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Durante años tres iniciales misteriosas aparecían en las dedicatorias de Cristina: LRG. La muerte de su hermana y lo que le había provocado no eran un tema explícito en su obra o en sus conversaciones públicas.
Cristina Rivera Garza cruzó los laberintos de la literatura y del sistema judicial mexicano en busca de la verdad. Recibió un Premio Pulitzer en 2024 y publicó un nuevo libro: <i>Terrestre</i>. Cuatro años después de denunciar el feminicidio de su hermana, aún espera justicia.
Liliana metía el dedo en la natilla, reía con la boca abierta, se reía de sí misma y de los demás. Leía como si buscara algo urgente y, cuando lo encontraba, lo compartía con entusiasmo feroz. Era luminosa, pero no ingenua. Dulce, pero implacable. Si le gustaba algo, lo decía. Si no, también. Cuando quería a alguien, lo quería mucho. A veces demasiado. Cuidaba a sus amigos como una madre: los mimaba, los alimentaba, los protegía.
Algo sucede a lo largo de las 302 páginas de El invencible verano de Liliana (Penguin Random House, 2021) que su protagonista se convierte en una compañía íntima, una nueva amiga a la que se ha conocido por casualidad, de la que sabemos poco, pero lo suficiente como para sentir cariño. Cariño y dolor. Liliana es la amiga que se gana y se pierde en apenas unas páginas.
Liliana caminaba por los pasillos de la universidad con una soltura que desarmaba. Una de sus amigas la vio pasar y pensó: “Allá va una mujer libre”. No usaba el feminismo como etiqueta, lo vivía: estaba en la forma en que amaba, en que discutía, en que se reía. Tenía una idea radical del amor: sin celos, sin sumisión. Un amor en el que nadie pertenece a nadie. Tenía, en otras palabras, una libertad que incomodaba. Y fue por eso que la asesinaron. Eso piensa hoy su hermana, la escritora Cristina Rivera Garza.
Cristina aparece en la pantalla con unos lentes grandes de armazón verde. Tiene el cabello recogido, pero algunos mechones plateados se le escapan por los lados, rebeldes, como si algo se negara a estar del todo bajo control. El fondo es blanco y luminoso; se alcanzan a ver muebles perfectamente alineados. Ella está en Alemania. Yo, en México. Entre las dos hay ocho horas de diferencia y lo que hoy nos reúne es algo que ocurrió hace más de 30 años.
Su voz suena segura y tranquila. Cada palabra parece elegida con el cuidado de quien ha vuelto muchas veces al mismo lugar —a veces en busca de sentido; otras, simplemente, para no olvidar—.
“Lo que me impresionó mucho fue lo pequeño que era el expediente”, dice.
Se queda un segundo en silencio.
Ese archivo de la investigación, que debía contener los detalles de la vida y la muerte de su hermana, no era más grueso que una carpeta escolar. Faltaban documentos completos. Faltaban los testimonios que debieron tomarse. Faltaba el registro de las pesquisas. Faltaban algunas preguntas básicas. Lo que sí había: clasificaciones erróneas y silencio.
Cristina ya se había interesado en rastrear la memoria que perdura en un expediente antes de que el de su hermana llegara a sus manos. Con Nadie me verá llorar (Random House, 1999), por primera vez se adentró en documentos históricos como si fueran territorios propios. El oficio de socióloga la había preparado para ese momento. Sin embargo, con el libro que la hizo ganar un Pulitzer en 2024 lo que buscaba era justicia. Con su nuevo libro, Terrestre, presenta una colección de crónicas que bordean lo imaginario y lo real.
Durante años tres iniciales misteriosas aparecían en las dedicatorias de Cristina: LRG. La muerte de su hermana y lo que le había provocado no eran un tema explícito en su obra o en sus conversaciones públicas. Hasta que en 2020, con la publicación de Autobiografía del algodón (Penguin Random House), la figura de Liliana emergió para marcar un hito en su obra literaria. “Reapareció”, dice Cristina, aunque cree que Liliana nunca se fue realmente.
Mi hermana murió asesinada un 16 de julio de 1990. Para mí la guerra inició ese día [...] Un depredador, un exnovio celoso que prefirió verla muerta a libre, la asfixió en su cuarto de estudiante en la Ciudad de México. — Autobiografía del algodón.
Se escucha el rumor patriarcal
“En un inicio mi intención era reabrir el caso. Mi intención no era literaria. Quería sobre todo saber en qué condiciones estaba [el expediente], si todavía era válida la orden de aprehensión que había existido contra el presunto feminicida. Quería saber qué tenía que hacer para reabrir el caso, si estaba cerrado”, dice en entrevista para Gatopardo.
Durante la exhaustiva investigación para Autobiografía..., Cristina había encontrado el acta de matrimonio de sus abuelos. El documento, como muchos otros de aquellos años en los que la mujer era solo una posesión que pasaba de una mano a otra, decía que su abuelo había “raptado” a la que convirtió en su esposa cuando aún era una niña. “Lo que la palabra rapto confirmaba ahí, frente a mis ojos, era nuestra culpa. La mía", dice en el libro, "Venía de una estirpe de agresores, criminales, malhechores”.
Cinco años después de la publicación del libro que explora el origen de su familia en el norte de México, en esta videollamada desde su residencia auspiciada por The American Academy in Berlin, Cristina me relata ese largo camino personal para desmantelar un discurso que no era suyo, pero que marcó su vida y su obra: el de la culpa. La culpable es Liliana por no separarse de su novio a tiempo, de su familia por no protegerla. Como son culpables las mujeres violentadas por usar faldas muy cortas o por salir a la calle solas. La culpa se reparte pronto, pero tarda mucho en señalar al autor del crimen, si es que algún día lo alcanza.
“La culpa es impuesta por la sociedad; la vergüenza que te impone un sistema que te dice que así tienes que sentirte, que te tienes que callar porque es tu responsabilidad, porque no hiciste lo que se debía. Pero si yo siguiera creyendo eso no habría escrito el libro”, dice la autora. “[El invencible verano de Liliana] es la evidencia de que ese tipo de imposiciones culturales y sociales ya no tienen el efecto que solían tener antes”.
Para poder desmantelar ese pensamiento tuvo que pasar tiempo, el necesario para desarrollar el lenguaje con el que nombramos aquello que ocurría, pero no era concebido. El homicidio de su hermana fue un feminicidio, pero no fue considerado así por la justicia. No existía siquiera esa palabra.
El expediente de Liliana, que había sido herramienta de investigación, se volvió campo de duelo, prueba de impunidad y, más adelante, forma de restitución. Una escritura contra la muerte y el olvido. El invencible verano… es el relato de su travesía para reconstruir aquello que terminó con la vida de su hermana, y conocerla desde otro sitio. Liliana, la joven de 20 años, estudiante de arquitectura, es delineada con las cartas que enviaba a sus amigos y familiares, y las voces de quienes la amaban.
“Hubo personas que me decían: ´oye, pero ¿no es cierto que la encontró con otro?´, ´¿no pensó que lo estaba engañando?´. Fue una serie de rumores que sustituyeron cualquier otro tipo de narrativa”, dice la autora. “Es un rumor patriarcal, y de ahí la necesidad y el compromiso de articular una perspectiva cercana a las palabras escritas de Liliana, y de aquellos que la queremos”.

Un ramo de flores
Cuando ocurrió aquel asesinato, en el verano de 1990, no hacía tanto calor como en esta tarde de marzo. O eso me imagino. El clima, la vegetación y la ciudad se han transformado desde entonces. Cruzo la ciudad rumbo a Azcapotzalco, entre hileras de jacarandas que anuncian una primavera adelantada. El color lila, tan vivo, parece querer disuadirme de mi misión. ¿Por qué escribir sobre la muerte si hoy fue un día soleado y el cielo está “enojosamente azul”?
Comienzo el recorrido por la calle de Mimosas en busca de algo. No sé bien qué. Acaso de su recuerdo, de alguna huella, de algún vestigio de que por estas banquetas caminó una mujer muy libre.
Llego al número que ocupaba su departamento, donde la encontraron muerta. Ha cambiado, como todo en estas calles. Nadie responde el timbre y sigo caminando. Pregunto en un expendio de agua, en una pequeña tienda, en una panadería, en el parque, en la iglesia y en una tortillería. ¿Alguien la recuerda? Algunos, solo un par, recuerdan haber escuchado la historia gracias a una placa que fue colocada a una cuadra, pero ninguno de los vecinos que encuentro vivía aquí en esos años.
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Me detengo frente a la casa de Ignacio Oliveros, quien donó su muro en 2023 para colocar la placa que reza: “Por estas calles anduvo Liliana Rivera Garza. Sus pasos fueron luminosos y audaces en esta tierra”. Ignacio era un adolescente en 1990, “cuando mataron a la muchacha”, pero tampoco conoce los detalles de la historia. “Me acuerdo cuando pasó porque vino mucha policía, pero no supe bien”, dice apenado. En septiembre de 2023 la artista Martha Mega, en una intervención del espacio público, colocó la placa de cerámica y abajo, con letras escritas en barro, un letrero que decía: “Que el recuerdo de su asesino sea devorado por el tiempo y el olvido”. Ese mensaje, con el tiempo, ha desaparecido.
—¿Por qué dio permiso para que pusieran la placa?
—Quería ayudar y es lo único que podía hacer. Recordar a los muertos es importante para la gente, y yo quería ayudarles.
Ignacio cuenta que meses después la hermana de la víctima, Cristina, vino a agradecerle y regalarle un libro, y por eso “más o menos supe qué pasó”. Conoció lo suficiente para sentirse conmovido, pero ahora mismo, en esta tarde calurosa, no recuerda nada.
Continúo preguntando entre los vecinos si alguien recuerda la historia de un feminicidio que no fue nombrado como tal. Una mujer, que lleva un pollo troceado dentro de una bolsa de plástico mientras con la otra mano jala a su hijo de unos 6 años, me responde con fastidio: “¿Asesinato?, ¿apenas o cuándo? Mataron a una señora, pero no fue aquí, sino del otro lado, por el parque”. Le aclaro que hablo de un crimen de hace 30 años y ella me aclara que no había nacido cuando eso ocurrió. Sabré después que se confundía con el caso de Karla Patricia Cortés, una conductora de Uber asesinada meses atrás. Al principio, la Fiscalía no quería investigarlo como un feminicidio.
Camino por calles que llevan nombres de árboles y frutas: ciruelos, duraznos, sauces, fresnos. Me detengo a mirar los letreros. Por alguna razón, siento que esta colonia le gustaba a Liliana. Imagino que alguien que usa diamantina y calcomanías de Hello Kitty en sus cartas encontraría poético caminar por estas calles que, además, están llenas de flores. Lirios, rosas de china, flores de jamaica, flor de laurel, adelfas. Tonos rosas, rojos, blancos y verdes que salpican el gris asfalto. Recuerdo entonces un pasaje del libro, cuando Cristina regresó a estas mismas calles:
Necesito ver el lugar donde estudiaba, le había dicho a Saúl una mañana imposible en Houston. El lugar donde vivía. Las calles por las que caminaba. Las tiendas donde compraba pan. Las fondas en las que comía. Su estación del metro. La parada de su autobús. Necesito ir a dejarle flores en todos esos sitios. — El invencible verano de Liliana
Sigo caminando. Me voy con la sensación de que al menos esa ofrenda de flores se ha logrado.
Una vida en cajas
Entre el duelo y la vergüenza, Cristina tardó 30 años en asomarse a los recuerdos de Liliana, aquellas siete cajas que permanecieron cerradas en lo alto de un armario. Después del asesinato, ella y su madre guardaron todas las pertenencias de Liliana, con la premura de querer alejarse del aquel sitio siniestro lo más pronto posible. Ahí encontró los diarios, las cartas y todas las pistas que le permitieron empezar el camino en la búsqueda de la verdad.
Después, cuando quiso obtener el expediente de la averiguación previa 40/913/990-07, tuvo que cruzar un laberinto burocrático que iba de la Procuraduría local a las delegaciones, a los bancos, a las copias. Nunca había tenido un acercamiento personal a nuestro sistema de justicia. Finalmente logró que le entregaran aquel pequeño expediente, aquella carpetita.
En ella descubrió que, al principio, los agentes habían hecho un trabajo más o menos diligente. Ni ella ni yo podríamos determinarlo con exactitud en un país donde el 95% de los delitos permanecen impunes. Entrevistaron a la familia y los amigos de Liliana, pero no buscaron a los familiares del presunto asesino: Ángel González Ramos, su expareja. Al día siguiente del crimen los policías fueron a la casa de Ángel para hacerle algunas preguntas, pero ya no lo encontraron. Ana, una de las amigas de Liliana, acompañaba a los agentes, y recuerda haber visto a alguien escapar por los techos. Aún no tenían razones para perseguirlo.
La orden de aprehensión fue girada meses después, en noviembre. La fotografía de Ángel González Ramos fue publicada en la prensa. Incluso entonces, a principios de los noventa, la policía sabía que el acusado utilizaba el alias Mitchell Angelo Giovanni, y que pudo haber huido a California. Nadie siguió las pistas. Cristina llegó a los mismos indicios 30 años después, gracias a un correo electrónico que recibió tras la publicación del libro, y un intenso trabajo de investigación de la mano de su esposo. Ángel huyó muy poco tiempo después de cometer el crimen, pero nadie fue a tras él.
“Dios mío, ¿qué no he hecho?”, dice la autora antes de hacer un largo recuento de búsquedas en internet, solicitudes de información y revisión de documentos judiciales en Estados Unidos. “Descubrimos que [Ángel] estuvo viviendo en varios lugares antes de mudarse a Los Ángeles, donde vivía la madre y una hermana. Encontramos la casa que rentaron, órdenes de aprehensión contra la hermana y muchas pistas de su ubicación. Pero eso lo hicimos nosotros, nadie de la Fiscalía lo había hecho”. Nadie, incluso cuatro años después de publicado el libro, ha dado los primeros pasos para encontrar al asesino de Liliana.
Puedo imaginar la frustración de quien busca justicia tres décadas después. Una mañana de noviembre de 2024 llego en busca de Laura Borbolla, la coordinadora General de Acusación, Procedimiento y Enjuiciamiento en la Fiscalía. El acceso es muy difícil. Un grupo de manifestantes protestaba con pintas y pancartas contra la represión policial. Cuando al fin logro llegar a la recepción, después de explicarle a dos policías y una secretaria que no tenía una cita, pero sí un buen motivo para entrar, la encargada de guiarme por el laberinto de oficinas blancas y luz fría me corrige: “La licenciada no atiende aquí”.
Con la dirección correcta emprendo mi camino en la misma colonia Doctores. Llego al nuevo sitio, en el que otro policía y otra recepcionista me miran con sospecha. “No te va a recibir sin cita”, repiten. Pero he perdido todo el día en esto y no veo más opción que entregarme a las fauces de la burocracia e intentarlo. Consigo llegar con la secretaria particular de Borbolla, que me interroga. Le explico que llevo seis meses pidiendo una entrevista, que los encargados de prensa no me la niegan, pero tampoco me dan fecha, que han dejado de responderme el teléfono, que solo le haré a la licenciada un par de preguntas sencillas, que puede no responderme, pero necesito que sepa que hoy, 34 años después de su asesinato, hay alguien, además de sus familiares, preguntando por Liliana. Necesito que sepa que no la hemos olvidado.
Ella me mira con recelo y quizá un poco harta de mis modos torpes y ajenos al lenguaje de la impunidad. Toma el teléfono y puedo, al fin, distinguir el decorado de sus largas uñas de acrílico. Tiene el mar y un atardecer pintado en cada una. Me sorprende la delicadeza de ese trabajo; me sorprende aún más que esas diminutas manchas color amarillo son la única presencia del sol en esta oficina. “La licenciada no va a regresar. Puedes dejarme tu teléfono”, me dice. Me voy derrotada. En las siguientes semanas lo intentaré dos veces más, pero ya casi es Navidad. La licenciada está muy ocupada. Nunca me llaman.
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En marzo de 2025 vuelvo a darle una oportunidad a esta maquinaria estatal. Ante el silencio de los encargados de gestionar entrevistas, decido reaparecer en sus oficinas. Paso una vez más por el edificio central de la Fiscalía. En la banqueta quedan las pintas color violeta de otra protesta. “Justicia para Karla”, “Son unos feminicidas”, “Estamos hartas de la corrupción”. Cinco días antes un grupo de mujeres había protestado por el asesinato de la conductora de Uber en Azcapotzalco.
Esta vez los policías me corrigen mucho antes: las oficinas que busco no están ahí, sino al doblar la esquina. Cuando llego, el ritual se repite: una policía, una recepcionista, una secretaria de uñas largas, extensos pasillos sin sol, las insoportables lámparas de luz blanca y, al fin, la persona que buscaba. La nueva encargada de prensa me recibe con el entusiasmo de quien lleva pocos días en su trabajo. Me promete una respuesta esa misma semana. No sé si es por su amabilidad y su sonrisa, pero decido creerle.
Al salir me encuentro con las largas filas de los que quieren reportar a una persona desaparecida o tienen algún asunto en la Agencia Especializada en Delitos Sexuales. Imagino que alguien allí quizá necesita recuperar un expediente; el camino tortuoso que le espera. En realidad no tengo que imaginar mucho, Cristina lo cuenta en su libro. Pero al final ella llegó mucho más lejos que yo. Se reunió con la entonces procuradora de Justicia, Ernestina Godoy, y la subprocuradora Alicia Rosas Rubí, quien le prometió que daría seguimiento al tema personalmente y la mantendría informada. ¿Le habrán sonreído como a mí cuando le hicieron esa promesa?
“Yo sabía —intelectualmente, por supuesto— cómo se engarza la corrupción y la impunidad [...] estoy al tanto de las organizaciones de mujeres que buscan a sus desaparecidos y mujeres que claman justicia para sus hijas víctimas de feminicidio [...], y una cosa es saber eso y empatizar profundamente, y algo muy distinto es enfrentarse a la lentitud burocrática, a la falta de respuesta, a la indiferencia”, dice en nuestra conversación a la distancia. “Nunca nadie me trató mal en la Fiscalía, pero es el buen trato que no lleva a nada. Uno, por más optimista que sea, por más ánimos que tenga, [tiene] una gran probabilidad de sentirse derrotado”. ¿Será que a todas las funcionarias de justicia les enseñan a ser amables para apaciguar a los desesperados?
Solo una prueba de ADN
Cuando Cristina inició el proceso para revivir el caso, le explicaron que la orden de aprehensión era válida. En su búsqueda, una pista que recibió vía correo electrónico le anunciaba que Mitchell Angelo Giovanni, la otra identidad de Ángel González Ramos, había muerto ahogado durante la pandemia. Formada ya como virtual detective, Cristina fue a Los Ángeles, al sitio donde supuestamente se realizó el funeral. Todo parecía ser cierto.
“Hoy me parece que no quiero creer que ha muerto, [quiero creer] que todavía lo podemos agarrar. Aunque mi parte racional me dice que es muy posible que no sea así. En todo caso, le corresponde a las autoridades mexicanas confirmar”, dice Cristina al hablar del limbo en el que hoy se encuentra el caso.
