Ayuda, me van a linchar

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Con el propósito de investigar una serie de linchamientos, un joven reportero es enviado a una localidad en el estado de Puebla; en cuestión de minutos su vida estuvo en riesgo.

I give what I've got to give
It's important if I want to live
Ramones

“Ya me dijeron que mejor me vaya”, escribo en un mensaje para Rocío, editora del periódico donde trabajo. El transporte hacia la cabecera municipal de Huejotzingo, poblado ubicado en la zona centro-oeste del estado de Puebla, aún no pasa y estoy nervioso. Frente a mí cruza uno que otro automóvil o motocicleta, sus conductores, habitantes de la comunidad de Santa María Atexcac, me saludan a lo lejos, en silencio, y sonríen con aparente cordialidad. Una camioneta familiar con tres hileras de asientos y color verde oscuro llega por mi izquierda, frena intempestivamente, sus puertas se deslizan y, de ella, bajan cerca de seis hombres, quienes se acercan y me rodean, entre ellos se adelanta a mi encuentro un hombre delgado, calculo de 50 años, de pelo cortito y gris, vestido con una camiseta deslavada y tenis viejos.

—A ver, ¿tú eres el que está tomando fotos?

Su voz es grave y medianamente afónica, como la de un padre muy enfadado, pero exhausto. Niego la acusación, aunque sí tomé fotos de las calles del pueblo, con tal de evidenciar la ausencia de policías y de la Guardia Nacional. Los pobladores llevan años lidiando con un grave sentimiento de inseguridad, el cual estalló hace dos días, el miércoles 12 de junio de 2024, con un secuestro que devino en un presunto linchamiento.

Guadalupe, una maestra de secundaria, fue raptada de camino a su trabajo en la junta auxiliar de Santa María Tianguistenco. Uno de los secuestradores conducía un automóvil Beetle que le cerró el pasó a la camioneta de la profesora y los otros dos la abordaron para llevarla por distintas localidades. En Santa María Atexcac, un grupo de pobladores se encontraban preparados para reaccionar: detuvieron al hombre del Beetle; horas después, las autoridades hallaron su cadáver con un tiro en el tórax, al fondo de una barranca, a 100 metros del vehículo calcinado.

Los otros dos cómplices escaparon con la maestra cautiva. Fue entonces cuando personal de Seguridad Pública, tanto municipal como estatal, comenzó la búsqueda de la mujer. Un helicóptero voló sobre el suroeste de Huejotzingo, mientras las escuelas suspendían las clases y los padres resguardaban a sus hijos en casa. Los secuestradores condujeron hacia el municipio de Papalotla, Tlaxcala, donde liberaron a la víctima.

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Hace unos minutos pude hablar con dos mujeres en la comunidad de San Juan Pancoac, cuyos habitantes, al igual que en Santa María Atexcac, instalaron retenes después del secuestro de la maestra Guadalupe; cuando llegué, dos días después, ya no estaban. La mujer que atendía una tienda de abarrotes me explicó que se retiraron a petición de las autoridades, quienes aseguraron que la protección de la Guardia Nacional estaría garantizada.

—¿Y sí llegó la Guardia Nacional? —pregunté.

—No, nomás nos engañaron.

San Juan Pancoac no es un pueblo remoto y ajeno a las fuerzas del orden. Apenas a 18 kilómetros se encuentra el destacamento de la Guardia Nacional de San Martín Texmelucan, que colinda con el municipio de Huejotzingo. En el año 2022, ya existía esta base en Texmelucan, así como en los municipios de Atempan, Tecamachalco, Acatlán, Huauchinango y Puebla capital. En junio de 2023, el Sol de Puebla informó que, de acuerdo con el titular de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), Luis Cresencio Sandoval, se habían construido bases en las localidades de Acatzingo, Chalchicomula de Sesma y Santa Inés Ahuatempan. La promesa fue de 20 más en el estado hacia finales de 2024.

Cerca de la tienda había una casa en obras, y una vieja patrulla de policía era utilizada para transportar materiales de construcción. Otra vecina de San Juan Pancoac desconocía mayores detalles sobre los retenes, pues las mujeres están excluidas de estas actividades comunitarias: “No hay ley ni autoridad, solo la ley del pueblo”.

La relación entre algunas juntas auxiliares y el gobierno de la alcaldesa morenista Angélica Alvarado Juárez fue hostil hasta el día en que ella pidió licencia, en marzo de 2024. Las protestas realizadas durante los últimos seis años en San Juan Pancoac y Santa Ana Xalmimilulco, comunidad invadida por fábricas y complejos inmobiliarios, señalaron a la administración municipal de imponer presidentes auxiliares no elegidos por la mayoría, desatender la contaminación de los mantos acuíferos, abuso policial contra campesinos manifestantes y ser ineficiente ante la inseguridad.

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Tomé una combi que me llevó por una carretera rural hasta Santa María Atexcac; en el camino, miré una foto en mi celular, la del joven asesinado hace dos días, tirado al fondo de una barranca, sin playera y tatuado en el pecho el nombre de una mujer. Un círculo de policías lo miraban.

Tras 20 minutos, una mujer de mediana edad que llevaba un par costales de alimento para guajolote y yo éramos los únicos pasajeros de la ruta, entonces atravesamos el arco de bienvenida. Atexcac viene del náhuatl, significa “en el agua que brota de la peña”; se encuentra a las faldas del volcán Iztaccíhuatl y es una comunidad con orígenes nahuas.

Existe el rumor de que en Santa María Atexcac no hay jóvenes, pues al parecer todos emigraron a Estados Unidos; sin embargo, los investigadores poblanos José Arturo Méndez-Espinoza y Noel Pérez Vargas descubrieron y afirmaron en su artículo Prácticas juveniles rurales e indígenas de producción simbólica. El caso de Santa María Atexcac, Huejotzingo, Puebla, que, en realidad, a la población la integran también adolescentes y muchachos que forman bandas juveniles en las que el reconocimiento se gana en peleas y bailes sonideros. Algunos de sus padres sí viven en Filadelfia, en el estado de Pensilvania, destino preferido por ellos para migrar desde los años noventa. 

Al paisaje lo constituyen terrenos llenos de árboles frutales con esferas amarillas que flanquean la carretera, tejocotes. En noviembre pasado, luego de que el Gobierno Federal decidiera nombrar a Huejotzingo como Pueblo Mágico, el Ayuntamiento aprovechó la producción anual de 1 500 toneladas de tejocote cultivadas en Santa María Atexcac, cuya mayoría son exportadas a Estados Unidos y Canadá, y celebró la Feria Agroartesanal del Tejocote, lo que volvió al poblado un destino turístico durante un fin de semana. Intenté preguntarle a la mujer que iba conmigo en la combi algo sobre esos árboles, o sobre sus guajolotes, cualquier pregunta que borrara el momento incómodo ocurrido segundos antes, cuando le pedí que me dejara entrevistarla en video, como el periódico me lo había pedido. La mujer gritó que no sabía nada, mientras lanzaba una mirada desorbitada hacia la cabina del conductor.

Bajé de la combi y, tras otra malograda entrevista en una tlapalería, caminé en busca de algún vecino que aceptara dar su testimonio. Noté que había más personas en las banquetas, recargadas en los portones de sus casas, mirando la calle. Entré a un negocio, la empleada llamó a su patrona y, mientras llegaba, tomé un video de una calle baldía.

—No tomes fotos, las cosas aquí están muy calientes —me dijo un hombre que vigilaba desde su portón.

Una mujer de 70 años, al parecer la dueña del local, salió y no dudó en responderme: “Mejor vete”, con un tono amable acompañado de preocupación.

—Mejor vete —repitió—. La situación aquí es muy delicada, la gente vigila desde las azoteas, no quiero que algo malo te pase.

—La gente del pueblo tiene grupos de WhatsApp, ahí avisan de todo lo que ven, ahorita todos van a saber que estás aquí y estás tomando fotos en la calle —agregó el hombre.

No había más por añadir. Me dirigí a la parada de la combi lo más pronto posible.

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Intento explicarle al señor entrecano de la camioneta verde que soy periodista y trabajo para un periódico local. El hombre de la camioneta, de quien nunca sabré el nombre y solo llamaré Verde, junto con los sujetos que lo acompañan no pretenden dejarme ir. Camino lentamente hacia mi derecha: mi única ruta de escape es por la calle 5 de Mayo que lleva al Camino Real a Huejotzingo. Apenas logro andar diez pasos cuando el grupo de hombres se interpone y me obliga a retroceder hacia la banqueta.

—No, de aquí no te vas hasta que el presidente auxiliar decida qué se va a hacer contigo —sentencia Verde, a quien parece que los demás dan un estatus mayor en la jerarquía vecinal, uno de portavoz.

Edmundo Pantoja es el actual presidente auxiliar de Santa María Atexcac. Aunque sus obligaciones se limitan a administrar la tesorería, conservar los bosques e inmuebles, así como garantizar el servicio de agua y ser juez del Registro Civil —todo esto de acuerdo con la Ley Orgánica Municipal del Estado de Puebla—, ahora es objeto de adjudicación de otras tareas, al igual que otros presidentes auxiliares en lugares donde estos y la ciudadanía se disputan el ejercicio de la justicia. Sin embargo, jamás llegaré a comparecer ante Pantoja porque más vecinos están en camino y Verde me advierte: 

—No sé qué van a querer hacerte. 

La combi hacia Huejotzingo por fin pasa. Intento alcanzarla, pero ellos vuelven a impedírmelo.

—Mira, ya está llegando más gente —Verde señala otra camioneta que pronto se estaciona donde estamos.

Quizá mi cara palidece. Siento frío. Mi corazón se agolpa en el pecho con latidos cada vez más rápidos. Como el fondo de una olla sobre el fuego, la ansiedad entibia la zona baja de mi abdomen. No pienso en nada más, quiero irme, pero será imposible. Escribo un mensaje a Rocío, mi editora:

Ayuda
Me van a linchar
Santa María Atexcac

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Esta mañana bromeé con mi familia acerca de que acudiría a investigar en el wasteland, palabra que en la saga de videojuegos Fallout se usa para nombrar a la distopía posapocalíptica; en este caso, se trataba de los retenes colocados en el suroeste de Huejotzingo. Solo conocía lo sucedido el miércoles 12 de junio: algunos ciudadanos, hartos de la impunidad, intentaron rescatar a una profesora secuestrada y asesinaron a uno de los plagiadores. 

El día del supuesto rapto y de aquel intento de rescate, envié al periódico una nota preliminar, acompañada de fotos que usuarios de Facebook hicieron virales. Desconocía que esas imágenes, en donde los pobladores de Santa María Atexcac caminaban con sus escopetas al hombro, correspondían a otro hecho ocurrido el lunes de esa misma semana. Un audio de WhatsApp sin origen claro circuló entre los pobladores alertándolos sobre la presencia de una ambulancia apócrifa que “estaba robándose niños”. Esta cadena anónima fue esparcida en los chats vecinales de Atexcac y desencadenó el rumor de que habían secuestrado a un infante de la comunidad. La reacción del pueblo fue salir armado a buscar a los presuntos robachicos, pero no los encontraron y tampoco se comprobó la desaparición de ningún niño.

También desconocía que, el martes 11 de junio, un hombre y una mujer acudieron a la localidad para cobrar un adeudo y fueron confundidos con delincuentes. Un grupo de 70 personas los retuvieron. El hombre fue golpeado hasta que la Policía Municipal intervino y rescató a ambos. Esta vez las heridas del afectado no fueron mortales y él juró demandar a los responsables. La zona estaba caliente.

¿Era necesario morir por una nota que leerían tan solo unos cuantos? Claro que no dimensioné las consecuencias de mis actos hasta que un hombre encapuchado salió de la otra camioneta y me apuntó con un cuchillo de cazador cuando intenté huir. También sobra decir que los 300 pesos —la tarifa máxima para un reportaje en el medio donde trabajo— no valen el riesgo de convertirse en el encabezado de la primera plana. 

¿No viste la película Canoa: memoria de un hecho vergonzoso (1976)? Sí, sí, sí, la compré hace seis años en un local de Tepito, en la Ciudad de México, y la reproduje en mi Xbox 360, con la errónea expectativa de ver un drama religioso. Felipe Cazals nos muestra una masacre real ocurrida en el pueblo de San Miguel Canoa, en Puebla, la noche del 14 de septiembre de 1968. Aquella vez, cinco jóvenes empleados de la Universidad Autónoma de Puebla se hospedaron en Canoa, pues la lluvia había interrumpido su excursión al volcán La Malinche; sin embargo, la paranoia causada por los discursos alarmistas del párroco Enrique Meza Pérez convenció a los feligreses de que el pueblo sería invadido por comunistas. Entonces, una turba señaló a los estudiantes y los persiguió hasta matar a dos de ellos junto con dos hombres del pueblo que los habían alojado.

La legislación del Estado de Puebla define al linchamiento como las lesiones y homicidios cometidos de manera tumultuaria. Más de 50 años después de Canoa, Puebla carga con el estigma de ser un estado donde se lincha frecuentemente. En 2016, la entidad superó al Estado de México en la incidencia de este delito, solo para aumentar exponencialmente año tras año, de acuerdo con los sociólogos Antonio Fuentes Díaz y José Alberto González en su libro Diagnóstico sobre linchamientos en Puebla 2012-2021. De este modo, Puebla se mantiene en el primer lugar nacional en cuanto a linchamientos, los cuales casi siempre se cometen bajo el argumento de hacer justicia por mano propia.

A este problema de gobernabilidad lo exacerba un periodo en que aumentaron los robos con violencia, homicidios, feminicidios y secuestros en Puebla; además de delitos relacionados con el robo de combustible —huachicol— en decenas de municipios, entre ellos Ajalpan, Tecamachalco y Yehualtepec, según los sociólogos Fuentes y González. El sentimiento de inseguridad surgido del contraste entre la incidencia delictiva actual y la de antes de 2016 son posibles causas de los constantes asesinatos tumultuarios. Cabe mencionar que, aunque Huejotzingo pertenece a una zona metropolitana considerada insegura, entre 2014 y 2023 ninguno de sus linchamientos terminó con la muerte de la víctima, siempre acusada de asalto o robo a casa habitación.

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—¡No tartamudee, cabrón! —ordena Pasamontañas—. ¿Por qué andas tomando fotos?
—Soy periodista —respondo.
—¿Y tus cosas de periodista? 
—Pues, es esto: mi celular y mi gafete. Pero ya me iba —replico al tiempo que intento alejarme de la hoja de acero que brilla amenazante en su mano.

Me colma la incertidumbre. ¿Quiénes son estas personas? Pasamontañas me recordó a un zapatista o un polecía comunitario como los de Michoacán, luego su voz rabiosa me pareció la de un asaltante. Ahora pienso en criminales encubiertos, en que me van a desaparecer.

Ante la insistencia de Pasamontañas por revisar mi celular, se lo entrego. Él hurga en mis mensajes de WhatsApp. Prefiero que se queden el celular como moneda de cambio para dejarme ir.

—No, tenlo tú, no somos delincuentes —alega Verde, que desde el principio me privó de la libertad.

Reviso mi teléfono. Tengo tres llamadas perdidas de Rocío, quien insiste una vez más. Verde dice que puedo responder, me mira con lástima, descuelgo y Rocío pregunta qué está ocurriendo.

Mi voz se quiebra, ella intenta calmarme, indica que ponga el altavoz; acerco el teléfono a Verde.

—¿Qué situación hay con mi compañero? —pregunta con desenfado Rocío—. Porque ya me lo están asustando.

—Y no es para menos señorita— responde Verde.

Entonces noto que Pasamontañas llama a alguien más con su celular:

—¿Qué pasó? Ya tengo al que estaba tomando fotos. Dice que es periodista, pero ni trae nada. ¿Qué hago? ¿Le saco las tripas o qué pedo?

La mención de mis tripas es similar, o me lo parece, a las bromas exageradas de los padres que dicen “se te va a salir el corazón” al hijo que se ha cortado o raspado. Me causaría gracia, de no ser porque la amenaza es creíble. Si su cuchillo embiste mi barriga, desataría la violencia colectiva sobre mí.

Al levantarme de la cama ni siquiera estaba en mis planes ir a Huejotzingo. Mi visita fue una improvisación, una orden de última hora de Rocío. Pude haberme negado o avisarle que después de San Juan Pancoac iría a Santa María Atexcac, o no haber grabado la entrevista con el hombre de la tlapalería sin avisarle. Jamás sabré si lo segundo o lo tercero hubiera hecho la diferencia.

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Las camionetas no dejan de llegar. En este punto, aunque Verde y Pasamontañas me dejen ir, cerca de 30 personas nos rodean. Todos me piden las mismas explicaciones y debo repetirlas una y otra vez hasta que pierden sentido. Alguno de ellos dice que, si soy periodista, debí haber llegado como tal: a bordo de una camioneta grande con el logo de Televisa, con chaleco de prensa y demás accesorios que me hicieran parecer trabajador de un medio de comunicación. Mi realidad es otra, una menos glamurosa: llegué en transporte público, visto una playera desgastada con el logo de los Ramones y mi única acreditación es una credencial de papel en una mica.

Los rostros se vuelven borrosos. Son demasiados para memorizar. “Yo creo que no saldrás de aquí”, “No queremos ni investigadores ni periodistas ni nada de eso”, “No debiste haber venido”, el coro de voces es abrumador. De entre todos, el sonido más nítido es el de Verde: “Te esfuerzas para estudiar y prepararte. Entras a trabajar y terminas así, por una imprudencia”. En su voz hay aflicción, como si estuviera seguro de que no puede evitar el cumplimiento de la visión que lo atormenta.

Durante los últimos nueve años, diez personas inocentes “terminaron así”. El 19 de octubre de 2015 fueron linchados los hermanos José y David Copado Molina, quienes trabajaban como encuestadores de la empresa Marketing Research. Los golpearon y quemaron en el municipio de Ajalpan, al suroeste del estado. David falleció por los golpes, mientras que José aún estaba vivo cuando le prendieron fuego. Tres años después, el 29 de agosto de 2018, pobladores de Acatlán de Osorio secuestraron y quemaron vivos al estudiante de derecho Ricardo Flores y a su tío, Alberto, quien trabajaba en el campo. Las víctimas tienen en común que se les acusó injustamente de secuestrar niños.

Aunque la incidencia de linchamientos en la entidad tuvo una baja en 2020, fue un año con más personas inocentes linchadas. En mayo de ese periodo, Alejandro Israel, de 21 años, falleció junto con su amigo, también de nombre Alejandro, cuando los quemaron vivos dentro de un vehículo en la comunidad de Los Ángeles Tetela, en el municipio de Puebla de Zaragoza. Un trabajador de Megacable de nombre Manrique, veracruzano y padre de una niña, fue golpeado hasta la muerte en Tlacotepec de Benito de Juárez, donde luego incendiaron su cuerpo, tres meses después del caso anterior. Finalmente, el 26 de octubre de 2020, el automóvil de Adela y Antonio, pareja proveniente de Veracruz, se averió y ambos quedaron varados en el municipio de San Nicolás Buenos Aires, donde fueron golpeados hasta la muerte.

¿De dónde sacaron esa idea de los “robachicos”? Los chats son el canal en común; sin embargo, nadie cuestiona la información: de pronto un audio de WhatsApp o una imagen falsamente firmada por instituciones que ya no existen, como la Procuraduría General de la República (PGR), alerta sobre la presencia de vehículos extraños que están “robando niños” en el pueblo. A veces el mensaje habla de la aparición de cadáveres de menores a quienes se les extrajeron los órganos, pero nunca se especifica la fecha, el lugar, ni una fuente que pueda ser verificada.

Aún se mueven por la red, pero estas cadenas ya han sido desmentidas por diarios y publicaciones digitales independientes. En 2020 el portal Animal Político investigó la realidad detrás de un mensaje que había circulado por los estados de Morelos, Quintana Roo, Tlaxcala y Jalisco y que alertaba a la población sobre la entrada al país de una “poderosa mafia” dedicada al tráfico de órganos. Por medio de una investigación hemerográfica y en diferentes instituciones de seguridad y de salud, se verificó que dicho mensaje circula desde 2014 y que lo escrito en él es falso.

Los usuarios interpretan las falsas noticias como una alerta verídica y local; crean en sus mentes robachicos fantasmas y se los endilgan a personas inocentes, a quienes se une una más, en el año 2022. Daniel Picazo fue un joven abogado de la Ciudad de México que vacacionaba en la casa de su abuelo en Papatlazolco, municipio de Huauchinango, donde lo golpearon y quemaron vivo. A sus asesinos les bastó ver a una persona extraña en un automóvil para azuzar a la multitud a retenerlo y matarlo. En ninguno de los casos se comprobó la desaparición de algún menor, y tampoco la culpabilidad de las víctimas.

No rezo. Estoy preparado para lo que venga. Entonces lo imagino: un final patético, ruidoso y sangriento. Lo que me pesa es eso, que es el final. Pregunto a nadie si en verdad no habrá más para mí, si la diversión ha terminado. Entonces quiero llorar. No responden mis párpados, quizá porque tienen miedo de disparar agresiones, más que simpatía. Solo doblo la espalda y junto las manos en señal de súplica:

—No fue mi intención hacerlos enojar. Por favor, perdónenme, les juro que ya me voy y no me vuelven a ver jamás —mientras ruego, alguien me graba con un celular. Es su venganza.

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Cuando la entonces presidenta municipal Angélica Alvarado Juárez, hoy diputada local por el Distrito 8, asistió a un evento político en Huejotzingo un reportero se acercó a ella con el fin de solicitarle algunas declaraciones sobre los grupos de ciudadanos que se vieron orillados a encargarse de la seguridad de sus comunidades al impartir justicia por mano propia.

—Ciudadanos armados habrían surgido en las juntas auxiliares en donde hay mayor sensación de inseguridad —aclaró el reportero.

—No es que sean grupos ciudadanos armados, ¡no! —exclamó—. Son comités de seguridad que se han integrado, lo cual es posible gracias a la estrecha comunicación existente entre autoridades municipales, autoridades auxiliares y ciudadanos.

“Angélica Alvarado desmiente autodefensas en Huejotzingo, son comités de seguridad”, fue el encabezado del periódico local E-Consulta para los dichos de la funcionaria. Llamaba la atención el término “autodefensas”, utilizado por primera vez en el estado para referirse a lo que ocurría en Huejotzingo. Sin embargo, existen dudas sobre el correcto uso de esta palabra.

