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Cartas de puño y letra del pontífice cuyo contenido muestran un carisma apostólico que no debe olvidarse, ahora que hay un nuevo papa.
En la mesa del comedor, durante el domingo de Pascua, una mujer en un barrio céntrico de Buenos Aires recupera memorias de juventud y revive la cercanía profunda que mantuvo con Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco.
Apenas cerré la puerta del ascensor, me acordé: era domingo de Pascua y no llevaba casi nada para sumar a la mesa. Solo un queso rallado —el que me pidió mi abuela esa mañana, por teléfono— y, en la otra mano, un ramo de flores, el detalle que suelo llevar cuando la visito. La fecha: el 20 de abril pasado. Como todos los domingos que voy a verla, las horas pasan como agua, en conversaciones que entrelazan la actualidad con retazos del pasado. Una pizca del mundo que no vi y el presente del que soy parte. Sobre la mesa, las grandes verdades y los temas incómodos no se anuncian: se cuelan entre recetas repetidas, se instalan en las pausas de un bocado o se deslizan mientras se acomodan las flores arriba de un mantel.
Mi abuela Susana tiene 93 años y, como muchas familias argentinas con raíces italianas, los domingos come pastas caseras. Es una costumbre que viajó en barco y se instaló en la mesa. Aunque ella nació en Argentina y vivió en el barrio de Flores durante la mayor parte de su vida, esa tradición se mantiene. Hasta hace pocos años, los domingos caminaba hasta la iglesia de San José de Flores para ir a misa. Pero ya casi no sale de su casa, casi no camina. Escucha la misa por radio o televisión y después espera visitas de sus hijos y nietos. A veces al mediodía, a veces a la hora del té.
Poco tiempo atrás se mudó a Caballito, el barrio que sigue a Flores si uno avanza hacia el centro de la ciudad. Pero para ella, viva donde viva, Buenos Aires ya no es su Buenos Aires. No lo es desde hace décadas.
Cuando recuerda Flores, lo hace con precisión: un barrio de casas bajas, con muchos árboles y chicos en la calle, pateando pelotas, dibujando rayuelas, intercambiando figuritas. Las casas eran el escenario de bailes y reuniones. Todos los encuentros eran puertas adentro, en livings con cortinas pesadas, en patios o terrazas enormes, todos y todas usando vasos de vidrio grueso.
“Por las tardes, los fines de semana, íbamos a Acción Católica”, dijo esa tarde, mientras levantábamos la mesa. Y entonces, entre una risa y otra, lanzó una anécdota como quien tira una piedra al agua: “Quizás ahí, en Acción Católica, o en San José de Flores, me vio Bergoglio. Qué raro. Él se acuerda de mí, pero yo no me acuerdo de él. Yo le llevo cinco años. Y, honestamente, a mis 20 no les prestaba atención a los adolescentes de 15”.

Hoy, lo primero que uno ve en el living del departamento de mi abuela son fotos del papa fallecido. No del hombre que alguna vez fue Jorge Mario Bergoglio, ese que conoció mi familia, cuando era apenas un cura, sino del hombre de blanco. El de Roma. Las fotos descansan sobre la biblioteca con naturalidad, como si siempre hubieran estado ahí. En una aparece con el hermano mayor de mi papá. En otra, con el menor, que fue religioso. En esa, mi tío le entrega una carta en mano; él está esperando del otro lado de la valla en la Plaza de San Pedro, Francisco está de pie saludando a los fieles, y el gesto es íntimo, como si compartieran un secreto. Ambos se miran y se ríen. El pasa de mano en mano.
Los recuerdos están a la vista, desplegados como un altar en la casa de una mujer que ahora vive sola. Algunas fotos están enmarcadas; otras solo están posadas sobre una repisa de madera con manteles de crochet, junto a un televisor apagado y a una luz cálida filtrándose por la ventana. Nada está ahí por azar: son objetos, sí, pero también símbolos. De cercanía, de orgullo. Marcas que sostienen, con firmeza, ciertas formas de pensar.
La memoria precisa del obispo
Ese domingo, mientras Francisco saludaba por última vez en la plaza de la Basílica de San Pedro, mi abuela esperaba (siempre espera a que algo pase). Me contó que empezó a ir a Acción Católica a los 13. Mi abuelo, siete años mayor, también formaba parte del grupo. Se conocieron allí, siendo “juniores”, como se les decía a los adolescentes del movimiento. Era comienzos de los años cincuenta. Compartían tiempo juntos, pero recién se enamoraron seis o siete años más tarde. Durante ese tiempo, se reunían cada semana en salones parroquiales con el estómago vacío, entraban a misa y después desayunaban en el bar de la esquina.
Acción Católica no era una congregación, ni una orden. Tampoco era un club. Era un movimiento laico internacional dentro de la Iglesia, pensado para formar a los fieles, niños, jóvenes, hombres y mujeres, en una fe activa, disciplinada, comprometida, siempre bajo la guía de la jerarquía eclesiástica. Mis abuelos se encontraron ahí, entre charlas y tareas comunitarias. Se enamoraron, y al año siguiente se casaron en, claro, la iglesia de San José de Flores. Tuvieron cuatro hijos varones y los domingos se repetían como una liturgia: una mesa larga, llena de platos caseros y voces que se cruzaban, con la familia que también vivía en el mismo barrio: tíos, tías, primos, primas. Todos iban juntos a misa, siempre en la misma parroquia, la misma donde Jorge Mario Bergoglio empezaba a dar sus primeros pasos como sacerdote.
Te podría interesar leer el adelanto de la novela El loco de Dios en el fin del mundo de Javier Cercas sobre su viaje con el papa Francisco.
Bergoglio, antes de ser el papa de Roma, fue muchas cosas: confesor, rector, arzobispo. También fue un muchacho de barrio con un pulmón menos, un técnico químico y un lector voraz. Creció en una familia de clase media, en una casa de una sola planta en el barrio de Flores. Era el mayor de cinco hermanos. No era especialmente carismático, dicen algunos. Pero tampoco era un hombre severo ni distante. Tenía ese tipo de presencia que no pide atención, pero la retiene. Sabía cuándo callar, cuándo mirar y cuándo dar la palabra. Eso puede resultar más elocuente que cualquier discurso o cualquier movimiento imprevisto. También por sus palabras fue muy criticado, desde el supuesto reconocimiento de la comunidad LGBTQ+ hasta sus silencios vinculados con la última dictadura militar. Algunas personas sostienen que Bergoglio cambió mucho durante sus últimos años; que su abanico de opiniones se enriqueció enormemente, incluso que leía a Borges y a Perón.