Como el delito no existía formalmente cuando se cometió, no se trató como un feminicidio. Fue entonces clasificado como homicidio simple, que no homicidio calificado. La diferencia es que el segundo hubiera implicado que Ángel tuvo ventaja sobre la víctima, alevosía, premeditación, saña. Liliana había sido su pareja de forma intermitente desde la adolescencia; se sentía vigilada y controlada por él y, cuando decidió dejarlo, el hombre ingresó a su departamento durante la madrugada y la asfixió. Las autoridades de 1990 determinaron que no se cumplían las cualidades de un delito agravado: era “solo” un homicidio.
Han pasado tantos años que, judicialmente, tal vez ya no hay mucho por hacer. Pero no toda la justicia es punitiva, y Cristina espera algo más que ver al criminal tras las rejas. Lo primero es tener una respuesta, saber si la muerte fue la fuga final del asesino o si se trata de una puesta en escena. Lo segundo es que el “homicidio” de Liliana sea reconocido como lo que fue, un feminicidio, perpetrado por el solo hecho de que ella era mujer, “un crimen de odio”, como adelantaba el periodista Tomás Rojas en sus notas publicadas en La Prensa en 1990.
“Para mi familia esto no sería un alivio, pero sí nos daría cierto tipo de certeza. Y creo que incluso les convendría [a las autoridades] aclarar un caso así. Me parece increíble que un caso que ha sido tan mediático por el libro, que ha estado en boca de tantos... que ni siquiera en este tipo de casos la Fiscalía esté interesada”, explica Cristina.
En su momento, la escritora entregó todos sus hallazgos a Ernestina Godoy, la actual Consejera Jurídica de la Presidencia de México, y a su equipo. Podían ubicar a los familiares de Ángel, su casa en Estados Unidos y en el Estado de México. Podían verificar que Mitchell Angelo Giovanni era en realidad Ángel González Ramos con una sencilla prueba de ADN y, finalmente, podían confirmar su muerte o el montaje de un falso funeral. Podían y pueden. Cuatro años después no lo han hecho. Gracias a las trampas y enredos que ponen el tiempo y el propio sistema judicial, es Laura Borbolla quien debería echar a andar los mecanismos de colaboración entre autoridades. Si hay un impedimento para hacerlo, solo ella lo sabe y solo ella puede hablar del tema. Así me lo informó la Dirección de Comunicación Social desde 2024. Más de siete meses después, la nueva encargada de prensa me abre la posibilidad de hablar con la nueva Fiscal de Investigación del Delito de Feminicidio, Brenda Celina Bazán. Con la misma amabilidad de siempre, me deja con más preguntas que respuestas y sin la confirmación de la entrevista. Hasta ahí llegué. Cristina, por supuesto, sigue.
—¿Por qué seguir buscando información si no has tenido la respuesta que esperabas?
—El hecho de que encontráramos cada vez más información era motivante para seguir adelante. [...] La búsqueda de justicia está llena de espejismos y cuando empecé a escribir el libro, cuando encontré los documentos de Liliana y todo esto se volvió mucho más material y mucho más real, sabía que ya no íbamos a detenernos, que no íbamos a parar.
—¿Qué crees que impidió hacer justicia en ese entonces si la policía ya sabía que Ángel se había dado a la fuga?
—La certeza no la tengo. Pero a mi papá le pidieron una cantidad estratosférica de dinero que no teníamos. Supongo que eso tiene que ver con la reputación de impunidad terrible y corrupción. Mi papá, como quiera, siguió yendo a pedir informes. Nunca le avisaron nada, nunca se comunicaron con él.
En las cajas apiladas en el armario, Cristina también encontró notas escritas por su padre. Eran apuntes de lo poco que lograba saber cada vez que iba a la Procuraduría. Durante años acudió en busca de información. En marzo de 2025, Antonio Rivera Peña murió sin que nadie le respondiera.
Cuando supo de la posible muerte del feminicida, Cristina sospechó, de entrada, que era mentira. “Me parecía una coincidencia demasiado grande que justo cuando yo empecé a buscarlo, el individuo hubiera muerto”, dice. “Sobre todo alguien que tenía antecedentes como falsificador de documentos”.
Durante sus investigaciones logró acercarse al círculo de amistades del feminicida, personas que, en su mayoría, le pidieron no usar sus nombres. Ella misma aún no sabe qué hará con tanta información. Pero algo de esas conversaciones le dio una certeza: había un reconocimiento de su culpabilidad.
Algún amigo o examigo de él me dijo que en su círculo a Ángel González Ramos ya se le conocía como El Chacal. Otros de sus conocidos hablaron de la participación de este individuo en cuestiones cada vez más ilegales y cada vez más peligrosas”, recuerda Cristina. “Los mismos policías en el expediente hablaban de él como una fichita. Hubo mujeres que hablaron de acosos que también sufrieron por parte de él, declaraciones sobre cosas bastante enfermas y perversas que, bueno, habría que cotejar. Pero a pocos les sorprendía saber lo que hizo con mi hermana.
Luego se enteró de la noticia del funeral sin un cuerpo presente, y en las fechas en que la escritora se acercaba cada vez más a su paradero. “Una parte de mí dice ´esto me huele muy mal´; otra parte cree que es muy posible que haya muerto. La cuestión es que para poder estar en paz lo que necesitamos en casa es saber si esta persona, que en efecto murió el 2 de mayo de 2020, es el presunto asesino”.
A veces, sin querer, Cristina se descubre pensando en el feminicida, Ángel González Ramos. ¿Estará vivo? ¿Habrá sido feliz? ¿Habrá regresado a México? Y detiene esos pensamientos. Se esfuerza por no dejar que la sombra ocupe más espacio del necesario.
“No quiero que su gran ímpetu, su gran luminosidad —la de Liliana— sean opacadas por el asesino”, dice. Pero las preguntas vuelven, como el oleaje porque sin certezas, todo son conjeturas. Y porque hay una cadena de interrogantes que solo podría cerrarse con una prueba de ADN.

La revolución de la justicia cotidiana
A veces toma 30 años hablar en voz alta. Toma tiempo reconocernos como víctimas, llamar por su nombre a nuestro agresor y ponerle un título a eso que nos pasó y que hemos cubierto con silencio. Pero el sistema judicial no espera, esa enorme bestia de garras achatadas se mueve lenta, parsimoniosa, con sus toneladas de documentos que apila durante años sin llegar a nada.
Según un reporte de Data Cívica, la tasa de feminicidios se ha mantenido más o menos estable desde 2006, cuando se registraron 1 003 feminicidios por cada 100 000 mujeres. Si consultamos a Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, organización que hizo un conteo a partir de 2012 —cuando el feminicidio comenzó a abrirse paso en los códigos penales de México—, hasta 2022 han sido asesinadas 7 246 mujeres. Solo el 23.32% de los casos terminaron en una sentencia condenatoria; es decir, casi el 77% quedaron impunes. Esta danza de cifras se complica aún más si consideramos todos los asesinatos de mujeres, como el de Karla, la conductora de Uber, que en un inicio no son catalogados como feminicidio aunque el crimen tenga un claro sesgo de género.
Cristina ya no espera que las manifestaciones y la presión pública cambie algo de lo que el sistema de justicia ha sellado por más de 30 años. Lo que espera es un ejemplo de justicia restaurativa. “Para mí, para mi familia es muy importante que, a pesar de que legalmente no se puede revertir el título, digamos el nombre del crimen. Es muy importante que se reconozca que Liliana fue víctima de feminicidio”, dice la autora. “Estoy mucho más al tanto de la importancia de la memoria colectiva y la verdad, [los principios que] están incluidos en la Ley de Víctimas”.
Esta ley, promulgada en 2013, fue un avance para proteger a la víctimas y sus derechos ante la ola de violencia en el país. Se ha convertido en referencia por sus alcances multidimensionales. Habla de crímenes, sí, pero también abre una rendija para que una justicia más flexible logre colarse. En su artículo 22, por ejemplo, habla de “mecanismos para la investigación independiente” que permita “el esclarecimiento histórico preciso de las violaciones de derechos humanos, la dignificación de las víctimas y la recuperación de la memoria histórica”. Más allá de las condenas, se busca el reconocimiento de aquello que nos hizo daño.
“A pesar de todas las evidencias de que no hay una voluntad para hacer cosas que se antojan mínimas, cosas factibles [como una prueba de ADN], sigo trabajando esta idea de lo que es la justicia restaurativa”, dice Cristina. “Una de sus definiciones es que no se repita nunca más. No es solo sobre el caso de mi hermana. El Estado mexicano tiene el compromiso de que este crimen no se repita nunca más”.
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De enero a abril de 2025 se han cometido seis feminicidios en la Ciudad de México, según información de la Fiscalía. Cuatro mujeres fueron asesinadas por su pareja o algún familiar, tres en su propia casa. Solo en enero, en todo el país, 54 mujeres fueron asesinadas en circunstancias similares. Cincuenta y cuatro. Me pregunto si los policías fueron amables con sus familias, si las secretarias les ofrecieron agua mientras esperaban, si les prometieron que pronto tendrían noticias, si les pidieron dejar su número telefónico escrito en una nota sin destino.
Vivir en duelo es esto: nunca estar sola. Invisible pero patente de muchas formas, la presencia de los muertos nos acompaña en los minúsculos intersticios de los días. Por sobre el hombro, a un lado de la voz, en el eco de cada paso. Arriba de las ventanas, en el filo del horizonte, entre las sombras de los árboles. Siempre están allá y siempre están aquí, con y adentro de nosotros, y afuera, envolviéndonos con su calidez, protegiéndonos de la intemperie. — El invencible verano de Liliana
Sin justicia, ni penal ni simbólica, quizá la ausencia de un ser amado solo puede navegarse desde la literatura en todas sus formas. “El luto es algo que se ha estigmatizado y medicalizado mucho. Se le suele presentar como algo a lo que hay que vencer, algo que hay que superar”, dice Rivera Garza.
Eventualmente, nos dicen estas narrativas, tienes que sobreponerte, tienes que dejar eso atrás. Yo creo que hay una relación importante entre los vivos y muertos, que también nos mantiene con vida y que los mantiene presentes. Creo que esta frontera es mucho más porosa de lo que se cree. Creo que hay una interlocución constante y es una conversación importantísima a lo largo de mi vida. No le veo ninguna razón a sobreponerme, quiero que continúe así.
A las faldas del Nevado de Toluca hay una tumba que Cristina y sus padres visitan cada año. Cada aniversario “era una conmemoración que vivíamos de una manera muy solitaria”. Gracias al libro hubo una transformación importante, “nos sentimos más abrazados desde que sabemos que Liliana anda por ahí moviendo corazones, interactuando con otros. Los 16 de julio, a pesar de que son devastadores, también se sienten acompañados. La compañía no quita el dolor, pero cambia su textura”.
Perder a quien se ama de forma violenta y sorpresiva —como le ha pasado a Cristina, a mí, y a miles de personas en México— trastoca la existencia de una manera definitiva. Y si además no hay justicia, el agravio no termina. Se enquista. Se hereda. Se vuelve otra forma del tiempo. De ahí la urgencia de pensar en otras formas de justicia. No solo en la que castiga o pretende retribuir. También la que se construye desde la palabra, la memoria, el duelo acompañado. Cristina lo hace al seguir nombrando a Liliana. Al poner su nombre, su risa y su ternura en la conversación pública. Porque Liliana es una y también miles.
“Cuando nos ponemos de acuerdo y colectivamente extrañamos a las mujeres que nos han arrebatado violentamente, algo importante pasa en el mundo”, dice Cristina. “Es una pequeña revolución cotidiana a la que hay que seguir cuidando, atendiendo y propiciando”.
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Cristina Rivera Garza cruzó los laberintos de la literatura y del sistema judicial mexicano en busca de la verdad. Recibió un Premio Pulitzer en 2024 y publicó un nuevo libro: <i>Terrestre</i>. Cuatro años después de denunciar el feminicidio de su hermana, aún espera justicia.
Liliana metía el dedo en la natilla, reía con la boca abierta, se reía de sí misma y de los demás. Leía como si buscara algo urgente y, cuando lo encontraba, lo compartía con entusiasmo feroz. Era luminosa, pero no ingenua. Dulce, pero implacable. Si le gustaba algo, lo decía. Si no, también. Cuando quería a alguien, lo quería mucho. A veces demasiado. Cuidaba a sus amigos como una madre: los mimaba, los alimentaba, los protegía.
Algo sucede a lo largo de las 302 páginas de El invencible verano de Liliana (Penguin Random House, 2021) que su protagonista se convierte en una compañía íntima, una nueva amiga a la que se ha conocido por casualidad, de la que sabemos poco, pero lo suficiente como para sentir cariño. Cariño y dolor. Liliana es la amiga que se gana y se pierde en apenas unas páginas.
Liliana caminaba por los pasillos de la universidad con una soltura que desarmaba. Una de sus amigas la vio pasar y pensó: “Allá va una mujer libre”. No usaba el feminismo como etiqueta, lo vivía: estaba en la forma en que amaba, en que discutía, en que se reía. Tenía una idea radical del amor: sin celos, sin sumisión. Un amor en el que nadie pertenece a nadie. Tenía, en otras palabras, una libertad que incomodaba. Y fue por eso que la asesinaron. Eso piensa hoy su hermana, la escritora Cristina Rivera Garza.
Cristina aparece en la pantalla con unos lentes grandes de armazón verde. Tiene el cabello recogido, pero algunos mechones plateados se le escapan por los lados, rebeldes, como si algo se negara a estar del todo bajo control. El fondo es blanco y luminoso; se alcanzan a ver muebles perfectamente alineados. Ella está en Alemania. Yo, en México. Entre las dos hay ocho horas de diferencia y lo que hoy nos reúne es algo que ocurrió hace más de 30 años.
Su voz suena segura y tranquila. Cada palabra parece elegida con el cuidado de quien ha vuelto muchas veces al mismo lugar —a veces en busca de sentido; otras, simplemente, para no olvidar—.
“Lo que me impresionó mucho fue lo pequeño que era el expediente”, dice.
Se queda un segundo en silencio.
Ese archivo de la investigación, que debía contener los detalles de la vida y la muerte de su hermana, no era más grueso que una carpeta escolar. Faltaban documentos completos. Faltaban los testimonios que debieron tomarse. Faltaba el registro de las pesquisas. Faltaban algunas preguntas básicas. Lo que sí había: clasificaciones erróneas y silencio.
Cristina ya se había interesado en rastrear la memoria que perdura en un expediente antes de que el de su hermana llegara a sus manos. Con Nadie me verá llorar (Random House, 1999), por primera vez se adentró en documentos históricos como si fueran territorios propios. El oficio de socióloga la había preparado para ese momento. Sin embargo, con el libro que la hizo ganar un Pulitzer en 2024 lo que buscaba era justicia. Con su nuevo libro, Terrestre, presenta una colección de crónicas que bordean lo imaginario y lo real.
Durante años tres iniciales misteriosas aparecían en las dedicatorias de Cristina: LRG. La muerte de su hermana y lo que le había provocado no eran un tema explícito en su obra o en sus conversaciones públicas. Hasta que en 2020, con la publicación de Autobiografía del algodón (Penguin Random House), la figura de Liliana emergió para marcar un hito en su obra literaria. “Reapareció”, dice Cristina, aunque cree que Liliana nunca se fue realmente.
Mi hermana murió asesinada un 16 de julio de 1990. Para mí la guerra inició ese día [...] Un depredador, un exnovio celoso que prefirió verla muerta a libre, la asfixió en su cuarto de estudiante en la Ciudad de México. — Autobiografía del algodón.
Se escucha el rumor patriarcal
“En un inicio mi intención era reabrir el caso. Mi intención no era literaria. Quería sobre todo saber en qué condiciones estaba [el expediente], si todavía era válida la orden de aprehensión que había existido contra el presunto feminicida. Quería saber qué tenía que hacer para reabrir el caso, si estaba cerrado”, dice en entrevista para Gatopardo.
Durante la exhaustiva investigación para Autobiografía..., Cristina había encontrado el acta de matrimonio de sus abuelos. El documento, como muchos otros de aquellos años en los que la mujer era solo una posesión que pasaba de una mano a otra, decía que su abuelo había “raptado” a la que convirtió en su esposa cuando aún era una niña. “Lo que la palabra rapto confirmaba ahí, frente a mis ojos, era nuestra culpa. La mía", dice en el libro, "Venía de una estirpe de agresores, criminales, malhechores”.
Cinco años después de la publicación del libro que explora el origen de su familia en el norte de México, en esta videollamada desde su residencia auspiciada por The American Academy in Berlin, Cristina me relata ese largo camino personal para desmantelar un discurso que no era suyo, pero que marcó su vida y su obra: el de la culpa. La culpable es Liliana por no separarse de su novio a tiempo, de su familia por no protegerla. Como son culpables las mujeres violentadas por usar faldas muy cortas o por salir a la calle solas. La culpa se reparte pronto, pero tarda mucho en señalar al autor del crimen, si es que algún día lo alcanza.
“La culpa es impuesta por la sociedad; la vergüenza que te impone un sistema que te dice que así tienes que sentirte, que te tienes que callar porque es tu responsabilidad, porque no hiciste lo que se debía. Pero si yo siguiera creyendo eso no habría escrito el libro”, dice la autora. “[El invencible verano de Liliana] es la evidencia de que ese tipo de imposiciones culturales y sociales ya no tienen el efecto que solían tener antes”.
Para poder desmantelar ese pensamiento tuvo que pasar tiempo, el necesario para desarrollar el lenguaje con el que nombramos aquello que ocurría, pero no era concebido. El homicidio de su hermana fue un feminicidio, pero no fue considerado así por la justicia. No existía siquiera esa palabra.
El expediente de Liliana, que había sido herramienta de investigación, se volvió campo de duelo, prueba de impunidad y, más adelante, forma de restitución. Una escritura contra la muerte y el olvido. El invencible verano… es el relato de su travesía para reconstruir aquello que terminó con la vida de su hermana, y conocerla desde otro sitio. Liliana, la joven de 20 años, estudiante de arquitectura, es delineada con las cartas que enviaba a sus amigos y familiares, y las voces de quienes la amaban.
“Hubo personas que me decían: ´oye, pero ¿no es cierto que la encontró con otro?´, ´¿no pensó que lo estaba engañando?´. Fue una serie de rumores que sustituyeron cualquier otro tipo de narrativa”, dice la autora. “Es un rumor patriarcal, y de ahí la necesidad y el compromiso de articular una perspectiva cercana a las palabras escritas de Liliana, y de aquellos que la queremos”.

Un ramo de flores
Cuando ocurrió aquel asesinato, en el verano de 1990, no hacía tanto calor como en esta tarde de marzo. O eso me imagino. El clima, la vegetación y la ciudad se han transformado desde entonces. Cruzo la ciudad rumbo a Azcapotzalco, entre hileras de jacarandas que anuncian una primavera adelantada. El color lila, tan vivo, parece querer disuadirme de mi misión. ¿Por qué escribir sobre la muerte si hoy fue un día soleado y el cielo está “enojosamente azul”?
Comienzo el recorrido por la calle de Mimosas en busca de algo. No sé bien qué. Acaso de su recuerdo, de alguna huella, de algún vestigio de que por estas banquetas caminó una mujer muy libre.