Entre los involucrados de un linchamiento siempre hay una multitud desorganizada o momentáneamente organizada, a diferencia de los homicidios cometidos por grupos organizados de civiles armados, como las autodefensas, de acuerdo con el análisis del doctor en Criminología, Tadeo Luna, en su artículo “Linchamientos en Puebla: Violencias extremas que conjugan violaciones de derechos humanos”. Agrega que el rasgo distintivo es el acto de linchar por su espontaneidad relativa. Por otro lado, los sociólogos Antonio Fuentes Díaz y José Alberto González indican que la mayoría de linchamientos son perpetrados por grupos que se conocen con antelación.

Todo lo ocurrido entre el 10 y el 14 de junio de 2024 en Santa María Atexcac se trató, en apariencia, de reacciones espontáneas en las que participaron multitudes desorganizadas. No obstante, elementos como lo es el uso de grupos de WhatsApp para comunicarse entre vecinos habla de una tendencia de los vecinos, como en cualquier barrio hoy día, a organizarse. En ese sentido es muy pronto para decir que en Huejotzingo existan grupos de autodefensa que puedan compararse con los surgidos en comunidades de Michoacán o Guerrero, o en la mixteca poblana; aunque es cierto que en este municipio hay grupos de vecinos vigilantes, los cuales apenas pueden contener la ira de la población. 

Como presidente municipal, Roberto Solís recibió un Huejotzingo temeroso y abandonado. El 29 de julio de 2024, dio una de sus primeras ruedas de prensa, y ahí, el periodista Roberto Zetina mencionó, como era inevitable, el problema de inseguridad que Solís heredaba. Solís, como también lo hizo su predecesora, minimizó la situación:

Teníamos en Atexcac un problema de seguridad. Los ciudadanos han hecho sus guardias. Vamos a tener un foro especializado con… —dudó en un intento de cuidar sus palabras—. No les quiero decir autodefensas, sino los que se ‘autocuidan’. Que a ellos se les pueda contratar como policías de proximidad social. Los llamamos ‘los guardianes del pueblo’. Se les preparará en certificación, se les asignarán dos patrullas fijas y policías certificados, se les dará un uniforme que no tenga que ver con el de la policía, no tendrán manejo de armas, su labor será solo de vigilancia, se les dará un radio, un tolete y, si quieres, un gas.

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Las constantes llamadas de Rocío son rechazadas una y otra vez por Pasamontañas, quien se apoderó de mi celular. Los hombres de Verde me escoltan. Tras una segunda revisión, Pasamontañas se convence de mi versión de los hechos y en una frase me hace saber de su cólera:

—Nada más lo mandan al muerto.

Me alejan de la multitud, hacia la esquina siguiente, sobre la avenida que se ha vuelto manecilla de las tres de la tarde. 

—Nada más mandan al muerto los hijos de su puta madre —repite. A su juicio, me mandaron a morir, o yo quería morir y por eso vine.

La combi debe cruzar en unos minutos por aquí.

—Te vas a ir y ya sabes, si te volvemos a ver por aquí, ahí sí, ya no sales —amenaza el encapuchado y me devuelve el teléfono.

Llamo de vuelta a Rocío. Le informo que espero una combi o un taxi que me saque del pueblo. Ella me pide que no cuelgue. Sin embargo, otro grupo de hombres no pretende hacer mi huída sencilla. De entre ellos se acerca un sujeto bajito y calvo y comienza un nuevo interrogatorio.

—A ver, ¿a qué viniste?

Le acerco mi celular.

—¿Gusta hablar con mi editora?

Calvo lo rechaza.

—A mí no me interesa quién eres ni tu trabajo ni tu editora. Apaga tu teléfono, estás hablando conmigo —ordena.

Cuelgo la llamada y guardo el teléfono en mi pantalón.

—Apágalo.
—Por favor... —ruego. No deseo quedar incomunicado.

Los gritos desbocados de una mujer hacen que me dé por muerto.

—¡Hijo de la chingada! —pienso que se dirige a mí— ¿Qué haces en la calle, cabrón? ¡Métete a la casa! ¡Métete!

Uno de los hombres corpulentos duda y apenas puede responder claramente a quien sería su hermana o su esposa. Refunfuña y acata la orden tambaleándose. Se hace un silencio incómodo, como si la misma escena hubiera ocurrido en un botanero o en el billar. Otro hombre flaquito, más o menos joven, recargado en el muro rompe la calma aparente con una mueca:

—Quiero ver sangre.

Nos encontramos entre las calles 5 de Mayo y Vista Hermosa, al pie del templo cristiano interdenominacional, la Iglesia Getsemaní IV. En este pueblo hay también un recinto de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días y una capilla católica. Tres doctrinas diferentes con la misma raíz religiosa, el cristianismo, que conviven en un pequeño territorio donde la fe se agota.

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De la calle Vista Hermosa sale una combi. Hago señas para que se detenga. Es ahora o nunca. A empellones me abro paso entre la gente. 

—¡No! ¡No puedes irte! ¡Estás hablando con nosotros! —reclama Calvo, al que no volveré a ver jamás, pero que odiaré por siempre.

—Ya habló con nosotros —por fortuna interviene Verde.

Doy un salto hacia la combi y con los brazos me aferro a la puerta del copiloto. Pregunto al conductor si el transporte va a Huejotzingo; él asiente, yo le imploro que me saque de ahí. Sonríe y pregunta a la turba:

—¿Qué pasó? ¿Ya se puede ir?

—Sí, ya se puede ir —Verde lanza una voz de mando que nadie se atreve a interpelar.

Abro la puerta, subo al vehículo y cierro de prisa. La combi arranca. No escapamos frenéticamente del pueblo, sino que el chofer hace su habitual recorrido, cuesta arriba. Al escribir vuelvo a mirar a ese joven reportero sentado a la derecha del conductor. El chico está encogido sobre sus rodillas; parece que llora, pero no derrama una sola lágrima.

—¿Qué hiciste? —le pregunta desenfadado el de la combi.

Con la voz entrecortada el joven le explica cómo funciona un periódico digital citadino, con reporteros en la capital del estado y corresponsales independientes en las demás localidades. Relata una vez más sus intenciones de investigación.

—Es que no se puede venir a reportear aquí —le dice—. Debiste hablar primero con el presidente auxiliar, él incluso pudo haberte dado las respuestas que estabas buscando.

Ambos se escurren entre casas de una planta o con solo un piso, rosas, naranjas, grises y con su entrada a desnivel del suelo; otras casas, mejoradas por el salario llegado del extranjero, destacan por conformarse de tres bloques, una reja, tejas y columnas o haber llegado a los dos pisos, coronadas por ventanas curvas que parecen los ojos cerrados de un robot que se sonroja. Sobre una banqueta, afuera de un sencillo zaguán de lámina, vigila una pandilla de jóvenes descamisados, él los señala, mostrando que el pueblo sigue alerta. El reportero le ruega que por favor no se detenga.

—Tranquilo, ya estás conmigo. Ya estando conmigo no te van a hacer nada.

En las diferentes paradas, gente de la comunidad se sube para ir a la cabecera de Huejotzingo. Comparten rumores entre ellos, rumores que el operador pide que escuche. Todos hablan del periodista.

—Te vi llegar —cuenta el conductor— yo estaba manejando la combi hace rato. En ese momento iba a preguntarte a qué habías venido.

Al cruzar el Camino Real a Huejotzingo, es más la incredulidad ante la fortuna de sobrevivir. El reportero cuestiona la magnitud del peligro en que se encontraba. Tal vez por la inexperiencia estaba convencido de que moriría. Entonces pregunta:

—Señor, ¿sabe qué habría pasado si no lograba irme de entre la muchedumbre?

—Solo faltaba que a alguien se le hubiera ocurrido gritar que te habías robado algo o que querías llevarte a alguien, y ahí sí. Te iban a linchar.

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“Ya me dijeron que mejor me vaya”, escribo en un mensaje para Rocío, editora del periódico donde trabajo. El transporte hacia la cabecera municipal de Huejotzingo, poblado ubicado en la zona centro-oeste del estado de Puebla, aún no pasa y estoy nervioso. Frente a mí cruza uno que otro automóvil o motocicleta, sus conductores, habitantes de la comunidad de Santa María Atexcac, me saludan a lo lejos, en silencio, y sonríen con aparente cordialidad. Una camioneta familiar con tres hileras de asientos y color verde oscuro llega por mi izquierda, frena intempestivamente, sus puertas se deslizan y, de ella, bajan cerca de seis hombres, quienes se acercan y me rodean, entre ellos se adelanta a mi encuentro un hombre delgado, calculo de 50 años, de pelo cortito y gris, vestido con una camiseta deslavada y tenis viejos.

—A ver, ¿tú eres el que está tomando fotos?

Su voz es grave y medianamente afónica, como la de un padre muy enfadado, pero exhausto. Niego la acusación, aunque sí tomé fotos de las calles del pueblo, con tal de evidenciar la ausencia de policías y de la Guardia Nacional. Los pobladores llevan años lidiando con un grave sentimiento de inseguridad, el cual estalló hace dos días, el miércoles 12 de junio de 2024, con un secuestro que devino en un presunto linchamiento.

Guadalupe, una maestra de secundaria, fue raptada de camino a su trabajo en la junta auxiliar de Santa María Tianguistenco. Uno de los secuestradores conducía un automóvil Beetle que le cerró el pasó a la camioneta de la profesora y los otros dos la abordaron para llevarla por distintas localidades. En Santa María Atexcac, un grupo de pobladores se encontraban preparados para reaccionar: detuvieron al hombre del Beetle; horas después, las autoridades hallaron su cadáver con un tiro en el tórax, al fondo de una barranca, a 100 metros del vehículo calcinado.

Los otros dos cómplices escaparon con la maestra cautiva. Fue entonces cuando personal de Seguridad Pública, tanto municipal como estatal, comenzó la búsqueda de la mujer. Un helicóptero voló sobre el suroeste de Huejotzingo, mientras las escuelas suspendían las clases y los padres resguardaban a sus hijos en casa. Los secuestradores condujeron hacia el municipio de Papalotla, Tlaxcala, donde liberaron a la víctima.

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Hace unos minutos pude hablar con dos mujeres en la comunidad de San Juan Pancoac, cuyos habitantes, al igual que en Santa María Atexcac, instalaron retenes después del secuestro de la maestra Guadalupe; cuando llegué, dos días después, ya no estaban. La mujer que atendía una tienda de abarrotes me explicó que se retiraron a petición de las autoridades, quienes aseguraron que la protección de la Guardia Nacional estaría garantizada.

—¿Y sí llegó la Guardia Nacional? —pregunté.

—No, nomás nos engañaron.

San Juan Pancoac no es un pueblo remoto y ajeno a las fuerzas del orden. Apenas a 18 kilómetros se encuentra el destacamento de la Guardia Nacional de San Martín Texmelucan, que colinda con el municipio de Huejotzingo. En el año 2022, ya existía esta base en Texmelucan, así como en los municipios de Atempan, Tecamachalco, Acatlán, Huauchinango y Puebla capital. En junio de 2023, el Sol de Puebla informó que, de acuerdo con el titular de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), Luis Cresencio Sandoval, se habían construido bases en las localidades de Acatzingo, Chalchicomula de Sesma y Santa Inés Ahuatempan. La promesa fue de 20 más en el estado hacia finales de 2024.

Cerca de la tienda había una casa en obras, y una vieja patrulla de policía era utilizada para transportar materiales de construcción. Otra vecina de San Juan Pancoac desconocía mayores detalles sobre los retenes, pues las mujeres están excluidas de estas actividades comunitarias: “No hay ley ni autoridad, solo la ley del pueblo”.

La relación entre algunas juntas auxiliares y el gobierno de la alcaldesa morenista Angélica Alvarado Juárez fue hostil hasta el día en que ella pidió licencia, en marzo de 2024. Las protestas realizadas durante los últimos seis años en San Juan Pancoac y Santa Ana Xalmimilulco, comunidad invadida por fábricas y complejos inmobiliarios, señalaron a la administración municipal de imponer presidentes auxiliares no elegidos por la mayoría, desatender la contaminación de los mantos acuíferos, abuso policial contra campesinos manifestantes y ser ineficiente ante la inseguridad.

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Tomé una combi que me llevó por una carretera rural hasta Santa María Atexcac; en el camino, miré una foto en mi celular, la del joven asesinado hace dos días, tirado al fondo de una barranca, sin playera y tatuado en el pecho el nombre de una mujer. Un círculo de policías lo miraban.

Tras 20 minutos, una mujer de mediana edad que llevaba un par costales de alimento para guajolote y yo éramos los únicos pasajeros de la ruta, entonces atravesamos el arco de bienvenida. Atexcac viene del náhuatl, significa “en el agua que brota de la peña”; se encuentra a las faldas del volcán Iztaccíhuatl y es una comunidad con orígenes nahuas.

Existe el rumor de que en Santa María Atexcac no hay jóvenes, pues al parecer todos emigraron a Estados Unidos; sin embargo, los investigadores poblanos José Arturo Méndez-Espinoza y Noel Pérez Vargas descubrieron y afirmaron en su artículo Prácticas juveniles rurales e indígenas de producción simbólica. El caso de Santa María Atexcac, Huejotzingo, Puebla, que, en realidad, a la población la integran también adolescentes y muchachos que forman bandas juveniles en las que el reconocimiento se gana en peleas y bailes sonideros. Algunos de sus padres sí viven en Filadelfia, en el estado de Pensilvania, destino preferido por ellos para migrar desde los años noventa. 

Al paisaje lo constituyen terrenos llenos de árboles frutales con esferas amarillas que flanquean la carretera, tejocotes. En noviembre pasado, luego de que el Gobierno Federal decidiera nombrar a Huejotzingo como Pueblo Mágico, el Ayuntamiento aprovechó la producción anual de 1 500 toneladas de tejocote cultivadas en Santa María Atexcac, cuya mayoría son exportadas a Estados Unidos y Canadá, y celebró la Feria Agroartesanal del Tejocote, lo que volvió al poblado un destino turístico durante un fin de semana. Intenté preguntarle a la mujer que iba conmigo en la combi algo sobre esos árboles, o sobre sus guajolotes, cualquier pregunta que borrara el momento incómodo ocurrido segundos antes, cuando le pedí que me dejara entrevistarla en video, como el periódico me lo había pedido. La mujer gritó que no sabía nada, mientras lanzaba una mirada desorbitada hacia la cabina del conductor.

Bajé de la combi y, tras otra malograda entrevista en una tlapalería, caminé en busca de algún vecino que aceptara dar su testimonio. Noté que había más personas en las banquetas, recargadas en los portones de sus casas, mirando la calle. Entré a un negocio, la empleada llamó a su patrona y, mientras llegaba, tomé un video de una calle baldía.

—No tomes fotos, las cosas aquí están muy calientes —me dijo un hombre que vigilaba desde su portón.

Una mujer de 70 años, al parecer la dueña del local, salió y no dudó en responderme: “Mejor vete”, con un tono amable acompañado de preocupación.

—Mejor vete —repitió—. La situación aquí es muy delicada, la gente vigila desde las azoteas, no quiero que algo malo te pase.

—La gente del pueblo tiene grupos de WhatsApp, ahí avisan de todo lo que ven, ahorita todos van a saber que estás aquí y estás tomando fotos en la calle —agregó el hombre.

No había más por añadir. Me dirigí a la parada de la combi lo más pronto posible.

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Intento explicarle al señor entrecano de la camioneta verde que soy periodista y trabajo para un periódico local. El hombre de la camioneta, de quien nunca sabré el nombre y solo llamaré Verde, junto con los sujetos que lo acompañan no pretenden dejarme ir. Camino lentamente hacia mi derecha: mi única ruta de escape es por la calle 5 de Mayo que lleva al Camino Real a Huejotzingo. Apenas logro andar diez pasos cuando el grupo de hombres se interpone y me obliga a retroceder hacia la banqueta.

—No, de aquí no te vas hasta que el presidente auxiliar decida qué se va a hacer contigo —sentencia Verde, a quien parece que los demás dan un estatus mayor en la jerarquía vecinal, uno de portavoz.

Edmundo Pantoja es el actual presidente auxiliar de Santa María Atexcac. Aunque sus obligaciones se limitan a administrar la tesorería, conservar los bosques e inmuebles, así como garantizar el servicio de agua y ser juez del Registro Civil —todo esto de acuerdo con la Ley Orgánica Municipal del Estado de Puebla—, ahora es objeto de adjudicación de otras tareas, al igual que otros presidentes auxiliares en lugares donde estos y la ciudadanía se disputan el ejercicio de la justicia. Sin embargo, jamás llegaré a comparecer ante Pantoja porque más vecinos están en camino y Verde me advierte: 

—No sé qué van a querer hacerte. 

La combi hacia Huejotzingo por fin pasa. Intento alcanzarla, pero ellos vuelven a impedírmelo.

—Mira, ya está llegando más gente —Verde señala otra camioneta que pronto se estaciona donde estamos.

Quizá mi cara palidece. Siento frío. Mi corazón se agolpa en el pecho con latidos cada vez más rápidos. Como el fondo de una olla sobre el fuego, la ansiedad entibia la zona baja de mi abdomen. No pienso en nada más, quiero irme, pero será imposible. Escribo un mensaje a Rocío, mi editora:

Ayuda
Me van a linchar
Santa María Atexcac

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Esta mañana bromeé con mi familia acerca de que acudiría a investigar en el wasteland, palabra que en la saga de videojuegos Fallout se usa para nombrar a la distopía posapocalíptica; en este caso, se trataba de los retenes colocados en el suroeste de Huejotzingo. Solo conocía lo sucedido el miércoles 12 de junio: algunos ciudadanos, hartos de la impunidad, intentaron rescatar a una profesora secuestrada y asesinaron a uno de los plagiadores. 

El día del supuesto rapto y de aquel intento de rescate, envié al periódico una nota preliminar, acompañada de fotos que usuarios de Facebook hicieron virales. Desconocía que esas imágenes, en donde los pobladores de Santa María Atexcac caminaban con sus escopetas al hombro, correspondían a otro hecho ocurrido el lunes de esa misma semana. Un audio de WhatsApp sin origen claro circuló entre los pobladores alertándolos sobre la presencia de una ambulancia apócrifa que “estaba robándose niños”. Esta cadena anónima fue esparcida en los chats vecinales de Atexcac y desencadenó el rumor de que habían secuestrado a un infante de la comunidad. La reacción del pueblo fue salir armado a buscar a los presuntos robachicos, pero no los encontraron y tampoco se comprobó la desaparición de ningún niño.

También desconocía que, el martes 11 de junio, un hombre y una mujer acudieron a la localidad para cobrar un adeudo y fueron confundidos con delincuentes. Un grupo de 70 personas los retuvieron. El hombre fue golpeado hasta que la Policía Municipal intervino y rescató a ambos. Esta vez las heridas del afectado no fueron mortales y él juró demandar a los responsables. La zona estaba caliente.

¿Era necesario morir por una nota que leerían tan solo unos cuantos? Claro que no dimensioné las consecuencias de mis actos hasta que un hombre encapuchado salió de la otra camioneta y me apuntó con un cuchillo de cazador cuando intenté huir. También sobra decir que los 300 pesos —la tarifa máxima para un reportaje en el medio donde trabajo— no valen el riesgo de convertirse en el encabezado de la primera plana. 

¿No viste la película Canoa: memoria de un hecho vergonzoso (1976)? Sí, sí, sí, la compré hace seis años en un local de Tepito, en la Ciudad de México, y la reproduje en mi Xbox 360, con la errónea expectativa de ver un drama religioso. Felipe Cazals nos muestra una masacre real ocurrida en el pueblo de San Miguel Canoa, en Puebla, la noche del 14 de septiembre de 1968. Aquella vez, cinco jóvenes empleados de la Universidad Autónoma de Puebla se hospedaron en Canoa, pues la lluvia había interrumpido su excursión al volcán La Malinche; sin embargo, la paranoia causada por los discursos alarmistas del párroco Enrique Meza Pérez convenció a los feligreses de que el pueblo sería invadido por comunistas. Entonces, una turba señaló a los estudiantes y los persiguió hasta matar a dos de ellos junto con dos hombres del pueblo que los habían alojado.

La legislación del Estado de Puebla define al linchamiento como las lesiones y homicidios cometidos de manera tumultuaria. Más de 50 años después de Canoa, Puebla carga con el estigma de ser un estado donde se lincha frecuentemente. En 2016, la entidad superó al Estado de México en la incidencia de este delito, solo para aumentar exponencialmente año tras año, de acuerdo con los sociólogos Antonio Fuentes Díaz y José Alberto González en su libro Diagnóstico sobre linchamientos en Puebla 2012-2021. De este modo, Puebla se mantiene en el primer lugar nacional en cuanto a linchamientos, los cuales casi siempre se cometen bajo el argumento de hacer justicia por mano propia.

A este problema de gobernabilidad lo exacerba un periodo en que aumentaron los robos con violencia, homicidios, feminicidios y secuestros en Puebla; además de delitos relacionados con el robo de combustible —huachicol— en decenas de municipios, entre ellos Ajalpan, Tecamachalco y Yehualtepec, según los sociólogos Fuentes y González. El sentimiento de inseguridad surgido del contraste entre la incidencia delictiva actual y la de antes de 2016 son posibles causas de los constantes asesinatos tumultuarios. Cabe mencionar que, aunque Huejotzingo pertenece a una zona metropolitana considerada insegura, entre 2014 y 2023 ninguno de sus linchamientos terminó con la muerte de la víctima, siempre acusada de asalto o robo a casa habitación.

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—¡No tartamudee, cabrón! —ordena Pasamontañas—. ¿Por qué andas tomando fotos?
—Soy periodista —respondo.
—¿Y tus cosas de periodista? 
—Pues, es esto: mi celular y mi gafete. Pero ya me iba —replico al tiempo que intento alejarme de la hoja de acero que brilla amenazante en su mano.

Me colma la incertidumbre. ¿Quiénes son estas personas? Pasamontañas me recordó a un zapatista o un polecía comunitario como los de Michoacán, luego su voz rabiosa me pareció la de un asaltante. Ahora pienso en criminales encubiertos, en que me van a desaparecer.

Ante la insistencia de Pasamontañas por revisar mi celular, se lo entrego. Él hurga en mis mensajes de WhatsApp. Prefiero que se queden el celular como moneda de cambio para dejarme ir.

—No, tenlo tú, no somos delincuentes —alega Verde, que desde el principio me privó de la libertad.

Reviso mi teléfono. Tengo tres llamadas perdidas de Rocío, quien insiste una vez más. Verde dice que puedo responder, me mira con lástima, descuelgo y Rocío pregunta qué está ocurriendo.

Mi voz se quiebra, ella intenta calmarme, indica que ponga el altavoz; acerco el teléfono a Verde.

—¿Qué situación hay con mi compañero? —pregunta con desenfado Rocío—. Porque ya me lo están asustando.

