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Casi todas las plantas, si no es que absolutamente todas, son sensibles al tacto. Saben que se las comen. Reaccionan a nuestros gestos de cariño con violencia, pensando que somos plagas, y ponen en acción su sistema inmunitario para volverse más resistentes.
Si sueles conversar con tu ficus en las mañanas, puede que no andes del todo desencaminado.
La inteligencia de las plantas es una de las cuestiones que periódicamente producen más vestiduras rasgadas en la comunidad científica, hasta que el propio desarrollo de la investigación va abriendo el campo de las hipótesis más fabulosas. Aquí, las últimas noticias del alma verde, aquella que reta nuestras nociones de conciencia.
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En El día de los trífidos, la novela de 1951 del inglés John Wyndham, un día aparecen por todo el planeta enormes plantas carnívoras con un tallo venenoso que pueden usar para matar y devorar a una persona. Para colmo de males, caminan. Y tal vez también se comunican mediante el golpeteo de tres ramitas desnudas sobre la base del tallo. Walter, un reservado savant de los trífidos que trabaja en una de las granjas en las que los cultivan (¿o crían?) por su aceite de primera calidad, reflexiona así al inicio del libro, antes de que un cometa misterioso en el cielo ciegue a casi toda la humanidad y la convierta en presa de sus antagonistas vegetales:
Y eso [...] significa que en algún lado tienen inteligencia. No puede estar localizada en un cerebro, porque las disecciones no muestran nada como un cerebro, pero esto no prueba que no haya allí adentro algo que haga el trabajo de un cerebro.
Existen otras plantas asesinas en la ficción, como Audrey II, de La tiendita de los horrores, que no camina, pero sí habla (y canta). Tenemos la planta de La cosa del otro mundo, que, tal vez a falta de presupuesto, tiene el aspecto de un señor con espinas que necesita sangre para reproducirse. Luego está La invasión de los ladrones de cuerpos, con sus plantas extraterrestres que imitan a la perfección el aspecto de sus víctimas para sustituirlas y conquistar el planeta, en sus dos versiones, de 1956 y de 1978 (esta última mi favorita porque Donald Sutherland). Y hay muchas más. Por alguna razón se popularizaron en las décadas de los cincuenta y sesenta, y de los ochenta en el cine japonés.
Estos monstruos son aterradores y también un poco cómicos porque además de utilería barata muestran atributos que asociamos con los animales: se mueven, ven, hablan, devoran gente, traman estrategias. Tienen inteligencia. Pero esto pertenece estrictamente al ámbito de la imaginación, porque si a tu sábila no le queda más remedio que descansar junto a la ventana, tal vez adornada con moñitos rojos para el amor o verdes para el dinero, es justamente porque no tiene nada en común con una de estas criaturas. No siente deseos de asesinarte, no camina, no ve, no oye, no recuerda y desde luego no confabula para estrangularte con el mismo listón con el que te la vendieron en el mercado. ¿Verdad?
¿Verdad?
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A finales de 2024 se publicó la lista de la trigésima cuarta entrega de los premios Ig Nobel. Creados en 1911 por Marc Abrahams, editor de Annals of Improbable Research, premian las investigaciones científicas más absurdas del año, las que “primero te hacen reír y luego pensar”. Además de ciencia correcta aunque chistosa —muchos científicos que obtienen un Ig Nobel terminan por ganarse un Nobel de verdad—, se premian investigaciones tales como el papel de los bagres en los terremotos en Japón (ninguno) y la influencia del efecto Coriolis en los remolinos de nuestro pelo (ninguna), así que nunca se sabe muy bien qué esperar. El anuncio del año pasado incluyó el premio de Botánica, concedido a Jacob White y Felipe Yamashita por su artículo “Boquila trifoliolata imita las hojas de una planta huésped de plástico” en la revista Plant Signaling & Behavior. Al principio nos reímos: “Ay, estos botánicos tan cagados…”. Luego de leer el paper y enterarnos de los dramas íntimos de la disciplina de la botánica, en particular el que protagonizan los defensores y los denostadores de la inteligencia de las plantas, terminamos, sí, por pensar.
Boquila trifoliolata es una enredadera que solo vive en los bosques templados de Chile y Argentina. No parece gran cosa: nomás una plantita de tallos normales y hojas verdes que crece apuntalada por los tallos de arbustos y árboles más grandes. Hace una década se descubrió que tiene el hábito de imitar la forma y el tamaño de las hojas, el patrón de las nervaduras y hasta el color y grosor del tallo de las plantas vecinas, y no necesariamente de aquellas que la sostienen, sino de las que se encuentran más cerca en el amasijo vegetal del bosque. Puede producir hojitas diminutas o del tamaño de una mano y hasta imitar las espinas en la punta de ciertas hojas, que les sirven como defensa ante sus posibles depredadores.
No se entiende cómo lo hace. ¿Logra detectar los compuestos que transmiten por el aire o por las raíces las plantas que la rodean y que de alguna manera regulan la forma de sus hojas y tallos? ¿O tal vez los responsables son microbios que determinan la morfología de las plantas al interactuar con sus genes? No es impensable: estos microbios viajan por la famosa wood wide web, una red de asociaciones íntimas entre raíces y hongos que conectan todo con todo en el suelo del bosque. O podrían establecer relaciones con virus y hasta insectos que transportan genes de intercambio. Si te dan mala espina los organismos transgénicos te gustará saber que estos trozos de información genética son bastante promiscuos y saltan de especie en especie con una facilidad inusitada, y que si nosotros mismos somos mamíferos placentarios es gracias al gen que nos inoculó un virus.
En las décadas de 1950 y 1960, cuando el cine se poblaba de plantas asesinas, para la botánica era impensable que las plantas se comunicaran unas con otras, y no digamos ya con insectos o con otros animales. Más allá de que no se entendieran los mecanismos, simplemente no resultaba concebible. Aunque ya se sabía que por las raíces iban y venían mensajes químicos entre plantas alejadas entre sí e incluso de diferentes especies, nadie creía que esta comunicación fuera intencional y no pasiva, medio por accidente. Hacía falta una prueba incontestable.
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Esa evidencia llegó en 1983, cuando un señor llamado David F. Rhoades, zoólogo de formación, encontró evidencias de que en un bosque asolado por orugas los árboles se advertían unos a otros del peligro mediante hormonas que se dispersan por el aire. Al recibir la señal, los árboles lejanos modificaban la composición de sus hojas para que fueran menos nutritivas y estuvieran más cargadas de moléculas dañinas para las orugas. Rhoades presentó sus resultados en el libro Plant resistance to insects, compilado por Paul Hedin y publicado por la American Chemical Society. Su breve capítulo, de 14 páginas en tipografía Courier a espacio sencillo, incluyendo la bibliografía, estuvo a punto de terminar con su carrera. Sus colegas lo ridiculizaron, mofándose de sus “árboles parlanchines” y poniendo en duda la aparente conducta altruista de las plantas. Ya decir “conducta” era mucho: las plantas sencillamente no tenían comportamientos. Esas ideas hoy son ortodoxia; los mismos botánicos que las habrían masacrado con gusto en la década de los ochenta las defienden a capa y espada. La ciencia es conservadora y muy parsimoniosa, y así debe ser para separar el trigo de la paja. Solo que en el camino se quedan a veces los punteros.
Y luego está la cuestión de las plantas de plástico, en teoría incapaces de transmitir genes y hormonas por el aire o por las raíces. Según el reporte de White y Yamashita, la Boquila imitó la forma de sus hojas finas y largas, pero solo en la sección que compartió con la enredadera sintética. Las hojas lejanas de la planta falsa conservaron su forma típica de tres puntas. Los autores sugieren que tal vez es un caso de visión: las plantas podrían tener ocelos, ojos primitivos con lentes formadas por las paredes externas de sus células, despojados de cloroplastos, una paradoja si justo están situados en la posición más ventajosa para devorar luz. Según sus apologistas, la visión de las plantas no ocurriría solo en las hojas, sino también en las puntas de las raíces, una de sus zonas más activas y sensibles, capaces de detectar ciertos colores y hasta poseedoras de receptores de luz idénticos a los animales.
El artículo fue atacado salvajemente por algunos, cosa que demuestra que algo se juega la botánica y tal vez la zoología. Lo mejor que dijeron sus críticos es que el artículo está mal diseñado, que los autores mostraron un sesgo monumental en su interpretación y que trataron de pescar resultados de maneras mañosas. Y tienen razón: a pesar de que los autores incluso presentan fotografías de las hojas miméticas que no parecen estar editadas (ya se verá), afirman que “esta habilidad mejorada de B. trifoliolata para imitar las formas y los tamaños de las hojas de plástico implica procesos de aprendizaje y memorias en la mímica vegetal”. Malas palabras. Por cierto, no está de más mencionar que White no es biólogo, sino amo de casa, lo que ha dado en llamarse “científico ciudadano”, y esto ha contribuido bastante a que su artículo se viera con asco.
Para comprobar la hipótesis de White y Yamashita, habría que replicar estos experimentos muchas veces —un desafío, porque la enredadera es difícil de cultivar en cautiverio— y encontrar mecanismos bioquímicos plausibles, cosa que puede tardar años, si no décadas. Incluso si se descubre que estos hipotéticos ocelos vegetales existen de verdad y se entiende cómo funcionan, aceptar que las plantas tienen ojos nos costaría a todos mucho trabajo, seguramente más que la idea de que hablan. Pero no hace falta llegar a tanto: con lo que sabemos es suficiente para inquietarnos un poco.
Hoy sabemos que las plantas se comunican por el aire y las raíces. Ante el ataque de un depredador algunas emiten mensajes volátiles que solo entienden sus parientes cercanos; pero si la cosa es generalizada y urgente, lo modifican para que lo entiendan todos los individuos alrededor. Ciertas plantas son más propensas a emitir sus mensajes de alarma que otras, como si tuvieran una personalidad más nerviosa. En una plantita del desierto llamada chilca blanca las plantas femeninas escuchan las señales que mandan otras plantas, tanto femeninas como masculinas. Las masculinas solo escuchan a otras plantas masculinas. Nada que decir.
Casi todas las plantas, si no es que absolutamente todas, son sensibles al tacto. Saben que se las comen. Reaccionan a nuestros gestos de cariño con violencia, pensando que somos plagas, y ponen en acción su sistema inmunitario para volverse más resistentes. Esto cuesta energía que de otro modo podrían invertir en crecer. La sábila del rincón no aprecia tus caricias ni tus moños.
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Conviene repasar algunas otras certezas. Las plantas son recorridas por señales eléctricas que se propagan de célula en célula. No tienen un sistema nervioso como el nuestro, pero las señales químicas se convierten en señales eléctricas y viceversa. Las pioneras en el estudio de la electricidad vegetal fueron dos botánicas, Barbara Pickard y Elizabeth Van Volkenburgh, que pagaron el precio en forma de más burlas de la comunidad científica y en la sequía de su financiamiento. Hoy puede verse en tiempo real, con ayuda de microscopios especiales, cómo se propagan estas señales eléctricas por toda la estructura vegetal cuando una mosca inocente se posa en los pelitos especializados de una planta carnívora o cuando un investigador apachurra una hoja con enjundia. Todavía no se sabe muy bien cómo funcionan estas señales y desde luego no tenemos idea de si son análogas a nuestras preciadas neuronas. (Y Pickard y Van Volkenburgh han sido redimidas.)
Más: sienten la gravedad. Claramente perciben el sonido, y lo emiten. Algunas hasta tienen antenas especializadas para escuchar los pasitos de las orugas y las polillas. Los pétalos podrían ser antenas que amplifican las ondas sonoras, tal vez para aumentar la dulzura del polen cuando se escucha que anda por ahí zumbando un abejorro. Los zarcillos, tan arrojados a un mundo de aire sin asideros, podrían aprovechar un fenómeno llamado “cavitación”, que es cuando las burbujitas de aire que viajan por sus tallos estallan y producen un pequeño ¡pop!, para ecolocalizarse, igual que los murciélagos en la oscuridad. Esto explicaría cómo consiguen viajar directamente hacia la varita o muro más cercanos (o tal vez sean sus ojos…).
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Y más: se pelean a muerte con los animales, sobre todo con los insectos, pero también los seducen (si nos entrometemos en esta guerra química también pueden matarnos, encantarnos o ponernos de frente al infinito). Manipulan a sus polinizadores; hay quien dice que los cultivos también nos manipulan a nosotros, y contemplar la sola idea quizá es la señal de que han tenido éxito.
Tienen algo que casi solo puede imaginarse como un lenguaje hecho de la infinidad de moléculas que sintetizan y que, por cierto, es lo que nos gusta más de ellas: el olor a romero, el sabor de la albahaca, la magia estructural del gluten. Se reconocen entre sí: saben quiénes son sus parientes, que la planta de arroz de al lado no es de la familia y que hay que privarla de nutrientes. Las raíces son agentes que toman decisiones, escuchan corrientes de agua, cazan alimento. Casi.
¿Casi?
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Aristóteles reconocía en las plantas algún tipo de alma, aunque fuera un alma vegetativa y no sensible como la de los animales. Afirmaba, como parte de su argumento, que no podían moverse ni sentir y desde luego no podían tener ninguna función de las almas superiores, como desear o pensar. Claro, había animales inmóviles, ¿y entonces ellos qué? Pues no lo explica. Teofrasto, discípulo de Platón y padre de la botánica, no se sentía obligado a inventar una jerarquía. Tenía claro que las plantas eran una cosa distinta, y que si tratábamos de entenderlas en función de los animales era solo como metáfora: “Es con ayuda de lo mejor conocido que debemos investigar lo desconocido”. Confesaba que esas metáforas fallaban y que con frecuencia lo desconcertaban sus sujetos de estudio. Por ejemplo, nota lo difícil que es contar sus “partes”, que parecen estar regidas por lógicas distintas a las de los seres no vegetativos. Las partes parecen negarse a quedarse quietas: brotan y desaparecen, se convierten unas en otras. Dice, al inicio de su Historia plantarum:
Para entender las diferencias específicas de las plantas y el resto de su naturaleza es necesario observar sus partes, su forma de responder, sus formas de desarrollarse y sus estilos de vida, pues no tienen hábitos y acciones como las de los animales. Las diferencias en lo tocante a su desarrollo, sus respuestas y sus vidas son más sencillas, pero las diferencias respecto a sus partes son más elaboradas. Porque, en primer lugar, no están lo suficientemente delimitadas el tipo de cosas que uno debería llamar partes o no partes, y el tema es algo desconcertante.