Se convirtió en papa en 2013, después de ser el cardenal más votado del cónclave, tras la renuncia de Benedicto XVI. Ese día, Jorge Mario Bergoglio tomó el nombre de Francisco, en honor a San Francisco de Asís. Alcanzó fama instantánea por ser el primer pontífice proveniente del sur global, del fin del mundo, y por su austeridad: por llevar zapatos negros, por no querer limusina y por pagar su hotel como cualquier hijo de vecino. Pero en mi familia mucho de esto no fue una sorpresa, y en Flores, tampoco. Ya lo conocían y sabían quién era, se sabía quiénes lo querían, quiénes lo criticaban, incluso; también, se conocía su caligrafía, filosa como su mente.
Desde Roma, intercambió algunas cartas con algunos miembros de la familia. Hoy, mi abuela las guarda en una caja de madera sobre el escritorio de su habitación. La caja es blanca y tiene una inscripción que parece salida de una postal kitsch: la palabra París, con la Torre Eiffel dibujada de fondo. Aquel domingo de Pascua, el último, se levantó con la ayuda del andador y caminó despacio por el pasillo. Buscó la caja y la trajo a la mesa. La abrió como quien abre un tesoro. “Esta es la primera carta que me respondió”, dijo seria.
El remitente muestra: Ciudad del Vaticano. La fecha: 2014. Me quedé helada. La letra, casi indescifrable, avanzaba entre frases cortas. Decía que estaba bien, aunque lo habían trasladado de la diócesis a los 76 años. Lo contaba como quien cuenta que dio un volantazo y tuvo que viajar, casi literalmente, con lo puesto.

Mientras el papa Francisco hacía su última aparición pública entre la gente, mi abuela apagó el televisor y, entre anécdotas, lanzó: “Aunque no lo creas, él pensaba que yo era la chica más linda del barrio”, dijo sonriendo. Y enseguida agregó: “Por supuesto, tu abuelo también lo pensaba. El día que nos casamos, San José de Flores estaba repleta de gente”.
Mi abuelo Juan Alberto también creció en Flores. Era el mayor de cuatro varones, estudió Derecho y trabajó durante casi toda su vida. Era serio y distante. Después le siguieron Horacio, que fue médico; Jorge, que falleció siendo muy joven; y Eduardo, que fue dentista. Eduardo y Bergoglio fueron amigos en su adolescencia. Juntos vendían libros a la salida de misa, en esos tiempos en que las calles del barrio todavía conservaban la esencia de lo simple, de lo cercano, y juntos se divertían.
Mi abuela abrió otra carta, la sacó del sobre y dejó que todo se vaya acumulando arriba de la mesa. El remitente muestra: Ciudad del Vaticano. La fecha dice 2022. Esa carta no está especialmente dirigida a ella, sino a otro de mis tíos, que hoy es sacerdote: “Hociquear en los recuerdos hace bien. Y hociqueando y recordando me metí en tu familia”, dice la primera línea.
En esa carta Francisco habla de los desayunos en el Café Asia, de conversaciones con Eduardo. De la presencia de mi abuelo:
A Juan Alberto, solemne, mesurado. Nos daba, a los jóvenes de Acción Católica, clases de moral. Tenía autoridad. Nunca nos hubiéramos imaginado que enamorara a la chica más linda de la parroquia, Susana Floria. Y lo de linda no es una apreciación personal, todo el mundo lo decía. La última vez que los vi fue en el San Camilo: viejitos, sentados, esperando turno, cuando yo salía de hacerme una radiografía. Ya era obispo. Me quedó esa imagen: sentaditos juntos, como protegiéndose el uno al otro.
Mi abuela hizo una pausa, contó con los dedos de la mano fechas perdidas en algún calendario de su memoria.
Esa fue la última vez que lo vi. Estábamos en el sanatorio. Fuimos porque tu abuelo se atendió allí después de la operación de corazón. Íbamos regularmente. Creo que era el año 2000, un día de semana, por la mañana. Estábamos esperando a que nos atendieran y Bergoglio fue a hacerse una radiografía. Cuando pasó junto a nosotros, le dije ‘Adiós, padre’, y él, muy contento, nos saludó. Nos quedamos unos conversando por varios minutos.
Tres meses antes de morir, el papa Francisco publicó Esperanza. La autobiografía, la primera autobiografía escrita por un pontífice. En esas páginas, de tono íntimo y sobrio, cuenta sus problemas de salud, incluidos los severos trastornos respiratorios que tuvo en su juventud, y momentos decisivos de su vida. Entre ellos, contó también la muerte de su padre, Mario José Bergoglio, un inmigrante italiano, contador, empleado en el ferrocarril. Cuando su padre falleció, en septiembre de 1961, Jorge Mario Bergoglio tenía 25 años. A partir de entonces —escribió— pasó a ocupar un rol paterno dentro de su familia.
Te recomendamos leer: La muerte del papa Francisco, ¿cuál será su legado?
Horacio, el hermano de mi abuelo, estuvo a su lado en la madrugada en que murió su padre. Con él, Bergoglio mantenía una relación más formal, más profesional. Horacio fue el médico de su padre. Fue quien lo atendió en sus últimos minutos, cuando el aire ya no alcanzaba y el corazón no daba más. Esa escena, en medio de una crisis cardiaca, quedó en la memoria del futuro papa Francisco como una marca imborrable. Dice en su carta de 2022: “La imagen que más arraigo fue a la madrugada del 24 de septiembre de 1961, cuando —en plena crisis cardiaca de papá— hizo todo lo posible por sacarlo a flote”.
En esa carta, hay un recuento extenso de recuerdos que dejaron una marca en varios familiares. Aparte de las cartas, algunas escritas a mano y otros correos enviados a un mail, hay fotos y objetos.