Llego al número que ocupaba su departamento, donde la encontraron muerta. Ha cambiado, como todo en estas calles. Nadie responde el timbre y sigo caminando. Pregunto en un expendio de agua, en una pequeña tienda, en una panadería, en el parque, en la iglesia y en una tortillería. ¿Alguien la recuerda? Algunos, solo un par, recuerdan haber escuchado la historia gracias a una placa que fue colocada a una cuadra, pero ninguno de los vecinos que encuentro vivía aquí en esos años.
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Me detengo frente a la casa de Ignacio Oliveros, quien donó su muro en 2023 para colocar la placa que reza: “Por estas calles anduvo Liliana Rivera Garza. Sus pasos fueron luminosos y audaces en esta tierra”. Ignacio era un adolescente en 1990, “cuando mataron a la muchacha”, pero tampoco conoce los detalles de la historia. “Me acuerdo cuando pasó porque vino mucha policía, pero no supe bien”, dice apenado. En septiembre de 2023 la artista Martha Mega, en una intervención del espacio público, colocó la placa de cerámica y abajo, con letras escritas en barro, un letrero que decía: “Que el recuerdo de su asesino sea devorado por el tiempo y el olvido”. Ese mensaje, con el tiempo, ha desaparecido.
—¿Por qué dio permiso para que pusieran la placa?
—Quería ayudar y es lo único que podía hacer. Recordar a los muertos es importante para la gente, y yo quería ayudarles.
Ignacio cuenta que meses después la hermana de la víctima, Cristina, vino a agradecerle y regalarle un libro, y por eso “más o menos supe qué pasó”. Conoció lo suficiente para sentirse conmovido, pero ahora mismo, en esta tarde calurosa, no recuerda nada.
Continúo preguntando entre los vecinos si alguien recuerda la historia de un feminicidio que no fue nombrado como tal. Una mujer, que lleva un pollo troceado dentro de una bolsa de plástico mientras con la otra mano jala a su hijo de unos 6 años, me responde con fastidio: “¿Asesinato?, ¿apenas o cuándo? Mataron a una señora, pero no fue aquí, sino del otro lado, por el parque”. Le aclaro que hablo de un crimen de hace 30 años y ella me aclara que no había nacido cuando eso ocurrió. Sabré después que se confundía con el caso de Karla Patricia Cortés, una conductora de Uber asesinada meses atrás. Al principio, la Fiscalía no quería investigarlo como un feminicidio.
Camino por calles que llevan nombres de árboles y frutas: ciruelos, duraznos, sauces, fresnos. Me detengo a mirar los letreros. Por alguna razón, siento que esta colonia le gustaba a Liliana. Imagino que alguien que usa diamantina y calcomanías de Hello Kitty en sus cartas encontraría poético caminar por estas calles que, además, están llenas de flores. Lirios, rosas de china, flores de jamaica, flor de laurel, adelfas. Tonos rosas, rojos, blancos y verdes que salpican el gris asfalto. Recuerdo entonces un pasaje del libro, cuando Cristina regresó a estas mismas calles:
Necesito ver el lugar donde estudiaba, le había dicho a Saúl una mañana imposible en Houston. El lugar donde vivía. Las calles por las que caminaba. Las tiendas donde compraba pan. Las fondas en las que comía. Su estación del metro. La parada de su autobús. Necesito ir a dejarle flores en todos esos sitios. — El invencible verano de Liliana
Sigo caminando. Me voy con la sensación de que al menos esa ofrenda de flores se ha logrado.
Una vida en cajas
Entre el duelo y la vergüenza, Cristina tardó 30 años en asomarse a los recuerdos de Liliana, aquellas siete cajas que permanecieron cerradas en lo alto de un armario. Después del asesinato, ella y su madre guardaron todas las pertenencias de Liliana, con la premura de querer alejarse del aquel sitio siniestro lo más pronto posible. Ahí encontró los diarios, las cartas y todas las pistas que le permitieron empezar el camino en la búsqueda de la verdad.
Después, cuando quiso obtener el expediente de la averiguación previa 40/913/990-07, tuvo que cruzar un laberinto burocrático que iba de la Procuraduría local a las delegaciones, a los bancos, a las copias. Nunca había tenido un acercamiento personal a nuestro sistema de justicia. Finalmente logró que le entregaran aquel pequeño expediente, aquella carpetita.
En ella descubrió que, al principio, los agentes habían hecho un trabajo más o menos diligente. Ni ella ni yo podríamos determinarlo con exactitud en un país donde el 95% de los delitos permanecen impunes. Entrevistaron a la familia y los amigos de Liliana, pero no buscaron a los familiares del presunto asesino: Ángel González Ramos, su expareja. Al día siguiente del crimen los policías fueron a la casa de Ángel para hacerle algunas preguntas, pero ya no lo encontraron. Ana, una de las amigas de Liliana, acompañaba a los agentes, y recuerda haber visto a alguien escapar por los techos. Aún no tenían razones para perseguirlo.
La orden de aprehensión fue girada meses después, en noviembre. La fotografía de Ángel González Ramos fue publicada en la prensa. Incluso entonces, a principios de los noventa, la policía sabía que el acusado utilizaba el alias Mitchell Angelo Giovanni, y que pudo haber huido a California. Nadie siguió las pistas. Cristina llegó a los mismos indicios 30 años después, gracias a un correo electrónico que recibió tras la publicación del libro, y un intenso trabajo de investigación de la mano de su esposo. Ángel huyó muy poco tiempo después de cometer el crimen, pero nadie fue a tras él.
“Dios mío, ¿qué no he hecho?”, dice la autora antes de hacer un largo recuento de búsquedas en internet, solicitudes de información y revisión de documentos judiciales en Estados Unidos. “Descubrimos que [Ángel] estuvo viviendo en varios lugares antes de mudarse a Los Ángeles, donde vivía la madre y una hermana. Encontramos la casa que rentaron, órdenes de aprehensión contra la hermana y muchas pistas de su ubicación. Pero eso lo hicimos nosotros, nadie de la Fiscalía lo había hecho”. Nadie, incluso cuatro años después de publicado el libro, ha dado los primeros pasos para encontrar al asesino de Liliana.
Puedo imaginar la frustración de quien busca justicia tres décadas después. Una mañana de noviembre de 2024 llego en busca de Laura Borbolla, la coordinadora General de Acusación, Procedimiento y Enjuiciamiento en la Fiscalía. El acceso es muy difícil. Un grupo de manifestantes protestaba con pintas y pancartas contra la represión policial. Cuando al fin logro llegar a la recepción, después de explicarle a dos policías y una secretaria que no tenía una cita, pero sí un buen motivo para entrar, la encargada de guiarme por el laberinto de oficinas blancas y luz fría me corrige: “La licenciada no atiende aquí”.
Con la dirección correcta emprendo mi camino en la misma colonia Doctores. Llego al nuevo sitio, en el que otro policía y otra recepcionista me miran con sospecha. “No te va a recibir sin cita”, repiten. Pero he perdido todo el día en esto y no veo más opción que entregarme a las fauces de la burocracia e intentarlo. Consigo llegar con la secretaria particular de Borbolla, que me interroga. Le explico que llevo seis meses pidiendo una entrevista, que los encargados de prensa no me la niegan, pero tampoco me dan fecha, que han dejado de responderme el teléfono, que solo le haré a la licenciada un par de preguntas sencillas, que puede no responderme, pero necesito que sepa que hoy, 34 años después de su asesinato, hay alguien, además de sus familiares, preguntando por Liliana. Necesito que sepa que no la hemos olvidado.
Ella me mira con recelo y quizá un poco harta de mis modos torpes y ajenos al lenguaje de la impunidad. Toma el teléfono y puedo, al fin, distinguir el decorado de sus largas uñas de acrílico. Tiene el mar y un atardecer pintado en cada una. Me sorprende la delicadeza de ese trabajo; me sorprende aún más que esas diminutas manchas color amarillo son la única presencia del sol en esta oficina. “La licenciada no va a regresar. Puedes dejarme tu teléfono”, me dice. Me voy derrotada. En las siguientes semanas lo intentaré dos veces más, pero ya casi es Navidad. La licenciada está muy ocupada. Nunca me llaman.
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En marzo de 2025 vuelvo a darle una oportunidad a esta maquinaria estatal. Ante el silencio de los encargados de gestionar entrevistas, decido reaparecer en sus oficinas. Paso una vez más por el edificio central de la Fiscalía. En la banqueta quedan las pintas color violeta de otra protesta. “Justicia para Karla”, “Son unos feminicidas”, “Estamos hartas de la corrupción”. Cinco días antes un grupo de mujeres había protestado por el asesinato de la conductora de Uber en Azcapotzalco.
Esta vez los policías me corrigen mucho antes: las oficinas que busco no están ahí, sino al doblar la esquina. Cuando llego, el ritual se repite: una policía, una recepcionista, una secretaria de uñas largas, extensos pasillos sin sol, las insoportables lámparas de luz blanca y, al fin, la persona que buscaba. La nueva encargada de prensa me recibe con el entusiasmo de quien lleva pocos días en su trabajo. Me promete una respuesta esa misma semana. No sé si es por su amabilidad y su sonrisa, pero decido creerle.
Al salir me encuentro con las largas filas de los que quieren reportar a una persona desaparecida o tienen algún asunto en la Agencia Especializada en Delitos Sexuales. Imagino que alguien allí quizá necesita recuperar un expediente; el camino tortuoso que le espera. En realidad no tengo que imaginar mucho, Cristina lo cuenta en su libro. Pero al final ella llegó mucho más lejos que yo. Se reunió con la entonces procuradora de Justicia, Ernestina Godoy, y la subprocuradora Alicia Rosas Rubí, quien le prometió que daría seguimiento al tema personalmente y la mantendría informada. ¿Le habrán sonreído como a mí cuando le hicieron esa promesa?
“Yo sabía —intelectualmente, por supuesto— cómo se engarza la corrupción y la impunidad [...] estoy al tanto de las organizaciones de mujeres que buscan a sus desaparecidos y mujeres que claman justicia para sus hijas víctimas de feminicidio [...], y una cosa es saber eso y empatizar profundamente, y algo muy distinto es enfrentarse a la lentitud burocrática, a la falta de respuesta, a la indiferencia”, dice en nuestra conversación a la distancia. “Nunca nadie me trató mal en la Fiscalía, pero es el buen trato que no lleva a nada. Uno, por más optimista que sea, por más ánimos que tenga, [tiene] una gran probabilidad de sentirse derrotado”. ¿Será que a todas las funcionarias de justicia les enseñan a ser amables para apaciguar a los desesperados?
Solo una prueba de ADN
Cuando Cristina inició el proceso para revivir el caso, le explicaron que la orden de aprehensión era válida. En su búsqueda, una pista que recibió vía correo electrónico le anunciaba que Mitchell Angelo Giovanni, la otra identidad de Ángel González Ramos, había muerto ahogado durante la pandemia. Formada ya como virtual detective, Cristina fue a Los Ángeles, al sitio donde supuestamente se realizó el funeral. Todo parecía ser cierto.
“Hoy me parece que no quiero creer que ha muerto, [quiero creer] que todavía lo podemos agarrar. Aunque mi parte racional me dice que es muy posible que no sea así. En todo caso, le corresponde a las autoridades mexicanas confirmar”, dice Cristina al hablar del limbo en el que hoy se encuentra el caso.
Como el delito no existía formalmente cuando se cometió, no se trató como un feminicidio. Fue entonces clasificado como homicidio simple, que no homicidio calificado. La diferencia es que el segundo hubiera implicado que Ángel tuvo ventaja sobre la víctima, alevosía, premeditación, saña. Liliana había sido su pareja de forma intermitente desde la adolescencia; se sentía vigilada y controlada por él y, cuando decidió dejarlo, el hombre ingresó a su departamento durante la madrugada y la asfixió. Las autoridades de 1990 determinaron que no se cumplían las cualidades de un delito agravado: era “solo” un homicidio.
Han pasado tantos años que, judicialmente, tal vez ya no hay mucho por hacer. Pero no toda la justicia es punitiva, y Cristina espera algo más que ver al criminal tras las rejas. Lo primero es tener una respuesta, saber si la muerte fue la fuga final del asesino o si se trata de una puesta en escena. Lo segundo es que el “homicidio” de Liliana sea reconocido como lo que fue, un feminicidio, perpetrado por el solo hecho de que ella era mujer, “un crimen de odio”, como adelantaba el periodista Tomás Rojas en sus notas publicadas en La Prensa en 1990.
“Para mi familia esto no sería un alivio, pero sí nos daría cierto tipo de certeza. Y creo que incluso les convendría [a las autoridades] aclarar un caso así. Me parece increíble que un caso que ha sido tan mediático por el libro, que ha estado en boca de tantos... que ni siquiera en este tipo de casos la Fiscalía esté interesada”, explica Cristina.
En su momento, la escritora entregó todos sus hallazgos a Ernestina Godoy, la actual Consejera Jurídica de la Presidencia de México, y a su equipo. Podían ubicar a los familiares de Ángel, su casa en Estados Unidos y en el Estado de México. Podían verificar que Mitchell Angelo Giovanni era en realidad Ángel González Ramos con una sencilla prueba de ADN y, finalmente, podían confirmar su muerte o el montaje de un falso funeral. Podían y pueden. Cuatro años después no lo han hecho. Gracias a las trampas y enredos que ponen el tiempo y el propio sistema judicial, es Laura Borbolla quien debería echar a andar los mecanismos de colaboración entre autoridades. Si hay un impedimento para hacerlo, solo ella lo sabe y solo ella puede hablar del tema. Así me lo informó la Dirección de Comunicación Social desde 2024. Más de siete meses después, la nueva encargada de prensa me abre la posibilidad de hablar con la nueva Fiscal de Investigación del Delito de Feminicidio, Brenda Celina Bazán. Con la misma amabilidad de siempre, me deja con más preguntas que respuestas y sin la confirmación de la entrevista. Hasta ahí llegué. Cristina, por supuesto, sigue.
—¿Por qué seguir buscando información si no has tenido la respuesta que esperabas?
—El hecho de que encontráramos cada vez más información era motivante para seguir adelante. [...] La búsqueda de justicia está llena de espejismos y cuando empecé a escribir el libro, cuando encontré los documentos de Liliana y todo esto se volvió mucho más material y mucho más real, sabía que ya no íbamos a detenernos, que no íbamos a parar.
—¿Qué crees que impidió hacer justicia en ese entonces si la policía ya sabía que Ángel se había dado a la fuga?
—La certeza no la tengo. Pero a mi papá le pidieron una cantidad estratosférica de dinero que no teníamos. Supongo que eso tiene que ver con la reputación de impunidad terrible y corrupción. Mi papá, como quiera, siguió yendo a pedir informes. Nunca le avisaron nada, nunca se comunicaron con él.
En las cajas apiladas en el armario, Cristina también encontró notas escritas por su padre. Eran apuntes de lo poco que lograba saber cada vez que iba a la Procuraduría. Durante años acudió en busca de información. En marzo de 2025, Antonio Rivera Peña murió sin que nadie le respondiera.
Cuando supo de la posible muerte del feminicida, Cristina sospechó, de entrada, que era mentira. “Me parecía una coincidencia demasiado grande que justo cuando yo empecé a buscarlo, el individuo hubiera muerto”, dice. “Sobre todo alguien que tenía antecedentes como falsificador de documentos”.
Durante sus investigaciones logró acercarse al círculo de amistades del feminicida, personas que, en su mayoría, le pidieron no usar sus nombres. Ella misma aún no sabe qué hará con tanta información. Pero algo de esas conversaciones le dio una certeza: había un reconocimiento de su culpabilidad.
Algún amigo o examigo de él me dijo que en su círculo a Ángel González Ramos ya se le conocía como El Chacal. Otros de sus conocidos hablaron de la participación de este individuo en cuestiones cada vez más ilegales y cada vez más peligrosas”, recuerda Cristina. “Los mismos policías en el expediente hablaban de él como una fichita. Hubo mujeres que hablaron de acosos que también sufrieron por parte de él, declaraciones sobre cosas bastante enfermas y perversas que, bueno, habría que cotejar. Pero a pocos les sorprendía saber lo que hizo con mi hermana.
Luego se enteró de la noticia del funeral sin un cuerpo presente, y en las fechas en que la escritora se acercaba cada vez más a su paradero. “Una parte de mí dice ´esto me huele muy mal´; otra parte cree que es muy posible que haya muerto. La cuestión es que para poder estar en paz lo que necesitamos en casa es saber si esta persona, que en efecto murió el 2 de mayo de 2020, es el presunto asesino”.
A veces, sin querer, Cristina se descubre pensando en el feminicida, Ángel González Ramos. ¿Estará vivo? ¿Habrá sido feliz? ¿Habrá regresado a México? Y detiene esos pensamientos. Se esfuerza por no dejar que la sombra ocupe más espacio del necesario.
“No quiero que su gran ímpetu, su gran luminosidad —la de Liliana— sean opacadas por el asesino”, dice. Pero las preguntas vuelven, como el oleaje porque sin certezas, todo son conjeturas. Y porque hay una cadena de interrogantes que solo podría cerrarse con una prueba de ADN.

La revolución de la justicia cotidiana
A veces toma 30 años hablar en voz alta. Toma tiempo reconocernos como víctimas, llamar por su nombre a nuestro agresor y ponerle un título a eso que nos pasó y que hemos cubierto con silencio. Pero el sistema judicial no espera, esa enorme bestia de garras achatadas se mueve lenta, parsimoniosa, con sus toneladas de documentos que apila durante años sin llegar a nada.
Según un reporte de Data Cívica, la tasa de feminicidios se ha mantenido más o menos estable desde 2006, cuando se registraron 1 003 feminicidios por cada 100 000 mujeres. Si consultamos a Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, organización que hizo un conteo a partir de 2012 —cuando el feminicidio comenzó a abrirse paso en los códigos penales de México—, hasta 2022 han sido asesinadas 7 246 mujeres. Solo el 23.32% de los casos terminaron en una sentencia condenatoria; es decir, casi el 77% quedaron impunes. Esta danza de cifras se complica aún más si consideramos todos los asesinatos de mujeres, como el de Karla, la conductora de Uber, que en un inicio no son catalogados como feminicidio aunque el crimen tenga un claro sesgo de género.
Cristina ya no espera que las manifestaciones y la presión pública cambie algo de lo que el sistema de justicia ha sellado por más de 30 años. Lo que espera es un ejemplo de justicia restaurativa. “Para mí, para mi familia es muy importante que, a pesar de que legalmente no se puede revertir el título, digamos el nombre del crimen. Es muy importante que se reconozca que Liliana fue víctima de feminicidio”, dice la autora. “Estoy mucho más al tanto de la importancia de la memoria colectiva y la verdad, [los principios que] están incluidos en la Ley de Víctimas”.
Esta ley, promulgada en 2013, fue un avance para proteger a la víctimas y sus derechos ante la ola de violencia en el país. Se ha convertido en referencia por sus alcances multidimensionales. Habla de crímenes, sí, pero también abre una rendija para que una justicia más flexible logre colarse. En su artículo 22, por ejemplo, habla de “mecanismos para la investigación independiente” que permita “el esclarecimiento histórico preciso de las violaciones de derechos humanos, la dignificación de las víctimas y la recuperación de la memoria histórica”. Más allá de las condenas, se busca el reconocimiento de aquello que nos hizo daño.