Ojo, que aquí viene un spoiler de Aniquilación, la película de Alex Garland, por cierto, nieto por línea materna de Peter Medawar (sir Peter Medawar), uno de los grandes biólogos de su generación. Medawar no se dedicaba a las plantas, sino a la zoología, primero, y luego a la inmunología, y se ganó un Nobel por la descripción de la tolerancia inmunitaria adquirida, que permitió hacer trasplantes de órganos. Descrito por otro biólogo famoso, Stephen Jay Gould, como “el hombre más inteligente que he conocido en mi vida”, Medawar y sus colegas entendieron cómo hacer que el cuerpo tolerara lo otro, lo ajeno.
Pero divago. En la película de Garland, la doctora Ventress (Jennifer Jason Leigh), moribunda líder de una expedición científica, se topa de frente con el extraterrestre. Lo vemos: es un ser fractal e hipnótico que lleva décadas experimentando con los genes de todo lo que rodea el faro en el que se estrelló al llegar a nuestro planeta (muchos de esos experimentos, divago solo un poco más, ocurren en plantas: injertos, arbustos con genes humanos…). “No es como nosotros. Es diferente a nosotros”: Ventress no atina a describirlo de otro modo tras su encuentro. No hay palabras para hablar de esta subjetividad totalmente alienígena.
Unos 2 311 años después de la Historia plantarum nos encontramos en la antesala del reconocimiento un poco postergado de que las plantas no son como nosotros. Son distintas de nosotros. Pero evolucionaron en el mismo planeta y estuvieron obligadas a resolver los mismos problemas que todos los demás: comer, defenderse, encontrarse, reproducirse. Es casi inevitable que a lo largo de 1 600 millones de años de evolución por separado hayan encontrado estrategias análogas a las nuestras —que no homólogas—, aunque vivamos sumergidos en tiempos y escalas inadecuadas para reconocerlo. Me alegra pensar que la idea le habría hecho gracia a Darwin, que sabía perfectamente que sus amadas orquídeas hacían cosas parecidas a los perros y las palomas, y las reconoció en su momento como seres, más que autómatas.
La investigación sobre la inteligencia de las plantas va a todo vapor, e incluso hay científicos que se reconocen como neurobiólogos de plantas: ¡al demonio la precaución de los colegas! Pero esa preocupación está justificada: pocos olvidan el libro que básicamente acabó con el prestigio del campo entero cuando se publicó en 1973: La vida secreta de las plantas. Un relato fascinante sobre las relaciones físicas, emocionales y espirituales entre las plantas y los hombres, de Peter Tompkins y Christopher Bird. Causó sensación porque fue un primer atisbo a los sentidos vegetales: allí las plantas sienten, oyen y tienen muchos de los poderes que hoy vuelven a explorarse. Lamentablemente también tienen poderes telepáticos y otros muy emocionantes para la cultura new age. Tompkins no era botánico, sino periodista y espía, y también escribió sobre los secretos de las pirámides, incluidas las mexicanas. Bird, por si faltara algo, trabajaba en la CIA. Su trabajo fue devastador para el naciente campo de los sentidos vegetales, y su fantasma ronda sobre toda investigación botánica que se sale un poquito de la norma.
Las cosas están cambiando, y esta vez los que abrieron brecha fueron los hongos. Suelen confundirse con las plantas, pero en el árbol de la vida estos seres están más cerca de nosotros que de ellas, aunque comparten muchos de sus hábitos. Pese a que la investigación de los hongos con propiedades psicodélicas tuvo su propia época de desprestigio a partir de 1970, hoy están en pleno florecimiento. Su repunte se deja ver en libros como La red oculta de la vida, de Merlin Sheldrake, un excéntrico micólogo que se especializa en el estudio de las micorrizas (esas relaciones que conforman la wood wide web) y que tiene su propio toquecito de esoterismo pampsiquista. A pesar de esto, su libro es estupendo.
Si La vida secreta... fue una especie de Edad Media, hay otro libro que bien podría marcar el Renacimiento de esta disciplina en la imaginación del público general. Se trata de The light eaters, de Zoë Schlanger, publicado por Harper en 2024. Aún no parece estar traducido al español; es inevitable que se pierda el inspirado título, que hace un juego de palabras entre “las devoradoras de luz” y “quienes comen poco”.
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Schlanger es periodista del cambio climático, un trabajo que acaba con uno si se lo permite. Pero ella no lo permitió, encontró un bálsamo en las plantas, renunció a su trabajo en Nueva York y se lanzó a viajar durante años para visitar a los biólogos que constituyen el frente de la investigación botánica sobre los sentidos de las plantas. Su libro, que guía en buena medida este ensayo (la ciencia ficción es contribución mía), constituye una reflexión sobre el avance de la ciencia, los seres humanos y esta cosa que llamamos naturaleza. “El mundo es un prisma, no una ventana”, dice de pronto, y lo mismo puede decirse de su escritura. Al tiempo que deplora algunos nuevos deslizamientos hacia lo esotérico en los científicos que hoy estudian la comunicación entre plantas (como tomar ayahuasca y sentir que te hablan tus sujetos de investigación), sabe que está llegando el fin de la época en la que los humanos no les concedíamos a los demás seres algún grado de inteligencia, conciencia o personalidad:
¿Cuándo permitimos que entren en el ámbito de nuestras preocupaciones éticas? ¿Es cuando tienen lenguajes? ¿Cuando tienen estructuras familiares? ¿Cuando hacen aliados y enemigos, muestran preferencias, planean para el futuro? ¿Cuando descubrimos que pueden recordar? En efecto, parecen poseer todas estas características. Ahora nos toca a nosotros decidir si nos abrimos a estos hechos. Si dejamos entrar a las plantas.
Es inevitable. Con lo que ya sabemos hoy queda claro que no son “piedras que crecen”, como las consideramos durante miles de años, útiles solo en la medida en la que nos sirven para alimentarnos, adornar nuestras casas, curar nuestros males o asesinar a nuestros enemigos: por el contrario, se parecen más a los trífidos que a prisioneras de unos genes fijos e inflexibles que no pueden responder dinámicamente a su medio. ¿Son “puro cerebro”, como sospechan algunos investigadores, aunque no se animen a decirlo más que entre susurros? No parecen tener un órgano que coordine su supuesto sistema nervioso, un centro donde se procese el mensaje de los ocelos para imitar la forma de las plantas alrededor o para almacenar recuerdos de cuando las dejaron caer una y otra vez (como hizo la doctora Monica Gagliano en Princeton y narra en un episodio magnífico y un poco clarividente el pódcast Radiolab).
Hasta hace poco creíamos que cualquier inteligencia tenía que parecerse a la nuestra, con un cerebro que reuniera toda la información y del cual partieran todos los mensajes: el asiento del alma racional aristotélica. Y no solo hemos ido hallando formas de inteligencia (o de comportamientos que parecen inteligentes, si queremos ser prudentes) en los mohos, los hongos, las bacterias y desde luego las plantas, sino que confirmamos que nuestra propia inteligencia y conciencia solo funcionan cuando tienen un cuerpo con sensaciones y emociones: ser humano no funciona sin los mensajes de ida y vuelta de un organismo encarnado. Con estas certezas bajamos un peldaño de la scala naturae al tiempo que las plantas escalaron varios. Pero incluso si termináramos por concederles a las plantas una inteligencia meramente vegetal, una conciencia vegetal, conductas vegetales, para resolver con adjetivos el problema existencial, nada cambia el hecho de que nos encontramos frente a lo otro. Casi todo lo que existe en este planeta y en todos lados es lo otro, y ya es hora de verlo de frente.
Las plantas están ahí, hacen todo lo que hacen y existen a su manera. Como los monstruos de La invasión de los ladrones de cuerpos, se salen con la suya. Trasplantan los recuerdos y los conocimientos de los humanos a sus nuevos cuerpos y se organizan de manera plácida y eficiente, sin odios ni pasiones. Al final, se apoderan incluso de Donald Sutherland, pero a él no parece importarle. ¿Nos importaría a nosotros?
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Si sueles conversar con tu ficus en las mañanas, puede que no andes del todo desencaminado.
La inteligencia de las plantas es una de las cuestiones que periódicamente producen más vestiduras rasgadas en la comunidad científica, hasta que el propio desarrollo de la investigación va abriendo el campo de las hipótesis más fabulosas. Aquí, las últimas noticias del alma verde, aquella que reta nuestras nociones de conciencia.
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En El día de los trífidos, la novela de 1951 del inglés John Wyndham, un día aparecen por todo el planeta enormes plantas carnívoras con un tallo venenoso que pueden usar para matar y devorar a una persona. Para colmo de males, caminan. Y tal vez también se comunican mediante el golpeteo de tres ramitas desnudas sobre la base del tallo. Walter, un reservado savant de los trífidos que trabaja en una de las granjas en las que los cultivan (¿o crían?) por su aceite de primera calidad, reflexiona así al inicio del libro, antes de que un cometa misterioso en el cielo ciegue a casi toda la humanidad y la convierta en presa de sus antagonistas vegetales:
Y eso [...] significa que en algún lado tienen inteligencia. No puede estar localizada en un cerebro, porque las disecciones no muestran nada como un cerebro, pero esto no prueba que no haya allí adentro algo que haga el trabajo de un cerebro.
Existen otras plantas asesinas en la ficción, como Audrey II, de La tiendita de los horrores, que no camina, pero sí habla (y canta). Tenemos la planta de La cosa del otro mundo, que, tal vez a falta de presupuesto, tiene el aspecto de un señor con espinas que necesita sangre para reproducirse. Luego está La invasión de los ladrones de cuerpos, con sus plantas extraterrestres que imitan a la perfección el aspecto de sus víctimas para sustituirlas y conquistar el planeta, en sus dos versiones, de 1956 y de 1978 (esta última mi favorita porque Donald Sutherland). Y hay muchas más. Por alguna razón se popularizaron en las décadas de los cincuenta y sesenta, y de los ochenta en el cine japonés.
Estos monstruos son aterradores y también un poco cómicos porque además de utilería barata muestran atributos que asociamos con los animales: se mueven, ven, hablan, devoran gente, traman estrategias. Tienen inteligencia. Pero esto pertenece estrictamente al ámbito de la imaginación, porque si a tu sábila no le queda más remedio que descansar junto a la ventana, tal vez adornada con moñitos rojos para el amor o verdes para el dinero, es justamente porque no tiene nada en común con una de estas criaturas. No siente deseos de asesinarte, no camina, no ve, no oye, no recuerda y desde luego no confabula para estrangularte con el mismo listón con el que te la vendieron en el mercado. ¿Verdad?
¿Verdad?
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A finales de 2024 se publicó la lista de la trigésima cuarta entrega de los premios Ig Nobel. Creados en 1911 por Marc Abrahams, editor de Annals of Improbable Research, premian las investigaciones científicas más absurdas del año, las que “primero te hacen reír y luego pensar”. Además de ciencia correcta aunque chistosa —muchos científicos que obtienen un Ig Nobel terminan por ganarse un Nobel de verdad—, se premian investigaciones tales como el papel de los bagres en los terremotos en Japón (ninguno) y la influencia del efecto Coriolis en los remolinos de nuestro pelo (ninguna), así que nunca se sabe muy bien qué esperar. El anuncio del año pasado incluyó el premio de Botánica, concedido a Jacob White y Felipe Yamashita por su artículo “Boquila trifoliolata imita las hojas de una planta huésped de plástico” en la revista Plant Signaling & Behavior. Al principio nos reímos: “Ay, estos botánicos tan cagados…”. Luego de leer el paper y enterarnos de los dramas íntimos de la disciplina de la botánica, en particular el que protagonizan los defensores y los denostadores de la inteligencia de las plantas, terminamos, sí, por pensar.
Boquila trifoliolata es una enredadera que solo vive en los bosques templados de Chile y Argentina. No parece gran cosa: nomás una plantita de tallos normales y hojas verdes que crece apuntalada por los tallos de arbustos y árboles más grandes. Hace una década se descubrió que tiene el hábito de imitar la forma y el tamaño de las hojas, el patrón de las nervaduras y hasta el color y grosor del tallo de las plantas vecinas, y no necesariamente de aquellas que la sostienen, sino de las que se encuentran más cerca en el amasijo vegetal del bosque. Puede producir hojitas diminutas o del tamaño de una mano y hasta imitar las espinas en la punta de ciertas hojas, que les sirven como defensa ante sus posibles depredadores.
No se entiende cómo lo hace. ¿Logra detectar los compuestos que transmiten por el aire o por las raíces las plantas que la rodean y que de alguna manera regulan la forma de sus hojas y tallos? ¿O tal vez los responsables son microbios que determinan la morfología de las plantas al interactuar con sus genes? No es impensable: estos microbios viajan por la famosa wood wide web, una red de asociaciones íntimas entre raíces y hongos que conectan todo con todo en el suelo del bosque. O podrían establecer relaciones con virus y hasta insectos que transportan genes de intercambio. Si te dan mala espina los organismos transgénicos te gustará saber que estos trozos de información genética son bastante promiscuos y saltan de especie en especie con una facilidad inusitada, y que si nosotros mismos somos mamíferos placentarios es gracias al gen que nos inoculó un virus.
