por el hospital. Sus fotos sonriendo sentado en una silla de ruedas se difundieron como las primeras en las que se le ve, después de haberlo visto una y otra vez caer en loop por el disparo. Pero después de ese paseo, como en un juego de mesa, todo retrocede muchos casilleros. Pablo sigue en terapia intensiva por mes y medio, levanta fiebre, lo someten a dos operaciones más, una muy riesgosa, en la que le colocan una válvula y un catéter. Fabián también se enferma, con una fiebre alta que le impide ir al hospital por varios días. Nadie se anima a hacer un diagnóstico certero sobre cuáles podrían ser las secuelas que le queden a su hijo de por vida.
Sin embargo, este sábado 26 de abril, este sábado cálido de sol, Fabián Grillo es pura esperanza.

Entre el lente y los gases
El 12 de marzo un muchacho llamado Jorge —Jorgito, así le dicen—, llegó al Congreso alrededor de las cinco de la tarde. Había quedado en encontrarse con Pablo un rato antes, pero se atrasó al salir de su trabajo —atiende el teléfono en un call center— esperando a otro amigo.
En la Argentina, y desde agosto de 2024, los miércoles se convirtieron en un ritual de resistencia al gobierno de Javier Milei. En ese mes de agosto la oposición había logrado aprobar en el Congreso una ley que contemplaba un aumento en los haberes previsionales y una nueva fórmula de actualización automática para evitar que los jubilados siguieran perdiendo poder adquisitivo frente a la inflación. Pero el presidente, amparado en sus facultades, la vetó.
Desde entonces, cada semana los jubilados se concentran frente al Congreso para reclamar contra el ajuste y son recibidos por un operativo violento. Amparado en un protocolo llamado “antipiquetes”, sancionado por decreto presidencial, el gobierno autoriza a las fuerzas de seguridad a “dispersar” cualquier manifestación que interrumpa la circulación del tránsito. En la práctica, eso se traduce en que cada miércoles las fuerzas de seguridad reprimen con gases y golpes, protegidos con escudos, a un grupo de hombres y mujeres que rondan los 80 años: viejos y viejas con bastones, con sillas plegables, con pancartas escritas a mano. La televisión muestra cómo la policía los empuja, los hiere, los arrastra, los gasea. Por ese motivo, para el miércoles 12 de marzo de 2025, organizaciones sociales, sindicatos e hinchas de futbol autoconvocados organizaron una marcha que prometía ser masiva. La consigna era clara: no dejarlos solos.
Jorgito y Pablo Grillo solían ir juntos a esas marchas. Se conocen desde hace más de veinte años: iban a la cancha a ver al club de futbol Independiente —uno de los cinco grandes del balompié argentino—, y, del grupo de amigos, eran los únicos dos que compartían afinidad política. Habían empezado a militar en una organización kirchnerista llamada Nuevo Encuentro, pero esa etapa duró pocos años. Los dos se alejaron del partido, aunque no del compromiso político. Hace ya una década que Pablo trabaja como fotoperiodista independiente. Suele cubrir este tipo de movilizaciones y después vende sus fotos a portales o agencias de noticias. El 12 de marzo, Jorge, Jorgito, le escribió para avisarle que llegaba tarde, pero sabía que su amigo no iba a responderle: cuando estaba tomando fotos, no sacaba el celular de la mochila. Se encontraron igual, minutos después de las cinco de la tarde, en la intersección de calles Virrey Ceballos e Yrigoyen, en diagonal al Congreso de la Nación. Ese día, las fuerzas de seguridad habían desplegado un operativo descomunal: cientos de uniformados, carros hidrantes, motos, pelotones con escudos. Ya cuando se encontraron, la policía estaba disparando gases lacrimógenos a mansalva.
—Nos saludamos y nos quedamos un ratito hablando pavadas—relata Jorge en el jardín del hospital, a mediados de abril—. Él ya estaba todo gaseado, tenía la cara roja, los ojos rojos. Entonces me dice: “Vamos adelante”, y yo le digo: “Pará, estás todo hinchado, pasate a poner un spray en los ojos”. Y no, Pablo es estilo salvaje, le gusta la acción, por decirlo de alguna manera. Y se fue para adelante, no me esperó.
Jorge lo perdió de vista en el tumulto, hasta que a los pocos ¿segundos? ¿minutos? lo ubicó y lo vio caer al piso.
—Lo primero que pensé es que se había desmayado. Salí corriendo y cuando estoy llegando veo un charco de sangre. Empecé a gritar: “¡Llamen a la ambulancia!, ¡llamen al 911!, ¡le pegaron un tiro a mi amigo”. ¿Viste alguna vez sangre de masa encefálica?
—No.
—Bueno yo ya había visto. Es completamente distinta a la sangre de un cuerpo. Es entre grisácea y negra, espesa. Pensé que Pablo estaba muerto.
Ese mismo día, un hombre de 34 años llamado Nicolás había terminado, como todos los días, con los repartos de cartas en la zona de Lomas de Zamora, un municipio al sur del conurbano bonaerense. Después, tomó el tren que lo dejaba cerca del Congreso. Nicolás milita en una agrupación llamada Frente Popular Darío Santillán, una organización social. Desde los 17 años forma parte del cuerpo de bomberos de su localidad. Su padre y su tío también. Tenía una vocación de servicio que se mezclaba con la necesidad de independizarse, y apenas terminó la secundaria se fue a vivir al cuartel. Allí aprendió la historia de los bomberos, la tecnología del fuego, los materiales peligrosos, los primeros auxilios. Llegó a ganar la medalla por la mayor cantidad de salidas del año para socorrer a vecinos, y sacaba las mejores notas entre sus compañeros. Más tarde trabajó como chofer y auxiliar en una ambulancia.

Ese 12 de marzo, Nicolás llegó a la manifestación frente al Congreso unos minutos antes de las cinco de la tarde. Se cruzó con una compañera y los dos comentaron lo mismo: el despliegue de las fuerzas de seguridad era desmedido. Se tapó la cara con el buzo porque los gases lacrimógenos ya empezaban a afectarlo. Cruzó la avenida Entre Ríos para ayudar con la desconcentración, cuando vio a un grupo de personas llevando a un herido en andas.
Cuando me acerqué, vi a un herido que tenía una remera negra en la cabeza. Le apoyé la mano, y cuando levanté un centímetro la remera, vi que tenía la cabeza totalmente reventadísima —dice Nicolás una tarde, sentado en el pasto de la Plaza de Mayo, frente a la Casa Rosada—. Tenía un hueco en la cabeza y vi todo: cráneo, sangre, cerebro, grasa. Ahí empecé a mirar para todos lados y a organizar.
Por instinto, Nicolás tomó el liderazgo. Le preguntó a Pablo si lo escuchaba, pero en ese momento Pablo perdió la conciencia. Alguien alcanzó una tijera y le cortaron los tirantes de la mochila. Empezó a vomitar sangre y Nicolás pidió que lo ayudaran a ponerlo en posición lateral: tenía que cuidar que no aspirara su propio vómito.
—Llegó la ambulancia, se acercó la médica y me dijo: “Bueno, vamos a llevarlo”, y yo le dije: “No, traé una tabla”, porque se iba a desangrar. La convencí. Fue todo muy rápido.
Mientras tanto, los policías seguían disparando gases lacrimógenos. En ese momento, reapareció Jorge. Entre los tres lo subieron a la ambulancia.
—Fue machirulo de mi parte, lo sé, pero no le tenía confianza. Lamentablemente la médica estaba sobrepasada por la situación, creo yo. Entonces le digo: “Doctora vamos a ponerle oxígeno”, y ella me dijo: “No lo sé usar, este no es mi móvil, no sé cómo funciona el oxígeno central”. Por suerte estaba el oxígeno portátil —dice Nicolás.
—Ahí me di cuenta de que Pablo no estaba muerto porque movía la panza y el pecho cuando respiraba —explica Jorge.
En menos de cinco minutos llegaron al hospital de agudos Ramos Mejía. Apenas estacionaron, lo bajaron de la ambulancia y Nicolás se negó a soltarle la cabeza, aunque se lo pidieron los enfermeros que lo recibieron, hasta que entraron al shockroom, donde reciben a los pacientes más graves.
—Ahí sí, un médico muy serio me dice: “A ver, correte”, y ahí fue como que mi cerebro hizo clic y dije: “Listo, ya está, hasta acá lo mío”.
—Nico fue el primero que le salvó la vida —dice Fabián, su padre, tiempo después—. Sin esas decisiones claves que tomó, Pablo seguramente no seguiría vivo.
Pasadas las cinco de la tarde, Fabián recibió un mensaje de Jorge. “Venite acá al Ramos Mejía que estoy acá con Pablo que está lastimado”. Fabián también estaba en las inmediaciones del Congreso. Ese día no había ido a trabajar. Está en la parte de logística de una empresa de distribución de energía eléctrica, Edenor, y, como le adeudan vacaciones, se tomaba todos los miércoles. Solía ir a las marchas desde que era adolescente y militaba en el Partido Comunista donde conoció a María Cristina, su esposa. Aunque Pablo vive en casa de sus padres, en el piso de arriba, ese día no fueron juntos. Pablo se había ido más temprano, en tren. Fabián prefirió salir un poco más tarde e ir en colectivo. Había intentado comunicarse con su hijo cuando llegó a la manifestación, cuando vio que la represión alcanzaba una violencia inusual. Pero, como siempre, Pablo no lo atendió. Al recibir el mensaje de Jorge, lo primero que pensó Fabián fue que a su hijo le habían disparado en el pie. Llamó a Jorge, para saber más, pero el amigo de su hijo insistía en que fuera, insistía con la palabra “lastimadura”.
—Esa noticia se tiene que dar en persona, imaginate si yo le iba a decir algo así por teléfono —dice Jorge.
—Jorgito estuvo bien, si me lo decía por teléfono yo no iba a soportarlo.
Fabián encontró un taxi y le indicó que lo llevara al hospital. Allí se encontró con Jorge y con Nicolás. Le dijeron algunas cosas como “lo están viendo”, “lo están atendiendo”, “tiene sangre en la cabeza”, “movía las manos”. De pronto, una doctora salió a su encuentro. “Ahí me dice la verdad. Que Pablo está muy grave y que lo iban a operar en ese mismo momento. Y ahí… ahí se me vino el mundo abajo”.

Crónica de la herida
Esa noche, la del 12 de marzo, a las 21 horas, un periodista llamado Luis Majul, desde el canal de noticias La Nación+, sacó al aire por teléfono a la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich. Bullrich es una figura muy conocida para cualquier argentino: forma parte de lo que el propio presidente de la nación, Javier Milei, llama “la casta política”; es decir, alguien que hace décadas ocupa cargos públicos. Ha pasado por distintos partidos y siempre se mantuvo cerca del poder, más allá de quién gobierne. En la televisión, mientras la ministra estaba al teléfono, se veía la imagen de un patrullero dado vuelta. El periodista dice:
—Esto que estamos viendo ahora es una vergüenza para un país ¿no? Un patrullero dado vuelta, incendiado, y hay gente que lo normaliza... Eso es lo que no me entra en la cabeza…
—Sí, bueno, uno de los que está preso, dicen que es un periodista, trabajaba en el ministerio de justicia y era candidato de Lanús de Julián Álvarez (intendente peronista, aliado del kirchnerismo, la oposición de Milei). Se llama Pablo Grillo, es un militante kirchnerista que hoy trabaja en la municipalidad de Lanús, para darles una idea…
—Una idea, ajá —reafirmó el periodista.
A esa misma hora, Pablo no estaba detenido. Estaba en el quirófano.
Ese mismo día, el sociólogo Mario Santucho, que dirige la revista Crisis, había estado en la manifestación porque desde mediados de junio del 2022 creó, junto a otras organizaciones sociales, colectivos políticos y de derechos humanos, un dispositivo llamado Mapa de la policía. Se trata de una página de internet que tiene como objetivo “ponerles rostro a los poderes”, concretamente, al poder de la policía. Una herramienta ciudadana para controlar a las fuerzas de seguridad. Se encargan de monitorear cada vez que el gobierno de Javier Milei reprime una manifestación. Para eso trabajan con un método que se llama “arquitectura forense” que se basa en la reunión masiva de imágenes procedentes de diferentes fuentes, sobre todo de videos y fotos de ciudadanos que van a la manifestación. Ese día percibieron desde el comienzo que el despliegue de la policía era descomunal. Había integrantes de la Gendarmería, la Policía Federal Argentina, la Policía de Seguridad Aeroportuaria, la Prefectura y la Policía de la Ciudad.
Durante todo el día, Santucho y varios de sus compañeros empezaron a recibir material proveniente de distintos fotoperiodistas y gente común. Supieron, con el correr de las horas, que un chico llamado Pablo Grillo estaba herido de gravedad después de haber recibido el impacto de un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza, aunque todavía no estaba claro de qué manera y cómo había ocurrido. Esa noche se reunieron en la sede de la Tribu, una histórica radio comunitaria, y empezaron a bajar toda la información, sumada a las imágenes y los drones de los canales de noticias.
A las 9 de la noche nos llega la información de que hay un video donde se ve cómo cae Pablo Grillo. Lo vemos y eso se lo mandamos a dos peritos científicos, Willy Pregliasco y Martín Onetto, que colaboran con el Mapa. Esa madrugada, Willy reconstruye dos cosas. Primero, que la hora del impacto fue exactamente a las 17 y 18 minutos. Y, por otro lado, cruzando varios videos, determina a través de la trayectoria del proyectil que el disparo lo hizo alguien de forma horizontal —explica Mario Santucho, un día de fines de mayo.

Según todas las recomendaciones y reglamentos relativos a este tipo de armamentos, para evitar daños y garantizar la seguridad, estos disparos deben realizarse con un ángulo de 45 grados hacia arriba, y jamás de forma horizontal porque pueden impactar directamente contra una persona. Con ese hallazgo, editaron un video que publicaron en Instagram al mediodía siguiente, el 13 de marzo. Se volvió viral. A las pocas horas, en una conferencia de prensa, y pese a la contundencia de las imágenes, la ministra Bullrich volvió a referirse al tema y sostuvo que el gendarme no había disparado de forma horizontal, sino que la bala que le pegó a Pablo había rebotado en el piso. No dijo que Pablo nunca había estado preso ni desmintió que trabajara en la municipalidad ni aclaró que actualmente no militaba en ninguna organización.
Ese día, Fabián Grillo hizo su primera aparición televisiva. En la puerta del hospital, varios camarógrafos y periodistas estaban apostados esperando noticias del estado de salud de su hijo. Fabián dijo, enérgico:
Somos una familia de militantes y con orgullo lo decimos. La militancia no es mala… porque me enteré de lo que está diciendo la bazofia esa, la borracha que tenemos como ministra. Y ser militante es un orgullo. Él era un militante, pero también un fotógrafo y estaba trabajando. Lo que sí, por una borracha hija de puta y por un descerebrado que habla con un perro muerto, que mandan a matar, está corriendo peligro mi hijo.
Esa tarde, la del 13 de marzo, el fotógrafo cubano Kaloian Santos, que vive en Argentina desde hace 14 años, vio el video del Mapa de la Policía. Él había estado cubriendo la manifestación, como lo hacía cada miércoles, para un portal de noticias llamado El Destape Web. Era fotorreportero freelance y, además, tenía un contrato como fotógrafo en el ministerio de Cultura de la Nación desde hacía 12 años.
Apenas termino de ver el video del Mapa de la Policía digo: ʻA la misma hora, 17 y 18 minutos, yo estaba en paralelo a ese pelotón de gendarmes que ellos muestranʼ. Empiezo a buscar y entonces puedo distinguir que en mis fotos está Pablo. Sigo toda esa secuencia, viendo los microsegundos. Estuve desde las cinco de la tarde sin parar hasta que a las cuatro de la mañana veo en una de las fotos a dos personas tirando con el lanza gases —explica Kaloian, en un bar—. Una sí está tirando para arriba, como indican los protocolos, y hay otra que dispara para abajo. Digo: ʻTiene que ser esteʼ. Hago zoom y leo su nombre: Guerrero. Ahí me asusté mucho. Después de lo que pasó con Cabezas [un fotorreportero que en 1997 fue asesinado por haber investigado a un empresario ligado al poder político], los fotógrafos siempre tenemos ese temor. Pero a su vez ese miedo no me paralizó porque había un pibe, que podía haber sido yo, debatiéndose entre la vida y la muerte. Así que me dije: ʻYo tengo que compartir esta informaciónʼ.
Kaloian envió todo este material al Mapa de la Policía. Ellos cruzaron el dato con un listado oficial de gendarmes. Había muchos con ese apellido. Pero también sabían que quienes estaban disparando formaban parte de una unidad especial de la gendarmería llamada S. E. I: Sección de Empleo Inmediato. El único integrante de esa unidad con tal apellido era Héctor Jesús Guerrero.
El 31 de marzo, diez días después del hecho, Kaloian Santos recibió la noticia: su contrato en el Ministerio de Cultura no había sido renovado. “Me llamó la directora de comunicación y me dijo: ʻTu nombre vino de arriba, no pude hacer nadaʼ”.

Recuento de daños
Usa un pulóver a rayas, blancas y negras. El pelo canoso recogido en una media cola. Es mediodía, fines de abril, y María Cristina —Mari—, acaba de darle de comer a su hijo en el hospital de Agudos Ramos Mejía. Este día Pablo debía haber tenido el alta, pero aún sigue aquí.
En el plato quedan restos de lo que fue una hamburguesa con papas fritas. Se nota el cansancio en la mirada, en las ojeras, en el cuerpo que se mueve pesado y en cómo le habla a Fabián, a quien le insiste con que pida la cuenta: “Esta pobre gente tiene que cerrar el bar”, dice Mari, porque el bar del hospital cierra a las tres, y ya es casi esa hora.
Fabián está distraído, mirando el celular, respondiendo decenas de mensajes. Mari es jubilada, pero antes trabajó como bioquímica en el Hospital Interzonal de Agudos Evita, en Lanús, cerca de su casa, donde estuvo por más de 30 años. Conoce a la perfección cómo funcionan los hospitales. Sabe leer la cara de los médicos, entiende la terminología, sabe demasiadas cosas que ahora no quisiera saber.
Desde que su hijo está internado no habló con la prensa. Se le percibe enojada, molesta con los periodistas. “Si fuera por mí no habría que hablar con la prensa, esto es algo nuestro”, le dice al fotógrafo de Gatopardo mientras él le hace algunos retratos. A diferencia de su marido o su otro hijo, Emiliano, ella no usa remeras ni pines en sus prendas que piden justicia por Pablo. Parece fastidiada con la idea de que su hijo se haya vuelto estampita o mártir vivo. La noche del 12 de marzo, apenas su hijo Emiliano le contó lo que había pasado, gritó, llorando: “¿Qué tenía que hacer Pablo ahí?, ¿Por qué estaba ahí?”.
—Pablo comió bien, estaba de buen ánimo. Pudimos charlar mientras comía, ya ahora podemos charlar un poquito más. Esta mañana estaba con fiebre. Con el antibiótico le baja, pero tienen que ver de dónde es —cuenta Mari.
Frente a ella, terminando su comida, Fabián, dice:
—Tema neurológico no es. El cefalorraquídeo no… El problema de que tuvo pérdida encefálica, eso no es. Le hicieron punción, analizaron el líquido y no estaría mal.
—Le están haciendo cultivos —explica Mari.
—Puede ser también de estar acá. El virus intrahospitalario —acota Fabián.
—Hoy estuvo el psiquiatra —dice Mari.
Fabián no sabía y pregunta:
—¿El gordo o el…?
—No, el jefe.
—¿Y?
—Lo ve bien…, pero dice que hay que estimularlo porque si bien hace cosas como comer solo, muchas de las cosas no las hace por motu proprio, hay que decirle, hay que indicarle o hay que ordenarle. Entonces hay que estimular eso. Que pueda agarrar esto por motu proprio, porque tiene ganas, no indicárselo. El psiquiatra me preguntó si antes de que pasara todo esto él hacía actividades por su cuenta o había que indicarle qué hacer. Y no, él era muy activo, hacía de todo, a toda hora.
—Si vos le decías algo, hacía lo contrario —agrega Fabián, riéndose.
—Era muy hiperactivo, nada que ver a lo que es ahora… Todavía no saben si es que esto puede ser una secuela del lugar de la cabeza en el que le pegó la bala. Bueno, yo le digo bala… el gas ese.
Aquel 12 de marzo Mari había despedido a su hijo después del mediodía. Esa mañana, Pablo había ido a trabajar, como todos los días. Desde hace seis años, Pablo trabaja en el mismo hospital del cual su madre ahora está jubilada. Se encargaba del espacio verde: pintar murales en las paredes del jardín, cuidar las plantas, pensar actividades recreativas al aire libre para pacientes en rehabilitación de adicciones. Pablo pasó por su casa, almorzó algo, y se fue a la marcha. Más tarde, Mari prendió la televisión y vio a un policía pegarle con un palo a una señora que caía al piso. Decidió apagarla y empezó a mandarle mensajes a Pablo y a Fabián. Pablo no respondía. Normal. Fabián le dijo que estaba bien. Conforme pasaban las horas Mari empezó a preocuparse. Ahora Fabián tampoco la atendía y le mandaba mensajes diciéndole que en un rato iba, que no tenía buena señal. Era mentira. Ya estaba en el hospital, y no quería decirle nada por teléfono a su mujer. En cambio, Fabián sí llamo a su hijo Emiliano, que fue de inmediato para el hospital. Apenas llegó y entendió la situación, llamó a una prima de su mamá que vivía a la vuelta; le contó rápido lo que había pasado y le pidió que fuera a acompañarla hasta que él llegara y le contara todo.

