Carta Editorial
Lo que pasó el 22 de mayo de 1983 en el Estadio Azteca, en plena semifinal del campeonato de liga (antes de que se instauraran los desgraciados torneos cortos) entre América y Chivas, el clásico genuino, no fue un sueño.
En estos días nunca no hay futbol. Cualquier viernes puede verse en una televisión colgada del techo de una cantina en la Ciudad de México un Eintracht Frankfurt vs. fc St. Pauli. Y más ubicua es la materia extrapartido: debates, análisis, reacciones, vociferaciones en streaming, en todo dispositivo digital, sobando hasta el último huevo de oro de la gallina. Con todo, el futbol mantiene un reducto sentimental. El hechizo que ejerce sobre el aficionado aún consiste en otra cosa, no mercantil. “El futbol es la recuperación semanal de la infancia”, dijo Javier Marías, lo que es como decir la recuperación del asombro, de la emoción ante el misterio, la disposición de contemplar lo no previsto, la maravilla (aunque lo que se termine contemplando sea un horroroso 0-0). El concepto lo aprovecha bien Juan Villoro en Dios es redondo (2006), cuando explica por qué le va al Necaxa: no irle equivaldría a desechar su infancia.
En ese libro, Villoro explica con claridad inigualable muchas otras cosas, más allá de sus gustos futbolísticos. “El juego sucede dos veces, en la cancha y en la mente del público” es una frase que podría usarse en terapia cognitiva con pocas variaciones. Démosle una vuelta más: el juego sucede tres veces, cuando detallamos un recuerdo que era nebuloso; cuando le agregamos altura, longitud y profundidad a algo que parecía apenas una anécdota curiosa, que quizá ni siquiera ocurrió.
Pero lo que pasó el 22 de mayo de 1983 en el Estadio Azteca, en plena semifinal del campeonato de liga (antes de que se instauraran los desgraciados torneos cortos) entre América y Chivas, el clásico genuino, no fue un sueño. De verdad ganó Chivas; de verdad hubo bronca tremenda, que de verdad fue provocada, sobre todo, por Roberto Gómez Junco, y de verdad tres paracaidistas cayeron en la cancha poco antes del medio tiempo. Uno de esos intrépidos visitantes del aire era Miguel Nieto. La historia tenía que ser contada por Juan Villoro en estas páginas, ya con una dimensión de parábola de la vida nacional mexicana en las últimas dos décadas. Por cierto, lo que recuperaron Roberto y Miguel a lo largo del relato no fue su infancia, sino su juventud, y nosotros nos fuimos entonando para el 2026 mundialista que nos espera.
Hace 25 años, cuando se estaba preparando el número cero de Gatopardo, Sonia Sierra, periodista colombiana, se propuso escribir la semblanza de uno de los artistas plásticos mexicanos más prometedores del momento, Daniel Lezama. Lo que se terminó publicando fue un texto más bien corto, la primera pista de grandes expectativas. Hoy Sonia se explaya (y Daniel se explica) a sus anchas. El pintor ya no es una promesa; en estos cinco lustros fue y regresó de la cima del arte. No todos los días se tiene la oportunidad de conocer de primera mano un ciclo creativo, intelectual y vital tan rico, y acompañar al sujeto perfilado hasta las ventanas del jardín del edén. Cuando lean el texto de Sonia y vean las fotografías de Jeoffrey Guillemard, se darán cuenta de que eso del “edén” es bastante literal.
Hubo un tiempo, poco más de un siglo, en que entre una cuarta y una quinta parte de los impuestos captados por el gobierno de la capital de México provenían del pulque. Tal era la sed de la gran ciudad, que se saciaba con el aguamiel fermentado de los magueyes que crecían como elefantes en la amplia zona de la frontera entre el Estado de México, Tlaxcala e Hidalgo. El pulque hoy está renaciendo, o quiere renacer, pero su defensa más decidida, más esforzada, no está en la red de pulquerías de la Ciudad de México que se asumen (y qué bueno) como reductos de una cultura centeneria. El periodista Carlos Acuña visitó las antiguas tierras “donde el pulque es para reyes: / aquí el agua y la cerveza / se la damos a los bueyes”, y conoció, a pie de tinacal, a una nueva generación que abraza el oficio de raspar las pencas. Trabajan, aprenden, se informan, hacen comunidad y se plantan ante los que solo quieren explotar las últimas riquezas de esos parajes, sin dejar nada de vuelta. Carlos relata la lucha de estas personas, pero antes aguza el oído y capta una manera particular de hablar que es producto, seguramente, de la vitalidad que infunde tomar una jarra entera de pulque fresco, sin adulterar.
Para cerrar la edición, Jair Ortega de la Sancha se introduce en grupos de apoyo de hombres adictos que en sí mismos lucen como una contradicción, porque la adicción a tratar es la más solitaria de todas: a la pornografía. Es una pandemia silenciosa, y la definen así no los especialistas que estudian los efectos de la sobreestimulación en sociedades sin otra mirada a la sexualidad que la heteronormada, sino los propios afectados. Jair ha logrado un retrato del dolor de una franqueza conmovedora, en estos días en los que abundan la simulación, los falsos gurús y las muletas psicológicas baratas. Ojalá disfruten la lectura.
Range Rover, 55 años de trazar el camino del lujo
En 1970 no se lanzó un auto, sino que nació el SUV de lujo definitivo: Range Rover. A 55 años de su lanzamiento, y con cinco generaciones, este vehículo se ha convertido en símbolo de innovación, exclusividad y capacidad dinámica en cualquier tipo de camino. Por eso, a lo largo de su historia ha sido elegido como medio de transporte por la realeza, jefes de Estado y líderes de la industria, la cultura y la creatividad.


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