En las décadas de 1950 y 1960, cuando el cine se poblaba de plantas asesinas, para la botánica era impensable que las plantas se comunicaran unas con otras, y no digamos ya con insectos o con otros animales. Más allá de que no se entendieran los mecanismos, simplemente no resultaba concebible. Aunque ya se sabía que por las raíces iban y venían mensajes químicos entre plantas alejadas entre sí e incluso de diferentes especies, nadie creía que esta comunicación fuera intencional y no pasiva, medio por accidente. Hacía falta una prueba incontestable.
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Esa evidencia llegó en 1983, cuando un señor llamado David F. Rhoades, zoólogo de formación, encontró evidencias de que en un bosque asolado por orugas los árboles se advertían unos a otros del peligro mediante hormonas que se dispersan por el aire. Al recibir la señal, los árboles lejanos modificaban la composición de sus hojas para que fueran menos nutritivas y estuvieran más cargadas de moléculas dañinas para las orugas. Rhoades presentó sus resultados en el libro Plant resistance to insects, compilado por Paul Hedin y publicado por la American Chemical Society. Su breve capítulo, de 14 páginas en tipografía Courier a espacio sencillo, incluyendo la bibliografía, estuvo a punto de terminar con su carrera. Sus colegas lo ridiculizaron, mofándose de sus “árboles parlanchines” y poniendo en duda la aparente conducta altruista de las plantas. Ya decir “conducta” era mucho: las plantas sencillamente no tenían comportamientos. Esas ideas hoy son ortodoxia; los mismos botánicos que las habrían masacrado con gusto en la década de los ochenta las defienden a capa y espada. La ciencia es conservadora y muy parsimoniosa, y así debe ser para separar el trigo de la paja. Solo que en el camino se quedan a veces los punteros.
Y luego está la cuestión de las plantas de plástico, en teoría incapaces de transmitir genes y hormonas por el aire o por las raíces. Según el reporte de White y Yamashita, la Boquila imitó la forma de sus hojas finas y largas, pero solo en la sección que compartió con la enredadera sintética. Las hojas lejanas de la planta falsa conservaron su forma típica de tres puntas. Los autores sugieren que tal vez es un caso de visión: las plantas podrían tener ocelos, ojos primitivos con lentes formadas por las paredes externas de sus células, despojados de cloroplastos, una paradoja si justo están situados en la posición más ventajosa para devorar luz. Según sus apologistas, la visión de las plantas no ocurriría solo en las hojas, sino también en las puntas de las raíces, una de sus zonas más activas y sensibles, capaces de detectar ciertos colores y hasta poseedoras de receptores de luz idénticos a los animales.
El artículo fue atacado salvajemente por algunos, cosa que demuestra que algo se juega la botánica y tal vez la zoología. Lo mejor que dijeron sus críticos es que el artículo está mal diseñado, que los autores mostraron un sesgo monumental en su interpretación y que trataron de pescar resultados de maneras mañosas. Y tienen razón: a pesar de que los autores incluso presentan fotografías de las hojas miméticas que no parecen estar editadas (ya se verá), afirman que “esta habilidad mejorada de B. trifoliolata para imitar las formas y los tamaños de las hojas de plástico implica procesos de aprendizaje y memorias en la mímica vegetal”. Malas palabras. Por cierto, no está de más mencionar que White no es biólogo, sino amo de casa, lo que ha dado en llamarse “científico ciudadano”, y esto ha contribuido bastante a que su artículo se viera con asco.
Para comprobar la hipótesis de White y Yamashita, habría que replicar estos experimentos muchas veces —un desafío, porque la enredadera es difícil de cultivar en cautiverio— y encontrar mecanismos bioquímicos plausibles, cosa que puede tardar años, si no décadas. Incluso si se descubre que estos hipotéticos ocelos vegetales existen de verdad y se entiende cómo funcionan, aceptar que las plantas tienen ojos nos costaría a todos mucho trabajo, seguramente más que la idea de que hablan. Pero no hace falta llegar a tanto: con lo que sabemos es suficiente para inquietarnos un poco.
Hoy sabemos que las plantas se comunican por el aire y las raíces. Ante el ataque de un depredador algunas emiten mensajes volátiles que solo entienden sus parientes cercanos; pero si la cosa es generalizada y urgente, lo modifican para que lo entiendan todos los individuos alrededor. Ciertas plantas son más propensas a emitir sus mensajes de alarma que otras, como si tuvieran una personalidad más nerviosa. En una plantita del desierto llamada chilca blanca las plantas femeninas escuchan las señales que mandan otras plantas, tanto femeninas como masculinas. Las masculinas solo escuchan a otras plantas masculinas. Nada que decir.
Casi todas las plantas, si no es que absolutamente todas, son sensibles al tacto. Saben que se las comen. Reaccionan a nuestros gestos de cariño con violencia, pensando que somos plagas, y ponen en acción su sistema inmunitario para volverse más resistentes. Esto cuesta energía que de otro modo podrían invertir en crecer. La sábila del rincón no aprecia tus caricias ni tus moños.
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Conviene repasar algunas otras certezas. Las plantas son recorridas por señales eléctricas que se propagan de célula en célula. No tienen un sistema nervioso como el nuestro, pero las señales químicas se convierten en señales eléctricas y viceversa. Las pioneras en el estudio de la electricidad vegetal fueron dos botánicas, Barbara Pickard y Elizabeth Van Volkenburgh, que pagaron el precio en forma de más burlas de la comunidad científica y en la sequía de su financiamiento. Hoy puede verse en tiempo real, con ayuda de microscopios especiales, cómo se propagan estas señales eléctricas por toda la estructura vegetal cuando una mosca inocente se posa en los pelitos especializados de una planta carnívora o cuando un investigador apachurra una hoja con enjundia. Todavía no se sabe muy bien cómo funcionan estas señales y desde luego no tenemos idea de si son análogas a nuestras preciadas neuronas. (Y Pickard y Van Volkenburgh han sido redimidas.)
Más: sienten la gravedad. Claramente perciben el sonido, y lo emiten. Algunas hasta tienen antenas especializadas para escuchar los pasitos de las orugas y las polillas. Los pétalos podrían ser antenas que amplifican las ondas sonoras, tal vez para aumentar la dulzura del polen cuando se escucha que anda por ahí zumbando un abejorro. Los zarcillos, tan arrojados a un mundo de aire sin asideros, podrían aprovechar un fenómeno llamado “cavitación”, que es cuando las burbujitas de aire que viajan por sus tallos estallan y producen un pequeño ¡pop!, para ecolocalizarse, igual que los murciélagos en la oscuridad. Esto explicaría cómo consiguen viajar directamente hacia la varita o muro más cercanos (o tal vez sean sus ojos…).
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Y más: se pelean a muerte con los animales, sobre todo con los insectos, pero también los seducen (si nos entrometemos en esta guerra química también pueden matarnos, encantarnos o ponernos de frente al infinito). Manipulan a sus polinizadores; hay quien dice que los cultivos también nos manipulan a nosotros, y contemplar la sola idea quizá es la señal de que han tenido éxito.
Tienen algo que casi solo puede imaginarse como un lenguaje hecho de la infinidad de moléculas que sintetizan y que, por cierto, es lo que nos gusta más de ellas: el olor a romero, el sabor de la albahaca, la magia estructural del gluten. Se reconocen entre sí: saben quiénes son sus parientes, que la planta de arroz de al lado no es de la familia y que hay que privarla de nutrientes. Las raíces son agentes que toman decisiones, escuchan corrientes de agua, cazan alimento. Casi.
¿Casi?
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Aristóteles reconocía en las plantas algún tipo de alma, aunque fuera un alma vegetativa y no sensible como la de los animales. Afirmaba, como parte de su argumento, que no podían moverse ni sentir y desde luego no podían tener ninguna función de las almas superiores, como desear o pensar. Claro, había animales inmóviles, ¿y entonces ellos qué? Pues no lo explica. Teofrasto, discípulo de Platón y padre de la botánica, no se sentía obligado a inventar una jerarquía. Tenía claro que las plantas eran una cosa distinta, y que si tratábamos de entenderlas en función de los animales era solo como metáfora: “Es con ayuda de lo mejor conocido que debemos investigar lo desconocido”. Confesaba que esas metáforas fallaban y que con frecuencia lo desconcertaban sus sujetos de estudio. Por ejemplo, nota lo difícil que es contar sus “partes”, que parecen estar regidas por lógicas distintas a las de los seres no vegetativos. Las partes parecen negarse a quedarse quietas: brotan y desaparecen, se convierten unas en otras. Dice, al inicio de su Historia plantarum:
Para entender las diferencias específicas de las plantas y el resto de su naturaleza es necesario observar sus partes, su forma de responder, sus formas de desarrollarse y sus estilos de vida, pues no tienen hábitos y acciones como las de los animales. Las diferencias en lo tocante a su desarrollo, sus respuestas y sus vidas son más sencillas, pero las diferencias respecto a sus partes son más elaboradas. Porque, en primer lugar, no están lo suficientemente delimitadas el tipo de cosas que uno debería llamar partes o no partes, y el tema es algo desconcertante.
Ojo, que aquí viene un spoiler de Aniquilación, la película de Alex Garland, por cierto, nieto por línea materna de Peter Medawar (sir Peter Medawar), uno de los grandes biólogos de su generación. Medawar no se dedicaba a las plantas, sino a la zoología, primero, y luego a la inmunología, y se ganó un Nobel por la descripción de la tolerancia inmunitaria adquirida, que permitió hacer trasplantes de órganos. Descrito por otro biólogo famoso, Stephen Jay Gould, como “el hombre más inteligente que he conocido en mi vida”, Medawar y sus colegas entendieron cómo hacer que el cuerpo tolerara lo otro, lo ajeno.
Pero divago. En la película de Garland, la doctora Ventress (Jennifer Jason Leigh), moribunda líder de una expedición científica, se topa de frente con el extraterrestre. Lo vemos: es un ser fractal e hipnótico que lleva décadas experimentando con los genes de todo lo que rodea el faro en el que se estrelló al llegar a nuestro planeta (muchos de esos experimentos, divago solo un poco más, ocurren en plantas: injertos, arbustos con genes humanos…). “No es como nosotros. Es diferente a nosotros”: Ventress no atina a describirlo de otro modo tras su encuentro. No hay palabras para hablar de esta subjetividad totalmente alienígena.
Unos 2 311 años después de la Historia plantarum nos encontramos en la antesala del reconocimiento un poco postergado de que las plantas no son como nosotros. Son distintas de nosotros. Pero evolucionaron en el mismo planeta y estuvieron obligadas a resolver los mismos problemas que todos los demás: comer, defenderse, encontrarse, reproducirse. Es casi inevitable que a lo largo de 1 600 millones de años de evolución por separado hayan encontrado estrategias análogas a las nuestras —que no homólogas—, aunque vivamos sumergidos en tiempos y escalas inadecuadas para reconocerlo. Me alegra pensar que la idea le habría hecho gracia a Darwin, que sabía perfectamente que sus amadas orquídeas hacían cosas parecidas a los perros y las palomas, y las reconoció en su momento como seres, más que autómatas.
La investigación sobre la inteligencia de las plantas va a todo vapor, e incluso hay científicos que se reconocen como neurobiólogos de plantas: ¡al demonio la precaución de los colegas! Pero esa preocupación está justificada: pocos olvidan el libro que básicamente acabó con el prestigio del campo entero cuando se publicó en 1973: La vida secreta de las plantas. Un relato fascinante sobre las relaciones físicas, emocionales y espirituales entre las plantas y los hombres, de Peter Tompkins y Christopher Bird. Causó sensación porque fue un primer atisbo a los sentidos vegetales: allí las plantas sienten, oyen y tienen muchos de los poderes que hoy vuelven a explorarse. Lamentablemente también tienen poderes telepáticos y otros muy emocionantes para la cultura new age. Tompkins no era botánico, sino periodista y espía, y también escribió sobre los secretos de las pirámides, incluidas las mexicanas. Bird, por si faltara algo, trabajaba en la CIA. Su trabajo fue devastador para el naciente campo de los sentidos vegetales, y su fantasma ronda sobre toda investigación botánica que se sale un poquito de la norma.
Las cosas están cambiando, y esta vez los que abrieron brecha fueron los hongos. Suelen confundirse con las plantas, pero en el árbol de la vida estos seres están más cerca de nosotros que de ellas, aunque comparten muchos de sus hábitos. Pese a que la investigación de los hongos con propiedades psicodélicas tuvo su propia época de desprestigio a partir de 1970, hoy están en pleno florecimiento. Su repunte se deja ver en libros como La red oculta de la vida, de Merlin Sheldrake, un excéntrico micólogo que se especializa en el estudio de las micorrizas (esas relaciones que conforman la wood wide web) y que tiene su propio toquecito de esoterismo pampsiquista. A pesar de esto, su libro es estupendo.
Si La vida secreta... fue una especie de Edad Media, hay otro libro que bien podría marcar el Renacimiento de esta disciplina en la imaginación del público general. Se trata de The light eaters, de Zoë Schlanger, publicado por Harper en 2024. Aún no parece estar traducido al español; es inevitable que se pierda el inspirado título, que hace un juego de palabras entre “las devoradoras de luz” y “quienes comen poco”.
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Schlanger es periodista del cambio climático, un trabajo que acaba con uno si se lo permite. Pero ella no lo permitió, encontró un bálsamo en las plantas, renunció a su trabajo en Nueva York y se lanzó a viajar durante años para visitar a los biólogos que constituyen el frente de la investigación botánica sobre los sentidos de las plantas. Su libro, que guía en buena medida este ensayo (la ciencia ficción es contribución mía), constituye una reflexión sobre el avance de la ciencia, los seres humanos y esta cosa que llamamos naturaleza. “El mundo es un prisma, no una ventana”, dice de pronto, y lo mismo puede decirse de su escritura. Al tiempo que deplora algunos nuevos deslizamientos hacia lo esotérico en los científicos que hoy estudian la comunicación entre plantas (como tomar ayahuasca y sentir que te hablan tus sujetos de investigación), sabe que está llegando el fin de la época en la que los humanos no les concedíamos a los demás seres algún grado de inteligencia, conciencia o personalidad:
¿Cuándo permitimos que entren en el ámbito de nuestras preocupaciones éticas? ¿Es cuando tienen lenguajes? ¿Cuando tienen estructuras familiares? ¿Cuando hacen aliados y enemigos, muestran preferencias, planean para el futuro? ¿Cuando descubrimos que pueden recordar? En efecto, parecen poseer todas estas características. Ahora nos toca a nosotros decidir si nos abrimos a estos hechos. Si dejamos entrar a las plantas.