Después de leerme esas líneas, mi abuela me pidió que fuera a su habitación a buscar una cajita blanca donde guardaba un rosario. Me acerqué a la mesa de luz y, al abrirla, encontré un rosario de perlas. En la tapa de la caja, una inscripción: “Enviado especialmente a Susana por el papa Francisco”.
El año: 2019. Se lo puse en la mano. Lo sostuvo con una sonrisa que brillaba:
Ese viaje fue especial. Tu tío fue al Vaticano, lo vio a Francisco, y él le pidió que espere un minuto, me quería mandar un rosario. Pidió uno y el secretario le dio uno de madera. Él se dio vuelta y dijo: ‘No, no. Tráeme uno de los buenos’. ¿Podés creer?
Ella contó esa historia como un gesto enorme. Me dijo que esa anécdota sirve también para entender a una persona transparente, capaz de proponer caminos diferentes, no los que le fueron impuestos. El papa —siendo papa— le pidió a su secretario un cambio de último momento. Quería otra cosa. Lo quería así. E incomodó. Mi abuela detesta los imprevistos, esquiva las situaciones incómodas como si quemaran. Pero eso, esa escena inesperada la hizo reír.
El papa Francisco falleció al día siguiente, el lunes 21 de abril, después de una última aparición pública el domingo de Pascua y después de que repasamos parte de su historia sobre la mesa del comedor. Mi abuela me llamó por la mañana para contarme la coincidencia. A la tarde, escuchamos por la radio que Francisco quería ser enterrado fuera del Vaticano, como si buscara devolverle al rito algo de su sentido original. Como quien manda una carta de despedida a un grupo de amigos antiguos.
“Francisco vivía en una búsqueda de normalidad casi todo el tiempo”, me dijo mi abuela, mientras sostenía su rosario de perlas. Después caminó hacia el sillón en su living y miró las fotos con una sonrisa. El 8 de mayo, por la tarde, volvimos a hablar. Horas previas al llamado se anunciaba la elección del nuevo papa y las imágenes del humo blanco circulaban por todos los canales de televisión.
La elección del nombre no es casual —dijo apenas atendí—. Viste que Francisco eligió el suyo por Francisco de Asís, por su humildad. Y ahora, León XIV parece que lo eligió para conmemorar a otros papas más que también se llamaron León, fueron líderes e invitaron a la participación de la sociedad. Parece que Francisco lo nombró obispo en Perú. Después se lo llevó a Roma.
Para ese momento, ya se había empapado de toda la información sobre el nuevo papa que, según ella, va a continuar el camino de Francisco. Deslizó esa idea y me cortó, como si ya no hiciera falta decir nada más. Solo buscar en la memoria alguna otra cosa que todavía no me hubiera contado.

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En la mesa del comedor, durante el domingo de Pascua, una mujer en un barrio céntrico de Buenos Aires recupera memorias de juventud y revive la cercanía profunda que mantuvo con Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco.
Apenas cerré la puerta del ascensor, me acordé: era domingo de Pascua y no llevaba casi nada para sumar a la mesa. Solo un queso rallado —el que me pidió mi abuela esa mañana, por teléfono— y, en la otra mano, un ramo de flores, el detalle que suelo llevar cuando la visito. La fecha: el 20 de abril pasado. Como todos los domingos que voy a verla, las horas pasan como agua, en conversaciones que entrelazan la actualidad con retazos del pasado. Una pizca del mundo que no vi y el presente del que soy parte. Sobre la mesa, las grandes verdades y los temas incómodos no se anuncian: se cuelan entre recetas repetidas, se instalan en las pausas de un bocado o se deslizan mientras se acomodan las flores arriba de un mantel.
Mi abuela Susana tiene 93 años y, como muchas familias argentinas con raíces italianas, los domingos come pastas caseras. Es una costumbre que viajó en barco y se instaló en la mesa. Aunque ella nació en Argentina y vivió en el barrio de Flores durante la mayor parte de su vida, esa tradición se mantiene. Hasta hace pocos años, los domingos caminaba hasta la iglesia de San José de Flores para ir a misa. Pero ya casi no sale de su casa, casi no camina. Escucha la misa por radio o televisión y después espera visitas de sus hijos y nietos. A veces al mediodía, a veces a la hora del té.
Poco tiempo atrás se mudó a Caballito, el barrio que sigue a Flores si uno avanza hacia el centro de la ciudad. Pero para ella, viva donde viva, Buenos Aires ya no es su Buenos Aires. No lo es desde hace décadas.
Cuando recuerda Flores, lo hace con precisión: un barrio de casas bajas, con muchos árboles y chicos en la calle, pateando pelotas, dibujando rayuelas, intercambiando figuritas. Las casas eran el escenario de bailes y reuniones. Todos los encuentros eran puertas adentro, en livings con cortinas pesadas, en patios o terrazas enormes, todos y todas usando vasos de vidrio grueso.
“Por las tardes, los fines de semana, íbamos a Acción Católica”, dijo esa tarde, mientras levantábamos la mesa. Y entonces, entre una risa y otra, lanzó una anécdota como quien tira una piedra al agua: “Quizás ahí, en Acción Católica, o en San José de Flores, me vio Bergoglio. Qué raro. Él se acuerda de mí, pero yo no me acuerdo de él. Yo le llevo cinco años. Y, honestamente, a mis 20 no les prestaba atención a los adolescentes de 15”.

Hoy, lo primero que uno ve en el living del departamento de mi abuela son fotos del papa fallecido. No del hombre que alguna vez fue Jorge Mario Bergoglio, ese que conoció mi familia, cuando era apenas un cura, sino del hombre de blanco. El de Roma. Las fotos descansan sobre la biblioteca con naturalidad, como si siempre hubieran estado ahí. En una aparece con el hermano mayor de mi papá. En otra, con el menor, que fue religioso. En esa, mi tío le entrega una carta en mano; él está esperando del otro lado de la valla en la Plaza de San Pedro, Francisco está de pie saludando a los fieles, y el gesto es íntimo, como si compartieran un secreto. Ambos se miran y se ríen. El pasa de mano en mano.
Los recuerdos están a la vista, desplegados como un altar en la casa de una mujer que ahora vive sola. Algunas fotos están enmarcadas; otras solo están posadas sobre una repisa de madera con manteles de crochet, junto a un televisor apagado y a una luz cálida filtrándose por la ventana. Nada está ahí por azar: son objetos, sí, pero también símbolos. De cercanía, de orgullo. Marcas que sostienen, con firmeza, ciertas formas de pensar.
