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Parte del equipo de 57 integrantes del Programa de Derechos Humanos, de Chile. De izquierda a derecha, Daniela Romero y Joaquín Perera, abogados del área Jurídica; Andrea Leonhardt, coordinadora del área Social; Paulina Zamorano, abogada y jefa del Programa de Derechos Humanos, y Carolina Figueroa, archivera del área de Archivo e Investigación Documental.
La misión sin final del Plan Nacional de Búsqueda, Verdad y Justicia de Chile.
Estas son las personas que, 50 años después del golpe de Estado de Pinochet, llevan adelante la búsqueda de las huellas de los detenidos desaparecidos por la dictadura chilena. Historiadores, archiveros, abogados, sociólogos, geógrafos, asistentes sociales, peritos en diversas disciplinas, entre muchos otros profesionales, ejecutan una política pública largamente postergada que pretende entregar justicia a los familiares de las víctimas. Su tarea, sin embargo, tiene un horizonte más amplio: construir un puente que restablezca la confianza en el Estado.
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El abogado relator hace una pausa para tomar agua. En la segunda sala de la Corte Suprema, teñida de una luz calipso por el sol que atraviesa los vidrios polarizados, los hechos que narra se derraman con pavorosa frialdad. En el público, una mujer, de nombre Isolina, espera. El abogado menciona a Mario, el esposo de la mujer, uno de los hombres que llegaron a una casa en el centro de Santiago de Chile en mayo de 1976, que junto a otros fue detenido y desapareció para siempre. Cuando el nombre de su marido resuena en la audiencia, la mano de otra mujer se desliza por la espalda de Isolina con suavidad.
Hoy es 10 de diciembre de 2024 y este es el penúltimo eslabón de la causa más larga en la historia penal chilena, la primera interpuesta a Pinochet por crímenes de lesa humanidad en 1998, llamada Caso Conferencia I. Es el Día Internacional de los Derechos Humanos: el mismo día, pero de 2006, el dictador del régimen chileno murió en la habitación de un hospital en completa impunidad.
Aquí, en el asiento de madera fría de un tribunal, y en un descampado en el que apenas se ve una huella borrada, o en una oficina cualquiera, se delinea una parte de la historia de este país; de la gente que espera y la gente que busca.
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El comandante en jefe del Ejército, con sorna, le dice a una joven periodista: “Felicito a los buscadores de cadáveres”. “¿Podría usted seguir insistiendo que en Chile no hubo detenidos desaparecidos? —le pregunta ella—. ¿Qué le parece que hayan encontrado, incluso en una sola tumba, dos cadáveres?”. “¡Pero qué economía más grande!”, responde Augusto Pinochet Ugarte, antes de dar la espalda a la cámara que lo graba y perderse en el tumulto. Es 1991. La dictadura terminó hace apenas un año, pero su aliento lóbrego prevalece.
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El edificio es antiguo, frente al Palacio de La Moneda, en calle Agustinas. En la Plaza de la Constitución hay un árbol de Navidad gigante que acusa el ritmo de la época. En el tercer piso del edificio funciona el Programa de Derechos Humanos. Al salir del ascensor, el piso se divide en tres: a la derecha, área Social a un lado y área de Búsqueda y Trayectorias al otro; a la izquierda, área Jurídica junto con el área de Archivo e Investigación Documental. El área de Memorias, que se ocupa de generar materiales educativos y de la gestión en sitios y museos de memoria, está en el edificio del Ministerio de Justicia, a unas cuadras de aquí. Todas componen un plan que demoró 50 años en aparecer.
En agosto de 2023, Gabriel Boric, presidente en ejercicio, firmó el decreto supremo llamado Plan Nacional de Búsqueda, Verdad y Justicia, la primera política estatal que institucionaliza la búsqueda de las trayectorias y destino final de las víctimas de desaparición forzada de la dictadura chilena. Y en esa línea de tiempo cabe la pregunta: ¿por qué tanto tiempo después?
Llegada la democracia en 1990, la omnipresencia de Pinochet —en la comandancia en jefe del Ejército y en el Congreso, luego de ser nombrado senador vitalicio— tensionaba cualquier intento de acuerdo para dar garantías de justicia transicional por parte del Poder Ejecutivo. La derecha mantuvo el legado del régimen; en tanto, la oposición, ahora en el gobierno desde el fin de la dictadura, optó por cuidar la estabilidad de la frágil democracia. Así, las primeras medidas judiciales fueron escasas, a cuentagotas, de manera paulatina y dilatada. La Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación entregó el Informe Rettig al presidente Patricio Aylwin en 1991, que contó 2 279 víctimas totales, entre ejecutados políticos y detenidos desaparecidos. Al recibirlo, Aylwin dijo: “Y sobre la base de esa verdad se busque la justicia en la medida de lo posible”. El retorno a la democracia abría la esperanza, pero la frase —“en la medida de lo posible”— pareció signar la mezquindad con que se haría —o, más bien, no se haría— la búsqueda de los restos. En 1992 se formó la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación: cerró la cifra de víctimas totales de la dictadura en 3 195. En 1997 se convirtió en el Programa de Derechos Humanos, que hasta hoy presta representación legal a familiares de víctimas. A fines de los noventa se dictaron las primeras sentencias sobre los responsables: en los casos de detenidos desaparecidos, la justicia ha condenado bajo el delito de secuestro calificado a quien hizo la detención, a quien encerró a la víctima, a quien mantuvo la condición de encierro, a quien vigilaba el perímetro. Al no existir el cuerpo, el secuestro se considera un delito aún en curso y, por lo tanto, permanente hasta que no aparezca. De todas las víctimas se sabe al menos un dato: algunos aparecen en un listado de víctimas (emitido por un organismo represivo), o figura el lugar de su detención. Así, todos los delitos se han podido acreditar: entre 1990 y 2023, las sentencias condenatorias sumaban un total de 666.
Mientras los esfuerzos de los familiares estaban volcados en los tribunales, la búsqueda de la trayectoria de detención y, eventualmente, de restos, quedó relegada como una cuestión accesoria, o bien, supeditada a los peritajes ordenados por los jueces. En todo caso, el conocimiento de los familiares abrió la ruta para, medio siglo después, poder delinear la búsqueda.
El Plan Nacional de Búsqueda oficializa la cifra de 1 092 detenidos desaparecidos y 377 ejecutados políticos notificados, pero cuyo cuerpo no fue entregado. De todas estas víctimas, poco más de un 95% eran hombres; casi un 5%, mujeres. La mayoría tenía entre 21 y 30 años. Más de la mitad eran obreros, y casi un tercio no tenía militancia política. Son 13 los métodos de desaparición forzada consignados por el plan: víctimas entregadas en un ataúd sellado y con prohibición de abrir; víctimas identificadas no informadas a familiares y enterradas ilegalmente en calidad de nn; víctimas arrojadas desde helicópteros al océano Pacífico en los llamados “vuelos de la muerte”, por nombrar algunos. A lo largo de los años hubo 306 hallazgos y restituciones de cuerpos a las familias, pero aun en esos casos se desconoce qué pasó entre la detención y la aparición de los restos.
El Programa de Derechos Humanos ejecuta el plan. Aquí, en estas oficinas, su equipo atiende a familias que tienen causas iniciadas en la justicia e investiga las trayectorias de desaparición de las 1 469 personas que faltan. Aquí trabajan quienes buscan vestigios, huellas, con el apremio que inyectan a esa búsqueda la ausencia del Estado durante casi medio siglo y los datos que inevitablemente se perdieron con el tiempo.


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Es lunes 16 de diciembre. En el área Jurídica, hay plantas, pocas. A cada lado del área, dos pasillos largos con oficinas, casi todas con las puertas abiertas. En medio, un espacio con fotocopiadoras, impresoras, escritorios. Pegado en el vidrio de una de las oficinas, un afiche con rostros en blanco y negro.
—Tomo notas de lo que dicen las defensas, pero hace mucho tiempo que no alego mirando papeles. Hay una sensación de vértigo cuando uno alega. Me gusta vivirlo así.
En una de las oficinas, el abogado Joaquín Perera está sentado junto a un perchero vacío del que pende un cartel que dice “en alegato. ¡¡¡silencio por favor!!!”. Tiene 49 años, los ojos pequeños y lentes de marco delgado negro. Es de apariencia tímida, pero hace seis días, en la audiencia de Conferencia I, alegó de forma enérgica en representación del Programa de Derechos Humanos, sin apoyo de papeles.
Del 4 al 6 de mayo de 1976, cinco dirigentes del Partido Comunista fueron detenidos en la casa de calle Conferencia 1 587, Santiago Centro, intervenida por la Dirección de Inteligencia Nacional (dina). Hasta el día 12, otros tres dirigentes fueron detenidos en otros puntos. Todos continúan desaparecidos hasta hoy. Entre ellos, Mario Zamorano, esposo de Isolina Ramírez. La Corte Suprema revisó los recursos de casación presentados por las defensas para reducir penas del caso. En el alegato, Joaquín Perera conminó a los jueces a rechazarlos y les recordó que la sentencia dictada meses antes “no es muda”: en abril de 2023, la Corte de Apelaciones condenó a 47 agentes a penas que van desde los cinco hasta los 20 años por este caso.
Joaquín Perera nació en 1975 en Buenos Aires, hijo de padre argentino y madre chilena. Su madre lo trajo a vivir a Chile dos años después, luego de que su padre fuese víctima de desaparición forzada en la dictadura de aquel país. Estudió Filosofía y luego Derecho, un cambio empujado por una inquietud vocacional y en cierta medida por esa parte de su historia familiar.
—Yo creo que encontraba a la filosofía como desacoplada del tejido social, como algo que gira absolutamente en sí mismo.
Luego de trabajar como procurador, el tedio lo acercó al litigio. Así, en 2011 comenzó a colaborar con la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos para investigar y abrir procesos judiciales. Esa experiencia, dice, fue la que lo empujó a trabajar en derechos humanos de forma definitiva. Integra el programa desde 2015, y junto al resto de los abogados del área Jurídica interviene en la tramitación de causas judiciales a favor de las víctimas.
—Bajo las condiciones en que se llevó adelante la justicia transicional en Chile, desde los noventa en adelante, no se avizoraba algún resultado para entregar a los familiares algo de justicia.
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En 1998, a meses de presentada la querella del Caso Conferencia I, la Corte Suprema no aplicó la ley de amnistía firmada en 1978, debido a que, según el tribunal, no se habían agotado los recursos investigativos. Eso sucedía por primera vez en un caso de desaparición forzada. De allí en adelante, el Poder Judicial se ciñó al derecho internacional en la materia y, al considerar el secuestro calificado como un delito sostenido, dejó de aplicar la amnistía. Así, aunque al día de hoy esa ley sigue vigente, poco a poco se fue quebrando la impunidad del régimen para trazar una línea —en todo caso serpenteante— de justicia.
—En el largo plazo, con tribunales más sensibles a esta materia, se ha llegado a muchas sentencias condenatorias, a muchas que han sido de cumplimiento efectivo. Por ejemplo, que haya 350 agentes que estén cumpliendo penas privativas de libertad y que logren reflejar la gravedad de los hechos… Sumando y restando, la acción de los tribunales ha sido un aliado más que un rival para la justicia transicional.
El jueves siguiente, Daniela Romero entra caminando al área Jurídica con una bicicleta verde fosforescente a un lado, vestido negro largo, ligero, y zapatillas Converse negras sin caña. “Pasemos”, dice, sonriente. También es abogada del programa desde 2014, tiene 36 años. Usa lentes, tiene el pelo castaño claro y ojos rasgados.
—Hay causas de las cuales no hay antecedentes ni testigos por ninguna parte —dice Daniela en su oficina—. Son las más difíciles. Ahora último, hay familias muy interesadas en saber qué pasó con su familiar, pero no podemos darle respuesta de lo que hay en el expediente de su caso, que generalmente es muy poco. Es frustrante, pero se me hace mucho la idea en la cabeza de “si no es ahora, ¿cuándo?; y si no somos nosotros, ¿quiénes?”.
La implementación del Plan Nacional de Búsqueda pretende dar impulso a la política de búsqueda y verdad evadida antes, por falta de voluntad política, y aunque la lógica indica que buscar para encontrar supone un epílogo, el Plan Nacional de Búsqueda no presenta señas de tener un final.
—Nunca hay condiciones óptimas —dice Joaquín Perera—. A uno siempre le queda la sensación de dificultad, de que “si yo o el programa hubiese estado ahí presente… tal vez se pudo haber mejorado cierto aspecto”. En un punto la investigación no logra permear el secreto de los agentes. Nunca se va a saber todo. Qué pasó con Mario Zamorano y con los demás de calle Conferencia, por ejemplo. Entonces, sí, en algún momento tienen que terminar las causas, los alegatos, las sentencias, o que ya no exista fuerza política suficiente para sostener el plan. Pero yo no sé si es que la búsqueda de los familiares está sujeta a esas mismas condiciones: hay algo que nunca está cerca de terminar.
El plan lleva un año y medio puesto en marcha y la carga de trabajo es intensa. El tiempo que ha pasado se abalanza sobre el presente con un vuelo angustioso; por momentos, el peso de todos los años transcurridos hace que la ruta hacia el verbo "encontrar" sea nebulosa.



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—La verdad, es más un adorno que otra cosa.
Detrás de una mampara de vidrio está el área de Archivo e Investigación Documental: cuatro escritorios, una ventana y un mapa que pende de una pared. Carolina Figueroa tiene 32 años, es historiadora y archivera de oficio. Trabaja en el programa hace un año y resguarda el Depósito del Archivo del Programa de Derechos Humanos, que está tras la puerta en diagonal a su escritorio, gran parte declarado Monumento Histórico Nacional. El mapa de Chile que está colgado lo usaban en el programa en los años noventa, y hoy es solo una suerte de reliquia nostálgica.
—Cuando entré al plan sentí gran satisfacción porque se iba a hacer real, pero también porque esperaba que fuera una especie de posicionamiento del Estado con respecto al tema, que obligaba a la sociedad también a incluirse —dice Carolina Figueroa.
Antes trabajó en el archivo de la Vicaría de la Solidaridad, la institución que, junto a otras, bajo el alero de la Iglesia católica, asistió a los familiares en tribunales en los primeros años de la dictadura. El plan toma esa posta y otras tantas no oficiales; sobre todo, la de lo hecho por las mujeres, madres, hijas, hermanas y esposas, de las víctimas. Carolina, cuando habla del archivo, usa palabras como cariño y recuerdo, silencio y ausencia, amor y tristeza.
—Es una especie de pena que siento de que no me hablen más. Como historiadora, no sé por qué insistía en el tema de “papeles muertos”, en esa idea. Es muy heavy hablar de papeles muertos cuando estoy buscando gente muerta, pero que no está. Y el vacío del papel es lo que me dice dónde podría estar esa desaparición: el vacío entrega pistas.
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—Acá nos preocupamos de mantener el archivo en buen estado, dar respuesta a solicitudes de información, analizar nuestra propia producción y entender cómo se organizó la estructura represiva —dice Tamara Lagos en su oficina.
Por la ventana se ve un muro ciego, pintado de verde, con ductos de ventilación. En el alféizar, plantas. Tamara es socióloga, tiene 40 años recién cumplidos. Lleva el pelo ondulado hasta los hombros y un aro en la nariz. Es la coordinadora del área de Archivo e Investigación Documental del programa, reestructurada con la creación del plan.
—Lo primero era reunir, organizar lo que teníamos. Describir la información, ponerla en valor e investigarla no solamente con fines de verdad, de justicia, sino también en el sentido de la difusión, de la memoria, con el acceso al archivo. Y si bien es un archivo del pasado, en el sentido de que inscribe hechos pasados, siempre he tenido el rollo de pensar en cómo vamos a tener un archivo para el futuro.
Hace unos días fue lanzado el Mapa de Trayectorias, el trabajo de todas las áreas del Plan Nacional de Búsqueda. Es un sitio web con un mapa de Chile y un buscador.
—El otro día alguien que se metió al sitio me decía: si te situái en Santiago Centro, casi no hay espacio donde no haya habido una detención. Otra persona se metió y se dio cuenta de que en la esquina de su casa habían detenido a una persona, y hoy día habita la esquina de su casa de una forma distinta. Y eso va más allá de la trayectoria de una persona, tiene que ver con el significado y uso social de un espacio, cómo lo habitái.
Si se ingresa el nombre de una víctima en el buscador, entrega su información personal, descripción de los hechos y el estado del proceso judicial. Sobre el mapa de Chile, la plataforma traza la trayectoria de desaparición de las 1 469 víctimas. En unos casos, marca solo el lugar de detención de la persona (la calle por donde pasaba, la casa donde vivía, una esquina donde esperaba) con un punto azul, ya que la investigación —en tanto sigue abierta— solo cuenta con ese dato. En otros casos, además del lugar de detención, el mapa entrega el destino final de la víctima, ambos puntos unidos por una línea punteada del mismo color azul. Entre esos dos puntos puede haber o no otros puntos marcados, correspondientes a los lugares donde fue trasladada la víctima antes del último sitio donde se la vio con vida. Algunas fueron trasladadas varias veces hasta ser asesinadas, enterradas, exhumadas, trasladadas y enterradas nuevamente, o arrojadas al mar. En todos estos casos no hay hallazgos, o hay, con suerte, hallazgos parciales: una tibia, un diente, un hueso de un pie.
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—El archivo es prueba incluso cuando no existe… —dice Tamara—. Tengo esta pregunta equis, que eventualmente un archivo la puede responder. Pero ese archivo fue eliminado, no existe: ese vacío se puede documentar. El archivo es una cuestión mucho más amplia que lo que permite un documento. O sea, un cuerpo para mí también es material de archivo, o una arpillera, o un territorio. El desierto, por ejemplo.
La geografía del desierto chileno expande una resolana de memoria cruel. El Mapa de Trayectorias muestra el recorrido de víctimas llevadas allí después de los crímenes de la Caravana de la Muerte, una comitiva militar que recorrió el país en helicóptero para abreviar juicios mediante el exterminio. Algunas víctimas fueron trasladadas hacia nueve puntos. El mapa señala hasta tres inhumaciones distintas. Google Maps muestra, cerca del Aeropuerto El Loa, en Calama, un trazo blanquecino a la manera de un geoglifo. Con pasmosa claridad se ve la silueta de un corvo, cuchillo tradicional chileno utilizado en ese tiempo por militares para degollar a sus víctimas, aun estando muertas. Supera los dos kilómetros de longitud. En la empuñadura, si se mira atentamente, se ven un “11”, un “73” a la izquierda y un “78” a la derecha. Los dos primeros números son alusiones a la fecha del golpe militar; el tercero refiere al año en que se llevó a cabo la operación Retiro de Televisores, la orden de Pinochet para exhumar los cuerpos allí y a lo largo de todo Chile donde hubieran sido enterrados ilegalmente para lanzarlos al mar o incinerarlos. Ese tatuaje en la piel reseca del norte chileno es de autoría desconocida, pero llegó a un juez en 2011, de manos de la dirigente de una agrupación de familiares que encontró un sobre sin remitente bajo la puerta de su casa con la imagen aérea del cuchillo dentro. En 2013 periciaron, pero no hallaron nada. Mucha de la búsqueda del plan se ocupa de los rastros borrados por esa operación, grabada como estría en el desierto.
—El problema ha sido en gran medida la privatización del daño —dice Tamara—. Ha hecho que las personas deban cargar con ese daño como si fuese individual y está archisabido que no es así. Eso ha sido muy difícil posicionarlo en Chile. Ese construir verdad y hacer justicia no debió nunca ser por un deber de quienes quedaron, sino de quien efectivamente generó este daño. La violencia es difícil ponerla en torno a un hecho específico, porque, finalmente, es como cuando tiras una piedra en el agua, ¿cachái?: reverbera hasta hoy. El proceso judicial también genera instancias de mucha violencia, donde la familia tiene un rol bien preponderante, también en la construcción de la verdad.
En una repisa, la foto en blanco y negro de una mujer. Es su abuela, a quien se ve de pie, con el pelo recortado, vestida de negro, firme, junto a otras personas que sostienen carteles en una calle. Tamara también es usuaria del Programa de Derechos Humanos: su abuelo y su padre son ejecutados políticos.
—Crecí en una familia donde esta historia era un signo de orgullo, y también un mandato. Con alguien conversaba que seguramente, si no trajéramos esta historia, podríamos estar haciendo, no sé, macramé en una playa de Ecuador. Por supuesto que hay algo de restricción de la libertad respecto de los mundos posibles que uno podía transitar con una historia como esta. Pero hay objetivos que trascienden incluso a quienes sobreviven, a quienes nos faltan y a quienes les hicieron daño. Y a eso no le puedes poner un punto final: para la historia y para la memoria los tiempos son otros.
Y, sin embargo, un oxímoron extraño:
—Lo que acompaña al horror es belleza: las acciones que generan las personas, los colectivos, para resistir y contrarrestar ese horror. Esto es horror y es todo lo contrario al horror también, todo el tiempo.
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Es un jueves de diciembre, y Magdalena Garcés raya una hoja suelta mientras habla. Es abogada, tiene 50 años y hace dos meses que es coordinadora del área de Búsqueda y Trayectorias. El área nació con el plan y su nombre disparó las expectativas.
—El trabajo está centralizado en sitios donde sería posible realizar búsquedas en terreno, donde se permitiera encontrar restos óseos, cuerpos humanos o fosas que fueron exhumadas. Ahí hay una cosa con lo sensorial: de ver el lugar, de sentirlo, de escucharlo, si hay sol, si hay sombra, estar con las personas en el mismo lugar. Reconocemos que la búsqueda no empezó hoy, no la empezamos nosotros. Heredamos una posta que viene de hace mucho tiempo, y que ahora nos permite quizás con nuevas tecnologías, con más profesionales, nuevas miradas, retomarla y complementarla.
El equipo menciona las tareas de búsqueda como diligencias, y esta área en particular se ocupa de las tareas en terreno, pero dependiendo del área pueden implicar ir a un cerro, a un cementerio o a un tribunal. El área se compone de un antropólogo, un geógrafo, un exfuncionario de la Policía de Investigaciones, periodistas y un historiador. Magdalena ha hecho una carrera como abogada de agrupaciones de derechos humanos, pero ahora, de ese lado de la mesa, dice que parte del trabajo se basa en restablecer la confianza en el Estado.
—No es que sienta: constato que llegamos tarde. Me preocupa mucho cuánto podamos avanzar sabiendo que llegamos tarde, la creación de expectativas que no podamos cumplir. Con represores, familiares y sobrevivientes fallecidos, con lugares que ya están muy intervenidos, la posibilidad de búsqueda es muy difícil. Hay una desconfianza aprendida a lo largo de muchísimos años, múltiples decepciones y frustraciones.
Recién en 1991 se pudieron exhumar tumbas del patio 29 del Cementerio General por una denuncia hecha en 1979. Hallaron 126 cuerpos de víctimas del régimen que fueron enterradas clandestinamente como nn: en algunas de las tumbas había dos cadáveres. Entre 1993 y 2002 fueron informados 96. Sin embargo, en 2004, y ante las dudas por el método poco fiable que empleó el Servicio Médico Legal, la esposa de una víctima identificada solicitó un estudio genético de la osamenta que le entregaron. El resultado fue el origen del drama, y en 2006 se consumó: 89 restos fueron periciados, de los cuales cuatro no tenían información suficiente, 37 eran correspondientes a más de una víctima y 48 no eran quienes las familias creían haber sepultado.
—Entonces hay un trabajo de recomposición de confianza con el Estado, con el Poder Judicial —sigue Magdalena—. Y creo que al programa y a nosotros nos toca un rol intermedio.
Antes de que eso sucediera, en 2001, 89 cajas con osamentas humanas fueron encargadas por el juez Juan Guzmán a la Universidad de Chile, posiblemente correspondientes a restos de detenidos desaparecidos. Las cajas pasaron al olvido, y en 2014, cuando hubo una inundación en el subterráneo en el que estaban guardadas, fueron redescubiertas. Las trasladaron al Servicio Médico Legal en 2019, la mayoría de ellas con “Cerro Chena” escrito con marcador negro. Nunca, en 24 años, han sido periciadas.
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Es 26 de diciembre de 2024. En el cerro Chena, en San Bernardo, al sur de Santiago, está el Cuartel No II de la Sección de Inteligencia de la Escuela de Infantería. Aquí buscan restos. El terreno es agreste, árido. El día partió nublado, pero en la primera hora de la tarde el sol arrecia. Bajo un toldo azul, una mesa con pan, jamón, queso, vasos de plumavit, un termo con agua caliente, té, café en tarro y un cooler con botellas de agua. A unos 200 metros de distancia, tres hombres con chalecos reflectantes anaranjados pasan una máquina por una ladera. La escena parece de ciencia ficción, como si cortaran el pasto en Marte: el georradar es un escáner que determina anomalías en el subsuelo, si es que hubo remoción de tierra, si es que había un pique, una zanja. Una fosa.
La diligencia ha tomado cuatro horas y faltan otras tres. La Policía de Investigaciones, los operarios de la máquina, una jueza de dedicación exclusiva y un canal de televisión componen el paisaje. Alrededor de la mesa, Lorena Peralta y Érika Marambio llaman por sus nombres a quienes ven en las fotos que les muestran un par de mujeres de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Ejecutados de Paine, localidad donde fueron detenidos y desaparecidos 70 campesinos. También dos hombres que miran, esperan. Juan Carlos Silva, de 67 años, y su hijo, René Manuel Silva, de 33, ven cómo a lo lejos la máquina rastrea el último paradero conocido de su padre y abuelo, Manuel Silva Carreño, uno de esos campesinos.
—El dolor no se va nunca —dice Juan Carlos Silva.
Es canoso, robusto, ojos claros. Usa gorro con visera y una polera rayada. Según el Mapa de Trayectorias, Manuel Silva fue detenido en su casa el día 29 de noviembre de 1973 en Paine, localidad al sur de Santiago. Juan Carlos tenía 17 años cuando un día, mientras almorzaban, militares entraron a su casa y se llevaron a su padre. René Silva nunca conoció a su abuelo Manuel, pero acompaña en la búsqueda a su padre.
—Mi abuela, ya vieja, se levantaba y yo le preguntaba: “Abuelita, ¿qué le pasó?”. “Nada, mijito, estoy levantándome para ir a buscar al Nano”. Que iba a llegar en un bus a tal hora… —dice René Manuel Silva, con las manos atrás y una sonrisa imprecisa.
El mapa dice que, luego de ser detenido, Manuel Silva fue trasladado cinco veces. La última hasta aquí, el cerro Chena, un cementerio clandestino donde se contabilizan 101 detenidos desaparecidos. Manuel Silva es parte de al menos seis de los hombres traídos hasta aquí desde Paine. De algunos solo se ha hallado una muela.
—Antes con mi papá y ahora con mi mamá, siempre aquí —dice Juan Carlos, golpeándose el pecho con un dedo—. Yo no soy de esos de ir al cementerio, de pasar metido en el cementerio, no. Qué saco con ir al cementerio, si andan aquí. Aquí.
Dice que su padre fue un hombre bueno. René tiene la imagen de un agricultor dedicado a su trabajo y su familia.
—Qué más lindo sería, aunque sea un huesito, o ropa o, no sé, cualquier cosa. Que lo encontraran. Llevar sus huesitos al cementerio y saber que él está ahí —dice René.
—Tengo la esperanza de que esto llegue a buen puerto. Y que se encuentre lo que el de arriba quiera entregar —dice Juan Carlos.
Cuando dice “arriba”, alza la mirada. Y arriba, sobre ese terreno áspero, un azul inmenso, hermoso; pálido e indiferente.