Es inevitable. Con lo que ya sabemos hoy queda claro que no son “piedras que crecen”, como las consideramos durante miles de años, útiles solo en la medida en la que nos sirven para alimentarnos, adornar nuestras casas, curar nuestros males o asesinar a nuestros enemigos: por el contrario, se parecen más a los trífidos que a prisioneras de unos genes fijos e inflexibles que no pueden responder dinámicamente a su medio. ¿Son “puro cerebro”, como sospechan algunos investigadores, aunque no se animen a decirlo más que entre susurros? No parecen tener un órgano que coordine su supuesto sistema nervioso, un centro donde se procese el mensaje de los ocelos para imitar la forma de las plantas alrededor o para almacenar recuerdos de cuando las dejaron caer una y otra vez (como hizo la doctora Monica Gagliano en Princeton y narra en un episodio magnífico y un poco clarividente el pódcast Radiolab).
Hasta hace poco creíamos que cualquier inteligencia tenía que parecerse a la nuestra, con un cerebro que reuniera toda la información y del cual partieran todos los mensajes: el asiento del alma racional aristotélica. Y no solo hemos ido hallando formas de inteligencia (o de comportamientos que parecen inteligentes, si queremos ser prudentes) en los mohos, los hongos, las bacterias y desde luego las plantas, sino que confirmamos que nuestra propia inteligencia y conciencia solo funcionan cuando tienen un cuerpo con sensaciones y emociones: ser humano no funciona sin los mensajes de ida y vuelta de un organismo encarnado. Con estas certezas bajamos un peldaño de la scala naturae al tiempo que las plantas escalaron varios. Pero incluso si termináramos por concederles a las plantas una inteligencia meramente vegetal, una conciencia vegetal, conductas vegetales, para resolver con adjetivos el problema existencial, nada cambia el hecho de que nos encontramos frente a lo otro. Casi todo lo que existe en este planeta y en todos lados es lo otro, y ya es hora de verlo de frente.
Las plantas están ahí, hacen todo lo que hacen y existen a su manera. Como los monstruos de La invasión de los ladrones de cuerpos, se salen con la suya. Trasplantan los recuerdos y los conocimientos de los humanos a sus nuevos cuerpos y se organizan de manera plácida y eficiente, sin odios ni pasiones. Al final, se apoderan incluso de Donald Sutherland, pero a él no parece importarle. ¿Nos importaría a nosotros?
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Casi todas las plantas, si no es que absolutamente todas, son sensibles al tacto. Saben que se las comen. Reaccionan a nuestros gestos de cariño con violencia, pensando que somos plagas, y ponen en acción su sistema inmunitario para volverse más resistentes.
Si sueles conversar con tu ficus en las mañanas, puede que no andes del todo desencaminado.
La inteligencia de las plantas es una de las cuestiones que periódicamente producen más vestiduras rasgadas en la comunidad científica, hasta que el propio desarrollo de la investigación va abriendo el campo de las hipótesis más fabulosas. Aquí, las últimas noticias del alma verde, aquella que reta nuestras nociones de conciencia.
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En El día de los trífidos, la novela de 1951 del inglés John Wyndham, un día aparecen por todo el planeta enormes plantas carnívoras con un tallo venenoso que pueden usar para matar y devorar a una persona. Para colmo de males, caminan. Y tal vez también se comunican mediante el golpeteo de tres ramitas desnudas sobre la base del tallo. Walter, un reservado savant de los trífidos que trabaja en una de las granjas en las que los cultivan (¿o crían?) por su aceite de primera calidad, reflexiona así al inicio del libro, antes de que un cometa misterioso en el cielo ciegue a casi toda la humanidad y la convierta en presa de sus antagonistas vegetales:
Y eso [...] significa que en algún lado tienen inteligencia. No puede estar localizada en un cerebro, porque las disecciones no muestran nada como un cerebro, pero esto no prueba que no haya allí adentro algo que haga el trabajo de un cerebro.
Existen otras plantas asesinas en la ficción, como Audrey II, de La tiendita de los horrores, que no camina, pero sí habla (y canta). Tenemos la planta de La cosa del otro mundo, que, tal vez a falta de presupuesto, tiene el aspecto de un señor con espinas que necesita sangre para reproducirse. Luego está La invasión de los ladrones de cuerpos, con sus plantas extraterrestres que imitan a la perfección el aspecto de sus víctimas para sustituirlas y conquistar el planeta, en sus dos versiones, de 1956 y de 1978 (esta última mi favorita porque Donald Sutherland). Y hay muchas más. Por alguna razón se popularizaron en las décadas de los cincuenta y sesenta, y de los ochenta en el cine japonés.
Estos monstruos son aterradores y también un poco cómicos porque además de utilería barata muestran atributos que asociamos con los animales: se mueven, ven, hablan, devoran gente, traman estrategias. Tienen inteligencia. Pero esto pertenece estrictamente al ámbito de la imaginación, porque si a tu sábila no le queda más remedio que descansar junto a la ventana, tal vez adornada con moñitos rojos para el amor o verdes para el dinero, es justamente porque no tiene nada en común con una de estas criaturas. No siente deseos de asesinarte, no camina, no ve, no oye, no recuerda y desde luego no confabula para estrangularte con el mismo listón con el que te la vendieron en el mercado. ¿Verdad?
¿Verdad?
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A finales de 2024 se publicó la lista de la trigésima cuarta entrega de los premios Ig Nobel. Creados en 1911 por Marc Abrahams, editor de Annals of Improbable Research, premian las investigaciones científicas más absurdas del año, las que “primero te hacen reír y luego pensar”. Además de ciencia correcta aunque chistosa —muchos científicos que obtienen un Ig Nobel terminan por ganarse un Nobel de verdad—, se premian investigaciones tales como el papel de los bagres en los terremotos en Japón (ninguno) y la influencia del efecto Coriolis en los remolinos de nuestro pelo (ninguna), así que nunca se sabe muy bien qué esperar. El anuncio del año pasado incluyó el premio de Botánica, concedido a Jacob White y Felipe Yamashita por su artículo “Boquila trifoliolata imita las hojas de una planta huésped de plástico” en la revista Plant Signaling & Behavior. Al principio nos reímos: “Ay, estos botánicos tan cagados…”. Luego de leer el paper y enterarnos de los dramas íntimos de la disciplina de la botánica, en particular el que protagonizan los defensores y los denostadores de la inteligencia de las plantas, terminamos, sí, por pensar.
Boquila trifoliolata es una enredadera que solo vive en los bosques templados de Chile y Argentina. No parece gran cosa: nomás una plantita de tallos normales y hojas verdes que crece apuntalada por los tallos de arbustos y árboles más grandes. Hace una década se descubrió que tiene el hábito de imitar la forma y el tamaño de las hojas, el patrón de las nervaduras y hasta el color y grosor del tallo de las plantas vecinas, y no necesariamente de aquellas que la sostienen, sino de las que se encuentran más cerca en el amasijo vegetal del bosque. Puede producir hojitas diminutas o del tamaño de una mano y hasta imitar las espinas en la punta de ciertas hojas, que les sirven como defensa ante sus posibles depredadores.
No se entiende cómo lo hace. ¿Logra detectar los compuestos que transmiten por el aire o por las raíces las plantas que la rodean y que de alguna manera regulan la forma de sus hojas y tallos? ¿O tal vez los responsables son microbios que determinan la morfología de las plantas al interactuar con sus genes? No es impensable: estos microbios viajan por la famosa wood wide web, una red de asociaciones íntimas entre raíces y hongos que conectan todo con todo en el suelo del bosque. O podrían establecer relaciones con virus y hasta insectos que transportan genes de intercambio. Si te dan mala espina los organismos transgénicos te gustará saber que estos trozos de información genética son bastante promiscuos y saltan de especie en especie con una facilidad inusitada, y que si nosotros mismos somos mamíferos placentarios es gracias al gen que nos inoculó un virus.
En las décadas de 1950 y 1960, cuando el cine se poblaba de plantas asesinas, para la botánica era impensable que las plantas se comunicaran unas con otras, y no digamos ya con insectos o con otros animales. Más allá de que no se entendieran los mecanismos, simplemente no resultaba concebible. Aunque ya se sabía que por las raíces iban y venían mensajes químicos entre plantas alejadas entre sí e incluso de diferentes especies, nadie creía que esta comunicación fuera intencional y no pasiva, medio por accidente. Hacía falta una prueba incontestable.
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Esa evidencia llegó en 1983, cuando un señor llamado David F. Rhoades, zoólogo de formación, encontró evidencias de que en un bosque asolado por orugas los árboles se advertían unos a otros del peligro mediante hormonas que se dispersan por el aire. Al recibir la señal, los árboles lejanos modificaban la composición de sus hojas para que fueran menos nutritivas y estuvieran más cargadas de moléculas dañinas para las orugas. Rhoades presentó sus resultados en el libro Plant resistance to insects, compilado por Paul Hedin y publicado por la American Chemical Society. Su breve capítulo, de 14 páginas en tipografía Courier a espacio sencillo, incluyendo la bibliografía, estuvo a punto de terminar con su carrera. Sus colegas lo ridiculizaron, mofándose de sus “árboles parlanchines” y poniendo en duda la aparente conducta altruista de las plantas. Ya decir “conducta” era mucho: las plantas sencillamente no tenían comportamientos. Esas ideas hoy son ortodoxia; los mismos botánicos que las habrían masacrado con gusto en la década de los ochenta las defienden a capa y espada. La ciencia es conservadora y muy parsimoniosa, y así debe ser para separar el trigo de la paja. Solo que en el camino se quedan a veces los punteros.
Y luego está la cuestión de las plantas de plástico, en teoría incapaces de transmitir genes y hormonas por el aire o por las raíces. Según el reporte de White y Yamashita, la Boquila imitó la forma de sus hojas finas y largas, pero solo en la sección que compartió con la enredadera sintética. Las hojas lejanas de la planta falsa conservaron su forma típica de tres puntas. Los autores sugieren que tal vez es un caso de visión: las plantas podrían tener ocelos, ojos primitivos con lentes formadas por las paredes externas de sus células, despojados de cloroplastos, una paradoja si justo están situados en la posición más ventajosa para devorar luz. Según sus apologistas, la visión de las plantas no ocurriría solo en las hojas, sino también en las puntas de las raíces, una de sus zonas más activas y sensibles, capaces de detectar ciertos colores y hasta poseedoras de receptores de luz idénticos a los animales.
El artículo fue atacado salvajemente por algunos, cosa que demuestra que algo se juega la botánica y tal vez la zoología. Lo mejor que dijeron sus críticos es que el artículo está mal diseñado, que los autores mostraron un sesgo monumental en su interpretación y que trataron de pescar resultados de maneras mañosas. Y tienen razón: a pesar de que los autores incluso presentan fotografías de las hojas miméticas que no parecen estar editadas (ya se verá), afirman que “esta habilidad mejorada de B. trifoliolata para imitar las formas y los tamaños de las hojas de plástico implica procesos de aprendizaje y memorias en la mímica vegetal”. Malas palabras. Por cierto, no está de más mencionar que White no es biólogo, sino amo de casa, lo que ha dado en llamarse “científico ciudadano”, y esto ha contribuido bastante a que su artículo se viera con asco.
Para comprobar la hipótesis de White y Yamashita, habría que replicar estos experimentos muchas veces —un desafío, porque la enredadera es difícil de cultivar en cautiverio— y encontrar mecanismos bioquímicos plausibles, cosa que puede tardar años, si no décadas. Incluso si se descubre que estos hipotéticos ocelos vegetales existen de verdad y se entiende cómo funcionan, aceptar que las plantas tienen ojos nos costaría a todos mucho trabajo, seguramente más que la idea de que hablan. Pero no hace falta llegar a tanto: con lo que sabemos es suficiente para inquietarnos un poco.
Hoy sabemos que las plantas se comunican por el aire y las raíces. Ante el ataque de un depredador algunas emiten mensajes volátiles que solo entienden sus parientes cercanos; pero si la cosa es generalizada y urgente, lo modifican para que lo entiendan todos los individuos alrededor. Ciertas plantas son más propensas a emitir sus mensajes de alarma que otras, como si tuvieran una personalidad más nerviosa. En una plantita del desierto llamada chilca blanca las plantas femeninas escuchan las señales que mandan otras plantas, tanto femeninas como masculinas. Las masculinas solo escuchan a otras plantas masculinas. Nada que decir.
Casi todas las plantas, si no es que absolutamente todas, son sensibles al tacto. Saben que se las comen. Reaccionan a nuestros gestos de cariño con violencia, pensando que somos plagas, y ponen en acción su sistema inmunitario para volverse más resistentes. Esto cuesta energía que de otro modo podrían invertir en crecer. La sábila del rincón no aprecia tus caricias ni tus moños.
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Conviene repasar algunas otras certezas. Las plantas son recorridas por señales eléctricas que se propagan de célula en célula. No tienen un sistema nervioso como el nuestro, pero las señales químicas se convierten en señales eléctricas y viceversa. Las pioneras en el estudio de la electricidad vegetal fueron dos botánicas, Barbara Pickard y Elizabeth Van Volkenburgh, que pagaron el precio en forma de más burlas de la comunidad científica y en la sequía de su financiamiento. Hoy puede verse en tiempo real, con ayuda de microscopios especiales, cómo se propagan estas señales eléctricas por toda la estructura vegetal cuando una mosca inocente se posa en los pelitos especializados de una planta carnívora o cuando un investigador apachurra una hoja con enjundia. Todavía no se sabe muy bien cómo funcionan estas señales y desde luego no tenemos idea de si son análogas a nuestras preciadas neuronas. (Y Pickard y Van Volkenburgh han sido redimidas.)