Ahora, en el hospital, Mari se refiere a Pablo por momentos en pasado (“Pablo era”) y por momentos en presente (“Pablo es”). Está vivo, pero es difícil entender qué quedará de ese Pablo que ella conoció. Cuenta que siempre fue a escuelas públicas del barrio; que jugaba al futbol en el club; que dibujaba muy bien y que cuando era chiquito, y ella tenía guardias en el hospital, Pablo copiaba todos los elementos del laboratorio; que iba a muchos recitales; que aprendió a tocar el piano con un teclado eléctrico, pero después lo vendió para comprarse una bicicleta; que después pasó a la armónica; que entró a estudiar diseño industrial a la universidad de Lanús; que ahí conoció a Xoana, que era divina, que cortaron en 2015 y que después no le conocieron a otra novia; que se hizo fotógrafo porque Fabián era un aficionado; que no terminó la carrera de diseño industrial porque él quería diseñar cosas para la gente de los barrios; que tiene un carácter muy fuerte, que no es un chico fácil; que en 2015 viajó a México, empezó a sacarle fotos a los “gringos”, a cobrarle en dólares y que con eso se compró un dron; que un productor americano lo fichó (“un productor muy importante que se lo quería llevar a Estados Unidos”), pero que él no quiso; que Julieta su nieta, es la debilidad de su tío, que “se aman”.
Media hora después llegan cuatro amigos de Mari y de Fabián. “Somos como los tíos de Pablo —dice un hombre canoso, con boina y tatuaje de las Islas Malvinas en el brazo izquierdo—. Conocemos a Mari y Fabián desde que somos adolescentes”.
En el patio del hospital abren unas sillas plegables y se disponen en ronda. Circula el mate, Fabián acepta, dice que está mejor del estómago. Mari logra, durante esas horas, hasta que se hagan las cinco de la tarde y pueda volver a ver a Pablo, abstraerse: esta podría ser la plaza de su barrio o un parque. En este preciso instante no está en el hospital, con su hijo en terapia intensiva.
Gendarmería en foco
El 21 de marzo, nueve días después del hecho, la familia Grillo se presentó ante el Juzgado Criminal y Correccional Federal Número 1, a cargo de una jueza muy famosa llamada María Romilda Servini de Cubría, para ser querellante en la investigación judicial sobre las circunstancias que dejaron a Pablo en estado crítico. La investigación tiene que determinar las responsabilidades penales sobre esos hechos. Las abogadas que los representan, Claudia Cesaroni (integrante de la Liga Argentina por los Derechos Humanos) y Agustina Lloret (colaboradora del Centro de Estudios Legales y Sociales) pidieron una serie de medidas, entre ellas, convocar a declarar en calidad de imputado al gendarme Héctor Jesús Guerrero por tentativa de homicidio agravado por abuso funcional, abuso de autoridad e incumplimiento de los deberes de funcionario público. También solicitaron que se investigue la responsabilidad penal de la ministra de Seguridad Nacional, Patricia Bullrich, y de varias autoridades de la Gendarmería involucradas en el “diseño del operativo, la transmisión de órdenes y la supervisión del accionar de las fuerzas de seguridad desplegadas en las inmediaciones del Congreso contra manifestantes”.
El 7 de abril, el gendarme Héctor Guerrero se presentó ante la justicia.
Hay dos datos que llaman la atención —explica en un bar, con el sol de frente, la abogada Claudia Cesaroni—. En primer lugar, pone como domicilio legal el Edificio Centinela, es decir, el de la propia Gendarmería. Y, por otro lado, los abogados que designa son abogados de la Gendarmería. Con esto quiero decir: por supuesto que él tiene derecho a defenderse. Pero él podría haberse puesto abogados particulares o defensores públicos. Pero no. Lo defienden profesionales dentro de la Fuerza. Esto es claro: Guerrero tiene el respaldo institucional. Y no solo eso: los dos abogados que lo defienden trabajan en el estudio de otro abogado llamado Fernando Soto.
Soto es el abogado que defendió a Chocobar, el policía que en 2017 mató por la espalda a un joven que huía tras cometer un robo y fue respaldado públicamente por el presidente Mauricio Macri y Patricia Bullrich, que también era ministra de seguridad de ese gobierno, convirtiéndose en un emblema de la llamada “doctrina Chocobar”, que avala el uso letal de la fuerza en determinadas circunstancias. “Soto es cabeza jurídica de Patricia Bullrich —dice Cesaroni”.
Pocas cosas se saben de Guerrero. Nació en Orán, una localidad de Salta, provincia del noroeste argentino fronteriza con Bolivia. Proviene de una familia humilde: un padre trabajador, una madre ama de casa, varios hermanos. Entró a la fuerza en 2015, con 19 años. Ahora está pronto a cumplir 30. Según consta, tiene muy buenas calificaciones por su desempeño en la Fuerza y figuran dos certificados de aprobación de cursos sobre el “Código de Conducta para funcionarios encargados de hacer cumplir la ley”.
Guerrero está imputado, pero eso no lo inhabilita para seguir ejerciendo funciones en la Gendarmería. Nadie sabe si efectivamente continúa activo o si fue apartado. Aún no hay fechas ni para la indagatoria a Guerrero ni para un posible juicio. Los tiempos de la justicia son largos, imprevisibles. Puede ser en una semana, en tres meses o en un año.
Para la recuperación de Pablo es importante que él vea que hay una actividad judicial acorde a la gravedad de lo que le pasó —concluye Cesaroni—. Es decir, una respuesta judicial proporcional al hecho de que estuvo al borde de la muerte por el accionar de un integrante de las Fuerzas de Seguridad del Estado.
Después del 12 de marzo, las marchas de los jubilados continuaron, y también la represión. El saldo, después de cada miércoles, fue casi siempre el mismo: decenas de heridos, decenas de detenidos.

El miércoles 21 de mayo, casi dos meses después, el canal televisivo La Nación+ cubría en vivo la marcha frente al Congreso. Se veían imágenes de manifestantes discutiendo con la policía, que los iba empujando amparados por escudos. De fondo una periodista llamada Débora Plager relataba de esta manera lo que ocurría.
—Los propios manifestantes violentos que usan el escudo de prensa ¿no?, o alguna cámara para camuflarse como periodistas sabiendo que no lo son, y bueno… después ponen en riesgo a los demás compañeros.
En la marcha hay un cronista de La Nación+ llamado Pablo Corso que la interrumpe:
—Avanzan con los escudos gas pimienta para despejar, por enésima vez, hay que decirlo, Débora…. Uy, uy, uy, uy, pará, pará, pará, boludo.
—¿Qué pasó Pablo? —dice Débora.
—No, no, pará, pará, la concha de tu madre… hijo de puta —se escucha del otro lado mientras se ve cómo la cámara, que nunca se apaga, y el camarógrafo caen al suelo.
—¿Están bien, Pablo? —vuelve a preguntar la periodista.
—Ese es Diego Pérez Mendoza [el camarógrafo]… lamentablemente herido —dice un periodista que acompaña a Plager en el piso.
—Oficiales que no disciernen nada —acota otra periodista llamada Jenny que está en la mesa.
—¿Vos lo distinguías? —pregunta Plager.
—Sí, sí por la voz —afirma el periodista—. Es más. Esa es la cámara de Diego. Los vimos hoy a la mañana, imagino que está herido, por eso la cámara está en la mano. No sé cómo está Pablo porque no contesta. Son Pablo Corso, Geduan, y Diego Pérez Mendoza, nuestro equipo que lamentable ha sido herido como pueden ver. Ha quedado captado en vivo por los empujones, los palazos, por… no veo bien… ayudame, Jenny, creo que es prefectura.
—Sisi, PFA, prefectura —dice Jenny.
—Bueno perdimos el contacto —concluye Plager—. A ver si están bien porque claramente fue el avance… ahí tenemos la otra imagen de otra de las cámaras de La Nación. Pero ahí en el trabajo de Pablo Corso con Diego Pérez Mendoza, bueno, fueron sobrepasados evidentemente, por… eh… la, la…
—No. no. Por lo que se escuchó de Pablo Corso les estaban pegando —dice el periodista.
En ese mismo momento, el fotógrafo Tomás Cuesta, de 28 años —que trabaja para la agencia francesa AFP (Agence France-Presse) y para el diario La Nación— también cubría la manifestación, como cada miércoles. Según su relato:
Policías de la Federal, sin uniforme ni identificación, pero con chalecos, me rodearon y en cuatro oportunidades algunos de ellos quisieron bajarme la cámara. Yo les bajaba el brazo y seguía filmando. A la quinta vez, lograron tirarme al piso. Les decía que tenía colgada la identificación de fotógrafo, pero no me escuchaban. Ahí me rodearon gendarmes y entre uno y dos me sujetaron con fuerza del brazo. Me aplastaron la cabeza contra el piso.
Todo lo que cuenta Tomás —el momento exacto en que la policía lo reduce y lo aplasta— quedó registrado en un video que se volvió viral.
En cuanto a Pablo Corso y Diego Mendoza, ambos resultaron heridos. Corso fue alcanzado por una bala de goma y a Mendoza le arrojaron gas pimienta en la cara.
Lo que el gas no pudo borrar
El 12 de marzo, cuando Pablo recibió el impacto, Xoana estaba en Bariloche, una ciudad patagónica, en un camping sin señal. Hacía diez años que se habían separado y nunca más se habían vuelto a ver. Se habían conocido a los 19 años, en la facultad. Xoana vio que él tenía un termo con un sticker de Independiente, equipo del que también ella era hincha, entonces se acercó a hablarle. Se dieron cuenta de que vivían cerca, se volvían caminando juntos todos los días. Vivieron un romance que duró ocho años. Compartían la universidad, después la militancia, el grupo de amigos, la pasión por la música y el futbol. Pero apenas un tiempo después de convivir, decidieron separarse: “Fue rarísimo porque, aunque vivíamos cerca y más o menos nos movíamos en los mismos círculos, nunca más nos volvimos a ver —cuenta Xoana en un banco en la plaza del Congreso, a pocos metros de donde le dispararon a Pablo”.
Xoana es flaca, tiene pelo largo castaño y ondulado. Los ojos son color miel, la sonrisa de dientes parejos, una argolla en la nariz pequeña. Es una chica hermosa que fuma un cigarrillo armado.
El viernes 14 de marzo, cuando volvió a recuperar la señal mientras viajaba en un micro hacia otro pueblo, su celular estalló:
Tenía mensajes de todo el mundo. De mis amigos, mi familia, conocidos, compañeros de militancia con los que no hablaba desde hacía años, hasta de profesores de la universidad. Yo no entendía absolutamente nada de por qué me nombraban a Pablo. Me decían: ʻTe abrazoʼ, ʻte mando fuerzaʼ. Hasta que pude hablar con mi hermano y ahí me contó todo. Yo no caía, no caía. Recién fue unos días después y ahí estuve muy mal. Lloraba y rezaba. Que viva, que viva, eso es lo único que pedía.
Apenas volvió a Buenos Aires se acercó al hospital.
Fabián y Mari se pusieron muy contentos de verme —dice—. Pero yo no sabía si entrar o no a verlo a Pablo porque las cosas no habían quedado muy bien y, además, era una trampa. Si él no me quería ver, no iba a tener manera de escapar, estaba en la cama, todo entubado.
Pero un día, una amiga en común le dijo a Xoana que Pablo había preguntado por ella, que la quería ver. También le escribió Jorge y le dijo lo mismo, que Pablo preguntaba por ella. Entonces fue.
Fue raro. Ese día él estaba muy lento. Yo entré sola. Le llevé una cartuchera con un montón de lápices de colores y un bloc de hojas para dibujar. Todos me decían que estaba rebién, que estaba bárbaro, pero yo lo vi mal. Ese día parece que le habían hecho muchos estudios, estaba cansado y nada, yo me quedé remal porque él no era así, él era re inquieto, entonces me fui con una bronca…
Unas semanas después, Xoana volvió a verlo.
—Ese día nada que ver. Se reía, charlamos, me dijo que estaba podrido, que quería moverse. Estaba más activo. Antes de irme le di la mano, le dije que seguramente la próxima vez que nos veamos iba a ser en rehabilitación. Y él agarró y me dio un beso en la mano y yo me quedé como, ¡ay!, el pecho así se me hizo, se me estrujó.
—Un galán…
—Sí, mi hermana me dice: te trató como a una princesa.

Regeneración
Llegan al hospital a las 8:40 de la mañana y caminan rápido por el pasillo hasta subir al cuarto piso. Es 3 de junio. Fabián, Mari y Emiliano están nerviosos. La ambulancia para el traslado de Pablo hacia una clínica de rehabilitación está pedida para las 10 de la mañana. Pablo no lo sabe. Tantas veces estuvo a punto de irse y todo retrocedió tantos casilleros, que esta vez fueron muy cautos. Fue la enfermera que lo despertó la que le dio la noticia: “Dale, Pablito, que hoy te vas de acá”. Pablo no le creyó, pero cuando vio entrar a su habitación a los tres integrantes de su familia dijo: “No lo puedo creer”.
Afuera, en la puerta del hospital, hay cámaras de televisión, periodistas, fotógrafos y varios amigos de Pablo. A las 9:20, Fabián sale de la habitación. “Le trajimos una camiseta de Independiente. Lo están cambiando —dice en el pasillo”.
A los pocos minutos aparece Emiliano: “Pablo está muy contento, no lo puede creer”.
A las 10 de la mañana, Emiliano vuelve a aparecer por el mismo pasillo, esta vez acompañado por tres hombres con chaleco rojo que lleva la inscripción SAME, el servicio de emergencias médicas de la Ciudad de Buenos Aires. Uno de ellos empuja una silla de ruedas vacía. Se suben al ascensor, que queda detenido en el número 4. Minutos después, el ascensor comienza a descender. En el visor se proyectan los números en cuenta regresiva. Alguien abre la puerta. Sale primero un médico, y después Pablo Grillo. Lleva un gorro rojo que dice Independiente, un camisolín azul que le cubre la ropa —jogging negro, buzo negro, debajo una remera de Independiente—, y tiene una vía que le sale del cuello. Sonríe. El médico le pregunta:
—Bueno… ¿Cómo te sentís?
—Bien.
—¿Estás tranquilo?
—Sí.
Como en una procesión avanzan por el pasillo. Van Emiliano y Mari, que lleva un suéter naranja casi fluorescente. Sonríe y llora al mismo tiempo. A Pablo lo escoltan otros médicos y un hombre alto, corpulento, con un ambo celeste y una gorrita del club San Lorenzo. Ese hombre abre paso, pide permiso, aparta suavemente los celulares que intentan filmar, exige respeto. Mari y Emiliano se abrazan con los médicos y con este hombre de manera muy efusiva. Pablo entra a una salita en la que está Fabián, lo pasan de la silla de ruedas a una camilla, y entonces, al fin, sale a la vereda con una sonrisa mientras todos aplauden, lloran, cantan.
La ambulancia parte rumbo al Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio de Devoto —en la zona noroeste de la ciudad—, donde Pablo comenzará su proceso de rehabilitación. Ni sus familiares ni sus amigos quieren hablar de las secuelas que pueden quedarle. “No se sabe”, responden como un mantra. “Hay que esperar”, es la otra variante en la respuesta. Una médica explica:
Ante una lesión severa como la que tuvo, con pérdida de masa encefálica, pueden aparecer secuelas de todo tipo: en el habla, la memoria, la fuerza, la sensibilidad, o a nivel cognitivo e intelectual. Pero, al mismo tiempo, el sistema nervioso en sí mismo tiene una capacidad asombrosa para regenerar sinapsis, así que es posible que logre recuperar muchas de esas funciones.
Casi a las 11 de la mañana, las cámaras se apagan y los periodistas empiezan a irse. El hombre de ambo celeste que lo escoltaba, que se llama Marcelo, pero a quien le dicen Ángel, o Cuervo, es camillero. Fue quien lo recibió aquel 12 de marzo al borde de la muerte, quien lo llevó a la sala de urgencias, y quien durante estos casi tres meses no dejó de ir a saludarlo ni un solo día. Ahora que ya está solo llora y dice: “Discúlpame... es que se acaba de ir un amigo”.
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* Nota del editor: a la fecha de publicación de este texto, para alivio de Pablo, y alegría de familiares, amigos y el gremio periodístico, él ha salido ya del hospital y se encuentra en rehabilitación.

Pablo Grillo recibe el alta de Terapia Intensiva, luego de casi tres meses de su internación, tras haber sido gravemente herido por el ataque de un gendarme durante la represión a la protesta de jubilados del 12 de marzo pasado.
El 12 de marzo de 2025, durante una marcha en defensa de los jubilados que se llevaba a cabo en Buenos Aires, Argentina, un gendarme disparó un cartucho de gas lacrimógeno que impactó en la cabeza del fotorreportero Pablo Grillo. Desde entonces, ha librado una batalla entre la vida y la muerte, transformado en un emblema de la represión que ejercen las fuerzas de seguridad durante el gobierno de Javier Milei.
“En esa última ventana, ahí, ¿ves? la del cuarto piso, esa es la de Pablito. Yo voy ahí en un rato, a eso de las doce, cuando come. Lo ayudamos, come solo, eh, come solo, pero nosotros le alcanzamos las cosas”.
Son las once de la mañana del sábado 26 de abril en el Hospital General de Agudos Dr. José María Ramos Mejía, un hospital público en Once, un barrio céntrico y caótico de la ciudad de Buenos Aires. El sol entra de lleno en el jardín central, brilla en los pocos lugares en los que crece el pasto y seca los restos de la lluvia de la noche anterior que aún se manifiestan en forma de barro. El sonido de los pájaros se escucha nítido y algunas palomas se aglomeran cerca de la capilla, donde la Virgen de la medalla milagrosa, a quien muchos le atribuyen dones especialmente relacionados con la salud y situaciones de peligro, reposa en una vitrina. Fabián Grillo saluda a dos personas que están en el jardín, personal de mantenimiento del hospital. Todos lo conocen. Su hijo Pablo, de 36 años, está en terapia intensiva desde el 12 de marzo, cuando un cartucho de gas lacrimógeno disparado por un gendarme le impactó en la cabeza y se la perforó, mientras sacaba fotos, en una marcha de jubilados que reclamaban contra el ajuste económico del gobierno de Javier Milei, que entre otras cosas significa una caída real de más del 30% en los haberes.
“Hoy me trajo un amigo porque yo no estoy en condiciones de manejar —explica Fabián que tiene una remera roja con la frase ʻFuerza Pabloʼ y una foto serigrafiada de su hijo—. Tengo miedo de destrozarme, entonces generalmente me traen”.
Mari, su esposa, madre de Pablo, llegará más tarde en un auto que desde el 12 de marzo le asignó el gobierno de la provincia de Buenos Aires, de signo político contrario a Milei. “Ella se quedó en casa comprando cosas, ordenando, limpiando, porque no estamos casi nunca, estamos todos los días, todo el día acá”.
Fabián, María Cristina —Mari— y Pablo viven en la casa que era de los padres de ella en Lanús, un municipio al sur de la provincia de Buenos Aires. Emiliano, el hijo mayor, de 37 años, ya no vive con ellos. Tiene una hija, Julia, de 7 años, y, separado de su mujer, vive en el municipio de al lado, Avellaneda. Desde la casa de la familia Grillo hasta el hospital tienen —con suerte— una hora de viaje. El bar está por ahora vacío y Fabián elige una mesa frente al televisor. “Quiero ver lo del papa, me dijeron que hay carteles de Pablo”.
Hace unas horas, en Roma, fueron las exequias del papa Francisco que falleció cinco días atrás. Paralelamente, en Buenos Aires, hay una misa en la Catedral y ya varios le mandaron fotos de personas congregadas allí mostrando carteles que dicen: “Fuerza Pablo Grillo”. Fabián lleva varios rosarios colgados al cuello.
No soy creyente, pero a mí vienen y me ponen esto y yo me lo dejo. Ahora no hay nadie acá, pero en la semana viene gente, me besa, me abraza, no sabés lo que es, te traen una estampita, una nota. Me trajeron hasta un rosario bendecido por el papa, del Vaticano, es bellísimo, no sabés lo que es. Ese me lo dieron en un estuche, lo tengo en casa, es para Pablo. Es precioso. Y todo esto está vinculado con la buena onda, viste. Ponele el nombre que quieras, llamalo como quieras, pero es el deseo de la gente, la bondad, lo humano. El tipo al que le importa un carajo la vida del otro, conmigo no tiene nada que ver.
Fabián le pide al mozo un té de boldo.
—Estoy mal del estómago. Es raro, porque generalmente puedo comerme esa silla y no me cae mal.
—¿Puede ser por los nervios, tal vez?
—Y… puede ser, puede ser, una combinación de cosas…

Cuando el 12 de marzo su hijo Pablo llegó al hospital tenía el cráneo fracturado y pérdida de masa encefálica. Entró al quirófano de urgencia, pero los médicos creían que no soportaría esa primera operación. Al salir, dijeron que lo más probable era que quedara en estado vegetativo. Desde ese momento ocupa una de las 14 camas de terapia intensiva. Era, entre los que estaban en esa unidad, el de mayor gravedad. Permanecía intubado y dependía de un respirador artificial. Tras la primera, volvieron a someterlo a una segunda operación. Tampoco creían que saliera con vida. Pero lo logró. Entonces le hicieron ventanas de sedación: le bajaron los analgésicos para ver si reaccionaba a los estímulos. Lo primero que hizo fue mover las manos, las piernas, tocarse allí donde le dolía. Le sacaron el respirador y por primera vez abrió los ojos. No obstante, las ecografías, las tomografías y los estudios que le hacían daban mal. El 20 de marzo, ocho días después de haber ingresado al hospital al borde de la muerte, miró a su padre, le dijo: “Hola viejo”, y le apretó la mano.
—¿Él tiene una venda en la cabeza?
—No, ahora no, ya no la tiene… La cabeza es una pasa de uva. Tiene la parte central del cráneo, nada más. Imaginate que vos tenés dos tapas. Bueno, él está sin estas dos tapas. Imaginate… una pelota desinflada.
—La cabeza está deformada.
—Claaaaaro, algo así, sí.
Fabián tiene que combinar con un periodista porque esta tarde va a ir a la Feria del Libro. Lo invitaron a la presentación de una revista en donde hay un artículo sobre su hijo. Desde el 13 de marzo, sale prácticamente todos los días en algún medio de comunicación—diarios, radios, móviles televisivos— y va a cada lugar al que lo invitan a dar charlas. Decidieron que la familia y las abogadas sean los únicos encargados de hablar y no los médicos ni los directivos del hospital. Quieren evitar malentendidos porque hay mucho puesto en juego. Ya no es solo la vida de su hijo, sino una causa política. Fabián difunde la historia de su hijo de manera didáctica, como si pudiera escindirse de su rol de padre y ser un director de cine que cuenta la película de un chico al que le dispararon, que estuvo al borde de la muerte, y que, como Lázaro, resucitó. Sabe qué detalles contar para conmover como, por ejemplo, que le prometió a su hijo que cuando salga le va a comprar otra cámara de fotos mejor que la que tenía. Cuenta que en el hospital su hijo escucha música en un parlante que él le compró: “Desde Chopin hasta Jaime Roos”; que el primer libro que leyó después de abrir los ojos fue El principito. Y es convincente cuando dice: “Pronto le van a dar el alta y lo mandan al hospital de rehabilitación. Es cuestión de días”.
Apenas unos días después de mi primer encuentro con Fabián, Pablo salió a “pasear” por el hospital. Sus fotos sonriendo sentado en una silla de ruedas se difundieron como las primeras en las que se le ve, después de haberlo visto una y otra vez caer en loop por el disparo. Pero después de ese paseo, como en un juego de mesa, todo retrocede muchos casilleros. Pablo sigue en terapia intensiva por mes y medio, levanta fiebre, lo someten a dos operaciones más, una muy riesgosa, en la que le colocan una válvula y un catéter. Fabián también se enferma, con una fiebre alta que le impide ir al hospital por varios días. Nadie se anima a hacer un diagnóstico certero sobre cuáles podrían ser las secuelas que le queden a su hijo de por vida.
Sin embargo, este sábado 26 de abril, este sábado cálido de sol, Fabián Grillo es pura esperanza.