“A pesar de todas las evidencias de que no hay una voluntad para hacer cosas que se antojan mínimas, cosas factibles [como una prueba de ADN], sigo trabajando esta idea de lo que es la justicia restaurativa”, dice Cristina. “Una de sus definiciones es que no se repita nunca más. No es solo sobre el caso de mi hermana. El Estado mexicano tiene el compromiso de que este crimen no se repita nunca más”.
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De enero a abril de 2025 se han cometido seis feminicidios en la Ciudad de México, según información de la Fiscalía. Cuatro mujeres fueron asesinadas por su pareja o algún familiar, tres en su propia casa. Solo en enero, en todo el país, 54 mujeres fueron asesinadas en circunstancias similares. Cincuenta y cuatro. Me pregunto si los policías fueron amables con sus familias, si las secretarias les ofrecieron agua mientras esperaban, si les prometieron que pronto tendrían noticias, si les pidieron dejar su número telefónico escrito en una nota sin destino.
Vivir en duelo es esto: nunca estar sola. Invisible pero patente de muchas formas, la presencia de los muertos nos acompaña en los minúsculos intersticios de los días. Por sobre el hombro, a un lado de la voz, en el eco de cada paso. Arriba de las ventanas, en el filo del horizonte, entre las sombras de los árboles. Siempre están allá y siempre están aquí, con y adentro de nosotros, y afuera, envolviéndonos con su calidez, protegiéndonos de la intemperie. — El invencible verano de Liliana
Sin justicia, ni penal ni simbólica, quizá la ausencia de un ser amado solo puede navegarse desde la literatura en todas sus formas. “El luto es algo que se ha estigmatizado y medicalizado mucho. Se le suele presentar como algo a lo que hay que vencer, algo que hay que superar”, dice Rivera Garza.
Eventualmente, nos dicen estas narrativas, tienes que sobreponerte, tienes que dejar eso atrás. Yo creo que hay una relación importante entre los vivos y muertos, que también nos mantiene con vida y que los mantiene presentes. Creo que esta frontera es mucho más porosa de lo que se cree. Creo que hay una interlocución constante y es una conversación importantísima a lo largo de mi vida. No le veo ninguna razón a sobreponerme, quiero que continúe así.
A las faldas del Nevado de Toluca hay una tumba que Cristina y sus padres visitan cada año. Cada aniversario “era una conmemoración que vivíamos de una manera muy solitaria”. Gracias al libro hubo una transformación importante, “nos sentimos más abrazados desde que sabemos que Liliana anda por ahí moviendo corazones, interactuando con otros. Los 16 de julio, a pesar de que son devastadores, también se sienten acompañados. La compañía no quita el dolor, pero cambia su textura”.
Perder a quien se ama de forma violenta y sorpresiva —como le ha pasado a Cristina, a mí, y a miles de personas en México— trastoca la existencia de una manera definitiva. Y si además no hay justicia, el agravio no termina. Se enquista. Se hereda. Se vuelve otra forma del tiempo. De ahí la urgencia de pensar en otras formas de justicia. No solo en la que castiga o pretende retribuir. También la que se construye desde la palabra, la memoria, el duelo acompañado. Cristina lo hace al seguir nombrando a Liliana. Al poner su nombre, su risa y su ternura en la conversación pública. Porque Liliana es una y también miles.
“Cuando nos ponemos de acuerdo y colectivamente extrañamos a las mujeres que nos han arrebatado violentamente, algo importante pasa en el mundo”, dice Cristina. “Es una pequeña revolución cotidiana a la que hay que seguir cuidando, atendiendo y propiciando”.
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Durante años tres iniciales misteriosas aparecían en las dedicatorias de Cristina: LRG. La muerte de su hermana y lo que le había provocado no eran un tema explícito en su obra o en sus conversaciones públicas.
Cristina Rivera Garza cruzó los laberintos de la literatura y del sistema judicial mexicano en busca de la verdad. Recibió un Premio Pulitzer en 2024 y publicó un nuevo libro: <i>Terrestre</i>. Cuatro años después de denunciar el feminicidio de su hermana, aún espera justicia.
Liliana metía el dedo en la natilla, reía con la boca abierta, se reía de sí misma y de los demás. Leía como si buscara algo urgente y, cuando lo encontraba, lo compartía con entusiasmo feroz. Era luminosa, pero no ingenua. Dulce, pero implacable. Si le gustaba algo, lo decía. Si no, también. Cuando quería a alguien, lo quería mucho. A veces demasiado. Cuidaba a sus amigos como una madre: los mimaba, los alimentaba, los protegía.
Algo sucede a lo largo de las 302 páginas de El invencible verano de Liliana (Penguin Random House, 2021) que su protagonista se convierte en una compañía íntima, una nueva amiga a la que se ha conocido por casualidad, de la que sabemos poco, pero lo suficiente como para sentir cariño. Cariño y dolor. Liliana es la amiga que se gana y se pierde en apenas unas páginas.
Liliana caminaba por los pasillos de la universidad con una soltura que desarmaba. Una de sus amigas la vio pasar y pensó: “Allá va una mujer libre”. No usaba el feminismo como etiqueta, lo vivía: estaba en la forma en que amaba, en que discutía, en que se reía. Tenía una idea radical del amor: sin celos, sin sumisión. Un amor en el que nadie pertenece a nadie. Tenía, en otras palabras, una libertad que incomodaba. Y fue por eso que la asesinaron. Eso piensa hoy su hermana, la escritora Cristina Rivera Garza.
Cristina aparece en la pantalla con unos lentes grandes de armazón verde. Tiene el cabello recogido, pero algunos mechones plateados se le escapan por los lados, rebeldes, como si algo se negara a estar del todo bajo control. El fondo es blanco y luminoso; se alcanzan a ver muebles perfectamente alineados. Ella está en Alemania. Yo, en México. Entre las dos hay ocho horas de diferencia y lo que hoy nos reúne es algo que ocurrió hace más de 30 años.
Su voz suena segura y tranquila. Cada palabra parece elegida con el cuidado de quien ha vuelto muchas veces al mismo lugar —a veces en busca de sentido; otras, simplemente, para no olvidar—.
“Lo que me impresionó mucho fue lo pequeño que era el expediente”, dice.
Se queda un segundo en silencio.
Ese archivo de la investigación, que debía contener los detalles de la vida y la muerte de su hermana, no era más grueso que una carpeta escolar. Faltaban documentos completos. Faltaban los testimonios que debieron tomarse. Faltaba el registro de las pesquisas. Faltaban algunas preguntas básicas. Lo que sí había: clasificaciones erróneas y silencio.
Cristina ya se había interesado en rastrear la memoria que perdura en un expediente antes de que el de su hermana llegara a sus manos. Con Nadie me verá llorar (Random House, 1999), por primera vez se adentró en documentos históricos como si fueran territorios propios. El oficio de socióloga la había preparado para ese momento. Sin embargo, con el libro que la hizo ganar un Pulitzer en 2024 lo que buscaba era justicia. Con su nuevo libro, Terrestre, presenta una colección de crónicas que bordean lo imaginario y lo real.
Durante años tres iniciales misteriosas aparecían en las dedicatorias de Cristina: LRG. La muerte de su hermana y lo que le había provocado no eran un tema explícito en su obra o en sus conversaciones públicas. Hasta que en 2020, con la publicación de Autobiografía del algodón (Penguin Random House), la figura de Liliana emergió para marcar un hito en su obra literaria. “Reapareció”, dice Cristina, aunque cree que Liliana nunca se fue realmente.
Mi hermana murió asesinada un 16 de julio de 1990. Para mí la guerra inició ese día [...] Un depredador, un exnovio celoso que prefirió verla muerta a libre, la asfixió en su cuarto de estudiante en la Ciudad de México. — Autobiografía del algodón.
Se escucha el rumor patriarcal
“En un inicio mi intención era reabrir el caso. Mi intención no era literaria. Quería sobre todo saber en qué condiciones estaba [el expediente], si todavía era válida la orden de aprehensión que había existido contra el presunto feminicida. Quería saber qué tenía que hacer para reabrir el caso, si estaba cerrado”, dice en entrevista para Gatopardo.
Durante la exhaustiva investigación para Autobiografía..., Cristina había encontrado el acta de matrimonio de sus abuelos. El documento, como muchos otros de aquellos años en los que la mujer era solo una posesión que pasaba de una mano a otra, decía que su abuelo había “raptado” a la que convirtió en su esposa cuando aún era una niña. “Lo que la palabra rapto confirmaba ahí, frente a mis ojos, era nuestra culpa. La mía", dice en el libro, "Venía de una estirpe de agresores, criminales, malhechores”.
Cinco años después de la publicación del libro que explora el origen de su familia en el norte de México, en esta videollamada desde su residencia auspiciada por The American Academy in Berlin, Cristina me relata ese largo camino personal para desmantelar un discurso que no era suyo, pero que marcó su vida y su obra: el de la culpa. La culpable es Liliana por no separarse de su novio a tiempo, de su familia por no protegerla. Como son culpables las mujeres violentadas por usar faldas muy cortas o por salir a la calle solas. La culpa se reparte pronto, pero tarda mucho en señalar al autor del crimen, si es que algún día lo alcanza.
“La culpa es impuesta por la sociedad; la vergüenza que te impone un sistema que te dice que así tienes que sentirte, que te tienes que callar porque es tu responsabilidad, porque no hiciste lo que se debía. Pero si yo siguiera creyendo eso no habría escrito el libro”, dice la autora. “[El invencible verano de Liliana] es la evidencia de que ese tipo de imposiciones culturales y sociales ya no tienen el efecto que solían tener antes”.
Para poder desmantelar ese pensamiento tuvo que pasar tiempo, el necesario para desarrollar el lenguaje con el que nombramos aquello que ocurría, pero no era concebido. El homicidio de su hermana fue un feminicidio, pero no fue considerado así por la justicia. No existía siquiera esa palabra.
El expediente de Liliana, que había sido herramienta de investigación, se volvió campo de duelo, prueba de impunidad y, más adelante, forma de restitución. Una escritura contra la muerte y el olvido. El invencible verano… es el relato de su travesía para reconstruir aquello que terminó con la vida de su hermana, y conocerla desde otro sitio. Liliana, la joven de 20 años, estudiante de arquitectura, es delineada con las cartas que enviaba a sus amigos y familiares, y las voces de quienes la amaban.
“Hubo personas que me decían: ´oye, pero ¿no es cierto que la encontró con otro?´, ´¿no pensó que lo estaba engañando?´. Fue una serie de rumores que sustituyeron cualquier otro tipo de narrativa”, dice la autora. “Es un rumor patriarcal, y de ahí la necesidad y el compromiso de articular una perspectiva cercana a las palabras escritas de Liliana, y de aquellos que la queremos”.

Un ramo de flores
Cuando ocurrió aquel asesinato, en el verano de 1990, no hacía tanto calor como en esta tarde de marzo. O eso me imagino. El clima, la vegetación y la ciudad se han transformado desde entonces. Cruzo la ciudad rumbo a Azcapotzalco, entre hileras de jacarandas que anuncian una primavera adelantada. El color lila, tan vivo, parece querer disuadirme de mi misión. ¿Por qué escribir sobre la muerte si hoy fue un día soleado y el cielo está “enojosamente azul”?
Comienzo el recorrido por la calle de Mimosas en busca de algo. No sé bien qué. Acaso de su recuerdo, de alguna huella, de algún vestigio de que por estas banquetas caminó una mujer muy libre.
Llego al número que ocupaba su departamento, donde la encontraron muerta. Ha cambiado, como todo en estas calles. Nadie responde el timbre y sigo caminando. Pregunto en un expendio de agua, en una pequeña tienda, en una panadería, en el parque, en la iglesia y en una tortillería. ¿Alguien la recuerda? Algunos, solo un par, recuerdan haber escuchado la historia gracias a una placa que fue colocada a una cuadra, pero ninguno de los vecinos que encuentro vivía aquí en esos años.
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Me detengo frente a la casa de Ignacio Oliveros, quien donó su muro en 2023 para colocar la placa que reza: “Por estas calles anduvo Liliana Rivera Garza. Sus pasos fueron luminosos y audaces en esta tierra”. Ignacio era un adolescente en 1990, “cuando mataron a la muchacha”, pero tampoco conoce los detalles de la historia. “Me acuerdo cuando pasó porque vino mucha policía, pero no supe bien”, dice apenado. En septiembre de 2023 la artista Martha Mega, en una intervención del espacio público, colocó la placa de cerámica y abajo, con letras escritas en barro, un letrero que decía: “Que el recuerdo de su asesino sea devorado por el tiempo y el olvido”. Ese mensaje, con el tiempo, ha desaparecido.
—¿Por qué dio permiso para que pusieran la placa?
—Quería ayudar y es lo único que podía hacer. Recordar a los muertos es importante para la gente, y yo quería ayudarles.
Ignacio cuenta que meses después la hermana de la víctima, Cristina, vino a agradecerle y regalarle un libro, y por eso “más o menos supe qué pasó”. Conoció lo suficiente para sentirse conmovido, pero ahora mismo, en esta tarde calurosa, no recuerda nada.
Continúo preguntando entre los vecinos si alguien recuerda la historia de un feminicidio que no fue nombrado como tal. Una mujer, que lleva un pollo troceado dentro de una bolsa de plástico mientras con la otra mano jala a su hijo de unos 6 años, me responde con fastidio: “¿Asesinato?, ¿apenas o cuándo? Mataron a una señora, pero no fue aquí, sino del otro lado, por el parque”. Le aclaro que hablo de un crimen de hace 30 años y ella me aclara que no había nacido cuando eso ocurrió. Sabré después que se confundía con el caso de Karla Patricia Cortés, una conductora de Uber asesinada meses atrás. Al principio, la Fiscalía no quería investigarlo como un feminicidio.
Camino por calles que llevan nombres de árboles y frutas: ciruelos, duraznos, sauces, fresnos. Me detengo a mirar los letreros. Por alguna razón, siento que esta colonia le gustaba a Liliana. Imagino que alguien que usa diamantina y calcomanías de Hello Kitty en sus cartas encontraría poético caminar por estas calles que, además, están llenas de flores. Lirios, rosas de china, flores de jamaica, flor de laurel, adelfas. Tonos rosas, rojos, blancos y verdes que salpican el gris asfalto. Recuerdo entonces un pasaje del libro, cuando Cristina regresó a estas mismas calles:
Necesito ver el lugar donde estudiaba, le había dicho a Saúl una mañana imposible en Houston. El lugar donde vivía. Las calles por las que caminaba. Las tiendas donde compraba pan. Las fondas en las que comía. Su estación del metro. La parada de su autobús. Necesito ir a dejarle flores en todos esos sitios. — El invencible verano de Liliana
Sigo caminando. Me voy con la sensación de que al menos esa ofrenda de flores se ha logrado.
Una vida en cajas
Entre el duelo y la vergüenza, Cristina tardó 30 años en asomarse a los recuerdos de Liliana, aquellas siete cajas que permanecieron cerradas en lo alto de un armario. Después del asesinato, ella y su madre guardaron todas las pertenencias de Liliana, con la premura de querer alejarse del aquel sitio siniestro lo más pronto posible. Ahí encontró los diarios, las cartas y todas las pistas que le permitieron empezar el camino en la búsqueda de la verdad.
Después, cuando quiso obtener el expediente de la averiguación previa 40/913/990-07, tuvo que cruzar un laberinto burocrático que iba de la Procuraduría local a las delegaciones, a los bancos, a las copias. Nunca había tenido un acercamiento personal a nuestro sistema de justicia. Finalmente logró que le entregaran aquel pequeño expediente, aquella carpetita.
En ella descubrió que, al principio, los agentes habían hecho un trabajo más o menos diligente. Ni ella ni yo podríamos determinarlo con exactitud en un país donde el 95% de los delitos permanecen impunes. Entrevistaron a la familia y los amigos de Liliana, pero no buscaron a los familiares del presunto asesino: Ángel González Ramos, su expareja. Al día siguiente del crimen los policías fueron a la casa de Ángel para hacerle algunas preguntas, pero ya no lo encontraron. Ana, una de las amigas de Liliana, acompañaba a los agentes, y recuerda haber visto a alguien escapar por los techos. Aún no tenían razones para perseguirlo.
La orden de aprehensión fue girada meses después, en noviembre. La fotografía de Ángel González Ramos fue publicada en la prensa. Incluso entonces, a principios de los noventa, la policía sabía que el acusado utilizaba el alias Mitchell Angelo Giovanni, y que pudo haber huido a California. Nadie siguió las pistas. Cristina llegó a los mismos indicios 30 años después, gracias a un correo electrónico que recibió tras la publicación del libro, y un intenso trabajo de investigación de la mano de su esposo. Ángel huyó muy poco tiempo después de cometer el crimen, pero nadie fue a tras él.
“Dios mío, ¿qué no he hecho?”, dice la autora antes de hacer un largo recuento de búsquedas en internet, solicitudes de información y revisión de documentos judiciales en Estados Unidos. “Descubrimos que [Ángel] estuvo viviendo en varios lugares antes de mudarse a Los Ángeles, donde vivía la madre y una hermana. Encontramos la casa que rentaron, órdenes de aprehensión contra la hermana y muchas pistas de su ubicación. Pero eso lo hicimos nosotros, nadie de la Fiscalía lo había hecho”. Nadie, incluso cuatro años después de publicado el libro, ha dado los primeros pasos para encontrar al asesino de Liliana.
Puedo imaginar la frustración de quien busca justicia tres décadas después. Una mañana de noviembre de 2024 llego en busca de Laura Borbolla, la coordinadora General de Acusación, Procedimiento y Enjuiciamiento en la Fiscalía. El acceso es muy difícil. Un grupo de manifestantes protestaba con pintas y pancartas contra la represión policial. Cuando al fin logro llegar a la recepción, después de explicarle a dos policías y una secretaria que no tenía una cita, pero sí un buen motivo para entrar, la encargada de guiarme por el laberinto de oficinas blancas y luz fría me corrige: “La licenciada no atiende aquí”.
Con la dirección correcta emprendo mi camino en la misma colonia Doctores. Llego al nuevo sitio, en el que otro policía y otra recepcionista me miran con sospecha. “No te va a recibir sin cita”, repiten. Pero he perdido todo el día en esto y no veo más opción que entregarme a las fauces de la burocracia e intentarlo. Consigo llegar con la secretaria particular de Borbolla, que me interroga. Le explico que llevo seis meses pidiendo una entrevista, que los encargados de prensa no me la niegan, pero tampoco me dan fecha, que han dejado de responderme el teléfono, que solo le haré a la licenciada un par de preguntas sencillas, que puede no responderme, pero necesito que sepa que hoy, 34 años después de su asesinato, hay alguien, además de sus familiares, preguntando por Liliana. Necesito que sepa que no la hemos olvidado.