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Paulina Zamorano tiene 41 años, es abogada y jefa del Programa de Derechos Humanos. Ingresó en 2012, asumió como jefa subrogante en 2022 y es jefa titular desde 2023, a cargo de la gestión de todas las áreas que conforman el plan. Es viernes y sobre la mesa de su oficina hay un cuaderno. “Everything is alright”, dice la tapa, con una cara feliz.
—El plan tiene la obligación de movilizar a todo el Estado. El programa estaba anteriormente solo a cargo de movilizar las causas judiciales, de apoyar a las familias, no de movilizar todo el Estado. Pero aún estamos trabajando para dejar fija esta política pública dentro del Estado.
El plan, al ser decreto supremo, conmina y congrega a distintas instituciones del Estado a colaborar con la búsqueda con mayor agilidad, desde sus ministerios hasta el Servicio Médico Legal, encargado de todas las identificaciones y trabajos científicos, además de las labores de peritajes junto con las policías. Estas instituciones deben rendir cuentas de sus tareas asignadas al plan. Todo con el objetivo de allanar la información sobre las estructuras represivas, los patrones macrocriminales del régimen y las trayectorias de las detenciones.
—Si pensamos solo en que los vamos a encontrar, es una política que no va a funcionar. Si pensamos en cómo podemos avanzar para saber qué fue lo que sucedió con las víctimas, sí puede resultar —sigue Paulina.
Todas las áreas fueron parte del proceso participativo con agrupaciones de familiares que comenzó en 2022: acercarse a lugares donde nunca nadie había tomado un testimonio, contarles las intenciones del plan, mostrar la cara en representación de un Estado ausente, algo que no purga del todo la reticencia de las familias.
—Las primeras reuniones con los familiares tenían un tono muy álgido, y eso repercutió muy fuerte en el equipo. Todos nos fuimos con una carga de alta responsabilidad, tener que cumplirles, cuando nosotros recién estábamos sistematizando la información que teníamos que levantar para el plan y promoviendo las acciones judiciales.
En el lanzamiento del Mapa de Trayectorias, en el Salón de Honor de la Universidad de Chile, el actual ministro, Jaime Gajardo, con dos meses en el cargo, lanzó una última frase en su discurso que sonó como una perorata precipitada: “No los defraudaremos”.
Sonrisa. Aplausos.
Afuera, en los debates de la política y las redes, los consensos sobre los derechos humanos se desdibujan y crecen las reivindicaciones de sectores políticos que se identifican con los propósitos del régimen de Pinochet. En tanto, el plan es el proyecto emblema de un gobierno que pretende establecer esta política pública antes de terminar, en marzo de 2026.
—Los familiares y organizaciones saben del prestigio del programa. Ellos han sido los más llanos a trabajar. El plan nacional llena el espacio que el Estado no se ha hecho cargo, y trabajamos para que la espera que tienen los familiares se condiga con lo que efectivamente es esta política y no dejarlos solos en ese proceso. Pero no es normal, trabajar a este ritmo no está bien.
La noche del 4 de octubre de 2023, una de las trabajadoras del aseo de la oficina del programa encontró un pote de mantequilla con un hueso de mandíbula humana dentro. El hecho trascendió, se insinuó que podían ser restos de alguna víctima. Familiares de víctimas de la dictadura declararon en medios sentir dolor y revictimización por el hallazgo. En marzo de 2024, los peritajes y posteriores estudios determinaron que la mandíbula encontrada era de alguien que vivió en el siglo III o IV.

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—Cuando supe que se iba a concretar esto fue una sensación bien fuerte, no lo creía posible. Porque ha sido un camino demasiado largo, demasiada espera, demasiada rabia. ¿Sabes lo que pasa? Tenía miedo de perder el dolor… El dolor es tan fuerte, me ha acompañado tanto tiempo que no quería que se me fuera, porque es parte de mí. Es como ver, entre comillas, la belleza en el dolor.
Es una mañana de los primeros días de enero en un café de Santiago. Pamela Bustos Velozo tiene 61 años, pelo largo, oscuro, con algunas canas. Hace un mes estuvo en la Sala de Identificación del Servicio Médico mirando los restos de su padre, Juan Bustos Marchant. Reparó en los huesos de sus manos, que recordaba grandes, definidas y hermosas. Era prefecto de la Policía de Investigaciones de Valparaíso. Con el golpe y leal al gobierno de Salvador Allende, fue detenido y torturado en octubre de 1973. Trasladado junto a su familia a Santiago a fines de ese año, en abril de 1974 fue detenido y devuelto nuevamente a Valparaíso, sometido a consejo de guerra por cargos sin asidero y apresado en su propio lugar de trabajo, en la prefectura de la ciudad puerto. El 1 de mayo su familia lo fue a ver ahí. Pamela lo recuerda abatido, dolorido y triste.
—Entramos a una salita y ahí estaba. Nos abrazaba mucho, a mí, a mi hermana y a mi mamá. Ella se llevó su ropa sucia, le dejó ropa limpia. Fue una cosa corta. Cuando nos fuimos, se asomó en la puerta y nos hizo “chao” —dice moviendo su mano como si lo mirara.
El 2 de mayo, su padre apareció muerto en su oficina con un disparo en la cabeza. Fue entregado en una urna sellada: “suicidio”, decía el acta de defunción. Lo sepultaron con la duda eterna. Durante años, tanto Pamela como su hermana Gloria y su madre Nelly, fueron hostigadas por los organismos del régimen, y con los años ella y su hermana hicieron todo para correr el velo de la sospecha: en 2011, el cuerpo de su padre fue exhumado y se determinó que la participación de terceros constituyó una ejecución.
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—Con el programa sí hay reparación. Tuvieron una delicadeza sin igual. Y tengo pánico de que este gobierno se vaya y no quede nada. Yo al menos pude enterrar a mi papá, tener algo de él. Pero cuántos más son los que esperan algo.
El 18 de diciembre de 2024, en una ceremonia íntima, fue sepultado el osario con los restos del padre de Pamela. Pamela debe volver a Italia, donde vive hace 26 años, pero la parte judicial sigue: dos agentes involucrados en el asesinato de Juan Bustos, con más de 90 años, están libres.
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Andrea Leonhardt tiene 51 años, trabaja en el programa desde 2017. Es delgada; su voz, grave, con inflexiones delicadas. Detrás suyo, el marco de la ventana recorta perfectamente, como una postal, el frontis del Palacio de La Moneda, la fachada que fue bombardeada el 11 de septiembre de 1973 en el inicio de una de las dictaduras más extensas en América Latina.
—Atendemos personas todos los días, tanto familiares como víctimas de otros hechos represivos. Nuestro trabajo aquí tiene tres patas: las denuncias espontáneas, el trabajo con agrupaciones y las diligencias.
Andrea y el equipo del área Social son quienes atienden a personas que, por ejemplo, nunca se presentaron a las comisiones de verdad por miedo o desconocimiento. Junto con ello, trabajan en actualizar las medidas reparatorias fijadas por las comisiones de los noventa: que las becas sean traspasables entre familiares, que se incrementen las pensiones de acuerdo al costo de la vida actual, o que aquellos familiares de víctimas beneficiarios de pensión reparatoria puedan acceder también a la Pensión Garantizada Universal, una ayuda de base del Estado a las jubilaciones de todos los chilenos. Asimismo, destinar recursos a insumos y traslados de agrupaciones para encuentros o diligencias. Andrea Leonhardt también se preocupa desde coordinar instituciones hasta preguntar qué flores prefiere una familia para velar un osario, una caja pequeña con huesos.
—Siendo asistente social, ¿pensaste en algún momento que ibas a tener tanto vínculo con este tipo de palabras?
—Jamás.
—¿Y cómo ha sido?
—Sanador.
Andrea maneja una nomenclatura instruida en torno al horror con soltura decorosa. En este tiempo, junto con ponderar sus propios duelos, ha visto la devoción de esa búsqueda, hecha principalmente por mujeres. Recuerda la vez que una de ellas, en el norte, le mostró un hueso que conservaba dentro de una pequeña taza. Hechos los estudios, supieron que el hueso que la mujer apreciaba era de un animal.




5
La luz tenue de una tarde de febrero entra a través de la ventana de su casa y se acuesta tímida sobre sus hombros. Isolina Ramírez, sentada en una poltrona, usa pantalón oscuro y blusa roja. Lleva un reloj en su muñeca que, como todos, avanza. A su lado, una foto: sale sonriente, joven, de vestido claro y abrazada a Mario Zamorano, de sonrisa tan amplia o más que la de ella.
El día 4 de mayo de 1976, Mario Zamorano, obrero marroquinero y dirigente del Partido Comunista, salió por última vez de esta casa en Ñuñoa, comuna de Santiago, donde vivía con su esposa Isolina y sus tres hijas. Fue a una casa de seguridad en calle Conferencia, Santiago Centro, donde habría una reunión a la que solo estaba citado el Comité Central del partido, que en esa época operaba en la clandestinidad. Entre ellos, Mario. La casa había sido identificada unos días antes por agentes de la dina. Mario estaba de cumpleaños al día siguiente, e Isolina, militante como él, pero que no estaba al tanto de la reunión del comité, lo esperó en casa de su suegro para festejar. Pero Mario no llegó. Según las investigaciones, a eso de las siete de la tarde del 4 de mayo, Mario Zamorano fue detenido en la casa de calle Conferencia y continúa desaparecido hasta hoy.
—Llamé a un amigo ayudista del partido y le dije que Mario no había llegado —dice Isolina—. Salimos en una renoleta y empezamos a visitar las casas de seguridad, tres, y en las tres no había señales de Mario. Ahí yo dije que esto es más malo de lo que pensábamos. Al otro día nos juntamos con Eliana Espinoza, amiga y dirigenta también. Ella sabía lo de la reunión en calle Conferencia y le pedí que me lo contara.
Eliana Espinoza también fue detenida y desaparecida el día 12 de mayo siguiente. Isolina hizo la denuncia por su esposo en la Vicaría de la Solidaridad y el tiempo, indiferente, pasó. Allí le dieron trabajo, y con eso mantuvo a sus tres hijas. Parte de su familia la desconoció. Escuchó cada llamada de amenazas a su casa, lidió con cada noticia falsa —como que Mario había sido visto en la Argentina con otra mujer— y con cada ilusión al ver a un hombre con un mínimo parecido a su marido: así se vería hoy, pensaba, barbón, fatigado, más delgado y menos él. Pero nunca apareció.
—Mucha incertidumbre ya no teníamos. Pero una empieza a pensar en que ya estaba muerto, y que ojalá no haya sido mucho el tiempo que pasó ahí.
El Mapa de Trayectorias dice que Mario Zamorano fue trasladado hasta Villa Grimaldi, uno de los centros de exterminio más grandes de la dictadura. Hoy, Isolina tiene 92 años, hijas, nietos y bisnietos. En su familia, dice, no existe rencor ni contra militares ni contra esa historia ungida por la espera. Y si bien la búsqueda no supone un epílogo, y la presencia de Isolina en aquella audiencia de diciembre era una forma de la esperanza pertinaz de quienes quedan, ella estima que dos años después de perder las señales de su marido, en buena parte dejó la ruta de la búsqueda.
—En ese tiempo nos acostumbramos a no saludar a nadie en la calle. Y nos queda un poco eso. Uno de mis defectos no es que me cueste confiar, sino que… Siempre siento que porque soy comunista soy como una persona desagradable, que hay que tener cuidado conmigo. Lo sentí en la cuadra cuando desapareció Mario. Yo entendía esa distancia, pero nos golpeó mucho.
La casa de Isolina y Mario queda en una calle llamada Estrella Solitaria. En su patio, ella está sentada a la mesa bajo un parrón de un verde tupido, mientras la tarde cae. Ahí, la historia de la espera parece evocar su final: y es que, como el ocaso, se desvanece inevitablemente con el tráfago feroz del tiempo que pasa.
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La misión sin final del Plan Nacional de Búsqueda, Verdad y Justicia de Chile.
Estas son las personas que, 50 años después del golpe de Estado de Pinochet, llevan adelante la búsqueda de las huellas de los detenidos desaparecidos por la dictadura chilena. Historiadores, archiveros, abogados, sociólogos, geógrafos, asistentes sociales, peritos en diversas disciplinas, entre muchos otros profesionales, ejecutan una política pública largamente postergada que pretende entregar justicia a los familiares de las víctimas. Su tarea, sin embargo, tiene un horizonte más amplio: construir un puente que restablezca la confianza en el Estado.
1
El abogado relator hace una pausa para tomar agua. En la segunda sala de la Corte Suprema, teñida de una luz calipso por el sol que atraviesa los vidrios polarizados, los hechos que narra se derraman con pavorosa frialdad. En el público, una mujer, de nombre Isolina, espera. El abogado menciona a Mario, el esposo de la mujer, uno de los hombres que llegaron a una casa en el centro de Santiago de Chile en mayo de 1976, que junto a otros fue detenido y desapareció para siempre. Cuando el nombre de su marido resuena en la audiencia, la mano de otra mujer se desliza por la espalda de Isolina con suavidad.
Hoy es 10 de diciembre de 2024 y este es el penúltimo eslabón de la causa más larga en la historia penal chilena, la primera interpuesta a Pinochet por crímenes de lesa humanidad en 1998, llamada Caso Conferencia I. Es el Día Internacional de los Derechos Humanos: el mismo día, pero de 2006, el dictador del régimen chileno murió en la habitación de un hospital en completa impunidad.
Aquí, en el asiento de madera fría de un tribunal, y en un descampado en el que apenas se ve una huella borrada, o en una oficina cualquiera, se delinea una parte de la historia de este país; de la gente que espera y la gente que busca.
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El comandante en jefe del Ejército, con sorna, le dice a una joven periodista: “Felicito a los buscadores de cadáveres”. “¿Podría usted seguir insistiendo que en Chile no hubo detenidos desaparecidos? —le pregunta ella—. ¿Qué le parece que hayan encontrado, incluso en una sola tumba, dos cadáveres?”. “¡Pero qué economía más grande!”, responde Augusto Pinochet Ugarte, antes de dar la espalda a la cámara que lo graba y perderse en el tumulto. Es 1991. La dictadura terminó hace apenas un año, pero su aliento lóbrego prevalece.
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El edificio es antiguo, frente al Palacio de La Moneda, en calle Agustinas. En la Plaza de la Constitución hay un árbol de Navidad gigante que acusa el ritmo de la época. En el tercer piso del edificio funciona el Programa de Derechos Humanos. Al salir del ascensor, el piso se divide en tres: a la derecha, área Social a un lado y área de Búsqueda y Trayectorias al otro; a la izquierda, área Jurídica junto con el área de Archivo e Investigación Documental. El área de Memorias, que se ocupa de generar materiales educativos y de la gestión en sitios y museos de memoria, está en el edificio del Ministerio de Justicia, a unas cuadras de aquí. Todas componen un plan que demoró 50 años en aparecer.
En agosto de 2023, Gabriel Boric, presidente en ejercicio, firmó el decreto supremo llamado Plan Nacional de Búsqueda, Verdad y Justicia, la primera política estatal que institucionaliza la búsqueda de las trayectorias y destino final de las víctimas de desaparición forzada de la dictadura chilena. Y en esa línea de tiempo cabe la pregunta: ¿por qué tanto tiempo después?
Llegada la democracia en 1990, la omnipresencia de Pinochet —en la comandancia en jefe del Ejército y en el Congreso, luego de ser nombrado senador vitalicio— tensionaba cualquier intento de acuerdo para dar garantías de justicia transicional por parte del Poder Ejecutivo. La derecha mantuvo el legado del régimen; en tanto, la oposición, ahora en el gobierno desde el fin de la dictadura, optó por cuidar la estabilidad de la frágil democracia. Así, las primeras medidas judiciales fueron escasas, a cuentagotas, de manera paulatina y dilatada. La Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación entregó el Informe Rettig al presidente Patricio Aylwin en 1991, que contó 2 279 víctimas totales, entre ejecutados políticos y detenidos desaparecidos. Al recibirlo, Aylwin dijo: “Y sobre la base de esa verdad se busque la justicia en la medida de lo posible”. El retorno a la democracia abría la esperanza, pero la frase —“en la medida de lo posible”— pareció signar la mezquindad con que se haría —o, más bien, no se haría— la búsqueda de los restos. En 1992 se formó la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación: cerró la cifra de víctimas totales de la dictadura en 3 195. En 1997 se convirtió en el Programa de Derechos Humanos, que hasta hoy presta representación legal a familiares de víctimas. A fines de los noventa se dictaron las primeras sentencias sobre los responsables: en los casos de detenidos desaparecidos, la justicia ha condenado bajo el delito de secuestro calificado a quien hizo la detención, a quien encerró a la víctima, a quien mantuvo la condición de encierro, a quien vigilaba el perímetro. Al no existir el cuerpo, el secuestro se considera un delito aún en curso y, por lo tanto, permanente hasta que no aparezca. De todas las víctimas se sabe al menos un dato: algunos aparecen en un listado de víctimas (emitido por un organismo represivo), o figura el lugar de su detención. Así, todos los delitos se han podido acreditar: entre 1990 y 2023, las sentencias condenatorias sumaban un total de 666.
Mientras los esfuerzos de los familiares estaban volcados en los tribunales, la búsqueda de la trayectoria de detención y, eventualmente, de restos, quedó relegada como una cuestión accesoria, o bien, supeditada a los peritajes ordenados por los jueces. En todo caso, el conocimiento de los familiares abrió la ruta para, medio siglo después, poder delinear la búsqueda.
El Plan Nacional de Búsqueda oficializa la cifra de 1 092 detenidos desaparecidos y 377 ejecutados políticos notificados, pero cuyo cuerpo no fue entregado. De todas estas víctimas, poco más de un 95% eran hombres; casi un 5%, mujeres. La mayoría tenía entre 21 y 30 años. Más de la mitad eran obreros, y casi un tercio no tenía militancia política. Son 13 los métodos de desaparición forzada consignados por el plan: víctimas entregadas en un ataúd sellado y con prohibición de abrir; víctimas identificadas no informadas a familiares y enterradas ilegalmente en calidad de nn; víctimas arrojadas desde helicópteros al océano Pacífico en los llamados “vuelos de la muerte”, por nombrar algunos. A lo largo de los años hubo 306 hallazgos y restituciones de cuerpos a las familias, pero aun en esos casos se desconoce qué pasó entre la detención y la aparición de los restos.
El Programa de Derechos Humanos ejecuta el plan. Aquí, en estas oficinas, su equipo atiende a familias que tienen causas iniciadas en la justicia e investiga las trayectorias de desaparición de las 1 469 personas que faltan. Aquí trabajan quienes buscan vestigios, huellas, con el apremio que inyectan a esa búsqueda la ausencia del Estado durante casi medio siglo y los datos que inevitablemente se perdieron con el tiempo.