Más: sienten la gravedad. Claramente perciben el sonido, y lo emiten. Algunas hasta tienen antenas especializadas para escuchar los pasitos de las orugas y las polillas. Los pétalos podrían ser antenas que amplifican las ondas sonoras, tal vez para aumentar la dulzura del polen cuando se escucha que anda por ahí zumbando un abejorro. Los zarcillos, tan arrojados a un mundo de aire sin asideros, podrían aprovechar un fenómeno llamado “cavitación”, que es cuando las burbujitas de aire que viajan por sus tallos estallan y producen un pequeño ¡pop!, para ecolocalizarse, igual que los murciélagos en la oscuridad. Esto explicaría cómo consiguen viajar directamente hacia la varita o muro más cercanos (o tal vez sean sus ojos…).
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Y más: se pelean a muerte con los animales, sobre todo con los insectos, pero también los seducen (si nos entrometemos en esta guerra química también pueden matarnos, encantarnos o ponernos de frente al infinito). Manipulan a sus polinizadores; hay quien dice que los cultivos también nos manipulan a nosotros, y contemplar la sola idea quizá es la señal de que han tenido éxito.
Tienen algo que casi solo puede imaginarse como un lenguaje hecho de la infinidad de moléculas que sintetizan y que, por cierto, es lo que nos gusta más de ellas: el olor a romero, el sabor de la albahaca, la magia estructural del gluten. Se reconocen entre sí: saben quiénes son sus parientes, que la planta de arroz de al lado no es de la familia y que hay que privarla de nutrientes. Las raíces son agentes que toman decisiones, escuchan corrientes de agua, cazan alimento. Casi.
¿Casi?
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Aristóteles reconocía en las plantas algún tipo de alma, aunque fuera un alma vegetativa y no sensible como la de los animales. Afirmaba, como parte de su argumento, que no podían moverse ni sentir y desde luego no podían tener ninguna función de las almas superiores, como desear o pensar. Claro, había animales inmóviles, ¿y entonces ellos qué? Pues no lo explica. Teofrasto, discípulo de Platón y padre de la botánica, no se sentía obligado a inventar una jerarquía. Tenía claro que las plantas eran una cosa distinta, y que si tratábamos de entenderlas en función de los animales era solo como metáfora: “Es con ayuda de lo mejor conocido que debemos investigar lo desconocido”. Confesaba que esas metáforas fallaban y que con frecuencia lo desconcertaban sus sujetos de estudio. Por ejemplo, nota lo difícil que es contar sus “partes”, que parecen estar regidas por lógicas distintas a las de los seres no vegetativos. Las partes parecen negarse a quedarse quietas: brotan y desaparecen, se convierten unas en otras. Dice, al inicio de su Historia plantarum:
Para entender las diferencias específicas de las plantas y el resto de su naturaleza es necesario observar sus partes, su forma de responder, sus formas de desarrollarse y sus estilos de vida, pues no tienen hábitos y acciones como las de los animales. Las diferencias en lo tocante a su desarrollo, sus respuestas y sus vidas son más sencillas, pero las diferencias respecto a sus partes son más elaboradas. Porque, en primer lugar, no están lo suficientemente delimitadas el tipo de cosas que uno debería llamar partes o no partes, y el tema es algo desconcertante.
Ojo, que aquí viene un spoiler de Aniquilación, la película de Alex Garland, por cierto, nieto por línea materna de Peter Medawar (sir Peter Medawar), uno de los grandes biólogos de su generación. Medawar no se dedicaba a las plantas, sino a la zoología, primero, y luego a la inmunología, y se ganó un Nobel por la descripción de la tolerancia inmunitaria adquirida, que permitió hacer trasplantes de órganos. Descrito por otro biólogo famoso, Stephen Jay Gould, como “el hombre más inteligente que he conocido en mi vida”, Medawar y sus colegas entendieron cómo hacer que el cuerpo tolerara lo otro, lo ajeno.
Pero divago. En la película de Garland, la doctora Ventress (Jennifer Jason Leigh), moribunda líder de una expedición científica, se topa de frente con el extraterrestre. Lo vemos: es un ser fractal e hipnótico que lleva décadas experimentando con los genes de todo lo que rodea el faro en el que se estrelló al llegar a nuestro planeta (muchos de esos experimentos, divago solo un poco más, ocurren en plantas: injertos, arbustos con genes humanos…). “No es como nosotros. Es diferente a nosotros”: Ventress no atina a describirlo de otro modo tras su encuentro. No hay palabras para hablar de esta subjetividad totalmente alienígena.
Unos 2 311 años después de la Historia plantarum nos encontramos en la antesala del reconocimiento un poco postergado de que las plantas no son como nosotros. Son distintas de nosotros. Pero evolucionaron en el mismo planeta y estuvieron obligadas a resolver los mismos problemas que todos los demás: comer, defenderse, encontrarse, reproducirse. Es casi inevitable que a lo largo de 1 600 millones de años de evolución por separado hayan encontrado estrategias análogas a las nuestras —que no homólogas—, aunque vivamos sumergidos en tiempos y escalas inadecuadas para reconocerlo. Me alegra pensar que la idea le habría hecho gracia a Darwin, que sabía perfectamente que sus amadas orquídeas hacían cosas parecidas a los perros y las palomas, y las reconoció en su momento como seres, más que autómatas.
La investigación sobre la inteligencia de las plantas va a todo vapor, e incluso hay científicos que se reconocen como neurobiólogos de plantas: ¡al demonio la precaución de los colegas! Pero esa preocupación está justificada: pocos olvidan el libro que básicamente acabó con el prestigio del campo entero cuando se publicó en 1973: La vida secreta de las plantas. Un relato fascinante sobre las relaciones físicas, emocionales y espirituales entre las plantas y los hombres, de Peter Tompkins y Christopher Bird. Causó sensación porque fue un primer atisbo a los sentidos vegetales: allí las plantas sienten, oyen y tienen muchos de los poderes que hoy vuelven a explorarse. Lamentablemente también tienen poderes telepáticos y otros muy emocionantes para la cultura new age. Tompkins no era botánico, sino periodista y espía, y también escribió sobre los secretos de las pirámides, incluidas las mexicanas. Bird, por si faltara algo, trabajaba en la CIA. Su trabajo fue devastador para el naciente campo de los sentidos vegetales, y su fantasma ronda sobre toda investigación botánica que se sale un poquito de la norma.
Las cosas están cambiando, y esta vez los que abrieron brecha fueron los hongos. Suelen confundirse con las plantas, pero en el árbol de la vida estos seres están más cerca de nosotros que de ellas, aunque comparten muchos de sus hábitos. Pese a que la investigación de los hongos con propiedades psicodélicas tuvo su propia época de desprestigio a partir de 1970, hoy están en pleno florecimiento. Su repunte se deja ver en libros como La red oculta de la vida, de Merlin Sheldrake, un excéntrico micólogo que se especializa en el estudio de las micorrizas (esas relaciones que conforman la wood wide web) y que tiene su propio toquecito de esoterismo pampsiquista. A pesar de esto, su libro es estupendo.
Si La vida secreta... fue una especie de Edad Media, hay otro libro que bien podría marcar el Renacimiento de esta disciplina en la imaginación del público general. Se trata de The light eaters, de Zoë Schlanger, publicado por Harper en 2024. Aún no parece estar traducido al español; es inevitable que se pierda el inspirado título, que hace un juego de palabras entre “las devoradoras de luz” y “quienes comen poco”.
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Schlanger es periodista del cambio climático, un trabajo que acaba con uno si se lo permite. Pero ella no lo permitió, encontró un bálsamo en las plantas, renunció a su trabajo en Nueva York y se lanzó a viajar durante años para visitar a los biólogos que constituyen el frente de la investigación botánica sobre los sentidos de las plantas. Su libro, que guía en buena medida este ensayo (la ciencia ficción es contribución mía), constituye una reflexión sobre el avance de la ciencia, los seres humanos y esta cosa que llamamos naturaleza. “El mundo es un prisma, no una ventana”, dice de pronto, y lo mismo puede decirse de su escritura. Al tiempo que deplora algunos nuevos deslizamientos hacia lo esotérico en los científicos que hoy estudian la comunicación entre plantas (como tomar ayahuasca y sentir que te hablan tus sujetos de investigación), sabe que está llegando el fin de la época en la que los humanos no les concedíamos a los demás seres algún grado de inteligencia, conciencia o personalidad:
¿Cuándo permitimos que entren en el ámbito de nuestras preocupaciones éticas? ¿Es cuando tienen lenguajes? ¿Cuando tienen estructuras familiares? ¿Cuando hacen aliados y enemigos, muestran preferencias, planean para el futuro? ¿Cuando descubrimos que pueden recordar? En efecto, parecen poseer todas estas características. Ahora nos toca a nosotros decidir si nos abrimos a estos hechos. Si dejamos entrar a las plantas.
Es inevitable. Con lo que ya sabemos hoy queda claro que no son “piedras que crecen”, como las consideramos durante miles de años, útiles solo en la medida en la que nos sirven para alimentarnos, adornar nuestras casas, curar nuestros males o asesinar a nuestros enemigos: por el contrario, se parecen más a los trífidos que a prisioneras de unos genes fijos e inflexibles que no pueden responder dinámicamente a su medio. ¿Son “puro cerebro”, como sospechan algunos investigadores, aunque no se animen a decirlo más que entre susurros? No parecen tener un órgano que coordine su supuesto sistema nervioso, un centro donde se procese el mensaje de los ocelos para imitar la forma de las plantas alrededor o para almacenar recuerdos de cuando las dejaron caer una y otra vez (como hizo la doctora Monica Gagliano en Princeton y narra en un episodio magnífico y un poco clarividente el pódcast Radiolab).
Hasta hace poco creíamos que cualquier inteligencia tenía que parecerse a la nuestra, con un cerebro que reuniera toda la información y del cual partieran todos los mensajes: el asiento del alma racional aristotélica. Y no solo hemos ido hallando formas de inteligencia (o de comportamientos que parecen inteligentes, si queremos ser prudentes) en los mohos, los hongos, las bacterias y desde luego las plantas, sino que confirmamos que nuestra propia inteligencia y conciencia solo funcionan cuando tienen un cuerpo con sensaciones y emociones: ser humano no funciona sin los mensajes de ida y vuelta de un organismo encarnado. Con estas certezas bajamos un peldaño de la scala naturae al tiempo que las plantas escalaron varios. Pero incluso si termináramos por concederles a las plantas una inteligencia meramente vegetal, una conciencia vegetal, conductas vegetales, para resolver con adjetivos el problema existencial, nada cambia el hecho de que nos encontramos frente a lo otro. Casi todo lo que existe en este planeta y en todos lados es lo otro, y ya es hora de verlo de frente.
Las plantas están ahí, hacen todo lo que hacen y existen a su manera. Como los monstruos de La invasión de los ladrones de cuerpos, se salen con la suya. Trasplantan los recuerdos y los conocimientos de los humanos a sus nuevos cuerpos y se organizan de manera plácida y eficiente, sin odios ni pasiones. Al final, se apoderan incluso de Donald Sutherland, pero a él no parece importarle. ¿Nos importaría a nosotros?
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Si sueles conversar con tu ficus en las mañanas, puede que no andes del todo desencaminado.
La inteligencia de las plantas es una de las cuestiones que periódicamente producen más vestiduras rasgadas en la comunidad científica, hasta que el propio desarrollo de la investigación va abriendo el campo de las hipótesis más fabulosas. Aquí, las últimas noticias del alma verde, aquella que reta nuestras nociones de conciencia.
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En El día de los trífidos, la novela de 1951 del inglés John Wyndham, un día aparecen por todo el planeta enormes plantas carnívoras con un tallo venenoso que pueden usar para matar y devorar a una persona. Para colmo de males, caminan. Y tal vez también se comunican mediante el golpeteo de tres ramitas desnudas sobre la base del tallo. Walter, un reservado savant de los trífidos que trabaja en una de las granjas en las que los cultivan (¿o crían?) por su aceite de primera calidad, reflexiona así al inicio del libro, antes de que un cometa misterioso en el cielo ciegue a casi toda la humanidad y la convierta en presa de sus antagonistas vegetales:
Y eso [...] significa que en algún lado tienen inteligencia. No puede estar localizada en un cerebro, porque las disecciones no muestran nada como un cerebro, pero esto no prueba que no haya allí adentro algo que haga el trabajo de un cerebro.
Existen otras plantas asesinas en la ficción, como Audrey II, de La tiendita de los horrores, que no camina, pero sí habla (y canta). Tenemos la planta de La cosa del otro mundo, que, tal vez a falta de presupuesto, tiene el aspecto de un señor con espinas que necesita sangre para reproducirse. Luego está La invasión de los ladrones de cuerpos, con sus plantas extraterrestres que imitan a la perfección el aspecto de sus víctimas para sustituirlas y conquistar el planeta, en sus dos versiones, de 1956 y de 1978 (esta última mi favorita porque Donald Sutherland). Y hay muchas más. Por alguna razón se popularizaron en las décadas de los cincuenta y sesenta, y de los ochenta en el cine japonés.
Estos monstruos son aterradores y también un poco cómicos porque además de utilería barata muestran atributos que asociamos con los animales: se mueven, ven, hablan, devoran gente, traman estrategias. Tienen inteligencia. Pero esto pertenece estrictamente al ámbito de la imaginación, porque si a tu sábila no le queda más remedio que descansar junto a la ventana, tal vez adornada con moñitos rojos para el amor o verdes para el dinero, es justamente porque no tiene nada en común con una de estas criaturas. No siente deseos de asesinarte, no camina, no ve, no oye, no recuerda y desde luego no confabula para estrangularte con el mismo listón con el que te la vendieron en el mercado. ¿Verdad?
¿Verdad?