La memoria precisa del obispo
Ese domingo, mientras Francisco saludaba por última vez en la plaza de la Basílica de San Pedro, mi abuela esperaba (siempre espera a que algo pase). Me contó que empezó a ir a Acción Católica a los 13. Mi abuelo, siete años mayor, también formaba parte del grupo. Se conocieron allí, siendo “juniores”, como se les decía a los adolescentes del movimiento. Era comienzos de los años cincuenta. Compartían tiempo juntos, pero recién se enamoraron seis o siete años más tarde. Durante ese tiempo, se reunían cada semana en salones parroquiales con el estómago vacío, entraban a misa y después desayunaban en el bar de la esquina.
Acción Católica no era una congregación, ni una orden. Tampoco era un club. Era un movimiento laico internacional dentro de la Iglesia, pensado para formar a los fieles, niños, jóvenes, hombres y mujeres, en una fe activa, disciplinada, comprometida, siempre bajo la guía de la jerarquía eclesiástica. Mis abuelos se encontraron ahí, entre charlas y tareas comunitarias. Se enamoraron, y al año siguiente se casaron en, claro, la iglesia de San José de Flores. Tuvieron cuatro hijos varones y los domingos se repetían como una liturgia: una mesa larga, llena de platos caseros y voces que se cruzaban, con la familia que también vivía en el mismo barrio: tíos, tías, primos, primas. Todos iban juntos a misa, siempre en la misma parroquia, la misma donde Jorge Mario Bergoglio empezaba a dar sus primeros pasos como sacerdote.
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Bergoglio, antes de ser el papa de Roma, fue muchas cosas: confesor, rector, arzobispo. También fue un muchacho de barrio con un pulmón menos, un técnico químico y un lector voraz. Creció en una familia de clase media, en una casa de una sola planta en el barrio de Flores. Era el mayor de cinco hermanos. No era especialmente carismático, dicen algunos. Pero tampoco era un hombre severo ni distante. Tenía ese tipo de presencia que no pide atención, pero la retiene. Sabía cuándo callar, cuándo mirar y cuándo dar la palabra. Eso puede resultar más elocuente que cualquier discurso o cualquier movimiento imprevisto. También por sus palabras fue muy criticado, desde el supuesto reconocimiento de la comunidad LGBTQ+ hasta sus silencios vinculados con la última dictadura militar. Algunas personas sostienen que Bergoglio cambió mucho durante sus últimos años; que su abanico de opiniones se enriqueció enormemente, incluso que leía a Borges y a Perón.
Se convirtió en papa en 2013, después de ser el cardenal más votado del cónclave, tras la renuncia de Benedicto XVI. Ese día, Jorge Mario Bergoglio tomó el nombre de Francisco, en honor a San Francisco de Asís. Alcanzó fama instantánea por ser el primer pontífice proveniente del sur global, del fin del mundo, y por su austeridad: por llevar zapatos negros, por no querer limusina y por pagar su hotel como cualquier hijo de vecino. Pero en mi familia mucho de esto no fue una sorpresa, y en Flores, tampoco. Ya lo conocían y sabían quién era, se sabía quiénes lo querían, quiénes lo criticaban, incluso; también, se conocía su caligrafía, filosa como su mente.
Desde Roma, intercambió algunas cartas con algunos miembros de la familia. Hoy, mi abuela las guarda en una caja de madera sobre el escritorio de su habitación. La caja es blanca y tiene una inscripción que parece salida de una postal kitsch: la palabra París, con la Torre Eiffel dibujada de fondo. Aquel domingo de Pascua, el último, se levantó con la ayuda del andador y caminó despacio por el pasillo. Buscó la caja y la trajo a la mesa. La abrió como quien abre un tesoro. “Esta es la primera carta que me respondió”, dijo seria.
El remitente muestra: Ciudad del Vaticano. La fecha: 2014. Me quedé helada. La letra, casi indescifrable, avanzaba entre frases cortas. Decía que estaba bien, aunque lo habían trasladado de la diócesis a los 76 años. Lo contaba como quien cuenta que dio un volantazo y tuvo que viajar, casi literalmente, con lo puesto.

Mientras el papa Francisco hacía su última aparición pública entre la gente, mi abuela apagó el televisor y, entre anécdotas, lanzó: “Aunque no lo creas, él pensaba que yo era la chica más linda del barrio”, dijo sonriendo. Y enseguida agregó: “Por supuesto, tu abuelo también lo pensaba. El día que nos casamos, San José de Flores estaba repleta de gente”.
Mi abuelo Juan Alberto también creció en Flores. Era el mayor de cuatro varones, estudió Derecho y trabajó durante casi toda su vida. Era serio y distante. Después le siguieron Horacio, que fue médico; Jorge, que falleció siendo muy joven; y Eduardo, que fue dentista. Eduardo y Bergoglio fueron amigos en su adolescencia. Juntos vendían libros a la salida de misa, en esos tiempos en que las calles del barrio todavía conservaban la esencia de lo simple, de lo cercano, y juntos se divertían.
Mi abuela abrió otra carta, la sacó del sobre y dejó que todo se vaya acumulando arriba de la mesa. El remitente muestra: Ciudad del Vaticano. La fecha dice 2022. Esa carta no está especialmente dirigida a ella, sino a otro de mis tíos, que hoy es sacerdote: “Hociquear en los recuerdos hace bien. Y hociqueando y recordando me metí en tu familia”, dice la primera línea.
En esa carta Francisco habla de los desayunos en el Café Asia, de conversaciones con Eduardo. De la presencia de mi abuelo:
A Juan Alberto, solemne, mesurado. Nos daba, a los jóvenes de Acción Católica, clases de moral. Tenía autoridad. Nunca nos hubiéramos imaginado que enamorara a la chica más linda de la parroquia, Susana Floria. Y lo de linda no es una apreciación personal, todo el mundo lo decía. La última vez que los vi fue en el San Camilo: viejitos, sentados, esperando turno, cuando yo salía de hacerme una radiografía. Ya era obispo. Me quedó esa imagen: sentaditos juntos, como protegiéndose el uno al otro.