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Es lunes 16 de diciembre. En el área Jurídica, hay plantas, pocas. A cada lado del área, dos pasillos largos con oficinas, casi todas con las puertas abiertas. En medio, un espacio con fotocopiadoras, impresoras, escritorios. Pegado en el vidrio de una de las oficinas, un afiche con rostros en blanco y negro.
—Tomo notas de lo que dicen las defensas, pero hace mucho tiempo que no alego mirando papeles. Hay una sensación de vértigo cuando uno alega. Me gusta vivirlo así.
En una de las oficinas, el abogado Joaquín Perera está sentado junto a un perchero vacío del que pende un cartel que dice “en alegato. ¡¡¡silencio por favor!!!”. Tiene 49 años, los ojos pequeños y lentes de marco delgado negro. Es de apariencia tímida, pero hace seis días, en la audiencia de Conferencia I, alegó de forma enérgica en representación del Programa de Derechos Humanos, sin apoyo de papeles.
Del 4 al 6 de mayo de 1976, cinco dirigentes del Partido Comunista fueron detenidos en la casa de calle Conferencia 1 587, Santiago Centro, intervenida por la Dirección de Inteligencia Nacional (dina). Hasta el día 12, otros tres dirigentes fueron detenidos en otros puntos. Todos continúan desaparecidos hasta hoy. Entre ellos, Mario Zamorano, esposo de Isolina Ramírez. La Corte Suprema revisó los recursos de casación presentados por las defensas para reducir penas del caso. En el alegato, Joaquín Perera conminó a los jueces a rechazarlos y les recordó que la sentencia dictada meses antes “no es muda”: en abril de 2023, la Corte de Apelaciones condenó a 47 agentes a penas que van desde los cinco hasta los 20 años por este caso.
Joaquín Perera nació en 1975 en Buenos Aires, hijo de padre argentino y madre chilena. Su madre lo trajo a vivir a Chile dos años después, luego de que su padre fuese víctima de desaparición forzada en la dictadura de aquel país. Estudió Filosofía y luego Derecho, un cambio empujado por una inquietud vocacional y en cierta medida por esa parte de su historia familiar.
—Yo creo que encontraba a la filosofía como desacoplada del tejido social, como algo que gira absolutamente en sí mismo.
Luego de trabajar como procurador, el tedio lo acercó al litigio. Así, en 2011 comenzó a colaborar con la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos para investigar y abrir procesos judiciales. Esa experiencia, dice, fue la que lo empujó a trabajar en derechos humanos de forma definitiva. Integra el programa desde 2015, y junto al resto de los abogados del área Jurídica interviene en la tramitación de causas judiciales a favor de las víctimas.
—Bajo las condiciones en que se llevó adelante la justicia transicional en Chile, desde los noventa en adelante, no se avizoraba algún resultado para entregar a los familiares algo de justicia.
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En 1998, a meses de presentada la querella del Caso Conferencia I, la Corte Suprema no aplicó la ley de amnistía firmada en 1978, debido a que, según el tribunal, no se habían agotado los recursos investigativos. Eso sucedía por primera vez en un caso de desaparición forzada. De allí en adelante, el Poder Judicial se ciñó al derecho internacional en la materia y, al considerar el secuestro calificado como un delito sostenido, dejó de aplicar la amnistía. Así, aunque al día de hoy esa ley sigue vigente, poco a poco se fue quebrando la impunidad del régimen para trazar una línea —en todo caso serpenteante— de justicia.
—En el largo plazo, con tribunales más sensibles a esta materia, se ha llegado a muchas sentencias condenatorias, a muchas que han sido de cumplimiento efectivo. Por ejemplo, que haya 350 agentes que estén cumpliendo penas privativas de libertad y que logren reflejar la gravedad de los hechos… Sumando y restando, la acción de los tribunales ha sido un aliado más que un rival para la justicia transicional.
El jueves siguiente, Daniela Romero entra caminando al área Jurídica con una bicicleta verde fosforescente a un lado, vestido negro largo, ligero, y zapatillas Converse negras sin caña. “Pasemos”, dice, sonriente. También es abogada del programa desde 2014, tiene 36 años. Usa lentes, tiene el pelo castaño claro y ojos rasgados.
—Hay causas de las cuales no hay antecedentes ni testigos por ninguna parte —dice Daniela en su oficina—. Son las más difíciles. Ahora último, hay familias muy interesadas en saber qué pasó con su familiar, pero no podemos darle respuesta de lo que hay en el expediente de su caso, que generalmente es muy poco. Es frustrante, pero se me hace mucho la idea en la cabeza de “si no es ahora, ¿cuándo?; y si no somos nosotros, ¿quiénes?”.
La implementación del Plan Nacional de Búsqueda pretende dar impulso a la política de búsqueda y verdad evadida antes, por falta de voluntad política, y aunque la lógica indica que buscar para encontrar supone un epílogo, el Plan Nacional de Búsqueda no presenta señas de tener un final.
—Nunca hay condiciones óptimas —dice Joaquín Perera—. A uno siempre le queda la sensación de dificultad, de que “si yo o el programa hubiese estado ahí presente… tal vez se pudo haber mejorado cierto aspecto”. En un punto la investigación no logra permear el secreto de los agentes. Nunca se va a saber todo. Qué pasó con Mario Zamorano y con los demás de calle Conferencia, por ejemplo. Entonces, sí, en algún momento tienen que terminar las causas, los alegatos, las sentencias, o que ya no exista fuerza política suficiente para sostener el plan. Pero yo no sé si es que la búsqueda de los familiares está sujeta a esas mismas condiciones: hay algo que nunca está cerca de terminar.
El plan lleva un año y medio puesto en marcha y la carga de trabajo es intensa. El tiempo que ha pasado se abalanza sobre el presente con un vuelo angustioso; por momentos, el peso de todos los años transcurridos hace que la ruta hacia el verbo "encontrar" sea nebulosa.



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—La verdad, es más un adorno que otra cosa.
Detrás de una mampara de vidrio está el área de Archivo e Investigación Documental: cuatro escritorios, una ventana y un mapa que pende de una pared. Carolina Figueroa tiene 32 años, es historiadora y archivera de oficio. Trabaja en el programa hace un año y resguarda el Depósito del Archivo del Programa de Derechos Humanos, que está tras la puerta en diagonal a su escritorio, gran parte declarado Monumento Histórico Nacional. El mapa de Chile que está colgado lo usaban en el programa en los años noventa, y hoy es solo una suerte de reliquia nostálgica.
—Cuando entré al plan sentí gran satisfacción porque se iba a hacer real, pero también porque esperaba que fuera una especie de posicionamiento del Estado con respecto al tema, que obligaba a la sociedad también a incluirse —dice Carolina Figueroa.
Antes trabajó en el archivo de la Vicaría de la Solidaridad, la institución que, junto a otras, bajo el alero de la Iglesia católica, asistió a los familiares en tribunales en los primeros años de la dictadura. El plan toma esa posta y otras tantas no oficiales; sobre todo, la de lo hecho por las mujeres, madres, hijas, hermanas y esposas, de las víctimas. Carolina, cuando habla del archivo, usa palabras como cariño y recuerdo, silencio y ausencia, amor y tristeza.
—Es una especie de pena que siento de que no me hablen más. Como historiadora, no sé por qué insistía en el tema de “papeles muertos”, en esa idea. Es muy heavy hablar de papeles muertos cuando estoy buscando gente muerta, pero que no está. Y el vacío del papel es lo que me dice dónde podría estar esa desaparición: el vacío entrega pistas.
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—Acá nos preocupamos de mantener el archivo en buen estado, dar respuesta a solicitudes de información, analizar nuestra propia producción y entender cómo se organizó la estructura represiva —dice Tamara Lagos en su oficina.
Por la ventana se ve un muro ciego, pintado de verde, con ductos de ventilación. En el alféizar, plantas. Tamara es socióloga, tiene 40 años recién cumplidos. Lleva el pelo ondulado hasta los hombros y un aro en la nariz. Es la coordinadora del área de Archivo e Investigación Documental del programa, reestructurada con la creación del plan.
—Lo primero era reunir, organizar lo que teníamos. Describir la información, ponerla en valor e investigarla no solamente con fines de verdad, de justicia, sino también en el sentido de la difusión, de la memoria, con el acceso al archivo. Y si bien es un archivo del pasado, en el sentido de que inscribe hechos pasados, siempre he tenido el rollo de pensar en cómo vamos a tener un archivo para el futuro.
Hace unos días fue lanzado el Mapa de Trayectorias, el trabajo de todas las áreas del Plan Nacional de Búsqueda. Es un sitio web con un mapa de Chile y un buscador.
—El otro día alguien que se metió al sitio me decía: si te situái en Santiago Centro, casi no hay espacio donde no haya habido una detención. Otra persona se metió y se dio cuenta de que en la esquina de su casa habían detenido a una persona, y hoy día habita la esquina de su casa de una forma distinta. Y eso va más allá de la trayectoria de una persona, tiene que ver con el significado y uso social de un espacio, cómo lo habitái.
Si se ingresa el nombre de una víctima en el buscador, entrega su información personal, descripción de los hechos y el estado del proceso judicial. Sobre el mapa de Chile, la plataforma traza la trayectoria de desaparición de las 1 469 víctimas. En unos casos, marca solo el lugar de detención de la persona (la calle por donde pasaba, la casa donde vivía, una esquina donde esperaba) con un punto azul, ya que la investigación —en tanto sigue abierta— solo cuenta con ese dato. En otros casos, además del lugar de detención, el mapa entrega el destino final de la víctima, ambos puntos unidos por una línea punteada del mismo color azul. Entre esos dos puntos puede haber o no otros puntos marcados, correspondientes a los lugares donde fue trasladada la víctima antes del último sitio donde se la vio con vida. Algunas fueron trasladadas varias veces hasta ser asesinadas, enterradas, exhumadas, trasladadas y enterradas nuevamente, o arrojadas al mar. En todos estos casos no hay hallazgos, o hay, con suerte, hallazgos parciales: una tibia, un diente, un hueso de un pie.
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—El archivo es prueba incluso cuando no existe… —dice Tamara—. Tengo esta pregunta equis, que eventualmente un archivo la puede responder. Pero ese archivo fue eliminado, no existe: ese vacío se puede documentar. El archivo es una cuestión mucho más amplia que lo que permite un documento. O sea, un cuerpo para mí también es material de archivo, o una arpillera, o un territorio. El desierto, por ejemplo.
La geografía del desierto chileno expande una resolana de memoria cruel. El Mapa de Trayectorias muestra el recorrido de víctimas llevadas allí después de los crímenes de la Caravana de la Muerte, una comitiva militar que recorrió el país en helicóptero para abreviar juicios mediante el exterminio. Algunas víctimas fueron trasladadas hacia nueve puntos. El mapa señala hasta tres inhumaciones distintas. Google Maps muestra, cerca del Aeropuerto El Loa, en Calama, un trazo blanquecino a la manera de un geoglifo. Con pasmosa claridad se ve la silueta de un corvo, cuchillo tradicional chileno utilizado en ese tiempo por militares para degollar a sus víctimas, aun estando muertas. Supera los dos kilómetros de longitud. En la empuñadura, si se mira atentamente, se ven un “11”, un “73” a la izquierda y un “78” a la derecha. Los dos primeros números son alusiones a la fecha del golpe militar; el tercero refiere al año en que se llevó a cabo la operación Retiro de Televisores, la orden de Pinochet para exhumar los cuerpos allí y a lo largo de todo Chile donde hubieran sido enterrados ilegalmente para lanzarlos al mar o incinerarlos. Ese tatuaje en la piel reseca del norte chileno es de autoría desconocida, pero llegó a un juez en 2011, de manos de la dirigente de una agrupación de familiares que encontró un sobre sin remitente bajo la puerta de su casa con la imagen aérea del cuchillo dentro. En 2013 periciaron, pero no hallaron nada. Mucha de la búsqueda del plan se ocupa de los rastros borrados por esa operación, grabada como estría en el desierto.
—El problema ha sido en gran medida la privatización del daño —dice Tamara—. Ha hecho que las personas deban cargar con ese daño como si fuese individual y está archisabido que no es así. Eso ha sido muy difícil posicionarlo en Chile. Ese construir verdad y hacer justicia no debió nunca ser por un deber de quienes quedaron, sino de quien efectivamente generó este daño. La violencia es difícil ponerla en torno a un hecho específico, porque, finalmente, es como cuando tiras una piedra en el agua, ¿cachái?: reverbera hasta hoy. El proceso judicial también genera instancias de mucha violencia, donde la familia tiene un rol bien preponderante, también en la construcción de la verdad.
En una repisa, la foto en blanco y negro de una mujer. Es su abuela, a quien se ve de pie, con el pelo recortado, vestida de negro, firme, junto a otras personas que sostienen carteles en una calle. Tamara también es usuaria del Programa de Derechos Humanos: su abuelo y su padre son ejecutados políticos.
—Crecí en una familia donde esta historia era un signo de orgullo, y también un mandato. Con alguien conversaba que seguramente, si no trajéramos esta historia, podríamos estar haciendo, no sé, macramé en una playa de Ecuador. Por supuesto que hay algo de restricción de la libertad respecto de los mundos posibles que uno podía transitar con una historia como esta. Pero hay objetivos que trascienden incluso a quienes sobreviven, a quienes nos faltan y a quienes les hicieron daño. Y a eso no le puedes poner un punto final: para la historia y para la memoria los tiempos son otros.
Y, sin embargo, un oxímoron extraño:
—Lo que acompaña al horror es belleza: las acciones que generan las personas, los colectivos, para resistir y contrarrestar ese horror. Esto es horror y es todo lo contrario al horror también, todo el tiempo.
3
Es un jueves de diciembre, y Magdalena Garcés raya una hoja suelta mientras habla. Es abogada, tiene 50 años y hace dos meses que es coordinadora del área de Búsqueda y Trayectorias. El área nació con el plan y su nombre disparó las expectativas.
—El trabajo está centralizado en sitios donde sería posible realizar búsquedas en terreno, donde se permitiera encontrar restos óseos, cuerpos humanos o fosas que fueron exhumadas. Ahí hay una cosa con lo sensorial: de ver el lugar, de sentirlo, de escucharlo, si hay sol, si hay sombra, estar con las personas en el mismo lugar. Reconocemos que la búsqueda no empezó hoy, no la empezamos nosotros. Heredamos una posta que viene de hace mucho tiempo, y que ahora nos permite quizás con nuevas tecnologías, con más profesionales, nuevas miradas, retomarla y complementarla.
El equipo menciona las tareas de búsqueda como diligencias, y esta área en particular se ocupa de las tareas en terreno, pero dependiendo del área pueden implicar ir a un cerro, a un cementerio o a un tribunal. El área se compone de un antropólogo, un geógrafo, un exfuncionario de la Policía de Investigaciones, periodistas y un historiador. Magdalena ha hecho una carrera como abogada de agrupaciones de derechos humanos, pero ahora, de ese lado de la mesa, dice que parte del trabajo se basa en restablecer la confianza en el Estado.
—No es que sienta: constato que llegamos tarde. Me preocupa mucho cuánto podamos avanzar sabiendo que llegamos tarde, la creación de expectativas que no podamos cumplir. Con represores, familiares y sobrevivientes fallecidos, con lugares que ya están muy intervenidos, la posibilidad de búsqueda es muy difícil. Hay una desconfianza aprendida a lo largo de muchísimos años, múltiples decepciones y frustraciones.
Recién en 1991 se pudieron exhumar tumbas del patio 29 del Cementerio General por una denuncia hecha en 1979. Hallaron 126 cuerpos de víctimas del régimen que fueron enterradas clandestinamente como nn: en algunas de las tumbas había dos cadáveres. Entre 1993 y 2002 fueron informados 96. Sin embargo, en 2004, y ante las dudas por el método poco fiable que empleó el Servicio Médico Legal, la esposa de una víctima identificada solicitó un estudio genético de la osamenta que le entregaron. El resultado fue el origen del drama, y en 2006 se consumó: 89 restos fueron periciados, de los cuales cuatro no tenían información suficiente, 37 eran correspondientes a más de una víctima y 48 no eran quienes las familias creían haber sepultado.
—Entonces hay un trabajo de recomposición de confianza con el Estado, con el Poder Judicial —sigue Magdalena—. Y creo que al programa y a nosotros nos toca un rol intermedio.
Antes de que eso sucediera, en 2001, 89 cajas con osamentas humanas fueron encargadas por el juez Juan Guzmán a la Universidad de Chile, posiblemente correspondientes a restos de detenidos desaparecidos. Las cajas pasaron al olvido, y en 2014, cuando hubo una inundación en el subterráneo en el que estaban guardadas, fueron redescubiertas. Las trasladaron al Servicio Médico Legal en 2019, la mayoría de ellas con “Cerro Chena” escrito con marcador negro. Nunca, en 24 años, han sido periciadas.
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Es 26 de diciembre de 2024. En el cerro Chena, en San Bernardo, al sur de Santiago, está el Cuartel No II de la Sección de Inteligencia de la Escuela de Infantería. Aquí buscan restos. El terreno es agreste, árido. El día partió nublado, pero en la primera hora de la tarde el sol arrecia. Bajo un toldo azul, una mesa con pan, jamón, queso, vasos de plumavit, un termo con agua caliente, té, café en tarro y un cooler con botellas de agua. A unos 200 metros de distancia, tres hombres con chalecos reflectantes anaranjados pasan una máquina por una ladera. La escena parece de ciencia ficción, como si cortaran el pasto en Marte: el georradar es un escáner que determina anomalías en el subsuelo, si es que hubo remoción de tierra, si es que había un pique, una zanja. Una fosa.
La diligencia ha tomado cuatro horas y faltan otras tres. La Policía de Investigaciones, los operarios de la máquina, una jueza de dedicación exclusiva y un canal de televisión componen el paisaje. Alrededor de la mesa, Lorena Peralta y Érika Marambio llaman por sus nombres a quienes ven en las fotos que les muestran un par de mujeres de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Ejecutados de Paine, localidad donde fueron detenidos y desaparecidos 70 campesinos. También dos hombres que miran, esperan. Juan Carlos Silva, de 67 años, y su hijo, René Manuel Silva, de 33, ven cómo a lo lejos la máquina rastrea el último paradero conocido de su padre y abuelo, Manuel Silva Carreño, uno de esos campesinos.
—El dolor no se va nunca —dice Juan Carlos Silva.
Es canoso, robusto, ojos claros. Usa gorro con visera y una polera rayada. Según el Mapa de Trayectorias, Manuel Silva fue detenido en su casa el día 29 de noviembre de 1973 en Paine, localidad al sur de Santiago. Juan Carlos tenía 17 años cuando un día, mientras almorzaban, militares entraron a su casa y se llevaron a su padre. René Silva nunca conoció a su abuelo Manuel, pero acompaña en la búsqueda a su padre.
—Mi abuela, ya vieja, se levantaba y yo le preguntaba: “Abuelita, ¿qué le pasó?”. “Nada, mijito, estoy levantándome para ir a buscar al Nano”. Que iba a llegar en un bus a tal hora… —dice René Manuel Silva, con las manos atrás y una sonrisa imprecisa.
El mapa dice que, luego de ser detenido, Manuel Silva fue trasladado cinco veces. La última hasta aquí, el cerro Chena, un cementerio clandestino donde se contabilizan 101 detenidos desaparecidos. Manuel Silva es parte de al menos seis de los hombres traídos hasta aquí desde Paine. De algunos solo se ha hallado una muela.
—Antes con mi papá y ahora con mi mamá, siempre aquí —dice Juan Carlos, golpeándose el pecho con un dedo—. Yo no soy de esos de ir al cementerio, de pasar metido en el cementerio, no. Qué saco con ir al cementerio, si andan aquí. Aquí.
Dice que su padre fue un hombre bueno. René tiene la imagen de un agricultor dedicado a su trabajo y su familia.
—Qué más lindo sería, aunque sea un huesito, o ropa o, no sé, cualquier cosa. Que lo encontraran. Llevar sus huesitos al cementerio y saber que él está ahí —dice René.
—Tengo la esperanza de que esto llegue a buen puerto. Y que se encuentre lo que el de arriba quiera entregar —dice Juan Carlos.
Cuando dice “arriba”, alza la mirada. Y arriba, sobre ese terreno áspero, un azul inmenso, hermoso; pálido e indiferente.

4
Paulina Zamorano tiene 41 años, es abogada y jefa del Programa de Derechos Humanos. Ingresó en 2012, asumió como jefa subrogante en 2022 y es jefa titular desde 2023, a cargo de la gestión de todas las áreas que conforman el plan. Es viernes y sobre la mesa de su oficina hay un cuaderno. “Everything is alright”, dice la tapa, con una cara feliz.
—El plan tiene la obligación de movilizar a todo el Estado. El programa estaba anteriormente solo a cargo de movilizar las causas judiciales, de apoyar a las familias, no de movilizar todo el Estado. Pero aún estamos trabajando para dejar fija esta política pública dentro del Estado.
El plan, al ser decreto supremo, conmina y congrega a distintas instituciones del Estado a colaborar con la búsqueda con mayor agilidad, desde sus ministerios hasta el Servicio Médico Legal, encargado de todas las identificaciones y trabajos científicos, además de las labores de peritajes junto con las policías. Estas instituciones deben rendir cuentas de sus tareas asignadas al plan. Todo con el objetivo de allanar la información sobre las estructuras represivas, los patrones macrocriminales del régimen y las trayectorias de las detenciones.
—Si pensamos solo en que los vamos a encontrar, es una política que no va a funcionar. Si pensamos en cómo podemos avanzar para saber qué fue lo que sucedió con las víctimas, sí puede resultar —sigue Paulina.
Todas las áreas fueron parte del proceso participativo con agrupaciones de familiares que comenzó en 2022: acercarse a lugares donde nunca nadie había tomado un testimonio, contarles las intenciones del plan, mostrar la cara en representación de un Estado ausente, algo que no purga del todo la reticencia de las familias.
—Las primeras reuniones con los familiares tenían un tono muy álgido, y eso repercutió muy fuerte en el equipo. Todos nos fuimos con una carga de alta responsabilidad, tener que cumplirles, cuando nosotros recién estábamos sistematizando la información que teníamos que levantar para el plan y promoviendo las acciones judiciales.
En el lanzamiento del Mapa de Trayectorias, en el Salón de Honor de la Universidad de Chile, el actual ministro, Jaime Gajardo, con dos meses en el cargo, lanzó una última frase en su discurso que sonó como una perorata precipitada: “No los defraudaremos”.
Sonrisa. Aplausos.
Afuera, en los debates de la política y las redes, los consensos sobre los derechos humanos se desdibujan y crecen las reivindicaciones de sectores políticos que se identifican con los propósitos del régimen de Pinochet. En tanto, el plan es el proyecto emblema de un gobierno que pretende establecer esta política pública antes de terminar, en marzo de 2026.
—Los familiares y organizaciones saben del prestigio del programa. Ellos han sido los más llanos a trabajar. El plan nacional llena el espacio que el Estado no se ha hecho cargo, y trabajamos para que la espera que tienen los familiares se condiga con lo que efectivamente es esta política y no dejarlos solos en ese proceso. Pero no es normal, trabajar a este ritmo no está bien.
La noche del 4 de octubre de 2023, una de las trabajadoras del aseo de la oficina del programa encontró un pote de mantequilla con un hueso de mandíbula humana dentro. El hecho trascendió, se insinuó que podían ser restos de alguna víctima. Familiares de víctimas de la dictadura declararon en medios sentir dolor y revictimización por el hallazgo. En marzo de 2024, los peritajes y posteriores estudios determinaron que la mandíbula encontrada era de alguien que vivió en el siglo III o IV.

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—Cuando supe que se iba a concretar esto fue una sensación bien fuerte, no lo creía posible. Porque ha sido un camino demasiado largo, demasiada espera, demasiada rabia. ¿Sabes lo que pasa? Tenía miedo de perder el dolor… El dolor es tan fuerte, me ha acompañado tanto tiempo que no quería que se me fuera, porque es parte de mí. Es como ver, entre comillas, la belleza en el dolor.
Es una mañana de los primeros días de enero en un café de Santiago. Pamela Bustos Velozo tiene 61 años, pelo largo, oscuro, con algunas canas. Hace un mes estuvo en la Sala de Identificación del Servicio Médico mirando los restos de su padre, Juan Bustos Marchant. Reparó en los huesos de sus manos, que recordaba grandes, definidas y hermosas. Era prefecto de la Policía de Investigaciones de Valparaíso. Con el golpe y leal al gobierno de Salvador Allende, fue detenido y torturado en octubre de 1973. Trasladado junto a su familia a Santiago a fines de ese año, en abril de 1974 fue detenido y devuelto nuevamente a Valparaíso, sometido a consejo de guerra por cargos sin asidero y apresado en su propio lugar de trabajo, en la prefectura de la ciudad puerto. El 1 de mayo su familia lo fue a ver ahí. Pamela lo recuerda abatido, dolorido y triste.
—Entramos a una salita y ahí estaba. Nos abrazaba mucho, a mí, a mi hermana y a mi mamá. Ella se llevó su ropa sucia, le dejó ropa limpia. Fue una cosa corta. Cuando nos fuimos, se asomó en la puerta y nos hizo “chao” —dice moviendo su mano como si lo mirara.
El 2 de mayo, su padre apareció muerto en su oficina con un disparo en la cabeza. Fue entregado en una urna sellada: “suicidio”, decía el acta de defunción. Lo sepultaron con la duda eterna. Durante años, tanto Pamela como su hermana Gloria y su madre Nelly, fueron hostigadas por los organismos del régimen, y con los años ella y su hermana hicieron todo para correr el velo de la sospecha: en 2011, el cuerpo de su padre fue exhumado y se determinó que la participación de terceros constituyó una ejecución.
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—Con el programa sí hay reparación. Tuvieron una delicadeza sin igual. Y tengo pánico de que este gobierno se vaya y no quede nada. Yo al menos pude enterrar a mi papá, tener algo de él. Pero cuántos más son los que esperan algo.
El 18 de diciembre de 2024, en una ceremonia íntima, fue sepultado el osario con los restos del padre de Pamela. Pamela debe volver a Italia, donde vive hace 26 años, pero la parte judicial sigue: dos agentes involucrados en el asesinato de Juan Bustos, con más de 90 años, están libres.
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Andrea Leonhardt tiene 51 años, trabaja en el programa desde 2017. Es delgada; su voz, grave, con inflexiones delicadas. Detrás suyo, el marco de la ventana recorta perfectamente, como una postal, el frontis del Palacio de La Moneda, la fachada que fue bombardeada el 11 de septiembre de 1973 en el inicio de una de las dictaduras más extensas en América Latina.
—Atendemos personas todos los días, tanto familiares como víctimas de otros hechos represivos. Nuestro trabajo aquí tiene tres patas: las denuncias espontáneas, el trabajo con agrupaciones y las diligencias.
Andrea y el equipo del área Social son quienes atienden a personas que, por ejemplo, nunca se presentaron a las comisiones de verdad por miedo o desconocimiento. Junto con ello, trabajan en actualizar las medidas reparatorias fijadas por las comisiones de los noventa: que las becas sean traspasables entre familiares, que se incrementen las pensiones de acuerdo al costo de la vida actual, o que aquellos familiares de víctimas beneficiarios de pensión reparatoria puedan acceder también a la Pensión Garantizada Universal, una ayuda de base del Estado a las jubilaciones de todos los chilenos. Asimismo, destinar recursos a insumos y traslados de agrupaciones para encuentros o diligencias. Andrea Leonhardt también se preocupa desde coordinar instituciones hasta preguntar qué flores prefiere una familia para velar un osario, una caja pequeña con huesos.
—Siendo asistente social, ¿pensaste en algún momento que ibas a tener tanto vínculo con este tipo de palabras?
—Jamás.
—¿Y cómo ha sido?
—Sanador.
Andrea maneja una nomenclatura instruida en torno al horror con soltura decorosa. En este tiempo, junto con ponderar sus propios duelos, ha visto la devoción de esa búsqueda, hecha principalmente por mujeres. Recuerda la vez que una de ellas, en el norte, le mostró un hueso que conservaba dentro de una pequeña taza. Hechos los estudios, supieron que el hueso que la mujer apreciaba era de un animal.