Ella me mira con recelo y quizá un poco harta de mis modos torpes y ajenos al lenguaje de la impunidad. Toma el teléfono y puedo, al fin, distinguir el decorado de sus largas uñas de acrílico. Tiene el mar y un atardecer pintado en cada una. Me sorprende la delicadeza de ese trabajo; me sorprende aún más que esas diminutas manchas color amarillo son la única presencia del sol en esta oficina. “La licenciada no va a regresar. Puedes dejarme tu teléfono”, me dice. Me voy derrotada. En las siguientes semanas lo intentaré dos veces más, pero ya casi es Navidad. La licenciada está muy ocupada. Nunca me llaman.
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En marzo de 2025 vuelvo a darle una oportunidad a esta maquinaria estatal. Ante el silencio de los encargados de gestionar entrevistas, decido reaparecer en sus oficinas. Paso una vez más por el edificio central de la Fiscalía. En la banqueta quedan las pintas color violeta de otra protesta. “Justicia para Karla”, “Son unos feminicidas”, “Estamos hartas de la corrupción”. Cinco días antes un grupo de mujeres había protestado por el asesinato de la conductora de Uber en Azcapotzalco.
Esta vez los policías me corrigen mucho antes: las oficinas que busco no están ahí, sino al doblar la esquina. Cuando llego, el ritual se repite: una policía, una recepcionista, una secretaria de uñas largas, extensos pasillos sin sol, las insoportables lámparas de luz blanca y, al fin, la persona que buscaba. La nueva encargada de prensa me recibe con el entusiasmo de quien lleva pocos días en su trabajo. Me promete una respuesta esa misma semana. No sé si es por su amabilidad y su sonrisa, pero decido creerle.
Al salir me encuentro con las largas filas de los que quieren reportar a una persona desaparecida o tienen algún asunto en la Agencia Especializada en Delitos Sexuales. Imagino que alguien allí quizá necesita recuperar un expediente; el camino tortuoso que le espera. En realidad no tengo que imaginar mucho, Cristina lo cuenta en su libro. Pero al final ella llegó mucho más lejos que yo. Se reunió con la entonces procuradora de Justicia, Ernestina Godoy, y la subprocuradora Alicia Rosas Rubí, quien le prometió que daría seguimiento al tema personalmente y la mantendría informada. ¿Le habrán sonreído como a mí cuando le hicieron esa promesa?
“Yo sabía —intelectualmente, por supuesto— cómo se engarza la corrupción y la impunidad [...] estoy al tanto de las organizaciones de mujeres que buscan a sus desaparecidos y mujeres que claman justicia para sus hijas víctimas de feminicidio [...], y una cosa es saber eso y empatizar profundamente, y algo muy distinto es enfrentarse a la lentitud burocrática, a la falta de respuesta, a la indiferencia”, dice en nuestra conversación a la distancia. “Nunca nadie me trató mal en la Fiscalía, pero es el buen trato que no lleva a nada. Uno, por más optimista que sea, por más ánimos que tenga, [tiene] una gran probabilidad de sentirse derrotado”. ¿Será que a todas las funcionarias de justicia les enseñan a ser amables para apaciguar a los desesperados?
Solo una prueba de ADN
Cuando Cristina inició el proceso para revivir el caso, le explicaron que la orden de aprehensión era válida. En su búsqueda, una pista que recibió vía correo electrónico le anunciaba que Mitchell Angelo Giovanni, la otra identidad de Ángel González Ramos, había muerto ahogado durante la pandemia. Formada ya como virtual detective, Cristina fue a Los Ángeles, al sitio donde supuestamente se realizó el funeral. Todo parecía ser cierto.
“Hoy me parece que no quiero creer que ha muerto, [quiero creer] que todavía lo podemos agarrar. Aunque mi parte racional me dice que es muy posible que no sea así. En todo caso, le corresponde a las autoridades mexicanas confirmar”, dice Cristina al hablar del limbo en el que hoy se encuentra el caso.
Como el delito no existía formalmente cuando se cometió, no se trató como un feminicidio. Fue entonces clasificado como homicidio simple, que no homicidio calificado. La diferencia es que el segundo hubiera implicado que Ángel tuvo ventaja sobre la víctima, alevosía, premeditación, saña. Liliana había sido su pareja de forma intermitente desde la adolescencia; se sentía vigilada y controlada por él y, cuando decidió dejarlo, el hombre ingresó a su departamento durante la madrugada y la asfixió. Las autoridades de 1990 determinaron que no se cumplían las cualidades de un delito agravado: era “solo” un homicidio.
Han pasado tantos años que, judicialmente, tal vez ya no hay mucho por hacer. Pero no toda la justicia es punitiva, y Cristina espera algo más que ver al criminal tras las rejas. Lo primero es tener una respuesta, saber si la muerte fue la fuga final del asesino o si se trata de una puesta en escena. Lo segundo es que el “homicidio” de Liliana sea reconocido como lo que fue, un feminicidio, perpetrado por el solo hecho de que ella era mujer, “un crimen de odio”, como adelantaba el periodista Tomás Rojas en sus notas publicadas en La Prensa en 1990.
“Para mi familia esto no sería un alivio, pero sí nos daría cierto tipo de certeza. Y creo que incluso les convendría [a las autoridades] aclarar un caso así. Me parece increíble que un caso que ha sido tan mediático por el libro, que ha estado en boca de tantos... que ni siquiera en este tipo de casos la Fiscalía esté interesada”, explica Cristina.
En su momento, la escritora entregó todos sus hallazgos a Ernestina Godoy, la actual Consejera Jurídica de la Presidencia de México, y a su equipo. Podían ubicar a los familiares de Ángel, su casa en Estados Unidos y en el Estado de México. Podían verificar que Mitchell Angelo Giovanni era en realidad Ángel González Ramos con una sencilla prueba de ADN y, finalmente, podían confirmar su muerte o el montaje de un falso funeral. Podían y pueden. Cuatro años después no lo han hecho. Gracias a las trampas y enredos que ponen el tiempo y el propio sistema judicial, es Laura Borbolla quien debería echar a andar los mecanismos de colaboración entre autoridades. Si hay un impedimento para hacerlo, solo ella lo sabe y solo ella puede hablar del tema. Así me lo informó la Dirección de Comunicación Social desde 2024. Más de siete meses después, la nueva encargada de prensa me abre la posibilidad de hablar con la nueva Fiscal de Investigación del Delito de Feminicidio, Brenda Celina Bazán. Con la misma amabilidad de siempre, me deja con más preguntas que respuestas y sin la confirmación de la entrevista. Hasta ahí llegué. Cristina, por supuesto, sigue.
—¿Por qué seguir buscando información si no has tenido la respuesta que esperabas?
—El hecho de que encontráramos cada vez más información era motivante para seguir adelante. [...] La búsqueda de justicia está llena de espejismos y cuando empecé a escribir el libro, cuando encontré los documentos de Liliana y todo esto se volvió mucho más material y mucho más real, sabía que ya no íbamos a detenernos, que no íbamos a parar.
—¿Qué crees que impidió hacer justicia en ese entonces si la policía ya sabía que Ángel se había dado a la fuga?
—La certeza no la tengo. Pero a mi papá le pidieron una cantidad estratosférica de dinero que no teníamos. Supongo que eso tiene que ver con la reputación de impunidad terrible y corrupción. Mi papá, como quiera, siguió yendo a pedir informes. Nunca le avisaron nada, nunca se comunicaron con él.
En las cajas apiladas en el armario, Cristina también encontró notas escritas por su padre. Eran apuntes de lo poco que lograba saber cada vez que iba a la Procuraduría. Durante años acudió en busca de información. En marzo de 2025, Antonio Rivera Peña murió sin que nadie le respondiera.
Cuando supo de la posible muerte del feminicida, Cristina sospechó, de entrada, que era mentira. “Me parecía una coincidencia demasiado grande que justo cuando yo empecé a buscarlo, el individuo hubiera muerto”, dice. “Sobre todo alguien que tenía antecedentes como falsificador de documentos”.
Durante sus investigaciones logró acercarse al círculo de amistades del feminicida, personas que, en su mayoría, le pidieron no usar sus nombres. Ella misma aún no sabe qué hará con tanta información. Pero algo de esas conversaciones le dio una certeza: había un reconocimiento de su culpabilidad.
Algún amigo o examigo de él me dijo que en su círculo a Ángel González Ramos ya se le conocía como El Chacal. Otros de sus conocidos hablaron de la participación de este individuo en cuestiones cada vez más ilegales y cada vez más peligrosas”, recuerda Cristina. “Los mismos policías en el expediente hablaban de él como una fichita. Hubo mujeres que hablaron de acosos que también sufrieron por parte de él, declaraciones sobre cosas bastante enfermas y perversas que, bueno, habría que cotejar. Pero a pocos les sorprendía saber lo que hizo con mi hermana.
Luego se enteró de la noticia del funeral sin un cuerpo presente, y en las fechas en que la escritora se acercaba cada vez más a su paradero. “Una parte de mí dice ´esto me huele muy mal´; otra parte cree que es muy posible que haya muerto. La cuestión es que para poder estar en paz lo que necesitamos en casa es saber si esta persona, que en efecto murió el 2 de mayo de 2020, es el presunto asesino”.
A veces, sin querer, Cristina se descubre pensando en el feminicida, Ángel González Ramos. ¿Estará vivo? ¿Habrá sido feliz? ¿Habrá regresado a México? Y detiene esos pensamientos. Se esfuerza por no dejar que la sombra ocupe más espacio del necesario.
“No quiero que su gran ímpetu, su gran luminosidad —la de Liliana— sean opacadas por el asesino”, dice. Pero las preguntas vuelven, como el oleaje porque sin certezas, todo son conjeturas. Y porque hay una cadena de interrogantes que solo podría cerrarse con una prueba de ADN.

La revolución de la justicia cotidiana
A veces toma 30 años hablar en voz alta. Toma tiempo reconocernos como víctimas, llamar por su nombre a nuestro agresor y ponerle un título a eso que nos pasó y que hemos cubierto con silencio. Pero el sistema judicial no espera, esa enorme bestia de garras achatadas se mueve lenta, parsimoniosa, con sus toneladas de documentos que apila durante años sin llegar a nada.
Según un reporte de Data Cívica, la tasa de feminicidios se ha mantenido más o menos estable desde 2006, cuando se registraron 1 003 feminicidios por cada 100 000 mujeres. Si consultamos a Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, organización que hizo un conteo a partir de 2012 —cuando el feminicidio comenzó a abrirse paso en los códigos penales de México—, hasta 2022 han sido asesinadas 7 246 mujeres. Solo el 23.32% de los casos terminaron en una sentencia condenatoria; es decir, casi el 77% quedaron impunes. Esta danza de cifras se complica aún más si consideramos todos los asesinatos de mujeres, como el de Karla, la conductora de Uber, que en un inicio no son catalogados como feminicidio aunque el crimen tenga un claro sesgo de género.
Cristina ya no espera que las manifestaciones y la presión pública cambie algo de lo que el sistema de justicia ha sellado por más de 30 años. Lo que espera es un ejemplo de justicia restaurativa. “Para mí, para mi familia es muy importante que, a pesar de que legalmente no se puede revertir el título, digamos el nombre del crimen. Es muy importante que se reconozca que Liliana fue víctima de feminicidio”, dice la autora. “Estoy mucho más al tanto de la importancia de la memoria colectiva y la verdad, [los principios que] están incluidos en la Ley de Víctimas”.
Esta ley, promulgada en 2013, fue un avance para proteger a la víctimas y sus derechos ante la ola de violencia en el país. Se ha convertido en referencia por sus alcances multidimensionales. Habla de crímenes, sí, pero también abre una rendija para que una justicia más flexible logre colarse. En su artículo 22, por ejemplo, habla de “mecanismos para la investigación independiente” que permita “el esclarecimiento histórico preciso de las violaciones de derechos humanos, la dignificación de las víctimas y la recuperación de la memoria histórica”. Más allá de las condenas, se busca el reconocimiento de aquello que nos hizo daño.
“A pesar de todas las evidencias de que no hay una voluntad para hacer cosas que se antojan mínimas, cosas factibles [como una prueba de ADN], sigo trabajando esta idea de lo que es la justicia restaurativa”, dice Cristina. “Una de sus definiciones es que no se repita nunca más. No es solo sobre el caso de mi hermana. El Estado mexicano tiene el compromiso de que este crimen no se repita nunca más”.
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De enero a abril de 2025 se han cometido seis feminicidios en la Ciudad de México, según información de la Fiscalía. Cuatro mujeres fueron asesinadas por su pareja o algún familiar, tres en su propia casa. Solo en enero, en todo el país, 54 mujeres fueron asesinadas en circunstancias similares. Cincuenta y cuatro. Me pregunto si los policías fueron amables con sus familias, si las secretarias les ofrecieron agua mientras esperaban, si les prometieron que pronto tendrían noticias, si les pidieron dejar su número telefónico escrito en una nota sin destino.
Vivir en duelo es esto: nunca estar sola. Invisible pero patente de muchas formas, la presencia de los muertos nos acompaña en los minúsculos intersticios de los días. Por sobre el hombro, a un lado de la voz, en el eco de cada paso. Arriba de las ventanas, en el filo del horizonte, entre las sombras de los árboles. Siempre están allá y siempre están aquí, con y adentro de nosotros, y afuera, envolviéndonos con su calidez, protegiéndonos de la intemperie. — El invencible verano de Liliana
Sin justicia, ni penal ni simbólica, quizá la ausencia de un ser amado solo puede navegarse desde la literatura en todas sus formas. “El luto es algo que se ha estigmatizado y medicalizado mucho. Se le suele presentar como algo a lo que hay que vencer, algo que hay que superar”, dice Rivera Garza.
Eventualmente, nos dicen estas narrativas, tienes que sobreponerte, tienes que dejar eso atrás. Yo creo que hay una relación importante entre los vivos y muertos, que también nos mantiene con vida y que los mantiene presentes. Creo que esta frontera es mucho más porosa de lo que se cree. Creo que hay una interlocución constante y es una conversación importantísima a lo largo de mi vida. No le veo ninguna razón a sobreponerme, quiero que continúe así.
A las faldas del Nevado de Toluca hay una tumba que Cristina y sus padres visitan cada año. Cada aniversario “era una conmemoración que vivíamos de una manera muy solitaria”. Gracias al libro hubo una transformación importante, “nos sentimos más abrazados desde que sabemos que Liliana anda por ahí moviendo corazones, interactuando con otros. Los 16 de julio, a pesar de que son devastadores, también se sienten acompañados. La compañía no quita el dolor, pero cambia su textura”.
Perder a quien se ama de forma violenta y sorpresiva —como le ha pasado a Cristina, a mí, y a miles de personas en México— trastoca la existencia de una manera definitiva. Y si además no hay justicia, el agravio no termina. Se enquista. Se hereda. Se vuelve otra forma del tiempo. De ahí la urgencia de pensar en otras formas de justicia. No solo en la que castiga o pretende retribuir. También la que se construye desde la palabra, la memoria, el duelo acompañado. Cristina lo hace al seguir nombrando a Liliana. Al poner su nombre, su risa y su ternura en la conversación pública. Porque Liliana es una y también miles.
“Cuando nos ponemos de acuerdo y colectivamente extrañamos a las mujeres que nos han arrebatado violentamente, algo importante pasa en el mundo”, dice Cristina. “Es una pequeña revolución cotidiana a la que hay que seguir cuidando, atendiendo y propiciando”.
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Cristina Rivera Garza cruzó los laberintos de la literatura y del sistema judicial mexicano en busca de la verdad. Recibió un Premio Pulitzer en 2024 y publicó un nuevo libro: <i>Terrestre</i>. Cuatro años después de denunciar el feminicidio de su hermana, aún espera justicia.
Liliana metía el dedo en la natilla, reía con la boca abierta, se reía de sí misma y de los demás. Leía como si buscara algo urgente y, cuando lo encontraba, lo compartía con entusiasmo feroz. Era luminosa, pero no ingenua. Dulce, pero implacable. Si le gustaba algo, lo decía. Si no, también. Cuando quería a alguien, lo quería mucho. A veces demasiado. Cuidaba a sus amigos como una madre: los mimaba, los alimentaba, los protegía.
Algo sucede a lo largo de las 302 páginas de El invencible verano de Liliana (Penguin Random House, 2021) que su protagonista se convierte en una compañía íntima, una nueva amiga a la que se ha conocido por casualidad, de la que sabemos poco, pero lo suficiente como para sentir cariño. Cariño y dolor. Liliana es la amiga que se gana y se pierde en apenas unas páginas.
Liliana caminaba por los pasillos de la universidad con una soltura que desarmaba. Una de sus amigas la vio pasar y pensó: “Allá va una mujer libre”. No usaba el feminismo como etiqueta, lo vivía: estaba en la forma en que amaba, en que discutía, en que se reía. Tenía una idea radical del amor: sin celos, sin sumisión. Un amor en el que nadie pertenece a nadie. Tenía, en otras palabras, una libertad que incomodaba. Y fue por eso que la asesinaron. Eso piensa hoy su hermana, la escritora Cristina Rivera Garza.
Cristina aparece en la pantalla con unos lentes grandes de armazón verde. Tiene el cabello recogido, pero algunos mechones plateados se le escapan por los lados, rebeldes, como si algo se negara a estar del todo bajo control. El fondo es blanco y luminoso; se alcanzan a ver muebles perfectamente alineados. Ella está en Alemania. Yo, en México. Entre las dos hay ocho horas de diferencia y lo que hoy nos reúne es algo que ocurrió hace más de 30 años.
Su voz suena segura y tranquila. Cada palabra parece elegida con el cuidado de quien ha vuelto muchas veces al mismo lugar —a veces en busca de sentido; otras, simplemente, para no olvidar—.
“Lo que me impresionó mucho fue lo pequeño que era el expediente”, dice.
Se queda un segundo en silencio.
Ese archivo de la investigación, que debía contener los detalles de la vida y la muerte de su hermana, no era más grueso que una carpeta escolar. Faltaban documentos completos. Faltaban los testimonios que debieron tomarse. Faltaba el registro de las pesquisas. Faltaban algunas preguntas básicas. Lo que sí había: clasificaciones erróneas y silencio.
Cristina ya se había interesado en rastrear la memoria que perdura en un expediente antes de que el de su hermana llegara a sus manos. Con Nadie me verá llorar (Random House, 1999), por primera vez se adentró en documentos históricos como si fueran territorios propios. El oficio de socióloga la había preparado para ese momento. Sin embargo, con el libro que la hizo ganar un Pulitzer en 2024 lo que buscaba era justicia. Con su nuevo libro, Terrestre, presenta una colección de crónicas que bordean lo imaginario y lo real.
Durante años tres iniciales misteriosas aparecían en las dedicatorias de Cristina: LRG. La muerte de su hermana y lo que le había provocado no eran un tema explícito en su obra o en sus conversaciones públicas. Hasta que en 2020, con la publicación de Autobiografía del algodón (Penguin Random House), la figura de Liliana emergió para marcar un hito en su obra literaria. “Reapareció”, dice Cristina, aunque cree que Liliana nunca se fue realmente.