—Y no es para menos señorita— responde Verde.

Entonces noto que Pasamontañas llama a alguien más con su celular:

—¿Qué pasó? Ya tengo al que estaba tomando fotos. Dice que es periodista, pero ni trae nada. ¿Qué hago? ¿Le saco las tripas o qué pedo?

La mención de mis tripas es similar, o me lo parece, a las bromas exageradas de los padres que dicen “se te va a salir el corazón” al hijo que se ha cortado o raspado. Me causaría gracia, de no ser porque la amenaza es creíble. Si su cuchillo embiste mi barriga, desataría la violencia colectiva sobre mí.

Al levantarme de la cama ni siquiera estaba en mis planes ir a Huejotzingo. Mi visita fue una improvisación, una orden de última hora de Rocío. Pude haberme negado o avisarle que después de San Juan Pancoac iría a Santa María Atexcac, o no haber grabado la entrevista con el hombre de la tlapalería sin avisarle. Jamás sabré si lo segundo o lo tercero hubiera hecho la diferencia.

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Las camionetas no dejan de llegar. En este punto, aunque Verde y Pasamontañas me dejen ir, cerca de 30 personas nos rodean. Todos me piden las mismas explicaciones y debo repetirlas una y otra vez hasta que pierden sentido. Alguno de ellos dice que, si soy periodista, debí haber llegado como tal: a bordo de una camioneta grande con el logo de Televisa, con chaleco de prensa y demás accesorios que me hicieran parecer trabajador de un medio de comunicación. Mi realidad es otra, una menos glamurosa: llegué en transporte público, visto una playera desgastada con el logo de los Ramones y mi única acreditación es una credencial de papel en una mica.

Los rostros se vuelven borrosos. Son demasiados para memorizar. “Yo creo que no saldrás de aquí”, “No queremos ni investigadores ni periodistas ni nada de eso”, “No debiste haber venido”, el coro de voces es abrumador. De entre todos, el sonido más nítido es el de Verde: “Te esfuerzas para estudiar y prepararte. Entras a trabajar y terminas así, por una imprudencia”. En su voz hay aflicción, como si estuviera seguro de que no puede evitar el cumplimiento de la visión que lo atormenta.

Durante los últimos nueve años, diez personas inocentes “terminaron así”. El 19 de octubre de 2015 fueron linchados los hermanos José y David Copado Molina, quienes trabajaban como encuestadores de la empresa Marketing Research. Los golpearon y quemaron en el municipio de Ajalpan, al suroeste del estado. David falleció por los golpes, mientras que José aún estaba vivo cuando le prendieron fuego. Tres años después, el 29 de agosto de 2018, pobladores de Acatlán de Osorio secuestraron y quemaron vivos al estudiante de derecho Ricardo Flores y a su tío, Alberto, quien trabajaba en el campo. Las víctimas tienen en común que se les acusó injustamente de secuestrar niños.

Aunque la incidencia de linchamientos en la entidad tuvo una baja en 2020, fue un año con más personas inocentes linchadas. En mayo de ese periodo, Alejandro Israel, de 21 años, falleció junto con su amigo, también de nombre Alejandro, cuando los quemaron vivos dentro de un vehículo en la comunidad de Los Ángeles Tetela, en el municipio de Puebla de Zaragoza. Un trabajador de Megacable de nombre Manrique, veracruzano y padre de una niña, fue golpeado hasta la muerte en Tlacotepec de Benito de Juárez, donde luego incendiaron su cuerpo, tres meses después del caso anterior. Finalmente, el 26 de octubre de 2020, el automóvil de Adela y Antonio, pareja proveniente de Veracruz, se averió y ambos quedaron varados en el municipio de San Nicolás Buenos Aires, donde fueron golpeados hasta la muerte.

¿De dónde sacaron esa idea de los “robachicos”? Los chats son el canal en común; sin embargo, nadie cuestiona la información: de pronto un audio de WhatsApp o una imagen falsamente firmada por instituciones que ya no existen, como la Procuraduría General de la República (PGR), alerta sobre la presencia de vehículos extraños que están “robando niños” en el pueblo. A veces el mensaje habla de la aparición de cadáveres de menores a quienes se les extrajeron los órganos, pero nunca se especifica la fecha, el lugar, ni una fuente que pueda ser verificada.

Aún se mueven por la red, pero estas cadenas ya han sido desmentidas por diarios y publicaciones digitales independientes. En 2020 el portal Animal Político investigó la realidad detrás de un mensaje que había circulado por los estados de Morelos, Quintana Roo, Tlaxcala y Jalisco y que alertaba a la población sobre la entrada al país de una “poderosa mafia” dedicada al tráfico de órganos. Por medio de una investigación hemerográfica y en diferentes instituciones de seguridad y de salud, se verificó que dicho mensaje circula desde 2014 y que lo escrito en él es falso.

Los usuarios interpretan las falsas noticias como una alerta verídica y local; crean en sus mentes robachicos fantasmas y se los endilgan a personas inocentes, a quienes se une una más, en el año 2022. Daniel Picazo fue un joven abogado de la Ciudad de México que vacacionaba en la casa de su abuelo en Papatlazolco, municipio de Huauchinango, donde lo golpearon y quemaron vivo. A sus asesinos les bastó ver a una persona extraña en un automóvil para azuzar a la multitud a retenerlo y matarlo. En ninguno de los casos se comprobó la desaparición de algún menor, y tampoco la culpabilidad de las víctimas.

No rezo. Estoy preparado para lo que venga. Entonces lo imagino: un final patético, ruidoso y sangriento. Lo que me pesa es eso, que es el final. Pregunto a nadie si en verdad no habrá más para mí, si la diversión ha terminado. Entonces quiero llorar. No responden mis párpados, quizá porque tienen miedo de disparar agresiones, más que simpatía. Solo doblo la espalda y junto las manos en señal de súplica:

—No fue mi intención hacerlos enojar. Por favor, perdónenme, les juro que ya me voy y no me vuelven a ver jamás —mientras ruego, alguien me graba con un celular. Es su venganza.

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Cuando la entonces presidenta municipal Angélica Alvarado Juárez, hoy diputada local por el Distrito 8, asistió a un evento político en Huejotzingo un reportero se acercó a ella con el fin de solicitarle algunas declaraciones sobre los grupos de ciudadanos que se vieron orillados a encargarse de la seguridad de sus comunidades al impartir justicia por mano propia.

—Ciudadanos armados habrían surgido en las juntas auxiliares en donde hay mayor sensación de inseguridad —aclaró el reportero.

—No es que sean grupos ciudadanos armados, ¡no! —exclamó—. Son comités de seguridad que se han integrado, lo cual es posible gracias a la estrecha comunicación existente entre autoridades municipales, autoridades auxiliares y ciudadanos.

“Angélica Alvarado desmiente autodefensas en Huejotzingo, son comités de seguridad”, fue el encabezado del periódico local E-Consulta para los dichos de la funcionaria. Llamaba la atención el término “autodefensas”, utilizado por primera vez en el estado para referirse a lo que ocurría en Huejotzingo. Sin embargo, existen dudas sobre el correcto uso de esta palabra.

Entre los involucrados de un linchamiento siempre hay una multitud desorganizada o momentáneamente organizada, a diferencia de los homicidios cometidos por grupos organizados de civiles armados, como las autodefensas, de acuerdo con el análisis del doctor en Criminología, Tadeo Luna, en su artículo “Linchamientos en Puebla: Violencias extremas que conjugan violaciones de derechos humanos”. Agrega que el rasgo distintivo es el acto de linchar por su espontaneidad relativa. Por otro lado, los sociólogos Antonio Fuentes Díaz y José Alberto González indican que la mayoría de linchamientos son perpetrados por grupos que se conocen con antelación.

Todo lo ocurrido entre el 10 y el 14 de junio de 2024 en Santa María Atexcac se trató, en apariencia, de reacciones espontáneas en las que participaron multitudes desorganizadas. No obstante, elementos como lo es el uso de grupos de WhatsApp para comunicarse entre vecinos habla de una tendencia de los vecinos, como en cualquier barrio hoy día, a organizarse. En ese sentido es muy pronto para decir que en Huejotzingo existan grupos de autodefensa que puedan compararse con los surgidos en comunidades de Michoacán o Guerrero, o en la mixteca poblana; aunque es cierto que en este municipio hay grupos de vecinos vigilantes, los cuales apenas pueden contener la ira de la población. 

Como presidente municipal, Roberto Solís recibió un Huejotzingo temeroso y abandonado. El 29 de julio de 2024, dio una de sus primeras ruedas de prensa, y ahí, el periodista Roberto Zetina mencionó, como era inevitable, el problema de inseguridad que Solís heredaba. Solís, como también lo hizo su predecesora, minimizó la situación:

Teníamos en Atexcac un problema de seguridad. Los ciudadanos han hecho sus guardias. Vamos a tener un foro especializado con… —dudó en un intento de cuidar sus palabras—. No les quiero decir autodefensas, sino los que se ‘autocuidan’. Que a ellos se les pueda contratar como policías de proximidad social. Los llamamos ‘los guardianes del pueblo’. Se les preparará en certificación, se les asignarán dos patrullas fijas y policías certificados, se les dará un uniforme que no tenga que ver con el de la policía, no tendrán manejo de armas, su labor será solo de vigilancia, se les dará un radio, un tolete y, si quieres, un gas.

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Las constantes llamadas de Rocío son rechazadas una y otra vez por Pasamontañas, quien se apoderó de mi celular. Los hombres de Verde me escoltan. Tras una segunda revisión, Pasamontañas se convence de mi versión de los hechos y en una frase me hace saber de su cólera:

—Nada más lo mandan al muerto.

Me alejan de la multitud, hacia la esquina siguiente, sobre la avenida que se ha vuelto manecilla de las tres de la tarde. 

—Nada más mandan al muerto los hijos de su puta madre —repite. A su juicio, me mandaron a morir, o yo quería morir y por eso vine.

La combi debe cruzar en unos minutos por aquí.

—Te vas a ir y ya sabes, si te volvemos a ver por aquí, ahí sí, ya no sales —amenaza el encapuchado y me devuelve el teléfono.

Llamo de vuelta a Rocío. Le informo que espero una combi o un taxi que me saque del pueblo. Ella me pide que no cuelgue. Sin embargo, otro grupo de hombres no pretende hacer mi huída sencilla. De entre ellos se acerca un sujeto bajito y calvo y comienza un nuevo interrogatorio.

—A ver, ¿a qué viniste?

Le acerco mi celular.

—¿Gusta hablar con mi editora?

Calvo lo rechaza.

—A mí no me interesa quién eres ni tu trabajo ni tu editora. Apaga tu teléfono, estás hablando conmigo —ordena.

Cuelgo la llamada y guardo el teléfono en mi pantalón.

—Apágalo.
—Por favor... —ruego. No deseo quedar incomunicado.

Los gritos desbocados de una mujer hacen que me dé por muerto.

—¡Hijo de la chingada! —pienso que se dirige a mí— ¿Qué haces en la calle, cabrón? ¡Métete a la casa! ¡Métete!

Uno de los hombres corpulentos duda y apenas puede responder claramente a quien sería su hermana o su esposa. Refunfuña y acata la orden tambaleándose. Se hace un silencio incómodo, como si la misma escena hubiera ocurrido en un botanero o en el billar. Otro hombre flaquito, más o menos joven, recargado en el muro rompe la calma aparente con una mueca:

—Quiero ver sangre.

Nos encontramos entre las calles 5 de Mayo y Vista Hermosa, al pie del templo cristiano interdenominacional, la Iglesia Getsemaní IV. En este pueblo hay también un recinto de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días y una capilla católica. Tres doctrinas diferentes con la misma raíz religiosa, el cristianismo, que conviven en un pequeño territorio donde la fe se agota.

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De la calle Vista Hermosa sale una combi. Hago señas para que se detenga. Es ahora o nunca. A empellones me abro paso entre la gente. 

—¡No! ¡No puedes irte! ¡Estás hablando con nosotros! —reclama Calvo, al que no volveré a ver jamás, pero que odiaré por siempre.

—Ya habló con nosotros —por fortuna interviene Verde.

Doy un salto hacia la combi y con los brazos me aferro a la puerta del copiloto. Pregunto al conductor si el transporte va a Huejotzingo; él asiente, yo le imploro que me saque de ahí. Sonríe y pregunta a la turba:

—¿Qué pasó? ¿Ya se puede ir?

—Sí, ya se puede ir —Verde lanza una voz de mando que nadie se atreve a interpelar.

Abro la puerta, subo al vehículo y cierro de prisa. La combi arranca. No escapamos frenéticamente del pueblo, sino que el chofer hace su habitual recorrido, cuesta arriba. Al escribir vuelvo a mirar a ese joven reportero sentado a la derecha del conductor. El chico está encogido sobre sus rodillas; parece que llora, pero no derrama una sola lágrima.

—¿Qué hiciste? —le pregunta desenfadado el de la combi.

Con la voz entrecortada el joven le explica cómo funciona un periódico digital citadino, con reporteros en la capital del estado y corresponsales independientes en las demás localidades. Relata una vez más sus intenciones de investigación.

—Es que no se puede venir a reportear aquí —le dice—. Debiste hablar primero con el presidente auxiliar, él incluso pudo haberte dado las respuestas que estabas buscando.

Ambos se escurren entre casas de una planta o con solo un piso, rosas, naranjas, grises y con su entrada a desnivel del suelo; otras casas, mejoradas por el salario llegado del extranjero, destacan por conformarse de tres bloques, una reja, tejas y columnas o haber llegado a los dos pisos, coronadas por ventanas curvas que parecen los ojos cerrados de un robot que se sonroja. Sobre una banqueta, afuera de un sencillo zaguán de lámina, vigila una pandilla de jóvenes descamisados, él los señala, mostrando que el pueblo sigue alerta. El reportero le ruega que por favor no se detenga.

—Tranquilo, ya estás conmigo. Ya estando conmigo no te van a hacer nada.

En las diferentes paradas, gente de la comunidad se sube para ir a la cabecera de Huejotzingo. Comparten rumores entre ellos, rumores que el operador pide que escuche. Todos hablan del periodista.

—Te vi llegar —cuenta el conductor— yo estaba manejando la combi hace rato. En ese momento iba a preguntarte a qué habías venido.

Al cruzar el Camino Real a Huejotzingo, es más la incredulidad ante la fortuna de sobrevivir. El reportero cuestiona la magnitud del peligro en que se encontraba. Tal vez por la inexperiencia estaba convencido de que moriría. Entonces pregunta:

—Señor, ¿sabe qué habría pasado si no lograba irme de entre la muchedumbre?

—Solo faltaba que a alguien se le hubiera ocurrido gritar que te habías robado algo o que querías llevarte a alguien, y ahí sí. Te iban a linchar.

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Ayuda, me van a linchar

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Con el propósito de investigar una serie de linchamientos, un joven reportero es enviado a una localidad en el estado de Puebla; en cuestión de minutos su vida estuvo en riesgo.

I give what I've got to give
It's important if I want to live
Ramones

“Ya me dijeron que mejor me vaya”, escribo en un mensaje para Rocío, editora del periódico donde trabajo. El transporte hacia la cabecera municipal de Huejotzingo, poblado ubicado en la zona centro-oeste del estado de Puebla, aún no pasa y estoy nervioso. Frente a mí cruza uno que otro automóvil o motocicleta, sus conductores, habitantes de la comunidad de Santa María Atexcac, me saludan a lo lejos, en silencio, y sonríen con aparente cordialidad. Una camioneta familiar con tres hileras de asientos y color verde oscuro llega por mi izquierda, frena intempestivamente, sus puertas se deslizan y, de ella, bajan cerca de seis hombres, quienes se acercan y me rodean, entre ellos se adelanta a mi encuentro un hombre delgado, calculo de 50 años, de pelo cortito y gris, vestido con una camiseta deslavada y tenis viejos.

—A ver, ¿tú eres el que está tomando fotos?

Su voz es grave y medianamente afónica, como la de un padre muy enfadado, pero exhausto. Niego la acusación, aunque sí tomé fotos de las calles del pueblo, con tal de evidenciar la ausencia de policías y de la Guardia Nacional. Los pobladores llevan años lidiando con un grave sentimiento de inseguridad, el cual estalló hace dos días, el miércoles 12 de junio de 2024, con un secuestro que devino en un presunto linchamiento.

Guadalupe, una maestra de secundaria, fue raptada de camino a su trabajo en la junta auxiliar de Santa María Tianguistenco. Uno de los secuestradores conducía un automóvil Beetle que le cerró el pasó a la camioneta de la profesora y los otros dos la abordaron para llevarla por distintas localidades. En Santa María Atexcac, un grupo de pobladores se encontraban preparados para reaccionar: detuvieron al hombre del Beetle; horas después, las autoridades hallaron su cadáver con un tiro en el tórax, al fondo de una barranca, a 100 metros del vehículo calcinado.

Los otros dos cómplices escaparon con la maestra cautiva. Fue entonces cuando personal de Seguridad Pública, tanto municipal como estatal, comenzó la búsqueda de la mujer. Un helicóptero voló sobre el suroeste de Huejotzingo, mientras las escuelas suspendían las clases y los padres resguardaban a sus hijos en casa. Los secuestradores condujeron hacia el municipio de Papalotla, Tlaxcala, donde liberaron a la víctima.

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Hace unos minutos pude hablar con dos mujeres en la comunidad de San Juan Pancoac, cuyos habitantes, al igual que en Santa María Atexcac, instalaron retenes después del secuestro de la maestra Guadalupe; cuando llegué, dos días después, ya no estaban. La mujer que atendía una tienda de abarrotes me explicó que se retiraron a petición de las autoridades, quienes aseguraron que la protección de la Guardia Nacional estaría garantizada.

—¿Y sí llegó la Guardia Nacional? —pregunté.

—No, nomás nos engañaron.

San Juan Pancoac no es un pueblo remoto y ajeno a las fuerzas del orden. Apenas a 18 kilómetros se encuentra el destacamento de la Guardia Nacional de San Martín Texmelucan, que colinda con el municipio de Huejotzingo. En el año 2022, ya existía esta base en Texmelucan, así como en los municipios de Atempan, Tecamachalco, Acatlán, Huauchinango y Puebla capital. En junio de 2023, el Sol de Puebla informó que, de acuerdo con el titular de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), Luis Cresencio Sandoval, se habían construido bases en las localidades de Acatzingo, Chalchicomula de Sesma y Santa Inés Ahuatempan. La promesa fue de 20 más en el estado hacia finales de 2024.

Cerca de la tienda había una casa en obras, y una vieja patrulla de policía era utilizada para transportar materiales de construcción. Otra vecina de San Juan Pancoac desconocía mayores detalles sobre los retenes, pues las mujeres están excluidas de estas actividades comunitarias: “No hay ley ni autoridad, solo la ley del pueblo”.

La relación entre algunas juntas auxiliares y el gobierno de la alcaldesa morenista Angélica Alvarado Juárez fue hostil hasta el día en que ella pidió licencia, en marzo de 2024. Las protestas realizadas durante los últimos seis años en San Juan Pancoac y Santa Ana Xalmimilulco, comunidad invadida por fábricas y complejos inmobiliarios, señalaron a la administración municipal de imponer presidentes auxiliares no elegidos por la mayoría, desatender la contaminación de los mantos acuíferos, abuso policial contra campesinos manifestantes y ser ineficiente ante la inseguridad.

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Tomé una combi que me llevó por una carretera rural hasta Santa María Atexcac; en el camino, miré una foto en mi celular, la del joven asesinado hace dos días, tirado al fondo de una barranca, sin playera y tatuado en el pecho el nombre de una mujer. Un círculo de policías lo miraban.

Tras 20 minutos, una mujer de mediana edad que llevaba un par costales de alimento para guajolote y yo éramos los únicos pasajeros de la ruta, entonces atravesamos el arco de bienvenida. Atexcac viene del náhuatl, significa “en el agua que brota de la peña”; se encuentra a las faldas del volcán Iztaccíhuatl y es una comunidad con orígenes nahuas.

Existe el rumor de que en Santa María Atexcac no hay jóvenes, pues al parecer todos emigraron a Estados Unidos; sin embargo, los investigadores poblanos José Arturo Méndez-Espinoza y Noel Pérez Vargas descubrieron y afirmaron en su artículo Prácticas juveniles rurales e indígenas de producción simbólica. El caso de Santa María Atexcac, Huejotzingo, Puebla, que, en realidad, a la población la integran también adolescentes y muchachos que forman bandas juveniles en las que el reconocimiento se gana en peleas y bailes sonideros. Algunos de sus padres sí viven en Filadelfia, en el estado de Pensilvania, destino preferido por ellos para migrar desde los años noventa. 

Al paisaje lo constituyen terrenos llenos de árboles frutales con esferas amarillas que flanquean la carretera, tejocotes. En noviembre pasado, luego de que el Gobierno Federal decidiera nombrar a Huejotzingo como Pueblo Mágico, el Ayuntamiento aprovechó la producción anual de 1 500 toneladas de tejocote cultivadas en Santa María Atexcac, cuya mayoría son exportadas a Estados Unidos y Canadá, y celebró la Feria Agroartesanal del Tejocote, lo que volvió al poblado un destino turístico durante un fin de semana. Intenté preguntarle a la mujer que iba conmigo en la combi algo sobre esos árboles, o sobre sus guajolotes, cualquier pregunta que borrara el momento incómodo ocurrido segundos antes, cuando le pedí que me dejara entrevistarla en video, como el periódico me lo había pedido. La mujer gritó que no sabía nada, mientras lanzaba una mirada desorbitada hacia la cabina del conductor.

Bajé de la combi y, tras otra malograda entrevista en una tlapalería, caminé en busca de algún vecino que aceptara dar su testimonio. Noté que había más personas en las banquetas, recargadas en los portones de sus casas, mirando la calle. Entré a un negocio, la empleada llamó a su patrona y, mientras llegaba, tomé un video de una calle baldía.

—No tomes fotos, las cosas aquí están muy calientes —me dijo un hombre que vigilaba desde su portón.

Una mujer de 70 años, al parecer la dueña del local, salió y no dudó en responderme: “Mejor vete”, con un tono amable acompañado de preocupación.

—Mejor vete —repitió—. La situación aquí es muy delicada, la gente vigila desde las azoteas, no quiero que algo malo te pase.

—La gente del pueblo tiene grupos de WhatsApp, ahí avisan de todo lo que ven, ahorita todos van a saber que estás aquí y estás tomando fotos en la calle —agregó el hombre.

No había más por añadir. Me dirigí a la parada de la combi lo más pronto posible.