5
La luz tenue de una tarde de febrero entra a través de la ventana de su casa y se acuesta tímida sobre sus hombros. Isolina Ramírez, sentada en una poltrona, usa pantalón oscuro y blusa roja. Lleva un reloj en su muñeca que, como todos, avanza. A su lado, una foto: sale sonriente, joven, de vestido claro y abrazada a Mario Zamorano, de sonrisa tan amplia o más que la de ella.
El día 4 de mayo de 1976, Mario Zamorano, obrero marroquinero y dirigente del Partido Comunista, salió por última vez de esta casa en Ñuñoa, comuna de Santiago, donde vivía con su esposa Isolina y sus tres hijas. Fue a una casa de seguridad en calle Conferencia, Santiago Centro, donde habría una reunión a la que solo estaba citado el Comité Central del partido, que en esa época operaba en la clandestinidad. Entre ellos, Mario. La casa había sido identificada unos días antes por agentes de la dina. Mario estaba de cumpleaños al día siguiente, e Isolina, militante como él, pero que no estaba al tanto de la reunión del comité, lo esperó en casa de su suegro para festejar. Pero Mario no llegó. Según las investigaciones, a eso de las siete de la tarde del 4 de mayo, Mario Zamorano fue detenido en la casa de calle Conferencia y continúa desaparecido hasta hoy.
—Llamé a un amigo ayudista del partido y le dije que Mario no había llegado —dice Isolina—. Salimos en una renoleta y empezamos a visitar las casas de seguridad, tres, y en las tres no había señales de Mario. Ahí yo dije que esto es más malo de lo que pensábamos. Al otro día nos juntamos con Eliana Espinoza, amiga y dirigenta también. Ella sabía lo de la reunión en calle Conferencia y le pedí que me lo contara.
Eliana Espinoza también fue detenida y desaparecida el día 12 de mayo siguiente. Isolina hizo la denuncia por su esposo en la Vicaría de la Solidaridad y el tiempo, indiferente, pasó. Allí le dieron trabajo, y con eso mantuvo a sus tres hijas. Parte de su familia la desconoció. Escuchó cada llamada de amenazas a su casa, lidió con cada noticia falsa —como que Mario había sido visto en la Argentina con otra mujer— y con cada ilusión al ver a un hombre con un mínimo parecido a su marido: así se vería hoy, pensaba, barbón, fatigado, más delgado y menos él. Pero nunca apareció.
—Mucha incertidumbre ya no teníamos. Pero una empieza a pensar en que ya estaba muerto, y que ojalá no haya sido mucho el tiempo que pasó ahí.
El Mapa de Trayectorias dice que Mario Zamorano fue trasladado hasta Villa Grimaldi, uno de los centros de exterminio más grandes de la dictadura. Hoy, Isolina tiene 92 años, hijas, nietos y bisnietos. En su familia, dice, no existe rencor ni contra militares ni contra esa historia ungida por la espera. Y si bien la búsqueda no supone un epílogo, y la presencia de Isolina en aquella audiencia de diciembre era una forma de la esperanza pertinaz de quienes quedan, ella estima que dos años después de perder las señales de su marido, en buena parte dejó la ruta de la búsqueda.
—En ese tiempo nos acostumbramos a no saludar a nadie en la calle. Y nos queda un poco eso. Uno de mis defectos no es que me cueste confiar, sino que… Siempre siento que porque soy comunista soy como una persona desagradable, que hay que tener cuidado conmigo. Lo sentí en la cuadra cuando desapareció Mario. Yo entendía esa distancia, pero nos golpeó mucho.
La casa de Isolina y Mario queda en una calle llamada Estrella Solitaria. En su patio, ella está sentada a la mesa bajo un parrón de un verde tupido, mientras la tarde cae. Ahí, la historia de la espera parece evocar su final: y es que, como el ocaso, se desvanece inevitablemente con el tráfago feroz del tiempo que pasa.
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Parte del equipo de 57 integrantes del Programa de Derechos Humanos, de Chile. De izquierda a derecha, Daniela Romero y Joaquín Perera, abogados del área Jurídica; Andrea Leonhardt, coordinadora del área Social; Paulina Zamorano, abogada y jefa del Programa de Derechos Humanos, y Carolina Figueroa, archivera del área de Archivo e Investigación Documental.
La misión sin final del Plan Nacional de Búsqueda, Verdad y Justicia de Chile.
Estas son las personas que, 50 años después del golpe de Estado de Pinochet, llevan adelante la búsqueda de las huellas de los detenidos desaparecidos por la dictadura chilena. Historiadores, archiveros, abogados, sociólogos, geógrafos, asistentes sociales, peritos en diversas disciplinas, entre muchos otros profesionales, ejecutan una política pública largamente postergada que pretende entregar justicia a los familiares de las víctimas. Su tarea, sin embargo, tiene un horizonte más amplio: construir un puente que restablezca la confianza en el Estado.
1
El abogado relator hace una pausa para tomar agua. En la segunda sala de la Corte Suprema, teñida de una luz calipso por el sol que atraviesa los vidrios polarizados, los hechos que narra se derraman con pavorosa frialdad. En el público, una mujer, de nombre Isolina, espera. El abogado menciona a Mario, el esposo de la mujer, uno de los hombres que llegaron a una casa en el centro de Santiago de Chile en mayo de 1976, que junto a otros fue detenido y desapareció para siempre. Cuando el nombre de su marido resuena en la audiencia, la mano de otra mujer se desliza por la espalda de Isolina con suavidad.
Hoy es 10 de diciembre de 2024 y este es el penúltimo eslabón de la causa más larga en la historia penal chilena, la primera interpuesta a Pinochet por crímenes de lesa humanidad en 1998, llamada Caso Conferencia I. Es el Día Internacional de los Derechos Humanos: el mismo día, pero de 2006, el dictador del régimen chileno murió en la habitación de un hospital en completa impunidad.
Aquí, en el asiento de madera fría de un tribunal, y en un descampado en el que apenas se ve una huella borrada, o en una oficina cualquiera, se delinea una parte de la historia de este país; de la gente que espera y la gente que busca.
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El comandante en jefe del Ejército, con sorna, le dice a una joven periodista: “Felicito a los buscadores de cadáveres”. “¿Podría usted seguir insistiendo que en Chile no hubo detenidos desaparecidos? —le pregunta ella—. ¿Qué le parece que hayan encontrado, incluso en una sola tumba, dos cadáveres?”. “¡Pero qué economía más grande!”, responde Augusto Pinochet Ugarte, antes de dar la espalda a la cámara que lo graba y perderse en el tumulto. Es 1991. La dictadura terminó hace apenas un año, pero su aliento lóbrego prevalece.
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El edificio es antiguo, frente al Palacio de La Moneda, en calle Agustinas. En la Plaza de la Constitución hay un árbol de Navidad gigante que acusa el ritmo de la época. En el tercer piso del edificio funciona el Programa de Derechos Humanos. Al salir del ascensor, el piso se divide en tres: a la derecha, área Social a un lado y área de Búsqueda y Trayectorias al otro; a la izquierda, área Jurídica junto con el área de Archivo e Investigación Documental. El área de Memorias, que se ocupa de generar materiales educativos y de la gestión en sitios y museos de memoria, está en el edificio del Ministerio de Justicia, a unas cuadras de aquí. Todas componen un plan que demoró 50 años en aparecer.
En agosto de 2023, Gabriel Boric, presidente en ejercicio, firmó el decreto supremo llamado Plan Nacional de Búsqueda, Verdad y Justicia, la primera política estatal que institucionaliza la búsqueda de las trayectorias y destino final de las víctimas de desaparición forzada de la dictadura chilena. Y en esa línea de tiempo cabe la pregunta: ¿por qué tanto tiempo después?
Llegada la democracia en 1990, la omnipresencia de Pinochet —en la comandancia en jefe del Ejército y en el Congreso, luego de ser nombrado senador vitalicio— tensionaba cualquier intento de acuerdo para dar garantías de justicia transicional por parte del Poder Ejecutivo. La derecha mantuvo el legado del régimen; en tanto, la oposición, ahora en el gobierno desde el fin de la dictadura, optó por cuidar la estabilidad de la frágil democracia. Así, las primeras medidas judiciales fueron escasas, a cuentagotas, de manera paulatina y dilatada. La Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación entregó el Informe Rettig al presidente Patricio Aylwin en 1991, que contó 2 279 víctimas totales, entre ejecutados políticos y detenidos desaparecidos. Al recibirlo, Aylwin dijo: “Y sobre la base de esa verdad se busque la justicia en la medida de lo posible”. El retorno a la democracia abría la esperanza, pero la frase —“en la medida de lo posible”— pareció signar la mezquindad con que se haría —o, más bien, no se haría— la búsqueda de los restos. En 1992 se formó la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación: cerró la cifra de víctimas totales de la dictadura en 3 195. En 1997 se convirtió en el Programa de Derechos Humanos, que hasta hoy presta representación legal a familiares de víctimas. A fines de los noventa se dictaron las primeras sentencias sobre los responsables: en los casos de detenidos desaparecidos, la justicia ha condenado bajo el delito de secuestro calificado a quien hizo la detención, a quien encerró a la víctima, a quien mantuvo la condición de encierro, a quien vigilaba el perímetro. Al no existir el cuerpo, el secuestro se considera un delito aún en curso y, por lo tanto, permanente hasta que no aparezca. De todas las víctimas se sabe al menos un dato: algunos aparecen en un listado de víctimas (emitido por un organismo represivo), o figura el lugar de su detención. Así, todos los delitos se han podido acreditar: entre 1990 y 2023, las sentencias condenatorias sumaban un total de 666.
Mientras los esfuerzos de los familiares estaban volcados en los tribunales, la búsqueda de la trayectoria de detención y, eventualmente, de restos, quedó relegada como una cuestión accesoria, o bien, supeditada a los peritajes ordenados por los jueces. En todo caso, el conocimiento de los familiares abrió la ruta para, medio siglo después, poder delinear la búsqueda.
El Plan Nacional de Búsqueda oficializa la cifra de 1 092 detenidos desaparecidos y 377 ejecutados políticos notificados, pero cuyo cuerpo no fue entregado. De todas estas víctimas, poco más de un 95% eran hombres; casi un 5%, mujeres. La mayoría tenía entre 21 y 30 años. Más de la mitad eran obreros, y casi un tercio no tenía militancia política. Son 13 los métodos de desaparición forzada consignados por el plan: víctimas entregadas en un ataúd sellado y con prohibición de abrir; víctimas identificadas no informadas a familiares y enterradas ilegalmente en calidad de nn; víctimas arrojadas desde helicópteros al océano Pacífico en los llamados “vuelos de la muerte”, por nombrar algunos. A lo largo de los años hubo 306 hallazgos y restituciones de cuerpos a las familias, pero aun en esos casos se desconoce qué pasó entre la detención y la aparición de los restos.
El Programa de Derechos Humanos ejecuta el plan. Aquí, en estas oficinas, su equipo atiende a familias que tienen causas iniciadas en la justicia e investiga las trayectorias de desaparición de las 1 469 personas que faltan. Aquí trabajan quienes buscan vestigios, huellas, con el apremio que inyectan a esa búsqueda la ausencia del Estado durante casi medio siglo y los datos que inevitablemente se perdieron con el tiempo.


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Es lunes 16 de diciembre. En el área Jurídica, hay plantas, pocas. A cada lado del área, dos pasillos largos con oficinas, casi todas con las puertas abiertas. En medio, un espacio con fotocopiadoras, impresoras, escritorios. Pegado en el vidrio de una de las oficinas, un afiche con rostros en blanco y negro.
—Tomo notas de lo que dicen las defensas, pero hace mucho tiempo que no alego mirando papeles. Hay una sensación de vértigo cuando uno alega. Me gusta vivirlo así.
En una de las oficinas, el abogado Joaquín Perera está sentado junto a un perchero vacío del que pende un cartel que dice “en alegato. ¡¡¡silencio por favor!!!”. Tiene 49 años, los ojos pequeños y lentes de marco delgado negro. Es de apariencia tímida, pero hace seis días, en la audiencia de Conferencia I, alegó de forma enérgica en representación del Programa de Derechos Humanos, sin apoyo de papeles.
Del 4 al 6 de mayo de 1976, cinco dirigentes del Partido Comunista fueron detenidos en la casa de calle Conferencia 1 587, Santiago Centro, intervenida por la Dirección de Inteligencia Nacional (dina). Hasta el día 12, otros tres dirigentes fueron detenidos en otros puntos. Todos continúan desaparecidos hasta hoy. Entre ellos, Mario Zamorano, esposo de Isolina Ramírez. La Corte Suprema revisó los recursos de casación presentados por las defensas para reducir penas del caso. En el alegato, Joaquín Perera conminó a los jueces a rechazarlos y les recordó que la sentencia dictada meses antes “no es muda”: en abril de 2023, la Corte de Apelaciones condenó a 47 agentes a penas que van desde los cinco hasta los 20 años por este caso.
Joaquín Perera nació en 1975 en Buenos Aires, hijo de padre argentino y madre chilena. Su madre lo trajo a vivir a Chile dos años después, luego de que su padre fuese víctima de desaparición forzada en la dictadura de aquel país. Estudió Filosofía y luego Derecho, un cambio empujado por una inquietud vocacional y en cierta medida por esa parte de su historia familiar.
—Yo creo que encontraba a la filosofía como desacoplada del tejido social, como algo que gira absolutamente en sí mismo.
Luego de trabajar como procurador, el tedio lo acercó al litigio. Así, en 2011 comenzó a colaborar con la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos para investigar y abrir procesos judiciales. Esa experiencia, dice, fue la que lo empujó a trabajar en derechos humanos de forma definitiva. Integra el programa desde 2015, y junto al resto de los abogados del área Jurídica interviene en la tramitación de causas judiciales a favor de las víctimas.
—Bajo las condiciones en que se llevó adelante la justicia transicional en Chile, desde los noventa en adelante, no se avizoraba algún resultado para entregar a los familiares algo de justicia.
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En 1998, a meses de presentada la querella del Caso Conferencia I, la Corte Suprema no aplicó la ley de amnistía firmada en 1978, debido a que, según el tribunal, no se habían agotado los recursos investigativos. Eso sucedía por primera vez en un caso de desaparición forzada. De allí en adelante, el Poder Judicial se ciñó al derecho internacional en la materia y, al considerar el secuestro calificado como un delito sostenido, dejó de aplicar la amnistía. Así, aunque al día de hoy esa ley sigue vigente, poco a poco se fue quebrando la impunidad del régimen para trazar una línea —en todo caso serpenteante— de justicia.
—En el largo plazo, con tribunales más sensibles a esta materia, se ha llegado a muchas sentencias condenatorias, a muchas que han sido de cumplimiento efectivo. Por ejemplo, que haya 350 agentes que estén cumpliendo penas privativas de libertad y que logren reflejar la gravedad de los hechos… Sumando y restando, la acción de los tribunales ha sido un aliado más que un rival para la justicia transicional.
El jueves siguiente, Daniela Romero entra caminando al área Jurídica con una bicicleta verde fosforescente a un lado, vestido negro largo, ligero, y zapatillas Converse negras sin caña. “Pasemos”, dice, sonriente. También es abogada del programa desde 2014, tiene 36 años. Usa lentes, tiene el pelo castaño claro y ojos rasgados.
—Hay causas de las cuales no hay antecedentes ni testigos por ninguna parte —dice Daniela en su oficina—. Son las más difíciles. Ahora último, hay familias muy interesadas en saber qué pasó con su familiar, pero no podemos darle respuesta de lo que hay en el expediente de su caso, que generalmente es muy poco. Es frustrante, pero se me hace mucho la idea en la cabeza de “si no es ahora, ¿cuándo?; y si no somos nosotros, ¿quiénes?”.
La implementación del Plan Nacional de Búsqueda pretende dar impulso a la política de búsqueda y verdad evadida antes, por falta de voluntad política, y aunque la lógica indica que buscar para encontrar supone un epílogo, el Plan Nacional de Búsqueda no presenta señas de tener un final.
—Nunca hay condiciones óptimas —dice Joaquín Perera—. A uno siempre le queda la sensación de dificultad, de que “si yo o el programa hubiese estado ahí presente… tal vez se pudo haber mejorado cierto aspecto”. En un punto la investigación no logra permear el secreto de los agentes. Nunca se va a saber todo. Qué pasó con Mario Zamorano y con los demás de calle Conferencia, por ejemplo. Entonces, sí, en algún momento tienen que terminar las causas, los alegatos, las sentencias, o que ya no exista fuerza política suficiente para sostener el plan. Pero yo no sé si es que la búsqueda de los familiares está sujeta a esas mismas condiciones: hay algo que nunca está cerca de terminar.
El plan lleva un año y medio puesto en marcha y la carga de trabajo es intensa. El tiempo que ha pasado se abalanza sobre el presente con un vuelo angustioso; por momentos, el peso de todos los años transcurridos hace que la ruta hacia el verbo "encontrar" sea nebulosa.