Mi abuela hizo una pausa, contó con los dedos de la mano fechas perdidas en algún calendario de su memoria.
Esa fue la última vez que lo vi. Estábamos en el sanatorio. Fuimos porque tu abuelo se atendió allí después de la operación de corazón. Íbamos regularmente. Creo que era el año 2000, un día de semana, por la mañana. Estábamos esperando a que nos atendieran y Bergoglio fue a hacerse una radiografía. Cuando pasó junto a nosotros, le dije ‘Adiós, padre’, y él, muy contento, nos saludó. Nos quedamos unos conversando por varios minutos.
Tres meses antes de morir, el papa Francisco publicó Esperanza. La autobiografía, la primera autobiografía escrita por un pontífice. En esas páginas, de tono íntimo y sobrio, cuenta sus problemas de salud, incluidos los severos trastornos respiratorios que tuvo en su juventud, y momentos decisivos de su vida. Entre ellos, contó también la muerte de su padre, Mario José Bergoglio, un inmigrante italiano, contador, empleado en el ferrocarril. Cuando su padre falleció, en septiembre de 1961, Jorge Mario Bergoglio tenía 25 años. A partir de entonces —escribió— pasó a ocupar un rol paterno dentro de su familia.
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Horacio, el hermano de mi abuelo, estuvo a su lado en la madrugada en que murió su padre. Con él, Bergoglio mantenía una relación más formal, más profesional. Horacio fue el médico de su padre. Fue quien lo atendió en sus últimos minutos, cuando el aire ya no alcanzaba y el corazón no daba más. Esa escena, en medio de una crisis cardiaca, quedó en la memoria del futuro papa Francisco como una marca imborrable. Dice en su carta de 2022: “La imagen que más arraigo fue a la madrugada del 24 de septiembre de 1961, cuando —en plena crisis cardiaca de papá— hizo todo lo posible por sacarlo a flote”.
En esa carta, hay un recuento extenso de recuerdos que dejaron una marca en varios familiares. Aparte de las cartas, algunas escritas a mano y otros correos enviados a un mail, hay fotos y objetos.
Después de leerme esas líneas, mi abuela me pidió que fuera a su habitación a buscar una cajita blanca donde guardaba un rosario. Me acerqué a la mesa de luz y, al abrirla, encontré un rosario de perlas. En la tapa de la caja, una inscripción: “Enviado especialmente a Susana por el papa Francisco”.
El año: 2019. Se lo puse en la mano. Lo sostuvo con una sonrisa que brillaba:
Ese viaje fue especial. Tu tío fue al Vaticano, lo vio a Francisco, y él le pidió que espere un minuto, me quería mandar un rosario. Pidió uno y el secretario le dio uno de madera. Él se dio vuelta y dijo: ‘No, no. Tráeme uno de los buenos’. ¿Podés creer?
Ella contó esa historia como un gesto enorme. Me dijo que esa anécdota sirve también para entender a una persona transparente, capaz de proponer caminos diferentes, no los que le fueron impuestos. El papa —siendo papa— le pidió a su secretario un cambio de último momento. Quería otra cosa. Lo quería así. E incomodó. Mi abuela detesta los imprevistos, esquiva las situaciones incómodas como si quemaran. Pero eso, esa escena inesperada la hizo reír.
El papa Francisco falleció al día siguiente, el lunes 21 de abril, después de una última aparición pública el domingo de Pascua y después de que repasamos parte de su historia sobre la mesa del comedor. Mi abuela me llamó por la mañana para contarme la coincidencia. A la tarde, escuchamos por la radio que Francisco quería ser enterrado fuera del Vaticano, como si buscara devolverle al rito algo de su sentido original. Como quien manda una carta de despedida a un grupo de amigos antiguos.
“Francisco vivía en una búsqueda de normalidad casi todo el tiempo”, me dijo mi abuela, mientras sostenía su rosario de perlas. Después caminó hacia el sillón en su living y miró las fotos con una sonrisa. El 8 de mayo, por la tarde, volvimos a hablar. Horas previas al llamado se anunciaba la elección del nuevo papa y las imágenes del humo blanco circulaban por todos los canales de televisión.
La elección del nombre no es casual —dijo apenas atendí—. Viste que Francisco eligió el suyo por Francisco de Asís, por su humildad. Y ahora, León XIV parece que lo eligió para conmemorar a otros papas más que también se llamaron León, fueron líderes e invitaron a la participación de la sociedad. Parece que Francisco lo nombró obispo en Perú. Después se lo llevó a Roma.
Para ese momento, ya se había empapado de toda la información sobre el nuevo papa que, según ella, va a continuar el camino de Francisco. Deslizó esa idea y me cortó, como si ya no hiciera falta decir nada más. Solo buscar en la memoria alguna otra cosa que todavía no me hubiera contado.

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Cartas de puño y letra del pontífice cuyo contenido muestran un carisma apostólico que no debe olvidarse, ahora que hay un nuevo papa.
En la mesa del comedor, durante el domingo de Pascua, una mujer en un barrio céntrico de Buenos Aires recupera memorias de juventud y revive la cercanía profunda que mantuvo con Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco.
Apenas cerré la puerta del ascensor, me acordé: era domingo de Pascua y no llevaba casi nada para sumar a la mesa. Solo un queso rallado —el que me pidió mi abuela esa mañana, por teléfono— y, en la otra mano, un ramo de flores, el detalle que suelo llevar cuando la visito. La fecha: el 20 de abril pasado. Como todos los domingos que voy a verla, las horas pasan como agua, en conversaciones que entrelazan la actualidad con retazos del pasado. Una pizca del mundo que no vi y el presente del que soy parte. Sobre la mesa, las grandes verdades y los temas incómodos no se anuncian: se cuelan entre recetas repetidas, se instalan en las pausas de un bocado o se deslizan mientras se acomodan las flores arriba de un mantel.
Mi abuela Susana tiene 93 años y, como muchas familias argentinas con raíces italianas, los domingos come pastas caseras. Es una costumbre que viajó en barco y se instaló en la mesa. Aunque ella nació en Argentina y vivió en el barrio de Flores durante la mayor parte de su vida, esa tradición se mantiene. Hasta hace pocos años, los domingos caminaba hasta la iglesia de San José de Flores para ir a misa. Pero ya casi no sale de su casa, casi no camina. Escucha la misa por radio o televisión y después espera visitas de sus hijos y nietos. A veces al mediodía, a veces a la hora del té.