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Intento explicarle al señor entrecano de la camioneta verde que soy periodista y trabajo para un periódico local. El hombre de la camioneta, de quien nunca sabré el nombre y solo llamaré Verde, junto con los sujetos que lo acompañan no pretenden dejarme ir. Camino lentamente hacia mi derecha: mi única ruta de escape es por la calle 5 de Mayo que lleva al Camino Real a Huejotzingo. Apenas logro andar diez pasos cuando el grupo de hombres se interpone y me obliga a retroceder hacia la banqueta.

—No, de aquí no te vas hasta que el presidente auxiliar decida qué se va a hacer contigo —sentencia Verde, a quien parece que los demás dan un estatus mayor en la jerarquía vecinal, uno de portavoz.

Edmundo Pantoja es el actual presidente auxiliar de Santa María Atexcac. Aunque sus obligaciones se limitan a administrar la tesorería, conservar los bosques e inmuebles, así como garantizar el servicio de agua y ser juez del Registro Civil —todo esto de acuerdo con la Ley Orgánica Municipal del Estado de Puebla—, ahora es objeto de adjudicación de otras tareas, al igual que otros presidentes auxiliares en lugares donde estos y la ciudadanía se disputan el ejercicio de la justicia. Sin embargo, jamás llegaré a comparecer ante Pantoja porque más vecinos están en camino y Verde me advierte: 

—No sé qué van a querer hacerte. 

La combi hacia Huejotzingo por fin pasa. Intento alcanzarla, pero ellos vuelven a impedírmelo.

—Mira, ya está llegando más gente —Verde señala otra camioneta que pronto se estaciona donde estamos.

Quizá mi cara palidece. Siento frío. Mi corazón se agolpa en el pecho con latidos cada vez más rápidos. Como el fondo de una olla sobre el fuego, la ansiedad entibia la zona baja de mi abdomen. No pienso en nada más, quiero irme, pero será imposible. Escribo un mensaje a Rocío, mi editora:

Ayuda
Me van a linchar
Santa María Atexcac

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Esta mañana bromeé con mi familia acerca de que acudiría a investigar en el wasteland, palabra que en la saga de videojuegos Fallout se usa para nombrar a la distopía posapocalíptica; en este caso, se trataba de los retenes colocados en el suroeste de Huejotzingo. Solo conocía lo sucedido el miércoles 12 de junio: algunos ciudadanos, hartos de la impunidad, intentaron rescatar a una profesora secuestrada y asesinaron a uno de los plagiadores. 

El día del supuesto rapto y de aquel intento de rescate, envié al periódico una nota preliminar, acompañada de fotos que usuarios de Facebook hicieron virales. Desconocía que esas imágenes, en donde los pobladores de Santa María Atexcac caminaban con sus escopetas al hombro, correspondían a otro hecho ocurrido el lunes de esa misma semana. Un audio de WhatsApp sin origen claro circuló entre los pobladores alertándolos sobre la presencia de una ambulancia apócrifa que “estaba robándose niños”. Esta cadena anónima fue esparcida en los chats vecinales de Atexcac y desencadenó el rumor de que habían secuestrado a un infante de la comunidad. La reacción del pueblo fue salir armado a buscar a los presuntos robachicos, pero no los encontraron y tampoco se comprobó la desaparición de ningún niño.

También desconocía que, el martes 11 de junio, un hombre y una mujer acudieron a la localidad para cobrar un adeudo y fueron confundidos con delincuentes. Un grupo de 70 personas los retuvieron. El hombre fue golpeado hasta que la Policía Municipal intervino y rescató a ambos. Esta vez las heridas del afectado no fueron mortales y él juró demandar a los responsables. La zona estaba caliente.

¿Era necesario morir por una nota que leerían tan solo unos cuantos? Claro que no dimensioné las consecuencias de mis actos hasta que un hombre encapuchado salió de la otra camioneta y me apuntó con un cuchillo de cazador cuando intenté huir. También sobra decir que los 300 pesos —la tarifa máxima para un reportaje en el medio donde trabajo— no valen el riesgo de convertirse en el encabezado de la primera plana. 

¿No viste la película Canoa: memoria de un hecho vergonzoso (1976)? Sí, sí, sí, la compré hace seis años en un local de Tepito, en la Ciudad de México, y la reproduje en mi Xbox 360, con la errónea expectativa de ver un drama religioso. Felipe Cazals nos muestra una masacre real ocurrida en el pueblo de San Miguel Canoa, en Puebla, la noche del 14 de septiembre de 1968. Aquella vez, cinco jóvenes empleados de la Universidad Autónoma de Puebla se hospedaron en Canoa, pues la lluvia había interrumpido su excursión al volcán La Malinche; sin embargo, la paranoia causada por los discursos alarmistas del párroco Enrique Meza Pérez convenció a los feligreses de que el pueblo sería invadido por comunistas. Entonces, una turba señaló a los estudiantes y los persiguió hasta matar a dos de ellos junto con dos hombres del pueblo que los habían alojado.

La legislación del Estado de Puebla define al linchamiento como las lesiones y homicidios cometidos de manera tumultuaria. Más de 50 años después de Canoa, Puebla carga con el estigma de ser un estado donde se lincha frecuentemente. En 2016, la entidad superó al Estado de México en la incidencia de este delito, solo para aumentar exponencialmente año tras año, de acuerdo con los sociólogos Antonio Fuentes Díaz y José Alberto González en su libro Diagnóstico sobre linchamientos en Puebla 2012-2021. De este modo, Puebla se mantiene en el primer lugar nacional en cuanto a linchamientos, los cuales casi siempre se cometen bajo el argumento de hacer justicia por mano propia.

A este problema de gobernabilidad lo exacerba un periodo en que aumentaron los robos con violencia, homicidios, feminicidios y secuestros en Puebla; además de delitos relacionados con el robo de combustible —huachicol— en decenas de municipios, entre ellos Ajalpan, Tecamachalco y Yehualtepec, según los sociólogos Fuentes y González. El sentimiento de inseguridad surgido del contraste entre la incidencia delictiva actual y la de antes de 2016 son posibles causas de los constantes asesinatos tumultuarios. Cabe mencionar que, aunque Huejotzingo pertenece a una zona metropolitana considerada insegura, entre 2014 y 2023 ninguno de sus linchamientos terminó con la muerte de la víctima, siempre acusada de asalto o robo a casa habitación.

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—¡No tartamudee, cabrón! —ordena Pasamontañas—. ¿Por qué andas tomando fotos?
—Soy periodista —respondo.
—¿Y tus cosas de periodista? 
—Pues, es esto: mi celular y mi gafete. Pero ya me iba —replico al tiempo que intento alejarme de la hoja de acero que brilla amenazante en su mano.

Me colma la incertidumbre. ¿Quiénes son estas personas? Pasamontañas me recordó a un zapatista o un polecía comunitario como los de Michoacán, luego su voz rabiosa me pareció la de un asaltante. Ahora pienso en criminales encubiertos, en que me van a desaparecer.

Ante la insistencia de Pasamontañas por revisar mi celular, se lo entrego. Él hurga en mis mensajes de WhatsApp. Prefiero que se queden el celular como moneda de cambio para dejarme ir.

—No, tenlo tú, no somos delincuentes —alega Verde, que desde el principio me privó de la libertad.

Reviso mi teléfono. Tengo tres llamadas perdidas de Rocío, quien insiste una vez más. Verde dice que puedo responder, me mira con lástima, descuelgo y Rocío pregunta qué está ocurriendo.

Mi voz se quiebra, ella intenta calmarme, indica que ponga el altavoz; acerco el teléfono a Verde.

—¿Qué situación hay con mi compañero? —pregunta con desenfado Rocío—. Porque ya me lo están asustando.

—Y no es para menos señorita— responde Verde.

Entonces noto que Pasamontañas llama a alguien más con su celular:

—¿Qué pasó? Ya tengo al que estaba tomando fotos. Dice que es periodista, pero ni trae nada. ¿Qué hago? ¿Le saco las tripas o qué pedo?

La mención de mis tripas es similar, o me lo parece, a las bromas exageradas de los padres que dicen “se te va a salir el corazón” al hijo que se ha cortado o raspado. Me causaría gracia, de no ser porque la amenaza es creíble. Si su cuchillo embiste mi barriga, desataría la violencia colectiva sobre mí.

Al levantarme de la cama ni siquiera estaba en mis planes ir a Huejotzingo. Mi visita fue una improvisación, una orden de última hora de Rocío. Pude haberme negado o avisarle que después de San Juan Pancoac iría a Santa María Atexcac, o no haber grabado la entrevista con el hombre de la tlapalería sin avisarle. Jamás sabré si lo segundo o lo tercero hubiera hecho la diferencia.

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Las camionetas no dejan de llegar. En este punto, aunque Verde y Pasamontañas me dejen ir, cerca de 30 personas nos rodean. Todos me piden las mismas explicaciones y debo repetirlas una y otra vez hasta que pierden sentido. Alguno de ellos dice que, si soy periodista, debí haber llegado como tal: a bordo de una camioneta grande con el logo de Televisa, con chaleco de prensa y demás accesorios que me hicieran parecer trabajador de un medio de comunicación. Mi realidad es otra, una menos glamurosa: llegué en transporte público, visto una playera desgastada con el logo de los Ramones y mi única acreditación es una credencial de papel en una mica.

Los rostros se vuelven borrosos. Son demasiados para memorizar. “Yo creo que no saldrás de aquí”, “No queremos ni investigadores ni periodistas ni nada de eso”, “No debiste haber venido”, el coro de voces es abrumador. De entre todos, el sonido más nítido es el de Verde: “Te esfuerzas para estudiar y prepararte. Entras a trabajar y terminas así, por una imprudencia”. En su voz hay aflicción, como si estuviera seguro de que no puede evitar el cumplimiento de la visión que lo atormenta.

Durante los últimos nueve años, diez personas inocentes “terminaron así”. El 19 de octubre de 2015 fueron linchados los hermanos José y David Copado Molina, quienes trabajaban como encuestadores de la empresa Marketing Research. Los golpearon y quemaron en el municipio de Ajalpan, al suroeste del estado. David falleció por los golpes, mientras que José aún estaba vivo cuando le prendieron fuego. Tres años después, el 29 de agosto de 2018, pobladores de Acatlán de Osorio secuestraron y quemaron vivos al estudiante de derecho Ricardo Flores y a su tío, Alberto, quien trabajaba en el campo. Las víctimas tienen en común que se les acusó injustamente de secuestrar niños.

Aunque la incidencia de linchamientos en la entidad tuvo una baja en 2020, fue un año con más personas inocentes linchadas. En mayo de ese periodo, Alejandro Israel, de 21 años, falleció junto con su amigo, también de nombre Alejandro, cuando los quemaron vivos dentro de un vehículo en la comunidad de Los Ángeles Tetela, en el municipio de Puebla de Zaragoza. Un trabajador de Megacable de nombre Manrique, veracruzano y padre de una niña, fue golpeado hasta la muerte en Tlacotepec de Benito de Juárez, donde luego incendiaron su cuerpo, tres meses después del caso anterior. Finalmente, el 26 de octubre de 2020, el automóvil de Adela y Antonio, pareja proveniente de Veracruz, se averió y ambos quedaron varados en el municipio de San Nicolás Buenos Aires, donde fueron golpeados hasta la muerte.

¿De dónde sacaron esa idea de los “robachicos”? Los chats son el canal en común; sin embargo, nadie cuestiona la información: de pronto un audio de WhatsApp o una imagen falsamente firmada por instituciones que ya no existen, como la Procuraduría General de la República (PGR), alerta sobre la presencia de vehículos extraños que están “robando niños” en el pueblo. A veces el mensaje habla de la aparición de cadáveres de menores a quienes se les extrajeron los órganos, pero nunca se especifica la fecha, el lugar, ni una fuente que pueda ser verificada.

Aún se mueven por la red, pero estas cadenas ya han sido desmentidas por diarios y publicaciones digitales independientes. En 2020 el portal Animal Político investigó la realidad detrás de un mensaje que había circulado por los estados de Morelos, Quintana Roo, Tlaxcala y Jalisco y que alertaba a la población sobre la entrada al país de una “poderosa mafia” dedicada al tráfico de órganos. Por medio de una investigación hemerográfica y en diferentes instituciones de seguridad y de salud, se verificó que dicho mensaje circula desde 2014 y que lo escrito en él es falso.

Los usuarios interpretan las falsas noticias como una alerta verídica y local; crean en sus mentes robachicos fantasmas y se los endilgan a personas inocentes, a quienes se une una más, en el año 2022. Daniel Picazo fue un joven abogado de la Ciudad de México que vacacionaba en la casa de su abuelo en Papatlazolco, municipio de Huauchinango, donde lo golpearon y quemaron vivo. A sus asesinos les bastó ver a una persona extraña en un automóvil para azuzar a la multitud a retenerlo y matarlo. En ninguno de los casos se comprobó la desaparición de algún menor, y tampoco la culpabilidad de las víctimas.

No rezo. Estoy preparado para lo que venga. Entonces lo imagino: un final patético, ruidoso y sangriento. Lo que me pesa es eso, que es el final. Pregunto a nadie si en verdad no habrá más para mí, si la diversión ha terminado. Entonces quiero llorar. No responden mis párpados, quizá porque tienen miedo de disparar agresiones, más que simpatía. Solo doblo la espalda y junto las manos en señal de súplica:

—No fue mi intención hacerlos enojar. Por favor, perdónenme, les juro que ya me voy y no me vuelven a ver jamás —mientras ruego, alguien me graba con un celular. Es su venganza.

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Cuando la entonces presidenta municipal Angélica Alvarado Juárez, hoy diputada local por el Distrito 8, asistió a un evento político en Huejotzingo un reportero se acercó a ella con el fin de solicitarle algunas declaraciones sobre los grupos de ciudadanos que se vieron orillados a encargarse de la seguridad de sus comunidades al impartir justicia por mano propia.

—Ciudadanos armados habrían surgido en las juntas auxiliares en donde hay mayor sensación de inseguridad —aclaró el reportero.

—No es que sean grupos ciudadanos armados, ¡no! —exclamó—. Son comités de seguridad que se han integrado, lo cual es posible gracias a la estrecha comunicación existente entre autoridades municipales, autoridades auxiliares y ciudadanos.

“Angélica Alvarado desmiente autodefensas en Huejotzingo, son comités de seguridad”, fue el encabezado del periódico local E-Consulta para los dichos de la funcionaria. Llamaba la atención el término “autodefensas”, utilizado por primera vez en el estado para referirse a lo que ocurría en Huejotzingo. Sin embargo, existen dudas sobre el correcto uso de esta palabra.

Entre los involucrados de un linchamiento siempre hay una multitud desorganizada o momentáneamente organizada, a diferencia de los homicidios cometidos por grupos organizados de civiles armados, como las autodefensas, de acuerdo con el análisis del doctor en Criminología, Tadeo Luna, en su artículo “Linchamientos en Puebla: Violencias extremas que conjugan violaciones de derechos humanos”. Agrega que el rasgo distintivo es el acto de linchar por su espontaneidad relativa. Por otro lado, los sociólogos Antonio Fuentes Díaz y José Alberto González indican que la mayoría de linchamientos son perpetrados por grupos que se conocen con antelación.

Todo lo ocurrido entre el 10 y el 14 de junio de 2024 en Santa María Atexcac se trató, en apariencia, de reacciones espontáneas en las que participaron multitudes desorganizadas. No obstante, elementos como lo es el uso de grupos de WhatsApp para comunicarse entre vecinos habla de una tendencia de los vecinos, como en cualquier barrio hoy día, a organizarse. En ese sentido es muy pronto para decir que en Huejotzingo existan grupos de autodefensa que puedan compararse con los surgidos en comunidades de Michoacán o Guerrero, o en la mixteca poblana; aunque es cierto que en este municipio hay grupos de vecinos vigilantes, los cuales apenas pueden contener la ira de la población. 

Como presidente municipal, Roberto Solís recibió un Huejotzingo temeroso y abandonado. El 29 de julio de 2024, dio una de sus primeras ruedas de prensa, y ahí, el periodista Roberto Zetina mencionó, como era inevitable, el problema de inseguridad que Solís heredaba. Solís, como también lo hizo su predecesora, minimizó la situación:

Teníamos en Atexcac un problema de seguridad. Los ciudadanos han hecho sus guardias. Vamos a tener un foro especializado con… —dudó en un intento de cuidar sus palabras—. No les quiero decir autodefensas, sino los que se ‘autocuidan’. Que a ellos se les pueda contratar como policías de proximidad social. Los llamamos ‘los guardianes del pueblo’. Se les preparará en certificación, se les asignarán dos patrullas fijas y policías certificados, se les dará un uniforme que no tenga que ver con el de la policía, no tendrán manejo de armas, su labor será solo de vigilancia, se les dará un radio, un tolete y, si quieres, un gas.

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Las constantes llamadas de Rocío son rechazadas una y otra vez por Pasamontañas, quien se apoderó de mi celular. Los hombres de Verde me escoltan. Tras una segunda revisión, Pasamontañas se convence de mi versión de los hechos y en una frase me hace saber de su cólera:

—Nada más lo mandan al muerto.

Me alejan de la multitud, hacia la esquina siguiente, sobre la avenida que se ha vuelto manecilla de las tres de la tarde. 

—Nada más mandan al muerto los hijos de su puta madre —repite. A su juicio, me mandaron a morir, o yo quería morir y por eso vine.

La combi debe cruzar en unos minutos por aquí.

—Te vas a ir y ya sabes, si te volvemos a ver por aquí, ahí sí, ya no sales —amenaza el encapuchado y me devuelve el teléfono.

Llamo de vuelta a Rocío. Le informo que espero una combi o un taxi que me saque del pueblo. Ella me pide que no cuelgue. Sin embargo, otro grupo de hombres no pretende hacer mi huída sencilla. De entre ellos se acerca un sujeto bajito y calvo y comienza un nuevo interrogatorio.

—A ver, ¿a qué viniste?

Le acerco mi celular.

—¿Gusta hablar con mi editora?

Calvo lo rechaza.

—A mí no me interesa quién eres ni tu trabajo ni tu editora. Apaga tu teléfono, estás hablando conmigo —ordena.

Cuelgo la llamada y guardo el teléfono en mi pantalón.

—Apágalo.
—Por favor... —ruego. No deseo quedar incomunicado.

Los gritos desbocados de una mujer hacen que me dé por muerto.

—¡Hijo de la chingada! —pienso que se dirige a mí— ¿Qué haces en la calle, cabrón? ¡Métete a la casa! ¡Métete!

Uno de los hombres corpulentos duda y apenas puede responder claramente a quien sería su hermana o su esposa. Refunfuña y acata la orden tambaleándose. Se hace un silencio incómodo, como si la misma escena hubiera ocurrido en un botanero o en el billar. Otro hombre flaquito, más o menos joven, recargado en el muro rompe la calma aparente con una mueca:

—Quiero ver sangre.

Nos encontramos entre las calles 5 de Mayo y Vista Hermosa, al pie del templo cristiano interdenominacional, la Iglesia Getsemaní IV. En este pueblo hay también un recinto de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días y una capilla católica. Tres doctrinas diferentes con la misma raíz religiosa, el cristianismo, que conviven en un pequeño territorio donde la fe se agota.

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De la calle Vista Hermosa sale una combi. Hago señas para que se detenga. Es ahora o nunca. A empellones me abro paso entre la gente. 

—¡No! ¡No puedes irte! ¡Estás hablando con nosotros! —reclama Calvo, al que no volveré a ver jamás, pero que odiaré por siempre.

—Ya habló con nosotros —por fortuna interviene Verde.

Doy un salto hacia la combi y con los brazos me aferro a la puerta del copiloto. Pregunto al conductor si el transporte va a Huejotzingo; él asiente, yo le imploro que me saque de ahí. Sonríe y pregunta a la turba:

—¿Qué pasó? ¿Ya se puede ir?

—Sí, ya se puede ir —Verde lanza una voz de mando que nadie se atreve a interpelar.

Abro la puerta, subo al vehículo y cierro de prisa. La combi arranca. No escapamos frenéticamente del pueblo, sino que el chofer hace su habitual recorrido, cuesta arriba. Al escribir vuelvo a mirar a ese joven reportero sentado a la derecha del conductor. El chico está encogido sobre sus rodillas; parece que llora, pero no derrama una sola lágrima.

—¿Qué hiciste? —le pregunta desenfadado el de la combi.

Con la voz entrecortada el joven le explica cómo funciona un periódico digital citadino, con reporteros en la capital del estado y corresponsales independientes en las demás localidades. Relata una vez más sus intenciones de investigación.

—Es que no se puede venir a reportear aquí —le dice—. Debiste hablar primero con el presidente auxiliar, él incluso pudo haberte dado las respuestas que estabas buscando.

Ambos se escurren entre casas de una planta o con solo un piso, rosas, naranjas, grises y con su entrada a desnivel del suelo; otras casas, mejoradas por el salario llegado del extranjero, destacan por conformarse de tres bloques, una reja, tejas y columnas o haber llegado a los dos pisos, coronadas por ventanas curvas que parecen los ojos cerrados de un robot que se sonroja. Sobre una banqueta, afuera de un sencillo zaguán de lámina, vigila una pandilla de jóvenes descamisados, él los señala, mostrando que el pueblo sigue alerta. El reportero le ruega que por favor no se detenga.

—Tranquilo, ya estás conmigo. Ya estando conmigo no te van a hacer nada.

En las diferentes paradas, gente de la comunidad se sube para ir a la cabecera de Huejotzingo. Comparten rumores entre ellos, rumores que el operador pide que escuche. Todos hablan del periodista.

—Te vi llegar —cuenta el conductor— yo estaba manejando la combi hace rato. En ese momento iba a preguntarte a qué habías venido.

Al cruzar el Camino Real a Huejotzingo, es más la incredulidad ante la fortuna de sobrevivir. El reportero cuestiona la magnitud del peligro en que se encontraba. Tal vez por la inexperiencia estaba convencido de que moriría. Entonces pregunta:

—Señor, ¿sabe qué habría pasado si no lograba irme de entre la muchedumbre?

—Solo faltaba que a alguien se le hubiera ocurrido gritar que te habías robado algo o que querías llevarte a alguien, y ahí sí. Te iban a linchar.

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Ayuda, me van a linchar

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Todo lo ocurrido entre el 10 y el 14 de junio de 2024 en Santa María Atexcac se trató, en apariencia, de reacciones espontáneas en las que participaron multitudes desorganizadas. No obstante, elementos como lo es el uso de grupos de WhatsApp para comunicarse entre vecinos habla de una tendencia a organizarse.
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Con el propósito de investigar una serie de linchamientos, un joven reportero es enviado a una localidad en el estado de Puebla; en cuestión de minutos su vida estuvo en riesgo.