Entre el lente y los gases
El 12 de marzo un muchacho llamado Jorge —Jorgito, así le dicen—, llegó al Congreso alrededor de las cinco de la tarde. Había quedado en encontrarse con Pablo un rato antes, pero se atrasó al salir de su trabajo —atiende el teléfono en un call center— esperando a otro amigo.
En la Argentina, y desde agosto de 2024, los miércoles se convirtieron en un ritual de resistencia al gobierno de Javier Milei. En ese mes de agosto la oposición había logrado aprobar en el Congreso una ley que contemplaba un aumento en los haberes previsionales y una nueva fórmula de actualización automática para evitar que los jubilados siguieran perdiendo poder adquisitivo frente a la inflación. Pero el presidente, amparado en sus facultades, la vetó.
Desde entonces, cada semana los jubilados se concentran frente al Congreso para reclamar contra el ajuste y son recibidos por un operativo violento. Amparado en un protocolo llamado “antipiquetes”, sancionado por decreto presidencial, el gobierno autoriza a las fuerzas de seguridad a “dispersar” cualquier manifestación que interrumpa la circulación del tránsito. En la práctica, eso se traduce en que cada miércoles las fuerzas de seguridad reprimen con gases y golpes, protegidos con escudos, a un grupo de hombres y mujeres que rondan los 80 años: viejos y viejas con bastones, con sillas plegables, con pancartas escritas a mano. La televisión muestra cómo la policía los empuja, los hiere, los arrastra, los gasea. Por ese motivo, para el miércoles 12 de marzo de 2025, organizaciones sociales, sindicatos e hinchas de futbol autoconvocados organizaron una marcha que prometía ser masiva. La consigna era clara: no dejarlos solos.
Jorgito y Pablo Grillo solían ir juntos a esas marchas. Se conocen desde hace más de veinte años: iban a la cancha a ver al club de futbol Independiente —uno de los cinco grandes del balompié argentino—, y, del grupo de amigos, eran los únicos dos que compartían afinidad política. Habían empezado a militar en una organización kirchnerista llamada Nuevo Encuentro, pero esa etapa duró pocos años. Los dos se alejaron del partido, aunque no del compromiso político. Hace ya una década que Pablo trabaja como fotoperiodista independiente. Suele cubrir este tipo de movilizaciones y después vende sus fotos a portales o agencias de noticias. El 12 de marzo, Jorge, Jorgito, le escribió para avisarle que llegaba tarde, pero sabía que su amigo no iba a responderle: cuando estaba tomando fotos, no sacaba el celular de la mochila. Se encontraron igual, minutos después de las cinco de la tarde, en la intersección de calles Virrey Ceballos e Yrigoyen, en diagonal al Congreso de la Nación. Ese día, las fuerzas de seguridad habían desplegado un operativo descomunal: cientos de uniformados, carros hidrantes, motos, pelotones con escudos. Ya cuando se encontraron, la policía estaba disparando gases lacrimógenos a mansalva.
—Nos saludamos y nos quedamos un ratito hablando pavadas—relata Jorge en el jardín del hospital, a mediados de abril—. Él ya estaba todo gaseado, tenía la cara roja, los ojos rojos. Entonces me dice: “Vamos adelante”, y yo le digo: “Pará, estás todo hinchado, pasate a poner un spray en los ojos”. Y no, Pablo es estilo salvaje, le gusta la acción, por decirlo de alguna manera. Y se fue para adelante, no me esperó.
Jorge lo perdió de vista en el tumulto, hasta que a los pocos ¿segundos? ¿minutos? lo ubicó y lo vio caer al piso.
—Lo primero que pensé es que se había desmayado. Salí corriendo y cuando estoy llegando veo un charco de sangre. Empecé a gritar: “¡Llamen a la ambulancia!, ¡llamen al 911!, ¡le pegaron un tiro a mi amigo”. ¿Viste alguna vez sangre de masa encefálica?
—No.
—Bueno yo ya había visto. Es completamente distinta a la sangre de un cuerpo. Es entre grisácea y negra, espesa. Pensé que Pablo estaba muerto.
Ese mismo día, un hombre de 34 años llamado Nicolás había terminado, como todos los días, con los repartos de cartas en la zona de Lomas de Zamora, un municipio al sur del conurbano bonaerense. Después, tomó el tren que lo dejaba cerca del Congreso. Nicolás milita en una agrupación llamada Frente Popular Darío Santillán, una organización social. Desde los 17 años forma parte del cuerpo de bomberos de su localidad. Su padre y su tío también. Tenía una vocación de servicio que se mezclaba con la necesidad de independizarse, y apenas terminó la secundaria se fue a vivir al cuartel. Allí aprendió la historia de los bomberos, la tecnología del fuego, los materiales peligrosos, los primeros auxilios. Llegó a ganar la medalla por la mayor cantidad de salidas del año para socorrer a vecinos, y sacaba las mejores notas entre sus compañeros. Más tarde trabajó como chofer y auxiliar en una ambulancia.

Ese 12 de marzo, Nicolás llegó a la manifestación frente al Congreso unos minutos antes de las cinco de la tarde. Se cruzó con una compañera y los dos comentaron lo mismo: el despliegue de las fuerzas de seguridad era desmedido. Se tapó la cara con el buzo porque los gases lacrimógenos ya empezaban a afectarlo. Cruzó la avenida Entre Ríos para ayudar con la desconcentración, cuando vio a un grupo de personas llevando a un herido en andas.
Cuando me acerqué, vi a un herido que tenía una remera negra en la cabeza. Le apoyé la mano, y cuando levanté un centímetro la remera, vi que tenía la cabeza totalmente reventadísima —dice Nicolás una tarde, sentado en el pasto de la Plaza de Mayo, frente a la Casa Rosada—. Tenía un hueco en la cabeza y vi todo: cráneo, sangre, cerebro, grasa. Ahí empecé a mirar para todos lados y a organizar.
Por instinto, Nicolás tomó el liderazgo. Le preguntó a Pablo si lo escuchaba, pero en ese momento Pablo perdió la conciencia. Alguien alcanzó una tijera y le cortaron los tirantes de la mochila. Empezó a vomitar sangre y Nicolás pidió que lo ayudaran a ponerlo en posición lateral: tenía que cuidar que no aspirara su propio vómito.
—Llegó la ambulancia, se acercó la médica y me dijo: “Bueno, vamos a llevarlo”, y yo le dije: “No, traé una tabla”, porque se iba a desangrar. La convencí. Fue todo muy rápido.
Mientras tanto, los policías seguían disparando gases lacrimógenos. En ese momento, reapareció Jorge. Entre los tres lo subieron a la ambulancia.
—Fue machirulo de mi parte, lo sé, pero no le tenía confianza. Lamentablemente la médica estaba sobrepasada por la situación, creo yo. Entonces le digo: “Doctora vamos a ponerle oxígeno”, y ella me dijo: “No lo sé usar, este no es mi móvil, no sé cómo funciona el oxígeno central”. Por suerte estaba el oxígeno portátil —dice Nicolás.
—Ahí me di cuenta de que Pablo no estaba muerto porque movía la panza y el pecho cuando respiraba —explica Jorge.
En menos de cinco minutos llegaron al hospital de agudos Ramos Mejía. Apenas estacionaron, lo bajaron de la ambulancia y Nicolás se negó a soltarle la cabeza, aunque se lo pidieron los enfermeros que lo recibieron, hasta que entraron al shockroom, donde reciben a los pacientes más graves.
—Ahí sí, un médico muy serio me dice: “A ver, correte”, y ahí fue como que mi cerebro hizo clic y dije: “Listo, ya está, hasta acá lo mío”.
—Nico fue el primero que le salvó la vida —dice Fabián, su padre, tiempo después—. Sin esas decisiones claves que tomó, Pablo seguramente no seguiría vivo.
Pasadas las cinco de la tarde, Fabián recibió un mensaje de Jorge. “Venite acá al Ramos Mejía que estoy acá con Pablo que está lastimado”. Fabián también estaba en las inmediaciones del Congreso. Ese día no había ido a trabajar. Está en la parte de logística de una empresa de distribución de energía eléctrica, Edenor, y, como le adeudan vacaciones, se tomaba todos los miércoles. Solía ir a las marchas desde que era adolescente y militaba en el Partido Comunista donde conoció a María Cristina, su esposa. Aunque Pablo vive en casa de sus padres, en el piso de arriba, ese día no fueron juntos. Pablo se había ido más temprano, en tren. Fabián prefirió salir un poco más tarde e ir en colectivo. Había intentado comunicarse con su hijo cuando llegó a la manifestación, cuando vio que la represión alcanzaba una violencia inusual. Pero, como siempre, Pablo no lo atendió. Al recibir el mensaje de Jorge, lo primero que pensó Fabián fue que a su hijo le habían disparado en el pie. Llamó a Jorge, para saber más, pero el amigo de su hijo insistía en que fuera, insistía con la palabra “lastimadura”.
—Esa noticia se tiene que dar en persona, imaginate si yo le iba a decir algo así por teléfono —dice Jorge.
—Jorgito estuvo bien, si me lo decía por teléfono yo no iba a soportarlo.
Fabián encontró un taxi y le indicó que lo llevara al hospital. Allí se encontró con Jorge y con Nicolás. Le dijeron algunas cosas como “lo están viendo”, “lo están atendiendo”, “tiene sangre en la cabeza”, “movía las manos”. De pronto, una doctora salió a su encuentro. “Ahí me dice la verdad. Que Pablo está muy grave y que lo iban a operar en ese mismo momento. Y ahí… ahí se me vino el mundo abajo”.

Crónica de la herida
Esa noche, la del 12 de marzo, a las 21 horas, un periodista llamado Luis Majul, desde el canal de noticias La Nación+, sacó al aire por teléfono a la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich. Bullrich es una figura muy conocida para cualquier argentino: forma parte de lo que el propio presidente de la nación, Javier Milei, llama “la casta política”; es decir, alguien que hace décadas ocupa cargos públicos. Ha pasado por distintos partidos y siempre se mantuvo cerca del poder, más allá de quién gobierne. En la televisión, mientras la ministra estaba al teléfono, se veía la imagen de un patrullero dado vuelta. El periodista dice:
—Esto que estamos viendo ahora es una vergüenza para un país ¿no? Un patrullero dado vuelta, incendiado, y hay gente que lo normaliza... Eso es lo que no me entra en la cabeza…
—Sí, bueno, uno de los que está preso, dicen que es un periodista, trabajaba en el ministerio de justicia y era candidato de Lanús de Julián Álvarez (intendente peronista, aliado del kirchnerismo, la oposición de Milei). Se llama Pablo Grillo, es un militante kirchnerista que hoy trabaja en la municipalidad de Lanús, para darles una idea…
—Una idea, ajá —reafirmó el periodista.
A esa misma hora, Pablo no estaba detenido. Estaba en el quirófano.
Ese mismo día, el sociólogo Mario Santucho, que dirige la revista Crisis, había estado en la manifestación porque desde mediados de junio del 2022 creó, junto a otras organizaciones sociales, colectivos políticos y de derechos humanos, un dispositivo llamado Mapa de la policía. Se trata de una página de internet que tiene como objetivo “ponerles rostro a los poderes”, concretamente, al poder de la policía. Una herramienta ciudadana para controlar a las fuerzas de seguridad. Se encargan de monitorear cada vez que el gobierno de Javier Milei reprime una manifestación. Para eso trabajan con un método que se llama “arquitectura forense” que se basa en la reunión masiva de imágenes procedentes de diferentes fuentes, sobre todo de videos y fotos de ciudadanos que van a la manifestación. Ese día percibieron desde el comienzo que el despliegue de la policía era descomunal. Había integrantes de la Gendarmería, la Policía Federal Argentina, la Policía de Seguridad Aeroportuaria, la Prefectura y la Policía de la Ciudad.
Durante todo el día, Santucho y varios de sus compañeros empezaron a recibir material proveniente de distintos fotoperiodistas y gente común. Supieron, con el correr de las horas, que un chico llamado Pablo Grillo estaba herido de gravedad después de haber recibido el impacto de un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza, aunque todavía no estaba claro de qué manera y cómo había ocurrido. Esa noche se reunieron en la sede de la Tribu, una histórica radio comunitaria, y empezaron a bajar toda la información, sumada a las imágenes y los drones de los canales de noticias.
A las 9 de la noche nos llega la información de que hay un video donde se ve cómo cae Pablo Grillo. Lo vemos y eso se lo mandamos a dos peritos científicos, Willy Pregliasco y Martín Onetto, que colaboran con el Mapa. Esa madrugada, Willy reconstruye dos cosas. Primero, que la hora del impacto fue exactamente a las 17 y 18 minutos. Y, por otro lado, cruzando varios videos, determina a través de la trayectoria del proyectil que el disparo lo hizo alguien de forma horizontal —explica Mario Santucho, un día de fines de mayo.

Según todas las recomendaciones y reglamentos relativos a este tipo de armamentos, para evitar daños y garantizar la seguridad, estos disparos deben realizarse con un ángulo de 45 grados hacia arriba, y jamás de forma horizontal porque pueden impactar directamente contra una persona. Con ese hallazgo, editaron un video que publicaron en Instagram al mediodía siguiente, el 13 de marzo. Se volvió viral. A las pocas horas, en una conferencia de prensa, y pese a la contundencia de las imágenes, la ministra Bullrich volvió a referirse al tema y sostuvo que el gendarme no había disparado de forma horizontal, sino que la bala que le pegó a Pablo había rebotado en el piso. No dijo que Pablo nunca había estado preso ni desmintió que trabajara en la municipalidad ni aclaró que actualmente no militaba en ninguna organización.
Ese día, Fabián Grillo hizo su primera aparición televisiva. En la puerta del hospital, varios camarógrafos y periodistas estaban apostados esperando noticias del estado de salud de su hijo. Fabián dijo, enérgico:
Somos una familia de militantes y con orgullo lo decimos. La militancia no es mala… porque me enteré de lo que está diciendo la bazofia esa, la borracha que tenemos como ministra. Y ser militante es un orgullo. Él era un militante, pero también un fotógrafo y estaba trabajando. Lo que sí, por una borracha hija de puta y por un descerebrado que habla con un perro muerto, que mandan a matar, está corriendo peligro mi hijo.
Esa tarde, la del 13 de marzo, el fotógrafo cubano Kaloian Santos, que vive en Argentina desde hace 14 años, vio el video del Mapa de la Policía. Él había estado cubriendo la manifestación, como lo hacía cada miércoles, para un portal de noticias llamado El Destape Web. Era fotorreportero freelance y, además, tenía un contrato como fotógrafo en el ministerio de Cultura de la Nación desde hacía 12 años.
Apenas termino de ver el video del Mapa de la Policía digo: ʻA la misma hora, 17 y 18 minutos, yo estaba en paralelo a ese pelotón de gendarmes que ellos muestranʼ. Empiezo a buscar y entonces puedo distinguir que en mis fotos está Pablo. Sigo toda esa secuencia, viendo los microsegundos. Estuve desde las cinco de la tarde sin parar hasta que a las cuatro de la mañana veo en una de las fotos a dos personas tirando con el lanza gases —explica Kaloian, en un bar—. Una sí está tirando para arriba, como indican los protocolos, y hay otra que dispara para abajo. Digo: ʻTiene que ser esteʼ. Hago zoom y leo su nombre: Guerrero. Ahí me asusté mucho. Después de lo que pasó con Cabezas [un fotorreportero que en 1997 fue asesinado por haber investigado a un empresario ligado al poder político], los fotógrafos siempre tenemos ese temor. Pero a su vez ese miedo no me paralizó porque había un pibe, que podía haber sido yo, debatiéndose entre la vida y la muerte. Así que me dije: ʻYo tengo que compartir esta informaciónʼ.
Kaloian envió todo este material al Mapa de la Policía. Ellos cruzaron el dato con un listado oficial de gendarmes. Había muchos con ese apellido. Pero también sabían que quienes estaban disparando formaban parte de una unidad especial de la gendarmería llamada S. E. I: Sección de Empleo Inmediato. El único integrante de esa unidad con tal apellido era Héctor Jesús Guerrero.
El 31 de marzo, diez días después del hecho, Kaloian Santos recibió la noticia: su contrato en el Ministerio de Cultura no había sido renovado. “Me llamó la directora de comunicación y me dijo: ʻTu nombre vino de arriba, no pude hacer nadaʼ”.

Recuento de daños
Usa un pulóver a rayas, blancas y negras. El pelo canoso recogido en una media cola. Es mediodía, fines de abril, y María Cristina —Mari—, acaba de darle de comer a su hijo en el hospital de Agudos Ramos Mejía. Este día Pablo debía haber tenido el alta, pero aún sigue aquí.
En el plato quedan restos de lo que fue una hamburguesa con papas fritas. Se nota el cansancio en la mirada, en las ojeras, en el cuerpo que se mueve pesado y en cómo le habla a Fabián, a quien le insiste con que pida la cuenta: “Esta pobre gente tiene que cerrar el bar”, dice Mari, porque el bar del hospital cierra a las tres, y ya es casi esa hora.
Fabián está distraído, mirando el celular, respondiendo decenas de mensajes. Mari es jubilada, pero antes trabajó como bioquímica en el Hospital Interzonal de Agudos Evita, en Lanús, cerca de su casa, donde estuvo por más de 30 años. Conoce a la perfección cómo funcionan los hospitales. Sabe leer la cara de los médicos, entiende la terminología, sabe demasiadas cosas que ahora no quisiera saber.
Desde que su hijo está internado no habló con la prensa. Se le percibe enojada, molesta con los periodistas. “Si fuera por mí no habría que hablar con la prensa, esto es algo nuestro”, le dice al fotógrafo de Gatopardo mientras él le hace algunos retratos. A diferencia de su marido o su otro hijo, Emiliano, ella no usa remeras ni pines en sus prendas que piden justicia por Pablo. Parece fastidiada con la idea de que su hijo se haya vuelto estampita o mártir vivo. La noche del 12 de marzo, apenas su hijo Emiliano le contó lo que había pasado, gritó, llorando: “¿Qué tenía que hacer Pablo ahí?, ¿Por qué estaba ahí?”.
—Pablo comió bien, estaba de buen ánimo. Pudimos charlar mientras comía, ya ahora podemos charlar un poquito más. Esta mañana estaba con fiebre. Con el antibiótico le baja, pero tienen que ver de dónde es —cuenta Mari.
Frente a ella, terminando su comida, Fabián, dice:
—Tema neurológico no es. El cefalorraquídeo no… El problema de que tuvo pérdida encefálica, eso no es. Le hicieron punción, analizaron el líquido y no estaría mal.
—Le están haciendo cultivos —explica Mari.
—Puede ser también de estar acá. El virus intrahospitalario —acota Fabián.
—Hoy estuvo el psiquiatra —dice Mari.
Fabián no sabía y pregunta:
—¿El gordo o el…?
—No, el jefe.
—¿Y?
—Lo ve bien…, pero dice que hay que estimularlo porque si bien hace cosas como comer solo, muchas de las cosas no las hace por motu proprio, hay que decirle, hay que indicarle o hay que ordenarle. Entonces hay que estimular eso. Que pueda agarrar esto por motu proprio, porque tiene ganas, no indicárselo. El psiquiatra me preguntó si antes de que pasara todo esto él hacía actividades por su cuenta o había que indicarle qué hacer. Y no, él era muy activo, hacía de todo, a toda hora.
—Si vos le decías algo, hacía lo contrario —agrega Fabián, riéndose.
—Era muy hiperactivo, nada que ver a lo que es ahora… Todavía no saben si es que esto puede ser una secuela del lugar de la cabeza en el que le pegó la bala. Bueno, yo le digo bala… el gas ese.
Aquel 12 de marzo Mari había despedido a su hijo después del mediodía. Esa mañana, Pablo había ido a trabajar, como todos los días. Desde hace seis años, Pablo trabaja en el mismo hospital del cual su madre ahora está jubilada. Se encargaba del espacio verde: pintar murales en las paredes del jardín, cuidar las plantas, pensar actividades recreativas al aire libre para pacientes en rehabilitación de adicciones. Pablo pasó por su casa, almorzó algo, y se fue a la marcha. Más tarde, Mari prendió la televisión y vio a un policía pegarle con un palo a una señora que caía al piso. Decidió apagarla y empezó a mandarle mensajes a Pablo y a Fabián. Pablo no respondía. Normal. Fabián le dijo que estaba bien. Conforme pasaban las horas Mari empezó a preocuparse. Ahora Fabián tampoco la atendía y le mandaba mensajes diciéndole que en un rato iba, que no tenía buena señal. Era mentira. Ya estaba en el hospital, y no quería decirle nada por teléfono a su mujer. En cambio, Fabián sí llamo a su hijo Emiliano, que fue de inmediato para el hospital. Apenas llegó y entendió la situación, llamó a una prima de su mamá que vivía a la vuelta; le contó rápido lo que había pasado y le pidió que fuera a acompañarla hasta que él llegara y le contara todo.