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—La verdad, es más un adorno que otra cosa.
Detrás de una mampara de vidrio está el área de Archivo e Investigación Documental: cuatro escritorios, una ventana y un mapa que pende de una pared. Carolina Figueroa tiene 32 años, es historiadora y archivera de oficio. Trabaja en el programa hace un año y resguarda el Depósito del Archivo del Programa de Derechos Humanos, que está tras la puerta en diagonal a su escritorio, gran parte declarado Monumento Histórico Nacional. El mapa de Chile que está colgado lo usaban en el programa en los años noventa, y hoy es solo una suerte de reliquia nostálgica.
—Cuando entré al plan sentí gran satisfacción porque se iba a hacer real, pero también porque esperaba que fuera una especie de posicionamiento del Estado con respecto al tema, que obligaba a la sociedad también a incluirse —dice Carolina Figueroa.
Antes trabajó en el archivo de la Vicaría de la Solidaridad, la institución que, junto a otras, bajo el alero de la Iglesia católica, asistió a los familiares en tribunales en los primeros años de la dictadura. El plan toma esa posta y otras tantas no oficiales; sobre todo, la de lo hecho por las mujeres, madres, hijas, hermanas y esposas, de las víctimas. Carolina, cuando habla del archivo, usa palabras como cariño y recuerdo, silencio y ausencia, amor y tristeza.
—Es una especie de pena que siento de que no me hablen más. Como historiadora, no sé por qué insistía en el tema de “papeles muertos”, en esa idea. Es muy heavy hablar de papeles muertos cuando estoy buscando gente muerta, pero que no está. Y el vacío del papel es lo que me dice dónde podría estar esa desaparición: el vacío entrega pistas.
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—Acá nos preocupamos de mantener el archivo en buen estado, dar respuesta a solicitudes de información, analizar nuestra propia producción y entender cómo se organizó la estructura represiva —dice Tamara Lagos en su oficina.
Por la ventana se ve un muro ciego, pintado de verde, con ductos de ventilación. En el alféizar, plantas. Tamara es socióloga, tiene 40 años recién cumplidos. Lleva el pelo ondulado hasta los hombros y un aro en la nariz. Es la coordinadora del área de Archivo e Investigación Documental del programa, reestructurada con la creación del plan.
—Lo primero era reunir, organizar lo que teníamos. Describir la información, ponerla en valor e investigarla no solamente con fines de verdad, de justicia, sino también en el sentido de la difusión, de la memoria, con el acceso al archivo. Y si bien es un archivo del pasado, en el sentido de que inscribe hechos pasados, siempre he tenido el rollo de pensar en cómo vamos a tener un archivo para el futuro.
Hace unos días fue lanzado el Mapa de Trayectorias, el trabajo de todas las áreas del Plan Nacional de Búsqueda. Es un sitio web con un mapa de Chile y un buscador.
—El otro día alguien que se metió al sitio me decía: si te situái en Santiago Centro, casi no hay espacio donde no haya habido una detención. Otra persona se metió y se dio cuenta de que en la esquina de su casa habían detenido a una persona, y hoy día habita la esquina de su casa de una forma distinta. Y eso va más allá de la trayectoria de una persona, tiene que ver con el significado y uso social de un espacio, cómo lo habitái.
Si se ingresa el nombre de una víctima en el buscador, entrega su información personal, descripción de los hechos y el estado del proceso judicial. Sobre el mapa de Chile, la plataforma traza la trayectoria de desaparición de las 1 469 víctimas. En unos casos, marca solo el lugar de detención de la persona (la calle por donde pasaba, la casa donde vivía, una esquina donde esperaba) con un punto azul, ya que la investigación —en tanto sigue abierta— solo cuenta con ese dato. En otros casos, además del lugar de detención, el mapa entrega el destino final de la víctima, ambos puntos unidos por una línea punteada del mismo color azul. Entre esos dos puntos puede haber o no otros puntos marcados, correspondientes a los lugares donde fue trasladada la víctima antes del último sitio donde se la vio con vida. Algunas fueron trasladadas varias veces hasta ser asesinadas, enterradas, exhumadas, trasladadas y enterradas nuevamente, o arrojadas al mar. En todos estos casos no hay hallazgos, o hay, con suerte, hallazgos parciales: una tibia, un diente, un hueso de un pie.
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—El archivo es prueba incluso cuando no existe… —dice Tamara—. Tengo esta pregunta equis, que eventualmente un archivo la puede responder. Pero ese archivo fue eliminado, no existe: ese vacío se puede documentar. El archivo es una cuestión mucho más amplia que lo que permite un documento. O sea, un cuerpo para mí también es material de archivo, o una arpillera, o un territorio. El desierto, por ejemplo.
La geografía del desierto chileno expande una resolana de memoria cruel. El Mapa de Trayectorias muestra el recorrido de víctimas llevadas allí después de los crímenes de la Caravana de la Muerte, una comitiva militar que recorrió el país en helicóptero para abreviar juicios mediante el exterminio. Algunas víctimas fueron trasladadas hacia nueve puntos. El mapa señala hasta tres inhumaciones distintas. Google Maps muestra, cerca del Aeropuerto El Loa, en Calama, un trazo blanquecino a la manera de un geoglifo. Con pasmosa claridad se ve la silueta de un corvo, cuchillo tradicional chileno utilizado en ese tiempo por militares para degollar a sus víctimas, aun estando muertas. Supera los dos kilómetros de longitud. En la empuñadura, si se mira atentamente, se ven un “11”, un “73” a la izquierda y un “78” a la derecha. Los dos primeros números son alusiones a la fecha del golpe militar; el tercero refiere al año en que se llevó a cabo la operación Retiro de Televisores, la orden de Pinochet para exhumar los cuerpos allí y a lo largo de todo Chile donde hubieran sido enterrados ilegalmente para lanzarlos al mar o incinerarlos. Ese tatuaje en la piel reseca del norte chileno es de autoría desconocida, pero llegó a un juez en 2011, de manos de la dirigente de una agrupación de familiares que encontró un sobre sin remitente bajo la puerta de su casa con la imagen aérea del cuchillo dentro. En 2013 periciaron, pero no hallaron nada. Mucha de la búsqueda del plan se ocupa de los rastros borrados por esa operación, grabada como estría en el desierto.
—El problema ha sido en gran medida la privatización del daño —dice Tamara—. Ha hecho que las personas deban cargar con ese daño como si fuese individual y está archisabido que no es así. Eso ha sido muy difícil posicionarlo en Chile. Ese construir verdad y hacer justicia no debió nunca ser por un deber de quienes quedaron, sino de quien efectivamente generó este daño. La violencia es difícil ponerla en torno a un hecho específico, porque, finalmente, es como cuando tiras una piedra en el agua, ¿cachái?: reverbera hasta hoy. El proceso judicial también genera instancias de mucha violencia, donde la familia tiene un rol bien preponderante, también en la construcción de la verdad.
En una repisa, la foto en blanco y negro de una mujer. Es su abuela, a quien se ve de pie, con el pelo recortado, vestida de negro, firme, junto a otras personas que sostienen carteles en una calle. Tamara también es usuaria del Programa de Derechos Humanos: su abuelo y su padre son ejecutados políticos.
—Crecí en una familia donde esta historia era un signo de orgullo, y también un mandato. Con alguien conversaba que seguramente, si no trajéramos esta historia, podríamos estar haciendo, no sé, macramé en una playa de Ecuador. Por supuesto que hay algo de restricción de la libertad respecto de los mundos posibles que uno podía transitar con una historia como esta. Pero hay objetivos que trascienden incluso a quienes sobreviven, a quienes nos faltan y a quienes les hicieron daño. Y a eso no le puedes poner un punto final: para la historia y para la memoria los tiempos son otros.
Y, sin embargo, un oxímoron extraño:
—Lo que acompaña al horror es belleza: las acciones que generan las personas, los colectivos, para resistir y contrarrestar ese horror. Esto es horror y es todo lo contrario al horror también, todo el tiempo.
3
Es un jueves de diciembre, y Magdalena Garcés raya una hoja suelta mientras habla. Es abogada, tiene 50 años y hace dos meses que es coordinadora del área de Búsqueda y Trayectorias. El área nació con el plan y su nombre disparó las expectativas.
—El trabajo está centralizado en sitios donde sería posible realizar búsquedas en terreno, donde se permitiera encontrar restos óseos, cuerpos humanos o fosas que fueron exhumadas. Ahí hay una cosa con lo sensorial: de ver el lugar, de sentirlo, de escucharlo, si hay sol, si hay sombra, estar con las personas en el mismo lugar. Reconocemos que la búsqueda no empezó hoy, no la empezamos nosotros. Heredamos una posta que viene de hace mucho tiempo, y que ahora nos permite quizás con nuevas tecnologías, con más profesionales, nuevas miradas, retomarla y complementarla.
El equipo menciona las tareas de búsqueda como diligencias, y esta área en particular se ocupa de las tareas en terreno, pero dependiendo del área pueden implicar ir a un cerro, a un cementerio o a un tribunal. El área se compone de un antropólogo, un geógrafo, un exfuncionario de la Policía de Investigaciones, periodistas y un historiador. Magdalena ha hecho una carrera como abogada de agrupaciones de derechos humanos, pero ahora, de ese lado de la mesa, dice que parte del trabajo se basa en restablecer la confianza en el Estado.
—No es que sienta: constato que llegamos tarde. Me preocupa mucho cuánto podamos avanzar sabiendo que llegamos tarde, la creación de expectativas que no podamos cumplir. Con represores, familiares y sobrevivientes fallecidos, con lugares que ya están muy intervenidos, la posibilidad de búsqueda es muy difícil. Hay una desconfianza aprendida a lo largo de muchísimos años, múltiples decepciones y frustraciones.
Recién en 1991 se pudieron exhumar tumbas del patio 29 del Cementerio General por una denuncia hecha en 1979. Hallaron 126 cuerpos de víctimas del régimen que fueron enterradas clandestinamente como nn: en algunas de las tumbas había dos cadáveres. Entre 1993 y 2002 fueron informados 96. Sin embargo, en 2004, y ante las dudas por el método poco fiable que empleó el Servicio Médico Legal, la esposa de una víctima identificada solicitó un estudio genético de la osamenta que le entregaron. El resultado fue el origen del drama, y en 2006 se consumó: 89 restos fueron periciados, de los cuales cuatro no tenían información suficiente, 37 eran correspondientes a más de una víctima y 48 no eran quienes las familias creían haber sepultado.
—Entonces hay un trabajo de recomposición de confianza con el Estado, con el Poder Judicial —sigue Magdalena—. Y creo que al programa y a nosotros nos toca un rol intermedio.
Antes de que eso sucediera, en 2001, 89 cajas con osamentas humanas fueron encargadas por el juez Juan Guzmán a la Universidad de Chile, posiblemente correspondientes a restos de detenidos desaparecidos. Las cajas pasaron al olvido, y en 2014, cuando hubo una inundación en el subterráneo en el que estaban guardadas, fueron redescubiertas. Las trasladaron al Servicio Médico Legal en 2019, la mayoría de ellas con “Cerro Chena” escrito con marcador negro. Nunca, en 24 años, han sido periciadas.
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Es 26 de diciembre de 2024. En el cerro Chena, en San Bernardo, al sur de Santiago, está el Cuartel No II de la Sección de Inteligencia de la Escuela de Infantería. Aquí buscan restos. El terreno es agreste, árido. El día partió nublado, pero en la primera hora de la tarde el sol arrecia. Bajo un toldo azul, una mesa con pan, jamón, queso, vasos de plumavit, un termo con agua caliente, té, café en tarro y un cooler con botellas de agua. A unos 200 metros de distancia, tres hombres con chalecos reflectantes anaranjados pasan una máquina por una ladera. La escena parece de ciencia ficción, como si cortaran el pasto en Marte: el georradar es un escáner que determina anomalías en el subsuelo, si es que hubo remoción de tierra, si es que había un pique, una zanja. Una fosa.
La diligencia ha tomado cuatro horas y faltan otras tres. La Policía de Investigaciones, los operarios de la máquina, una jueza de dedicación exclusiva y un canal de televisión componen el paisaje. Alrededor de la mesa, Lorena Peralta y Érika Marambio llaman por sus nombres a quienes ven en las fotos que les muestran un par de mujeres de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Ejecutados de Paine, localidad donde fueron detenidos y desaparecidos 70 campesinos. También dos hombres que miran, esperan. Juan Carlos Silva, de 67 años, y su hijo, René Manuel Silva, de 33, ven cómo a lo lejos la máquina rastrea el último paradero conocido de su padre y abuelo, Manuel Silva Carreño, uno de esos campesinos.
—El dolor no se va nunca —dice Juan Carlos Silva.
Es canoso, robusto, ojos claros. Usa gorro con visera y una polera rayada. Según el Mapa de Trayectorias, Manuel Silva fue detenido en su casa el día 29 de noviembre de 1973 en Paine, localidad al sur de Santiago. Juan Carlos tenía 17 años cuando un día, mientras almorzaban, militares entraron a su casa y se llevaron a su padre. René Silva nunca conoció a su abuelo Manuel, pero acompaña en la búsqueda a su padre.
—Mi abuela, ya vieja, se levantaba y yo le preguntaba: “Abuelita, ¿qué le pasó?”. “Nada, mijito, estoy levantándome para ir a buscar al Nano”. Que iba a llegar en un bus a tal hora… —dice René Manuel Silva, con las manos atrás y una sonrisa imprecisa.
El mapa dice que, luego de ser detenido, Manuel Silva fue trasladado cinco veces. La última hasta aquí, el cerro Chena, un cementerio clandestino donde se contabilizan 101 detenidos desaparecidos. Manuel Silva es parte de al menos seis de los hombres traídos hasta aquí desde Paine. De algunos solo se ha hallado una muela.
—Antes con mi papá y ahora con mi mamá, siempre aquí —dice Juan Carlos, golpeándose el pecho con un dedo—. Yo no soy de esos de ir al cementerio, de pasar metido en el cementerio, no. Qué saco con ir al cementerio, si andan aquí. Aquí.
Dice que su padre fue un hombre bueno. René tiene la imagen de un agricultor dedicado a su trabajo y su familia.
—Qué más lindo sería, aunque sea un huesito, o ropa o, no sé, cualquier cosa. Que lo encontraran. Llevar sus huesitos al cementerio y saber que él está ahí —dice René.
—Tengo la esperanza de que esto llegue a buen puerto. Y que se encuentre lo que el de arriba quiera entregar —dice Juan Carlos.
Cuando dice “arriba”, alza la mirada. Y arriba, sobre ese terreno áspero, un azul inmenso, hermoso; pálido e indiferente.

4
Paulina Zamorano tiene 41 años, es abogada y jefa del Programa de Derechos Humanos. Ingresó en 2012, asumió como jefa subrogante en 2022 y es jefa titular desde 2023, a cargo de la gestión de todas las áreas que conforman el plan. Es viernes y sobre la mesa de su oficina hay un cuaderno. “Everything is alright”, dice la tapa, con una cara feliz.
—El plan tiene la obligación de movilizar a todo el Estado. El programa estaba anteriormente solo a cargo de movilizar las causas judiciales, de apoyar a las familias, no de movilizar todo el Estado. Pero aún estamos trabajando para dejar fija esta política pública dentro del Estado.
El plan, al ser decreto supremo, conmina y congrega a distintas instituciones del Estado a colaborar con la búsqueda con mayor agilidad, desde sus ministerios hasta el Servicio Médico Legal, encargado de todas las identificaciones y trabajos científicos, además de las labores de peritajes junto con las policías. Estas instituciones deben rendir cuentas de sus tareas asignadas al plan. Todo con el objetivo de allanar la información sobre las estructuras represivas, los patrones macrocriminales del régimen y las trayectorias de las detenciones.
—Si pensamos solo en que los vamos a encontrar, es una política que no va a funcionar. Si pensamos en cómo podemos avanzar para saber qué fue lo que sucedió con las víctimas, sí puede resultar —sigue Paulina.
Todas las áreas fueron parte del proceso participativo con agrupaciones de familiares que comenzó en 2022: acercarse a lugares donde nunca nadie había tomado un testimonio, contarles las intenciones del plan, mostrar la cara en representación de un Estado ausente, algo que no purga del todo la reticencia de las familias.
—Las primeras reuniones con los familiares tenían un tono muy álgido, y eso repercutió muy fuerte en el equipo. Todos nos fuimos con una carga de alta responsabilidad, tener que cumplirles, cuando nosotros recién estábamos sistematizando la información que teníamos que levantar para el plan y promoviendo las acciones judiciales.
En el lanzamiento del Mapa de Trayectorias, en el Salón de Honor de la Universidad de Chile, el actual ministro, Jaime Gajardo, con dos meses en el cargo, lanzó una última frase en su discurso que sonó como una perorata precipitada: “No los defraudaremos”.
Sonrisa. Aplausos.
Afuera, en los debates de la política y las redes, los consensos sobre los derechos humanos se desdibujan y crecen las reivindicaciones de sectores políticos que se identifican con los propósitos del régimen de Pinochet. En tanto, el plan es el proyecto emblema de un gobierno que pretende establecer esta política pública antes de terminar, en marzo de 2026.
—Los familiares y organizaciones saben del prestigio del programa. Ellos han sido los más llanos a trabajar. El plan nacional llena el espacio que el Estado no se ha hecho cargo, y trabajamos para que la espera que tienen los familiares se condiga con lo que efectivamente es esta política y no dejarlos solos en ese proceso. Pero no es normal, trabajar a este ritmo no está bien.
La noche del 4 de octubre de 2023, una de las trabajadoras del aseo de la oficina del programa encontró un pote de mantequilla con un hueso de mandíbula humana dentro. El hecho trascendió, se insinuó que podían ser restos de alguna víctima. Familiares de víctimas de la dictadura declararon en medios sentir dolor y revictimización por el hallazgo. En marzo de 2024, los peritajes y posteriores estudios determinaron que la mandíbula encontrada era de alguien que vivió en el siglo III o IV.

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—Cuando supe que se iba a concretar esto fue una sensación bien fuerte, no lo creía posible. Porque ha sido un camino demasiado largo, demasiada espera, demasiada rabia. ¿Sabes lo que pasa? Tenía miedo de perder el dolor… El dolor es tan fuerte, me ha acompañado tanto tiempo que no quería que se me fuera, porque es parte de mí. Es como ver, entre comillas, la belleza en el dolor.
Es una mañana de los primeros días de enero en un café de Santiago. Pamela Bustos Velozo tiene 61 años, pelo largo, oscuro, con algunas canas. Hace un mes estuvo en la Sala de Identificación del Servicio Médico mirando los restos de su padre, Juan Bustos Marchant. Reparó en los huesos de sus manos, que recordaba grandes, definidas y hermosas. Era prefecto de la Policía de Investigaciones de Valparaíso. Con el golpe y leal al gobierno de Salvador Allende, fue detenido y torturado en octubre de 1973. Trasladado junto a su familia a Santiago a fines de ese año, en abril de 1974 fue detenido y devuelto nuevamente a Valparaíso, sometido a consejo de guerra por cargos sin asidero y apresado en su propio lugar de trabajo, en la prefectura de la ciudad puerto. El 1 de mayo su familia lo fue a ver ahí. Pamela lo recuerda abatido, dolorido y triste.
—Entramos a una salita y ahí estaba. Nos abrazaba mucho, a mí, a mi hermana y a mi mamá. Ella se llevó su ropa sucia, le dejó ropa limpia. Fue una cosa corta. Cuando nos fuimos, se asomó en la puerta y nos hizo “chao” —dice moviendo su mano como si lo mirara.
El 2 de mayo, su padre apareció muerto en su oficina con un disparo en la cabeza. Fue entregado en una urna sellada: “suicidio”, decía el acta de defunción. Lo sepultaron con la duda eterna. Durante años, tanto Pamela como su hermana Gloria y su madre Nelly, fueron hostigadas por los organismos del régimen, y con los años ella y su hermana hicieron todo para correr el velo de la sospecha: en 2011, el cuerpo de su padre fue exhumado y se determinó que la participación de terceros constituyó una ejecución.
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—Con el programa sí hay reparación. Tuvieron una delicadeza sin igual. Y tengo pánico de que este gobierno se vaya y no quede nada. Yo al menos pude enterrar a mi papá, tener algo de él. Pero cuántos más son los que esperan algo.
El 18 de diciembre de 2024, en una ceremonia íntima, fue sepultado el osario con los restos del padre de Pamela. Pamela debe volver a Italia, donde vive hace 26 años, pero la parte judicial sigue: dos agentes involucrados en el asesinato de Juan Bustos, con más de 90 años, están libres.
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Andrea Leonhardt tiene 51 años, trabaja en el programa desde 2017. Es delgada; su voz, grave, con inflexiones delicadas. Detrás suyo, el marco de la ventana recorta perfectamente, como una postal, el frontis del Palacio de La Moneda, la fachada que fue bombardeada el 11 de septiembre de 1973 en el inicio de una de las dictaduras más extensas en América Latina.
—Atendemos personas todos los días, tanto familiares como víctimas de otros hechos represivos. Nuestro trabajo aquí tiene tres patas: las denuncias espontáneas, el trabajo con agrupaciones y las diligencias.
Andrea y el equipo del área Social son quienes atienden a personas que, por ejemplo, nunca se presentaron a las comisiones de verdad por miedo o desconocimiento. Junto con ello, trabajan en actualizar las medidas reparatorias fijadas por las comisiones de los noventa: que las becas sean traspasables entre familiares, que se incrementen las pensiones de acuerdo al costo de la vida actual, o que aquellos familiares de víctimas beneficiarios de pensión reparatoria puedan acceder también a la Pensión Garantizada Universal, una ayuda de base del Estado a las jubilaciones de todos los chilenos. Asimismo, destinar recursos a insumos y traslados de agrupaciones para encuentros o diligencias. Andrea Leonhardt también se preocupa desde coordinar instituciones hasta preguntar qué flores prefiere una familia para velar un osario, una caja pequeña con huesos.
—Siendo asistente social, ¿pensaste en algún momento que ibas a tener tanto vínculo con este tipo de palabras?
—Jamás.
—¿Y cómo ha sido?
—Sanador.
Andrea maneja una nomenclatura instruida en torno al horror con soltura decorosa. En este tiempo, junto con ponderar sus propios duelos, ha visto la devoción de esa búsqueda, hecha principalmente por mujeres. Recuerda la vez que una de ellas, en el norte, le mostró un hueso que conservaba dentro de una pequeña taza. Hechos los estudios, supieron que el hueso que la mujer apreciaba era de un animal.




5
La luz tenue de una tarde de febrero entra a través de la ventana de su casa y se acuesta tímida sobre sus hombros. Isolina Ramírez, sentada en una poltrona, usa pantalón oscuro y blusa roja. Lleva un reloj en su muñeca que, como todos, avanza. A su lado, una foto: sale sonriente, joven, de vestido claro y abrazada a Mario Zamorano, de sonrisa tan amplia o más que la de ella.
El día 4 de mayo de 1976, Mario Zamorano, obrero marroquinero y dirigente del Partido Comunista, salió por última vez de esta casa en Ñuñoa, comuna de Santiago, donde vivía con su esposa Isolina y sus tres hijas. Fue a una casa de seguridad en calle Conferencia, Santiago Centro, donde habría una reunión a la que solo estaba citado el Comité Central del partido, que en esa época operaba en la clandestinidad. Entre ellos, Mario. La casa había sido identificada unos días antes por agentes de la dina. Mario estaba de cumpleaños al día siguiente, e Isolina, militante como él, pero que no estaba al tanto de la reunión del comité, lo esperó en casa de su suegro para festejar. Pero Mario no llegó. Según las investigaciones, a eso de las siete de la tarde del 4 de mayo, Mario Zamorano fue detenido en la casa de calle Conferencia y continúa desaparecido hasta hoy.
—Llamé a un amigo ayudista del partido y le dije que Mario no había llegado —dice Isolina—. Salimos en una renoleta y empezamos a visitar las casas de seguridad, tres, y en las tres no había señales de Mario. Ahí yo dije que esto es más malo de lo que pensábamos. Al otro día nos juntamos con Eliana Espinoza, amiga y dirigenta también. Ella sabía lo de la reunión en calle Conferencia y le pedí que me lo contara.
Eliana Espinoza también fue detenida y desaparecida el día 12 de mayo siguiente. Isolina hizo la denuncia por su esposo en la Vicaría de la Solidaridad y el tiempo, indiferente, pasó. Allí le dieron trabajo, y con eso mantuvo a sus tres hijas. Parte de su familia la desconoció. Escuchó cada llamada de amenazas a su casa, lidió con cada noticia falsa —como que Mario había sido visto en la Argentina con otra mujer— y con cada ilusión al ver a un hombre con un mínimo parecido a su marido: así se vería hoy, pensaba, barbón, fatigado, más delgado y menos él. Pero nunca apareció.
—Mucha incertidumbre ya no teníamos. Pero una empieza a pensar en que ya estaba muerto, y que ojalá no haya sido mucho el tiempo que pasó ahí.
El Mapa de Trayectorias dice que Mario Zamorano fue trasladado hasta Villa Grimaldi, uno de los centros de exterminio más grandes de la dictadura. Hoy, Isolina tiene 92 años, hijas, nietos y bisnietos. En su familia, dice, no existe rencor ni contra militares ni contra esa historia ungida por la espera. Y si bien la búsqueda no supone un epílogo, y la presencia de Isolina en aquella audiencia de diciembre era una forma de la esperanza pertinaz de quienes quedan, ella estima que dos años después de perder las señales de su marido, en buena parte dejó la ruta de la búsqueda.
—En ese tiempo nos acostumbramos a no saludar a nadie en la calle. Y nos queda un poco eso. Uno de mis defectos no es que me cueste confiar, sino que… Siempre siento que porque soy comunista soy como una persona desagradable, que hay que tener cuidado conmigo. Lo sentí en la cuadra cuando desapareció Mario. Yo entendía esa distancia, pero nos golpeó mucho.
La casa de Isolina y Mario queda en una calle llamada Estrella Solitaria. En su patio, ella está sentada a la mesa bajo un parrón de un verde tupido, mientras la tarde cae. Ahí, la historia de la espera parece evocar su final: y es que, como el ocaso, se desvanece inevitablemente con el tráfago feroz del tiempo que pasa.
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La misión sin final del Plan Nacional de Búsqueda, Verdad y Justicia de Chile.
Estas son las personas que, 50 años después del golpe de Estado de Pinochet, llevan adelante la búsqueda de las huellas de los detenidos desaparecidos por la dictadura chilena. Historiadores, archiveros, abogados, sociólogos, geógrafos, asistentes sociales, peritos en diversas disciplinas, entre muchos otros profesionales, ejecutan una política pública largamente postergada que pretende entregar justicia a los familiares de las víctimas. Su tarea, sin embargo, tiene un horizonte más amplio: construir un puente que restablezca la confianza en el Estado.
1
El abogado relator hace una pausa para tomar agua. En la segunda sala de la Corte Suprema, teñida de una luz calipso por el sol que atraviesa los vidrios polarizados, los hechos que narra se derraman con pavorosa frialdad. En el público, una mujer, de nombre Isolina, espera. El abogado menciona a Mario, el esposo de la mujer, uno de los hombres que llegaron a una casa en el centro de Santiago de Chile en mayo de 1976, que junto a otros fue detenido y desapareció para siempre. Cuando el nombre de su marido resuena en la audiencia, la mano de otra mujer se desliza por la espalda de Isolina con suavidad.
Hoy es 10 de diciembre de 2024 y este es el penúltimo eslabón de la causa más larga en la historia penal chilena, la primera interpuesta a Pinochet por crímenes de lesa humanidad en 1998, llamada Caso Conferencia I. Es el Día Internacional de los Derechos Humanos: el mismo día, pero de 2006, el dictador del régimen chileno murió en la habitación de un hospital en completa impunidad.
Aquí, en el asiento de madera fría de un tribunal, y en un descampado en el que apenas se ve una huella borrada, o en una oficina cualquiera, se delinea una parte de la historia de este país; de la gente que espera y la gente que busca.
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El comandante en jefe del Ejército, con sorna, le dice a una joven periodista: “Felicito a los buscadores de cadáveres”. “¿Podría usted seguir insistiendo que en Chile no hubo detenidos desaparecidos? —le pregunta ella—. ¿Qué le parece que hayan encontrado, incluso en una sola tumba, dos cadáveres?”. “¡Pero qué economía más grande!”, responde Augusto Pinochet Ugarte, antes de dar la espalda a la cámara que lo graba y perderse en el tumulto. Es 1991. La dictadura terminó hace apenas un año, pero su aliento lóbrego prevalece.
2
El edificio es antiguo, frente al Palacio de La Moneda, en calle Agustinas. En la Plaza de la Constitución hay un árbol de Navidad gigante que acusa el ritmo de la época. En el tercer piso del edificio funciona el Programa de Derechos Humanos. Al salir del ascensor, el piso se divide en tres: a la derecha, área Social a un lado y área de Búsqueda y Trayectorias al otro; a la izquierda, área Jurídica junto con el área de Archivo e Investigación Documental. El área de Memorias, que se ocupa de generar materiales educativos y de la gestión en sitios y museos de memoria, está en el edificio del Ministerio de Justicia, a unas cuadras de aquí. Todas componen un plan que demoró 50 años en aparecer.
En agosto de 2023, Gabriel Boric, presidente en ejercicio, firmó el decreto supremo llamado Plan Nacional de Búsqueda, Verdad y Justicia, la primera política estatal que institucionaliza la búsqueda de las trayectorias y destino final de las víctimas de desaparición forzada de la dictadura chilena. Y en esa línea de tiempo cabe la pregunta: ¿por qué tanto tiempo después?
Llegada la democracia en 1990, la omnipresencia de Pinochet —en la comandancia en jefe del Ejército y en el Congreso, luego de ser nombrado senador vitalicio— tensionaba cualquier intento de acuerdo para dar garantías de justicia transicional por parte del Poder Ejecutivo. La derecha mantuvo el legado del régimen; en tanto, la oposición, ahora en el gobierno desde el fin de la dictadura, optó por cuidar la estabilidad de la frágil democracia. Así, las primeras medidas judiciales fueron escasas, a cuentagotas, de manera paulatina y dilatada. La Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación entregó el Informe Rettig al presidente Patricio Aylwin en 1991, que contó 2 279 víctimas totales, entre ejecutados políticos y detenidos desaparecidos. Al recibirlo, Aylwin dijo: “Y sobre la base de esa verdad se busque la justicia en la medida de lo posible”. El retorno a la democracia abría la esperanza, pero la frase —“en la medida de lo posible”— pareció signar la mezquindad con que se haría —o, más bien, no se haría— la búsqueda de los restos. En 1992 se formó la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación: cerró la cifra de víctimas totales de la dictadura en 3 195. En 1997 se convirtió en el Programa de Derechos Humanos, que hasta hoy presta representación legal a familiares de víctimas. A fines de los noventa se dictaron las primeras sentencias sobre los responsables: en los casos de detenidos desaparecidos, la justicia ha condenado bajo el delito de secuestro calificado a quien hizo la detención, a quien encerró a la víctima, a quien mantuvo la condición de encierro, a quien vigilaba el perímetro. Al no existir el cuerpo, el secuestro se considera un delito aún en curso y, por lo tanto, permanente hasta que no aparezca. De todas las víctimas se sabe al menos un dato: algunos aparecen en un listado de víctimas (emitido por un organismo represivo), o figura el lugar de su detención. Así, todos los delitos se han podido acreditar: entre 1990 y 2023, las sentencias condenatorias sumaban un total de 666.
Mientras los esfuerzos de los familiares estaban volcados en los tribunales, la búsqueda de la trayectoria de detención y, eventualmente, de restos, quedó relegada como una cuestión accesoria, o bien, supeditada a los peritajes ordenados por los jueces. En todo caso, el conocimiento de los familiares abrió la ruta para, medio siglo después, poder delinear la búsqueda.
El Plan Nacional de Búsqueda oficializa la cifra de 1 092 detenidos desaparecidos y 377 ejecutados políticos notificados, pero cuyo cuerpo no fue entregado. De todas estas víctimas, poco más de un 95% eran hombres; casi un 5%, mujeres. La mayoría tenía entre 21 y 30 años. Más de la mitad eran obreros, y casi un tercio no tenía militancia política. Son 13 los métodos de desaparición forzada consignados por el plan: víctimas entregadas en un ataúd sellado y con prohibición de abrir; víctimas identificadas no informadas a familiares y enterradas ilegalmente en calidad de nn; víctimas arrojadas desde helicópteros al océano Pacífico en los llamados “vuelos de la muerte”, por nombrar algunos. A lo largo de los años hubo 306 hallazgos y restituciones de cuerpos a las familias, pero aun en esos casos se desconoce qué pasó entre la detención y la aparición de los restos.
El Programa de Derechos Humanos ejecuta el plan. Aquí, en estas oficinas, su equipo atiende a familias que tienen causas iniciadas en la justicia e investiga las trayectorias de desaparición de las 1 469 personas que faltan. Aquí trabajan quienes buscan vestigios, huellas, con el apremio que inyectan a esa búsqueda la ausencia del Estado durante casi medio siglo y los datos que inevitablemente se perdieron con el tiempo.