Poco tiempo atrás se mudó a Caballito, el barrio que sigue a Flores si uno avanza hacia el centro de la ciudad. Pero para ella, viva donde viva, Buenos Aires ya no es su Buenos Aires. No lo es desde hace décadas.
Cuando recuerda Flores, lo hace con precisión: un barrio de casas bajas, con muchos árboles y chicos en la calle, pateando pelotas, dibujando rayuelas, intercambiando figuritas. Las casas eran el escenario de bailes y reuniones. Todos los encuentros eran puertas adentro, en livings con cortinas pesadas, en patios o terrazas enormes, todos y todas usando vasos de vidrio grueso.
“Por las tardes, los fines de semana, íbamos a Acción Católica”, dijo esa tarde, mientras levantábamos la mesa. Y entonces, entre una risa y otra, lanzó una anécdota como quien tira una piedra al agua: “Quizás ahí, en Acción Católica, o en San José de Flores, me vio Bergoglio. Qué raro. Él se acuerda de mí, pero yo no me acuerdo de él. Yo le llevo cinco años. Y, honestamente, a mis 20 no les prestaba atención a los adolescentes de 15”.

Hoy, lo primero que uno ve en el living del departamento de mi abuela son fotos del papa fallecido. No del hombre que alguna vez fue Jorge Mario Bergoglio, ese que conoció mi familia, cuando era apenas un cura, sino del hombre de blanco. El de Roma. Las fotos descansan sobre la biblioteca con naturalidad, como si siempre hubieran estado ahí. En una aparece con el hermano mayor de mi papá. En otra, con el menor, que fue religioso. En esa, mi tío le entrega una carta en mano; él está esperando del otro lado de la valla en la Plaza de San Pedro, Francisco está de pie saludando a los fieles, y el gesto es íntimo, como si compartieran un secreto. Ambos se miran y se ríen. El pasa de mano en mano.
Los recuerdos están a la vista, desplegados como un altar en la casa de una mujer que ahora vive sola. Algunas fotos están enmarcadas; otras solo están posadas sobre una repisa de madera con manteles de crochet, junto a un televisor apagado y a una luz cálida filtrándose por la ventana. Nada está ahí por azar: son objetos, sí, pero también símbolos. De cercanía, de orgullo. Marcas que sostienen, con firmeza, ciertas formas de pensar.
La memoria precisa del obispo
Ese domingo, mientras Francisco saludaba por última vez en la plaza de la Basílica de San Pedro, mi abuela esperaba (siempre espera a que algo pase). Me contó que empezó a ir a Acción Católica a los 13. Mi abuelo, siete años mayor, también formaba parte del grupo. Se conocieron allí, siendo “juniores”, como se les decía a los adolescentes del movimiento. Era comienzos de los años cincuenta. Compartían tiempo juntos, pero recién se enamoraron seis o siete años más tarde. Durante ese tiempo, se reunían cada semana en salones parroquiales con el estómago vacío, entraban a misa y después desayunaban en el bar de la esquina.
Acción Católica no era una congregación, ni una orden. Tampoco era un club. Era un movimiento laico internacional dentro de la Iglesia, pensado para formar a los fieles, niños, jóvenes, hombres y mujeres, en una fe activa, disciplinada, comprometida, siempre bajo la guía de la jerarquía eclesiástica. Mis abuelos se encontraron ahí, entre charlas y tareas comunitarias. Se enamoraron, y al año siguiente se casaron en, claro, la iglesia de San José de Flores. Tuvieron cuatro hijos varones y los domingos se repetían como una liturgia: una mesa larga, llena de platos caseros y voces que se cruzaban, con la familia que también vivía en el mismo barrio: tíos, tías, primos, primas. Todos iban juntos a misa, siempre en la misma parroquia, la misma donde Jorge Mario Bergoglio empezaba a dar sus primeros pasos como sacerdote.
Te podría interesar leer el adelanto de la novela El loco de Dios en el fin del mundo de Javier Cercas sobre su viaje con el papa Francisco.
Bergoglio, antes de ser el papa de Roma, fue muchas cosas: confesor, rector, arzobispo. También fue un muchacho de barrio con un pulmón menos, un técnico químico y un lector voraz. Creció en una familia de clase media, en una casa de una sola planta en el barrio de Flores. Era el mayor de cinco hermanos. No era especialmente carismático, dicen algunos. Pero tampoco era un hombre severo ni distante. Tenía ese tipo de presencia que no pide atención, pero la retiene. Sabía cuándo callar, cuándo mirar y cuándo dar la palabra. Eso puede resultar más elocuente que cualquier discurso o cualquier movimiento imprevisto. También por sus palabras fue muy criticado, desde el supuesto reconocimiento de la comunidad LGBTQ+ hasta sus silencios vinculados con la última dictadura militar. Algunas personas sostienen que Bergoglio cambió mucho durante sus últimos años; que su abanico de opiniones se enriqueció enormemente, incluso que leía a Borges y a Perón.
Se convirtió en papa en 2013, después de ser el cardenal más votado del cónclave, tras la renuncia de Benedicto XVI. Ese día, Jorge Mario Bergoglio tomó el nombre de Francisco, en honor a San Francisco de Asís. Alcanzó fama instantánea por ser el primer pontífice proveniente del sur global, del fin del mundo, y por su austeridad: por llevar zapatos negros, por no querer limusina y por pagar su hotel como cualquier hijo de vecino. Pero en mi familia mucho de esto no fue una sorpresa, y en Flores, tampoco. Ya lo conocían y sabían quién era, se sabía quiénes lo querían, quiénes lo criticaban, incluso; también, se conocía su caligrafía, filosa como su mente.
Desde Roma, intercambió algunas cartas con algunos miembros de la familia. Hoy, mi abuela las guarda en una caja de madera sobre el escritorio de su habitación. La caja es blanca y tiene una inscripción que parece salida de una postal kitsch: la palabra París, con la Torre Eiffel dibujada de fondo. Aquel domingo de Pascua, el último, se levantó con la ayuda del andador y caminó despacio por el pasillo. Buscó la caja y la trajo a la mesa. La abrió como quien abre un tesoro. “Esta es la primera carta que me respondió”, dijo seria.