I give what I've got to give
It's important if I want to live
Ramones

“Ya me dijeron que mejor me vaya”, escribo en un mensaje para Rocío, editora del periódico donde trabajo. El transporte hacia la cabecera municipal de Huejotzingo, poblado ubicado en la zona centro-oeste del estado de Puebla, aún no pasa y estoy nervioso. Frente a mí cruza uno que otro automóvil o motocicleta, sus conductores, habitantes de la comunidad de Santa María Atexcac, me saludan a lo lejos, en silencio, y sonríen con aparente cordialidad. Una camioneta familiar con tres hileras de asientos y color verde oscuro llega por mi izquierda, frena intempestivamente, sus puertas se deslizan y, de ella, bajan cerca de seis hombres, quienes se acercan y me rodean, entre ellos se adelanta a mi encuentro un hombre delgado, calculo de 50 años, de pelo cortito y gris, vestido con una camiseta deslavada y tenis viejos.

—A ver, ¿tú eres el que está tomando fotos?

Su voz es grave y medianamente afónica, como la de un padre muy enfadado, pero exhausto. Niego la acusación, aunque sí tomé fotos de las calles del pueblo, con tal de evidenciar la ausencia de policías y de la Guardia Nacional. Los pobladores llevan años lidiando con un grave sentimiento de inseguridad, el cual estalló hace dos días, el miércoles 12 de junio de 2024, con un secuestro que devino en un presunto linchamiento.

Guadalupe, una maestra de secundaria, fue raptada de camino a su trabajo en la junta auxiliar de Santa María Tianguistenco. Uno de los secuestradores conducía un automóvil Beetle que le cerró el pasó a la camioneta de la profesora y los otros dos la abordaron para llevarla por distintas localidades. En Santa María Atexcac, un grupo de pobladores se encontraban preparados para reaccionar: detuvieron al hombre del Beetle; horas después, las autoridades hallaron su cadáver con un tiro en el tórax, al fondo de una barranca, a 100 metros del vehículo calcinado.

Los otros dos cómplices escaparon con la maestra cautiva. Fue entonces cuando personal de Seguridad Pública, tanto municipal como estatal, comenzó la búsqueda de la mujer. Un helicóptero voló sobre el suroeste de Huejotzingo, mientras las escuelas suspendían las clases y los padres resguardaban a sus hijos en casa. Los secuestradores condujeron hacia el municipio de Papalotla, Tlaxcala, donde liberaron a la víctima.

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Hace unos minutos pude hablar con dos mujeres en la comunidad de San Juan Pancoac, cuyos habitantes, al igual que en Santa María Atexcac, instalaron retenes después del secuestro de la maestra Guadalupe; cuando llegué, dos días después, ya no estaban. La mujer que atendía una tienda de abarrotes me explicó que se retiraron a petición de las autoridades, quienes aseguraron que la protección de la Guardia Nacional estaría garantizada.

—¿Y sí llegó la Guardia Nacional? —pregunté.

—No, nomás nos engañaron.

San Juan Pancoac no es un pueblo remoto y ajeno a las fuerzas del orden. Apenas a 18 kilómetros se encuentra el destacamento de la Guardia Nacional de San Martín Texmelucan, que colinda con el municipio de Huejotzingo. En el año 2022, ya existía esta base en Texmelucan, así como en los municipios de Atempan, Tecamachalco, Acatlán, Huauchinango y Puebla capital. En junio de 2023, el Sol de Puebla informó que, de acuerdo con el titular de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), Luis Cresencio Sandoval, se habían construido bases en las localidades de Acatzingo, Chalchicomula de Sesma y Santa Inés Ahuatempan. La promesa fue de 20 más en el estado hacia finales de 2024.

Cerca de la tienda había una casa en obras, y una vieja patrulla de policía era utilizada para transportar materiales de construcción. Otra vecina de San Juan Pancoac desconocía mayores detalles sobre los retenes, pues las mujeres están excluidas de estas actividades comunitarias: “No hay ley ni autoridad, solo la ley del pueblo”.

La relación entre algunas juntas auxiliares y el gobierno de la alcaldesa morenista Angélica Alvarado Juárez fue hostil hasta el día en que ella pidió licencia, en marzo de 2024. Las protestas realizadas durante los últimos seis años en San Juan Pancoac y Santa Ana Xalmimilulco, comunidad invadida por fábricas y complejos inmobiliarios, señalaron a la administración municipal de imponer presidentes auxiliares no elegidos por la mayoría, desatender la contaminación de los mantos acuíferos, abuso policial contra campesinos manifestantes y ser ineficiente ante la inseguridad.

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Tomé una combi que me llevó por una carretera rural hasta Santa María Atexcac; en el camino, miré una foto en mi celular, la del joven asesinado hace dos días, tirado al fondo de una barranca, sin playera y tatuado en el pecho el nombre de una mujer. Un círculo de policías lo miraban.

Tras 20 minutos, una mujer de mediana edad que llevaba un par costales de alimento para guajolote y yo éramos los únicos pasajeros de la ruta, entonces atravesamos el arco de bienvenida. Atexcac viene del náhuatl, significa “en el agua que brota de la peña”; se encuentra a las faldas del volcán Iztaccíhuatl y es una comunidad con orígenes nahuas.

Existe el rumor de que en Santa María Atexcac no hay jóvenes, pues al parecer todos emigraron a Estados Unidos; sin embargo, los investigadores poblanos José Arturo Méndez-Espinoza y Noel Pérez Vargas descubrieron y afirmaron en su artículo Prácticas juveniles rurales e indígenas de producción simbólica. El caso de Santa María Atexcac, Huejotzingo, Puebla, que, en realidad, a la población la integran también adolescentes y muchachos que forman bandas juveniles en las que el reconocimiento se gana en peleas y bailes sonideros. Algunos de sus padres sí viven en Filadelfia, en el estado de Pensilvania, destino preferido por ellos para migrar desde los años noventa. 

Al paisaje lo constituyen terrenos llenos de árboles frutales con esferas amarillas que flanquean la carretera, tejocotes. En noviembre pasado, luego de que el Gobierno Federal decidiera nombrar a Huejotzingo como Pueblo Mágico, el Ayuntamiento aprovechó la producción anual de 1 500 toneladas de tejocote cultivadas en Santa María Atexcac, cuya mayoría son exportadas a Estados Unidos y Canadá, y celebró la Feria Agroartesanal del Tejocote, lo que volvió al poblado un destino turístico durante un fin de semana. Intenté preguntarle a la mujer que iba conmigo en la combi algo sobre esos árboles, o sobre sus guajolotes, cualquier pregunta que borrara el momento incómodo ocurrido segundos antes, cuando le pedí que me dejara entrevistarla en video, como el periódico me lo había pedido. La mujer gritó que no sabía nada, mientras lanzaba una mirada desorbitada hacia la cabina del conductor.

Bajé de la combi y, tras otra malograda entrevista en una tlapalería, caminé en busca de algún vecino que aceptara dar su testimonio. Noté que había más personas en las banquetas, recargadas en los portones de sus casas, mirando la calle. Entré a un negocio, la empleada llamó a su patrona y, mientras llegaba, tomé un video de una calle baldía.

—No tomes fotos, las cosas aquí están muy calientes —me dijo un hombre que vigilaba desde su portón.

Una mujer de 70 años, al parecer la dueña del local, salió y no dudó en responderme: “Mejor vete”, con un tono amable acompañado de preocupación.

—Mejor vete —repitió—. La situación aquí es muy delicada, la gente vigila desde las azoteas, no quiero que algo malo te pase.

—La gente del pueblo tiene grupos de WhatsApp, ahí avisan de todo lo que ven, ahorita todos van a saber que estás aquí y estás tomando fotos en la calle —agregó el hombre.

No había más por añadir. Me dirigí a la parada de la combi lo más pronto posible.

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Intento explicarle al señor entrecano de la camioneta verde que soy periodista y trabajo para un periódico local. El hombre de la camioneta, de quien nunca sabré el nombre y solo llamaré Verde, junto con los sujetos que lo acompañan no pretenden dejarme ir. Camino lentamente hacia mi derecha: mi única ruta de escape es por la calle 5 de Mayo que lleva al Camino Real a Huejotzingo. Apenas logro andar diez pasos cuando el grupo de hombres se interpone y me obliga a retroceder hacia la banqueta.

—No, de aquí no te vas hasta que el presidente auxiliar decida qué se va a hacer contigo —sentencia Verde, a quien parece que los demás dan un estatus mayor en la jerarquía vecinal, uno de portavoz.

Edmundo Pantoja es el actual presidente auxiliar de Santa María Atexcac. Aunque sus obligaciones se limitan a administrar la tesorería, conservar los bosques e inmuebles, así como garantizar el servicio de agua y ser juez del Registro Civil —todo esto de acuerdo con la Ley Orgánica Municipal del Estado de Puebla—, ahora es objeto de adjudicación de otras tareas, al igual que otros presidentes auxiliares en lugares donde estos y la ciudadanía se disputan el ejercicio de la justicia. Sin embargo, jamás llegaré a comparecer ante Pantoja porque más vecinos están en camino y Verde me advierte: 

—No sé qué van a querer hacerte. 

La combi hacia Huejotzingo por fin pasa. Intento alcanzarla, pero ellos vuelven a impedírmelo.

—Mira, ya está llegando más gente —Verde señala otra camioneta que pronto se estaciona donde estamos.

Quizá mi cara palidece. Siento frío. Mi corazón se agolpa en el pecho con latidos cada vez más rápidos. Como el fondo de una olla sobre el fuego, la ansiedad entibia la zona baja de mi abdomen. No pienso en nada más, quiero irme, pero será imposible. Escribo un mensaje a Rocío, mi editora:

Ayuda
Me van a linchar
Santa María Atexcac

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Esta mañana bromeé con mi familia acerca de que acudiría a investigar en el wasteland, palabra que en la saga de videojuegos Fallout se usa para nombrar a la distopía posapocalíptica; en este caso, se trataba de los retenes colocados en el suroeste de Huejotzingo. Solo conocía lo sucedido el miércoles 12 de junio: algunos ciudadanos, hartos de la impunidad, intentaron rescatar a una profesora secuestrada y asesinaron a uno de los plagiadores. 

El día del supuesto rapto y de aquel intento de rescate, envié al periódico una nota preliminar, acompañada de fotos que usuarios de Facebook hicieron virales. Desconocía que esas imágenes, en donde los pobladores de Santa María Atexcac caminaban con sus escopetas al hombro, correspondían a otro hecho ocurrido el lunes de esa misma semana. Un audio de WhatsApp sin origen claro circuló entre los pobladores alertándolos sobre la presencia de una ambulancia apócrifa que “estaba robándose niños”. Esta cadena anónima fue esparcida en los chats vecinales de Atexcac y desencadenó el rumor de que habían secuestrado a un infante de la comunidad. La reacción del pueblo fue salir armado a buscar a los presuntos robachicos, pero no los encontraron y tampoco se comprobó la desaparición de ningún niño.

También desconocía que, el martes 11 de junio, un hombre y una mujer acudieron a la localidad para cobrar un adeudo y fueron confundidos con delincuentes. Un grupo de 70 personas los retuvieron. El hombre fue golpeado hasta que la Policía Municipal intervino y rescató a ambos. Esta vez las heridas del afectado no fueron mortales y él juró demandar a los responsables. La zona estaba caliente.

¿Era necesario morir por una nota que leerían tan solo unos cuantos? Claro que no dimensioné las consecuencias de mis actos hasta que un hombre encapuchado salió de la otra camioneta y me apuntó con un cuchillo de cazador cuando intenté huir. También sobra decir que los 300 pesos —la tarifa máxima para un reportaje en el medio donde trabajo— no valen el riesgo de convertirse en el encabezado de la primera plana. 

¿No viste la película Canoa: memoria de un hecho vergonzoso (1976)? Sí, sí, sí, la compré hace seis años en un local de Tepito, en la Ciudad de México, y la reproduje en mi Xbox 360, con la errónea expectativa de ver un drama religioso. Felipe Cazals nos muestra una masacre real ocurrida en el pueblo de San Miguel Canoa, en Puebla, la noche del 14 de septiembre de 1968. Aquella vez, cinco jóvenes empleados de la Universidad Autónoma de Puebla se hospedaron en Canoa, pues la lluvia había interrumpido su excursión al volcán La Malinche; sin embargo, la paranoia causada por los discursos alarmistas del párroco Enrique Meza Pérez convenció a los feligreses de que el pueblo sería invadido por comunistas. Entonces, una turba señaló a los estudiantes y los persiguió hasta matar a dos de ellos junto con dos hombres del pueblo que los habían alojado.

La legislación del Estado de Puebla define al linchamiento como las lesiones y homicidios cometidos de manera tumultuaria. Más de 50 años después de Canoa, Puebla carga con el estigma de ser un estado donde se lincha frecuentemente. En 2016, la entidad superó al Estado de México en la incidencia de este delito, solo para aumentar exponencialmente año tras año, de acuerdo con los sociólogos Antonio Fuentes Díaz y José Alberto González en su libro Diagnóstico sobre linchamientos en Puebla 2012-2021. De este modo, Puebla se mantiene en el primer lugar nacional en cuanto a linchamientos, los cuales casi siempre se cometen bajo el argumento de hacer justicia por mano propia.

A este problema de gobernabilidad lo exacerba un periodo en que aumentaron los robos con violencia, homicidios, feminicidios y secuestros en Puebla; además de delitos relacionados con el robo de combustible —huachicol— en decenas de municipios, entre ellos Ajalpan, Tecamachalco y Yehualtepec, según los sociólogos Fuentes y González. El sentimiento de inseguridad surgido del contraste entre la incidencia delictiva actual y la de antes de 2016 son posibles causas de los constantes asesinatos tumultuarios. Cabe mencionar que, aunque Huejotzingo pertenece a una zona metropolitana considerada insegura, entre 2014 y 2023 ninguno de sus linchamientos terminó con la muerte de la víctima, siempre acusada de asalto o robo a casa habitación.

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—¡No tartamudee, cabrón! —ordena Pasamontañas—. ¿Por qué andas tomando fotos?
—Soy periodista —respondo.
—¿Y tus cosas de periodista? 
—Pues, es esto: mi celular y mi gafete. Pero ya me iba —replico al tiempo que intento alejarme de la hoja de acero que brilla amenazante en su mano.

Me colma la incertidumbre. ¿Quiénes son estas personas? Pasamontañas me recordó a un zapatista o un polecía comunitario como los de Michoacán, luego su voz rabiosa me pareció la de un asaltante. Ahora pienso en criminales encubiertos, en que me van a desaparecer.

Ante la insistencia de Pasamontañas por revisar mi celular, se lo entrego. Él hurga en mis mensajes de WhatsApp. Prefiero que se queden el celular como moneda de cambio para dejarme ir.

—No, tenlo tú, no somos delincuentes —alega Verde, que desde el principio me privó de la libertad.

Reviso mi teléfono. Tengo tres llamadas perdidas de Rocío, quien insiste una vez más. Verde dice que puedo responder, me mira con lástima, descuelgo y Rocío pregunta qué está ocurriendo.

Mi voz se quiebra, ella intenta calmarme, indica que ponga el altavoz; acerco el teléfono a Verde.

—¿Qué situación hay con mi compañero? —pregunta con desenfado Rocío—. Porque ya me lo están asustando.

—Y no es para menos señorita— responde Verde.

Entonces noto que Pasamontañas llama a alguien más con su celular:

—¿Qué pasó? Ya tengo al que estaba tomando fotos. Dice que es periodista, pero ni trae nada. ¿Qué hago? ¿Le saco las tripas o qué pedo?

La mención de mis tripas es similar, o me lo parece, a las bromas exageradas de los padres que dicen “se te va a salir el corazón” al hijo que se ha cortado o raspado. Me causaría gracia, de no ser porque la amenaza es creíble. Si su cuchillo embiste mi barriga, desataría la violencia colectiva sobre mí.

Al levantarme de la cama ni siquiera estaba en mis planes ir a Huejotzingo. Mi visita fue una improvisación, una orden de última hora de Rocío. Pude haberme negado o avisarle que después de San Juan Pancoac iría a Santa María Atexcac, o no haber grabado la entrevista con el hombre de la tlapalería sin avisarle. Jamás sabré si lo segundo o lo tercero hubiera hecho la diferencia.

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Las camionetas no dejan de llegar. En este punto, aunque Verde y Pasamontañas me dejen ir, cerca de 30 personas nos rodean. Todos me piden las mismas explicaciones y debo repetirlas una y otra vez hasta que pierden sentido. Alguno de ellos dice que, si soy periodista, debí haber llegado como tal: a bordo de una camioneta grande con el logo de Televisa, con chaleco de prensa y demás accesorios que me hicieran parecer trabajador de un medio de comunicación. Mi realidad es otra, una menos glamurosa: llegué en transporte público, visto una playera desgastada con el logo de los Ramones y mi única acreditación es una credencial de papel en una mica.

Los rostros se vuelven borrosos. Son demasiados para memorizar. “Yo creo que no saldrás de aquí”, “No queremos ni investigadores ni periodistas ni nada de eso”, “No debiste haber venido”, el coro de voces es abrumador. De entre todos, el sonido más nítido es el de Verde: “Te esfuerzas para estudiar y prepararte. Entras a trabajar y terminas así, por una imprudencia”. En su voz hay aflicción, como si estuviera seguro de que no puede evitar el cumplimiento de la visión que lo atormenta.

Durante los últimos nueve años, diez personas inocentes “terminaron así”. El 19 de octubre de 2015 fueron linchados los hermanos José y David Copado Molina, quienes trabajaban como encuestadores de la empresa Marketing Research. Los golpearon y quemaron en el municipio de Ajalpan, al suroeste del estado. David falleció por los golpes, mientras que José aún estaba vivo cuando le prendieron fuego. Tres años después, el 29 de agosto de 2018, pobladores de Acatlán de Osorio secuestraron y quemaron vivos al estudiante de derecho Ricardo Flores y a su tío, Alberto, quien trabajaba en el campo. Las víctimas tienen en común que se les acusó injustamente de secuestrar niños.

Aunque la incidencia de linchamientos en la entidad tuvo una baja en 2020, fue un año con más personas inocentes linchadas. En mayo de ese periodo, Alejandro Israel, de 21 años, falleció junto con su amigo, también de nombre Alejandro, cuando los quemaron vivos dentro de un vehículo en la comunidad de Los Ángeles Tetela, en el municipio de Puebla de Zaragoza. Un trabajador de Megacable de nombre Manrique, veracruzano y padre de una niña, fue golpeado hasta la muerte en Tlacotepec de Benito de Juárez, donde luego incendiaron su cuerpo, tres meses después del caso anterior. Finalmente, el 26 de octubre de 2020, el automóvil de Adela y Antonio, pareja proveniente de Veracruz, se averió y ambos quedaron varados en el municipio de San Nicolás Buenos Aires, donde fueron golpeados hasta la muerte.

¿De dónde sacaron esa idea de los “robachicos”? Los chats son el canal en común; sin embargo, nadie cuestiona la información: de pronto un audio de WhatsApp o una imagen falsamente firmada por instituciones que ya no existen, como la Procuraduría General de la República (PGR), alerta sobre la presencia de vehículos extraños que están “robando niños” en el pueblo. A veces el mensaje habla de la aparición de cadáveres de menores a quienes se les extrajeron los órganos, pero nunca se especifica la fecha, el lugar, ni una fuente que pueda ser verificada.

Aún se mueven por la red, pero estas cadenas ya han sido desmentidas por diarios y publicaciones digitales independientes. En 2020 el portal Animal Político investigó la realidad detrás de un mensaje que había circulado por los estados de Morelos, Quintana Roo, Tlaxcala y Jalisco y que alertaba a la población sobre la entrada al país de una “poderosa mafia” dedicada al tráfico de órganos. Por medio de una investigación hemerográfica y en diferentes instituciones de seguridad y de salud, se verificó que dicho mensaje circula desde 2014 y que lo escrito en él es falso.

Los usuarios interpretan las falsas noticias como una alerta verídica y local; crean en sus mentes robachicos fantasmas y se los endilgan a personas inocentes, a quienes se une una más, en el año 2022. Daniel Picazo fue un joven abogado de la Ciudad de México que vacacionaba en la casa de su abuelo en Papatlazolco, municipio de Huauchinango, donde lo golpearon y quemaron vivo. A sus asesinos les bastó ver a una persona extraña en un automóvil para azuzar a la multitud a retenerlo y matarlo. En ninguno de los casos se comprobó la desaparición de algún menor, y tampoco la culpabilidad de las víctimas.

No rezo. Estoy preparado para lo que venga. Entonces lo imagino: un final patético, ruidoso y sangriento. Lo que me pesa es eso, que es el final. Pregunto a nadie si en verdad no habrá más para mí, si la diversión ha terminado. Entonces quiero llorar. No responden mis párpados, quizá porque tienen miedo de disparar agresiones, más que simpatía. Solo doblo la espalda y junto las manos en señal de súplica:

—No fue mi intención hacerlos enojar. Por favor, perdónenme, les juro que ya me voy y no me vuelven a ver jamás —mientras ruego, alguien me graba con un celular. Es su venganza.

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Cuando la entonces presidenta municipal Angélica Alvarado Juárez, hoy diputada local por el Distrito 8, asistió a un evento político en Huejotzingo un reportero se acercó a ella con el fin de solicitarle algunas declaraciones sobre los grupos de ciudadanos que se vieron orillados a encargarse de la seguridad de sus comunidades al impartir justicia por mano propia.

—Ciudadanos armados habrían surgido en las juntas auxiliares en donde hay mayor sensación de inseguridad —aclaró el reportero.

—No es que sean grupos ciudadanos armados, ¡no! —exclamó—. Son comités de seguridad que se han integrado, lo cual es posible gracias a la estrecha comunicación existente entre autoridades municipales, autoridades auxiliares y ciudadanos.

“Angélica Alvarado desmiente autodefensas en Huejotzingo, son comités de seguridad”, fue el encabezado del periódico local E-Consulta para los dichos de la funcionaria. Llamaba la atención el término “autodefensas”, utilizado por primera vez en el estado para referirse a lo que ocurría en Huejotzingo. Sin embargo, existen dudas sobre el correcto uso de esta palabra.

Entre los involucrados de un linchamiento siempre hay una multitud desorganizada o momentáneamente organizada, a diferencia de los homicidios cometidos por grupos organizados de civiles armados, como las autodefensas, de acuerdo con el análisis del doctor en Criminología, Tadeo Luna, en su artículo “Linchamientos en Puebla: Violencias extremas que conjugan violaciones de derechos humanos”. Agrega que el rasgo distintivo es el acto de linchar por su espontaneidad relativa. Por otro lado, los sociólogos Antonio Fuentes Díaz y José Alberto González indican que la mayoría de linchamientos son perpetrados por grupos que se conocen con antelación.