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Es lunes 16 de diciembre. En el área Jurídica, hay plantas, pocas. A cada lado del área, dos pasillos largos con oficinas, casi todas con las puertas abiertas. En medio, un espacio con fotocopiadoras, impresoras, escritorios. Pegado en el vidrio de una de las oficinas, un afiche con rostros en blanco y negro.
—Tomo notas de lo que dicen las defensas, pero hace mucho tiempo que no alego mirando papeles. Hay una sensación de vértigo cuando uno alega. Me gusta vivirlo así.
En una de las oficinas, el abogado Joaquín Perera está sentado junto a un perchero vacío del que pende un cartel que dice “en alegato. ¡¡¡silencio por favor!!!”. Tiene 49 años, los ojos pequeños y lentes de marco delgado negro. Es de apariencia tímida, pero hace seis días, en la audiencia de Conferencia I, alegó de forma enérgica en representación del Programa de Derechos Humanos, sin apoyo de papeles.
Del 4 al 6 de mayo de 1976, cinco dirigentes del Partido Comunista fueron detenidos en la casa de calle Conferencia 1 587, Santiago Centro, intervenida por la Dirección de Inteligencia Nacional (dina). Hasta el día 12, otros tres dirigentes fueron detenidos en otros puntos. Todos continúan desaparecidos hasta hoy. Entre ellos, Mario Zamorano, esposo de Isolina Ramírez. La Corte Suprema revisó los recursos de casación presentados por las defensas para reducir penas del caso. En el alegato, Joaquín Perera conminó a los jueces a rechazarlos y les recordó que la sentencia dictada meses antes “no es muda”: en abril de 2023, la Corte de Apelaciones condenó a 47 agentes a penas que van desde los cinco hasta los 20 años por este caso.
Joaquín Perera nació en 1975 en Buenos Aires, hijo de padre argentino y madre chilena. Su madre lo trajo a vivir a Chile dos años después, luego de que su padre fuese víctima de desaparición forzada en la dictadura de aquel país. Estudió Filosofía y luego Derecho, un cambio empujado por una inquietud vocacional y en cierta medida por esa parte de su historia familiar.
—Yo creo que encontraba a la filosofía como desacoplada del tejido social, como algo que gira absolutamente en sí mismo.
Luego de trabajar como procurador, el tedio lo acercó al litigio. Así, en 2011 comenzó a colaborar con la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos para investigar y abrir procesos judiciales. Esa experiencia, dice, fue la que lo empujó a trabajar en derechos humanos de forma definitiva. Integra el programa desde 2015, y junto al resto de los abogados del área Jurídica interviene en la tramitación de causas judiciales a favor de las víctimas.
—Bajo las condiciones en que se llevó adelante la justicia transicional en Chile, desde los noventa en adelante, no se avizoraba algún resultado para entregar a los familiares algo de justicia.
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En 1998, a meses de presentada la querella del Caso Conferencia I, la Corte Suprema no aplicó la ley de amnistía firmada en 1978, debido a que, según el tribunal, no se habían agotado los recursos investigativos. Eso sucedía por primera vez en un caso de desaparición forzada. De allí en adelante, el Poder Judicial se ciñó al derecho internacional en la materia y, al considerar el secuestro calificado como un delito sostenido, dejó de aplicar la amnistía. Así, aunque al día de hoy esa ley sigue vigente, poco a poco se fue quebrando la impunidad del régimen para trazar una línea —en todo caso serpenteante— de justicia.
—En el largo plazo, con tribunales más sensibles a esta materia, se ha llegado a muchas sentencias condenatorias, a muchas que han sido de cumplimiento efectivo. Por ejemplo, que haya 350 agentes que estén cumpliendo penas privativas de libertad y que logren reflejar la gravedad de los hechos… Sumando y restando, la acción de los tribunales ha sido un aliado más que un rival para la justicia transicional.
El jueves siguiente, Daniela Romero entra caminando al área Jurídica con una bicicleta verde fosforescente a un lado, vestido negro largo, ligero, y zapatillas Converse negras sin caña. “Pasemos”, dice, sonriente. También es abogada del programa desde 2014, tiene 36 años. Usa lentes, tiene el pelo castaño claro y ojos rasgados.
—Hay causas de las cuales no hay antecedentes ni testigos por ninguna parte —dice Daniela en su oficina—. Son las más difíciles. Ahora último, hay familias muy interesadas en saber qué pasó con su familiar, pero no podemos darle respuesta de lo que hay en el expediente de su caso, que generalmente es muy poco. Es frustrante, pero se me hace mucho la idea en la cabeza de “si no es ahora, ¿cuándo?; y si no somos nosotros, ¿quiénes?”.
La implementación del Plan Nacional de Búsqueda pretende dar impulso a la política de búsqueda y verdad evadida antes, por falta de voluntad política, y aunque la lógica indica que buscar para encontrar supone un epílogo, el Plan Nacional de Búsqueda no presenta señas de tener un final.
—Nunca hay condiciones óptimas —dice Joaquín Perera—. A uno siempre le queda la sensación de dificultad, de que “si yo o el programa hubiese estado ahí presente… tal vez se pudo haber mejorado cierto aspecto”. En un punto la investigación no logra permear el secreto de los agentes. Nunca se va a saber todo. Qué pasó con Mario Zamorano y con los demás de calle Conferencia, por ejemplo. Entonces, sí, en algún momento tienen que terminar las causas, los alegatos, las sentencias, o que ya no exista fuerza política suficiente para sostener el plan. Pero yo no sé si es que la búsqueda de los familiares está sujeta a esas mismas condiciones: hay algo que nunca está cerca de terminar.
El plan lleva un año y medio puesto en marcha y la carga de trabajo es intensa. El tiempo que ha pasado se abalanza sobre el presente con un vuelo angustioso; por momentos, el peso de todos los años transcurridos hace que la ruta hacia el verbo "encontrar" sea nebulosa.



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—La verdad, es más un adorno que otra cosa.
Detrás de una mampara de vidrio está el área de Archivo e Investigación Documental: cuatro escritorios, una ventana y un mapa que pende de una pared. Carolina Figueroa tiene 32 años, es historiadora y archivera de oficio. Trabaja en el programa hace un año y resguarda el Depósito del Archivo del Programa de Derechos Humanos, que está tras la puerta en diagonal a su escritorio, gran parte declarado Monumento Histórico Nacional. El mapa de Chile que está colgado lo usaban en el programa en los años noventa, y hoy es solo una suerte de reliquia nostálgica.
—Cuando entré al plan sentí gran satisfacción porque se iba a hacer real, pero también porque esperaba que fuera una especie de posicionamiento del Estado con respecto al tema, que obligaba a la sociedad también a incluirse —dice Carolina Figueroa.
Antes trabajó en el archivo de la Vicaría de la Solidaridad, la institución que, junto a otras, bajo el alero de la Iglesia católica, asistió a los familiares en tribunales en los primeros años de la dictadura. El plan toma esa posta y otras tantas no oficiales; sobre todo, la de lo hecho por las mujeres, madres, hijas, hermanas y esposas, de las víctimas. Carolina, cuando habla del archivo, usa palabras como cariño y recuerdo, silencio y ausencia, amor y tristeza.
—Es una especie de pena que siento de que no me hablen más. Como historiadora, no sé por qué insistía en el tema de “papeles muertos”, en esa idea. Es muy heavy hablar de papeles muertos cuando estoy buscando gente muerta, pero que no está. Y el vacío del papel es lo que me dice dónde podría estar esa desaparición: el vacío entrega pistas.
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—Acá nos preocupamos de mantener el archivo en buen estado, dar respuesta a solicitudes de información, analizar nuestra propia producción y entender cómo se organizó la estructura represiva —dice Tamara Lagos en su oficina.
Por la ventana se ve un muro ciego, pintado de verde, con ductos de ventilación. En el alféizar, plantas. Tamara es socióloga, tiene 40 años recién cumplidos. Lleva el pelo ondulado hasta los hombros y un aro en la nariz. Es la coordinadora del área de Archivo e Investigación Documental del programa, reestructurada con la creación del plan.
—Lo primero era reunir, organizar lo que teníamos. Describir la información, ponerla en valor e investigarla no solamente con fines de verdad, de justicia, sino también en el sentido de la difusión, de la memoria, con el acceso al archivo. Y si bien es un archivo del pasado, en el sentido de que inscribe hechos pasados, siempre he tenido el rollo de pensar en cómo vamos a tener un archivo para el futuro.
Hace unos días fue lanzado el Mapa de Trayectorias, el trabajo de todas las áreas del Plan Nacional de Búsqueda. Es un sitio web con un mapa de Chile y un buscador.
—El otro día alguien que se metió al sitio me decía: si te situái en Santiago Centro, casi no hay espacio donde no haya habido una detención. Otra persona se metió y se dio cuenta de que en la esquina de su casa habían detenido a una persona, y hoy día habita la esquina de su casa de una forma distinta. Y eso va más allá de la trayectoria de una persona, tiene que ver con el significado y uso social de un espacio, cómo lo habitái.
Si se ingresa el nombre de una víctima en el buscador, entrega su información personal, descripción de los hechos y el estado del proceso judicial. Sobre el mapa de Chile, la plataforma traza la trayectoria de desaparición de las 1 469 víctimas. En unos casos, marca solo el lugar de detención de la persona (la calle por donde pasaba, la casa donde vivía, una esquina donde esperaba) con un punto azul, ya que la investigación —en tanto sigue abierta— solo cuenta con ese dato. En otros casos, además del lugar de detención, el mapa entrega el destino final de la víctima, ambos puntos unidos por una línea punteada del mismo color azul. Entre esos dos puntos puede haber o no otros puntos marcados, correspondientes a los lugares donde fue trasladada la víctima antes del último sitio donde se la vio con vida. Algunas fueron trasladadas varias veces hasta ser asesinadas, enterradas, exhumadas, trasladadas y enterradas nuevamente, o arrojadas al mar. En todos estos casos no hay hallazgos, o hay, con suerte, hallazgos parciales: una tibia, un diente, un hueso de un pie.
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—El archivo es prueba incluso cuando no existe… —dice Tamara—. Tengo esta pregunta equis, que eventualmente un archivo la puede responder. Pero ese archivo fue eliminado, no existe: ese vacío se puede documentar. El archivo es una cuestión mucho más amplia que lo que permite un documento. O sea, un cuerpo para mí también es material de archivo, o una arpillera, o un territorio. El desierto, por ejemplo.
La geografía del desierto chileno expande una resolana de memoria cruel. El Mapa de Trayectorias muestra el recorrido de víctimas llevadas allí después de los crímenes de la Caravana de la Muerte, una comitiva militar que recorrió el país en helicóptero para abreviar juicios mediante el exterminio. Algunas víctimas fueron trasladadas hacia nueve puntos. El mapa señala hasta tres inhumaciones distintas. Google Maps muestra, cerca del Aeropuerto El Loa, en Calama, un trazo blanquecino a la manera de un geoglifo. Con pasmosa claridad se ve la silueta de un corvo, cuchillo tradicional chileno utilizado en ese tiempo por militares para degollar a sus víctimas, aun estando muertas. Supera los dos kilómetros de longitud. En la empuñadura, si se mira atentamente, se ven un “11”, un “73” a la izquierda y un “78” a la derecha. Los dos primeros números son alusiones a la fecha del golpe militar; el tercero refiere al año en que se llevó a cabo la operación Retiro de Televisores, la orden de Pinochet para exhumar los cuerpos allí y a lo largo de todo Chile donde hubieran sido enterrados ilegalmente para lanzarlos al mar o incinerarlos. Ese tatuaje en la piel reseca del norte chileno es de autoría desconocida, pero llegó a un juez en 2011, de manos de la dirigente de una agrupación de familiares que encontró un sobre sin remitente bajo la puerta de su casa con la imagen aérea del cuchillo dentro. En 2013 periciaron, pero no hallaron nada. Mucha de la búsqueda del plan se ocupa de los rastros borrados por esa operación, grabada como estría en el desierto.
—El problema ha sido en gran medida la privatización del daño —dice Tamara—. Ha hecho que las personas deban cargar con ese daño como si fuese individual y está archisabido que no es así. Eso ha sido muy difícil posicionarlo en Chile. Ese construir verdad y hacer justicia no debió nunca ser por un deber de quienes quedaron, sino de quien efectivamente generó este daño. La violencia es difícil ponerla en torno a un hecho específico, porque, finalmente, es como cuando tiras una piedra en el agua, ¿cachái?: reverbera hasta hoy. El proceso judicial también genera instancias de mucha violencia, donde la familia tiene un rol bien preponderante, también en la construcción de la verdad.
En una repisa, la foto en blanco y negro de una mujer. Es su abuela, a quien se ve de pie, con el pelo recortado, vestida de negro, firme, junto a otras personas que sostienen carteles en una calle. Tamara también es usuaria del Programa de Derechos Humanos: su abuelo y su padre son ejecutados políticos.
—Crecí en una familia donde esta historia era un signo de orgullo, y también un mandato. Con alguien conversaba que seguramente, si no trajéramos esta historia, podríamos estar haciendo, no sé, macramé en una playa de Ecuador. Por supuesto que hay algo de restricción de la libertad respecto de los mundos posibles que uno podía transitar con una historia como esta. Pero hay objetivos que trascienden incluso a quienes sobreviven, a quienes nos faltan y a quienes les hicieron daño. Y a eso no le puedes poner un punto final: para la historia y para la memoria los tiempos son otros.
Y, sin embargo, un oxímoron extraño:
—Lo que acompaña al horror es belleza: las acciones que generan las personas, los colectivos, para resistir y contrarrestar ese horror. Esto es horror y es todo lo contrario al horror también, todo el tiempo.
3
Es un jueves de diciembre, y Magdalena Garcés raya una hoja suelta mientras habla. Es abogada, tiene 50 años y hace dos meses que es coordinadora del área de Búsqueda y Trayectorias. El área nació con el plan y su nombre disparó las expectativas.
—El trabajo está centralizado en sitios donde sería posible realizar búsquedas en terreno, donde se permitiera encontrar restos óseos, cuerpos humanos o fosas que fueron exhumadas. Ahí hay una cosa con lo sensorial: de ver el lugar, de sentirlo, de escucharlo, si hay sol, si hay sombra, estar con las personas en el mismo lugar. Reconocemos que la búsqueda no empezó hoy, no la empezamos nosotros. Heredamos una posta que viene de hace mucho tiempo, y que ahora nos permite quizás con nuevas tecnologías, con más profesionales, nuevas miradas, retomarla y complementarla.
El equipo menciona las tareas de búsqueda como diligencias, y esta área en particular se ocupa de las tareas en terreno, pero dependiendo del área pueden implicar ir a un cerro, a un cementerio o a un tribunal. El área se compone de un antropólogo, un geógrafo, un exfuncionario de la Policía de Investigaciones, periodistas y un historiador. Magdalena ha hecho una carrera como abogada de agrupaciones de derechos humanos, pero ahora, de ese lado de la mesa, dice que parte del trabajo se basa en restablecer la confianza en el Estado.
—No es que sienta: constato que llegamos tarde. Me preocupa mucho cuánto podamos avanzar sabiendo que llegamos tarde, la creación de expectativas que no podamos cumplir. Con represores, familiares y sobrevivientes fallecidos, con lugares que ya están muy intervenidos, la posibilidad de búsqueda es muy difícil. Hay una desconfianza aprendida a lo largo de muchísimos años, múltiples decepciones y frustraciones.
Recién en 1991 se pudieron exhumar tumbas del patio 29 del Cementerio General por una denuncia hecha en 1979. Hallaron 126 cuerpos de víctimas del régimen que fueron enterradas clandestinamente como nn: en algunas de las tumbas había dos cadáveres. Entre 1993 y 2002 fueron informados 96. Sin embargo, en 2004, y ante las dudas por el método poco fiable que empleó el Servicio Médico Legal, la esposa de una víctima identificada solicitó un estudio genético de la osamenta que le entregaron. El resultado fue el origen del drama, y en 2006 se consumó: 89 restos fueron periciados, de los cuales cuatro no tenían información suficiente, 37 eran correspondientes a más de una víctima y 48 no eran quienes las familias creían haber sepultado.
—Entonces hay un trabajo de recomposición de confianza con el Estado, con el Poder Judicial —sigue Magdalena—. Y creo que al programa y a nosotros nos toca un rol intermedio.
Antes de que eso sucediera, en 2001, 89 cajas con osamentas humanas fueron encargadas por el juez Juan Guzmán a la Universidad de Chile, posiblemente correspondientes a restos de detenidos desaparecidos. Las cajas pasaron al olvido, y en 2014, cuando hubo una inundación en el subterráneo en el que estaban guardadas, fueron redescubiertas. Las trasladaron al Servicio Médico Legal en 2019, la mayoría de ellas con “Cerro Chena” escrito con marcador negro. Nunca, en 24 años, han sido periciadas.
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Es 26 de diciembre de 2024. En el cerro Chena, en San Bernardo, al sur de Santiago, está el Cuartel No II de la Sección de Inteligencia de la Escuela de Infantería. Aquí buscan restos. El terreno es agreste, árido. El día partió nublado, pero en la primera hora de la tarde el sol arrecia. Bajo un toldo azul, una mesa con pan, jamón, queso, vasos de plumavit, un termo con agua caliente, té, café en tarro y un cooler con botellas de agua. A unos 200 metros de distancia, tres hombres con chalecos reflectantes anaranjados pasan una máquina por una ladera. La escena parece de ciencia ficción, como si cortaran el pasto en Marte: el georradar es un escáner que determina anomalías en el subsuelo, si es que hubo remoción de tierra, si es que había un pique, una zanja. Una fosa.
La diligencia ha tomado cuatro horas y faltan otras tres. La Policía de Investigaciones, los operarios de la máquina, una jueza de dedicación exclusiva y un canal de televisión componen el paisaje. Alrededor de la mesa, Lorena Peralta y Érika Marambio llaman por sus nombres a quienes ven en las fotos que les muestran un par de mujeres de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Ejecutados de Paine, localidad donde fueron detenidos y desaparecidos 70 campesinos. También dos hombres que miran, esperan. Juan Carlos Silva, de 67 años, y su hijo, René Manuel Silva, de 33, ven cómo a lo lejos la máquina rastrea el último paradero conocido de su padre y abuelo, Manuel Silva Carreño, uno de esos campesinos.
—El dolor no se va nunca —dice Juan Carlos Silva.
Es canoso, robusto, ojos claros. Usa gorro con visera y una polera rayada. Según el Mapa de Trayectorias, Manuel Silva fue detenido en su casa el día 29 de noviembre de 1973 en Paine, localidad al sur de Santiago. Juan Carlos tenía 17 años cuando un día, mientras almorzaban, militares entraron a su casa y se llevaron a su padre. René Silva nunca conoció a su abuelo Manuel, pero acompaña en la búsqueda a su padre.
—Mi abuela, ya vieja, se levantaba y yo le preguntaba: “Abuelita, ¿qué le pasó?”. “Nada, mijito, estoy levantándome para ir a buscar al Nano”. Que iba a llegar en un bus a tal hora… —dice René Manuel Silva, con las manos atrás y una sonrisa imprecisa.
El mapa dice que, luego de ser detenido, Manuel Silva fue trasladado cinco veces. La última hasta aquí, el cerro Chena, un cementerio clandestino donde se contabilizan 101 detenidos desaparecidos. Manuel Silva es parte de al menos seis de los hombres traídos hasta aquí desde Paine. De algunos solo se ha hallado una muela.
—Antes con mi papá y ahora con mi mamá, siempre aquí —dice Juan Carlos, golpeándose el pecho con un dedo—. Yo no soy de esos de ir al cementerio, de pasar metido en el cementerio, no. Qué saco con ir al cementerio, si andan aquí. Aquí.
Dice que su padre fue un hombre bueno. René tiene la imagen de un agricultor dedicado a su trabajo y su familia.
—Qué más lindo sería, aunque sea un huesito, o ropa o, no sé, cualquier cosa. Que lo encontraran. Llevar sus huesitos al cementerio y saber que él está ahí —dice René.
—Tengo la esperanza de que esto llegue a buen puerto. Y que se encuentre lo que el de arriba quiera entregar —dice Juan Carlos.
Cuando dice “arriba”, alza la mirada. Y arriba, sobre ese terreno áspero, un azul inmenso, hermoso; pálido e indiferente.

4
Paulina Zamorano tiene 41 años, es abogada y jefa del Programa de Derechos Humanos. Ingresó en 2012, asumió como jefa subrogante en 2022 y es jefa titular desde 2023, a cargo de la gestión de todas las áreas que conforman el plan. Es viernes y sobre la mesa de su oficina hay un cuaderno. “Everything is alright”, dice la tapa, con una cara feliz.
—El plan tiene la obligación de movilizar a todo el Estado. El programa estaba anteriormente solo a cargo de movilizar las causas judiciales, de apoyar a las familias, no de movilizar todo el Estado. Pero aún estamos trabajando para dejar fija esta política pública dentro del Estado.
El plan, al ser decreto supremo, conmina y congrega a distintas instituciones del Estado a colaborar con la búsqueda con mayor agilidad, desde sus ministerios hasta el Servicio Médico Legal, encargado de todas las identificaciones y trabajos científicos, además de las labores de peritajes junto con las policías. Estas instituciones deben rendir cuentas de sus tareas asignadas al plan. Todo con el objetivo de allanar la información sobre las estructuras represivas, los patrones macrocriminales del régimen y las trayectorias de las detenciones.
—Si pensamos solo en que los vamos a encontrar, es una política que no va a funcionar. Si pensamos en cómo podemos avanzar para saber qué fue lo que sucedió con las víctimas, sí puede resultar —sigue Paulina.
Todas las áreas fueron parte del proceso participativo con agrupaciones de familiares que comenzó en 2022: acercarse a lugares donde nunca nadie había tomado un testimonio, contarles las intenciones del plan, mostrar la cara en representación de un Estado ausente, algo que no purga del todo la reticencia de las familias.
—Las primeras reuniones con los familiares tenían un tono muy álgido, y eso repercutió muy fuerte en el equipo. Todos nos fuimos con una carga de alta responsabilidad, tener que cumplirles, cuando nosotros recién estábamos sistematizando la información que teníamos que levantar para el plan y promoviendo las acciones judiciales.
En el lanzamiento del Mapa de Trayectorias, en el Salón de Honor de la Universidad de Chile, el actual ministro, Jaime Gajardo, con dos meses en el cargo, lanzó una última frase en su discurso que sonó como una perorata precipitada: “No los defraudaremos”.
Sonrisa. Aplausos.
Afuera, en los debates de la política y las redes, los consensos sobre los derechos humanos se desdibujan y crecen las reivindicaciones de sectores políticos que se identifican con los propósitos del régimen de Pinochet. En tanto, el plan es el proyecto emblema de un gobierno que pretende establecer esta política pública antes de terminar, en marzo de 2026.
—Los familiares y organizaciones saben del prestigio del programa. Ellos han sido los más llanos a trabajar. El plan nacional llena el espacio que el Estado no se ha hecho cargo, y trabajamos para que la espera que tienen los familiares se condiga con lo que efectivamente es esta política y no dejarlos solos en ese proceso. Pero no es normal, trabajar a este ritmo no está bien.
La noche del 4 de octubre de 2023, una de las trabajadoras del aseo de la oficina del programa encontró un pote de mantequilla con un hueso de mandíbula humana dentro. El hecho trascendió, se insinuó que podían ser restos de alguna víctima. Familiares de víctimas de la dictadura declararon en medios sentir dolor y revictimización por el hallazgo. En marzo de 2024, los peritajes y posteriores estudios determinaron que la mandíbula encontrada era de alguien que vivió en el siglo III o IV.