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A finales de 2024 se publicó la lista de la trigésima cuarta entrega de los premios Ig Nobel. Creados en 1911 por Marc Abrahams, editor de Annals of Improbable Research, premian las investigaciones científicas más absurdas del año, las que “primero te hacen reír y luego pensar”. Además de ciencia correcta aunque chistosa —muchos científicos que obtienen un Ig Nobel terminan por ganarse un Nobel de verdad—, se premian investigaciones tales como el papel de los bagres en los terremotos en Japón (ninguno) y la influencia del efecto Coriolis en los remolinos de nuestro pelo (ninguna), así que nunca se sabe muy bien qué esperar. El anuncio del año pasado incluyó el premio de Botánica, concedido a Jacob White y Felipe Yamashita por su artículo “Boquila trifoliolata imita las hojas de una planta huésped de plástico” en la revista Plant Signaling & Behavior. Al principio nos reímos: “Ay, estos botánicos tan cagados…”. Luego de leer el paper y enterarnos de los dramas íntimos de la disciplina de la botánica, en particular el que protagonizan los defensores y los denostadores de la inteligencia de las plantas, terminamos, sí, por pensar.
Boquila trifoliolata es una enredadera que solo vive en los bosques templados de Chile y Argentina. No parece gran cosa: nomás una plantita de tallos normales y hojas verdes que crece apuntalada por los tallos de arbustos y árboles más grandes. Hace una década se descubrió que tiene el hábito de imitar la forma y el tamaño de las hojas, el patrón de las nervaduras y hasta el color y grosor del tallo de las plantas vecinas, y no necesariamente de aquellas que la sostienen, sino de las que se encuentran más cerca en el amasijo vegetal del bosque. Puede producir hojitas diminutas o del tamaño de una mano y hasta imitar las espinas en la punta de ciertas hojas, que les sirven como defensa ante sus posibles depredadores.
No se entiende cómo lo hace. ¿Logra detectar los compuestos que transmiten por el aire o por las raíces las plantas que la rodean y que de alguna manera regulan la forma de sus hojas y tallos? ¿O tal vez los responsables son microbios que determinan la morfología de las plantas al interactuar con sus genes? No es impensable: estos microbios viajan por la famosa wood wide web, una red de asociaciones íntimas entre raíces y hongos que conectan todo con todo en el suelo del bosque. O podrían establecer relaciones con virus y hasta insectos que transportan genes de intercambio. Si te dan mala espina los organismos transgénicos te gustará saber que estos trozos de información genética son bastante promiscuos y saltan de especie en especie con una facilidad inusitada, y que si nosotros mismos somos mamíferos placentarios es gracias al gen que nos inoculó un virus.
En las décadas de 1950 y 1960, cuando el cine se poblaba de plantas asesinas, para la botánica era impensable que las plantas se comunicaran unas con otras, y no digamos ya con insectos o con otros animales. Más allá de que no se entendieran los mecanismos, simplemente no resultaba concebible. Aunque ya se sabía que por las raíces iban y venían mensajes químicos entre plantas alejadas entre sí e incluso de diferentes especies, nadie creía que esta comunicación fuera intencional y no pasiva, medio por accidente. Hacía falta una prueba incontestable.
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Esa evidencia llegó en 1983, cuando un señor llamado David F. Rhoades, zoólogo de formación, encontró evidencias de que en un bosque asolado por orugas los árboles se advertían unos a otros del peligro mediante hormonas que se dispersan por el aire. Al recibir la señal, los árboles lejanos modificaban la composición de sus hojas para que fueran menos nutritivas y estuvieran más cargadas de moléculas dañinas para las orugas. Rhoades presentó sus resultados en el libro Plant resistance to insects, compilado por Paul Hedin y publicado por la American Chemical Society. Su breve capítulo, de 14 páginas en tipografía Courier a espacio sencillo, incluyendo la bibliografía, estuvo a punto de terminar con su carrera. Sus colegas lo ridiculizaron, mofándose de sus “árboles parlanchines” y poniendo en duda la aparente conducta altruista de las plantas. Ya decir “conducta” era mucho: las plantas sencillamente no tenían comportamientos. Esas ideas hoy son ortodoxia; los mismos botánicos que las habrían masacrado con gusto en la década de los ochenta las defienden a capa y espada. La ciencia es conservadora y muy parsimoniosa, y así debe ser para separar el trigo de la paja. Solo que en el camino se quedan a veces los punteros.
Y luego está la cuestión de las plantas de plástico, en teoría incapaces de transmitir genes y hormonas por el aire o por las raíces. Según el reporte de White y Yamashita, la Boquila imitó la forma de sus hojas finas y largas, pero solo en la sección que compartió con la enredadera sintética. Las hojas lejanas de la planta falsa conservaron su forma típica de tres puntas. Los autores sugieren que tal vez es un caso de visión: las plantas podrían tener ocelos, ojos primitivos con lentes formadas por las paredes externas de sus células, despojados de cloroplastos, una paradoja si justo están situados en la posición más ventajosa para devorar luz. Según sus apologistas, la visión de las plantas no ocurriría solo en las hojas, sino también en las puntas de las raíces, una de sus zonas más activas y sensibles, capaces de detectar ciertos colores y hasta poseedoras de receptores de luz idénticos a los animales.
El artículo fue atacado salvajemente por algunos, cosa que demuestra que algo se juega la botánica y tal vez la zoología. Lo mejor que dijeron sus críticos es que el artículo está mal diseñado, que los autores mostraron un sesgo monumental en su interpretación y que trataron de pescar resultados de maneras mañosas. Y tienen razón: a pesar de que los autores incluso presentan fotografías de las hojas miméticas que no parecen estar editadas (ya se verá), afirman que “esta habilidad mejorada de B. trifoliolata para imitar las formas y los tamaños de las hojas de plástico implica procesos de aprendizaje y memorias en la mímica vegetal”. Malas palabras. Por cierto, no está de más mencionar que White no es biólogo, sino amo de casa, lo que ha dado en llamarse “científico ciudadano”, y esto ha contribuido bastante a que su artículo se viera con asco.
Para comprobar la hipótesis de White y Yamashita, habría que replicar estos experimentos muchas veces —un desafío, porque la enredadera es difícil de cultivar en cautiverio— y encontrar mecanismos bioquímicos plausibles, cosa que puede tardar años, si no décadas. Incluso si se descubre que estos hipotéticos ocelos vegetales existen de verdad y se entiende cómo funcionan, aceptar que las plantas tienen ojos nos costaría a todos mucho trabajo, seguramente más que la idea de que hablan. Pero no hace falta llegar a tanto: con lo que sabemos es suficiente para inquietarnos un poco.
Hoy sabemos que las plantas se comunican por el aire y las raíces. Ante el ataque de un depredador algunas emiten mensajes volátiles que solo entienden sus parientes cercanos; pero si la cosa es generalizada y urgente, lo modifican para que lo entiendan todos los individuos alrededor. Ciertas plantas son más propensas a emitir sus mensajes de alarma que otras, como si tuvieran una personalidad más nerviosa. En una plantita del desierto llamada chilca blanca las plantas femeninas escuchan las señales que mandan otras plantas, tanto femeninas como masculinas. Las masculinas solo escuchan a otras plantas masculinas. Nada que decir.
Casi todas las plantas, si no es que absolutamente todas, son sensibles al tacto. Saben que se las comen. Reaccionan a nuestros gestos de cariño con violencia, pensando que somos plagas, y ponen en acción su sistema inmunitario para volverse más resistentes. Esto cuesta energía que de otro modo podrían invertir en crecer. La sábila del rincón no aprecia tus caricias ni tus moños.
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Conviene repasar algunas otras certezas. Las plantas son recorridas por señales eléctricas que se propagan de célula en célula. No tienen un sistema nervioso como el nuestro, pero las señales químicas se convierten en señales eléctricas y viceversa. Las pioneras en el estudio de la electricidad vegetal fueron dos botánicas, Barbara Pickard y Elizabeth Van Volkenburgh, que pagaron el precio en forma de más burlas de la comunidad científica y en la sequía de su financiamiento. Hoy puede verse en tiempo real, con ayuda de microscopios especiales, cómo se propagan estas señales eléctricas por toda la estructura vegetal cuando una mosca inocente se posa en los pelitos especializados de una planta carnívora o cuando un investigador apachurra una hoja con enjundia. Todavía no se sabe muy bien cómo funcionan estas señales y desde luego no tenemos idea de si son análogas a nuestras preciadas neuronas. (Y Pickard y Van Volkenburgh han sido redimidas.)
Más: sienten la gravedad. Claramente perciben el sonido, y lo emiten. Algunas hasta tienen antenas especializadas para escuchar los pasitos de las orugas y las polillas. Los pétalos podrían ser antenas que amplifican las ondas sonoras, tal vez para aumentar la dulzura del polen cuando se escucha que anda por ahí zumbando un abejorro. Los zarcillos, tan arrojados a un mundo de aire sin asideros, podrían aprovechar un fenómeno llamado “cavitación”, que es cuando las burbujitas de aire que viajan por sus tallos estallan y producen un pequeño ¡pop!, para ecolocalizarse, igual que los murciélagos en la oscuridad. Esto explicaría cómo consiguen viajar directamente hacia la varita o muro más cercanos (o tal vez sean sus ojos…).
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Y más: se pelean a muerte con los animales, sobre todo con los insectos, pero también los seducen (si nos entrometemos en esta guerra química también pueden matarnos, encantarnos o ponernos de frente al infinito). Manipulan a sus polinizadores; hay quien dice que los cultivos también nos manipulan a nosotros, y contemplar la sola idea quizá es la señal de que han tenido éxito.
Tienen algo que casi solo puede imaginarse como un lenguaje hecho de la infinidad de moléculas que sintetizan y que, por cierto, es lo que nos gusta más de ellas: el olor a romero, el sabor de la albahaca, la magia estructural del gluten. Se reconocen entre sí: saben quiénes son sus parientes, que la planta de arroz de al lado no es de la familia y que hay que privarla de nutrientes. Las raíces son agentes que toman decisiones, escuchan corrientes de agua, cazan alimento. Casi.
¿Casi?
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Aristóteles reconocía en las plantas algún tipo de alma, aunque fuera un alma vegetativa y no sensible como la de los animales. Afirmaba, como parte de su argumento, que no podían moverse ni sentir y desde luego no podían tener ninguna función de las almas superiores, como desear o pensar. Claro, había animales inmóviles, ¿y entonces ellos qué? Pues no lo explica. Teofrasto, discípulo de Platón y padre de la botánica, no se sentía obligado a inventar una jerarquía. Tenía claro que las plantas eran una cosa distinta, y que si tratábamos de entenderlas en función de los animales era solo como metáfora: “Es con ayuda de lo mejor conocido que debemos investigar lo desconocido”. Confesaba que esas metáforas fallaban y que con frecuencia lo desconcertaban sus sujetos de estudio. Por ejemplo, nota lo difícil que es contar sus “partes”, que parecen estar regidas por lógicas distintas a las de los seres no vegetativos. Las partes parecen negarse a quedarse quietas: brotan y desaparecen, se convierten unas en otras. Dice, al inicio de su Historia plantarum:
Para entender las diferencias específicas de las plantas y el resto de su naturaleza es necesario observar sus partes, su forma de responder, sus formas de desarrollarse y sus estilos de vida, pues no tienen hábitos y acciones como las de los animales. Las diferencias en lo tocante a su desarrollo, sus respuestas y sus vidas son más sencillas, pero las diferencias respecto a sus partes son más elaboradas. Porque, en primer lugar, no están lo suficientemente delimitadas el tipo de cosas que uno debería llamar partes o no partes, y el tema es algo desconcertante.
Ojo, que aquí viene un spoiler de Aniquilación, la película de Alex Garland, por cierto, nieto por línea materna de Peter Medawar (sir Peter Medawar), uno de los grandes biólogos de su generación. Medawar no se dedicaba a las plantas, sino a la zoología, primero, y luego a la inmunología, y se ganó un Nobel por la descripción de la tolerancia inmunitaria adquirida, que permitió hacer trasplantes de órganos. Descrito por otro biólogo famoso, Stephen Jay Gould, como “el hombre más inteligente que he conocido en mi vida”, Medawar y sus colegas entendieron cómo hacer que el cuerpo tolerara lo otro, lo ajeno.
Pero divago. En la película de Garland, la doctora Ventress (Jennifer Jason Leigh), moribunda líder de una expedición científica, se topa de frente con el extraterrestre. Lo vemos: es un ser fractal e hipnótico que lleva décadas experimentando con los genes de todo lo que rodea el faro en el que se estrelló al llegar a nuestro planeta (muchos de esos experimentos, divago solo un poco más, ocurren en plantas: injertos, arbustos con genes humanos…). “No es como nosotros. Es diferente a nosotros”: Ventress no atina a describirlo de otro modo tras su encuentro. No hay palabras para hablar de esta subjetividad totalmente alienígena.
Unos 2 311 años después de la Historia plantarum nos encontramos en la antesala del reconocimiento un poco postergado de que las plantas no son como nosotros. Son distintas de nosotros. Pero evolucionaron en el mismo planeta y estuvieron obligadas a resolver los mismos problemas que todos los demás: comer, defenderse, encontrarse, reproducirse. Es casi inevitable que a lo largo de 1 600 millones de años de evolución por separado hayan encontrado estrategias análogas a las nuestras —que no homólogas—, aunque vivamos sumergidos en tiempos y escalas inadecuadas para reconocerlo. Me alegra pensar que la idea le habría hecho gracia a Darwin, que sabía perfectamente que sus amadas orquídeas hacían cosas parecidas a los perros y las palomas, y las reconoció en su momento como seres, más que autómatas.