Todo lo ocurrido entre el 10 y el 14 de junio de 2024 en Santa María Atexcac se trató, en apariencia, de reacciones espontáneas en las que participaron multitudes desorganizadas. No obstante, elementos como lo es el uso de grupos de WhatsApp para comunicarse entre vecinos habla de una tendencia de los vecinos, como en cualquier barrio hoy día, a organizarse. En ese sentido es muy pronto para decir que en Huejotzingo existan grupos de autodefensa que puedan compararse con los surgidos en comunidades de Michoacán o Guerrero, o en la mixteca poblana; aunque es cierto que en este municipio hay grupos de vecinos vigilantes, los cuales apenas pueden contener la ira de la población. 

Como presidente municipal, Roberto Solís recibió un Huejotzingo temeroso y abandonado. El 29 de julio de 2024, dio una de sus primeras ruedas de prensa, y ahí, el periodista Roberto Zetina mencionó, como era inevitable, el problema de inseguridad que Solís heredaba. Solís, como también lo hizo su predecesora, minimizó la situación:

Teníamos en Atexcac un problema de seguridad. Los ciudadanos han hecho sus guardias. Vamos a tener un foro especializado con… —dudó en un intento de cuidar sus palabras—. No les quiero decir autodefensas, sino los que se ‘autocuidan’. Que a ellos se les pueda contratar como policías de proximidad social. Los llamamos ‘los guardianes del pueblo’. Se les preparará en certificación, se les asignarán dos patrullas fijas y policías certificados, se les dará un uniforme que no tenga que ver con el de la policía, no tendrán manejo de armas, su labor será solo de vigilancia, se les dará un radio, un tolete y, si quieres, un gas.

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Las constantes llamadas de Rocío son rechazadas una y otra vez por Pasamontañas, quien se apoderó de mi celular. Los hombres de Verde me escoltan. Tras una segunda revisión, Pasamontañas se convence de mi versión de los hechos y en una frase me hace saber de su cólera:

—Nada más lo mandan al muerto.

Me alejan de la multitud, hacia la esquina siguiente, sobre la avenida que se ha vuelto manecilla de las tres de la tarde. 

—Nada más mandan al muerto los hijos de su puta madre —repite. A su juicio, me mandaron a morir, o yo quería morir y por eso vine.

La combi debe cruzar en unos minutos por aquí.

—Te vas a ir y ya sabes, si te volvemos a ver por aquí, ahí sí, ya no sales —amenaza el encapuchado y me devuelve el teléfono.

Llamo de vuelta a Rocío. Le informo que espero una combi o un taxi que me saque del pueblo. Ella me pide que no cuelgue. Sin embargo, otro grupo de hombres no pretende hacer mi huída sencilla. De entre ellos se acerca un sujeto bajito y calvo y comienza un nuevo interrogatorio.

—A ver, ¿a qué viniste?

Le acerco mi celular.

—¿Gusta hablar con mi editora?

Calvo lo rechaza.

—A mí no me interesa quién eres ni tu trabajo ni tu editora. Apaga tu teléfono, estás hablando conmigo —ordena.

Cuelgo la llamada y guardo el teléfono en mi pantalón.

—Apágalo.
—Por favor... —ruego. No deseo quedar incomunicado.

Los gritos desbocados de una mujer hacen que me dé por muerto.

—¡Hijo de la chingada! —pienso que se dirige a mí— ¿Qué haces en la calle, cabrón? ¡Métete a la casa! ¡Métete!

Uno de los hombres corpulentos duda y apenas puede responder claramente a quien sería su hermana o su esposa. Refunfuña y acata la orden tambaleándose. Se hace un silencio incómodo, como si la misma escena hubiera ocurrido en un botanero o en el billar. Otro hombre flaquito, más o menos joven, recargado en el muro rompe la calma aparente con una mueca:

—Quiero ver sangre.

Nos encontramos entre las calles 5 de Mayo y Vista Hermosa, al pie del templo cristiano interdenominacional, la Iglesia Getsemaní IV. En este pueblo hay también un recinto de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días y una capilla católica. Tres doctrinas diferentes con la misma raíz religiosa, el cristianismo, que conviven en un pequeño territorio donde la fe se agota.

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De la calle Vista Hermosa sale una combi. Hago señas para que se detenga. Es ahora o nunca. A empellones me abro paso entre la gente. 

—¡No! ¡No puedes irte! ¡Estás hablando con nosotros! —reclama Calvo, al que no volveré a ver jamás, pero que odiaré por siempre.

—Ya habló con nosotros —por fortuna interviene Verde.

Doy un salto hacia la combi y con los brazos me aferro a la puerta del copiloto. Pregunto al conductor si el transporte va a Huejotzingo; él asiente, yo le imploro que me saque de ahí. Sonríe y pregunta a la turba:

—¿Qué pasó? ¿Ya se puede ir?

—Sí, ya se puede ir —Verde lanza una voz de mando que nadie se atreve a interpelar.

Abro la puerta, subo al vehículo y cierro de prisa. La combi arranca. No escapamos frenéticamente del pueblo, sino que el chofer hace su habitual recorrido, cuesta arriba. Al escribir vuelvo a mirar a ese joven reportero sentado a la derecha del conductor. El chico está encogido sobre sus rodillas; parece que llora, pero no derrama una sola lágrima.

—¿Qué hiciste? —le pregunta desenfadado el de la combi.

Con la voz entrecortada el joven le explica cómo funciona un periódico digital citadino, con reporteros en la capital del estado y corresponsales independientes en las demás localidades. Relata una vez más sus intenciones de investigación.

—Es que no se puede venir a reportear aquí —le dice—. Debiste hablar primero con el presidente auxiliar, él incluso pudo haberte dado las respuestas que estabas buscando.

Ambos se escurren entre casas de una planta o con solo un piso, rosas, naranjas, grises y con su entrada a desnivel del suelo; otras casas, mejoradas por el salario llegado del extranjero, destacan por conformarse de tres bloques, una reja, tejas y columnas o haber llegado a los dos pisos, coronadas por ventanas curvas que parecen los ojos cerrados de un robot que se sonroja. Sobre una banqueta, afuera de un sencillo zaguán de lámina, vigila una pandilla de jóvenes descamisados, él los señala, mostrando que el pueblo sigue alerta. El reportero le ruega que por favor no se detenga.

—Tranquilo, ya estás conmigo. Ya estando conmigo no te van a hacer nada.

En las diferentes paradas, gente de la comunidad se sube para ir a la cabecera de Huejotzingo. Comparten rumores entre ellos, rumores que el operador pide que escuche. Todos hablan del periodista.

—Te vi llegar —cuenta el conductor— yo estaba manejando la combi hace rato. En ese momento iba a preguntarte a qué habías venido.

Al cruzar el Camino Real a Huejotzingo, es más la incredulidad ante la fortuna de sobrevivir. El reportero cuestiona la magnitud del peligro en que se encontraba. Tal vez por la inexperiencia estaba convencido de que moriría. Entonces pregunta:

—Señor, ¿sabe qué habría pasado si no lograba irme de entre la muchedumbre?

—Solo faltaba que a alguien se le hubiera ocurrido gritar que te habías robado algo o que querías llevarte a alguien, y ahí sí. Te iban a linchar.

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Ayuda, me van a linchar

Ayuda, me van a linchar

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25
2025
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Con el propósito de investigar una serie de linchamientos, un joven reportero es enviado a una localidad en el estado de Puebla; en cuestión de minutos su vida estuvo en riesgo.

I give what I've got to give
It's important if I want to live
Ramones

“Ya me dijeron que mejor me vaya”, escribo en un mensaje para Rocío, editora del periódico donde trabajo. El transporte hacia la cabecera municipal de Huejotzingo, poblado ubicado en la zona centro-oeste del estado de Puebla, aún no pasa y estoy nervioso. Frente a mí cruza uno que otro automóvil o motocicleta, sus conductores, habitantes de la comunidad de Santa María Atexcac, me saludan a lo lejos, en silencio, y sonríen con aparente cordialidad. Una camioneta familiar con tres hileras de asientos y color verde oscuro llega por mi izquierda, frena intempestivamente, sus puertas se deslizan y, de ella, bajan cerca de seis hombres, quienes se acercan y me rodean, entre ellos se adelanta a mi encuentro un hombre delgado, calculo de 50 años, de pelo cortito y gris, vestido con una camiseta deslavada y tenis viejos.

—A ver, ¿tú eres el que está tomando fotos?

Su voz es grave y medianamente afónica, como la de un padre muy enfadado, pero exhausto. Niego la acusación, aunque sí tomé fotos de las calles del pueblo, con tal de evidenciar la ausencia de policías y de la Guardia Nacional. Los pobladores llevan años lidiando con un grave sentimiento de inseguridad, el cual estalló hace dos días, el miércoles 12 de junio de 2024, con un secuestro que devino en un presunto linchamiento.

Guadalupe, una maestra de secundaria, fue raptada de camino a su trabajo en la junta auxiliar de Santa María Tianguistenco. Uno de los secuestradores conducía un automóvil Beetle que le cerró el pasó a la camioneta de la profesora y los otros dos la abordaron para llevarla por distintas localidades. En Santa María Atexcac, un grupo de pobladores se encontraban preparados para reaccionar: detuvieron al hombre del Beetle; horas después, las autoridades hallaron su cadáver con un tiro en el tórax, al fondo de una barranca, a 100 metros del vehículo calcinado.

Los otros dos cómplices escaparon con la maestra cautiva. Fue entonces cuando personal de Seguridad Pública, tanto municipal como estatal, comenzó la búsqueda de la mujer. Un helicóptero voló sobre el suroeste de Huejotzingo, mientras las escuelas suspendían las clases y los padres resguardaban a sus hijos en casa. Los secuestradores condujeron hacia el municipio de Papalotla, Tlaxcala, donde liberaron a la víctima.

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Hace unos minutos pude hablar con dos mujeres en la comunidad de San Juan Pancoac, cuyos habitantes, al igual que en Santa María Atexcac, instalaron retenes después del secuestro de la maestra Guadalupe; cuando llegué, dos días después, ya no estaban. La mujer que atendía una tienda de abarrotes me explicó que se retiraron a petición de las autoridades, quienes aseguraron que la protección de la Guardia Nacional estaría garantizada.

—¿Y sí llegó la Guardia Nacional? —pregunté.

—No, nomás nos engañaron.

San Juan Pancoac no es un pueblo remoto y ajeno a las fuerzas del orden. Apenas a 18 kilómetros se encuentra el destacamento de la Guardia Nacional de San Martín Texmelucan, que colinda con el municipio de Huejotzingo. En el año 2022, ya existía esta base en Texmelucan, así como en los municipios de Atempan, Tecamachalco, Acatlán, Huauchinango y Puebla capital. En junio de 2023, el Sol de Puebla informó que, de acuerdo con el titular de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), Luis Cresencio Sandoval, se habían construido bases en las localidades de Acatzingo, Chalchicomula de Sesma y Santa Inés Ahuatempan. La promesa fue de 20 más en el estado hacia finales de 2024.

Cerca de la tienda había una casa en obras, y una vieja patrulla de policía era utilizada para transportar materiales de construcción. Otra vecina de San Juan Pancoac desconocía mayores detalles sobre los retenes, pues las mujeres están excluidas de estas actividades comunitarias: “No hay ley ni autoridad, solo la ley del pueblo”.

La relación entre algunas juntas auxiliares y el gobierno de la alcaldesa morenista Angélica Alvarado Juárez fue hostil hasta el día en que ella pidió licencia, en marzo de 2024. Las protestas realizadas durante los últimos seis años en San Juan Pancoac y Santa Ana Xalmimilulco, comunidad invadida por fábricas y complejos inmobiliarios, señalaron a la administración municipal de imponer presidentes auxiliares no elegidos por la mayoría, desatender la contaminación de los mantos acuíferos, abuso policial contra campesinos manifestantes y ser ineficiente ante la inseguridad.

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Tomé una combi que me llevó por una carretera rural hasta Santa María Atexcac; en el camino, miré una foto en mi celular, la del joven asesinado hace dos días, tirado al fondo de una barranca, sin playera y tatuado en el pecho el nombre de una mujer. Un círculo de policías lo miraban.

Tras 20 minutos, una mujer de mediana edad que llevaba un par costales de alimento para guajolote y yo éramos los únicos pasajeros de la ruta, entonces atravesamos el arco de bienvenida. Atexcac viene del náhuatl, significa “en el agua que brota de la peña”; se encuentra a las faldas del volcán Iztaccíhuatl y es una comunidad con orígenes nahuas.

Existe el rumor de que en Santa María Atexcac no hay jóvenes, pues al parecer todos emigraron a Estados Unidos; sin embargo, los investigadores poblanos José Arturo Méndez-Espinoza y Noel Pérez Vargas descubrieron y afirmaron en su artículo Prácticas juveniles rurales e indígenas de producción simbólica. El caso de Santa María Atexcac, Huejotzingo, Puebla, que, en realidad, a la población la integran también adolescentes y muchachos que forman bandas juveniles en las que el reconocimiento se gana en peleas y bailes sonideros. Algunos de sus padres sí viven en Filadelfia, en el estado de Pensilvania, destino preferido por ellos para migrar desde los años noventa. 

Al paisaje lo constituyen terrenos llenos de árboles frutales con esferas amarillas que flanquean la carretera, tejocotes. En noviembre pasado, luego de que el Gobierno Federal decidiera nombrar a Huejotzingo como Pueblo Mágico, el Ayuntamiento aprovechó la producción anual de 1 500 toneladas de tejocote cultivadas en Santa María Atexcac, cuya mayoría son exportadas a Estados Unidos y Canadá, y celebró la Feria Agroartesanal del Tejocote, lo que volvió al poblado un destino turístico durante un fin de semana. Intenté preguntarle a la mujer que iba conmigo en la combi algo sobre esos árboles, o sobre sus guajolotes, cualquier pregunta que borrara el momento incómodo ocurrido segundos antes, cuando le pedí que me dejara entrevistarla en video, como el periódico me lo había pedido. La mujer gritó que no sabía nada, mientras lanzaba una mirada desorbitada hacia la cabina del conductor.

Bajé de la combi y, tras otra malograda entrevista en una tlapalería, caminé en busca de algún vecino que aceptara dar su testimonio. Noté que había más personas en las banquetas, recargadas en los portones de sus casas, mirando la calle. Entré a un negocio, la empleada llamó a su patrona y, mientras llegaba, tomé un video de una calle baldía.

—No tomes fotos, las cosas aquí están muy calientes —me dijo un hombre que vigilaba desde su portón.

Una mujer de 70 años, al parecer la dueña del local, salió y no dudó en responderme: “Mejor vete”, con un tono amable acompañado de preocupación.

—Mejor vete —repitió—. La situación aquí es muy delicada, la gente vigila desde las azoteas, no quiero que algo malo te pase.

—La gente del pueblo tiene grupos de WhatsApp, ahí avisan de todo lo que ven, ahorita todos van a saber que estás aquí y estás tomando fotos en la calle —agregó el hombre.

No había más por añadir. Me dirigí a la parada de la combi lo más pronto posible.

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Intento explicarle al señor entrecano de la camioneta verde que soy periodista y trabajo para un periódico local. El hombre de la camioneta, de quien nunca sabré el nombre y solo llamaré Verde, junto con los sujetos que lo acompañan no pretenden dejarme ir. Camino lentamente hacia mi derecha: mi única ruta de escape es por la calle 5 de Mayo que lleva al Camino Real a Huejotzingo. Apenas logro andar diez pasos cuando el grupo de hombres se interpone y me obliga a retroceder hacia la banqueta.

—No, de aquí no te vas hasta que el presidente auxiliar decida qué se va a hacer contigo —sentencia Verde, a quien parece que los demás dan un estatus mayor en la jerarquía vecinal, uno de portavoz.

Edmundo Pantoja es el actual presidente auxiliar de Santa María Atexcac. Aunque sus obligaciones se limitan a administrar la tesorería, conservar los bosques e inmuebles, así como garantizar el servicio de agua y ser juez del Registro Civil —todo esto de acuerdo con la Ley Orgánica Municipal del Estado de Puebla—, ahora es objeto de adjudicación de otras tareas, al igual que otros presidentes auxiliares en lugares donde estos y la ciudadanía se disputan el ejercicio de la justicia. Sin embargo, jamás llegaré a comparecer ante Pantoja porque más vecinos están en camino y Verde me advierte: 

—No sé qué van a querer hacerte. 

La combi hacia Huejotzingo por fin pasa. Intento alcanzarla, pero ellos vuelven a impedírmelo.

—Mira, ya está llegando más gente —Verde señala otra camioneta que pronto se estaciona donde estamos.

Quizá mi cara palidece. Siento frío. Mi corazón se agolpa en el pecho con latidos cada vez más rápidos. Como el fondo de una olla sobre el fuego, la ansiedad entibia la zona baja de mi abdomen. No pienso en nada más, quiero irme, pero será imposible. Escribo un mensaje a Rocío, mi editora:

Ayuda
Me van a linchar
Santa María Atexcac

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Esta mañana bromeé con mi familia acerca de que acudiría a investigar en el wasteland, palabra que en la saga de videojuegos Fallout se usa para nombrar a la distopía posapocalíptica; en este caso, se trataba de los retenes colocados en el suroeste de Huejotzingo. Solo conocía lo sucedido el miércoles 12 de junio: algunos ciudadanos, hartos de la impunidad, intentaron rescatar a una profesora secuestrada y asesinaron a uno de los plagiadores. 

El día del supuesto rapto y de aquel intento de rescate, envié al periódico una nota preliminar, acompañada de fotos que usuarios de Facebook hicieron virales. Desconocía que esas imágenes, en donde los pobladores de Santa María Atexcac caminaban con sus escopetas al hombro, correspondían a otro hecho ocurrido el lunes de esa misma semana. Un audio de WhatsApp sin origen claro circuló entre los pobladores alertándolos sobre la presencia de una ambulancia apócrifa que “estaba robándose niños”. Esta cadena anónima fue esparcida en los chats vecinales de Atexcac y desencadenó el rumor de que habían secuestrado a un infante de la comunidad. La reacción del pueblo fue salir armado a buscar a los presuntos robachicos, pero no los encontraron y tampoco se comprobó la desaparición de ningún niño.

También desconocía que, el martes 11 de junio, un hombre y una mujer acudieron a la localidad para cobrar un adeudo y fueron confundidos con delincuentes. Un grupo de 70 personas los retuvieron. El hombre fue golpeado hasta que la Policía Municipal intervino y rescató a ambos. Esta vez las heridas del afectado no fueron mortales y él juró demandar a los responsables. La zona estaba caliente.

¿Era necesario morir por una nota que leerían tan solo unos cuantos? Claro que no dimensioné las consecuencias de mis actos hasta que un hombre encapuchado salió de la otra camioneta y me apuntó con un cuchillo de cazador cuando intenté huir. También sobra decir que los 300 pesos —la tarifa máxima para un reportaje en el medio donde trabajo— no valen el riesgo de convertirse en el encabezado de la primera plana. 

¿No viste la película Canoa: memoria de un hecho vergonzoso (1976)? Sí, sí, sí, la compré hace seis años en un local de Tepito, en la Ciudad de México, y la reproduje en mi Xbox 360, con la errónea expectativa de ver un drama religioso. Felipe Cazals nos muestra una masacre real ocurrida en el pueblo de San Miguel Canoa, en Puebla, la noche del 14 de septiembre de 1968. Aquella vez, cinco jóvenes empleados de la Universidad Autónoma de Puebla se hospedaron en Canoa, pues la lluvia había interrumpido su excursión al volcán La Malinche; sin embargo, la paranoia causada por los discursos alarmistas del párroco Enrique Meza Pérez convenció a los feligreses de que el pueblo sería invadido por comunistas. Entonces, una turba señaló a los estudiantes y los persiguió hasta matar a dos de ellos junto con dos hombres del pueblo que los habían alojado.

La legislación del Estado de Puebla define al linchamiento como las lesiones y homicidios cometidos de manera tumultuaria. Más de 50 años después de Canoa, Puebla carga con el estigma de ser un estado donde se lincha frecuentemente. En 2016, la entidad superó al Estado de México en la incidencia de este delito, solo para aumentar exponencialmente año tras año, de acuerdo con los sociólogos Antonio Fuentes Díaz y José Alberto González en su libro Diagnóstico sobre linchamientos en Puebla 2012-2021. De este modo, Puebla se mantiene en el primer lugar nacional en cuanto a linchamientos, los cuales casi siempre se cometen bajo el argumento de hacer justicia por mano propia.

A este problema de gobernabilidad lo exacerba un periodo en que aumentaron los robos con violencia, homicidios, feminicidios y secuestros en Puebla; además de delitos relacionados con el robo de combustible —huachicol— en decenas de municipios, entre ellos Ajalpan, Tecamachalco y Yehualtepec, según los sociólogos Fuentes y González. El sentimiento de inseguridad surgido del contraste entre la incidencia delictiva actual y la de antes de 2016 son posibles causas de los constantes asesinatos tumultuarios. Cabe mencionar que, aunque Huejotzingo pertenece a una zona metropolitana considerada insegura, entre 2014 y 2023 ninguno de sus linchamientos terminó con la muerte de la víctima, siempre acusada de asalto o robo a casa habitación.

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—¡No tartamudee, cabrón! —ordena Pasamontañas—. ¿Por qué andas tomando fotos?
—Soy periodista —respondo.
—¿Y tus cosas de periodista? 
—Pues, es esto: mi celular y mi gafete. Pero ya me iba —replico al tiempo que intento alejarme de la hoja de acero que brilla amenazante en su mano.

Me colma la incertidumbre. ¿Quiénes son estas personas? Pasamontañas me recordó a un zapatista o un polecía comunitario como los de Michoacán, luego su voz rabiosa me pareció la de un asaltante. Ahora pienso en criminales encubiertos, en que me van a desaparecer.

Ante la insistencia de Pasamontañas por revisar mi celular, se lo entrego. Él hurga en mis mensajes de WhatsApp. Prefiero que se queden el celular como moneda de cambio para dejarme ir.

—No, tenlo tú, no somos delincuentes —alega Verde, que desde el principio me privó de la libertad.

Reviso mi teléfono. Tengo tres llamadas perdidas de Rocío, quien insiste una vez más. Verde dice que puedo responder, me mira con lástima, descuelgo y Rocío pregunta qué está ocurriendo.

Mi voz se quiebra, ella intenta calmarme, indica que ponga el altavoz; acerco el teléfono a Verde.