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—Cuando supe que se iba a concretar esto fue una sensación bien fuerte, no lo creía posible. Porque ha sido un camino demasiado largo, demasiada espera, demasiada rabia. ¿Sabes lo que pasa? Tenía miedo de perder el dolor… El dolor es tan fuerte, me ha acompañado tanto tiempo que no quería que se me fuera, porque es parte de mí. Es como ver, entre comillas, la belleza en el dolor.
Es una mañana de los primeros días de enero en un café de Santiago. Pamela Bustos Velozo tiene 61 años, pelo largo, oscuro, con algunas canas. Hace un mes estuvo en la Sala de Identificación del Servicio Médico mirando los restos de su padre, Juan Bustos Marchant. Reparó en los huesos de sus manos, que recordaba grandes, definidas y hermosas. Era prefecto de la Policía de Investigaciones de Valparaíso. Con el golpe y leal al gobierno de Salvador Allende, fue detenido y torturado en octubre de 1973. Trasladado junto a su familia a Santiago a fines de ese año, en abril de 1974 fue detenido y devuelto nuevamente a Valparaíso, sometido a consejo de guerra por cargos sin asidero y apresado en su propio lugar de trabajo, en la prefectura de la ciudad puerto. El 1 de mayo su familia lo fue a ver ahí. Pamela lo recuerda abatido, dolorido y triste.
—Entramos a una salita y ahí estaba. Nos abrazaba mucho, a mí, a mi hermana y a mi mamá. Ella se llevó su ropa sucia, le dejó ropa limpia. Fue una cosa corta. Cuando nos fuimos, se asomó en la puerta y nos hizo “chao” —dice moviendo su mano como si lo mirara.
El 2 de mayo, su padre apareció muerto en su oficina con un disparo en la cabeza. Fue entregado en una urna sellada: “suicidio”, decía el acta de defunción. Lo sepultaron con la duda eterna. Durante años, tanto Pamela como su hermana Gloria y su madre Nelly, fueron hostigadas por los organismos del régimen, y con los años ella y su hermana hicieron todo para correr el velo de la sospecha: en 2011, el cuerpo de su padre fue exhumado y se determinó que la participación de terceros constituyó una ejecución.
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—Con el programa sí hay reparación. Tuvieron una delicadeza sin igual. Y tengo pánico de que este gobierno se vaya y no quede nada. Yo al menos pude enterrar a mi papá, tener algo de él. Pero cuántos más son los que esperan algo.
El 18 de diciembre de 2024, en una ceremonia íntima, fue sepultado el osario con los restos del padre de Pamela. Pamela debe volver a Italia, donde vive hace 26 años, pero la parte judicial sigue: dos agentes involucrados en el asesinato de Juan Bustos, con más de 90 años, están libres.
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Andrea Leonhardt tiene 51 años, trabaja en el programa desde 2017. Es delgada; su voz, grave, con inflexiones delicadas. Detrás suyo, el marco de la ventana recorta perfectamente, como una postal, el frontis del Palacio de La Moneda, la fachada que fue bombardeada el 11 de septiembre de 1973 en el inicio de una de las dictaduras más extensas en América Latina.
—Atendemos personas todos los días, tanto familiares como víctimas de otros hechos represivos. Nuestro trabajo aquí tiene tres patas: las denuncias espontáneas, el trabajo con agrupaciones y las diligencias.
Andrea y el equipo del área Social son quienes atienden a personas que, por ejemplo, nunca se presentaron a las comisiones de verdad por miedo o desconocimiento. Junto con ello, trabajan en actualizar las medidas reparatorias fijadas por las comisiones de los noventa: que las becas sean traspasables entre familiares, que se incrementen las pensiones de acuerdo al costo de la vida actual, o que aquellos familiares de víctimas beneficiarios de pensión reparatoria puedan acceder también a la Pensión Garantizada Universal, una ayuda de base del Estado a las jubilaciones de todos los chilenos. Asimismo, destinar recursos a insumos y traslados de agrupaciones para encuentros o diligencias. Andrea Leonhardt también se preocupa desde coordinar instituciones hasta preguntar qué flores prefiere una familia para velar un osario, una caja pequeña con huesos.
—Siendo asistente social, ¿pensaste en algún momento que ibas a tener tanto vínculo con este tipo de palabras?
—Jamás.
—¿Y cómo ha sido?
—Sanador.
Andrea maneja una nomenclatura instruida en torno al horror con soltura decorosa. En este tiempo, junto con ponderar sus propios duelos, ha visto la devoción de esa búsqueda, hecha principalmente por mujeres. Recuerda la vez que una de ellas, en el norte, le mostró un hueso que conservaba dentro de una pequeña taza. Hechos los estudios, supieron que el hueso que la mujer apreciaba era de un animal.




5
La luz tenue de una tarde de febrero entra a través de la ventana de su casa y se acuesta tímida sobre sus hombros. Isolina Ramírez, sentada en una poltrona, usa pantalón oscuro y blusa roja. Lleva un reloj en su muñeca que, como todos, avanza. A su lado, una foto: sale sonriente, joven, de vestido claro y abrazada a Mario Zamorano, de sonrisa tan amplia o más que la de ella.
El día 4 de mayo de 1976, Mario Zamorano, obrero marroquinero y dirigente del Partido Comunista, salió por última vez de esta casa en Ñuñoa, comuna de Santiago, donde vivía con su esposa Isolina y sus tres hijas. Fue a una casa de seguridad en calle Conferencia, Santiago Centro, donde habría una reunión a la que solo estaba citado el Comité Central del partido, que en esa época operaba en la clandestinidad. Entre ellos, Mario. La casa había sido identificada unos días antes por agentes de la dina. Mario estaba de cumpleaños al día siguiente, e Isolina, militante como él, pero que no estaba al tanto de la reunión del comité, lo esperó en casa de su suegro para festejar. Pero Mario no llegó. Según las investigaciones, a eso de las siete de la tarde del 4 de mayo, Mario Zamorano fue detenido en la casa de calle Conferencia y continúa desaparecido hasta hoy.
—Llamé a un amigo ayudista del partido y le dije que Mario no había llegado —dice Isolina—. Salimos en una renoleta y empezamos a visitar las casas de seguridad, tres, y en las tres no había señales de Mario. Ahí yo dije que esto es más malo de lo que pensábamos. Al otro día nos juntamos con Eliana Espinoza, amiga y dirigenta también. Ella sabía lo de la reunión en calle Conferencia y le pedí que me lo contara.
Eliana Espinoza también fue detenida y desaparecida el día 12 de mayo siguiente. Isolina hizo la denuncia por su esposo en la Vicaría de la Solidaridad y el tiempo, indiferente, pasó. Allí le dieron trabajo, y con eso mantuvo a sus tres hijas. Parte de su familia la desconoció. Escuchó cada llamada de amenazas a su casa, lidió con cada noticia falsa —como que Mario había sido visto en la Argentina con otra mujer— y con cada ilusión al ver a un hombre con un mínimo parecido a su marido: así se vería hoy, pensaba, barbón, fatigado, más delgado y menos él. Pero nunca apareció.
—Mucha incertidumbre ya no teníamos. Pero una empieza a pensar en que ya estaba muerto, y que ojalá no haya sido mucho el tiempo que pasó ahí.
El Mapa de Trayectorias dice que Mario Zamorano fue trasladado hasta Villa Grimaldi, uno de los centros de exterminio más grandes de la dictadura. Hoy, Isolina tiene 92 años, hijas, nietos y bisnietos. En su familia, dice, no existe rencor ni contra militares ni contra esa historia ungida por la espera. Y si bien la búsqueda no supone un epílogo, y la presencia de Isolina en aquella audiencia de diciembre era una forma de la esperanza pertinaz de quienes quedan, ella estima que dos años después de perder las señales de su marido, en buena parte dejó la ruta de la búsqueda.
—En ese tiempo nos acostumbramos a no saludar a nadie en la calle. Y nos queda un poco eso. Uno de mis defectos no es que me cueste confiar, sino que… Siempre siento que porque soy comunista soy como una persona desagradable, que hay que tener cuidado conmigo. Lo sentí en la cuadra cuando desapareció Mario. Yo entendía esa distancia, pero nos golpeó mucho.
La casa de Isolina y Mario queda en una calle llamada Estrella Solitaria. En su patio, ella está sentada a la mesa bajo un parrón de un verde tupido, mientras la tarde cae. Ahí, la historia de la espera parece evocar su final: y es que, como el ocaso, se desvanece inevitablemente con el tráfago feroz del tiempo que pasa.
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Parte del equipo de 57 integrantes del Programa de Derechos Humanos, de Chile. De izquierda a derecha, Daniela Romero y Joaquín Perera, abogados del área Jurídica; Andrea Leonhardt, coordinadora del área Social; Paulina Zamorano, abogada y jefa del Programa de Derechos Humanos, y Carolina Figueroa, archivera del área de Archivo e Investigación Documental.
Estas son las personas que, 50 años después del golpe de Estado de Pinochet, llevan adelante la búsqueda de las huellas de los detenidos desaparecidos por la dictadura chilena. Historiadores, archiveros, abogados, sociólogos, geógrafos, asistentes sociales, peritos en diversas disciplinas, entre muchos otros profesionales, ejecutan una política pública largamente postergada que pretende entregar justicia a los familiares de las víctimas. Su tarea, sin embargo, tiene un horizonte más amplio: construir un puente que restablezca la confianza en el Estado.
1
El abogado relator hace una pausa para tomar agua. En la segunda sala de la Corte Suprema, teñida de una luz calipso por el sol que atraviesa los vidrios polarizados, los hechos que narra se derraman con pavorosa frialdad. En el público, una mujer, de nombre Isolina, espera. El abogado menciona a Mario, el esposo de la mujer, uno de los hombres que llegaron a una casa en el centro de Santiago de Chile en mayo de 1976, que junto a otros fue detenido y desapareció para siempre. Cuando el nombre de su marido resuena en la audiencia, la mano de otra mujer se desliza por la espalda de Isolina con suavidad.
Hoy es 10 de diciembre de 2024 y este es el penúltimo eslabón de la causa más larga en la historia penal chilena, la primera interpuesta a Pinochet por crímenes de lesa humanidad en 1998, llamada Caso Conferencia I. Es el Día Internacional de los Derechos Humanos: el mismo día, pero de 2006, el dictador del régimen chileno murió en la habitación de un hospital en completa impunidad.
Aquí, en el asiento de madera fría de un tribunal, y en un descampado en el que apenas se ve una huella borrada, o en una oficina cualquiera, se delinea una parte de la historia de este país; de la gente que espera y la gente que busca.
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El comandante en jefe del Ejército, con sorna, le dice a una joven periodista: “Felicito a los buscadores de cadáveres”. “¿Podría usted seguir insistiendo que en Chile no hubo detenidos desaparecidos? —le pregunta ella—. ¿Qué le parece que hayan encontrado, incluso en una sola tumba, dos cadáveres?”. “¡Pero qué economía más grande!”, responde Augusto Pinochet Ugarte, antes de dar la espalda a la cámara que lo graba y perderse en el tumulto. Es 1991. La dictadura terminó hace apenas un año, pero su aliento lóbrego prevalece.
2
El edificio es antiguo, frente al Palacio de La Moneda, en calle Agustinas. En la Plaza de la Constitución hay un árbol de Navidad gigante que acusa el ritmo de la época. En el tercer piso del edificio funciona el Programa de Derechos Humanos. Al salir del ascensor, el piso se divide en tres: a la derecha, área Social a un lado y área de Búsqueda y Trayectorias al otro; a la izquierda, área Jurídica junto con el área de Archivo e Investigación Documental. El área de Memorias, que se ocupa de generar materiales educativos y de la gestión en sitios y museos de memoria, está en el edificio del Ministerio de Justicia, a unas cuadras de aquí. Todas componen un plan que demoró 50 años en aparecer.
En agosto de 2023, Gabriel Boric, presidente en ejercicio, firmó el decreto supremo llamado Plan Nacional de Búsqueda, Verdad y Justicia, la primera política estatal que institucionaliza la búsqueda de las trayectorias y destino final de las víctimas de desaparición forzada de la dictadura chilena. Y en esa línea de tiempo cabe la pregunta: ¿por qué tanto tiempo después?
Llegada la democracia en 1990, la omnipresencia de Pinochet —en la comandancia en jefe del Ejército y en el Congreso, luego de ser nombrado senador vitalicio— tensionaba cualquier intento de acuerdo para dar garantías de justicia transicional por parte del Poder Ejecutivo. La derecha mantuvo el legado del régimen; en tanto, la oposición, ahora en el gobierno desde el fin de la dictadura, optó por cuidar la estabilidad de la frágil democracia. Así, las primeras medidas judiciales fueron escasas, a cuentagotas, de manera paulatina y dilatada. La Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación entregó el Informe Rettig al presidente Patricio Aylwin en 1991, que contó 2 279 víctimas totales, entre ejecutados políticos y detenidos desaparecidos. Al recibirlo, Aylwin dijo: “Y sobre la base de esa verdad se busque la justicia en la medida de lo posible”. El retorno a la democracia abría la esperanza, pero la frase —“en la medida de lo posible”— pareció signar la mezquindad con que se haría —o, más bien, no se haría— la búsqueda de los restos. En 1992 se formó la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación: cerró la cifra de víctimas totales de la dictadura en 3 195. En 1997 se convirtió en el Programa de Derechos Humanos, que hasta hoy presta representación legal a familiares de víctimas. A fines de los noventa se dictaron las primeras sentencias sobre los responsables: en los casos de detenidos desaparecidos, la justicia ha condenado bajo el delito de secuestro calificado a quien hizo la detención, a quien encerró a la víctima, a quien mantuvo la condición de encierro, a quien vigilaba el perímetro. Al no existir el cuerpo, el secuestro se considera un delito aún en curso y, por lo tanto, permanente hasta que no aparezca. De todas las víctimas se sabe al menos un dato: algunos aparecen en un listado de víctimas (emitido por un organismo represivo), o figura el lugar de su detención. Así, todos los delitos se han podido acreditar: entre 1990 y 2023, las sentencias condenatorias sumaban un total de 666.
Mientras los esfuerzos de los familiares estaban volcados en los tribunales, la búsqueda de la trayectoria de detención y, eventualmente, de restos, quedó relegada como una cuestión accesoria, o bien, supeditada a los peritajes ordenados por los jueces. En todo caso, el conocimiento de los familiares abrió la ruta para, medio siglo después, poder delinear la búsqueda.
El Plan Nacional de Búsqueda oficializa la cifra de 1 092 detenidos desaparecidos y 377 ejecutados políticos notificados, pero cuyo cuerpo no fue entregado. De todas estas víctimas, poco más de un 95% eran hombres; casi un 5%, mujeres. La mayoría tenía entre 21 y 30 años. Más de la mitad eran obreros, y casi un tercio no tenía militancia política. Son 13 los métodos de desaparición forzada consignados por el plan: víctimas entregadas en un ataúd sellado y con prohibición de abrir; víctimas identificadas no informadas a familiares y enterradas ilegalmente en calidad de nn; víctimas arrojadas desde helicópteros al océano Pacífico en los llamados “vuelos de la muerte”, por nombrar algunos. A lo largo de los años hubo 306 hallazgos y restituciones de cuerpos a las familias, pero aun en esos casos se desconoce qué pasó entre la detención y la aparición de los restos.
El Programa de Derechos Humanos ejecuta el plan. Aquí, en estas oficinas, su equipo atiende a familias que tienen causas iniciadas en la justicia e investiga las trayectorias de desaparición de las 1 469 personas que faltan. Aquí trabajan quienes buscan vestigios, huellas, con el apremio que inyectan a esa búsqueda la ausencia del Estado durante casi medio siglo y los datos que inevitablemente se perdieron con el tiempo.


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Es lunes 16 de diciembre. En el área Jurídica, hay plantas, pocas. A cada lado del área, dos pasillos largos con oficinas, casi todas con las puertas abiertas. En medio, un espacio con fotocopiadoras, impresoras, escritorios. Pegado en el vidrio de una de las oficinas, un afiche con rostros en blanco y negro.
—Tomo notas de lo que dicen las defensas, pero hace mucho tiempo que no alego mirando papeles. Hay una sensación de vértigo cuando uno alega. Me gusta vivirlo así.
En una de las oficinas, el abogado Joaquín Perera está sentado junto a un perchero vacío del que pende un cartel que dice “en alegato. ¡¡¡silencio por favor!!!”. Tiene 49 años, los ojos pequeños y lentes de marco delgado negro. Es de apariencia tímida, pero hace seis días, en la audiencia de Conferencia I, alegó de forma enérgica en representación del Programa de Derechos Humanos, sin apoyo de papeles.
Del 4 al 6 de mayo de 1976, cinco dirigentes del Partido Comunista fueron detenidos en la casa de calle Conferencia 1 587, Santiago Centro, intervenida por la Dirección de Inteligencia Nacional (dina). Hasta el día 12, otros tres dirigentes fueron detenidos en otros puntos. Todos continúan desaparecidos hasta hoy. Entre ellos, Mario Zamorano, esposo de Isolina Ramírez. La Corte Suprema revisó los recursos de casación presentados por las defensas para reducir penas del caso. En el alegato, Joaquín Perera conminó a los jueces a rechazarlos y les recordó que la sentencia dictada meses antes “no es muda”: en abril de 2023, la Corte de Apelaciones condenó a 47 agentes a penas que van desde los cinco hasta los 20 años por este caso.
Joaquín Perera nació en 1975 en Buenos Aires, hijo de padre argentino y madre chilena. Su madre lo trajo a vivir a Chile dos años después, luego de que su padre fuese víctima de desaparición forzada en la dictadura de aquel país. Estudió Filosofía y luego Derecho, un cambio empujado por una inquietud vocacional y en cierta medida por esa parte de su historia familiar.
—Yo creo que encontraba a la filosofía como desacoplada del tejido social, como algo que gira absolutamente en sí mismo.
Luego de trabajar como procurador, el tedio lo acercó al litigio. Así, en 2011 comenzó a colaborar con la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos para investigar y abrir procesos judiciales. Esa experiencia, dice, fue la que lo empujó a trabajar en derechos humanos de forma definitiva. Integra el programa desde 2015, y junto al resto de los abogados del área Jurídica interviene en la tramitación de causas judiciales a favor de las víctimas.
—Bajo las condiciones en que se llevó adelante la justicia transicional en Chile, desde los noventa en adelante, no se avizoraba algún resultado para entregar a los familiares algo de justicia.
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En 1998, a meses de presentada la querella del Caso Conferencia I, la Corte Suprema no aplicó la ley de amnistía firmada en 1978, debido a que, según el tribunal, no se habían agotado los recursos investigativos. Eso sucedía por primera vez en un caso de desaparición forzada. De allí en adelante, el Poder Judicial se ciñó al derecho internacional en la materia y, al considerar el secuestro calificado como un delito sostenido, dejó de aplicar la amnistía. Así, aunque al día de hoy esa ley sigue vigente, poco a poco se fue quebrando la impunidad del régimen para trazar una línea —en todo caso serpenteante— de justicia.
—En el largo plazo, con tribunales más sensibles a esta materia, se ha llegado a muchas sentencias condenatorias, a muchas que han sido de cumplimiento efectivo. Por ejemplo, que haya 350 agentes que estén cumpliendo penas privativas de libertad y que logren reflejar la gravedad de los hechos… Sumando y restando, la acción de los tribunales ha sido un aliado más que un rival para la justicia transicional.
El jueves siguiente, Daniela Romero entra caminando al área Jurídica con una bicicleta verde fosforescente a un lado, vestido negro largo, ligero, y zapatillas Converse negras sin caña. “Pasemos”, dice, sonriente. También es abogada del programa desde 2014, tiene 36 años. Usa lentes, tiene el pelo castaño claro y ojos rasgados.
—Hay causas de las cuales no hay antecedentes ni testigos por ninguna parte —dice Daniela en su oficina—. Son las más difíciles. Ahora último, hay familias muy interesadas en saber qué pasó con su familiar, pero no podemos darle respuesta de lo que hay en el expediente de su caso, que generalmente es muy poco. Es frustrante, pero se me hace mucho la idea en la cabeza de “si no es ahora, ¿cuándo?; y si no somos nosotros, ¿quiénes?”.
La implementación del Plan Nacional de Búsqueda pretende dar impulso a la política de búsqueda y verdad evadida antes, por falta de voluntad política, y aunque la lógica indica que buscar para encontrar supone un epílogo, el Plan Nacional de Búsqueda no presenta señas de tener un final.
—Nunca hay condiciones óptimas —dice Joaquín Perera—. A uno siempre le queda la sensación de dificultad, de que “si yo o el programa hubiese estado ahí presente… tal vez se pudo haber mejorado cierto aspecto”. En un punto la investigación no logra permear el secreto de los agentes. Nunca se va a saber todo. Qué pasó con Mario Zamorano y con los demás de calle Conferencia, por ejemplo. Entonces, sí, en algún momento tienen que terminar las causas, los alegatos, las sentencias, o que ya no exista fuerza política suficiente para sostener el plan. Pero yo no sé si es que la búsqueda de los familiares está sujeta a esas mismas condiciones: hay algo que nunca está cerca de terminar.
El plan lleva un año y medio puesto en marcha y la carga de trabajo es intensa. El tiempo que ha pasado se abalanza sobre el presente con un vuelo angustioso; por momentos, el peso de todos los años transcurridos hace que la ruta hacia el verbo "encontrar" sea nebulosa.