La investigación sobre la inteligencia de las plantas va a todo vapor, e incluso hay científicos que se reconocen como neurobiólogos de plantas: ¡al demonio la precaución de los colegas! Pero esa preocupación está justificada: pocos olvidan el libro que básicamente acabó con el prestigio del campo entero cuando se publicó en 1973: La vida secreta de las plantas. Un relato fascinante sobre las relaciones físicas, emocionales y espirituales entre las plantas y los hombres, de Peter Tompkins y Christopher Bird. Causó sensación porque fue un primer atisbo a los sentidos vegetales: allí las plantas sienten, oyen y tienen muchos de los poderes que hoy vuelven a explorarse. Lamentablemente también tienen poderes telepáticos y otros muy emocionantes para la cultura new age. Tompkins no era botánico, sino periodista y espía, y también escribió sobre los secretos de las pirámides, incluidas las mexicanas. Bird, por si faltara algo, trabajaba en la CIA. Su trabajo fue devastador para el naciente campo de los sentidos vegetales, y su fantasma ronda sobre toda investigación botánica que se sale un poquito de la norma.
Las cosas están cambiando, y esta vez los que abrieron brecha fueron los hongos. Suelen confundirse con las plantas, pero en el árbol de la vida estos seres están más cerca de nosotros que de ellas, aunque comparten muchos de sus hábitos. Pese a que la investigación de los hongos con propiedades psicodélicas tuvo su propia época de desprestigio a partir de 1970, hoy están en pleno florecimiento. Su repunte se deja ver en libros como La red oculta de la vida, de Merlin Sheldrake, un excéntrico micólogo que se especializa en el estudio de las micorrizas (esas relaciones que conforman la wood wide web) y que tiene su propio toquecito de esoterismo pampsiquista. A pesar de esto, su libro es estupendo.
Si La vida secreta... fue una especie de Edad Media, hay otro libro que bien podría marcar el Renacimiento de esta disciplina en la imaginación del público general. Se trata de The light eaters, de Zoë Schlanger, publicado por Harper en 2024. Aún no parece estar traducido al español; es inevitable que se pierda el inspirado título, que hace un juego de palabras entre “las devoradoras de luz” y “quienes comen poco”.
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Schlanger es periodista del cambio climático, un trabajo que acaba con uno si se lo permite. Pero ella no lo permitió, encontró un bálsamo en las plantas, renunció a su trabajo en Nueva York y se lanzó a viajar durante años para visitar a los biólogos que constituyen el frente de la investigación botánica sobre los sentidos de las plantas. Su libro, que guía en buena medida este ensayo (la ciencia ficción es contribución mía), constituye una reflexión sobre el avance de la ciencia, los seres humanos y esta cosa que llamamos naturaleza. “El mundo es un prisma, no una ventana”, dice de pronto, y lo mismo puede decirse de su escritura. Al tiempo que deplora algunos nuevos deslizamientos hacia lo esotérico en los científicos que hoy estudian la comunicación entre plantas (como tomar ayahuasca y sentir que te hablan tus sujetos de investigación), sabe que está llegando el fin de la época en la que los humanos no les concedíamos a los demás seres algún grado de inteligencia, conciencia o personalidad:
¿Cuándo permitimos que entren en el ámbito de nuestras preocupaciones éticas? ¿Es cuando tienen lenguajes? ¿Cuando tienen estructuras familiares? ¿Cuando hacen aliados y enemigos, muestran preferencias, planean para el futuro? ¿Cuando descubrimos que pueden recordar? En efecto, parecen poseer todas estas características. Ahora nos toca a nosotros decidir si nos abrimos a estos hechos. Si dejamos entrar a las plantas.
Es inevitable. Con lo que ya sabemos hoy queda claro que no son “piedras que crecen”, como las consideramos durante miles de años, útiles solo en la medida en la que nos sirven para alimentarnos, adornar nuestras casas, curar nuestros males o asesinar a nuestros enemigos: por el contrario, se parecen más a los trífidos que a prisioneras de unos genes fijos e inflexibles que no pueden responder dinámicamente a su medio. ¿Son “puro cerebro”, como sospechan algunos investigadores, aunque no se animen a decirlo más que entre susurros? No parecen tener un órgano que coordine su supuesto sistema nervioso, un centro donde se procese el mensaje de los ocelos para imitar la forma de las plantas alrededor o para almacenar recuerdos de cuando las dejaron caer una y otra vez (como hizo la doctora Monica Gagliano en Princeton y narra en un episodio magnífico y un poco clarividente el pódcast Radiolab).
Hasta hace poco creíamos que cualquier inteligencia tenía que parecerse a la nuestra, con un cerebro que reuniera toda la información y del cual partieran todos los mensajes: el asiento del alma racional aristotélica. Y no solo hemos ido hallando formas de inteligencia (o de comportamientos que parecen inteligentes, si queremos ser prudentes) en los mohos, los hongos, las bacterias y desde luego las plantas, sino que confirmamos que nuestra propia inteligencia y conciencia solo funcionan cuando tienen un cuerpo con sensaciones y emociones: ser humano no funciona sin los mensajes de ida y vuelta de un organismo encarnado. Con estas certezas bajamos un peldaño de la scala naturae al tiempo que las plantas escalaron varios. Pero incluso si termináramos por concederles a las plantas una inteligencia meramente vegetal, una conciencia vegetal, conductas vegetales, para resolver con adjetivos el problema existencial, nada cambia el hecho de que nos encontramos frente a lo otro. Casi todo lo que existe en este planeta y en todos lados es lo otro, y ya es hora de verlo de frente.
Las plantas están ahí, hacen todo lo que hacen y existen a su manera. Como los monstruos de La invasión de los ladrones de cuerpos, se salen con la suya. Trasplantan los recuerdos y los conocimientos de los humanos a sus nuevos cuerpos y se organizan de manera plácida y eficiente, sin odios ni pasiones. Al final, se apoderan incluso de Donald Sutherland, pero a él no parece importarle. ¿Nos importaría a nosotros?
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Casi todas las plantas, si no es que absolutamente todas, son sensibles al tacto. Saben que se las comen. Reaccionan a nuestros gestos de cariño con violencia, pensando que somos plagas, y ponen en acción su sistema inmunitario para volverse más resistentes.
La inteligencia de las plantas es una de las cuestiones que periódicamente producen más vestiduras rasgadas en la comunidad científica, hasta que el propio desarrollo de la investigación va abriendo el campo de las hipótesis más fabulosas. Aquí, las últimas noticias del alma verde, aquella que reta nuestras nociones de conciencia.
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En El día de los trífidos, la novela de 1951 del inglés John Wyndham, un día aparecen por todo el planeta enormes plantas carnívoras con un tallo venenoso que pueden usar para matar y devorar a una persona. Para colmo de males, caminan. Y tal vez también se comunican mediante el golpeteo de tres ramitas desnudas sobre la base del tallo. Walter, un reservado savant de los trífidos que trabaja en una de las granjas en las que los cultivan (¿o crían?) por su aceite de primera calidad, reflexiona así al inicio del libro, antes de que un cometa misterioso en el cielo ciegue a casi toda la humanidad y la convierta en presa de sus antagonistas vegetales:
Y eso [...] significa que en algún lado tienen inteligencia. No puede estar localizada en un cerebro, porque las disecciones no muestran nada como un cerebro, pero esto no prueba que no haya allí adentro algo que haga el trabajo de un cerebro.
Existen otras plantas asesinas en la ficción, como Audrey II, de La tiendita de los horrores, que no camina, pero sí habla (y canta). Tenemos la planta de La cosa del otro mundo, que, tal vez a falta de presupuesto, tiene el aspecto de un señor con espinas que necesita sangre para reproducirse. Luego está La invasión de los ladrones de cuerpos, con sus plantas extraterrestres que imitan a la perfección el aspecto de sus víctimas para sustituirlas y conquistar el planeta, en sus dos versiones, de 1956 y de 1978 (esta última mi favorita porque Donald Sutherland). Y hay muchas más. Por alguna razón se popularizaron en las décadas de los cincuenta y sesenta, y de los ochenta en el cine japonés.
Estos monstruos son aterradores y también un poco cómicos porque además de utilería barata muestran atributos que asociamos con los animales: se mueven, ven, hablan, devoran gente, traman estrategias. Tienen inteligencia. Pero esto pertenece estrictamente al ámbito de la imaginación, porque si a tu sábila no le queda más remedio que descansar junto a la ventana, tal vez adornada con moñitos rojos para el amor o verdes para el dinero, es justamente porque no tiene nada en común con una de estas criaturas. No siente deseos de asesinarte, no camina, no ve, no oye, no recuerda y desde luego no confabula para estrangularte con el mismo listón con el que te la vendieron en el mercado. ¿Verdad?
¿Verdad?
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A finales de 2024 se publicó la lista de la trigésima cuarta entrega de los premios Ig Nobel. Creados en 1911 por Marc Abrahams, editor de Annals of Improbable Research, premian las investigaciones científicas más absurdas del año, las que “primero te hacen reír y luego pensar”. Además de ciencia correcta aunque chistosa —muchos científicos que obtienen un Ig Nobel terminan por ganarse un Nobel de verdad—, se premian investigaciones tales como el papel de los bagres en los terremotos en Japón (ninguno) y la influencia del efecto Coriolis en los remolinos de nuestro pelo (ninguna), así que nunca se sabe muy bien qué esperar. El anuncio del año pasado incluyó el premio de Botánica, concedido a Jacob White y Felipe Yamashita por su artículo “Boquila trifoliolata imita las hojas de una planta huésped de plástico” en la revista Plant Signaling & Behavior. Al principio nos reímos: “Ay, estos botánicos tan cagados…”. Luego de leer el paper y enterarnos de los dramas íntimos de la disciplina de la botánica, en particular el que protagonizan los defensores y los denostadores de la inteligencia de las plantas, terminamos, sí, por pensar.
Boquila trifoliolata es una enredadera que solo vive en los bosques templados de Chile y Argentina. No parece gran cosa: nomás una plantita de tallos normales y hojas verdes que crece apuntalada por los tallos de arbustos y árboles más grandes. Hace una década se descubrió que tiene el hábito de imitar la forma y el tamaño de las hojas, el patrón de las nervaduras y hasta el color y grosor del tallo de las plantas vecinas, y no necesariamente de aquellas que la sostienen, sino de las que se encuentran más cerca en el amasijo vegetal del bosque. Puede producir hojitas diminutas o del tamaño de una mano y hasta imitar las espinas en la punta de ciertas hojas, que les sirven como defensa ante sus posibles depredadores.
No se entiende cómo lo hace. ¿Logra detectar los compuestos que transmiten por el aire o por las raíces las plantas que la rodean y que de alguna manera regulan la forma de sus hojas y tallos? ¿O tal vez los responsables son microbios que determinan la morfología de las plantas al interactuar con sus genes? No es impensable: estos microbios viajan por la famosa wood wide web, una red de asociaciones íntimas entre raíces y hongos que conectan todo con todo en el suelo del bosque. O podrían establecer relaciones con virus y hasta insectos que transportan genes de intercambio. Si te dan mala espina los organismos transgénicos te gustará saber que estos trozos de información genética son bastante promiscuos y saltan de especie en especie con una facilidad inusitada, y que si nosotros mismos somos mamíferos placentarios es gracias al gen que nos inoculó un virus.
En las décadas de 1950 y 1960, cuando el cine se poblaba de plantas asesinas, para la botánica era impensable que las plantas se comunicaran unas con otras, y no digamos ya con insectos o con otros animales. Más allá de que no se entendieran los mecanismos, simplemente no resultaba concebible. Aunque ya se sabía que por las raíces iban y venían mensajes químicos entre plantas alejadas entre sí e incluso de diferentes especies, nadie creía que esta comunicación fuera intencional y no pasiva, medio por accidente. Hacía falta una prueba incontestable.
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Esa evidencia llegó en 1983, cuando un señor llamado David F. Rhoades, zoólogo de formación, encontró evidencias de que en un bosque asolado por orugas los árboles se advertían unos a otros del peligro mediante hormonas que se dispersan por el aire. Al recibir la señal, los árboles lejanos modificaban la composición de sus hojas para que fueran menos nutritivas y estuvieran más cargadas de moléculas dañinas para las orugas. Rhoades presentó sus resultados en el libro Plant resistance to insects, compilado por Paul Hedin y publicado por la American Chemical Society. Su breve capítulo, de 14 páginas en tipografía Courier a espacio sencillo, incluyendo la bibliografía, estuvo a punto de terminar con su carrera. Sus colegas lo ridiculizaron, mofándose de sus “árboles parlanchines” y poniendo en duda la aparente conducta altruista de las plantas. Ya decir “conducta” era mucho: las plantas sencillamente no tenían comportamientos. Esas ideas hoy son ortodoxia; los mismos botánicos que las habrían masacrado con gusto en la década de los ochenta las defienden a capa y espada. La ciencia es conservadora y muy parsimoniosa, y así debe ser para separar el trigo de la paja. Solo que en el camino se quedan a veces los punteros.
Y luego está la cuestión de las plantas de plástico, en teoría incapaces de transmitir genes y hormonas por el aire o por las raíces. Según el reporte de White y Yamashita, la Boquila imitó la forma de sus hojas finas y largas, pero solo en la sección que compartió con la enredadera sintética. Las hojas lejanas de la planta falsa conservaron su forma típica de tres puntas. Los autores sugieren que tal vez es un caso de visión: las plantas podrían tener ocelos, ojos primitivos con lentes formadas por las paredes externas de sus células, despojados de cloroplastos, una paradoja si justo están situados en la posición más ventajosa para devorar luz. Según sus apologistas, la visión de las plantas no ocurriría solo en las hojas, sino también en las puntas de las raíces, una de sus zonas más activas y sensibles, capaces de detectar ciertos colores y hasta poseedoras de receptores de luz idénticos a los animales.
El artículo fue atacado salvajemente por algunos, cosa que demuestra que algo se juega la botánica y tal vez la zoología. Lo mejor que dijeron sus críticos es que el artículo está mal diseñado, que los autores mostraron un sesgo monumental en su interpretación y que trataron de pescar resultados de maneras mañosas. Y tienen razón: a pesar de que los autores incluso presentan fotografías de las hojas miméticas que no parecen estar editadas (ya se verá), afirman que “esta habilidad mejorada de B. trifoliolata para imitar las formas y los tamaños de las hojas de plástico implica procesos de aprendizaje y memorias en la mímica vegetal”. Malas palabras. Por cierto, no está de más mencionar que White no es biólogo, sino amo de casa, lo que ha dado en llamarse “científico ciudadano”, y esto ha contribuido bastante a que su artículo se viera con asco.