Mi hermana murió asesinada un 16 de julio de 1990. Para mí la guerra inició ese día [...] Un depredador, un exnovio celoso que prefirió verla muerta a libre, la asfixió en su cuarto de estudiante en la Ciudad de México. — Autobiografía del algodón.
Se escucha el rumor patriarcal
“En un inicio mi intención era reabrir el caso. Mi intención no era literaria. Quería sobre todo saber en qué condiciones estaba [el expediente], si todavía era válida la orden de aprehensión que había existido contra el presunto feminicida. Quería saber qué tenía que hacer para reabrir el caso, si estaba cerrado”, dice en entrevista para Gatopardo.
Durante la exhaustiva investigación para Autobiografía..., Cristina había encontrado el acta de matrimonio de sus abuelos. El documento, como muchos otros de aquellos años en los que la mujer era solo una posesión que pasaba de una mano a otra, decía que su abuelo había “raptado” a la que convirtió en su esposa cuando aún era una niña. “Lo que la palabra rapto confirmaba ahí, frente a mis ojos, era nuestra culpa. La mía", dice en el libro, "Venía de una estirpe de agresores, criminales, malhechores”.
Cinco años después de la publicación del libro que explora el origen de su familia en el norte de México, en esta videollamada desde su residencia auspiciada por The American Academy in Berlin, Cristina me relata ese largo camino personal para desmantelar un discurso que no era suyo, pero que marcó su vida y su obra: el de la culpa. La culpable es Liliana por no separarse de su novio a tiempo, de su familia por no protegerla. Como son culpables las mujeres violentadas por usar faldas muy cortas o por salir a la calle solas. La culpa se reparte pronto, pero tarda mucho en señalar al autor del crimen, si es que algún día lo alcanza.
“La culpa es impuesta por la sociedad; la vergüenza que te impone un sistema que te dice que así tienes que sentirte, que te tienes que callar porque es tu responsabilidad, porque no hiciste lo que se debía. Pero si yo siguiera creyendo eso no habría escrito el libro”, dice la autora. “[El invencible verano de Liliana] es la evidencia de que ese tipo de imposiciones culturales y sociales ya no tienen el efecto que solían tener antes”.
Para poder desmantelar ese pensamiento tuvo que pasar tiempo, el necesario para desarrollar el lenguaje con el que nombramos aquello que ocurría, pero no era concebido. El homicidio de su hermana fue un feminicidio, pero no fue considerado así por la justicia. No existía siquiera esa palabra.
El expediente de Liliana, que había sido herramienta de investigación, se volvió campo de duelo, prueba de impunidad y, más adelante, forma de restitución. Una escritura contra la muerte y el olvido. El invencible verano… es el relato de su travesía para reconstruir aquello que terminó con la vida de su hermana, y conocerla desde otro sitio. Liliana, la joven de 20 años, estudiante de arquitectura, es delineada con las cartas que enviaba a sus amigos y familiares, y las voces de quienes la amaban.
“Hubo personas que me decían: ´oye, pero ¿no es cierto que la encontró con otro?´, ´¿no pensó que lo estaba engañando?´. Fue una serie de rumores que sustituyeron cualquier otro tipo de narrativa”, dice la autora. “Es un rumor patriarcal, y de ahí la necesidad y el compromiso de articular una perspectiva cercana a las palabras escritas de Liliana, y de aquellos que la queremos”.

Un ramo de flores
Cuando ocurrió aquel asesinato, en el verano de 1990, no hacía tanto calor como en esta tarde de marzo. O eso me imagino. El clima, la vegetación y la ciudad se han transformado desde entonces. Cruzo la ciudad rumbo a Azcapotzalco, entre hileras de jacarandas que anuncian una primavera adelantada. El color lila, tan vivo, parece querer disuadirme de mi misión. ¿Por qué escribir sobre la muerte si hoy fue un día soleado y el cielo está “enojosamente azul”?
Comienzo el recorrido por la calle de Mimosas en busca de algo. No sé bien qué. Acaso de su recuerdo, de alguna huella, de algún vestigio de que por estas banquetas caminó una mujer muy libre.
Llego al número que ocupaba su departamento, donde la encontraron muerta. Ha cambiado, como todo en estas calles. Nadie responde el timbre y sigo caminando. Pregunto en un expendio de agua, en una pequeña tienda, en una panadería, en el parque, en la iglesia y en una tortillería. ¿Alguien la recuerda? Algunos, solo un par, recuerdan haber escuchado la historia gracias a una placa que fue colocada a una cuadra, pero ninguno de los vecinos que encuentro vivía aquí en esos años.
Te recomendamos leer: Hija del algodón: Cristina Rivera Garza
Me detengo frente a la casa de Ignacio Oliveros, quien donó su muro en 2023 para colocar la placa que reza: “Por estas calles anduvo Liliana Rivera Garza. Sus pasos fueron luminosos y audaces en esta tierra”. Ignacio era un adolescente en 1990, “cuando mataron a la muchacha”, pero tampoco conoce los detalles de la historia. “Me acuerdo cuando pasó porque vino mucha policía, pero no supe bien”, dice apenado. En septiembre de 2023 la artista Martha Mega, en una intervención del espacio público, colocó la placa de cerámica y abajo, con letras escritas en barro, un letrero que decía: “Que el recuerdo de su asesino sea devorado por el tiempo y el olvido”. Ese mensaje, con el tiempo, ha desaparecido.
—¿Por qué dio permiso para que pusieran la placa?
—Quería ayudar y es lo único que podía hacer. Recordar a los muertos es importante para la gente, y yo quería ayudarles.
Ignacio cuenta que meses después la hermana de la víctima, Cristina, vino a agradecerle y regalarle un libro, y por eso “más o menos supe qué pasó”. Conoció lo suficiente para sentirse conmovido, pero ahora mismo, en esta tarde calurosa, no recuerda nada.
Continúo preguntando entre los vecinos si alguien recuerda la historia de un feminicidio que no fue nombrado como tal. Una mujer, que lleva un pollo troceado dentro de una bolsa de plástico mientras con la otra mano jala a su hijo de unos 6 años, me responde con fastidio: “¿Asesinato?, ¿apenas o cuándo? Mataron a una señora, pero no fue aquí, sino del otro lado, por el parque”. Le aclaro que hablo de un crimen de hace 30 años y ella me aclara que no había nacido cuando eso ocurrió. Sabré después que se confundía con el caso de Karla Patricia Cortés, una conductora de Uber asesinada meses atrás. Al principio, la Fiscalía no quería investigarlo como un feminicidio.
Camino por calles que llevan nombres de árboles y frutas: ciruelos, duraznos, sauces, fresnos. Me detengo a mirar los letreros. Por alguna razón, siento que esta colonia le gustaba a Liliana. Imagino que alguien que usa diamantina y calcomanías de Hello Kitty en sus cartas encontraría poético caminar por estas calles que, además, están llenas de flores. Lirios, rosas de china, flores de jamaica, flor de laurel, adelfas. Tonos rosas, rojos, blancos y verdes que salpican el gris asfalto. Recuerdo entonces un pasaje del libro, cuando Cristina regresó a estas mismas calles:
Necesito ver el lugar donde estudiaba, le había dicho a Saúl una mañana imposible en Houston. El lugar donde vivía. Las calles por las que caminaba. Las tiendas donde compraba pan. Las fondas en las que comía. Su estación del metro. La parada de su autobús. Necesito ir a dejarle flores en todos esos sitios. — El invencible verano de Liliana
Sigo caminando. Me voy con la sensación de que al menos esa ofrenda de flores se ha logrado.
Una vida en cajas
Entre el duelo y la vergüenza, Cristina tardó 30 años en asomarse a los recuerdos de Liliana, aquellas siete cajas que permanecieron cerradas en lo alto de un armario. Después del asesinato, ella y su madre guardaron todas las pertenencias de Liliana, con la premura de querer alejarse del aquel sitio siniestro lo más pronto posible. Ahí encontró los diarios, las cartas y todas las pistas que le permitieron empezar el camino en la búsqueda de la verdad.
Después, cuando quiso obtener el expediente de la averiguación previa 40/913/990-07, tuvo que cruzar un laberinto burocrático que iba de la Procuraduría local a las delegaciones, a los bancos, a las copias. Nunca había tenido un acercamiento personal a nuestro sistema de justicia. Finalmente logró que le entregaran aquel pequeño expediente, aquella carpetita.
En ella descubrió que, al principio, los agentes habían hecho un trabajo más o menos diligente. Ni ella ni yo podríamos determinarlo con exactitud en un país donde el 95% de los delitos permanecen impunes. Entrevistaron a la familia y los amigos de Liliana, pero no buscaron a los familiares del presunto asesino: Ángel González Ramos, su expareja. Al día siguiente del crimen los policías fueron a la casa de Ángel para hacerle algunas preguntas, pero ya no lo encontraron. Ana, una de las amigas de Liliana, acompañaba a los agentes, y recuerda haber visto a alguien escapar por los techos. Aún no tenían razones para perseguirlo.
La orden de aprehensión fue girada meses después, en noviembre. La fotografía de Ángel González Ramos fue publicada en la prensa. Incluso entonces, a principios de los noventa, la policía sabía que el acusado utilizaba el alias Mitchell Angelo Giovanni, y que pudo haber huido a California. Nadie siguió las pistas. Cristina llegó a los mismos indicios 30 años después, gracias a un correo electrónico que recibió tras la publicación del libro, y un intenso trabajo de investigación de la mano de su esposo. Ángel huyó muy poco tiempo después de cometer el crimen, pero nadie fue a tras él.
“Dios mío, ¿qué no he hecho?”, dice la autora antes de hacer un largo recuento de búsquedas en internet, solicitudes de información y revisión de documentos judiciales en Estados Unidos. “Descubrimos que [Ángel] estuvo viviendo en varios lugares antes de mudarse a Los Ángeles, donde vivía la madre y una hermana. Encontramos la casa que rentaron, órdenes de aprehensión contra la hermana y muchas pistas de su ubicación. Pero eso lo hicimos nosotros, nadie de la Fiscalía lo había hecho”. Nadie, incluso cuatro años después de publicado el libro, ha dado los primeros pasos para encontrar al asesino de Liliana.
Puedo imaginar la frustración de quien busca justicia tres décadas después. Una mañana de noviembre de 2024 llego en busca de Laura Borbolla, la coordinadora General de Acusación, Procedimiento y Enjuiciamiento en la Fiscalía. El acceso es muy difícil. Un grupo de manifestantes protestaba con pintas y pancartas contra la represión policial. Cuando al fin logro llegar a la recepción, después de explicarle a dos policías y una secretaria que no tenía una cita, pero sí un buen motivo para entrar, la encargada de guiarme por el laberinto de oficinas blancas y luz fría me corrige: “La licenciada no atiende aquí”.
Con la dirección correcta emprendo mi camino en la misma colonia Doctores. Llego al nuevo sitio, en el que otro policía y otra recepcionista me miran con sospecha. “No te va a recibir sin cita”, repiten. Pero he perdido todo el día en esto y no veo más opción que entregarme a las fauces de la burocracia e intentarlo. Consigo llegar con la secretaria particular de Borbolla, que me interroga. Le explico que llevo seis meses pidiendo una entrevista, que los encargados de prensa no me la niegan, pero tampoco me dan fecha, que han dejado de responderme el teléfono, que solo le haré a la licenciada un par de preguntas sencillas, que puede no responderme, pero necesito que sepa que hoy, 34 años después de su asesinato, hay alguien, además de sus familiares, preguntando por Liliana. Necesito que sepa que no la hemos olvidado.
Ella me mira con recelo y quizá un poco harta de mis modos torpes y ajenos al lenguaje de la impunidad. Toma el teléfono y puedo, al fin, distinguir el decorado de sus largas uñas de acrílico. Tiene el mar y un atardecer pintado en cada una. Me sorprende la delicadeza de ese trabajo; me sorprende aún más que esas diminutas manchas color amarillo son la única presencia del sol en esta oficina. “La licenciada no va a regresar. Puedes dejarme tu teléfono”, me dice. Me voy derrotada. En las siguientes semanas lo intentaré dos veces más, pero ya casi es Navidad. La licenciada está muy ocupada. Nunca me llaman.
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En marzo de 2025 vuelvo a darle una oportunidad a esta maquinaria estatal. Ante el silencio de los encargados de gestionar entrevistas, decido reaparecer en sus oficinas. Paso una vez más por el edificio central de la Fiscalía. En la banqueta quedan las pintas color violeta de otra protesta. “Justicia para Karla”, “Son unos feminicidas”, “Estamos hartas de la corrupción”. Cinco días antes un grupo de mujeres había protestado por el asesinato de la conductora de Uber en Azcapotzalco.
Esta vez los policías me corrigen mucho antes: las oficinas que busco no están ahí, sino al doblar la esquina. Cuando llego, el ritual se repite: una policía, una recepcionista, una secretaria de uñas largas, extensos pasillos sin sol, las insoportables lámparas de luz blanca y, al fin, la persona que buscaba. La nueva encargada de prensa me recibe con el entusiasmo de quien lleva pocos días en su trabajo. Me promete una respuesta esa misma semana. No sé si es por su amabilidad y su sonrisa, pero decido creerle.
Al salir me encuentro con las largas filas de los que quieren reportar a una persona desaparecida o tienen algún asunto en la Agencia Especializada en Delitos Sexuales. Imagino que alguien allí quizá necesita recuperar un expediente; el camino tortuoso que le espera. En realidad no tengo que imaginar mucho, Cristina lo cuenta en su libro. Pero al final ella llegó mucho más lejos que yo. Se reunió con la entonces procuradora de Justicia, Ernestina Godoy, y la subprocuradora Alicia Rosas Rubí, quien le prometió que daría seguimiento al tema personalmente y la mantendría informada. ¿Le habrán sonreído como a mí cuando le hicieron esa promesa?
“Yo sabía —intelectualmente, por supuesto— cómo se engarza la corrupción y la impunidad [...] estoy al tanto de las organizaciones de mujeres que buscan a sus desaparecidos y mujeres que claman justicia para sus hijas víctimas de feminicidio [...], y una cosa es saber eso y empatizar profundamente, y algo muy distinto es enfrentarse a la lentitud burocrática, a la falta de respuesta, a la indiferencia”, dice en nuestra conversación a la distancia. “Nunca nadie me trató mal en la Fiscalía, pero es el buen trato que no lleva a nada. Uno, por más optimista que sea, por más ánimos que tenga, [tiene] una gran probabilidad de sentirse derrotado”. ¿Será que a todas las funcionarias de justicia les enseñan a ser amables para apaciguar a los desesperados?
Solo una prueba de ADN
Cuando Cristina inició el proceso para revivir el caso, le explicaron que la orden de aprehensión era válida. En su búsqueda, una pista que recibió vía correo electrónico le anunciaba que Mitchell Angelo Giovanni, la otra identidad de Ángel González Ramos, había muerto ahogado durante la pandemia. Formada ya como virtual detective, Cristina fue a Los Ángeles, al sitio donde supuestamente se realizó el funeral. Todo parecía ser cierto.
“Hoy me parece que no quiero creer que ha muerto, [quiero creer] que todavía lo podemos agarrar. Aunque mi parte racional me dice que es muy posible que no sea así. En todo caso, le corresponde a las autoridades mexicanas confirmar”, dice Cristina al hablar del limbo en el que hoy se encuentra el caso.
Como el delito no existía formalmente cuando se cometió, no se trató como un feminicidio. Fue entonces clasificado como homicidio simple, que no homicidio calificado. La diferencia es que el segundo hubiera implicado que Ángel tuvo ventaja sobre la víctima, alevosía, premeditación, saña. Liliana había sido su pareja de forma intermitente desde la adolescencia; se sentía vigilada y controlada por él y, cuando decidió dejarlo, el hombre ingresó a su departamento durante la madrugada y la asfixió. Las autoridades de 1990 determinaron que no se cumplían las cualidades de un delito agravado: era “solo” un homicidio.
Han pasado tantos años que, judicialmente, tal vez ya no hay mucho por hacer. Pero no toda la justicia es punitiva, y Cristina espera algo más que ver al criminal tras las rejas. Lo primero es tener una respuesta, saber si la muerte fue la fuga final del asesino o si se trata de una puesta en escena. Lo segundo es que el “homicidio” de Liliana sea reconocido como lo que fue, un feminicidio, perpetrado por el solo hecho de que ella era mujer, “un crimen de odio”, como adelantaba el periodista Tomás Rojas en sus notas publicadas en La Prensa en 1990.
“Para mi familia esto no sería un alivio, pero sí nos daría cierto tipo de certeza. Y creo que incluso les convendría [a las autoridades] aclarar un caso así. Me parece increíble que un caso que ha sido tan mediático por el libro, que ha estado en boca de tantos... que ni siquiera en este tipo de casos la Fiscalía esté interesada”, explica Cristina.
En su momento, la escritora entregó todos sus hallazgos a Ernestina Godoy, la actual Consejera Jurídica de la Presidencia de México, y a su equipo. Podían ubicar a los familiares de Ángel, su casa en Estados Unidos y en el Estado de México. Podían verificar que Mitchell Angelo Giovanni era en realidad Ángel González Ramos con una sencilla prueba de ADN y, finalmente, podían confirmar su muerte o el montaje de un falso funeral. Podían y pueden. Cuatro años después no lo han hecho. Gracias a las trampas y enredos que ponen el tiempo y el propio sistema judicial, es Laura Borbolla quien debería echar a andar los mecanismos de colaboración entre autoridades. Si hay un impedimento para hacerlo, solo ella lo sabe y solo ella puede hablar del tema. Así me lo informó la Dirección de Comunicación Social desde 2024. Más de siete meses después, la nueva encargada de prensa me abre la posibilidad de hablar con la nueva Fiscal de Investigación del Delito de Feminicidio, Brenda Celina Bazán. Con la misma amabilidad de siempre, me deja con más preguntas que respuestas y sin la confirmación de la entrevista. Hasta ahí llegué. Cristina, por supuesto, sigue.
—¿Por qué seguir buscando información si no has tenido la respuesta que esperabas?
—El hecho de que encontráramos cada vez más información era motivante para seguir adelante. [...] La búsqueda de justicia está llena de espejismos y cuando empecé a escribir el libro, cuando encontré los documentos de Liliana y todo esto se volvió mucho más material y mucho más real, sabía que ya no íbamos a detenernos, que no íbamos a parar.
—¿Qué crees que impidió hacer justicia en ese entonces si la policía ya sabía que Ángel se había dado a la fuga?
—La certeza no la tengo. Pero a mi papá le pidieron una cantidad estratosférica de dinero que no teníamos. Supongo que eso tiene que ver con la reputación de impunidad terrible y corrupción. Mi papá, como quiera, siguió yendo a pedir informes. Nunca le avisaron nada, nunca se comunicaron con él.
En las cajas apiladas en el armario, Cristina también encontró notas escritas por su padre. Eran apuntes de lo poco que lograba saber cada vez que iba a la Procuraduría. Durante años acudió en busca de información. En marzo de 2025, Antonio Rivera Peña murió sin que nadie le respondiera.
Cuando supo de la posible muerte del feminicida, Cristina sospechó, de entrada, que era mentira. “Me parecía una coincidencia demasiado grande que justo cuando yo empecé a buscarlo, el individuo hubiera muerto”, dice. “Sobre todo alguien que tenía antecedentes como falsificador de documentos”.