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—La verdad, es más un adorno que otra cosa.
Detrás de una mampara de vidrio está el área de Archivo e Investigación Documental: cuatro escritorios, una ventana y un mapa que pende de una pared. Carolina Figueroa tiene 32 años, es historiadora y archivera de oficio. Trabaja en el programa hace un año y resguarda el Depósito del Archivo del Programa de Derechos Humanos, que está tras la puerta en diagonal a su escritorio, gran parte declarado Monumento Histórico Nacional. El mapa de Chile que está colgado lo usaban en el programa en los años noventa, y hoy es solo una suerte de reliquia nostálgica.
—Cuando entré al plan sentí gran satisfacción porque se iba a hacer real, pero también porque esperaba que fuera una especie de posicionamiento del Estado con respecto al tema, que obligaba a la sociedad también a incluirse —dice Carolina Figueroa.
Antes trabajó en el archivo de la Vicaría de la Solidaridad, la institución que, junto a otras, bajo el alero de la Iglesia católica, asistió a los familiares en tribunales en los primeros años de la dictadura. El plan toma esa posta y otras tantas no oficiales; sobre todo, la de lo hecho por las mujeres, madres, hijas, hermanas y esposas, de las víctimas. Carolina, cuando habla del archivo, usa palabras como cariño y recuerdo, silencio y ausencia, amor y tristeza.
—Es una especie de pena que siento de que no me hablen más. Como historiadora, no sé por qué insistía en el tema de “papeles muertos”, en esa idea. Es muy heavy hablar de papeles muertos cuando estoy buscando gente muerta, pero que no está. Y el vacío del papel es lo que me dice dónde podría estar esa desaparición: el vacío entrega pistas.
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—Acá nos preocupamos de mantener el archivo en buen estado, dar respuesta a solicitudes de información, analizar nuestra propia producción y entender cómo se organizó la estructura represiva —dice Tamara Lagos en su oficina.
Por la ventana se ve un muro ciego, pintado de verde, con ductos de ventilación. En el alféizar, plantas. Tamara es socióloga, tiene 40 años recién cumplidos. Lleva el pelo ondulado hasta los hombros y un aro en la nariz. Es la coordinadora del área de Archivo e Investigación Documental del programa, reestructurada con la creación del plan.
—Lo primero era reunir, organizar lo que teníamos. Describir la información, ponerla en valor e investigarla no solamente con fines de verdad, de justicia, sino también en el sentido de la difusión, de la memoria, con el acceso al archivo. Y si bien es un archivo del pasado, en el sentido de que inscribe hechos pasados, siempre he tenido el rollo de pensar en cómo vamos a tener un archivo para el futuro.
Hace unos días fue lanzado el Mapa de Trayectorias, el trabajo de todas las áreas del Plan Nacional de Búsqueda. Es un sitio web con un mapa de Chile y un buscador.
—El otro día alguien que se metió al sitio me decía: si te situái en Santiago Centro, casi no hay espacio donde no haya habido una detención. Otra persona se metió y se dio cuenta de que en la esquina de su casa habían detenido a una persona, y hoy día habita la esquina de su casa de una forma distinta. Y eso va más allá de la trayectoria de una persona, tiene que ver con el significado y uso social de un espacio, cómo lo habitái.
Si se ingresa el nombre de una víctima en el buscador, entrega su información personal, descripción de los hechos y el estado del proceso judicial. Sobre el mapa de Chile, la plataforma traza la trayectoria de desaparición de las 1 469 víctimas. En unos casos, marca solo el lugar de detención de la persona (la calle por donde pasaba, la casa donde vivía, una esquina donde esperaba) con un punto azul, ya que la investigación —en tanto sigue abierta— solo cuenta con ese dato. En otros casos, además del lugar de detención, el mapa entrega el destino final de la víctima, ambos puntos unidos por una línea punteada del mismo color azul. Entre esos dos puntos puede haber o no otros puntos marcados, correspondientes a los lugares donde fue trasladada la víctima antes del último sitio donde se la vio con vida. Algunas fueron trasladadas varias veces hasta ser asesinadas, enterradas, exhumadas, trasladadas y enterradas nuevamente, o arrojadas al mar. En todos estos casos no hay hallazgos, o hay, con suerte, hallazgos parciales: una tibia, un diente, un hueso de un pie.
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—El archivo es prueba incluso cuando no existe… —dice Tamara—. Tengo esta pregunta equis, que eventualmente un archivo la puede responder. Pero ese archivo fue eliminado, no existe: ese vacío se puede documentar. El archivo es una cuestión mucho más amplia que lo que permite un documento. O sea, un cuerpo para mí también es material de archivo, o una arpillera, o un territorio. El desierto, por ejemplo.
La geografía del desierto chileno expande una resolana de memoria cruel. El Mapa de Trayectorias muestra el recorrido de víctimas llevadas allí después de los crímenes de la Caravana de la Muerte, una comitiva militar que recorrió el país en helicóptero para abreviar juicios mediante el exterminio. Algunas víctimas fueron trasladadas hacia nueve puntos. El mapa señala hasta tres inhumaciones distintas. Google Maps muestra, cerca del Aeropuerto El Loa, en Calama, un trazo blanquecino a la manera de un geoglifo. Con pasmosa claridad se ve la silueta de un corvo, cuchillo tradicional chileno utilizado en ese tiempo por militares para degollar a sus víctimas, aun estando muertas. Supera los dos kilómetros de longitud. En la empuñadura, si se mira atentamente, se ven un “11”, un “73” a la izquierda y un “78” a la derecha. Los dos primeros números son alusiones a la fecha del golpe militar; el tercero refiere al año en que se llevó a cabo la operación Retiro de Televisores, la orden de Pinochet para exhumar los cuerpos allí y a lo largo de todo Chile donde hubieran sido enterrados ilegalmente para lanzarlos al mar o incinerarlos. Ese tatuaje en la piel reseca del norte chileno es de autoría desconocida, pero llegó a un juez en 2011, de manos de la dirigente de una agrupación de familiares que encontró un sobre sin remitente bajo la puerta de su casa con la imagen aérea del cuchillo dentro. En 2013 periciaron, pero no hallaron nada. Mucha de la búsqueda del plan se ocupa de los rastros borrados por esa operación, grabada como estría en el desierto.
—El problema ha sido en gran medida la privatización del daño —dice Tamara—. Ha hecho que las personas deban cargar con ese daño como si fuese individual y está archisabido que no es así. Eso ha sido muy difícil posicionarlo en Chile. Ese construir verdad y hacer justicia no debió nunca ser por un deber de quienes quedaron, sino de quien efectivamente generó este daño. La violencia es difícil ponerla en torno a un hecho específico, porque, finalmente, es como cuando tiras una piedra en el agua, ¿cachái?: reverbera hasta hoy. El proceso judicial también genera instancias de mucha violencia, donde la familia tiene un rol bien preponderante, también en la construcción de la verdad.
En una repisa, la foto en blanco y negro de una mujer. Es su abuela, a quien se ve de pie, con el pelo recortado, vestida de negro, firme, junto a otras personas que sostienen carteles en una calle. Tamara también es usuaria del Programa de Derechos Humanos: su abuelo y su padre son ejecutados políticos.
—Crecí en una familia donde esta historia era un signo de orgullo, y también un mandato. Con alguien conversaba que seguramente, si no trajéramos esta historia, podríamos estar haciendo, no sé, macramé en una playa de Ecuador. Por supuesto que hay algo de restricción de la libertad respecto de los mundos posibles que uno podía transitar con una historia como esta. Pero hay objetivos que trascienden incluso a quienes sobreviven, a quienes nos faltan y a quienes les hicieron daño. Y a eso no le puedes poner un punto final: para la historia y para la memoria los tiempos son otros.
Y, sin embargo, un oxímoron extraño:
—Lo que acompaña al horror es belleza: las acciones que generan las personas, los colectivos, para resistir y contrarrestar ese horror. Esto es horror y es todo lo contrario al horror también, todo el tiempo.
3
Es un jueves de diciembre, y Magdalena Garcés raya una hoja suelta mientras habla. Es abogada, tiene 50 años y hace dos meses que es coordinadora del área de Búsqueda y Trayectorias. El área nació con el plan y su nombre disparó las expectativas.
—El trabajo está centralizado en sitios donde sería posible realizar búsquedas en terreno, donde se permitiera encontrar restos óseos, cuerpos humanos o fosas que fueron exhumadas. Ahí hay una cosa con lo sensorial: de ver el lugar, de sentirlo, de escucharlo, si hay sol, si hay sombra, estar con las personas en el mismo lugar. Reconocemos que la búsqueda no empezó hoy, no la empezamos nosotros. Heredamos una posta que viene de hace mucho tiempo, y que ahora nos permite quizás con nuevas tecnologías, con más profesionales, nuevas miradas, retomarla y complementarla.
El equipo menciona las tareas de búsqueda como diligencias, y esta área en particular se ocupa de las tareas en terreno, pero dependiendo del área pueden implicar ir a un cerro, a un cementerio o a un tribunal. El área se compone de un antropólogo, un geógrafo, un exfuncionario de la Policía de Investigaciones, periodistas y un historiador. Magdalena ha hecho una carrera como abogada de agrupaciones de derechos humanos, pero ahora, de ese lado de la mesa, dice que parte del trabajo se basa en restablecer la confianza en el Estado.
—No es que sienta: constato que llegamos tarde. Me preocupa mucho cuánto podamos avanzar sabiendo que llegamos tarde, la creación de expectativas que no podamos cumplir. Con represores, familiares y sobrevivientes fallecidos, con lugares que ya están muy intervenidos, la posibilidad de búsqueda es muy difícil. Hay una desconfianza aprendida a lo largo de muchísimos años, múltiples decepciones y frustraciones.
Recién en 1991 se pudieron exhumar tumbas del patio 29 del Cementerio General por una denuncia hecha en 1979. Hallaron 126 cuerpos de víctimas del régimen que fueron enterradas clandestinamente como nn: en algunas de las tumbas había dos cadáveres. Entre 1993 y 2002 fueron informados 96. Sin embargo, en 2004, y ante las dudas por el método poco fiable que empleó el Servicio Médico Legal, la esposa de una víctima identificada solicitó un estudio genético de la osamenta que le entregaron. El resultado fue el origen del drama, y en 2006 se consumó: 89 restos fueron periciados, de los cuales cuatro no tenían información suficiente, 37 eran correspondientes a más de una víctima y 48 no eran quienes las familias creían haber sepultado.
—Entonces hay un trabajo de recomposición de confianza con el Estado, con el Poder Judicial —sigue Magdalena—. Y creo que al programa y a nosotros nos toca un rol intermedio.
Antes de que eso sucediera, en 2001, 89 cajas con osamentas humanas fueron encargadas por el juez Juan Guzmán a la Universidad de Chile, posiblemente correspondientes a restos de detenidos desaparecidos. Las cajas pasaron al olvido, y en 2014, cuando hubo una inundación en el subterráneo en el que estaban guardadas, fueron redescubiertas. Las trasladaron al Servicio Médico Legal en 2019, la mayoría de ellas con “Cerro Chena” escrito con marcador negro. Nunca, en 24 años, han sido periciadas.
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Es 26 de diciembre de 2024. En el cerro Chena, en San Bernardo, al sur de Santiago, está el Cuartel No II de la Sección de Inteligencia de la Escuela de Infantería. Aquí buscan restos. El terreno es agreste, árido. El día partió nublado, pero en la primera hora de la tarde el sol arrecia. Bajo un toldo azul, una mesa con pan, jamón, queso, vasos de plumavit, un termo con agua caliente, té, café en tarro y un cooler con botellas de agua. A unos 200 metros de distancia, tres hombres con chalecos reflectantes anaranjados pasan una máquina por una ladera. La escena parece de ciencia ficción, como si cortaran el pasto en Marte: el georradar es un escáner que determina anomalías en el subsuelo, si es que hubo remoción de tierra, si es que había un pique, una zanja. Una fosa.
La diligencia ha tomado cuatro horas y faltan otras tres. La Policía de Investigaciones, los operarios de la máquina, una jueza de dedicación exclusiva y un canal de televisión componen el paisaje. Alrededor de la mesa, Lorena Peralta y Érika Marambio llaman por sus nombres a quienes ven en las fotos que les muestran un par de mujeres de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Ejecutados de Paine, localidad donde fueron detenidos y desaparecidos 70 campesinos. También dos hombres que miran, esperan. Juan Carlos Silva, de 67 años, y su hijo, René Manuel Silva, de 33, ven cómo a lo lejos la máquina rastrea el último paradero conocido de su padre y abuelo, Manuel Silva Carreño, uno de esos campesinos.
—El dolor no se va nunca —dice Juan Carlos Silva.
Es canoso, robusto, ojos claros. Usa gorro con visera y una polera rayada. Según el Mapa de Trayectorias, Manuel Silva fue detenido en su casa el día 29 de noviembre de 1973 en Paine, localidad al sur de Santiago. Juan Carlos tenía 17 años cuando un día, mientras almorzaban, militares entraron a su casa y se llevaron a su padre. René Silva nunca conoció a su abuelo Manuel, pero acompaña en la búsqueda a su padre.
—Mi abuela, ya vieja, se levantaba y yo le preguntaba: “Abuelita, ¿qué le pasó?”. “Nada, mijito, estoy levantándome para ir a buscar al Nano”. Que iba a llegar en un bus a tal hora… —dice René Manuel Silva, con las manos atrás y una sonrisa imprecisa.
El mapa dice que, luego de ser detenido, Manuel Silva fue trasladado cinco veces. La última hasta aquí, el cerro Chena, un cementerio clandestino donde se contabilizan 101 detenidos desaparecidos. Manuel Silva es parte de al menos seis de los hombres traídos hasta aquí desde Paine. De algunos solo se ha hallado una muela.
—Antes con mi papá y ahora con mi mamá, siempre aquí —dice Juan Carlos, golpeándose el pecho con un dedo—. Yo no soy de esos de ir al cementerio, de pasar metido en el cementerio, no. Qué saco con ir al cementerio, si andan aquí. Aquí.
Dice que su padre fue un hombre bueno. René tiene la imagen de un agricultor dedicado a su trabajo y su familia.
—Qué más lindo sería, aunque sea un huesito, o ropa o, no sé, cualquier cosa. Que lo encontraran. Llevar sus huesitos al cementerio y saber que él está ahí —dice René.
—Tengo la esperanza de que esto llegue a buen puerto. Y que se encuentre lo que el de arriba quiera entregar —dice Juan Carlos.
Cuando dice “arriba”, alza la mirada. Y arriba, sobre ese terreno áspero, un azul inmenso, hermoso; pálido e indiferente.

4
Paulina Zamorano tiene 41 años, es abogada y jefa del Programa de Derechos Humanos. Ingresó en 2012, asumió como jefa subrogante en 2022 y es jefa titular desde 2023, a cargo de la gestión de todas las áreas que conforman el plan. Es viernes y sobre la mesa de su oficina hay un cuaderno. “Everything is alright”, dice la tapa, con una cara feliz.
—El plan tiene la obligación de movilizar a todo el Estado. El programa estaba anteriormente solo a cargo de movilizar las causas judiciales, de apoyar a las familias, no de movilizar todo el Estado. Pero aún estamos trabajando para dejar fija esta política pública dentro del Estado.
El plan, al ser decreto supremo, conmina y congrega a distintas instituciones del Estado a colaborar con la búsqueda con mayor agilidad, desde sus ministerios hasta el Servicio Médico Legal, encargado de todas las identificaciones y trabajos científicos, además de las labores de peritajes junto con las policías. Estas instituciones deben rendir cuentas de sus tareas asignadas al plan. Todo con el objetivo de allanar la información sobre las estructuras represivas, los patrones macrocriminales del régimen y las trayectorias de las detenciones.
—Si pensamos solo en que los vamos a encontrar, es una política que no va a funcionar. Si pensamos en cómo podemos avanzar para saber qué fue lo que sucedió con las víctimas, sí puede resultar —sigue Paulina.
Todas las áreas fueron parte del proceso participativo con agrupaciones de familiares que comenzó en 2022: acercarse a lugares donde nunca nadie había tomado un testimonio, contarles las intenciones del plan, mostrar la cara en representación de un Estado ausente, algo que no purga del todo la reticencia de las familias.
—Las primeras reuniones con los familiares tenían un tono muy álgido, y eso repercutió muy fuerte en el equipo. Todos nos fuimos con una carga de alta responsabilidad, tener que cumplirles, cuando nosotros recién estábamos sistematizando la información que teníamos que levantar para el plan y promoviendo las acciones judiciales.
En el lanzamiento del Mapa de Trayectorias, en el Salón de Honor de la Universidad de Chile, el actual ministro, Jaime Gajardo, con dos meses en el cargo, lanzó una última frase en su discurso que sonó como una perorata precipitada: “No los defraudaremos”.
Sonrisa. Aplausos.
Afuera, en los debates de la política y las redes, los consensos sobre los derechos humanos se desdibujan y crecen las reivindicaciones de sectores políticos que se identifican con los propósitos del régimen de Pinochet. En tanto, el plan es el proyecto emblema de un gobierno que pretende establecer esta política pública antes de terminar, en marzo de 2026.
—Los familiares y organizaciones saben del prestigio del programa. Ellos han sido los más llanos a trabajar. El plan nacional llena el espacio que el Estado no se ha hecho cargo, y trabajamos para que la espera que tienen los familiares se condiga con lo que efectivamente es esta política y no dejarlos solos en ese proceso. Pero no es normal, trabajar a este ritmo no está bien.
La noche del 4 de octubre de 2023, una de las trabajadoras del aseo de la oficina del programa encontró un pote de mantequilla con un hueso de mandíbula humana dentro. El hecho trascendió, se insinuó que podían ser restos de alguna víctima. Familiares de víctimas de la dictadura declararon en medios sentir dolor y revictimización por el hallazgo. En marzo de 2024, los peritajes y posteriores estudios determinaron que la mandíbula encontrada era de alguien que vivió en el siglo III o IV.

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—Cuando supe que se iba a concretar esto fue una sensación bien fuerte, no lo creía posible. Porque ha sido un camino demasiado largo, demasiada espera, demasiada rabia. ¿Sabes lo que pasa? Tenía miedo de perder el dolor… El dolor es tan fuerte, me ha acompañado tanto tiempo que no quería que se me fuera, porque es parte de mí. Es como ver, entre comillas, la belleza en el dolor.
Es una mañana de los primeros días de enero en un café de Santiago. Pamela Bustos Velozo tiene 61 años, pelo largo, oscuro, con algunas canas. Hace un mes estuvo en la Sala de Identificación del Servicio Médico mirando los restos de su padre, Juan Bustos Marchant. Reparó en los huesos de sus manos, que recordaba grandes, definidas y hermosas. Era prefecto de la Policía de Investigaciones de Valparaíso. Con el golpe y leal al gobierno de Salvador Allende, fue detenido y torturado en octubre de 1973. Trasladado junto a su familia a Santiago a fines de ese año, en abril de 1974 fue detenido y devuelto nuevamente a Valparaíso, sometido a consejo de guerra por cargos sin asidero y apresado en su propio lugar de trabajo, en la prefectura de la ciudad puerto. El 1 de mayo su familia lo fue a ver ahí. Pamela lo recuerda abatido, dolorido y triste.
—Entramos a una salita y ahí estaba. Nos abrazaba mucho, a mí, a mi hermana y a mi mamá. Ella se llevó su ropa sucia, le dejó ropa limpia. Fue una cosa corta. Cuando nos fuimos, se asomó en la puerta y nos hizo “chao” —dice moviendo su mano como si lo mirara.
El 2 de mayo, su padre apareció muerto en su oficina con un disparo en la cabeza. Fue entregado en una urna sellada: “suicidio”, decía el acta de defunción. Lo sepultaron con la duda eterna. Durante años, tanto Pamela como su hermana Gloria y su madre Nelly, fueron hostigadas por los organismos del régimen, y con los años ella y su hermana hicieron todo para correr el velo de la sospecha: en 2011, el cuerpo de su padre fue exhumado y se determinó que la participación de terceros constituyó una ejecución.
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—Con el programa sí hay reparación. Tuvieron una delicadeza sin igual. Y tengo pánico de que este gobierno se vaya y no quede nada. Yo al menos pude enterrar a mi papá, tener algo de él. Pero cuántos más son los que esperan algo.
El 18 de diciembre de 2024, en una ceremonia íntima, fue sepultado el osario con los restos del padre de Pamela. Pamela debe volver a Italia, donde vive hace 26 años, pero la parte judicial sigue: dos agentes involucrados en el asesinato de Juan Bustos, con más de 90 años, están libres.
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Andrea Leonhardt tiene 51 años, trabaja en el programa desde 2017. Es delgada; su voz, grave, con inflexiones delicadas. Detrás suyo, el marco de la ventana recorta perfectamente, como una postal, el frontis del Palacio de La Moneda, la fachada que fue bombardeada el 11 de septiembre de 1973 en el inicio de una de las dictaduras más extensas en América Latina.
—Atendemos personas todos los días, tanto familiares como víctimas de otros hechos represivos. Nuestro trabajo aquí tiene tres patas: las denuncias espontáneas, el trabajo con agrupaciones y las diligencias.
Andrea y el equipo del área Social son quienes atienden a personas que, por ejemplo, nunca se presentaron a las comisiones de verdad por miedo o desconocimiento. Junto con ello, trabajan en actualizar las medidas reparatorias fijadas por las comisiones de los noventa: que las becas sean traspasables entre familiares, que se incrementen las pensiones de acuerdo al costo de la vida actual, o que aquellos familiares de víctimas beneficiarios de pensión reparatoria puedan acceder también a la Pensión Garantizada Universal, una ayuda de base del Estado a las jubilaciones de todos los chilenos. Asimismo, destinar recursos a insumos y traslados de agrupaciones para encuentros o diligencias. Andrea Leonhardt también se preocupa desde coordinar instituciones hasta preguntar qué flores prefiere una familia para velar un osario, una caja pequeña con huesos.
—Siendo asistente social, ¿pensaste en algún momento que ibas a tener tanto vínculo con este tipo de palabras?
—Jamás.
—¿Y cómo ha sido?
—Sanador.
Andrea maneja una nomenclatura instruida en torno al horror con soltura decorosa. En este tiempo, junto con ponderar sus propios duelos, ha visto la devoción de esa búsqueda, hecha principalmente por mujeres. Recuerda la vez que una de ellas, en el norte, le mostró un hueso que conservaba dentro de una pequeña taza. Hechos los estudios, supieron que el hueso que la mujer apreciaba era de un animal.




5
La luz tenue de una tarde de febrero entra a través de la ventana de su casa y se acuesta tímida sobre sus hombros. Isolina Ramírez, sentada en una poltrona, usa pantalón oscuro y blusa roja. Lleva un reloj en su muñeca que, como todos, avanza. A su lado, una foto: sale sonriente, joven, de vestido claro y abrazada a Mario Zamorano, de sonrisa tan amplia o más que la de ella.
El día 4 de mayo de 1976, Mario Zamorano, obrero marroquinero y dirigente del Partido Comunista, salió por última vez de esta casa en Ñuñoa, comuna de Santiago, donde vivía con su esposa Isolina y sus tres hijas. Fue a una casa de seguridad en calle Conferencia, Santiago Centro, donde habría una reunión a la que solo estaba citado el Comité Central del partido, que en esa época operaba en la clandestinidad. Entre ellos, Mario. La casa había sido identificada unos días antes por agentes de la dina. Mario estaba de cumpleaños al día siguiente, e Isolina, militante como él, pero que no estaba al tanto de la reunión del comité, lo esperó en casa de su suegro para festejar. Pero Mario no llegó. Según las investigaciones, a eso de las siete de la tarde del 4 de mayo, Mario Zamorano fue detenido en la casa de calle Conferencia y continúa desaparecido hasta hoy.
—Llamé a un amigo ayudista del partido y le dije que Mario no había llegado —dice Isolina—. Salimos en una renoleta y empezamos a visitar las casas de seguridad, tres, y en las tres no había señales de Mario. Ahí yo dije que esto es más malo de lo que pensábamos. Al otro día nos juntamos con Eliana Espinoza, amiga y dirigenta también. Ella sabía lo de la reunión en calle Conferencia y le pedí que me lo contara.
Eliana Espinoza también fue detenida y desaparecida el día 12 de mayo siguiente. Isolina hizo la denuncia por su esposo en la Vicaría de la Solidaridad y el tiempo, indiferente, pasó. Allí le dieron trabajo, y con eso mantuvo a sus tres hijas. Parte de su familia la desconoció. Escuchó cada llamada de amenazas a su casa, lidió con cada noticia falsa —como que Mario había sido visto en la Argentina con otra mujer— y con cada ilusión al ver a un hombre con un mínimo parecido a su marido: así se vería hoy, pensaba, barbón, fatigado, más delgado y menos él. Pero nunca apareció.
—Mucha incertidumbre ya no teníamos. Pero una empieza a pensar en que ya estaba muerto, y que ojalá no haya sido mucho el tiempo que pasó ahí.
El Mapa de Trayectorias dice que Mario Zamorano fue trasladado hasta Villa Grimaldi, uno de los centros de exterminio más grandes de la dictadura. Hoy, Isolina tiene 92 años, hijas, nietos y bisnietos. En su familia, dice, no existe rencor ni contra militares ni contra esa historia ungida por la espera. Y si bien la búsqueda no supone un epílogo, y la presencia de Isolina en aquella audiencia de diciembre era una forma de la esperanza pertinaz de quienes quedan, ella estima que dos años después de perder las señales de su marido, en buena parte dejó la ruta de la búsqueda.
—En ese tiempo nos acostumbramos a no saludar a nadie en la calle. Y nos queda un poco eso. Uno de mis defectos no es que me cueste confiar, sino que… Siempre siento que porque soy comunista soy como una persona desagradable, que hay que tener cuidado conmigo. Lo sentí en la cuadra cuando desapareció Mario. Yo entendía esa distancia, pero nos golpeó mucho.
La casa de Isolina y Mario queda en una calle llamada Estrella Solitaria. En su patio, ella está sentada a la mesa bajo un parrón de un verde tupido, mientras la tarde cae. Ahí, la historia de la espera parece evocar su final: y es que, como el ocaso, se desvanece inevitablemente con el tráfago feroz del tiempo que pasa.
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