Ahora, en el hospital, Mari se refiere a Pablo por momentos en pasado (“Pablo era”) y por momentos en presente (“Pablo es”). Está vivo, pero es difícil entender qué quedará de ese Pablo que ella conoció. Cuenta que siempre fue a escuelas públicas del barrio; que jugaba al futbol en el club; que dibujaba muy bien y que cuando era chiquito, y ella tenía guardias en el hospital, Pablo copiaba todos los elementos del laboratorio; que iba a muchos recitales; que aprendió a tocar el piano con un teclado eléctrico, pero después lo vendió para comprarse una bicicleta; que después pasó a la armónica; que entró a estudiar diseño industrial a la universidad de Lanús; que ahí conoció a Xoana, que era divina, que cortaron en 2015 y que después no le conocieron a otra novia; que se hizo fotógrafo porque Fabián era un aficionado; que no terminó la carrera de diseño industrial porque él quería diseñar cosas para la gente de los barrios; que tiene un carácter muy fuerte, que no es un chico fácil; que en 2015 viajó a México, empezó a sacarle fotos a los “gringos”, a cobrarle en dólares y que con eso se compró un dron; que un productor americano lo fichó (“un productor muy importante que se lo quería llevar a Estados Unidos”), pero que él no quiso; que Julieta su nieta, es la debilidad de su tío, que “se aman”.
Media hora después llegan cuatro amigos de Mari y de Fabián. “Somos como los tíos de Pablo —dice un hombre canoso, con boina y tatuaje de las Islas Malvinas en el brazo izquierdo—. Conocemos a Mari y Fabián desde que somos adolescentes”.
En el patio del hospital abren unas sillas plegables y se disponen en ronda. Circula el mate, Fabián acepta, dice que está mejor del estómago. Mari logra, durante esas horas, hasta que se hagan las cinco de la tarde y pueda volver a ver a Pablo, abstraerse: esta podría ser la plaza de su barrio o un parque. En este preciso instante no está en el hospital, con su hijo en terapia intensiva.
Gendarmería en foco
El 21 de marzo, nueve días después del hecho, la familia Grillo se presentó ante el Juzgado Criminal y Correccional Federal Número 1, a cargo de una jueza muy famosa llamada María Romilda Servini de Cubría, para ser querellante en la investigación judicial sobre las circunstancias que dejaron a Pablo en estado crítico. La investigación tiene que determinar las responsabilidades penales sobre esos hechos. Las abogadas que los representan, Claudia Cesaroni (integrante de la Liga Argentina por los Derechos Humanos) y Agustina Lloret (colaboradora del Centro de Estudios Legales y Sociales) pidieron una serie de medidas, entre ellas, convocar a declarar en calidad de imputado al gendarme Héctor Jesús Guerrero por tentativa de homicidio agravado por abuso funcional, abuso de autoridad e incumplimiento de los deberes de funcionario público. También solicitaron que se investigue la responsabilidad penal de la ministra de Seguridad Nacional, Patricia Bullrich, y de varias autoridades de la Gendarmería involucradas en el “diseño del operativo, la transmisión de órdenes y la supervisión del accionar de las fuerzas de seguridad desplegadas en las inmediaciones del Congreso contra manifestantes”.
El 7 de abril, el gendarme Héctor Guerrero se presentó ante la justicia.
Hay dos datos que llaman la atención —explica en un bar, con el sol de frente, la abogada Claudia Cesaroni—. En primer lugar, pone como domicilio legal el Edificio Centinela, es decir, el de la propia Gendarmería. Y, por otro lado, los abogados que designa son abogados de la Gendarmería. Con esto quiero decir: por supuesto que él tiene derecho a defenderse. Pero él podría haberse puesto abogados particulares o defensores públicos. Pero no. Lo defienden profesionales dentro de la Fuerza. Esto es claro: Guerrero tiene el respaldo institucional. Y no solo eso: los dos abogados que lo defienden trabajan en el estudio de otro abogado llamado Fernando Soto.
Soto es el abogado que defendió a Chocobar, el policía que en 2017 mató por la espalda a un joven que huía tras cometer un robo y fue respaldado públicamente por el presidente Mauricio Macri y Patricia Bullrich, que también era ministra de seguridad de ese gobierno, convirtiéndose en un emblema de la llamada “doctrina Chocobar”, que avala el uso letal de la fuerza en determinadas circunstancias. “Soto es cabeza jurídica de Patricia Bullrich —dice Cesaroni”.
Pocas cosas se saben de Guerrero. Nació en Orán, una localidad de Salta, provincia del noroeste argentino fronteriza con Bolivia. Proviene de una familia humilde: un padre trabajador, una madre ama de casa, varios hermanos. Entró a la fuerza en 2015, con 19 años. Ahora está pronto a cumplir 30. Según consta, tiene muy buenas calificaciones por su desempeño en la Fuerza y figuran dos certificados de aprobación de cursos sobre el “Código de Conducta para funcionarios encargados de hacer cumplir la ley”.
Guerrero está imputado, pero eso no lo inhabilita para seguir ejerciendo funciones en la Gendarmería. Nadie sabe si efectivamente continúa activo o si fue apartado. Aún no hay fechas ni para la indagatoria a Guerrero ni para un posible juicio. Los tiempos de la justicia son largos, imprevisibles. Puede ser en una semana, en tres meses o en un año.
Para la recuperación de Pablo es importante que él vea que hay una actividad judicial acorde a la gravedad de lo que le pasó —concluye Cesaroni—. Es decir, una respuesta judicial proporcional al hecho de que estuvo al borde de la muerte por el accionar de un integrante de las Fuerzas de Seguridad del Estado.
Después del 12 de marzo, las marchas de los jubilados continuaron, y también la represión. El saldo, después de cada miércoles, fue casi siempre el mismo: decenas de heridos, decenas de detenidos.

El miércoles 21 de mayo, casi dos meses después, el canal televisivo La Nación+ cubría en vivo la marcha frente al Congreso. Se veían imágenes de manifestantes discutiendo con la policía, que los iba empujando amparados por escudos. De fondo una periodista llamada Débora Plager relataba de esta manera lo que ocurría.
—Los propios manifestantes violentos que usan el escudo de prensa ¿no?, o alguna cámara para camuflarse como periodistas sabiendo que no lo son, y bueno… después ponen en riesgo a los demás compañeros.
En la marcha hay un cronista de La Nación+ llamado Pablo Corso que la interrumpe:
—Avanzan con los escudos gas pimienta para despejar, por enésima vez, hay que decirlo, Débora…. Uy, uy, uy, uy, pará, pará, pará, boludo.
—¿Qué pasó Pablo? —dice Débora.
—No, no, pará, pará, la concha de tu madre… hijo de puta —se escucha del otro lado mientras se ve cómo la cámara, que nunca se apaga, y el camarógrafo caen al suelo.
—¿Están bien, Pablo? —vuelve a preguntar la periodista.
—Ese es Diego Pérez Mendoza [el camarógrafo]… lamentablemente herido —dice un periodista que acompaña a Plager en el piso.
—Oficiales que no disciernen nada —acota otra periodista llamada Jenny que está en la mesa.
—¿Vos lo distinguías? —pregunta Plager.
—Sí, sí por la voz —afirma el periodista—. Es más. Esa es la cámara de Diego. Los vimos hoy a la mañana, imagino que está herido, por eso la cámara está en la mano. No sé cómo está Pablo porque no contesta. Son Pablo Corso, Geduan, y Diego Pérez Mendoza, nuestro equipo que lamentable ha sido herido como pueden ver. Ha quedado captado en vivo por los empujones, los palazos, por… no veo bien… ayudame, Jenny, creo que es prefectura.
—Sisi, PFA, prefectura —dice Jenny.
—Bueno perdimos el contacto —concluye Plager—. A ver si están bien porque claramente fue el avance… ahí tenemos la otra imagen de otra de las cámaras de La Nación. Pero ahí en el trabajo de Pablo Corso con Diego Pérez Mendoza, bueno, fueron sobrepasados evidentemente, por… eh… la, la…
—No. no. Por lo que se escuchó de Pablo Corso les estaban pegando —dice el periodista.
En ese mismo momento, el fotógrafo Tomás Cuesta, de 28 años —que trabaja para la agencia francesa AFP (Agence France-Presse) y para el diario La Nación— también cubría la manifestación, como cada miércoles. Según su relato:
Policías de la Federal, sin uniforme ni identificación, pero con chalecos, me rodearon y en cuatro oportunidades algunos de ellos quisieron bajarme la cámara. Yo les bajaba el brazo y seguía filmando. A la quinta vez, lograron tirarme al piso. Les decía que tenía colgada la identificación de fotógrafo, pero no me escuchaban. Ahí me rodearon gendarmes y entre uno y dos me sujetaron con fuerza del brazo. Me aplastaron la cabeza contra el piso.
Todo lo que cuenta Tomás —el momento exacto en que la policía lo reduce y lo aplasta— quedó registrado en un video que se volvió viral.
En cuanto a Pablo Corso y Diego Mendoza, ambos resultaron heridos. Corso fue alcanzado por una bala de goma y a Mendoza le arrojaron gas pimienta en la cara.
Lo que el gas no pudo borrar
El 12 de marzo, cuando Pablo recibió el impacto, Xoana estaba en Bariloche, una ciudad patagónica, en un camping sin señal. Hacía diez años que se habían separado y nunca más se habían vuelto a ver. Se habían conocido a los 19 años, en la facultad. Xoana vio que él tenía un termo con un sticker de Independiente, equipo del que también ella era hincha, entonces se acercó a hablarle. Se dieron cuenta de que vivían cerca, se volvían caminando juntos todos los días. Vivieron un romance que duró ocho años. Compartían la universidad, después la militancia, el grupo de amigos, la pasión por la música y el futbol. Pero apenas un tiempo después de convivir, decidieron separarse: “Fue rarísimo porque, aunque vivíamos cerca y más o menos nos movíamos en los mismos círculos, nunca más nos volvimos a ver —cuenta Xoana en un banco en la plaza del Congreso, a pocos metros de donde le dispararon a Pablo”.
Xoana es flaca, tiene pelo largo castaño y ondulado. Los ojos son color miel, la sonrisa de dientes parejos, una argolla en la nariz pequeña. Es una chica hermosa que fuma un cigarrillo armado.
El viernes 14 de marzo, cuando volvió a recuperar la señal mientras viajaba en un micro hacia otro pueblo, su celular estalló:
Tenía mensajes de todo el mundo. De mis amigos, mi familia, conocidos, compañeros de militancia con los que no hablaba desde hacía años, hasta de profesores de la universidad. Yo no entendía absolutamente nada de por qué me nombraban a Pablo. Me decían: ʻTe abrazoʼ, ʻte mando fuerzaʼ. Hasta que pude hablar con mi hermano y ahí me contó todo. Yo no caía, no caía. Recién fue unos días después y ahí estuve muy mal. Lloraba y rezaba. Que viva, que viva, eso es lo único que pedía.
Apenas volvió a Buenos Aires se acercó al hospital.
Fabián y Mari se pusieron muy contentos de verme —dice—. Pero yo no sabía si entrar o no a verlo a Pablo porque las cosas no habían quedado muy bien y, además, era una trampa. Si él no me quería ver, no iba a tener manera de escapar, estaba en la cama, todo entubado.
Pero un día, una amiga en común le dijo a Xoana que Pablo había preguntado por ella, que la quería ver. También le escribió Jorge y le dijo lo mismo, que Pablo preguntaba por ella. Entonces fue.
Fue raro. Ese día él estaba muy lento. Yo entré sola. Le llevé una cartuchera con un montón de lápices de colores y un bloc de hojas para dibujar. Todos me decían que estaba rebién, que estaba bárbaro, pero yo lo vi mal. Ese día parece que le habían hecho muchos estudios, estaba cansado y nada, yo me quedé remal porque él no era así, él era re inquieto, entonces me fui con una bronca…
Unas semanas después, Xoana volvió a verlo.
—Ese día nada que ver. Se reía, charlamos, me dijo que estaba podrido, que quería moverse. Estaba más activo. Antes de irme le di la mano, le dije que seguramente la próxima vez que nos veamos iba a ser en rehabilitación. Y él agarró y me dio un beso en la mano y yo me quedé como, ¡ay!, el pecho así se me hizo, se me estrujó.
—Un galán…
—Sí, mi hermana me dice: te trató como a una princesa.

Regeneración
Llegan al hospital a las 8:40 de la mañana y caminan rápido por el pasillo hasta subir al cuarto piso. Es 3 de junio. Fabián, Mari y Emiliano están nerviosos. La ambulancia para el traslado de Pablo hacia una clínica de rehabilitación está pedida para las 10 de la mañana. Pablo no lo sabe. Tantas veces estuvo a punto de irse y todo retrocedió tantos casilleros, que esta vez fueron muy cautos. Fue la enfermera que lo despertó la que le dio la noticia: “Dale, Pablito, que hoy te vas de acá”. Pablo no le creyó, pero cuando vio entrar a su habitación a los tres integrantes de su familia dijo: “No lo puedo creer”.
Afuera, en la puerta del hospital, hay cámaras de televisión, periodistas, fotógrafos y varios amigos de Pablo. A las 9:20, Fabián sale de la habitación. “Le trajimos una camiseta de Independiente. Lo están cambiando —dice en el pasillo”.
A los pocos minutos aparece Emiliano: “Pablo está muy contento, no lo puede creer”.
A las 10 de la mañana, Emiliano vuelve a aparecer por el mismo pasillo, esta vez acompañado por tres hombres con chaleco rojo que lleva la inscripción SAME, el servicio de emergencias médicas de la Ciudad de Buenos Aires. Uno de ellos empuja una silla de ruedas vacía. Se suben al ascensor, que queda detenido en el número 4. Minutos después, el ascensor comienza a descender. En el visor se proyectan los números en cuenta regresiva. Alguien abre la puerta. Sale primero un médico, y después Pablo Grillo. Lleva un gorro rojo que dice Independiente, un camisolín azul que le cubre la ropa —jogging negro, buzo negro, debajo una remera de Independiente—, y tiene una vía que le sale del cuello. Sonríe. El médico le pregunta:
—Bueno… ¿Cómo te sentís?
—Bien.
—¿Estás tranquilo?
—Sí.
Como en una procesión avanzan por el pasillo. Van Emiliano y Mari, que lleva un suéter naranja casi fluorescente. Sonríe y llora al mismo tiempo. A Pablo lo escoltan otros médicos y un hombre alto, corpulento, con un ambo celeste y una gorrita del club San Lorenzo. Ese hombre abre paso, pide permiso, aparta suavemente los celulares que intentan filmar, exige respeto. Mari y Emiliano se abrazan con los médicos y con este hombre de manera muy efusiva. Pablo entra a una salita en la que está Fabián, lo pasan de la silla de ruedas a una camilla, y entonces, al fin, sale a la vereda con una sonrisa mientras todos aplauden, lloran, cantan.
La ambulancia parte rumbo al Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio de Devoto —en la zona noroeste de la ciudad—, donde Pablo comenzará su proceso de rehabilitación. Ni sus familiares ni sus amigos quieren hablar de las secuelas que pueden quedarle. “No se sabe”, responden como un mantra. “Hay que esperar”, es la otra variante en la respuesta. Una médica explica:
Ante una lesión severa como la que tuvo, con pérdida de masa encefálica, pueden aparecer secuelas de todo tipo: en el habla, la memoria, la fuerza, la sensibilidad, o a nivel cognitivo e intelectual. Pero, al mismo tiempo, el sistema nervioso en sí mismo tiene una capacidad asombrosa para regenerar sinapsis, así que es posible que logre recuperar muchas de esas funciones.
Casi a las 11 de la mañana, las cámaras se apagan y los periodistas empiezan a irse. El hombre de ambo celeste que lo escoltaba, que se llama Marcelo, pero a quien le dicen Ángel, o Cuervo, es camillero. Fue quien lo recibió aquel 12 de marzo al borde de la muerte, quien lo llevó a la sala de urgencias, y quien durante estos casi tres meses no dejó de ir a saludarlo ni un solo día. Ahora que ya está solo llora y dice: “Discúlpame... es que se acaba de ir un amigo”.
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* Nota del editor: a la fecha de publicación de este texto, para alivio de Pablo, y alegría de familiares, amigos y el gremio periodístico, él ha salido ya del hospital y se encuentra en rehabilitación.

El 12 de marzo de 2025, durante una marcha en defensa de los jubilados que se llevaba a cabo en Buenos Aires, Argentina, un gendarme disparó un cartucho de gas lacrimógeno que impactó en la cabeza del fotorreportero Pablo Grillo. Desde entonces, ha librado una batalla entre la vida y la muerte, transformado en un emblema de la represión que ejercen las fuerzas de seguridad durante el gobierno de Javier Milei.
“En esa última ventana, ahí, ¿ves? la del cuarto piso, esa es la de Pablito. Yo voy ahí en un rato, a eso de las doce, cuando come. Lo ayudamos, come solo, eh, come solo, pero nosotros le alcanzamos las cosas”.
Son las once de la mañana del sábado 26 de abril en el Hospital General de Agudos Dr. José María Ramos Mejía, un hospital público en Once, un barrio céntrico y caótico de la ciudad de Buenos Aires. El sol entra de lleno en el jardín central, brilla en los pocos lugares en los que crece el pasto y seca los restos de la lluvia de la noche anterior que aún se manifiestan en forma de barro. El sonido de los pájaros se escucha nítido y algunas palomas se aglomeran cerca de la capilla, donde la Virgen de la medalla milagrosa, a quien muchos le atribuyen dones especialmente relacionados con la salud y situaciones de peligro, reposa en una vitrina. Fabián Grillo saluda a dos personas que están en el jardín, personal de mantenimiento del hospital. Todos lo conocen. Su hijo Pablo, de 36 años, está en terapia intensiva desde el 12 de marzo, cuando un cartucho de gas lacrimógeno disparado por un gendarme le impactó en la cabeza y se la perforó, mientras sacaba fotos, en una marcha de jubilados que reclamaban contra el ajuste económico del gobierno de Javier Milei, que entre otras cosas significa una caída real de más del 30% en los haberes.
“Hoy me trajo un amigo porque yo no estoy en condiciones de manejar —explica Fabián que tiene una remera roja con la frase ʻFuerza Pabloʼ y una foto serigrafiada de su hijo—. Tengo miedo de destrozarme, entonces generalmente me traen”.
Mari, su esposa, madre de Pablo, llegará más tarde en un auto que desde el 12 de marzo le asignó el gobierno de la provincia de Buenos Aires, de signo político contrario a Milei. “Ella se quedó en casa comprando cosas, ordenando, limpiando, porque no estamos casi nunca, estamos todos los días, todo el día acá”.
Fabián, María Cristina —Mari— y Pablo viven en la casa que era de los padres de ella en Lanús, un municipio al sur de la provincia de Buenos Aires. Emiliano, el hijo mayor, de 37 años, ya no vive con ellos. Tiene una hija, Julia, de 7 años, y, separado de su mujer, vive en el municipio de al lado, Avellaneda. Desde la casa de la familia Grillo hasta el hospital tienen —con suerte— una hora de viaje. El bar está por ahora vacío y Fabián elige una mesa frente al televisor. “Quiero ver lo del papa, me dijeron que hay carteles de Pablo”.
Hace unas horas, en Roma, fueron las exequias del papa Francisco que falleció cinco días atrás. Paralelamente, en Buenos Aires, hay una misa en la Catedral y ya varios le mandaron fotos de personas congregadas allí mostrando carteles que dicen: “Fuerza Pablo Grillo”. Fabián lleva varios rosarios colgados al cuello.
No soy creyente, pero a mí vienen y me ponen esto y yo me lo dejo. Ahora no hay nadie acá, pero en la semana viene gente, me besa, me abraza, no sabés lo que es, te traen una estampita, una nota. Me trajeron hasta un rosario bendecido por el papa, del Vaticano, es bellísimo, no sabés lo que es. Ese me lo dieron en un estuche, lo tengo en casa, es para Pablo. Es precioso. Y todo esto está vinculado con la buena onda, viste. Ponele el nombre que quieras, llamalo como quieras, pero es el deseo de la gente, la bondad, lo humano. El tipo al que le importa un carajo la vida del otro, conmigo no tiene nada que ver.
Fabián le pide al mozo un té de boldo.
—Estoy mal del estómago. Es raro, porque generalmente puedo comerme esa silla y no me cae mal.
—¿Puede ser por los nervios, tal vez?
—Y… puede ser, puede ser, una combinación de cosas…