Durante sus investigaciones logró acercarse al círculo de amistades del feminicida, personas que, en su mayoría, le pidieron no usar sus nombres. Ella misma aún no sabe qué hará con tanta información. Pero algo de esas conversaciones le dio una certeza: había un reconocimiento de su culpabilidad.
Algún amigo o examigo de él me dijo que en su círculo a Ángel González Ramos ya se le conocía como El Chacal. Otros de sus conocidos hablaron de la participación de este individuo en cuestiones cada vez más ilegales y cada vez más peligrosas”, recuerda Cristina. “Los mismos policías en el expediente hablaban de él como una fichita. Hubo mujeres que hablaron de acosos que también sufrieron por parte de él, declaraciones sobre cosas bastante enfermas y perversas que, bueno, habría que cotejar. Pero a pocos les sorprendía saber lo que hizo con mi hermana.
Luego se enteró de la noticia del funeral sin un cuerpo presente, y en las fechas en que la escritora se acercaba cada vez más a su paradero. “Una parte de mí dice ´esto me huele muy mal´; otra parte cree que es muy posible que haya muerto. La cuestión es que para poder estar en paz lo que necesitamos en casa es saber si esta persona, que en efecto murió el 2 de mayo de 2020, es el presunto asesino”.
A veces, sin querer, Cristina se descubre pensando en el feminicida, Ángel González Ramos. ¿Estará vivo? ¿Habrá sido feliz? ¿Habrá regresado a México? Y detiene esos pensamientos. Se esfuerza por no dejar que la sombra ocupe más espacio del necesario.
“No quiero que su gran ímpetu, su gran luminosidad —la de Liliana— sean opacadas por el asesino”, dice. Pero las preguntas vuelven, como el oleaje porque sin certezas, todo son conjeturas. Y porque hay una cadena de interrogantes que solo podría cerrarse con una prueba de ADN.

La revolución de la justicia cotidiana
A veces toma 30 años hablar en voz alta. Toma tiempo reconocernos como víctimas, llamar por su nombre a nuestro agresor y ponerle un título a eso que nos pasó y que hemos cubierto con silencio. Pero el sistema judicial no espera, esa enorme bestia de garras achatadas se mueve lenta, parsimoniosa, con sus toneladas de documentos que apila durante años sin llegar a nada.
Según un reporte de Data Cívica, la tasa de feminicidios se ha mantenido más o menos estable desde 2006, cuando se registraron 1 003 feminicidios por cada 100 000 mujeres. Si consultamos a Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, organización que hizo un conteo a partir de 2012 —cuando el feminicidio comenzó a abrirse paso en los códigos penales de México—, hasta 2022 han sido asesinadas 7 246 mujeres. Solo el 23.32% de los casos terminaron en una sentencia condenatoria; es decir, casi el 77% quedaron impunes. Esta danza de cifras se complica aún más si consideramos todos los asesinatos de mujeres, como el de Karla, la conductora de Uber, que en un inicio no son catalogados como feminicidio aunque el crimen tenga un claro sesgo de género.
Cristina ya no espera que las manifestaciones y la presión pública cambie algo de lo que el sistema de justicia ha sellado por más de 30 años. Lo que espera es un ejemplo de justicia restaurativa. “Para mí, para mi familia es muy importante que, a pesar de que legalmente no se puede revertir el título, digamos el nombre del crimen. Es muy importante que se reconozca que Liliana fue víctima de feminicidio”, dice la autora. “Estoy mucho más al tanto de la importancia de la memoria colectiva y la verdad, [los principios que] están incluidos en la Ley de Víctimas”.
Esta ley, promulgada en 2013, fue un avance para proteger a la víctimas y sus derechos ante la ola de violencia en el país. Se ha convertido en referencia por sus alcances multidimensionales. Habla de crímenes, sí, pero también abre una rendija para que una justicia más flexible logre colarse. En su artículo 22, por ejemplo, habla de “mecanismos para la investigación independiente” que permita “el esclarecimiento histórico preciso de las violaciones de derechos humanos, la dignificación de las víctimas y la recuperación de la memoria histórica”. Más allá de las condenas, se busca el reconocimiento de aquello que nos hizo daño.
“A pesar de todas las evidencias de que no hay una voluntad para hacer cosas que se antojan mínimas, cosas factibles [como una prueba de ADN], sigo trabajando esta idea de lo que es la justicia restaurativa”, dice Cristina. “Una de sus definiciones es que no se repita nunca más. No es solo sobre el caso de mi hermana. El Estado mexicano tiene el compromiso de que este crimen no se repita nunca más”.
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De enero a abril de 2025 se han cometido seis feminicidios en la Ciudad de México, según información de la Fiscalía. Cuatro mujeres fueron asesinadas por su pareja o algún familiar, tres en su propia casa. Solo en enero, en todo el país, 54 mujeres fueron asesinadas en circunstancias similares. Cincuenta y cuatro. Me pregunto si los policías fueron amables con sus familias, si las secretarias les ofrecieron agua mientras esperaban, si les prometieron que pronto tendrían noticias, si les pidieron dejar su número telefónico escrito en una nota sin destino.
Vivir en duelo es esto: nunca estar sola. Invisible pero patente de muchas formas, la presencia de los muertos nos acompaña en los minúsculos intersticios de los días. Por sobre el hombro, a un lado de la voz, en el eco de cada paso. Arriba de las ventanas, en el filo del horizonte, entre las sombras de los árboles. Siempre están allá y siempre están aquí, con y adentro de nosotros, y afuera, envolviéndonos con su calidez, protegiéndonos de la intemperie. — El invencible verano de Liliana
Sin justicia, ni penal ni simbólica, quizá la ausencia de un ser amado solo puede navegarse desde la literatura en todas sus formas. “El luto es algo que se ha estigmatizado y medicalizado mucho. Se le suele presentar como algo a lo que hay que vencer, algo que hay que superar”, dice Rivera Garza.
Eventualmente, nos dicen estas narrativas, tienes que sobreponerte, tienes que dejar eso atrás. Yo creo que hay una relación importante entre los vivos y muertos, que también nos mantiene con vida y que los mantiene presentes. Creo que esta frontera es mucho más porosa de lo que se cree. Creo que hay una interlocución constante y es una conversación importantísima a lo largo de mi vida. No le veo ninguna razón a sobreponerme, quiero que continúe así.
A las faldas del Nevado de Toluca hay una tumba que Cristina y sus padres visitan cada año. Cada aniversario “era una conmemoración que vivíamos de una manera muy solitaria”. Gracias al libro hubo una transformación importante, “nos sentimos más abrazados desde que sabemos que Liliana anda por ahí moviendo corazones, interactuando con otros. Los 16 de julio, a pesar de que son devastadores, también se sienten acompañados. La compañía no quita el dolor, pero cambia su textura”.
Perder a quien se ama de forma violenta y sorpresiva —como le ha pasado a Cristina, a mí, y a miles de personas en México— trastoca la existencia de una manera definitiva. Y si además no hay justicia, el agravio no termina. Se enquista. Se hereda. Se vuelve otra forma del tiempo. De ahí la urgencia de pensar en otras formas de justicia. No solo en la que castiga o pretende retribuir. También la que se construye desde la palabra, la memoria, el duelo acompañado. Cristina lo hace al seguir nombrando a Liliana. Al poner su nombre, su risa y su ternura en la conversación pública. Porque Liliana es una y también miles.
“Cuando nos ponemos de acuerdo y colectivamente extrañamos a las mujeres que nos han arrebatado violentamente, algo importante pasa en el mundo”, dice Cristina. “Es una pequeña revolución cotidiana a la que hay que seguir cuidando, atendiendo y propiciando”.
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Durante años tres iniciales misteriosas aparecían en las dedicatorias de Cristina: LRG. La muerte de su hermana y lo que le había provocado no eran un tema explícito en su obra o en sus conversaciones públicas.
Cristina Rivera Garza cruzó los laberintos de la literatura y del sistema judicial mexicano en busca de la verdad. Recibió un Premio Pulitzer en 2024 y publicó un nuevo libro: <i>Terrestre</i>. Cuatro años después de denunciar el feminicidio de su hermana, aún espera justicia.
Liliana metía el dedo en la natilla, reía con la boca abierta, se reía de sí misma y de los demás. Leía como si buscara algo urgente y, cuando lo encontraba, lo compartía con entusiasmo feroz. Era luminosa, pero no ingenua. Dulce, pero implacable. Si le gustaba algo, lo decía. Si no, también. Cuando quería a alguien, lo quería mucho. A veces demasiado. Cuidaba a sus amigos como una madre: los mimaba, los alimentaba, los protegía.
Algo sucede a lo largo de las 302 páginas de El invencible verano de Liliana (Penguin Random House, 2021) que su protagonista se convierte en una compañía íntima, una nueva amiga a la que se ha conocido por casualidad, de la que sabemos poco, pero lo suficiente como para sentir cariño. Cariño y dolor. Liliana es la amiga que se gana y se pierde en apenas unas páginas.
Liliana caminaba por los pasillos de la universidad con una soltura que desarmaba. Una de sus amigas la vio pasar y pensó: “Allá va una mujer libre”. No usaba el feminismo como etiqueta, lo vivía: estaba en la forma en que amaba, en que discutía, en que se reía. Tenía una idea radical del amor: sin celos, sin sumisión. Un amor en el que nadie pertenece a nadie. Tenía, en otras palabras, una libertad que incomodaba. Y fue por eso que la asesinaron. Eso piensa hoy su hermana, la escritora Cristina Rivera Garza.
Cristina aparece en la pantalla con unos lentes grandes de armazón verde. Tiene el cabello recogido, pero algunos mechones plateados se le escapan por los lados, rebeldes, como si algo se negara a estar del todo bajo control. El fondo es blanco y luminoso; se alcanzan a ver muebles perfectamente alineados. Ella está en Alemania. Yo, en México. Entre las dos hay ocho horas de diferencia y lo que hoy nos reúne es algo que ocurrió hace más de 30 años.
Su voz suena segura y tranquila. Cada palabra parece elegida con el cuidado de quien ha vuelto muchas veces al mismo lugar —a veces en busca de sentido; otras, simplemente, para no olvidar—.
“Lo que me impresionó mucho fue lo pequeño que era el expediente”, dice.
Se queda un segundo en silencio.
Ese archivo de la investigación, que debía contener los detalles de la vida y la muerte de su hermana, no era más grueso que una carpeta escolar. Faltaban documentos completos. Faltaban los testimonios que debieron tomarse. Faltaba el registro de las pesquisas. Faltaban algunas preguntas básicas. Lo que sí había: clasificaciones erróneas y silencio.
Cristina ya se había interesado en rastrear la memoria que perdura en un expediente antes de que el de su hermana llegara a sus manos. Con Nadie me verá llorar (Random House, 1999), por primera vez se adentró en documentos históricos como si fueran territorios propios. El oficio de socióloga la había preparado para ese momento. Sin embargo, con el libro que la hizo ganar un Pulitzer en 2024 lo que buscaba era justicia. Con su nuevo libro, Terrestre, presenta una colección de crónicas que bordean lo imaginario y lo real.
Durante años tres iniciales misteriosas aparecían en las dedicatorias de Cristina: LRG. La muerte de su hermana y lo que le había provocado no eran un tema explícito en su obra o en sus conversaciones públicas. Hasta que en 2020, con la publicación de Autobiografía del algodón (Penguin Random House), la figura de Liliana emergió para marcar un hito en su obra literaria. “Reapareció”, dice Cristina, aunque cree que Liliana nunca se fue realmente.
Mi hermana murió asesinada un 16 de julio de 1990. Para mí la guerra inició ese día [...] Un depredador, un exnovio celoso que prefirió verla muerta a libre, la asfixió en su cuarto de estudiante en la Ciudad de México. — Autobiografía del algodón.
Se escucha el rumor patriarcal
“En un inicio mi intención era reabrir el caso. Mi intención no era literaria. Quería sobre todo saber en qué condiciones estaba [el expediente], si todavía era válida la orden de aprehensión que había existido contra el presunto feminicida. Quería saber qué tenía que hacer para reabrir el caso, si estaba cerrado”, dice en entrevista para Gatopardo.
Durante la exhaustiva investigación para Autobiografía..., Cristina había encontrado el acta de matrimonio de sus abuelos. El documento, como muchos otros de aquellos años en los que la mujer era solo una posesión que pasaba de una mano a otra, decía que su abuelo había “raptado” a la que convirtió en su esposa cuando aún era una niña. “Lo que la palabra rapto confirmaba ahí, frente a mis ojos, era nuestra culpa. La mía", dice en el libro, "Venía de una estirpe de agresores, criminales, malhechores”.
Cinco años después de la publicación del libro que explora el origen de su familia en el norte de México, en esta videollamada desde su residencia auspiciada por The American Academy in Berlin, Cristina me relata ese largo camino personal para desmantelar un discurso que no era suyo, pero que marcó su vida y su obra: el de la culpa. La culpable es Liliana por no separarse de su novio a tiempo, de su familia por no protegerla. Como son culpables las mujeres violentadas por usar faldas muy cortas o por salir a la calle solas. La culpa se reparte pronto, pero tarda mucho en señalar al autor del crimen, si es que algún día lo alcanza.
“La culpa es impuesta por la sociedad; la vergüenza que te impone un sistema que te dice que así tienes que sentirte, que te tienes que callar porque es tu responsabilidad, porque no hiciste lo que se debía. Pero si yo siguiera creyendo eso no habría escrito el libro”, dice la autora. “[El invencible verano de Liliana] es la evidencia de que ese tipo de imposiciones culturales y sociales ya no tienen el efecto que solían tener antes”.
Para poder desmantelar ese pensamiento tuvo que pasar tiempo, el necesario para desarrollar el lenguaje con el que nombramos aquello que ocurría, pero no era concebido. El homicidio de su hermana fue un feminicidio, pero no fue considerado así por la justicia. No existía siquiera esa palabra.
El expediente de Liliana, que había sido herramienta de investigación, se volvió campo de duelo, prueba de impunidad y, más adelante, forma de restitución. Una escritura contra la muerte y el olvido. El invencible verano… es el relato de su travesía para reconstruir aquello que terminó con la vida de su hermana, y conocerla desde otro sitio. Liliana, la joven de 20 años, estudiante de arquitectura, es delineada con las cartas que enviaba a sus amigos y familiares, y las voces de quienes la amaban.
“Hubo personas que me decían: ´oye, pero ¿no es cierto que la encontró con otro?´, ´¿no pensó que lo estaba engañando?´. Fue una serie de rumores que sustituyeron cualquier otro tipo de narrativa”, dice la autora. “Es un rumor patriarcal, y de ahí la necesidad y el compromiso de articular una perspectiva cercana a las palabras escritas de Liliana, y de aquellos que la queremos”.

Un ramo de flores
Cuando ocurrió aquel asesinato, en el verano de 1990, no hacía tanto calor como en esta tarde de marzo. O eso me imagino. El clima, la vegetación y la ciudad se han transformado desde entonces. Cruzo la ciudad rumbo a Azcapotzalco, entre hileras de jacarandas que anuncian una primavera adelantada. El color lila, tan vivo, parece querer disuadirme de mi misión. ¿Por qué escribir sobre la muerte si hoy fue un día soleado y el cielo está “enojosamente azul”?
Comienzo el recorrido por la calle de Mimosas en busca de algo. No sé bien qué. Acaso de su recuerdo, de alguna huella, de algún vestigio de que por estas banquetas caminó una mujer muy libre.
Llego al número que ocupaba su departamento, donde la encontraron muerta. Ha cambiado, como todo en estas calles. Nadie responde el timbre y sigo caminando. Pregunto en un expendio de agua, en una pequeña tienda, en una panadería, en el parque, en la iglesia y en una tortillería. ¿Alguien la recuerda? Algunos, solo un par, recuerdan haber escuchado la historia gracias a una placa que fue colocada a una cuadra, pero ninguno de los vecinos que encuentro vivía aquí en esos años.
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Me detengo frente a la casa de Ignacio Oliveros, quien donó su muro en 2023 para colocar la placa que reza: “Por estas calles anduvo Liliana Rivera Garza. Sus pasos fueron luminosos y audaces en esta tierra”. Ignacio era un adolescente en 1990, “cuando mataron a la muchacha”, pero tampoco conoce los detalles de la historia. “Me acuerdo cuando pasó porque vino mucha policía, pero no supe bien”, dice apenado. En septiembre de 2023 la artista Martha Mega, en una intervención del espacio público, colocó la placa de cerámica y abajo, con letras escritas en barro, un letrero que decía: “Que el recuerdo de su asesino sea devorado por el tiempo y el olvido”. Ese mensaje, con el tiempo, ha desaparecido.
—¿Por qué dio permiso para que pusieran la placa?
—Quería ayudar y es lo único que podía hacer. Recordar a los muertos es importante para la gente, y yo quería ayudarles.
Ignacio cuenta que meses después la hermana de la víctima, Cristina, vino a agradecerle y regalarle un libro, y por eso “más o menos supe qué pasó”. Conoció lo suficiente para sentirse conmovido, pero ahora mismo, en esta tarde calurosa, no recuerda nada.
Continúo preguntando entre los vecinos si alguien recuerda la historia de un feminicidio que no fue nombrado como tal. Una mujer, que lleva un pollo troceado dentro de una bolsa de plástico mientras con la otra mano jala a su hijo de unos 6 años, me responde con fastidio: “¿Asesinato?, ¿apenas o cuándo? Mataron a una señora, pero no fue aquí, sino del otro lado, por el parque”. Le aclaro que hablo de un crimen de hace 30 años y ella me aclara que no había nacido cuando eso ocurrió. Sabré después que se confundía con el caso de Karla Patricia Cortés, una conductora de Uber asesinada meses atrás. Al principio, la Fiscalía no quería investigarlo como un feminicidio.
Camino por calles que llevan nombres de árboles y frutas: ciruelos, duraznos, sauces, fresnos. Me detengo a mirar los letreros. Por alguna razón, siento que esta colonia le gustaba a Liliana. Imagino que alguien que usa diamantina y calcomanías de Hello Kitty en sus cartas encontraría poético caminar por estas calles que, además, están llenas de flores. Lirios, rosas de china, flores de jamaica, flor de laurel, adelfas. Tonos rosas, rojos, blancos y verdes que salpican el gris asfalto. Recuerdo entonces un pasaje del libro, cuando Cristina regresó a estas mismas calles:
Necesito ver el lugar donde estudiaba, le había dicho a Saúl una mañana imposible en Houston. El lugar donde vivía. Las calles por las que caminaba. Las tiendas donde compraba pan. Las fondas en las que comía. Su estación del metro. La parada de su autobús. Necesito ir a dejarle flores en todos esos sitios. — El invencible verano de Liliana
Sigo caminando. Me voy con la sensación de que al menos esa ofrenda de flores se ha logrado.
Una vida en cajas
Entre el duelo y la vergüenza, Cristina tardó 30 años en asomarse a los recuerdos de Liliana, aquellas siete cajas que permanecieron cerradas en lo alto de un armario. Después del asesinato, ella y su madre guardaron todas las pertenencias de Liliana, con la premura de querer alejarse del aquel sitio siniestro lo más pronto posible. Ahí encontró los diarios, las cartas y todas las pistas que le permitieron empezar el camino en la búsqueda de la verdad.