El remitente muestra: Ciudad del Vaticano. La fecha: 2014. Me quedé helada. La letra, casi indescifrable, avanzaba entre frases cortas. Decía que estaba bien, aunque lo habían trasladado de la diócesis a los 76 años. Lo contaba como quien cuenta que dio un volantazo y tuvo que viajar, casi literalmente, con lo puesto.

Mientras el papa Francisco hacía su última aparición pública entre la gente, mi abuela apagó el televisor y, entre anécdotas, lanzó: “Aunque no lo creas, él pensaba que yo era la chica más linda del barrio”, dijo sonriendo. Y enseguida agregó: “Por supuesto, tu abuelo también lo pensaba. El día que nos casamos, San José de Flores estaba repleta de gente”.
Mi abuelo Juan Alberto también creció en Flores. Era el mayor de cuatro varones, estudió Derecho y trabajó durante casi toda su vida. Era serio y distante. Después le siguieron Horacio, que fue médico; Jorge, que falleció siendo muy joven; y Eduardo, que fue dentista. Eduardo y Bergoglio fueron amigos en su adolescencia. Juntos vendían libros a la salida de misa, en esos tiempos en que las calles del barrio todavía conservaban la esencia de lo simple, de lo cercano, y juntos se divertían.
Mi abuela abrió otra carta, la sacó del sobre y dejó que todo se vaya acumulando arriba de la mesa. El remitente muestra: Ciudad del Vaticano. La fecha dice 2022. Esa carta no está especialmente dirigida a ella, sino a otro de mis tíos, que hoy es sacerdote: “Hociquear en los recuerdos hace bien. Y hociqueando y recordando me metí en tu familia”, dice la primera línea.
En esa carta Francisco habla de los desayunos en el Café Asia, de conversaciones con Eduardo. De la presencia de mi abuelo:
A Juan Alberto, solemne, mesurado. Nos daba, a los jóvenes de Acción Católica, clases de moral. Tenía autoridad. Nunca nos hubiéramos imaginado que enamorara a la chica más linda de la parroquia, Susana Floria. Y lo de linda no es una apreciación personal, todo el mundo lo decía. La última vez que los vi fue en el San Camilo: viejitos, sentados, esperando turno, cuando yo salía de hacerme una radiografía. Ya era obispo. Me quedó esa imagen: sentaditos juntos, como protegiéndose el uno al otro.
Mi abuela hizo una pausa, contó con los dedos de la mano fechas perdidas en algún calendario de su memoria.
Esa fue la última vez que lo vi. Estábamos en el sanatorio. Fuimos porque tu abuelo se atendió allí después de la operación de corazón. Íbamos regularmente. Creo que era el año 2000, un día de semana, por la mañana. Estábamos esperando a que nos atendieran y Bergoglio fue a hacerse una radiografía. Cuando pasó junto a nosotros, le dije ‘Adiós, padre’, y él, muy contento, nos saludó. Nos quedamos unos conversando por varios minutos.
Tres meses antes de morir, el papa Francisco publicó Esperanza. La autobiografía, la primera autobiografía escrita por un pontífice. En esas páginas, de tono íntimo y sobrio, cuenta sus problemas de salud, incluidos los severos trastornos respiratorios que tuvo en su juventud, y momentos decisivos de su vida. Entre ellos, contó también la muerte de su padre, Mario José Bergoglio, un inmigrante italiano, contador, empleado en el ferrocarril. Cuando su padre falleció, en septiembre de 1961, Jorge Mario Bergoglio tenía 25 años. A partir de entonces —escribió— pasó a ocupar un rol paterno dentro de su familia.
Te recomendamos leer: La muerte del papa Francisco, ¿cuál será su legado?
Horacio, el hermano de mi abuelo, estuvo a su lado en la madrugada en que murió su padre. Con él, Bergoglio mantenía una relación más formal, más profesional. Horacio fue el médico de su padre. Fue quien lo atendió en sus últimos minutos, cuando el aire ya no alcanzaba y el corazón no daba más. Esa escena, en medio de una crisis cardiaca, quedó en la memoria del futuro papa Francisco como una marca imborrable. Dice en su carta de 2022: “La imagen que más arraigo fue a la madrugada del 24 de septiembre de 1961, cuando —en plena crisis cardiaca de papá— hizo todo lo posible por sacarlo a flote”.
En esa carta, hay un recuento extenso de recuerdos que dejaron una marca en varios familiares. Aparte de las cartas, algunas escritas a mano y otros correos enviados a un mail, hay fotos y objetos.
Después de leerme esas líneas, mi abuela me pidió que fuera a su habitación a buscar una cajita blanca donde guardaba un rosario. Me acerqué a la mesa de luz y, al abrirla, encontré un rosario de perlas. En la tapa de la caja, una inscripción: “Enviado especialmente a Susana por el papa Francisco”.
El año: 2019. Se lo puse en la mano. Lo sostuvo con una sonrisa que brillaba:
Ese viaje fue especial. Tu tío fue al Vaticano, lo vio a Francisco, y él le pidió que espere un minuto, me quería mandar un rosario. Pidió uno y el secretario le dio uno de madera. Él se dio vuelta y dijo: ‘No, no. Tráeme uno de los buenos’. ¿Podés creer?
Ella contó esa historia como un gesto enorme. Me dijo que esa anécdota sirve también para entender a una persona transparente, capaz de proponer caminos diferentes, no los que le fueron impuestos. El papa —siendo papa— le pidió a su secretario un cambio de último momento. Quería otra cosa. Lo quería así. E incomodó. Mi abuela detesta los imprevistos, esquiva las situaciones incómodas como si quemaran. Pero eso, esa escena inesperada la hizo reír.
El papa Francisco falleció al día siguiente, el lunes 21 de abril, después de una última aparición pública el domingo de Pascua y después de que repasamos parte de su historia sobre la mesa del comedor. Mi abuela me llamó por la mañana para contarme la coincidencia. A la tarde, escuchamos por la radio que Francisco quería ser enterrado fuera del Vaticano, como si buscara devolverle al rito algo de su sentido original. Como quien manda una carta de despedida a un grupo de amigos antiguos.