Cuando el 12 de marzo su hijo Pablo llegó al hospital tenía el cráneo fracturado y pérdida de masa encefálica. Entró al quirófano de urgencia, pero los médicos creían que no soportaría esa primera operación. Al salir, dijeron que lo más probable era que quedara en estado vegetativo. Desde ese momento ocupa una de las 14 camas de terapia intensiva. Era, entre los que estaban en esa unidad, el de mayor gravedad. Permanecía intubado y dependía de un respirador artificial. Tras la primera, volvieron a someterlo a una segunda operación. Tampoco creían que saliera con vida. Pero lo logró. Entonces le hicieron ventanas de sedación: le bajaron los analgésicos para ver si reaccionaba a los estímulos. Lo primero que hizo fue mover las manos, las piernas, tocarse allí donde le dolía. Le sacaron el respirador y por primera vez abrió los ojos. No obstante, las ecografías, las tomografías y los estudios que le hacían daban mal. El 20 de marzo, ocho días después de haber ingresado al hospital al borde de la muerte, miró a su padre, le dijo: “Hola viejo”, y le apretó la mano.
—¿Él tiene una venda en la cabeza?
—No, ahora no, ya no la tiene… La cabeza es una pasa de uva. Tiene la parte central del cráneo, nada más. Imaginate que vos tenés dos tapas. Bueno, él está sin estas dos tapas. Imaginate… una pelota desinflada.
—La cabeza está deformada.
—Claaaaaro, algo así, sí.
Fabián tiene que combinar con un periodista porque esta tarde va a ir a la Feria del Libro. Lo invitaron a la presentación de una revista en donde hay un artículo sobre su hijo. Desde el 13 de marzo, sale prácticamente todos los días en algún medio de comunicación—diarios, radios, móviles televisivos— y va a cada lugar al que lo invitan a dar charlas. Decidieron que la familia y las abogadas sean los únicos encargados de hablar y no los médicos ni los directivos del hospital. Quieren evitar malentendidos porque hay mucho puesto en juego. Ya no es solo la vida de su hijo, sino una causa política. Fabián difunde la historia de su hijo de manera didáctica, como si pudiera escindirse de su rol de padre y ser un director de cine que cuenta la película de un chico al que le dispararon, que estuvo al borde de la muerte, y que, como Lázaro, resucitó. Sabe qué detalles contar para conmover como, por ejemplo, que le prometió a su hijo que cuando salga le va a comprar otra cámara de fotos mejor que la que tenía. Cuenta que en el hospital su hijo escucha música en un parlante que él le compró: “Desde Chopin hasta Jaime Roos”; que el primer libro que leyó después de abrir los ojos fue El principito. Y es convincente cuando dice: “Pronto le van a dar el alta y lo mandan al hospital de rehabilitación. Es cuestión de días”.
Apenas unos días después de mi primer encuentro con Fabián, Pablo salió a “pasear” por el hospital. Sus fotos sonriendo sentado en una silla de ruedas se difundieron como las primeras en las que se le ve, después de haberlo visto una y otra vez caer en loop por el disparo. Pero después de ese paseo, como en un juego de mesa, todo retrocede muchos casilleros. Pablo sigue en terapia intensiva por mes y medio, levanta fiebre, lo someten a dos operaciones más, una muy riesgosa, en la que le colocan una válvula y un catéter. Fabián también se enferma, con una fiebre alta que le impide ir al hospital por varios días. Nadie se anima a hacer un diagnóstico certero sobre cuáles podrían ser las secuelas que le queden a su hijo de por vida.
Sin embargo, este sábado 26 de abril, este sábado cálido de sol, Fabián Grillo es pura esperanza.

Entre el lente y los gases
El 12 de marzo un muchacho llamado Jorge —Jorgito, así le dicen—, llegó al Congreso alrededor de las cinco de la tarde. Había quedado en encontrarse con Pablo un rato antes, pero se atrasó al salir de su trabajo —atiende el teléfono en un call center— esperando a otro amigo.
En la Argentina, y desde agosto de 2024, los miércoles se convirtieron en un ritual de resistencia al gobierno de Javier Milei. En ese mes de agosto la oposición había logrado aprobar en el Congreso una ley que contemplaba un aumento en los haberes previsionales y una nueva fórmula de actualización automática para evitar que los jubilados siguieran perdiendo poder adquisitivo frente a la inflación. Pero el presidente, amparado en sus facultades, la vetó.
Desde entonces, cada semana los jubilados se concentran frente al Congreso para reclamar contra el ajuste y son recibidos por un operativo violento. Amparado en un protocolo llamado “antipiquetes”, sancionado por decreto presidencial, el gobierno autoriza a las fuerzas de seguridad a “dispersar” cualquier manifestación que interrumpa la circulación del tránsito. En la práctica, eso se traduce en que cada miércoles las fuerzas de seguridad reprimen con gases y golpes, protegidos con escudos, a un grupo de hombres y mujeres que rondan los 80 años: viejos y viejas con bastones, con sillas plegables, con pancartas escritas a mano. La televisión muestra cómo la policía los empuja, los hiere, los arrastra, los gasea. Por ese motivo, para el miércoles 12 de marzo de 2025, organizaciones sociales, sindicatos e hinchas de futbol autoconvocados organizaron una marcha que prometía ser masiva. La consigna era clara: no dejarlos solos.
Jorgito y Pablo Grillo solían ir juntos a esas marchas. Se conocen desde hace más de veinte años: iban a la cancha a ver al club de futbol Independiente —uno de los cinco grandes del balompié argentino—, y, del grupo de amigos, eran los únicos dos que compartían afinidad política. Habían empezado a militar en una organización kirchnerista llamada Nuevo Encuentro, pero esa etapa duró pocos años. Los dos se alejaron del partido, aunque no del compromiso político. Hace ya una década que Pablo trabaja como fotoperiodista independiente. Suele cubrir este tipo de movilizaciones y después vende sus fotos a portales o agencias de noticias. El 12 de marzo, Jorge, Jorgito, le escribió para avisarle que llegaba tarde, pero sabía que su amigo no iba a responderle: cuando estaba tomando fotos, no sacaba el celular de la mochila. Se encontraron igual, minutos después de las cinco de la tarde, en la intersección de calles Virrey Ceballos e Yrigoyen, en diagonal al Congreso de la Nación. Ese día, las fuerzas de seguridad habían desplegado un operativo descomunal: cientos de uniformados, carros hidrantes, motos, pelotones con escudos. Ya cuando se encontraron, la policía estaba disparando gases lacrimógenos a mansalva.
—Nos saludamos y nos quedamos un ratito hablando pavadas—relata Jorge en el jardín del hospital, a mediados de abril—. Él ya estaba todo gaseado, tenía la cara roja, los ojos rojos. Entonces me dice: “Vamos adelante”, y yo le digo: “Pará, estás todo hinchado, pasate a poner un spray en los ojos”. Y no, Pablo es estilo salvaje, le gusta la acción, por decirlo de alguna manera. Y se fue para adelante, no me esperó.
Jorge lo perdió de vista en el tumulto, hasta que a los pocos ¿segundos? ¿minutos? lo ubicó y lo vio caer al piso.
—Lo primero que pensé es que se había desmayado. Salí corriendo y cuando estoy llegando veo un charco de sangre. Empecé a gritar: “¡Llamen a la ambulancia!, ¡llamen al 911!, ¡le pegaron un tiro a mi amigo”. ¿Viste alguna vez sangre de masa encefálica?
—No.
—Bueno yo ya había visto. Es completamente distinta a la sangre de un cuerpo. Es entre grisácea y negra, espesa. Pensé que Pablo estaba muerto.
Ese mismo día, un hombre de 34 años llamado Nicolás había terminado, como todos los días, con los repartos de cartas en la zona de Lomas de Zamora, un municipio al sur del conurbano bonaerense. Después, tomó el tren que lo dejaba cerca del Congreso. Nicolás milita en una agrupación llamada Frente Popular Darío Santillán, una organización social. Desde los 17 años forma parte del cuerpo de bomberos de su localidad. Su padre y su tío también. Tenía una vocación de servicio que se mezclaba con la necesidad de independizarse, y apenas terminó la secundaria se fue a vivir al cuartel. Allí aprendió la historia de los bomberos, la tecnología del fuego, los materiales peligrosos, los primeros auxilios. Llegó a ganar la medalla por la mayor cantidad de salidas del año para socorrer a vecinos, y sacaba las mejores notas entre sus compañeros. Más tarde trabajó como chofer y auxiliar en una ambulancia.

Ese 12 de marzo, Nicolás llegó a la manifestación frente al Congreso unos minutos antes de las cinco de la tarde. Se cruzó con una compañera y los dos comentaron lo mismo: el despliegue de las fuerzas de seguridad era desmedido. Se tapó la cara con el buzo porque los gases lacrimógenos ya empezaban a afectarlo. Cruzó la avenida Entre Ríos para ayudar con la desconcentración, cuando vio a un grupo de personas llevando a un herido en andas.
Cuando me acerqué, vi a un herido que tenía una remera negra en la cabeza. Le apoyé la mano, y cuando levanté un centímetro la remera, vi que tenía la cabeza totalmente reventadísima —dice Nicolás una tarde, sentado en el pasto de la Plaza de Mayo, frente a la Casa Rosada—. Tenía un hueco en la cabeza y vi todo: cráneo, sangre, cerebro, grasa. Ahí empecé a mirar para todos lados y a organizar.
Por instinto, Nicolás tomó el liderazgo. Le preguntó a Pablo si lo escuchaba, pero en ese momento Pablo perdió la conciencia. Alguien alcanzó una tijera y le cortaron los tirantes de la mochila. Empezó a vomitar sangre y Nicolás pidió que lo ayudaran a ponerlo en posición lateral: tenía que cuidar que no aspirara su propio vómito.
—Llegó la ambulancia, se acercó la médica y me dijo: “Bueno, vamos a llevarlo”, y yo le dije: “No, traé una tabla”, porque se iba a desangrar. La convencí. Fue todo muy rápido.
Mientras tanto, los policías seguían disparando gases lacrimógenos. En ese momento, reapareció Jorge. Entre los tres lo subieron a la ambulancia.
—Fue machirulo de mi parte, lo sé, pero no le tenía confianza. Lamentablemente la médica estaba sobrepasada por la situación, creo yo. Entonces le digo: “Doctora vamos a ponerle oxígeno”, y ella me dijo: “No lo sé usar, este no es mi móvil, no sé cómo funciona el oxígeno central”. Por suerte estaba el oxígeno portátil —dice Nicolás.
—Ahí me di cuenta de que Pablo no estaba muerto porque movía la panza y el pecho cuando respiraba —explica Jorge.
En menos de cinco minutos llegaron al hospital de agudos Ramos Mejía. Apenas estacionaron, lo bajaron de la ambulancia y Nicolás se negó a soltarle la cabeza, aunque se lo pidieron los enfermeros que lo recibieron, hasta que entraron al shockroom, donde reciben a los pacientes más graves.
—Ahí sí, un médico muy serio me dice: “A ver, correte”, y ahí fue como que mi cerebro hizo clic y dije: “Listo, ya está, hasta acá lo mío”.
—Nico fue el primero que le salvó la vida —dice Fabián, su padre, tiempo después—. Sin esas decisiones claves que tomó, Pablo seguramente no seguiría vivo.
Pasadas las cinco de la tarde, Fabián recibió un mensaje de Jorge. “Venite acá al Ramos Mejía que estoy acá con Pablo que está lastimado”. Fabián también estaba en las inmediaciones del Congreso. Ese día no había ido a trabajar. Está en la parte de logística de una empresa de distribución de energía eléctrica, Edenor, y, como le adeudan vacaciones, se tomaba todos los miércoles. Solía ir a las marchas desde que era adolescente y militaba en el Partido Comunista donde conoció a María Cristina, su esposa. Aunque Pablo vive en casa de sus padres, en el piso de arriba, ese día no fueron juntos. Pablo se había ido más temprano, en tren. Fabián prefirió salir un poco más tarde e ir en colectivo. Había intentado comunicarse con su hijo cuando llegó a la manifestación, cuando vio que la represión alcanzaba una violencia inusual. Pero, como siempre, Pablo no lo atendió. Al recibir el mensaje de Jorge, lo primero que pensó Fabián fue que a su hijo le habían disparado en el pie. Llamó a Jorge, para saber más, pero el amigo de su hijo insistía en que fuera, insistía con la palabra “lastimadura”.
—Esa noticia se tiene que dar en persona, imaginate si yo le iba a decir algo así por teléfono —dice Jorge.
—Jorgito estuvo bien, si me lo decía por teléfono yo no iba a soportarlo.
Fabián encontró un taxi y le indicó que lo llevara al hospital. Allí se encontró con Jorge y con Nicolás. Le dijeron algunas cosas como “lo están viendo”, “lo están atendiendo”, “tiene sangre en la cabeza”, “movía las manos”. De pronto, una doctora salió a su encuentro. “Ahí me dice la verdad. Que Pablo está muy grave y que lo iban a operar en ese mismo momento. Y ahí… ahí se me vino el mundo abajo”.

Crónica de la herida
Esa noche, la del 12 de marzo, a las 21 horas, un periodista llamado Luis Majul, desde el canal de noticias La Nación+, sacó al aire por teléfono a la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich. Bullrich es una figura muy conocida para cualquier argentino: forma parte de lo que el propio presidente de la nación, Javier Milei, llama “la casta política”; es decir, alguien que hace décadas ocupa cargos públicos. Ha pasado por distintos partidos y siempre se mantuvo cerca del poder, más allá de quién gobierne. En la televisión, mientras la ministra estaba al teléfono, se veía la imagen de un patrullero dado vuelta. El periodista dice:
—Esto que estamos viendo ahora es una vergüenza para un país ¿no? Un patrullero dado vuelta, incendiado, y hay gente que lo normaliza... Eso es lo que no me entra en la cabeza…
—Sí, bueno, uno de los que está preso, dicen que es un periodista, trabajaba en el ministerio de justicia y era candidato de Lanús de Julián Álvarez (intendente peronista, aliado del kirchnerismo, la oposición de Milei). Se llama Pablo Grillo, es un militante kirchnerista que hoy trabaja en la municipalidad de Lanús, para darles una idea…
—Una idea, ajá —reafirmó el periodista.
A esa misma hora, Pablo no estaba detenido. Estaba en el quirófano.
Ese mismo día, el sociólogo Mario Santucho, que dirige la revista Crisis, había estado en la manifestación porque desde mediados de junio del 2022 creó, junto a otras organizaciones sociales, colectivos políticos y de derechos humanos, un dispositivo llamado Mapa de la policía. Se trata de una página de internet que tiene como objetivo “ponerles rostro a los poderes”, concretamente, al poder de la policía. Una herramienta ciudadana para controlar a las fuerzas de seguridad. Se encargan de monitorear cada vez que el gobierno de Javier Milei reprime una manifestación. Para eso trabajan con un método que se llama “arquitectura forense” que se basa en la reunión masiva de imágenes procedentes de diferentes fuentes, sobre todo de videos y fotos de ciudadanos que van a la manifestación. Ese día percibieron desde el comienzo que el despliegue de la policía era descomunal. Había integrantes de la Gendarmería, la Policía Federal Argentina, la Policía de Seguridad Aeroportuaria, la Prefectura y la Policía de la Ciudad.
Durante todo el día, Santucho y varios de sus compañeros empezaron a recibir material proveniente de distintos fotoperiodistas y gente común. Supieron, con el correr de las horas, que un chico llamado Pablo Grillo estaba herido de gravedad después de haber recibido el impacto de un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza, aunque todavía no estaba claro de qué manera y cómo había ocurrido. Esa noche se reunieron en la sede de la Tribu, una histórica radio comunitaria, y empezaron a bajar toda la información, sumada a las imágenes y los drones de los canales de noticias.
A las 9 de la noche nos llega la información de que hay un video donde se ve cómo cae Pablo Grillo. Lo vemos y eso se lo mandamos a dos peritos científicos, Willy Pregliasco y Martín Onetto, que colaboran con el Mapa. Esa madrugada, Willy reconstruye dos cosas. Primero, que la hora del impacto fue exactamente a las 17 y 18 minutos. Y, por otro lado, cruzando varios videos, determina a través de la trayectoria del proyectil que el disparo lo hizo alguien de forma horizontal —explica Mario Santucho, un día de fines de mayo.

Según todas las recomendaciones y reglamentos relativos a este tipo de armamentos, para evitar daños y garantizar la seguridad, estos disparos deben realizarse con un ángulo de 45 grados hacia arriba, y jamás de forma horizontal porque pueden impactar directamente contra una persona. Con ese hallazgo, editaron un video que publicaron en Instagram al mediodía siguiente, el 13 de marzo. Se volvió viral. A las pocas horas, en una conferencia de prensa, y pese a la contundencia de las imágenes, la ministra Bullrich volvió a referirse al tema y sostuvo que el gendarme no había disparado de forma horizontal, sino que la bala que le pegó a Pablo había rebotado en el piso. No dijo que Pablo nunca había estado preso ni desmintió que trabajara en la municipalidad ni aclaró que actualmente no militaba en ninguna organización.
Ese día, Fabián Grillo hizo su primera aparición televisiva. En la puerta del hospital, varios camarógrafos y periodistas estaban apostados esperando noticias del estado de salud de su hijo. Fabián dijo, enérgico:
Somos una familia de militantes y con orgullo lo decimos. La militancia no es mala… porque me enteré de lo que está diciendo la bazofia esa, la borracha que tenemos como ministra. Y ser militante es un orgullo. Él era un militante, pero también un fotógrafo y estaba trabajando. Lo que sí, por una borracha hija de puta y por un descerebrado que habla con un perro muerto, que mandan a matar, está corriendo peligro mi hijo.
Esa tarde, la del 13 de marzo, el fotógrafo cubano Kaloian Santos, que vive en Argentina desde hace 14 años, vio el video del Mapa de la Policía. Él había estado cubriendo la manifestación, como lo hacía cada miércoles, para un portal de noticias llamado El Destape Web. Era fotorreportero freelance y, además, tenía un contrato como fotógrafo en el ministerio de Cultura de la Nación desde hacía 12 años.
Apenas termino de ver el video del Mapa de la Policía digo: ʻA la misma hora, 17 y 18 minutos, yo estaba en paralelo a ese pelotón de gendarmes que ellos muestranʼ. Empiezo a buscar y entonces puedo distinguir que en mis fotos está Pablo. Sigo toda esa secuencia, viendo los microsegundos. Estuve desde las cinco de la tarde sin parar hasta que a las cuatro de la mañana veo en una de las fotos a dos personas tirando con el lanza gases —explica Kaloian, en un bar—. Una sí está tirando para arriba, como indican los protocolos, y hay otra que dispara para abajo. Digo: ʻTiene que ser esteʼ. Hago zoom y leo su nombre: Guerrero. Ahí me asusté mucho. Después de lo que pasó con Cabezas [un fotorreportero que en 1997 fue asesinado por haber investigado a un empresario ligado al poder político], los fotógrafos siempre tenemos ese temor. Pero a su vez ese miedo no me paralizó porque había un pibe, que podía haber sido yo, debatiéndose entre la vida y la muerte. Así que me dije: ʻYo tengo que compartir esta informaciónʼ.
Kaloian envió todo este material al Mapa de la Policía. Ellos cruzaron el dato con un listado oficial de gendarmes. Había muchos con ese apellido. Pero también sabían que quienes estaban disparando formaban parte de una unidad especial de la gendarmería llamada S. E. I: Sección de Empleo Inmediato. El único integrante de esa unidad con tal apellido era Héctor Jesús Guerrero.
El 31 de marzo, diez días después del hecho, Kaloian Santos recibió la noticia: su contrato en el Ministerio de Cultura no había sido renovado. “Me llamó la directora de comunicación y me dijo: ʻTu nombre vino de arriba, no pude hacer nadaʼ”.