Para comprobar la hipótesis de White y Yamashita, habría que replicar estos experimentos muchas veces —un desafío, porque la enredadera es difícil de cultivar en cautiverio— y encontrar mecanismos bioquímicos plausibles, cosa que puede tardar años, si no décadas. Incluso si se descubre que estos hipotéticos ocelos vegetales existen de verdad y se entiende cómo funcionan, aceptar que las plantas tienen ojos nos costaría a todos mucho trabajo, seguramente más que la idea de que hablan. Pero no hace falta llegar a tanto: con lo que sabemos es suficiente para inquietarnos un poco.
Hoy sabemos que las plantas se comunican por el aire y las raíces. Ante el ataque de un depredador algunas emiten mensajes volátiles que solo entienden sus parientes cercanos; pero si la cosa es generalizada y urgente, lo modifican para que lo entiendan todos los individuos alrededor. Ciertas plantas son más propensas a emitir sus mensajes de alarma que otras, como si tuvieran una personalidad más nerviosa. En una plantita del desierto llamada chilca blanca las plantas femeninas escuchan las señales que mandan otras plantas, tanto femeninas como masculinas. Las masculinas solo escuchan a otras plantas masculinas. Nada que decir.
Casi todas las plantas, si no es que absolutamente todas, son sensibles al tacto. Saben que se las comen. Reaccionan a nuestros gestos de cariño con violencia, pensando que somos plagas, y ponen en acción su sistema inmunitario para volverse más resistentes. Esto cuesta energía que de otro modo podrían invertir en crecer. La sábila del rincón no aprecia tus caricias ni tus moños.
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Conviene repasar algunas otras certezas. Las plantas son recorridas por señales eléctricas que se propagan de célula en célula. No tienen un sistema nervioso como el nuestro, pero las señales químicas se convierten en señales eléctricas y viceversa. Las pioneras en el estudio de la electricidad vegetal fueron dos botánicas, Barbara Pickard y Elizabeth Van Volkenburgh, que pagaron el precio en forma de más burlas de la comunidad científica y en la sequía de su financiamiento. Hoy puede verse en tiempo real, con ayuda de microscopios especiales, cómo se propagan estas señales eléctricas por toda la estructura vegetal cuando una mosca inocente se posa en los pelitos especializados de una planta carnívora o cuando un investigador apachurra una hoja con enjundia. Todavía no se sabe muy bien cómo funcionan estas señales y desde luego no tenemos idea de si son análogas a nuestras preciadas neuronas. (Y Pickard y Van Volkenburgh han sido redimidas.)
Más: sienten la gravedad. Claramente perciben el sonido, y lo emiten. Algunas hasta tienen antenas especializadas para escuchar los pasitos de las orugas y las polillas. Los pétalos podrían ser antenas que amplifican las ondas sonoras, tal vez para aumentar la dulzura del polen cuando se escucha que anda por ahí zumbando un abejorro. Los zarcillos, tan arrojados a un mundo de aire sin asideros, podrían aprovechar un fenómeno llamado “cavitación”, que es cuando las burbujitas de aire que viajan por sus tallos estallan y producen un pequeño ¡pop!, para ecolocalizarse, igual que los murciélagos en la oscuridad. Esto explicaría cómo consiguen viajar directamente hacia la varita o muro más cercanos (o tal vez sean sus ojos…).
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Y más: se pelean a muerte con los animales, sobre todo con los insectos, pero también los seducen (si nos entrometemos en esta guerra química también pueden matarnos, encantarnos o ponernos de frente al infinito). Manipulan a sus polinizadores; hay quien dice que los cultivos también nos manipulan a nosotros, y contemplar la sola idea quizá es la señal de que han tenido éxito.
Tienen algo que casi solo puede imaginarse como un lenguaje hecho de la infinidad de moléculas que sintetizan y que, por cierto, es lo que nos gusta más de ellas: el olor a romero, el sabor de la albahaca, la magia estructural del gluten. Se reconocen entre sí: saben quiénes son sus parientes, que la planta de arroz de al lado no es de la familia y que hay que privarla de nutrientes. Las raíces son agentes que toman decisiones, escuchan corrientes de agua, cazan alimento. Casi.
¿Casi?
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Aristóteles reconocía en las plantas algún tipo de alma, aunque fuera un alma vegetativa y no sensible como la de los animales. Afirmaba, como parte de su argumento, que no podían moverse ni sentir y desde luego no podían tener ninguna función de las almas superiores, como desear o pensar. Claro, había animales inmóviles, ¿y entonces ellos qué? Pues no lo explica. Teofrasto, discípulo de Platón y padre de la botánica, no se sentía obligado a inventar una jerarquía. Tenía claro que las plantas eran una cosa distinta, y que si tratábamos de entenderlas en función de los animales era solo como metáfora: “Es con ayuda de lo mejor conocido que debemos investigar lo desconocido”. Confesaba que esas metáforas fallaban y que con frecuencia lo desconcertaban sus sujetos de estudio. Por ejemplo, nota lo difícil que es contar sus “partes”, que parecen estar regidas por lógicas distintas a las de los seres no vegetativos. Las partes parecen negarse a quedarse quietas: brotan y desaparecen, se convierten unas en otras. Dice, al inicio de su Historia plantarum:
Para entender las diferencias específicas de las plantas y el resto de su naturaleza es necesario observar sus partes, su forma de responder, sus formas de desarrollarse y sus estilos de vida, pues no tienen hábitos y acciones como las de los animales. Las diferencias en lo tocante a su desarrollo, sus respuestas y sus vidas son más sencillas, pero las diferencias respecto a sus partes son más elaboradas. Porque, en primer lugar, no están lo suficientemente delimitadas el tipo de cosas que uno debería llamar partes o no partes, y el tema es algo desconcertante.
Ojo, que aquí viene un spoiler de Aniquilación, la película de Alex Garland, por cierto, nieto por línea materna de Peter Medawar (sir Peter Medawar), uno de los grandes biólogos de su generación. Medawar no se dedicaba a las plantas, sino a la zoología, primero, y luego a la inmunología, y se ganó un Nobel por la descripción de la tolerancia inmunitaria adquirida, que permitió hacer trasplantes de órganos. Descrito por otro biólogo famoso, Stephen Jay Gould, como “el hombre más inteligente que he conocido en mi vida”, Medawar y sus colegas entendieron cómo hacer que el cuerpo tolerara lo otro, lo ajeno.
Pero divago. En la película de Garland, la doctora Ventress (Jennifer Jason Leigh), moribunda líder de una expedición científica, se topa de frente con el extraterrestre. Lo vemos: es un ser fractal e hipnótico que lleva décadas experimentando con los genes de todo lo que rodea el faro en el que se estrelló al llegar a nuestro planeta (muchos de esos experimentos, divago solo un poco más, ocurren en plantas: injertos, arbustos con genes humanos…). “No es como nosotros. Es diferente a nosotros”: Ventress no atina a describirlo de otro modo tras su encuentro. No hay palabras para hablar de esta subjetividad totalmente alienígena.
Unos 2 311 años después de la Historia plantarum nos encontramos en la antesala del reconocimiento un poco postergado de que las plantas no son como nosotros. Son distintas de nosotros. Pero evolucionaron en el mismo planeta y estuvieron obligadas a resolver los mismos problemas que todos los demás: comer, defenderse, encontrarse, reproducirse. Es casi inevitable que a lo largo de 1 600 millones de años de evolución por separado hayan encontrado estrategias análogas a las nuestras —que no homólogas—, aunque vivamos sumergidos en tiempos y escalas inadecuadas para reconocerlo. Me alegra pensar que la idea le habría hecho gracia a Darwin, que sabía perfectamente que sus amadas orquídeas hacían cosas parecidas a los perros y las palomas, y las reconoció en su momento como seres, más que autómatas.
La investigación sobre la inteligencia de las plantas va a todo vapor, e incluso hay científicos que se reconocen como neurobiólogos de plantas: ¡al demonio la precaución de los colegas! Pero esa preocupación está justificada: pocos olvidan el libro que básicamente acabó con el prestigio del campo entero cuando se publicó en 1973: La vida secreta de las plantas. Un relato fascinante sobre las relaciones físicas, emocionales y espirituales entre las plantas y los hombres, de Peter Tompkins y Christopher Bird. Causó sensación porque fue un primer atisbo a los sentidos vegetales: allí las plantas sienten, oyen y tienen muchos de los poderes que hoy vuelven a explorarse. Lamentablemente también tienen poderes telepáticos y otros muy emocionantes para la cultura new age. Tompkins no era botánico, sino periodista y espía, y también escribió sobre los secretos de las pirámides, incluidas las mexicanas. Bird, por si faltara algo, trabajaba en la CIA. Su trabajo fue devastador para el naciente campo de los sentidos vegetales, y su fantasma ronda sobre toda investigación botánica que se sale un poquito de la norma.
Las cosas están cambiando, y esta vez los que abrieron brecha fueron los hongos. Suelen confundirse con las plantas, pero en el árbol de la vida estos seres están más cerca de nosotros que de ellas, aunque comparten muchos de sus hábitos. Pese a que la investigación de los hongos con propiedades psicodélicas tuvo su propia época de desprestigio a partir de 1970, hoy están en pleno florecimiento. Su repunte se deja ver en libros como La red oculta de la vida, de Merlin Sheldrake, un excéntrico micólogo que se especializa en el estudio de las micorrizas (esas relaciones que conforman la wood wide web) y que tiene su propio toquecito de esoterismo pampsiquista. A pesar de esto, su libro es estupendo.
Si La vida secreta... fue una especie de Edad Media, hay otro libro que bien podría marcar el Renacimiento de esta disciplina en la imaginación del público general. Se trata de The light eaters, de Zoë Schlanger, publicado por Harper en 2024. Aún no parece estar traducido al español; es inevitable que se pierda el inspirado título, que hace un juego de palabras entre “las devoradoras de luz” y “quienes comen poco”.
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Schlanger es periodista del cambio climático, un trabajo que acaba con uno si se lo permite. Pero ella no lo permitió, encontró un bálsamo en las plantas, renunció a su trabajo en Nueva York y se lanzó a viajar durante años para visitar a los biólogos que constituyen el frente de la investigación botánica sobre los sentidos de las plantas. Su libro, que guía en buena medida este ensayo (la ciencia ficción es contribución mía), constituye una reflexión sobre el avance de la ciencia, los seres humanos y esta cosa que llamamos naturaleza. “El mundo es un prisma, no una ventana”, dice de pronto, y lo mismo puede decirse de su escritura. Al tiempo que deplora algunos nuevos deslizamientos hacia lo esotérico en los científicos que hoy estudian la comunicación entre plantas (como tomar ayahuasca y sentir que te hablan tus sujetos de investigación), sabe que está llegando el fin de la época en la que los humanos no les concedíamos a los demás seres algún grado de inteligencia, conciencia o personalidad:
¿Cuándo permitimos que entren en el ámbito de nuestras preocupaciones éticas? ¿Es cuando tienen lenguajes? ¿Cuando tienen estructuras familiares? ¿Cuando hacen aliados y enemigos, muestran preferencias, planean para el futuro? ¿Cuando descubrimos que pueden recordar? En efecto, parecen poseer todas estas características. Ahora nos toca a nosotros decidir si nos abrimos a estos hechos. Si dejamos entrar a las plantas.
Es inevitable. Con lo que ya sabemos hoy queda claro que no son “piedras que crecen”, como las consideramos durante miles de años, útiles solo en la medida en la que nos sirven para alimentarnos, adornar nuestras casas, curar nuestros males o asesinar a nuestros enemigos: por el contrario, se parecen más a los trífidos que a prisioneras de unos genes fijos e inflexibles que no pueden responder dinámicamente a su medio. ¿Son “puro cerebro”, como sospechan algunos investigadores, aunque no se animen a decirlo más que entre susurros? No parecen tener un órgano que coordine su supuesto sistema nervioso, un centro donde se procese el mensaje de los ocelos para imitar la forma de las plantas alrededor o para almacenar recuerdos de cuando las dejaron caer una y otra vez (como hizo la doctora Monica Gagliano en Princeton y narra en un episodio magnífico y un poco clarividente el pódcast Radiolab).
Hasta hace poco creíamos que cualquier inteligencia tenía que parecerse a la nuestra, con un cerebro que reuniera toda la información y del cual partieran todos los mensajes: el asiento del alma racional aristotélica. Y no solo hemos ido hallando formas de inteligencia (o de comportamientos que parecen inteligentes, si queremos ser prudentes) en los mohos, los hongos, las bacterias y desde luego las plantas, sino que confirmamos que nuestra propia inteligencia y conciencia solo funcionan cuando tienen un cuerpo con sensaciones y emociones: ser humano no funciona sin los mensajes de ida y vuelta de un organismo encarnado. Con estas certezas bajamos un peldaño de la scala naturae al tiempo que las plantas escalaron varios. Pero incluso si termináramos por concederles a las plantas una inteligencia meramente vegetal, una conciencia vegetal, conductas vegetales, para resolver con adjetivos el problema existencial, nada cambia el hecho de que nos encontramos frente a lo otro. Casi todo lo que existe en este planeta y en todos lados es lo otro, y ya es hora de verlo de frente.
Las plantas están ahí, hacen todo lo que hacen y existen a su manera. Como los monstruos de La invasión de los ladrones de cuerpos, se salen con la suya. Trasplantan los recuerdos y los conocimientos de los humanos a sus nuevos cuerpos y se organizan de manera plácida y eficiente, sin odios ni pasiones. Al final, se apoderan incluso de Donald Sutherland, pero a él no parece importarle. ¿Nos importaría a nosotros?
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