—¿Qué situación hay con mi compañero? —pregunta con desenfado Rocío—. Porque ya me lo están asustando.

—Y no es para menos señorita— responde Verde.

Entonces noto que Pasamontañas llama a alguien más con su celular:

—¿Qué pasó? Ya tengo al que estaba tomando fotos. Dice que es periodista, pero ni trae nada. ¿Qué hago? ¿Le saco las tripas o qué pedo?

La mención de mis tripas es similar, o me lo parece, a las bromas exageradas de los padres que dicen “se te va a salir el corazón” al hijo que se ha cortado o raspado. Me causaría gracia, de no ser porque la amenaza es creíble. Si su cuchillo embiste mi barriga, desataría la violencia colectiva sobre mí.

Al levantarme de la cama ni siquiera estaba en mis planes ir a Huejotzingo. Mi visita fue una improvisación, una orden de última hora de Rocío. Pude haberme negado o avisarle que después de San Juan Pancoac iría a Santa María Atexcac, o no haber grabado la entrevista con el hombre de la tlapalería sin avisarle. Jamás sabré si lo segundo o lo tercero hubiera hecho la diferencia.

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Las camionetas no dejan de llegar. En este punto, aunque Verde y Pasamontañas me dejen ir, cerca de 30 personas nos rodean. Todos me piden las mismas explicaciones y debo repetirlas una y otra vez hasta que pierden sentido. Alguno de ellos dice que, si soy periodista, debí haber llegado como tal: a bordo de una camioneta grande con el logo de Televisa, con chaleco de prensa y demás accesorios que me hicieran parecer trabajador de un medio de comunicación. Mi realidad es otra, una menos glamurosa: llegué en transporte público, visto una playera desgastada con el logo de los Ramones y mi única acreditación es una credencial de papel en una mica.

Los rostros se vuelven borrosos. Son demasiados para memorizar. “Yo creo que no saldrás de aquí”, “No queremos ni investigadores ni periodistas ni nada de eso”, “No debiste haber venido”, el coro de voces es abrumador. De entre todos, el sonido más nítido es el de Verde: “Te esfuerzas para estudiar y prepararte. Entras a trabajar y terminas así, por una imprudencia”. En su voz hay aflicción, como si estuviera seguro de que no puede evitar el cumplimiento de la visión que lo atormenta.

Durante los últimos nueve años, diez personas inocentes “terminaron así”. El 19 de octubre de 2015 fueron linchados los hermanos José y David Copado Molina, quienes trabajaban como encuestadores de la empresa Marketing Research. Los golpearon y quemaron en el municipio de Ajalpan, al suroeste del estado. David falleció por los golpes, mientras que José aún estaba vivo cuando le prendieron fuego. Tres años después, el 29 de agosto de 2018, pobladores de Acatlán de Osorio secuestraron y quemaron vivos al estudiante de derecho Ricardo Flores y a su tío, Alberto, quien trabajaba en el campo. Las víctimas tienen en común que se les acusó injustamente de secuestrar niños.

Aunque la incidencia de linchamientos en la entidad tuvo una baja en 2020, fue un año con más personas inocentes linchadas. En mayo de ese periodo, Alejandro Israel, de 21 años, falleció junto con su amigo, también de nombre Alejandro, cuando los quemaron vivos dentro de un vehículo en la comunidad de Los Ángeles Tetela, en el municipio de Puebla de Zaragoza. Un trabajador de Megacable de nombre Manrique, veracruzano y padre de una niña, fue golpeado hasta la muerte en Tlacotepec de Benito de Juárez, donde luego incendiaron su cuerpo, tres meses después del caso anterior. Finalmente, el 26 de octubre de 2020, el automóvil de Adela y Antonio, pareja proveniente de Veracruz, se averió y ambos quedaron varados en el municipio de San Nicolás Buenos Aires, donde fueron golpeados hasta la muerte.

¿De dónde sacaron esa idea de los “robachicos”? Los chats son el canal en común; sin embargo, nadie cuestiona la información: de pronto un audio de WhatsApp o una imagen falsamente firmada por instituciones que ya no existen, como la Procuraduría General de la República (PGR), alerta sobre la presencia de vehículos extraños que están “robando niños” en el pueblo. A veces el mensaje habla de la aparición de cadáveres de menores a quienes se les extrajeron los órganos, pero nunca se especifica la fecha, el lugar, ni una fuente que pueda ser verificada.

Aún se mueven por la red, pero estas cadenas ya han sido desmentidas por diarios y publicaciones digitales independientes. En 2020 el portal Animal Político investigó la realidad detrás de un mensaje que había circulado por los estados de Morelos, Quintana Roo, Tlaxcala y Jalisco y que alertaba a la población sobre la entrada al país de una “poderosa mafia” dedicada al tráfico de órganos. Por medio de una investigación hemerográfica y en diferentes instituciones de seguridad y de salud, se verificó que dicho mensaje circula desde 2014 y que lo escrito en él es falso.

Los usuarios interpretan las falsas noticias como una alerta verídica y local; crean en sus mentes robachicos fantasmas y se los endilgan a personas inocentes, a quienes se une una más, en el año 2022. Daniel Picazo fue un joven abogado de la Ciudad de México que vacacionaba en la casa de su abuelo en Papatlazolco, municipio de Huauchinango, donde lo golpearon y quemaron vivo. A sus asesinos les bastó ver a una persona extraña en un automóvil para azuzar a la multitud a retenerlo y matarlo. En ninguno de los casos se comprobó la desaparición de algún menor, y tampoco la culpabilidad de las víctimas.

No rezo. Estoy preparado para lo que venga. Entonces lo imagino: un final patético, ruidoso y sangriento. Lo que me pesa es eso, que es el final. Pregunto a nadie si en verdad no habrá más para mí, si la diversión ha terminado. Entonces quiero llorar. No responden mis párpados, quizá porque tienen miedo de disparar agresiones, más que simpatía. Solo doblo la espalda y junto las manos en señal de súplica:

—No fue mi intención hacerlos enojar. Por favor, perdónenme, les juro que ya me voy y no me vuelven a ver jamás —mientras ruego, alguien me graba con un celular. Es su venganza.

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Cuando la entonces presidenta municipal Angélica Alvarado Juárez, hoy diputada local por el Distrito 8, asistió a un evento político en Huejotzingo un reportero se acercó a ella con el fin de solicitarle algunas declaraciones sobre los grupos de ciudadanos que se vieron orillados a encargarse de la seguridad de sus comunidades al impartir justicia por mano propia.

—Ciudadanos armados habrían surgido en las juntas auxiliares en donde hay mayor sensación de inseguridad —aclaró el reportero.

—No es que sean grupos ciudadanos armados, ¡no! —exclamó—. Son comités de seguridad que se han integrado, lo cual es posible gracias a la estrecha comunicación existente entre autoridades municipales, autoridades auxiliares y ciudadanos.

“Angélica Alvarado desmiente autodefensas en Huejotzingo, son comités de seguridad”, fue el encabezado del periódico local E-Consulta para los dichos de la funcionaria. Llamaba la atención el término “autodefensas”, utilizado por primera vez en el estado para referirse a lo que ocurría en Huejotzingo. Sin embargo, existen dudas sobre el correcto uso de esta palabra.

Entre los involucrados de un linchamiento siempre hay una multitud desorganizada o momentáneamente organizada, a diferencia de los homicidios cometidos por grupos organizados de civiles armados, como las autodefensas, de acuerdo con el análisis del doctor en Criminología, Tadeo Luna, en su artículo “Linchamientos en Puebla: Violencias extremas que conjugan violaciones de derechos humanos”. Agrega que el rasgo distintivo es el acto de linchar por su espontaneidad relativa. Por otro lado, los sociólogos Antonio Fuentes Díaz y José Alberto González indican que la mayoría de linchamientos son perpetrados por grupos que se conocen con antelación.

Todo lo ocurrido entre el 10 y el 14 de junio de 2024 en Santa María Atexcac se trató, en apariencia, de reacciones espontáneas en las que participaron multitudes desorganizadas. No obstante, elementos como lo es el uso de grupos de WhatsApp para comunicarse entre vecinos habla de una tendencia de los vecinos, como en cualquier barrio hoy día, a organizarse. En ese sentido es muy pronto para decir que en Huejotzingo existan grupos de autodefensa que puedan compararse con los surgidos en comunidades de Michoacán o Guerrero, o en la mixteca poblana; aunque es cierto que en este municipio hay grupos de vecinos vigilantes, los cuales apenas pueden contener la ira de la población. 

Como presidente municipal, Roberto Solís recibió un Huejotzingo temeroso y abandonado. El 29 de julio de 2024, dio una de sus primeras ruedas de prensa, y ahí, el periodista Roberto Zetina mencionó, como era inevitable, el problema de inseguridad que Solís heredaba. Solís, como también lo hizo su predecesora, minimizó la situación:

Teníamos en Atexcac un problema de seguridad. Los ciudadanos han hecho sus guardias. Vamos a tener un foro especializado con… —dudó en un intento de cuidar sus palabras—. No les quiero decir autodefensas, sino los que se ‘autocuidan’. Que a ellos se les pueda contratar como policías de proximidad social. Los llamamos ‘los guardianes del pueblo’. Se les preparará en certificación, se les asignarán dos patrullas fijas y policías certificados, se les dará un uniforme que no tenga que ver con el de la policía, no tendrán manejo de armas, su labor será solo de vigilancia, se les dará un radio, un tolete y, si quieres, un gas.

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Las constantes llamadas de Rocío son rechazadas una y otra vez por Pasamontañas, quien se apoderó de mi celular. Los hombres de Verde me escoltan. Tras una segunda revisión, Pasamontañas se convence de mi versión de los hechos y en una frase me hace saber de su cólera:

—Nada más lo mandan al muerto.

Me alejan de la multitud, hacia la esquina siguiente, sobre la avenida que se ha vuelto manecilla de las tres de la tarde. 

—Nada más mandan al muerto los hijos de su puta madre —repite. A su juicio, me mandaron a morir, o yo quería morir y por eso vine.

La combi debe cruzar en unos minutos por aquí.

—Te vas a ir y ya sabes, si te volvemos a ver por aquí, ahí sí, ya no sales —amenaza el encapuchado y me devuelve el teléfono.

Llamo de vuelta a Rocío. Le informo que espero una combi o un taxi que me saque del pueblo. Ella me pide que no cuelgue. Sin embargo, otro grupo de hombres no pretende hacer mi huída sencilla. De entre ellos se acerca un sujeto bajito y calvo y comienza un nuevo interrogatorio.

—A ver, ¿a qué viniste?

Le acerco mi celular.

—¿Gusta hablar con mi editora?

Calvo lo rechaza.

—A mí no me interesa quién eres ni tu trabajo ni tu editora. Apaga tu teléfono, estás hablando conmigo —ordena.

Cuelgo la llamada y guardo el teléfono en mi pantalón.

—Apágalo.
—Por favor... —ruego. No deseo quedar incomunicado.

Los gritos desbocados de una mujer hacen que me dé por muerto.

—¡Hijo de la chingada! —pienso que se dirige a mí— ¿Qué haces en la calle, cabrón? ¡Métete a la casa! ¡Métete!

Uno de los hombres corpulentos duda y apenas puede responder claramente a quien sería su hermana o su esposa. Refunfuña y acata la orden tambaleándose. Se hace un silencio incómodo, como si la misma escena hubiera ocurrido en un botanero o en el billar. Otro hombre flaquito, más o menos joven, recargado en el muro rompe la calma aparente con una mueca:

—Quiero ver sangre.

Nos encontramos entre las calles 5 de Mayo y Vista Hermosa, al pie del templo cristiano interdenominacional, la Iglesia Getsemaní IV. En este pueblo hay también un recinto de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días y una capilla católica. Tres doctrinas diferentes con la misma raíz religiosa, el cristianismo, que conviven en un pequeño territorio donde la fe se agota.

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De la calle Vista Hermosa sale una combi. Hago señas para que se detenga. Es ahora o nunca. A empellones me abro paso entre la gente. 

—¡No! ¡No puedes irte! ¡Estás hablando con nosotros! —reclama Calvo, al que no volveré a ver jamás, pero que odiaré por siempre.

—Ya habló con nosotros —por fortuna interviene Verde.

Doy un salto hacia la combi y con los brazos me aferro a la puerta del copiloto. Pregunto al conductor si el transporte va a Huejotzingo; él asiente, yo le imploro que me saque de ahí. Sonríe y pregunta a la turba:

—¿Qué pasó? ¿Ya se puede ir?

—Sí, ya se puede ir —Verde lanza una voz de mando que nadie se atreve a interpelar.

Abro la puerta, subo al vehículo y cierro de prisa. La combi arranca. No escapamos frenéticamente del pueblo, sino que el chofer hace su habitual recorrido, cuesta arriba. Al escribir vuelvo a mirar a ese joven reportero sentado a la derecha del conductor. El chico está encogido sobre sus rodillas; parece que llora, pero no derrama una sola lágrima.

—¿Qué hiciste? —le pregunta desenfadado el de la combi.

Con la voz entrecortada el joven le explica cómo funciona un periódico digital citadino, con reporteros en la capital del estado y corresponsales independientes en las demás localidades. Relata una vez más sus intenciones de investigación.

—Es que no se puede venir a reportear aquí —le dice—. Debiste hablar primero con el presidente auxiliar, él incluso pudo haberte dado las respuestas que estabas buscando.

Ambos se escurren entre casas de una planta o con solo un piso, rosas, naranjas, grises y con su entrada a desnivel del suelo; otras casas, mejoradas por el salario llegado del extranjero, destacan por conformarse de tres bloques, una reja, tejas y columnas o haber llegado a los dos pisos, coronadas por ventanas curvas que parecen los ojos cerrados de un robot que se sonroja. Sobre una banqueta, afuera de un sencillo zaguán de lámina, vigila una pandilla de jóvenes descamisados, él los señala, mostrando que el pueblo sigue alerta. El reportero le ruega que por favor no se detenga.

—Tranquilo, ya estás conmigo. Ya estando conmigo no te van a hacer nada.

En las diferentes paradas, gente de la comunidad se sube para ir a la cabecera de Huejotzingo. Comparten rumores entre ellos, rumores que el operador pide que escuche. Todos hablan del periodista.

—Te vi llegar —cuenta el conductor— yo estaba manejando la combi hace rato. En ese momento iba a preguntarte a qué habías venido.

Al cruzar el Camino Real a Huejotzingo, es más la incredulidad ante la fortuna de sobrevivir. El reportero cuestiona la magnitud del peligro en que se encontraba. Tal vez por la inexperiencia estaba convencido de que moriría. Entonces pregunta:

—Señor, ¿sabe qué habría pasado si no lograba irme de entre la muchedumbre?

—Solo faltaba que a alguien se le hubiera ocurrido gritar que te habías robado algo o que querías llevarte a alguien, y ahí sí. Te iban a linchar.

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Todo lo ocurrido entre el 10 y el 14 de junio de 2024 en Santa María Atexcac se trató, en apariencia, de reacciones espontáneas en las que participaron multitudes desorganizadas. No obstante, elementos como lo es el uso de grupos de WhatsApp para comunicarse entre vecinos habla de una tendencia a organizarse.

Ayuda, me van a linchar

Ayuda, me van a linchar

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Con el propósito de investigar una serie de linchamientos, un joven reportero es enviado a una localidad en el estado de Puebla; en cuestión de minutos su vida estuvo en riesgo.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
I give what I've got to give
It's important if I want to live
Ramones

“Ya me dijeron que mejor me vaya”, escribo en un mensaje para Rocío, editora del periódico donde trabajo. El transporte hacia la cabecera municipal de Huejotzingo, poblado ubicado en la zona centro-oeste del estado de Puebla, aún no pasa y estoy nervioso. Frente a mí cruza uno que otro automóvil o motocicleta, sus conductores, habitantes de la comunidad de Santa María Atexcac, me saludan a lo lejos, en silencio, y sonríen con aparente cordialidad. Una camioneta familiar con tres hileras de asientos y color verde oscuro llega por mi izquierda, frena intempestivamente, sus puertas se deslizan y, de ella, bajan cerca de seis hombres, quienes se acercan y me rodean, entre ellos se adelanta a mi encuentro un hombre delgado, calculo de 50 años, de pelo cortito y gris, vestido con una camiseta deslavada y tenis viejos.

—A ver, ¿tú eres el que está tomando fotos?

Su voz es grave y medianamente afónica, como la de un padre muy enfadado, pero exhausto. Niego la acusación, aunque sí tomé fotos de las calles del pueblo, con tal de evidenciar la ausencia de policías y de la Guardia Nacional. Los pobladores llevan años lidiando con un grave sentimiento de inseguridad, el cual estalló hace dos días, el miércoles 12 de junio de 2024, con un secuestro que devino en un presunto linchamiento.

Guadalupe, una maestra de secundaria, fue raptada de camino a su trabajo en la junta auxiliar de Santa María Tianguistenco. Uno de los secuestradores conducía un automóvil Beetle que le cerró el pasó a la camioneta de la profesora y los otros dos la abordaron para llevarla por distintas localidades. En Santa María Atexcac, un grupo de pobladores se encontraban preparados para reaccionar: detuvieron al hombre del Beetle; horas después, las autoridades hallaron su cadáver con un tiro en el tórax, al fondo de una barranca, a 100 metros del vehículo calcinado.

Los otros dos cómplices escaparon con la maestra cautiva. Fue entonces cuando personal de Seguridad Pública, tanto municipal como estatal, comenzó la búsqueda de la mujer. Un helicóptero voló sobre el suroeste de Huejotzingo, mientras las escuelas suspendían las clases y los padres resguardaban a sus hijos en casa. Los secuestradores condujeron hacia el municipio de Papalotla, Tlaxcala, donde liberaron a la víctima.

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Hace unos minutos pude hablar con dos mujeres en la comunidad de San Juan Pancoac, cuyos habitantes, al igual que en Santa María Atexcac, instalaron retenes después del secuestro de la maestra Guadalupe; cuando llegué, dos días después, ya no estaban. La mujer que atendía una tienda de abarrotes me explicó que se retiraron a petición de las autoridades, quienes aseguraron que la protección de la Guardia Nacional estaría garantizada.

—¿Y sí llegó la Guardia Nacional? —pregunté.

—No, nomás nos engañaron.

San Juan Pancoac no es un pueblo remoto y ajeno a las fuerzas del orden. Apenas a 18 kilómetros se encuentra el destacamento de la Guardia Nacional de San Martín Texmelucan, que colinda con el municipio de Huejotzingo. En el año 2022, ya existía esta base en Texmelucan, así como en los municipios de Atempan, Tecamachalco, Acatlán, Huauchinango y Puebla capital. En junio de 2023, el Sol de Puebla informó que, de acuerdo con el titular de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), Luis Cresencio Sandoval, se habían construido bases en las localidades de Acatzingo, Chalchicomula de Sesma y Santa Inés Ahuatempan. La promesa fue de 20 más en el estado hacia finales de 2024.

Cerca de la tienda había una casa en obras, y una vieja patrulla de policía era utilizada para transportar materiales de construcción. Otra vecina de San Juan Pancoac desconocía mayores detalles sobre los retenes, pues las mujeres están excluidas de estas actividades comunitarias: “No hay ley ni autoridad, solo la ley del pueblo”.

La relación entre algunas juntas auxiliares y el gobierno de la alcaldesa morenista Angélica Alvarado Juárez fue hostil hasta el día en que ella pidió licencia, en marzo de 2024. Las protestas realizadas durante los últimos seis años en San Juan Pancoac y Santa Ana Xalmimilulco, comunidad invadida por fábricas y complejos inmobiliarios, señalaron a la administración municipal de imponer presidentes auxiliares no elegidos por la mayoría, desatender la contaminación de los mantos acuíferos, abuso policial contra campesinos manifestantes y ser ineficiente ante la inseguridad.

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Tomé una combi que me llevó por una carretera rural hasta Santa María Atexcac; en el camino, miré una foto en mi celular, la del joven asesinado hace dos días, tirado al fondo de una barranca, sin playera y tatuado en el pecho el nombre de una mujer. Un círculo de policías lo miraban.

Tras 20 minutos, una mujer de mediana edad que llevaba un par costales de alimento para guajolote y yo éramos los únicos pasajeros de la ruta, entonces atravesamos el arco de bienvenida. Atexcac viene del náhuatl, significa “en el agua que brota de la peña”; se encuentra a las faldas del volcán Iztaccíhuatl y es una comunidad con orígenes nahuas.

Existe el rumor de que en Santa María Atexcac no hay jóvenes, pues al parecer todos emigraron a Estados Unidos; sin embargo, los investigadores poblanos José Arturo Méndez-Espinoza y Noel Pérez Vargas descubrieron y afirmaron en su artículo Prácticas juveniles rurales e indígenas de producción simbólica. El caso de Santa María Atexcac, Huejotzingo, Puebla, que, en realidad, a la población la integran también adolescentes y muchachos que forman bandas juveniles en las que el reconocimiento se gana en peleas y bailes sonideros. Algunos de sus padres sí viven en Filadelfia, en el estado de Pensilvania, destino preferido por ellos para migrar desde los años noventa. 

Al paisaje lo constituyen terrenos llenos de árboles frutales con esferas amarillas que flanquean la carretera, tejocotes. En noviembre pasado, luego de que el Gobierno Federal decidiera nombrar a Huejotzingo como Pueblo Mágico, el Ayuntamiento aprovechó la producción anual de 1 500 toneladas de tejocote cultivadas en Santa María Atexcac, cuya mayoría son exportadas a Estados Unidos y Canadá, y celebró la Feria Agroartesanal del Tejocote, lo que volvió al poblado un destino turístico durante un fin de semana. Intenté preguntarle a la mujer que iba conmigo en la combi algo sobre esos árboles, o sobre sus guajolotes, cualquier pregunta que borrara el momento incómodo ocurrido segundos antes, cuando le pedí que me dejara entrevistarla en video, como el periódico me lo había pedido. La mujer gritó que no sabía nada, mientras lanzaba una mirada desorbitada hacia la cabina del conductor.

Bajé de la combi y, tras otra malograda entrevista en una tlapalería, caminé en busca de algún vecino que aceptara dar su testimonio. Noté que había más personas en las banquetas, recargadas en los portones de sus casas, mirando la calle. Entré a un negocio, la empleada llamó a su patrona y, mientras llegaba, tomé un video de una calle baldía.

—No tomes fotos, las cosas aquí están muy calientes —me dijo un hombre que vigilaba desde su portón.

Una mujer de 70 años, al parecer la dueña del local, salió y no dudó en responderme: “Mejor vete”, con un tono amable acompañado de preocupación.