Recuento de daños
Usa un pulóver a rayas, blancas y negras. El pelo canoso recogido en una media cola. Es mediodía, fines de abril, y María Cristina —Mari—, acaba de darle de comer a su hijo en el hospital de Agudos Ramos Mejía. Este día Pablo debía haber tenido el alta, pero aún sigue aquí.
En el plato quedan restos de lo que fue una hamburguesa con papas fritas. Se nota el cansancio en la mirada, en las ojeras, en el cuerpo que se mueve pesado y en cómo le habla a Fabián, a quien le insiste con que pida la cuenta: “Esta pobre gente tiene que cerrar el bar”, dice Mari, porque el bar del hospital cierra a las tres, y ya es casi esa hora.
Fabián está distraído, mirando el celular, respondiendo decenas de mensajes. Mari es jubilada, pero antes trabajó como bioquímica en el Hospital Interzonal de Agudos Evita, en Lanús, cerca de su casa, donde estuvo por más de 30 años. Conoce a la perfección cómo funcionan los hospitales. Sabe leer la cara de los médicos, entiende la terminología, sabe demasiadas cosas que ahora no quisiera saber.
Desde que su hijo está internado no habló con la prensa. Se le percibe enojada, molesta con los periodistas. “Si fuera por mí no habría que hablar con la prensa, esto es algo nuestro”, le dice al fotógrafo de Gatopardo mientras él le hace algunos retratos. A diferencia de su marido o su otro hijo, Emiliano, ella no usa remeras ni pines en sus prendas que piden justicia por Pablo. Parece fastidiada con la idea de que su hijo se haya vuelto estampita o mártir vivo. La noche del 12 de marzo, apenas su hijo Emiliano le contó lo que había pasado, gritó, llorando: “¿Qué tenía que hacer Pablo ahí?, ¿Por qué estaba ahí?”.
—Pablo comió bien, estaba de buen ánimo. Pudimos charlar mientras comía, ya ahora podemos charlar un poquito más. Esta mañana estaba con fiebre. Con el antibiótico le baja, pero tienen que ver de dónde es —cuenta Mari.
Frente a ella, terminando su comida, Fabián, dice:
—Tema neurológico no es. El cefalorraquídeo no… El problema de que tuvo pérdida encefálica, eso no es. Le hicieron punción, analizaron el líquido y no estaría mal.
—Le están haciendo cultivos —explica Mari.
—Puede ser también de estar acá. El virus intrahospitalario —acota Fabián.
—Hoy estuvo el psiquiatra —dice Mari.
Fabián no sabía y pregunta:
—¿El gordo o el…?
—No, el jefe.
—¿Y?
—Lo ve bien…, pero dice que hay que estimularlo porque si bien hace cosas como comer solo, muchas de las cosas no las hace por motu proprio, hay que decirle, hay que indicarle o hay que ordenarle. Entonces hay que estimular eso. Que pueda agarrar esto por motu proprio, porque tiene ganas, no indicárselo. El psiquiatra me preguntó si antes de que pasara todo esto él hacía actividades por su cuenta o había que indicarle qué hacer. Y no, él era muy activo, hacía de todo, a toda hora.
—Si vos le decías algo, hacía lo contrario —agrega Fabián, riéndose.
—Era muy hiperactivo, nada que ver a lo que es ahora… Todavía no saben si es que esto puede ser una secuela del lugar de la cabeza en el que le pegó la bala. Bueno, yo le digo bala… el gas ese.
Aquel 12 de marzo Mari había despedido a su hijo después del mediodía. Esa mañana, Pablo había ido a trabajar, como todos los días. Desde hace seis años, Pablo trabaja en el mismo hospital del cual su madre ahora está jubilada. Se encargaba del espacio verde: pintar murales en las paredes del jardín, cuidar las plantas, pensar actividades recreativas al aire libre para pacientes en rehabilitación de adicciones. Pablo pasó por su casa, almorzó algo, y se fue a la marcha. Más tarde, Mari prendió la televisión y vio a un policía pegarle con un palo a una señora que caía al piso. Decidió apagarla y empezó a mandarle mensajes a Pablo y a Fabián. Pablo no respondía. Normal. Fabián le dijo que estaba bien. Conforme pasaban las horas Mari empezó a preocuparse. Ahora Fabián tampoco la atendía y le mandaba mensajes diciéndole que en un rato iba, que no tenía buena señal. Era mentira. Ya estaba en el hospital, y no quería decirle nada por teléfono a su mujer. En cambio, Fabián sí llamo a su hijo Emiliano, que fue de inmediato para el hospital. Apenas llegó y entendió la situación, llamó a una prima de su mamá que vivía a la vuelta; le contó rápido lo que había pasado y le pidió que fuera a acompañarla hasta que él llegara y le contara todo.

Ahora, en el hospital, Mari se refiere a Pablo por momentos en pasado (“Pablo era”) y por momentos en presente (“Pablo es”). Está vivo, pero es difícil entender qué quedará de ese Pablo que ella conoció. Cuenta que siempre fue a escuelas públicas del barrio; que jugaba al futbol en el club; que dibujaba muy bien y que cuando era chiquito, y ella tenía guardias en el hospital, Pablo copiaba todos los elementos del laboratorio; que iba a muchos recitales; que aprendió a tocar el piano con un teclado eléctrico, pero después lo vendió para comprarse una bicicleta; que después pasó a la armónica; que entró a estudiar diseño industrial a la universidad de Lanús; que ahí conoció a Xoana, que era divina, que cortaron en 2015 y que después no le conocieron a otra novia; que se hizo fotógrafo porque Fabián era un aficionado; que no terminó la carrera de diseño industrial porque él quería diseñar cosas para la gente de los barrios; que tiene un carácter muy fuerte, que no es un chico fácil; que en 2015 viajó a México, empezó a sacarle fotos a los “gringos”, a cobrarle en dólares y que con eso se compró un dron; que un productor americano lo fichó (“un productor muy importante que se lo quería llevar a Estados Unidos”), pero que él no quiso; que Julieta su nieta, es la debilidad de su tío, que “se aman”.
Media hora después llegan cuatro amigos de Mari y de Fabián. “Somos como los tíos de Pablo —dice un hombre canoso, con boina y tatuaje de las Islas Malvinas en el brazo izquierdo—. Conocemos a Mari y Fabián desde que somos adolescentes”.
En el patio del hospital abren unas sillas plegables y se disponen en ronda. Circula el mate, Fabián acepta, dice que está mejor del estómago. Mari logra, durante esas horas, hasta que se hagan las cinco de la tarde y pueda volver a ver a Pablo, abstraerse: esta podría ser la plaza de su barrio o un parque. En este preciso instante no está en el hospital, con su hijo en terapia intensiva.
Gendarmería en foco
El 21 de marzo, nueve días después del hecho, la familia Grillo se presentó ante el Juzgado Criminal y Correccional Federal Número 1, a cargo de una jueza muy famosa llamada María Romilda Servini de Cubría, para ser querellante en la investigación judicial sobre las circunstancias que dejaron a Pablo en estado crítico. La investigación tiene que determinar las responsabilidades penales sobre esos hechos. Las abogadas que los representan, Claudia Cesaroni (integrante de la Liga Argentina por los Derechos Humanos) y Agustina Lloret (colaboradora del Centro de Estudios Legales y Sociales) pidieron una serie de medidas, entre ellas, convocar a declarar en calidad de imputado al gendarme Héctor Jesús Guerrero por tentativa de homicidio agravado por abuso funcional, abuso de autoridad e incumplimiento de los deberes de funcionario público. También solicitaron que se investigue la responsabilidad penal de la ministra de Seguridad Nacional, Patricia Bullrich, y de varias autoridades de la Gendarmería involucradas en el “diseño del operativo, la transmisión de órdenes y la supervisión del accionar de las fuerzas de seguridad desplegadas en las inmediaciones del Congreso contra manifestantes”.
El 7 de abril, el gendarme Héctor Guerrero se presentó ante la justicia.
Hay dos datos que llaman la atención —explica en un bar, con el sol de frente, la abogada Claudia Cesaroni—. En primer lugar, pone como domicilio legal el Edificio Centinela, es decir, el de la propia Gendarmería. Y, por otro lado, los abogados que designa son abogados de la Gendarmería. Con esto quiero decir: por supuesto que él tiene derecho a defenderse. Pero él podría haberse puesto abogados particulares o defensores públicos. Pero no. Lo defienden profesionales dentro de la Fuerza. Esto es claro: Guerrero tiene el respaldo institucional. Y no solo eso: los dos abogados que lo defienden trabajan en el estudio de otro abogado llamado Fernando Soto.
Soto es el abogado que defendió a Chocobar, el policía que en 2017 mató por la espalda a un joven que huía tras cometer un robo y fue respaldado públicamente por el presidente Mauricio Macri y Patricia Bullrich, que también era ministra de seguridad de ese gobierno, convirtiéndose en un emblema de la llamada “doctrina Chocobar”, que avala el uso letal de la fuerza en determinadas circunstancias. “Soto es cabeza jurídica de Patricia Bullrich —dice Cesaroni”.
Pocas cosas se saben de Guerrero. Nació en Orán, una localidad de Salta, provincia del noroeste argentino fronteriza con Bolivia. Proviene de una familia humilde: un padre trabajador, una madre ama de casa, varios hermanos. Entró a la fuerza en 2015, con 19 años. Ahora está pronto a cumplir 30. Según consta, tiene muy buenas calificaciones por su desempeño en la Fuerza y figuran dos certificados de aprobación de cursos sobre el “Código de Conducta para funcionarios encargados de hacer cumplir la ley”.
Guerrero está imputado, pero eso no lo inhabilita para seguir ejerciendo funciones en la Gendarmería. Nadie sabe si efectivamente continúa activo o si fue apartado. Aún no hay fechas ni para la indagatoria a Guerrero ni para un posible juicio. Los tiempos de la justicia son largos, imprevisibles. Puede ser en una semana, en tres meses o en un año.
Para la recuperación de Pablo es importante que él vea que hay una actividad judicial acorde a la gravedad de lo que le pasó —concluye Cesaroni—. Es decir, una respuesta judicial proporcional al hecho de que estuvo al borde de la muerte por el accionar de un integrante de las Fuerzas de Seguridad del Estado.
Después del 12 de marzo, las marchas de los jubilados continuaron, y también la represión. El saldo, después de cada miércoles, fue casi siempre el mismo: decenas de heridos, decenas de detenidos.

El miércoles 21 de mayo, casi dos meses después, el canal televisivo La Nación+ cubría en vivo la marcha frente al Congreso. Se veían imágenes de manifestantes discutiendo con la policía, que los iba empujando amparados por escudos. De fondo una periodista llamada Débora Plager relataba de esta manera lo que ocurría.
—Los propios manifestantes violentos que usan el escudo de prensa ¿no?, o alguna cámara para camuflarse como periodistas sabiendo que no lo son, y bueno… después ponen en riesgo a los demás compañeros.
En la marcha hay un cronista de La Nación+ llamado Pablo Corso que la interrumpe:
—Avanzan con los escudos gas pimienta para despejar, por enésima vez, hay que decirlo, Débora…. Uy, uy, uy, uy, pará, pará, pará, boludo.
—¿Qué pasó Pablo? —dice Débora.
—No, no, pará, pará, la concha de tu madre… hijo de puta —se escucha del otro lado mientras se ve cómo la cámara, que nunca se apaga, y el camarógrafo caen al suelo.
—¿Están bien, Pablo? —vuelve a preguntar la periodista.
—Ese es Diego Pérez Mendoza [el camarógrafo]… lamentablemente herido —dice un periodista que acompaña a Plager en el piso.
—Oficiales que no disciernen nada —acota otra periodista llamada Jenny que está en la mesa.
—¿Vos lo distinguías? —pregunta Plager.
—Sí, sí por la voz —afirma el periodista—. Es más. Esa es la cámara de Diego. Los vimos hoy a la mañana, imagino que está herido, por eso la cámara está en la mano. No sé cómo está Pablo porque no contesta. Son Pablo Corso, Geduan, y Diego Pérez Mendoza, nuestro equipo que lamentable ha sido herido como pueden ver. Ha quedado captado en vivo por los empujones, los palazos, por… no veo bien… ayudame, Jenny, creo que es prefectura.
—Sisi, PFA, prefectura —dice Jenny.
—Bueno perdimos el contacto —concluye Plager—. A ver si están bien porque claramente fue el avance… ahí tenemos la otra imagen de otra de las cámaras de La Nación. Pero ahí en el trabajo de Pablo Corso con Diego Pérez Mendoza, bueno, fueron sobrepasados evidentemente, por… eh… la, la…
—No. no. Por lo que se escuchó de Pablo Corso les estaban pegando —dice el periodista.
En ese mismo momento, el fotógrafo Tomás Cuesta, de 28 años —que trabaja para la agencia francesa AFP (Agence France-Presse) y para el diario La Nación— también cubría la manifestación, como cada miércoles. Según su relato:
Policías de la Federal, sin uniforme ni identificación, pero con chalecos, me rodearon y en cuatro oportunidades algunos de ellos quisieron bajarme la cámara. Yo les bajaba el brazo y seguía filmando. A la quinta vez, lograron tirarme al piso. Les decía que tenía colgada la identificación de fotógrafo, pero no me escuchaban. Ahí me rodearon gendarmes y entre uno y dos me sujetaron con fuerza del brazo. Me aplastaron la cabeza contra el piso.
Todo lo que cuenta Tomás —el momento exacto en que la policía lo reduce y lo aplasta— quedó registrado en un video que se volvió viral.
En cuanto a Pablo Corso y Diego Mendoza, ambos resultaron heridos. Corso fue alcanzado por una bala de goma y a Mendoza le arrojaron gas pimienta en la cara.
Lo que el gas no pudo borrar
El 12 de marzo, cuando Pablo recibió el impacto, Xoana estaba en Bariloche, una ciudad patagónica, en un camping sin señal. Hacía diez años que se habían separado y nunca más se habían vuelto a ver. Se habían conocido a los 19 años, en la facultad. Xoana vio que él tenía un termo con un sticker de Independiente, equipo del que también ella era hincha, entonces se acercó a hablarle. Se dieron cuenta de que vivían cerca, se volvían caminando juntos todos los días. Vivieron un romance que duró ocho años. Compartían la universidad, después la militancia, el grupo de amigos, la pasión por la música y el futbol. Pero apenas un tiempo después de convivir, decidieron separarse: “Fue rarísimo porque, aunque vivíamos cerca y más o menos nos movíamos en los mismos círculos, nunca más nos volvimos a ver —cuenta Xoana en un banco en la plaza del Congreso, a pocos metros de donde le dispararon a Pablo”.
Xoana es flaca, tiene pelo largo castaño y ondulado. Los ojos son color miel, la sonrisa de dientes parejos, una argolla en la nariz pequeña. Es una chica hermosa que fuma un cigarrillo armado.
El viernes 14 de marzo, cuando volvió a recuperar la señal mientras viajaba en un micro hacia otro pueblo, su celular estalló:
Tenía mensajes de todo el mundo. De mis amigos, mi familia, conocidos, compañeros de militancia con los que no hablaba desde hacía años, hasta de profesores de la universidad. Yo no entendía absolutamente nada de por qué me nombraban a Pablo. Me decían: ʻTe abrazoʼ, ʻte mando fuerzaʼ. Hasta que pude hablar con mi hermano y ahí me contó todo. Yo no caía, no caía. Recién fue unos días después y ahí estuve muy mal. Lloraba y rezaba. Que viva, que viva, eso es lo único que pedía.
Apenas volvió a Buenos Aires se acercó al hospital.
Fabián y Mari se pusieron muy contentos de verme —dice—. Pero yo no sabía si entrar o no a verlo a Pablo porque las cosas no habían quedado muy bien y, además, era una trampa. Si él no me quería ver, no iba a tener manera de escapar, estaba en la cama, todo entubado.
Pero un día, una amiga en común le dijo a Xoana que Pablo había preguntado por ella, que la quería ver. También le escribió Jorge y le dijo lo mismo, que Pablo preguntaba por ella. Entonces fue.
Fue raro. Ese día él estaba muy lento. Yo entré sola. Le llevé una cartuchera con un montón de lápices de colores y un bloc de hojas para dibujar. Todos me decían que estaba rebién, que estaba bárbaro, pero yo lo vi mal. Ese día parece que le habían hecho muchos estudios, estaba cansado y nada, yo me quedé remal porque él no era así, él era re inquieto, entonces me fui con una bronca…
Unas semanas después, Xoana volvió a verlo.
—Ese día nada que ver. Se reía, charlamos, me dijo que estaba podrido, que quería moverse. Estaba más activo. Antes de irme le di la mano, le dije que seguramente la próxima vez que nos veamos iba a ser en rehabilitación. Y él agarró y me dio un beso en la mano y yo me quedé como, ¡ay!, el pecho así se me hizo, se me estrujó.
—Un galán…
—Sí, mi hermana me dice: te trató como a una princesa.

Regeneración
Llegan al hospital a las 8:40 de la mañana y caminan rápido por el pasillo hasta subir al cuarto piso. Es 3 de junio. Fabián, Mari y Emiliano están nerviosos. La ambulancia para el traslado de Pablo hacia una clínica de rehabilitación está pedida para las 10 de la mañana. Pablo no lo sabe. Tantas veces estuvo a punto de irse y todo retrocedió tantos casilleros, que esta vez fueron muy cautos. Fue la enfermera que lo despertó la que le dio la noticia: “Dale, Pablito, que hoy te vas de acá”. Pablo no le creyó, pero cuando vio entrar a su habitación a los tres integrantes de su familia dijo: “No lo puedo creer”.
Afuera, en la puerta del hospital, hay cámaras de televisión, periodistas, fotógrafos y varios amigos de Pablo. A las 9:20, Fabián sale de la habitación. “Le trajimos una camiseta de Independiente. Lo están cambiando —dice en el pasillo”.
A los pocos minutos aparece Emiliano: “Pablo está muy contento, no lo puede creer”.
A las 10 de la mañana, Emiliano vuelve a aparecer por el mismo pasillo, esta vez acompañado por tres hombres con chaleco rojo que lleva la inscripción SAME, el servicio de emergencias médicas de la Ciudad de Buenos Aires. Uno de ellos empuja una silla de ruedas vacía. Se suben al ascensor, que queda detenido en el número 4. Minutos después, el ascensor comienza a descender. En el visor se proyectan los números en cuenta regresiva. Alguien abre la puerta. Sale primero un médico, y después Pablo Grillo. Lleva un gorro rojo que dice Independiente, un camisolín azul que le cubre la ropa —jogging negro, buzo negro, debajo una remera de Independiente—, y tiene una vía que le sale del cuello. Sonríe. El médico le pregunta:
—Bueno… ¿Cómo te sentís?
—Bien.
—¿Estás tranquilo?
—Sí.
Como en una procesión avanzan por el pasillo. Van Emiliano y Mari, que lleva un suéter naranja casi fluorescente. Sonríe y llora al mismo tiempo. A Pablo lo escoltan otros médicos y un hombre alto, corpulento, con un ambo celeste y una gorrita del club San Lorenzo. Ese hombre abre paso, pide permiso, aparta suavemente los celulares que intentan filmar, exige respeto. Mari y Emiliano se abrazan con los médicos y con este hombre de manera muy efusiva. Pablo entra a una salita en la que está Fabián, lo pasan de la silla de ruedas a una camilla, y entonces, al fin, sale a la vereda con una sonrisa mientras todos aplauden, lloran, cantan.
La ambulancia parte rumbo al Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio de Devoto —en la zona noroeste de la ciudad—, donde Pablo comenzará su proceso de rehabilitación. Ni sus familiares ni sus amigos quieren hablar de las secuelas que pueden quedarle. “No se sabe”, responden como un mantra. “Hay que esperar”, es la otra variante en la respuesta. Una médica explica:
Ante una lesión severa como la que tuvo, con pérdida de masa encefálica, pueden aparecer secuelas de todo tipo: en el habla, la memoria, la fuerza, la sensibilidad, o a nivel cognitivo e intelectual. Pero, al mismo tiempo, el sistema nervioso en sí mismo tiene una capacidad asombrosa para regenerar sinapsis, así que es posible que logre recuperar muchas de esas funciones.
Casi a las 11 de la mañana, las cámaras se apagan y los periodistas empiezan a irse. El hombre de ambo celeste que lo escoltaba, que se llama Marcelo, pero a quien le dicen Ángel, o Cuervo, es camillero. Fue quien lo recibió aquel 12 de marzo al borde de la muerte, quien lo llevó a la sala de urgencias, y quien durante estos casi tres meses no dejó de ir a saludarlo ni un solo día. Ahora que ya está solo llora y dice: “Discúlpame... es que se acaba de ir un amigo”.
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* Nota del editor: a la fecha de publicación de este texto, para alivio de Pablo, y alegría de familiares, amigos y el gremio periodístico, él ha salido ya del hospital y se encuentra en rehabilitación.