Después, cuando quiso obtener el expediente de la averiguación previa 40/913/990-07, tuvo que cruzar un laberinto burocrático que iba de la Procuraduría local a las delegaciones, a los bancos, a las copias. Nunca había tenido un acercamiento personal a nuestro sistema de justicia. Finalmente logró que le entregaran aquel pequeño expediente, aquella carpetita.
En ella descubrió que, al principio, los agentes habían hecho un trabajo más o menos diligente. Ni ella ni yo podríamos determinarlo con exactitud en un país donde el 95% de los delitos permanecen impunes. Entrevistaron a la familia y los amigos de Liliana, pero no buscaron a los familiares del presunto asesino: Ángel González Ramos, su expareja. Al día siguiente del crimen los policías fueron a la casa de Ángel para hacerle algunas preguntas, pero ya no lo encontraron. Ana, una de las amigas de Liliana, acompañaba a los agentes, y recuerda haber visto a alguien escapar por los techos. Aún no tenían razones para perseguirlo.
La orden de aprehensión fue girada meses después, en noviembre. La fotografía de Ángel González Ramos fue publicada en la prensa. Incluso entonces, a principios de los noventa, la policía sabía que el acusado utilizaba el alias Mitchell Angelo Giovanni, y que pudo haber huido a California. Nadie siguió las pistas. Cristina llegó a los mismos indicios 30 años después, gracias a un correo electrónico que recibió tras la publicación del libro, y un intenso trabajo de investigación de la mano de su esposo. Ángel huyó muy poco tiempo después de cometer el crimen, pero nadie fue a tras él.
“Dios mío, ¿qué no he hecho?”, dice la autora antes de hacer un largo recuento de búsquedas en internet, solicitudes de información y revisión de documentos judiciales en Estados Unidos. “Descubrimos que [Ángel] estuvo viviendo en varios lugares antes de mudarse a Los Ángeles, donde vivía la madre y una hermana. Encontramos la casa que rentaron, órdenes de aprehensión contra la hermana y muchas pistas de su ubicación. Pero eso lo hicimos nosotros, nadie de la Fiscalía lo había hecho”. Nadie, incluso cuatro años después de publicado el libro, ha dado los primeros pasos para encontrar al asesino de Liliana.
Puedo imaginar la frustración de quien busca justicia tres décadas después. Una mañana de noviembre de 2024 llego en busca de Laura Borbolla, la coordinadora General de Acusación, Procedimiento y Enjuiciamiento en la Fiscalía. El acceso es muy difícil. Un grupo de manifestantes protestaba con pintas y pancartas contra la represión policial. Cuando al fin logro llegar a la recepción, después de explicarle a dos policías y una secretaria que no tenía una cita, pero sí un buen motivo para entrar, la encargada de guiarme por el laberinto de oficinas blancas y luz fría me corrige: “La licenciada no atiende aquí”.
Con la dirección correcta emprendo mi camino en la misma colonia Doctores. Llego al nuevo sitio, en el que otro policía y otra recepcionista me miran con sospecha. “No te va a recibir sin cita”, repiten. Pero he perdido todo el día en esto y no veo más opción que entregarme a las fauces de la burocracia e intentarlo. Consigo llegar con la secretaria particular de Borbolla, que me interroga. Le explico que llevo seis meses pidiendo una entrevista, que los encargados de prensa no me la niegan, pero tampoco me dan fecha, que han dejado de responderme el teléfono, que solo le haré a la licenciada un par de preguntas sencillas, que puede no responderme, pero necesito que sepa que hoy, 34 años después de su asesinato, hay alguien, además de sus familiares, preguntando por Liliana. Necesito que sepa que no la hemos olvidado.
Ella me mira con recelo y quizá un poco harta de mis modos torpes y ajenos al lenguaje de la impunidad. Toma el teléfono y puedo, al fin, distinguir el decorado de sus largas uñas de acrílico. Tiene el mar y un atardecer pintado en cada una. Me sorprende la delicadeza de ese trabajo; me sorprende aún más que esas diminutas manchas color amarillo son la única presencia del sol en esta oficina. “La licenciada no va a regresar. Puedes dejarme tu teléfono”, me dice. Me voy derrotada. En las siguientes semanas lo intentaré dos veces más, pero ya casi es Navidad. La licenciada está muy ocupada. Nunca me llaman.
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En marzo de 2025 vuelvo a darle una oportunidad a esta maquinaria estatal. Ante el silencio de los encargados de gestionar entrevistas, decido reaparecer en sus oficinas. Paso una vez más por el edificio central de la Fiscalía. En la banqueta quedan las pintas color violeta de otra protesta. “Justicia para Karla”, “Son unos feminicidas”, “Estamos hartas de la corrupción”. Cinco días antes un grupo de mujeres había protestado por el asesinato de la conductora de Uber en Azcapotzalco.
Esta vez los policías me corrigen mucho antes: las oficinas que busco no están ahí, sino al doblar la esquina. Cuando llego, el ritual se repite: una policía, una recepcionista, una secretaria de uñas largas, extensos pasillos sin sol, las insoportables lámparas de luz blanca y, al fin, la persona que buscaba. La nueva encargada de prensa me recibe con el entusiasmo de quien lleva pocos días en su trabajo. Me promete una respuesta esa misma semana. No sé si es por su amabilidad y su sonrisa, pero decido creerle.
Al salir me encuentro con las largas filas de los que quieren reportar a una persona desaparecida o tienen algún asunto en la Agencia Especializada en Delitos Sexuales. Imagino que alguien allí quizá necesita recuperar un expediente; el camino tortuoso que le espera. En realidad no tengo que imaginar mucho, Cristina lo cuenta en su libro. Pero al final ella llegó mucho más lejos que yo. Se reunió con la entonces procuradora de Justicia, Ernestina Godoy, y la subprocuradora Alicia Rosas Rubí, quien le prometió que daría seguimiento al tema personalmente y la mantendría informada. ¿Le habrán sonreído como a mí cuando le hicieron esa promesa?
“Yo sabía —intelectualmente, por supuesto— cómo se engarza la corrupción y la impunidad [...] estoy al tanto de las organizaciones de mujeres que buscan a sus desaparecidos y mujeres que claman justicia para sus hijas víctimas de feminicidio [...], y una cosa es saber eso y empatizar profundamente, y algo muy distinto es enfrentarse a la lentitud burocrática, a la falta de respuesta, a la indiferencia”, dice en nuestra conversación a la distancia. “Nunca nadie me trató mal en la Fiscalía, pero es el buen trato que no lleva a nada. Uno, por más optimista que sea, por más ánimos que tenga, [tiene] una gran probabilidad de sentirse derrotado”. ¿Será que a todas las funcionarias de justicia les enseñan a ser amables para apaciguar a los desesperados?
Solo una prueba de ADN
Cuando Cristina inició el proceso para revivir el caso, le explicaron que la orden de aprehensión era válida. En su búsqueda, una pista que recibió vía correo electrónico le anunciaba que Mitchell Angelo Giovanni, la otra identidad de Ángel González Ramos, había muerto ahogado durante la pandemia. Formada ya como virtual detective, Cristina fue a Los Ángeles, al sitio donde supuestamente se realizó el funeral. Todo parecía ser cierto.
“Hoy me parece que no quiero creer que ha muerto, [quiero creer] que todavía lo podemos agarrar. Aunque mi parte racional me dice que es muy posible que no sea así. En todo caso, le corresponde a las autoridades mexicanas confirmar”, dice Cristina al hablar del limbo en el que hoy se encuentra el caso.
Como el delito no existía formalmente cuando se cometió, no se trató como un feminicidio. Fue entonces clasificado como homicidio simple, que no homicidio calificado. La diferencia es que el segundo hubiera implicado que Ángel tuvo ventaja sobre la víctima, alevosía, premeditación, saña. Liliana había sido su pareja de forma intermitente desde la adolescencia; se sentía vigilada y controlada por él y, cuando decidió dejarlo, el hombre ingresó a su departamento durante la madrugada y la asfixió. Las autoridades de 1990 determinaron que no se cumplían las cualidades de un delito agravado: era “solo” un homicidio.
Han pasado tantos años que, judicialmente, tal vez ya no hay mucho por hacer. Pero no toda la justicia es punitiva, y Cristina espera algo más que ver al criminal tras las rejas. Lo primero es tener una respuesta, saber si la muerte fue la fuga final del asesino o si se trata de una puesta en escena. Lo segundo es que el “homicidio” de Liliana sea reconocido como lo que fue, un feminicidio, perpetrado por el solo hecho de que ella era mujer, “un crimen de odio”, como adelantaba el periodista Tomás Rojas en sus notas publicadas en La Prensa en 1990.
“Para mi familia esto no sería un alivio, pero sí nos daría cierto tipo de certeza. Y creo que incluso les convendría [a las autoridades] aclarar un caso así. Me parece increíble que un caso que ha sido tan mediático por el libro, que ha estado en boca de tantos... que ni siquiera en este tipo de casos la Fiscalía esté interesada”, explica Cristina.
En su momento, la escritora entregó todos sus hallazgos a Ernestina Godoy, la actual Consejera Jurídica de la Presidencia de México, y a su equipo. Podían ubicar a los familiares de Ángel, su casa en Estados Unidos y en el Estado de México. Podían verificar que Mitchell Angelo Giovanni era en realidad Ángel González Ramos con una sencilla prueba de ADN y, finalmente, podían confirmar su muerte o el montaje de un falso funeral. Podían y pueden. Cuatro años después no lo han hecho. Gracias a las trampas y enredos que ponen el tiempo y el propio sistema judicial, es Laura Borbolla quien debería echar a andar los mecanismos de colaboración entre autoridades. Si hay un impedimento para hacerlo, solo ella lo sabe y solo ella puede hablar del tema. Así me lo informó la Dirección de Comunicación Social desde 2024. Más de siete meses después, la nueva encargada de prensa me abre la posibilidad de hablar con la nueva Fiscal de Investigación del Delito de Feminicidio, Brenda Celina Bazán. Con la misma amabilidad de siempre, me deja con más preguntas que respuestas y sin la confirmación de la entrevista. Hasta ahí llegué. Cristina, por supuesto, sigue.
—¿Por qué seguir buscando información si no has tenido la respuesta que esperabas?
—El hecho de que encontráramos cada vez más información era motivante para seguir adelante. [...] La búsqueda de justicia está llena de espejismos y cuando empecé a escribir el libro, cuando encontré los documentos de Liliana y todo esto se volvió mucho más material y mucho más real, sabía que ya no íbamos a detenernos, que no íbamos a parar.
—¿Qué crees que impidió hacer justicia en ese entonces si la policía ya sabía que Ángel se había dado a la fuga?
—La certeza no la tengo. Pero a mi papá le pidieron una cantidad estratosférica de dinero que no teníamos. Supongo que eso tiene que ver con la reputación de impunidad terrible y corrupción. Mi papá, como quiera, siguió yendo a pedir informes. Nunca le avisaron nada, nunca se comunicaron con él.
En las cajas apiladas en el armario, Cristina también encontró notas escritas por su padre. Eran apuntes de lo poco que lograba saber cada vez que iba a la Procuraduría. Durante años acudió en busca de información. En marzo de 2025, Antonio Rivera Peña murió sin que nadie le respondiera.
Cuando supo de la posible muerte del feminicida, Cristina sospechó, de entrada, que era mentira. “Me parecía una coincidencia demasiado grande que justo cuando yo empecé a buscarlo, el individuo hubiera muerto”, dice. “Sobre todo alguien que tenía antecedentes como falsificador de documentos”.
Durante sus investigaciones logró acercarse al círculo de amistades del feminicida, personas que, en su mayoría, le pidieron no usar sus nombres. Ella misma aún no sabe qué hará con tanta información. Pero algo de esas conversaciones le dio una certeza: había un reconocimiento de su culpabilidad.
Algún amigo o examigo de él me dijo que en su círculo a Ángel González Ramos ya se le conocía como El Chacal. Otros de sus conocidos hablaron de la participación de este individuo en cuestiones cada vez más ilegales y cada vez más peligrosas”, recuerda Cristina. “Los mismos policías en el expediente hablaban de él como una fichita. Hubo mujeres que hablaron de acosos que también sufrieron por parte de él, declaraciones sobre cosas bastante enfermas y perversas que, bueno, habría que cotejar. Pero a pocos les sorprendía saber lo que hizo con mi hermana.
Luego se enteró de la noticia del funeral sin un cuerpo presente, y en las fechas en que la escritora se acercaba cada vez más a su paradero. “Una parte de mí dice ´esto me huele muy mal´; otra parte cree que es muy posible que haya muerto. La cuestión es que para poder estar en paz lo que necesitamos en casa es saber si esta persona, que en efecto murió el 2 de mayo de 2020, es el presunto asesino”.
A veces, sin querer, Cristina se descubre pensando en el feminicida, Ángel González Ramos. ¿Estará vivo? ¿Habrá sido feliz? ¿Habrá regresado a México? Y detiene esos pensamientos. Se esfuerza por no dejar que la sombra ocupe más espacio del necesario.
“No quiero que su gran ímpetu, su gran luminosidad —la de Liliana— sean opacadas por el asesino”, dice. Pero las preguntas vuelven, como el oleaje porque sin certezas, todo son conjeturas. Y porque hay una cadena de interrogantes que solo podría cerrarse con una prueba de ADN.

La revolución de la justicia cotidiana
A veces toma 30 años hablar en voz alta. Toma tiempo reconocernos como víctimas, llamar por su nombre a nuestro agresor y ponerle un título a eso que nos pasó y que hemos cubierto con silencio. Pero el sistema judicial no espera, esa enorme bestia de garras achatadas se mueve lenta, parsimoniosa, con sus toneladas de documentos que apila durante años sin llegar a nada.
Según un reporte de Data Cívica, la tasa de feminicidios se ha mantenido más o menos estable desde 2006, cuando se registraron 1 003 feminicidios por cada 100 000 mujeres. Si consultamos a Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, organización que hizo un conteo a partir de 2012 —cuando el feminicidio comenzó a abrirse paso en los códigos penales de México—, hasta 2022 han sido asesinadas 7 246 mujeres. Solo el 23.32% de los casos terminaron en una sentencia condenatoria; es decir, casi el 77% quedaron impunes. Esta danza de cifras se complica aún más si consideramos todos los asesinatos de mujeres, como el de Karla, la conductora de Uber, que en un inicio no son catalogados como feminicidio aunque el crimen tenga un claro sesgo de género.
Cristina ya no espera que las manifestaciones y la presión pública cambie algo de lo que el sistema de justicia ha sellado por más de 30 años. Lo que espera es un ejemplo de justicia restaurativa. “Para mí, para mi familia es muy importante que, a pesar de que legalmente no se puede revertir el título, digamos el nombre del crimen. Es muy importante que se reconozca que Liliana fue víctima de feminicidio”, dice la autora. “Estoy mucho más al tanto de la importancia de la memoria colectiva y la verdad, [los principios que] están incluidos en la Ley de Víctimas”.
Esta ley, promulgada en 2013, fue un avance para proteger a la víctimas y sus derechos ante la ola de violencia en el país. Se ha convertido en referencia por sus alcances multidimensionales. Habla de crímenes, sí, pero también abre una rendija para que una justicia más flexible logre colarse. En su artículo 22, por ejemplo, habla de “mecanismos para la investigación independiente” que permita “el esclarecimiento histórico preciso de las violaciones de derechos humanos, la dignificación de las víctimas y la recuperación de la memoria histórica”. Más allá de las condenas, se busca el reconocimiento de aquello que nos hizo daño.
“A pesar de todas las evidencias de que no hay una voluntad para hacer cosas que se antojan mínimas, cosas factibles [como una prueba de ADN], sigo trabajando esta idea de lo que es la justicia restaurativa”, dice Cristina. “Una de sus definiciones es que no se repita nunca más. No es solo sobre el caso de mi hermana. El Estado mexicano tiene el compromiso de que este crimen no se repita nunca más”.
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De enero a abril de 2025 se han cometido seis feminicidios en la Ciudad de México, según información de la Fiscalía. Cuatro mujeres fueron asesinadas por su pareja o algún familiar, tres en su propia casa. Solo en enero, en todo el país, 54 mujeres fueron asesinadas en circunstancias similares. Cincuenta y cuatro. Me pregunto si los policías fueron amables con sus familias, si las secretarias les ofrecieron agua mientras esperaban, si les prometieron que pronto tendrían noticias, si les pidieron dejar su número telefónico escrito en una nota sin destino.
Vivir en duelo es esto: nunca estar sola. Invisible pero patente de muchas formas, la presencia de los muertos nos acompaña en los minúsculos intersticios de los días. Por sobre el hombro, a un lado de la voz, en el eco de cada paso. Arriba de las ventanas, en el filo del horizonte, entre las sombras de los árboles. Siempre están allá y siempre están aquí, con y adentro de nosotros, y afuera, envolviéndonos con su calidez, protegiéndonos de la intemperie. — El invencible verano de Liliana
Sin justicia, ni penal ni simbólica, quizá la ausencia de un ser amado solo puede navegarse desde la literatura en todas sus formas. “El luto es algo que se ha estigmatizado y medicalizado mucho. Se le suele presentar como algo a lo que hay que vencer, algo que hay que superar”, dice Rivera Garza.
Eventualmente, nos dicen estas narrativas, tienes que sobreponerte, tienes que dejar eso atrás. Yo creo que hay una relación importante entre los vivos y muertos, que también nos mantiene con vida y que los mantiene presentes. Creo que esta frontera es mucho más porosa de lo que se cree. Creo que hay una interlocución constante y es una conversación importantísima a lo largo de mi vida. No le veo ninguna razón a sobreponerme, quiero que continúe así.
A las faldas del Nevado de Toluca hay una tumba que Cristina y sus padres visitan cada año. Cada aniversario “era una conmemoración que vivíamos de una manera muy solitaria”. Gracias al libro hubo una transformación importante, “nos sentimos más abrazados desde que sabemos que Liliana anda por ahí moviendo corazones, interactuando con otros. Los 16 de julio, a pesar de que son devastadores, también se sienten acompañados. La compañía no quita el dolor, pero cambia su textura”.
Perder a quien se ama de forma violenta y sorpresiva —como le ha pasado a Cristina, a mí, y a miles de personas en México— trastoca la existencia de una manera definitiva. Y si además no hay justicia, el agravio no termina. Se enquista. Se hereda. Se vuelve otra forma del tiempo. De ahí la urgencia de pensar en otras formas de justicia. No solo en la que castiga o pretende retribuir. También la que se construye desde la palabra, la memoria, el duelo acompañado. Cristina lo hace al seguir nombrando a Liliana. Al poner su nombre, su risa y su ternura en la conversación pública. Porque Liliana es una y también miles.
“Cuando nos ponemos de acuerdo y colectivamente extrañamos a las mujeres que nos han arrebatado violentamente, algo importante pasa en el mundo”, dice Cristina. “Es una pequeña revolución cotidiana a la que hay que seguir cuidando, atendiendo y propiciando”.
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