—Mejor vete —repitió—. La situación aquí es muy delicada, la gente vigila desde las azoteas, no quiero que algo malo te pase.

—La gente del pueblo tiene grupos de WhatsApp, ahí avisan de todo lo que ven, ahorita todos van a saber que estás aquí y estás tomando fotos en la calle —agregó el hombre.

No había más por añadir. Me dirigí a la parada de la combi lo más pronto posible.

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Intento explicarle al señor entrecano de la camioneta verde que soy periodista y trabajo para un periódico local. El hombre de la camioneta, de quien nunca sabré el nombre y solo llamaré Verde, junto con los sujetos que lo acompañan no pretenden dejarme ir. Camino lentamente hacia mi derecha: mi única ruta de escape es por la calle 5 de Mayo que lleva al Camino Real a Huejotzingo. Apenas logro andar diez pasos cuando el grupo de hombres se interpone y me obliga a retroceder hacia la banqueta.

—No, de aquí no te vas hasta que el presidente auxiliar decida qué se va a hacer contigo —sentencia Verde, a quien parece que los demás dan un estatus mayor en la jerarquía vecinal, uno de portavoz.

Edmundo Pantoja es el actual presidente auxiliar de Santa María Atexcac. Aunque sus obligaciones se limitan a administrar la tesorería, conservar los bosques e inmuebles, así como garantizar el servicio de agua y ser juez del Registro Civil —todo esto de acuerdo con la Ley Orgánica Municipal del Estado de Puebla—, ahora es objeto de adjudicación de otras tareas, al igual que otros presidentes auxiliares en lugares donde estos y la ciudadanía se disputan el ejercicio de la justicia. Sin embargo, jamás llegaré a comparecer ante Pantoja porque más vecinos están en camino y Verde me advierte: 

—No sé qué van a querer hacerte. 

La combi hacia Huejotzingo por fin pasa. Intento alcanzarla, pero ellos vuelven a impedírmelo.

—Mira, ya está llegando más gente —Verde señala otra camioneta que pronto se estaciona donde estamos.

Quizá mi cara palidece. Siento frío. Mi corazón se agolpa en el pecho con latidos cada vez más rápidos. Como el fondo de una olla sobre el fuego, la ansiedad entibia la zona baja de mi abdomen. No pienso en nada más, quiero irme, pero será imposible. Escribo un mensaje a Rocío, mi editora:

Ayuda
Me van a linchar
Santa María Atexcac

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Esta mañana bromeé con mi familia acerca de que acudiría a investigar en el wasteland, palabra que en la saga de videojuegos Fallout se usa para nombrar a la distopía posapocalíptica; en este caso, se trataba de los retenes colocados en el suroeste de Huejotzingo. Solo conocía lo sucedido el miércoles 12 de junio: algunos ciudadanos, hartos de la impunidad, intentaron rescatar a una profesora secuestrada y asesinaron a uno de los plagiadores. 

El día del supuesto rapto y de aquel intento de rescate, envié al periódico una nota preliminar, acompañada de fotos que usuarios de Facebook hicieron virales. Desconocía que esas imágenes, en donde los pobladores de Santa María Atexcac caminaban con sus escopetas al hombro, correspondían a otro hecho ocurrido el lunes de esa misma semana. Un audio de WhatsApp sin origen claro circuló entre los pobladores alertándolos sobre la presencia de una ambulancia apócrifa que “estaba robándose niños”. Esta cadena anónima fue esparcida en los chats vecinales de Atexcac y desencadenó el rumor de que habían secuestrado a un infante de la comunidad. La reacción del pueblo fue salir armado a buscar a los presuntos robachicos, pero no los encontraron y tampoco se comprobó la desaparición de ningún niño.

También desconocía que, el martes 11 de junio, un hombre y una mujer acudieron a la localidad para cobrar un adeudo y fueron confundidos con delincuentes. Un grupo de 70 personas los retuvieron. El hombre fue golpeado hasta que la Policía Municipal intervino y rescató a ambos. Esta vez las heridas del afectado no fueron mortales y él juró demandar a los responsables. La zona estaba caliente.

¿Era necesario morir por una nota que leerían tan solo unos cuantos? Claro que no dimensioné las consecuencias de mis actos hasta que un hombre encapuchado salió de la otra camioneta y me apuntó con un cuchillo de cazador cuando intenté huir. También sobra decir que los 300 pesos —la tarifa máxima para un reportaje en el medio donde trabajo— no valen el riesgo de convertirse en el encabezado de la primera plana. 

¿No viste la película Canoa: memoria de un hecho vergonzoso (1976)? Sí, sí, sí, la compré hace seis años en un local de Tepito, en la Ciudad de México, y la reproduje en mi Xbox 360, con la errónea expectativa de ver un drama religioso. Felipe Cazals nos muestra una masacre real ocurrida en el pueblo de San Miguel Canoa, en Puebla, la noche del 14 de septiembre de 1968. Aquella vez, cinco jóvenes empleados de la Universidad Autónoma de Puebla se hospedaron en Canoa, pues la lluvia había interrumpido su excursión al volcán La Malinche; sin embargo, la paranoia causada por los discursos alarmistas del párroco Enrique Meza Pérez convenció a los feligreses de que el pueblo sería invadido por comunistas. Entonces, una turba señaló a los estudiantes y los persiguió hasta matar a dos de ellos junto con dos hombres del pueblo que los habían alojado.

La legislación del Estado de Puebla define al linchamiento como las lesiones y homicidios cometidos de manera tumultuaria. Más de 50 años después de Canoa, Puebla carga con el estigma de ser un estado donde se lincha frecuentemente. En 2016, la entidad superó al Estado de México en la incidencia de este delito, solo para aumentar exponencialmente año tras año, de acuerdo con los sociólogos Antonio Fuentes Díaz y José Alberto González en su libro Diagnóstico sobre linchamientos en Puebla 2012-2021. De este modo, Puebla se mantiene en el primer lugar nacional en cuanto a linchamientos, los cuales casi siempre se cometen bajo el argumento de hacer justicia por mano propia.

A este problema de gobernabilidad lo exacerba un periodo en que aumentaron los robos con violencia, homicidios, feminicidios y secuestros en Puebla; además de delitos relacionados con el robo de combustible —huachicol— en decenas de municipios, entre ellos Ajalpan, Tecamachalco y Yehualtepec, según los sociólogos Fuentes y González. El sentimiento de inseguridad surgido del contraste entre la incidencia delictiva actual y la de antes de 2016 son posibles causas de los constantes asesinatos tumultuarios. Cabe mencionar que, aunque Huejotzingo pertenece a una zona metropolitana considerada insegura, entre 2014 y 2023 ninguno de sus linchamientos terminó con la muerte de la víctima, siempre acusada de asalto o robo a casa habitación.

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—¡No tartamudee, cabrón! —ordena Pasamontañas—. ¿Por qué andas tomando fotos?
—Soy periodista —respondo.
—¿Y tus cosas de periodista? 
—Pues, es esto: mi celular y mi gafete. Pero ya me iba —replico al tiempo que intento alejarme de la hoja de acero que brilla amenazante en su mano.

Me colma la incertidumbre. ¿Quiénes son estas personas? Pasamontañas me recordó a un zapatista o un polecía comunitario como los de Michoacán, luego su voz rabiosa me pareció la de un asaltante. Ahora pienso en criminales encubiertos, en que me van a desaparecer.

Ante la insistencia de Pasamontañas por revisar mi celular, se lo entrego. Él hurga en mis mensajes de WhatsApp. Prefiero que se queden el celular como moneda de cambio para dejarme ir.

—No, tenlo tú, no somos delincuentes —alega Verde, que desde el principio me privó de la libertad.

Reviso mi teléfono. Tengo tres llamadas perdidas de Rocío, quien insiste una vez más. Verde dice que puedo responder, me mira con lástima, descuelgo y Rocío pregunta qué está ocurriendo.

Mi voz se quiebra, ella intenta calmarme, indica que ponga el altavoz; acerco el teléfono a Verde.

—¿Qué situación hay con mi compañero? —pregunta con desenfado Rocío—. Porque ya me lo están asustando.

—Y no es para menos señorita— responde Verde.

Entonces noto que Pasamontañas llama a alguien más con su celular:

—¿Qué pasó? Ya tengo al que estaba tomando fotos. Dice que es periodista, pero ni trae nada. ¿Qué hago? ¿Le saco las tripas o qué pedo?

La mención de mis tripas es similar, o me lo parece, a las bromas exageradas de los padres que dicen “se te va a salir el corazón” al hijo que se ha cortado o raspado. Me causaría gracia, de no ser porque la amenaza es creíble. Si su cuchillo embiste mi barriga, desataría la violencia colectiva sobre mí.

Al levantarme de la cama ni siquiera estaba en mis planes ir a Huejotzingo. Mi visita fue una improvisación, una orden de última hora de Rocío. Pude haberme negado o avisarle que después de San Juan Pancoac iría a Santa María Atexcac, o no haber grabado la entrevista con el hombre de la tlapalería sin avisarle. Jamás sabré si lo segundo o lo tercero hubiera hecho la diferencia.

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Las camionetas no dejan de llegar. En este punto, aunque Verde y Pasamontañas me dejen ir, cerca de 30 personas nos rodean. Todos me piden las mismas explicaciones y debo repetirlas una y otra vez hasta que pierden sentido. Alguno de ellos dice que, si soy periodista, debí haber llegado como tal: a bordo de una camioneta grande con el logo de Televisa, con chaleco de prensa y demás accesorios que me hicieran parecer trabajador de un medio de comunicación. Mi realidad es otra, una menos glamurosa: llegué en transporte público, visto una playera desgastada con el logo de los Ramones y mi única acreditación es una credencial de papel en una mica.

Los rostros se vuelven borrosos. Son demasiados para memorizar. “Yo creo que no saldrás de aquí”, “No queremos ni investigadores ni periodistas ni nada de eso”, “No debiste haber venido”, el coro de voces es abrumador. De entre todos, el sonido más nítido es el de Verde: “Te esfuerzas para estudiar y prepararte. Entras a trabajar y terminas así, por una imprudencia”. En su voz hay aflicción, como si estuviera seguro de que no puede evitar el cumplimiento de la visión que lo atormenta.

Durante los últimos nueve años, diez personas inocentes “terminaron así”. El 19 de octubre de 2015 fueron linchados los hermanos José y David Copado Molina, quienes trabajaban como encuestadores de la empresa Marketing Research. Los golpearon y quemaron en el municipio de Ajalpan, al suroeste del estado. David falleció por los golpes, mientras que José aún estaba vivo cuando le prendieron fuego. Tres años después, el 29 de agosto de 2018, pobladores de Acatlán de Osorio secuestraron y quemaron vivos al estudiante de derecho Ricardo Flores y a su tío, Alberto, quien trabajaba en el campo. Las víctimas tienen en común que se les acusó injustamente de secuestrar niños.

Aunque la incidencia de linchamientos en la entidad tuvo una baja en 2020, fue un año con más personas inocentes linchadas. En mayo de ese periodo, Alejandro Israel, de 21 años, falleció junto con su amigo, también de nombre Alejandro, cuando los quemaron vivos dentro de un vehículo en la comunidad de Los Ángeles Tetela, en el municipio de Puebla de Zaragoza. Un trabajador de Megacable de nombre Manrique, veracruzano y padre de una niña, fue golpeado hasta la muerte en Tlacotepec de Benito de Juárez, donde luego incendiaron su cuerpo, tres meses después del caso anterior. Finalmente, el 26 de octubre de 2020, el automóvil de Adela y Antonio, pareja proveniente de Veracruz, se averió y ambos quedaron varados en el municipio de San Nicolás Buenos Aires, donde fueron golpeados hasta la muerte.

¿De dónde sacaron esa idea de los “robachicos”? Los chats son el canal en común; sin embargo, nadie cuestiona la información: de pronto un audio de WhatsApp o una imagen falsamente firmada por instituciones que ya no existen, como la Procuraduría General de la República (PGR), alerta sobre la presencia de vehículos extraños que están “robando niños” en el pueblo. A veces el mensaje habla de la aparición de cadáveres de menores a quienes se les extrajeron los órganos, pero nunca se especifica la fecha, el lugar, ni una fuente que pueda ser verificada.

Aún se mueven por la red, pero estas cadenas ya han sido desmentidas por diarios y publicaciones digitales independientes. En 2020 el portal Animal Político investigó la realidad detrás de un mensaje que había circulado por los estados de Morelos, Quintana Roo, Tlaxcala y Jalisco y que alertaba a la población sobre la entrada al país de una “poderosa mafia” dedicada al tráfico de órganos. Por medio de una investigación hemerográfica y en diferentes instituciones de seguridad y de salud, se verificó que dicho mensaje circula desde 2014 y que lo escrito en él es falso.

Los usuarios interpretan las falsas noticias como una alerta verídica y local; crean en sus mentes robachicos fantasmas y se los endilgan a personas inocentes, a quienes se une una más, en el año 2022. Daniel Picazo fue un joven abogado de la Ciudad de México que vacacionaba en la casa de su abuelo en Papatlazolco, municipio de Huauchinango, donde lo golpearon y quemaron vivo. A sus asesinos les bastó ver a una persona extraña en un automóvil para azuzar a la multitud a retenerlo y matarlo. En ninguno de los casos se comprobó la desaparición de algún menor, y tampoco la culpabilidad de las víctimas.

No rezo. Estoy preparado para lo que venga. Entonces lo imagino: un final patético, ruidoso y sangriento. Lo que me pesa es eso, que es el final. Pregunto a nadie si en verdad no habrá más para mí, si la diversión ha terminado. Entonces quiero llorar. No responden mis párpados, quizá porque tienen miedo de disparar agresiones, más que simpatía. Solo doblo la espalda y junto las manos en señal de súplica:

—No fue mi intención hacerlos enojar. Por favor, perdónenme, les juro que ya me voy y no me vuelven a ver jamás —mientras ruego, alguien me graba con un celular. Es su venganza.

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Cuando la entonces presidenta municipal Angélica Alvarado Juárez, hoy diputada local por el Distrito 8, asistió a un evento político en Huejotzingo un reportero se acercó a ella con el fin de solicitarle algunas declaraciones sobre los grupos de ciudadanos que se vieron orillados a encargarse de la seguridad de sus comunidades al impartir justicia por mano propia.

—Ciudadanos armados habrían surgido en las juntas auxiliares en donde hay mayor sensación de inseguridad —aclaró el reportero.

—No es que sean grupos ciudadanos armados, ¡no! —exclamó—. Son comités de seguridad que se han integrado, lo cual es posible gracias a la estrecha comunicación existente entre autoridades municipales, autoridades auxiliares y ciudadanos.

“Angélica Alvarado desmiente autodefensas en Huejotzingo, son comités de seguridad”, fue el encabezado del periódico local E-Consulta para los dichos de la funcionaria. Llamaba la atención el término “autodefensas”, utilizado por primera vez en el estado para referirse a lo que ocurría en Huejotzingo. Sin embargo, existen dudas sobre el correcto uso de esta palabra.

Entre los involucrados de un linchamiento siempre hay una multitud desorganizada o momentáneamente organizada, a diferencia de los homicidios cometidos por grupos organizados de civiles armados, como las autodefensas, de acuerdo con el análisis del doctor en Criminología, Tadeo Luna, en su artículo “Linchamientos en Puebla: Violencias extremas que conjugan violaciones de derechos humanos”. Agrega que el rasgo distintivo es el acto de linchar por su espontaneidad relativa. Por otro lado, los sociólogos Antonio Fuentes Díaz y José Alberto González indican que la mayoría de linchamientos son perpetrados por grupos que se conocen con antelación.

Todo lo ocurrido entre el 10 y el 14 de junio de 2024 en Santa María Atexcac se trató, en apariencia, de reacciones espontáneas en las que participaron multitudes desorganizadas. No obstante, elementos como lo es el uso de grupos de WhatsApp para comunicarse entre vecinos habla de una tendencia de los vecinos, como en cualquier barrio hoy día, a organizarse. En ese sentido es muy pronto para decir que en Huejotzingo existan grupos de autodefensa que puedan compararse con los surgidos en comunidades de Michoacán o Guerrero, o en la mixteca poblana; aunque es cierto que en este municipio hay grupos de vecinos vigilantes, los cuales apenas pueden contener la ira de la población. 

Como presidente municipal, Roberto Solís recibió un Huejotzingo temeroso y abandonado. El 29 de julio de 2024, dio una de sus primeras ruedas de prensa, y ahí, el periodista Roberto Zetina mencionó, como era inevitable, el problema de inseguridad que Solís heredaba. Solís, como también lo hizo su predecesora, minimizó la situación:

Teníamos en Atexcac un problema de seguridad. Los ciudadanos han hecho sus guardias. Vamos a tener un foro especializado con… —dudó en un intento de cuidar sus palabras—. No les quiero decir autodefensas, sino los que se ‘autocuidan’. Que a ellos se les pueda contratar como policías de proximidad social. Los llamamos ‘los guardianes del pueblo’. Se les preparará en certificación, se les asignarán dos patrullas fijas y policías certificados, se les dará un uniforme que no tenga que ver con el de la policía, no tendrán manejo de armas, su labor será solo de vigilancia, se les dará un radio, un tolete y, si quieres, un gas.

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Las constantes llamadas de Rocío son rechazadas una y otra vez por Pasamontañas, quien se apoderó de mi celular. Los hombres de Verde me escoltan. Tras una segunda revisión, Pasamontañas se convence de mi versión de los hechos y en una frase me hace saber de su cólera:

—Nada más lo mandan al muerto.

Me alejan de la multitud, hacia la esquina siguiente, sobre la avenida que se ha vuelto manecilla de las tres de la tarde. 

—Nada más mandan al muerto los hijos de su puta madre —repite. A su juicio, me mandaron a morir, o yo quería morir y por eso vine.

La combi debe cruzar en unos minutos por aquí.

—Te vas a ir y ya sabes, si te volvemos a ver por aquí, ahí sí, ya no sales —amenaza el encapuchado y me devuelve el teléfono.

Llamo de vuelta a Rocío. Le informo que espero una combi o un taxi que me saque del pueblo. Ella me pide que no cuelgue. Sin embargo, otro grupo de hombres no pretende hacer mi huída sencilla. De entre ellos se acerca un sujeto bajito y calvo y comienza un nuevo interrogatorio.

—A ver, ¿a qué viniste?

Le acerco mi celular.

—¿Gusta hablar con mi editora?

Calvo lo rechaza.

—A mí no me interesa quién eres ni tu trabajo ni tu editora. Apaga tu teléfono, estás hablando conmigo —ordena.

Cuelgo la llamada y guardo el teléfono en mi pantalón.

—Apágalo.
—Por favor... —ruego. No deseo quedar incomunicado.

Los gritos desbocados de una mujer hacen que me dé por muerto.

—¡Hijo de la chingada! —pienso que se dirige a mí— ¿Qué haces en la calle, cabrón? ¡Métete a la casa! ¡Métete!

Uno de los hombres corpulentos duda y apenas puede responder claramente a quien sería su hermana o su esposa. Refunfuña y acata la orden tambaleándose. Se hace un silencio incómodo, como si la misma escena hubiera ocurrido en un botanero o en el billar. Otro hombre flaquito, más o menos joven, recargado en el muro rompe la calma aparente con una mueca:

—Quiero ver sangre.

Nos encontramos entre las calles 5 de Mayo y Vista Hermosa, al pie del templo cristiano interdenominacional, la Iglesia Getsemaní IV. En este pueblo hay también un recinto de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días y una capilla católica. Tres doctrinas diferentes con la misma raíz religiosa, el cristianismo, que conviven en un pequeño territorio donde la fe se agota.

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De la calle Vista Hermosa sale una combi. Hago señas para que se detenga. Es ahora o nunca. A empellones me abro paso entre la gente. 

—¡No! ¡No puedes irte! ¡Estás hablando con nosotros! —reclama Calvo, al que no volveré a ver jamás, pero que odiaré por siempre.

—Ya habló con nosotros —por fortuna interviene Verde.

Doy un salto hacia la combi y con los brazos me aferro a la puerta del copiloto. Pregunto al conductor si el transporte va a Huejotzingo; él asiente, yo le imploro que me saque de ahí. Sonríe y pregunta a la turba:

—¿Qué pasó? ¿Ya se puede ir?

—Sí, ya se puede ir —Verde lanza una voz de mando que nadie se atreve a interpelar.

Abro la puerta, subo al vehículo y cierro de prisa. La combi arranca. No escapamos frenéticamente del pueblo, sino que el chofer hace su habitual recorrido, cuesta arriba. Al escribir vuelvo a mirar a ese joven reportero sentado a la derecha del conductor. El chico está encogido sobre sus rodillas; parece que llora, pero no derrama una sola lágrima.

—¿Qué hiciste? —le pregunta desenfadado el de la combi.

Con la voz entrecortada el joven le explica cómo funciona un periódico digital citadino, con reporteros en la capital del estado y corresponsales independientes en las demás localidades. Relata una vez más sus intenciones de investigación.

—Es que no se puede venir a reportear aquí —le dice—. Debiste hablar primero con el presidente auxiliar, él incluso pudo haberte dado las respuestas que estabas buscando.

Ambos se escurren entre casas de una planta o con solo un piso, rosas, naranjas, grises y con su entrada a desnivel del suelo; otras casas, mejoradas por el salario llegado del extranjero, destacan por conformarse de tres bloques, una reja, tejas y columnas o haber llegado a los dos pisos, coronadas por ventanas curvas que parecen los ojos cerrados de un robot que se sonroja. Sobre una banqueta, afuera de un sencillo zaguán de lámina, vigila una pandilla de jóvenes descamisados, él los señala, mostrando que el pueblo sigue alerta. El reportero le ruega que por favor no se detenga.

—Tranquilo, ya estás conmigo. Ya estando conmigo no te van a hacer nada.

En las diferentes paradas, gente de la comunidad se sube para ir a la cabecera de Huejotzingo. Comparten rumores entre ellos, rumores que el operador pide que escuche. Todos hablan del periodista.

—Te vi llegar —cuenta el conductor— yo estaba manejando la combi hace rato. En ese momento iba a preguntarte a qué habías venido.

Al cruzar el Camino Real a Huejotzingo, es más la incredulidad ante la fortuna de sobrevivir. El reportero cuestiona la magnitud del peligro en que se encontraba. Tal vez por la inexperiencia estaba convencido de que moriría. Entonces pregunta:

—Señor, ¿sabe qué habría pasado si no lograba irme de entre la muchedumbre?

—Solo faltaba que a alguien se le hubiera ocurrido gritar que te habías robado algo o que querías llevarte a alguien, y ahí sí. Te iban a linchar.

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