Pablo Grillo recibe el alta de Terapia Intensiva, luego de casi tres meses de su internación, tras haber sido gravemente herido por el ataque de un gendarme durante la represión a la protesta de jubilados del 12 de marzo pasado.
El 12 de marzo de 2025, durante una marcha en defensa de los jubilados que se llevaba a cabo en Buenos Aires, Argentina, un gendarme disparó un cartucho de gas lacrimógeno que impactó en la cabeza del fotorreportero Pablo Grillo. Desde entonces, ha librado una batalla entre la vida y la muerte, transformado en un emblema de la represión que ejercen las fuerzas de seguridad durante el gobierno de Javier Milei.
“En esa última ventana, ahí, ¿ves? la del cuarto piso, esa es la de Pablito. Yo voy ahí en un rato, a eso de las doce, cuando come. Lo ayudamos, come solo, eh, come solo, pero nosotros le alcanzamos las cosas”.
Son las once de la mañana del sábado 26 de abril en el Hospital General de Agudos Dr. José María Ramos Mejía, un hospital público en Once, un barrio céntrico y caótico de la ciudad de Buenos Aires. El sol entra de lleno en el jardín central, brilla en los pocos lugares en los que crece el pasto y seca los restos de la lluvia de la noche anterior que aún se manifiestan en forma de barro. El sonido de los pájaros se escucha nítido y algunas palomas se aglomeran cerca de la capilla, donde la Virgen de la medalla milagrosa, a quien muchos le atribuyen dones especialmente relacionados con la salud y situaciones de peligro, reposa en una vitrina. Fabián Grillo saluda a dos personas que están en el jardín, personal de mantenimiento del hospital. Todos lo conocen. Su hijo Pablo, de 36 años, está en terapia intensiva desde el 12 de marzo, cuando un cartucho de gas lacrimógeno disparado por un gendarme le impactó en la cabeza y se la perforó, mientras sacaba fotos, en una marcha de jubilados que reclamaban contra el ajuste económico del gobierno de Javier Milei, que entre otras cosas significa una caída real de más del 30% en los haberes.
“Hoy me trajo un amigo porque yo no estoy en condiciones de manejar —explica Fabián que tiene una remera roja con la frase ʻFuerza Pabloʼ y una foto serigrafiada de su hijo—. Tengo miedo de destrozarme, entonces generalmente me traen”.
Mari, su esposa, madre de Pablo, llegará más tarde en un auto que desde el 12 de marzo le asignó el gobierno de la provincia de Buenos Aires, de signo político contrario a Milei. “Ella se quedó en casa comprando cosas, ordenando, limpiando, porque no estamos casi nunca, estamos todos los días, todo el día acá”.
Fabián, María Cristina —Mari— y Pablo viven en la casa que era de los padres de ella en Lanús, un municipio al sur de la provincia de Buenos Aires. Emiliano, el hijo mayor, de 37 años, ya no vive con ellos. Tiene una hija, Julia, de 7 años, y, separado de su mujer, vive en el municipio de al lado, Avellaneda. Desde la casa de la familia Grillo hasta el hospital tienen —con suerte— una hora de viaje. El bar está por ahora vacío y Fabián elige una mesa frente al televisor. “Quiero ver lo del papa, me dijeron que hay carteles de Pablo”.
Hace unas horas, en Roma, fueron las exequias del papa Francisco que falleció cinco días atrás. Paralelamente, en Buenos Aires, hay una misa en la Catedral y ya varios le mandaron fotos de personas congregadas allí mostrando carteles que dicen: “Fuerza Pablo Grillo”. Fabián lleva varios rosarios colgados al cuello.
No soy creyente, pero a mí vienen y me ponen esto y yo me lo dejo. Ahora no hay nadie acá, pero en la semana viene gente, me besa, me abraza, no sabés lo que es, te traen una estampita, una nota. Me trajeron hasta un rosario bendecido por el papa, del Vaticano, es bellísimo, no sabés lo que es. Ese me lo dieron en un estuche, lo tengo en casa, es para Pablo. Es precioso. Y todo esto está vinculado con la buena onda, viste. Ponele el nombre que quieras, llamalo como quieras, pero es el deseo de la gente, la bondad, lo humano. El tipo al que le importa un carajo la vida del otro, conmigo no tiene nada que ver.
Fabián le pide al mozo un té de boldo.
—Estoy mal del estómago. Es raro, porque generalmente puedo comerme esa silla y no me cae mal.
—¿Puede ser por los nervios, tal vez?
—Y… puede ser, puede ser, una combinación de cosas…

Cuando el 12 de marzo su hijo Pablo llegó al hospital tenía el cráneo fracturado y pérdida de masa encefálica. Entró al quirófano de urgencia, pero los médicos creían que no soportaría esa primera operación. Al salir, dijeron que lo más probable era que quedara en estado vegetativo. Desde ese momento ocupa una de las 14 camas de terapia intensiva. Era, entre los que estaban en esa unidad, el de mayor gravedad. Permanecía intubado y dependía de un respirador artificial. Tras la primera, volvieron a someterlo a una segunda operación. Tampoco creían que saliera con vida. Pero lo logró. Entonces le hicieron ventanas de sedación: le bajaron los analgésicos para ver si reaccionaba a los estímulos. Lo primero que hizo fue mover las manos, las piernas, tocarse allí donde le dolía. Le sacaron el respirador y por primera vez abrió los ojos. No obstante, las ecografías, las tomografías y los estudios que le hacían daban mal. El 20 de marzo, ocho días después de haber ingresado al hospital al borde de la muerte, miró a su padre, le dijo: “Hola viejo”, y le apretó la mano.
—¿Él tiene una venda en la cabeza?
—No, ahora no, ya no la tiene… La cabeza es una pasa de uva. Tiene la parte central del cráneo, nada más. Imaginate que vos tenés dos tapas. Bueno, él está sin estas dos tapas. Imaginate… una pelota desinflada.
—La cabeza está deformada.
—Claaaaaro, algo así, sí.
Fabián tiene que combinar con un periodista porque esta tarde va a ir a la Feria del Libro. Lo invitaron a la presentación de una revista en donde hay un artículo sobre su hijo. Desde el 13 de marzo, sale prácticamente todos los días en algún medio de comunicación—diarios, radios, móviles televisivos— y va a cada lugar al que lo invitan a dar charlas. Decidieron que la familia y las abogadas sean los únicos encargados de hablar y no los médicos ni los directivos del hospital. Quieren evitar malentendidos porque hay mucho puesto en juego. Ya no es solo la vida de su hijo, sino una causa política. Fabián difunde la historia de su hijo de manera didáctica, como si pudiera escindirse de su rol de padre y ser un director de cine que cuenta la película de un chico al que le dispararon, que estuvo al borde de la muerte, y que, como Lázaro, resucitó. Sabe qué detalles contar para conmover como, por ejemplo, que le prometió a su hijo que cuando salga le va a comprar otra cámara de fotos mejor que la que tenía. Cuenta que en el hospital su hijo escucha música en un parlante que él le compró: “Desde Chopin hasta Jaime Roos”; que el primer libro que leyó después de abrir los ojos fue El principito. Y es convincente cuando dice: “Pronto le van a dar el alta y lo mandan al hospital de rehabilitación. Es cuestión de días”.
Apenas unos días después de mi primer encuentro con Fabián, Pablo salió a “pasear” por el hospital. Sus fotos sonriendo sentado en una silla de ruedas se difundieron como las primeras en las que se le ve, después de haberlo visto una y otra vez caer en loop por el disparo. Pero después de ese paseo, como en un juego de mesa, todo retrocede muchos casilleros. Pablo sigue en terapia intensiva por mes y medio, levanta fiebre, lo someten a dos operaciones más, una muy riesgosa, en la que le colocan una válvula y un catéter. Fabián también se enferma, con una fiebre alta que le impide ir al hospital por varios días. Nadie se anima a hacer un diagnóstico certero sobre cuáles podrían ser las secuelas que le queden a su hijo de por vida.
Sin embargo, este sábado 26 de abril, este sábado cálido de sol, Fabián Grillo es pura esperanza.

Entre el lente y los gases
El 12 de marzo un muchacho llamado Jorge —Jorgito, así le dicen—, llegó al Congreso alrededor de las cinco de la tarde. Había quedado en encontrarse con Pablo un rato antes, pero se atrasó al salir de su trabajo —atiende el teléfono en un call center— esperando a otro amigo.
En la Argentina, y desde agosto de 2024, los miércoles se convirtieron en un ritual de resistencia al gobierno de Javier Milei. En ese mes de agosto la oposición había logrado aprobar en el Congreso una ley que contemplaba un aumento en los haberes previsionales y una nueva fórmula de actualización automática para evitar que los jubilados siguieran perdiendo poder adquisitivo frente a la inflación. Pero el presidente, amparado en sus facultades, la vetó.
Desde entonces, cada semana los jubilados se concentran frente al Congreso para reclamar contra el ajuste y son recibidos por un operativo violento. Amparado en un protocolo llamado “antipiquetes”, sancionado por decreto presidencial, el gobierno autoriza a las fuerzas de seguridad a “dispersar” cualquier manifestación que interrumpa la circulación del tránsito. En la práctica, eso se traduce en que cada miércoles las fuerzas de seguridad reprimen con gases y golpes, protegidos con escudos, a un grupo de hombres y mujeres que rondan los 80 años: viejos y viejas con bastones, con sillas plegables, con pancartas escritas a mano. La televisión muestra cómo la policía los empuja, los hiere, los arrastra, los gasea. Por ese motivo, para el miércoles 12 de marzo de 2025, organizaciones sociales, sindicatos e hinchas de futbol autoconvocados organizaron una marcha que prometía ser masiva. La consigna era clara: no dejarlos solos.
Jorgito y Pablo Grillo solían ir juntos a esas marchas. Se conocen desde hace más de veinte años: iban a la cancha a ver al club de futbol Independiente —uno de los cinco grandes del balompié argentino—, y, del grupo de amigos, eran los únicos dos que compartían afinidad política. Habían empezado a militar en una organización kirchnerista llamada Nuevo Encuentro, pero esa etapa duró pocos años. Los dos se alejaron del partido, aunque no del compromiso político. Hace ya una década que Pablo trabaja como fotoperiodista independiente. Suele cubrir este tipo de movilizaciones y después vende sus fotos a portales o agencias de noticias. El 12 de marzo, Jorge, Jorgito, le escribió para avisarle que llegaba tarde, pero sabía que su amigo no iba a responderle: cuando estaba tomando fotos, no sacaba el celular de la mochila. Se encontraron igual, minutos después de las cinco de la tarde, en la intersección de calles Virrey Ceballos e Yrigoyen, en diagonal al Congreso de la Nación. Ese día, las fuerzas de seguridad habían desplegado un operativo descomunal: cientos de uniformados, carros hidrantes, motos, pelotones con escudos. Ya cuando se encontraron, la policía estaba disparando gases lacrimógenos a mansalva.
—Nos saludamos y nos quedamos un ratito hablando pavadas—relata Jorge en el jardín del hospital, a mediados de abril—. Él ya estaba todo gaseado, tenía la cara roja, los ojos rojos. Entonces me dice: “Vamos adelante”, y yo le digo: “Pará, estás todo hinchado, pasate a poner un spray en los ojos”. Y no, Pablo es estilo salvaje, le gusta la acción, por decirlo de alguna manera. Y se fue para adelante, no me esperó.
Jorge lo perdió de vista en el tumulto, hasta que a los pocos ¿segundos? ¿minutos? lo ubicó y lo vio caer al piso.
—Lo primero que pensé es que se había desmayado. Salí corriendo y cuando estoy llegando veo un charco de sangre. Empecé a gritar: “¡Llamen a la ambulancia!, ¡llamen al 911!, ¡le pegaron un tiro a mi amigo”. ¿Viste alguna vez sangre de masa encefálica?
—No.
—Bueno yo ya había visto. Es completamente distinta a la sangre de un cuerpo. Es entre grisácea y negra, espesa. Pensé que Pablo estaba muerto.
Ese mismo día, un hombre de 34 años llamado Nicolás había terminado, como todos los días, con los repartos de cartas en la zona de Lomas de Zamora, un municipio al sur del conurbano bonaerense. Después, tomó el tren que lo dejaba cerca del Congreso. Nicolás milita en una agrupación llamada Frente Popular Darío Santillán, una organización social. Desde los 17 años forma parte del cuerpo de bomberos de su localidad. Su padre y su tío también. Tenía una vocación de servicio que se mezclaba con la necesidad de independizarse, y apenas terminó la secundaria se fue a vivir al cuartel. Allí aprendió la historia de los bomberos, la tecnología del fuego, los materiales peligrosos, los primeros auxilios. Llegó a ganar la medalla por la mayor cantidad de salidas del año para socorrer a vecinos, y sacaba las mejores notas entre sus compañeros. Más tarde trabajó como chofer y auxiliar en una ambulancia.

Ese 12 de marzo, Nicolás llegó a la manifestación frente al Congreso unos minutos antes de las cinco de la tarde. Se cruzó con una compañera y los dos comentaron lo mismo: el despliegue de las fuerzas de seguridad era desmedido. Se tapó la cara con el buzo porque los gases lacrimógenos ya empezaban a afectarlo. Cruzó la avenida Entre Ríos para ayudar con la desconcentración, cuando vio a un grupo de personas llevando a un herido en andas.
Cuando me acerqué, vi a un herido que tenía una remera negra en la cabeza. Le apoyé la mano, y cuando levanté un centímetro la remera, vi que tenía la cabeza totalmente reventadísima —dice Nicolás una tarde, sentado en el pasto de la Plaza de Mayo, frente a la Casa Rosada—. Tenía un hueco en la cabeza y vi todo: cráneo, sangre, cerebro, grasa. Ahí empecé a mirar para todos lados y a organizar.
Por instinto, Nicolás tomó el liderazgo. Le preguntó a Pablo si lo escuchaba, pero en ese momento Pablo perdió la conciencia. Alguien alcanzó una tijera y le cortaron los tirantes de la mochila. Empezó a vomitar sangre y Nicolás pidió que lo ayudaran a ponerlo en posición lateral: tenía que cuidar que no aspirara su propio vómito.
—Llegó la ambulancia, se acercó la médica y me dijo: “Bueno, vamos a llevarlo”, y yo le dije: “No, traé una tabla”, porque se iba a desangrar. La convencí. Fue todo muy rápido.
Mientras tanto, los policías seguían disparando gases lacrimógenos. En ese momento, reapareció Jorge. Entre los tres lo subieron a la ambulancia.
—Fue machirulo de mi parte, lo sé, pero no le tenía confianza. Lamentablemente la médica estaba sobrepasada por la situación, creo yo. Entonces le digo: “Doctora vamos a ponerle oxígeno”, y ella me dijo: “No lo sé usar, este no es mi móvil, no sé cómo funciona el oxígeno central”. Por suerte estaba el oxígeno portátil —dice Nicolás.
—Ahí me di cuenta de que Pablo no estaba muerto porque movía la panza y el pecho cuando respiraba —explica Jorge.
En menos de cinco minutos llegaron al hospital de agudos Ramos Mejía. Apenas estacionaron, lo bajaron de la ambulancia y Nicolás se negó a soltarle la cabeza, aunque se lo pidieron los enfermeros que lo recibieron, hasta que entraron al shockroom, donde reciben a los pacientes más graves.
—Ahí sí, un médico muy serio me dice: “A ver, correte”, y ahí fue como que mi cerebro hizo clic y dije: “Listo, ya está, hasta acá lo mío”.
—Nico fue el primero que le salvó la vida —dice Fabián, su padre, tiempo después—. Sin esas decisiones claves que tomó, Pablo seguramente no seguiría vivo.
Pasadas las cinco de la tarde, Fabián recibió un mensaje de Jorge. “Venite acá al Ramos Mejía que estoy acá con Pablo que está lastimado”. Fabián también estaba en las inmediaciones del Congreso. Ese día no había ido a trabajar. Está en la parte de logística de una empresa de distribución de energía eléctrica, Edenor, y, como le adeudan vacaciones, se tomaba todos los miércoles. Solía ir a las marchas desde que era adolescente y militaba en el Partido Comunista donde conoció a María Cristina, su esposa. Aunque Pablo vive en casa de sus padres, en el piso de arriba, ese día no fueron juntos. Pablo se había ido más temprano, en tren. Fabián prefirió salir un poco más tarde e ir en colectivo. Había intentado comunicarse con su hijo cuando llegó a la manifestación, cuando vio que la represión alcanzaba una violencia inusual. Pero, como siempre, Pablo no lo atendió. Al recibir el mensaje de Jorge, lo primero que pensó Fabián fue que a su hijo le habían disparado en el pie. Llamó a Jorge, para saber más, pero el amigo de su hijo insistía en que fuera, insistía con la palabra “lastimadura”.
—Esa noticia se tiene que dar en persona, imaginate si yo le iba a decir algo así por teléfono —dice Jorge.
—Jorgito estuvo bien, si me lo decía por teléfono yo no iba a soportarlo.
Fabián encontró un taxi y le indicó que lo llevara al hospital. Allí se encontró con Jorge y con Nicolás. Le dijeron algunas cosas como “lo están viendo”, “lo están atendiendo”, “tiene sangre en la cabeza”, “movía las manos”. De pronto, una doctora salió a su encuentro. “Ahí me dice la verdad. Que Pablo está muy grave y que lo iban a operar en ese mismo momento. Y ahí… ahí se me vino el mundo abajo”.

Crónica de la herida
Esa noche, la del 12 de marzo, a las 21 horas, un periodista llamado Luis Majul, desde el canal de noticias La Nación+, sacó al aire por teléfono a la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich. Bullrich es una figura muy conocida para cualquier argentino: forma parte de lo que el propio presidente de la nación, Javier Milei, llama “la casta política”; es decir, alguien que hace décadas ocupa cargos públicos. Ha pasado por distintos partidos y siempre se mantuvo cerca del poder, más allá de quién gobierne. En la televisión, mientras la ministra estaba al teléfono, se veía la imagen de un patrullero dado vuelta. El periodista dice:
—Esto que estamos viendo ahora es una vergüenza para un país ¿no? Un patrullero dado vuelta, incendiado, y hay gente que lo normaliza... Eso es lo que no me entra en la cabeza…
—Sí, bueno, uno de los que está preso, dicen que es un periodista, trabajaba en el ministerio de justicia y era candidato de Lanús de Julián Álvarez (intendente peronista, aliado del kirchnerismo, la oposición de Milei). Se llama Pablo Grillo, es un militante kirchnerista que hoy trabaja en la municipalidad de Lanús, para darles una idea…
—Una idea, ajá —reafirmó el periodista.
A esa misma hora, Pablo no estaba detenido. Estaba en el quirófano.
Ese mismo día, el sociólogo Mario Santucho, que dirige la revista Crisis, había estado en la manifestación porque desde mediados de junio del 2022 creó, junto a otras organizaciones sociales, colectivos políticos y de derechos humanos, un dispositivo llamado Mapa de la policía. Se trata de una página de internet que tiene como objetivo “ponerles rostro a los poderes”, concretamente, al poder de la policía. Una herramienta ciudadana para controlar a las fuerzas de seguridad. Se encargan de monitorear cada vez que el gobierno de Javier Milei reprime una manifestación. Para eso trabajan con un método que se llama “arquitectura forense” que se basa en la reunión masiva de imágenes procedentes de diferentes fuentes, sobre todo de videos y fotos de ciudadanos que van a la manifestación. Ese día percibieron desde el comienzo que el despliegue de la policía era descomunal. Había integrantes de la Gendarmería, la Policía Federal Argentina, la Policía de Seguridad Aeroportuaria, la Prefectura y la Policía de la Ciudad.
Durante todo el día, Santucho y varios de sus compañeros empezaron a recibir material proveniente de distintos fotoperiodistas y gente común. Supieron, con el correr de las horas, que un chico llamado Pablo Grillo estaba herido de gravedad después de haber recibido el impacto de un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza, aunque todavía no estaba claro de qué manera y cómo había ocurrido. Esa noche se reunieron en la sede de la Tribu, una histórica radio comunitaria, y empezaron a bajar toda la información, sumada a las imágenes y los drones de los canales de noticias.
A las 9 de la noche nos llega la información de que hay un video donde se ve cómo cae Pablo Grillo. Lo vemos y eso se lo mandamos a dos peritos científicos, Willy Pregliasco y Martín Onetto, que colaboran con el Mapa. Esa madrugada, Willy reconstruye dos cosas. Primero, que la hora del impacto fue exactamente a las 17 y 18 minutos. Y, por otro lado, cruzando varios videos, determina a través de la trayectoria del proyectil que el disparo lo hizo alguien de forma horizontal —explica Mario Santucho, un día de fines de mayo.

Según todas las recomendaciones y reglamentos relativos a este tipo de armamentos, para evitar daños y garantizar la seguridad, estos disparos deben realizarse con un ángulo de 45 grados hacia arriba, y jamás de forma horizontal porque pueden impactar directamente contra una persona. Con ese hallazgo, editaron un video que publicaron en Instagram al mediodía siguiente, el 13 de marzo. Se volvió viral. A las pocas horas, en una conferencia de prensa, y pese a la contundencia de las imágenes, la ministra Bullrich volvió a referirse al tema y sostuvo que el gendarme no había disparado de forma horizontal, sino que la bala que le pegó a Pablo había rebotado en el piso. No dijo que Pablo nunca había estado preso ni desmintió que trabajara en la municipalidad ni aclaró que actualmente no militaba en ninguna organización.
Ese día, Fabián Grillo hizo su primera aparición televisiva. En la puerta del hospital, varios camarógrafos y periodistas estaban apostados esperando noticias del estado de salud de su hijo. Fabián dijo, enérgico:
Somos una familia de militantes y con orgullo lo decimos. La militancia no es mala… porque me enteré de lo que está diciendo la bazofia esa, la borracha que tenemos como ministra. Y ser militante es un orgullo. Él era un militante, pero también un fotógrafo y estaba trabajando. Lo que sí, por una borracha hija de puta y por un descerebrado que habla con un perro muerto, que mandan a matar, está corriendo peligro mi hijo.
Esa tarde, la del 13 de marzo, el fotógrafo cubano Kaloian Santos, que vive en Argentina desde hace 14 años, vio el video del Mapa de la Policía. Él había estado cubriendo la manifestación, como lo hacía cada miércoles, para un portal de noticias llamado El Destape Web. Era fotorreportero freelance y, además, tenía un contrato como fotógrafo en el ministerio de Cultura de la Nación desde hacía 12 años.
Apenas termino de ver el video del Mapa de la Policía digo: ʻA la misma hora, 17 y 18 minutos, yo estaba en paralelo a ese pelotón de gendarmes que ellos muestranʼ. Empiezo a buscar y entonces puedo distinguir que en mis fotos está Pablo. Sigo toda esa secuencia, viendo los microsegundos. Estuve desde las cinco de la tarde sin parar hasta que a las cuatro de la mañana veo en una de las fotos a dos personas tirando con el lanza gases —explica Kaloian, en un bar—. Una sí está tirando para arriba, como indican los protocolos, y hay otra que dispara para abajo. Digo: ʻTiene que ser esteʼ. Hago zoom y leo su nombre: Guerrero. Ahí me asusté mucho. Después de lo que pasó con Cabezas [un fotorreportero que en 1997 fue asesinado por haber investigado a un empresario ligado al poder político], los fotógrafos siempre tenemos ese temor. Pero a su vez ese miedo no me paralizó porque había un pibe, que podía haber sido yo, debatiéndose entre la vida y la muerte. Así que me dije: ʻYo tengo que compartir esta informaciónʼ.
Kaloian envió todo este material al Mapa de la Policía. Ellos cruzaron el dato con un listado oficial de gendarmes. Había muchos con ese apellido. Pero también sabían que quienes estaban disparando formaban parte de una unidad especial de la gendarmería llamada S. E. I: Sección de Empleo Inmediato. El único integrante de esa unidad con tal apellido era Héctor Jesús Guerrero.
El 31 de marzo, diez días después del hecho, Kaloian Santos recibió la noticia: su contrato en el Ministerio de Cultura no había sido renovado. “Me llamó la directora de comunicación y me dijo: ʻTu nombre vino de arriba, no pude hacer nadaʼ”.

Recuento de daños
Usa un pulóver a rayas, blancas y negras. El pelo canoso recogido en una media cola. Es mediodía, fines de abril, y María Cristina —Mari—, acaba de darle de comer a su hijo en el hospital de Agudos Ramos Mejía. Este día Pablo debía haber tenido el alta, pero aún sigue aquí.
En el plato quedan restos de lo que fue una hamburguesa con papas fritas. Se nota el cansancio en la mirada, en las ojeras, en el cuerpo que se mueve pesado y en cómo le habla a Fabián, a quien le insiste con que pida la cuenta: “Esta pobre gente tiene que cerrar el bar”, dice Mari, porque el bar del hospital cierra a las tres, y ya es casi esa hora.
Fabián está distraído, mirando el celular, respondiendo decenas de mensajes. Mari es jubilada, pero antes trabajó como bioquímica en el Hospital Interzonal de Agudos Evita, en Lanús, cerca de su casa, donde estuvo por más de 30 años. Conoce a la perfección cómo funcionan los hospitales. Sabe leer la cara de los médicos, entiende la terminología, sabe demasiadas cosas que ahora no quisiera saber.
Desde que su hijo está internado no habló con la prensa. Se le percibe enojada, molesta con los periodistas. “Si fuera por mí no habría que hablar con la prensa, esto es algo nuestro”, le dice al fotógrafo de Gatopardo mientras él le hace algunos retratos. A diferencia de su marido o su otro hijo, Emiliano, ella no usa remeras ni pines en sus prendas que piden justicia por Pablo. Parece fastidiada con la idea de que su hijo se haya vuelto estampita o mártir vivo. La noche del 12 de marzo, apenas su hijo Emiliano le contó lo que había pasado, gritó, llorando: “¿Qué tenía que hacer Pablo ahí?, ¿Por qué estaba ahí?”.
—Pablo comió bien, estaba de buen ánimo. Pudimos charlar mientras comía, ya ahora podemos charlar un poquito más. Esta mañana estaba con fiebre. Con el antibiótico le baja, pero tienen que ver de dónde es —cuenta Mari.
Frente a ella, terminando su comida, Fabián, dice:
—Tema neurológico no es. El cefalorraquídeo no… El problema de que tuvo pérdida encefálica, eso no es. Le hicieron punción, analizaron el líquido y no estaría mal.
—Le están haciendo cultivos —explica Mari.
—Puede ser también de estar acá. El virus intrahospitalario —acota Fabián.
—Hoy estuvo el psiquiatra —dice Mari.
Fabián no sabía y pregunta:
—¿El gordo o el…?
—No, el jefe.
—¿Y?
—Lo ve bien…, pero dice que hay que estimularlo porque si bien hace cosas como comer solo, muchas de las cosas no las hace por motu proprio, hay que decirle, hay que indicarle o hay que ordenarle. Entonces hay que estimular eso. Que pueda agarrar esto por motu proprio, porque tiene ganas, no indicárselo. El psiquiatra me preguntó si antes de que pasara todo esto él hacía actividades por su cuenta o había que indicarle qué hacer. Y no, él era muy activo, hacía de todo, a toda hora.
—Si vos le decías algo, hacía lo contrario —agrega Fabián, riéndose.
—Era muy hiperactivo, nada que ver a lo que es ahora… Todavía no saben si es que esto puede ser una secuela del lugar de la cabeza en el que le pegó la bala. Bueno, yo le digo bala… el gas ese.
Aquel 12 de marzo Mari había despedido a su hijo después del mediodía. Esa mañana, Pablo había ido a trabajar, como todos los días. Desde hace seis años, Pablo trabaja en el mismo hospital del cual su madre ahora está jubilada. Se encargaba del espacio verde: pintar murales en las paredes del jardín, cuidar las plantas, pensar actividades recreativas al aire libre para pacientes en rehabilitación de adicciones. Pablo pasó por su casa, almorzó algo, y se fue a la marcha. Más tarde, Mari prendió la televisión y vio a un policía pegarle con un palo a una señora que caía al piso. Decidió apagarla y empezó a mandarle mensajes a Pablo y a Fabián. Pablo no respondía. Normal. Fabián le dijo que estaba bien. Conforme pasaban las horas Mari empezó a preocuparse. Ahora Fabián tampoco la atendía y le mandaba mensajes diciéndole que en un rato iba, que no tenía buena señal. Era mentira. Ya estaba en el hospital, y no quería decirle nada por teléfono a su mujer. En cambio, Fabián sí llamo a su hijo Emiliano, que fue de inmediato para el hospital. Apenas llegó y entendió la situación, llamó a una prima de su mamá que vivía a la vuelta; le contó rápido lo que había pasado y le pidió que fuera a acompañarla hasta que él llegara y le contara todo.

Ahora, en el hospital, Mari se refiere a Pablo por momentos en pasado (“Pablo era”) y por momentos en presente (“Pablo es”). Está vivo, pero es difícil entender qué quedará de ese Pablo que ella conoció. Cuenta que siempre fue a escuelas públicas del barrio; que jugaba al futbol en el club; que dibujaba muy bien y que cuando era chiquito, y ella tenía guardias en el hospital, Pablo copiaba todos los elementos del laboratorio; que iba a muchos recitales; que aprendió a tocar el piano con un teclado eléctrico, pero después lo vendió para comprarse una bicicleta; que después pasó a la armónica; que entró a estudiar diseño industrial a la universidad de Lanús; que ahí conoció a Xoana, que era divina, que cortaron en 2015 y que después no le conocieron a otra novia; que se hizo fotógrafo porque Fabián era un aficionado; que no terminó la carrera de diseño industrial porque él quería diseñar cosas para la gente de los barrios; que tiene un carácter muy fuerte, que no es un chico fácil; que en 2015 viajó a México, empezó a sacarle fotos a los “gringos”, a cobrarle en dólares y que con eso se compró un dron; que un productor americano lo fichó (“un productor muy importante que se lo quería llevar a Estados Unidos”), pero que él no quiso; que Julieta su nieta, es la debilidad de su tío, que “se aman”.
Media hora después llegan cuatro amigos de Mari y de Fabián. “Somos como los tíos de Pablo —dice un hombre canoso, con boina y tatuaje de las Islas Malvinas en el brazo izquierdo—. Conocemos a Mari y Fabián desde que somos adolescentes”.
En el patio del hospital abren unas sillas plegables y se disponen en ronda. Circula el mate, Fabián acepta, dice que está mejor del estómago. Mari logra, durante esas horas, hasta que se hagan las cinco de la tarde y pueda volver a ver a Pablo, abstraerse: esta podría ser la plaza de su barrio o un parque. En este preciso instante no está en el hospital, con su hijo en terapia intensiva.
Gendarmería en foco
El 21 de marzo, nueve días después del hecho, la familia Grillo se presentó ante el Juzgado Criminal y Correccional Federal Número 1, a cargo de una jueza muy famosa llamada María Romilda Servini de Cubría, para ser querellante en la investigación judicial sobre las circunstancias que dejaron a Pablo en estado crítico. La investigación tiene que determinar las responsabilidades penales sobre esos hechos. Las abogadas que los representan, Claudia Cesaroni (integrante de la Liga Argentina por los Derechos Humanos) y Agustina Lloret (colaboradora del Centro de Estudios Legales y Sociales) pidieron una serie de medidas, entre ellas, convocar a declarar en calidad de imputado al gendarme Héctor Jesús Guerrero por tentativa de homicidio agravado por abuso funcional, abuso de autoridad e incumplimiento de los deberes de funcionario público. También solicitaron que se investigue la responsabilidad penal de la ministra de Seguridad Nacional, Patricia Bullrich, y de varias autoridades de la Gendarmería involucradas en el “diseño del operativo, la transmisión de órdenes y la supervisión del accionar de las fuerzas de seguridad desplegadas en las inmediaciones del Congreso contra manifestantes”.
El 7 de abril, el gendarme Héctor Guerrero se presentó ante la justicia.
Hay dos datos que llaman la atención —explica en un bar, con el sol de frente, la abogada Claudia Cesaroni—. En primer lugar, pone como domicilio legal el Edificio Centinela, es decir, el de la propia Gendarmería. Y, por otro lado, los abogados que designa son abogados de la Gendarmería. Con esto quiero decir: por supuesto que él tiene derecho a defenderse. Pero él podría haberse puesto abogados particulares o defensores públicos. Pero no. Lo defienden profesionales dentro de la Fuerza. Esto es claro: Guerrero tiene el respaldo institucional. Y no solo eso: los dos abogados que lo defienden trabajan en el estudio de otro abogado llamado Fernando Soto.
Soto es el abogado que defendió a Chocobar, el policía que en 2017 mató por la espalda a un joven que huía tras cometer un robo y fue respaldado públicamente por el presidente Mauricio Macri y Patricia Bullrich, que también era ministra de seguridad de ese gobierno, convirtiéndose en un emblema de la llamada “doctrina Chocobar”, que avala el uso letal de la fuerza en determinadas circunstancias. “Soto es cabeza jurídica de Patricia Bullrich —dice Cesaroni”.
Pocas cosas se saben de Guerrero. Nació en Orán, una localidad de Salta, provincia del noroeste argentino fronteriza con Bolivia. Proviene de una familia humilde: un padre trabajador, una madre ama de casa, varios hermanos. Entró a la fuerza en 2015, con 19 años. Ahora está pronto a cumplir 30. Según consta, tiene muy buenas calificaciones por su desempeño en la Fuerza y figuran dos certificados de aprobación de cursos sobre el “Código de Conducta para funcionarios encargados de hacer cumplir la ley”.
Guerrero está imputado, pero eso no lo inhabilita para seguir ejerciendo funciones en la Gendarmería. Nadie sabe si efectivamente continúa activo o si fue apartado. Aún no hay fechas ni para la indagatoria a Guerrero ni para un posible juicio. Los tiempos de la justicia son largos, imprevisibles. Puede ser en una semana, en tres meses o en un año.
Para la recuperación de Pablo es importante que él vea que hay una actividad judicial acorde a la gravedad de lo que le pasó —concluye Cesaroni—. Es decir, una respuesta judicial proporcional al hecho de que estuvo al borde de la muerte por el accionar de un integrante de las Fuerzas de Seguridad del Estado.
Después del 12 de marzo, las marchas de los jubilados continuaron, y también la represión. El saldo, después de cada miércoles, fue casi siempre el mismo: decenas de heridos, decenas de detenidos.

El miércoles 21 de mayo, casi dos meses después, el canal televisivo La Nación+ cubría en vivo la marcha frente al Congreso. Se veían imágenes de manifestantes discutiendo con la policía, que los iba empujando amparados por escudos. De fondo una periodista llamada Débora Plager relataba de esta manera lo que ocurría.
—Los propios manifestantes violentos que usan el escudo de prensa ¿no?, o alguna cámara para camuflarse como periodistas sabiendo que no lo son, y bueno… después ponen en riesgo a los demás compañeros.
En la marcha hay un cronista de La Nación+ llamado Pablo Corso que la interrumpe:
—Avanzan con los escudos gas pimienta para despejar, por enésima vez, hay que decirlo, Débora…. Uy, uy, uy, uy, pará, pará, pará, boludo.
—¿Qué pasó Pablo? —dice Débora.
—No, no, pará, pará, la concha de tu madre… hijo de puta —se escucha del otro lado mientras se ve cómo la cámara, que nunca se apaga, y el camarógrafo caen al suelo.
—¿Están bien, Pablo? —vuelve a preguntar la periodista.
—Ese es Diego Pérez Mendoza [el camarógrafo]… lamentablemente herido —dice un periodista que acompaña a Plager en el piso.
—Oficiales que no disciernen nada —acota otra periodista llamada Jenny que está en la mesa.
—¿Vos lo distinguías? —pregunta Plager.
—Sí, sí por la voz —afirma el periodista—. Es más. Esa es la cámara de Diego. Los vimos hoy a la mañana, imagino que está herido, por eso la cámara está en la mano. No sé cómo está Pablo porque no contesta. Son Pablo Corso, Geduan, y Diego Pérez Mendoza, nuestro equipo que lamentable ha sido herido como pueden ver. Ha quedado captado en vivo por los empujones, los palazos, por… no veo bien… ayudame, Jenny, creo que es prefectura.
—Sisi, PFA, prefectura —dice Jenny.
—Bueno perdimos el contacto —concluye Plager—. A ver si están bien porque claramente fue el avance… ahí tenemos la otra imagen de otra de las cámaras de La Nación. Pero ahí en el trabajo de Pablo Corso con Diego Pérez Mendoza, bueno, fueron sobrepasados evidentemente, por… eh… la, la…
—No. no. Por lo que se escuchó de Pablo Corso les estaban pegando —dice el periodista.
En ese mismo momento, el fotógrafo Tomás Cuesta, de 28 años —que trabaja para la agencia francesa AFP (Agence France-Presse) y para el diario La Nación— también cubría la manifestación, como cada miércoles. Según su relato:
Policías de la Federal, sin uniforme ni identificación, pero con chalecos, me rodearon y en cuatro oportunidades algunos de ellos quisieron bajarme la cámara. Yo les bajaba el brazo y seguía filmando. A la quinta vez, lograron tirarme al piso. Les decía que tenía colgada la identificación de fotógrafo, pero no me escuchaban. Ahí me rodearon gendarmes y entre uno y dos me sujetaron con fuerza del brazo. Me aplastaron la cabeza contra el piso.
Todo lo que cuenta Tomás —el momento exacto en que la policía lo reduce y lo aplasta— quedó registrado en un video que se volvió viral.
En cuanto a Pablo Corso y Diego Mendoza, ambos resultaron heridos. Corso fue alcanzado por una bala de goma y a Mendoza le arrojaron gas pimienta en la cara.
Lo que el gas no pudo borrar
El 12 de marzo, cuando Pablo recibió el impacto, Xoana estaba en Bariloche, una ciudad patagónica, en un camping sin señal. Hacía diez años que se habían separado y nunca más se habían vuelto a ver. Se habían conocido a los 19 años, en la facultad. Xoana vio que él tenía un termo con un sticker de Independiente, equipo del que también ella era hincha, entonces se acercó a hablarle. Se dieron cuenta de que vivían cerca, se volvían caminando juntos todos los días. Vivieron un romance que duró ocho años. Compartían la universidad, después la militancia, el grupo de amigos, la pasión por la música y el futbol. Pero apenas un tiempo después de convivir, decidieron separarse: “Fue rarísimo porque, aunque vivíamos cerca y más o menos nos movíamos en los mismos círculos, nunca más nos volvimos a ver —cuenta Xoana en un banco en la plaza del Congreso, a pocos metros de donde le dispararon a Pablo”.
Xoana es flaca, tiene pelo largo castaño y ondulado. Los ojos son color miel, la sonrisa de dientes parejos, una argolla en la nariz pequeña. Es una chica hermosa que fuma un cigarrillo armado.
El viernes 14 de marzo, cuando volvió a recuperar la señal mientras viajaba en un micro hacia otro pueblo, su celular estalló:
Tenía mensajes de todo el mundo. De mis amigos, mi familia, conocidos, compañeros de militancia con los que no hablaba desde hacía años, hasta de profesores de la universidad. Yo no entendía absolutamente nada de por qué me nombraban a Pablo. Me decían: ʻTe abrazoʼ, ʻte mando fuerzaʼ. Hasta que pude hablar con mi hermano y ahí me contó todo. Yo no caía, no caía. Recién fue unos días después y ahí estuve muy mal. Lloraba y rezaba. Que viva, que viva, eso es lo único que pedía.
Apenas volvió a Buenos Aires se acercó al hospital.
Fabián y Mari se pusieron muy contentos de verme —dice—. Pero yo no sabía si entrar o no a verlo a Pablo porque las cosas no habían quedado muy bien y, además, era una trampa. Si él no me quería ver, no iba a tener manera de escapar, estaba en la cama, todo entubado.
Pero un día, una amiga en común le dijo a Xoana que Pablo había preguntado por ella, que la quería ver. También le escribió Jorge y le dijo lo mismo, que Pablo preguntaba por ella. Entonces fue.
Fue raro. Ese día él estaba muy lento. Yo entré sola. Le llevé una cartuchera con un montón de lápices de colores y un bloc de hojas para dibujar. Todos me decían que estaba rebién, que estaba bárbaro, pero yo lo vi mal. Ese día parece que le habían hecho muchos estudios, estaba cansado y nada, yo me quedé remal porque él no era así, él era re inquieto, entonces me fui con una bronca…
Unas semanas después, Xoana volvió a verlo.
—Ese día nada que ver. Se reía, charlamos, me dijo que estaba podrido, que quería moverse. Estaba más activo. Antes de irme le di la mano, le dije que seguramente la próxima vez que nos veamos iba a ser en rehabilitación. Y él agarró y me dio un beso en la mano y yo me quedé como, ¡ay!, el pecho así se me hizo, se me estrujó.
—Un galán…
—Sí, mi hermana me dice: te trató como a una princesa.

Regeneración
Llegan al hospital a las 8:40 de la mañana y caminan rápido por el pasillo hasta subir al cuarto piso. Es 3 de junio. Fabián, Mari y Emiliano están nerviosos. La ambulancia para el traslado de Pablo hacia una clínica de rehabilitación está pedida para las 10 de la mañana. Pablo no lo sabe. Tantas veces estuvo a punto de irse y todo retrocedió tantos casilleros, que esta vez fueron muy cautos. Fue la enfermera que lo despertó la que le dio la noticia: “Dale, Pablito, que hoy te vas de acá”. Pablo no le creyó, pero cuando vio entrar a su habitación a los tres integrantes de su familia dijo: “No lo puedo creer”.
Afuera, en la puerta del hospital, hay cámaras de televisión, periodistas, fotógrafos y varios amigos de Pablo. A las 9:20, Fabián sale de la habitación. “Le trajimos una camiseta de Independiente. Lo están cambiando —dice en el pasillo”.
A los pocos minutos aparece Emiliano: “Pablo está muy contento, no lo puede creer”.
A las 10 de la mañana, Emiliano vuelve a aparecer por el mismo pasillo, esta vez acompañado por tres hombres con chaleco rojo que lleva la inscripción SAME, el servicio de emergencias médicas de la Ciudad de Buenos Aires. Uno de ellos empuja una silla de ruedas vacía. Se suben al ascensor, que queda detenido en el número 4. Minutos después, el ascensor comienza a descender. En el visor se proyectan los números en cuenta regresiva. Alguien abre la puerta. Sale primero un médico, y después Pablo Grillo. Lleva un gorro rojo que dice Independiente, un camisolín azul que le cubre la ropa —jogging negro, buzo negro, debajo una remera de Independiente—, y tiene una vía que le sale del cuello. Sonríe. El médico le pregunta:
—Bueno… ¿Cómo te sentís?
—Bien.
—¿Estás tranquilo?
—Sí.
Como en una procesión avanzan por el pasillo. Van Emiliano y Mari, que lleva un suéter naranja casi fluorescente. Sonríe y llora al mismo tiempo. A Pablo lo escoltan otros médicos y un hombre alto, corpulento, con un ambo celeste y una gorrita del club San Lorenzo. Ese hombre abre paso, pide permiso, aparta suavemente los celulares que intentan filmar, exige respeto. Mari y Emiliano se abrazan con los médicos y con este hombre de manera muy efusiva. Pablo entra a una salita en la que está Fabián, lo pasan de la silla de ruedas a una camilla, y entonces, al fin, sale a la vereda con una sonrisa mientras todos aplauden, lloran, cantan.
La ambulancia parte rumbo al Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio de Devoto —en la zona noroeste de la ciudad—, donde Pablo comenzará su proceso de rehabilitación. Ni sus familiares ni sus amigos quieren hablar de las secuelas que pueden quedarle. “No se sabe”, responden como un mantra. “Hay que esperar”, es la otra variante en la respuesta. Una médica explica:
Ante una lesión severa como la que tuvo, con pérdida de masa encefálica, pueden aparecer secuelas de todo tipo: en el habla, la memoria, la fuerza, la sensibilidad, o a nivel cognitivo e intelectual. Pero, al mismo tiempo, el sistema nervioso en sí mismo tiene una capacidad asombrosa para regenerar sinapsis, así que es posible que logre recuperar muchas de esas funciones.
Casi a las 11 de la mañana, las cámaras se apagan y los periodistas empiezan a irse. El hombre de ambo celeste que lo escoltaba, que se llama Marcelo, pero a quien le dicen Ángel, o Cuervo, es camillero. Fue quien lo recibió aquel 12 de marzo al borde de la muerte, quien lo llevó a la sala de urgencias, y quien durante estos casi tres meses no dejó de ir a saludarlo ni un solo día. Ahora que ya está solo llora y dice: “Discúlpame... es que se acaba de ir un amigo”.
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* Nota del editor: a la fecha de publicación de este texto, para alivio de Pablo, y alegría de familiares, amigos y el gremio periodístico, él ha salido ya del hospital y se encuentra en rehabilitación.
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