“Francisco vivía en una búsqueda de normalidad casi todo el tiempo”, me dijo mi abuela, mientras sostenía su rosario de perlas. Después caminó hacia el sillón en su living y miró las fotos con una sonrisa. El 8 de mayo, por la tarde, volvimos a hablar. Horas previas al llamado se anunciaba la elección del nuevo papa y las imágenes del humo blanco circulaban por todos los canales de televisión.
La elección del nombre no es casual —dijo apenas atendí—. Viste que Francisco eligió el suyo por Francisco de Asís, por su humildad. Y ahora, León XIV parece que lo eligió para conmemorar a otros papas más que también se llamaron León, fueron líderes e invitaron a la participación de la sociedad. Parece que Francisco lo nombró obispo en Perú. Después se lo llevó a Roma.
Para ese momento, ya se había empapado de toda la información sobre el nuevo papa que, según ella, va a continuar el camino de Francisco. Deslizó esa idea y me cortó, como si ya no hiciera falta decir nada más. Solo buscar en la memoria alguna otra cosa que todavía no me hubiera contado.

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En la mesa del comedor, durante el domingo de Pascua, una mujer en un barrio céntrico de Buenos Aires recupera memorias de juventud y revive la cercanía profunda que mantuvo con Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco.
Apenas cerré la puerta del ascensor, me acordé: era domingo de Pascua y no llevaba casi nada para sumar a la mesa. Solo un queso rallado —el que me pidió mi abuela esa mañana, por teléfono— y, en la otra mano, un ramo de flores, el detalle que suelo llevar cuando la visito. La fecha: el 20 de abril pasado. Como todos los domingos que voy a verla, las horas pasan como agua, en conversaciones que entrelazan la actualidad con retazos del pasado. Una pizca del mundo que no vi y el presente del que soy parte. Sobre la mesa, las grandes verdades y los temas incómodos no se anuncian: se cuelan entre recetas repetidas, se instalan en las pausas de un bocado o se deslizan mientras se acomodan las flores arriba de un mantel.
Mi abuela Susana tiene 93 años y, como muchas familias argentinas con raíces italianas, los domingos come pastas caseras. Es una costumbre que viajó en barco y se instaló en la mesa. Aunque ella nació en Argentina y vivió en el barrio de Flores durante la mayor parte de su vida, esa tradición se mantiene. Hasta hace pocos años, los domingos caminaba hasta la iglesia de San José de Flores para ir a misa. Pero ya casi no sale de su casa, casi no camina. Escucha la misa por radio o televisión y después espera visitas de sus hijos y nietos. A veces al mediodía, a veces a la hora del té.
Poco tiempo atrás se mudó a Caballito, el barrio que sigue a Flores si uno avanza hacia el centro de la ciudad. Pero para ella, viva donde viva, Buenos Aires ya no es su Buenos Aires. No lo es desde hace décadas.
Cuando recuerda Flores, lo hace con precisión: un barrio de casas bajas, con muchos árboles y chicos en la calle, pateando pelotas, dibujando rayuelas, intercambiando figuritas. Las casas eran el escenario de bailes y reuniones. Todos los encuentros eran puertas adentro, en livings con cortinas pesadas, en patios o terrazas enormes, todos y todas usando vasos de vidrio grueso.
“Por las tardes, los fines de semana, íbamos a Acción Católica”, dijo esa tarde, mientras levantábamos la mesa. Y entonces, entre una risa y otra, lanzó una anécdota como quien tira una piedra al agua: “Quizás ahí, en Acción Católica, o en San José de Flores, me vio Bergoglio. Qué raro. Él se acuerda de mí, pero yo no me acuerdo de él. Yo le llevo cinco años. Y, honestamente, a mis 20 no les prestaba atención a los adolescentes de 15”.

Hoy, lo primero que uno ve en el living del departamento de mi abuela son fotos del papa fallecido. No del hombre que alguna vez fue Jorge Mario Bergoglio, ese que conoció mi familia, cuando era apenas un cura, sino del hombre de blanco. El de Roma. Las fotos descansan sobre la biblioteca con naturalidad, como si siempre hubieran estado ahí. En una aparece con el hermano mayor de mi papá. En otra, con el menor, que fue religioso. En esa, mi tío le entrega una carta en mano; él está esperando del otro lado de la valla en la Plaza de San Pedro, Francisco está de pie saludando a los fieles, y el gesto es íntimo, como si compartieran un secreto. Ambos se miran y se ríen. El pasa de mano en mano.
Los recuerdos están a la vista, desplegados como un altar en la casa de una mujer que ahora vive sola. Algunas fotos están enmarcadas; otras solo están posadas sobre una repisa de madera con manteles de crochet, junto a un televisor apagado y a una luz cálida filtrándose por la ventana. Nada está ahí por azar: son objetos, sí, pero también símbolos. De cercanía, de orgullo. Marcas que sostienen, con firmeza, ciertas formas de pensar.
La memoria precisa del obispo
Ese domingo, mientras Francisco saludaba por última vez en la plaza de la Basílica de San Pedro, mi abuela esperaba (siempre espera a que algo pase). Me contó que empezó a ir a Acción Católica a los 13. Mi abuelo, siete años mayor, también formaba parte del grupo. Se conocieron allí, siendo “juniores”, como se les decía a los adolescentes del movimiento. Era comienzos de los años cincuenta. Compartían tiempo juntos, pero recién se enamoraron seis o siete años más tarde. Durante ese tiempo, se reunían cada semana en salones parroquiales con el estómago vacío, entraban a misa y después desayunaban en el bar de la esquina.
Acción Católica no era una congregación, ni una orden. Tampoco era un club. Era un movimiento laico internacional dentro de la Iglesia, pensado para formar a los fieles, niños, jóvenes, hombres y mujeres, en una fe activa, disciplinada, comprometida, siempre bajo la guía de la jerarquía eclesiástica. Mis abuelos se encontraron ahí, entre charlas y tareas comunitarias. Se enamoraron, y al año siguiente se casaron en, claro, la iglesia de San José de Flores. Tuvieron cuatro hijos varones y los domingos se repetían como una liturgia: una mesa larga, llena de platos caseros y voces que se cruzaban, con la familia que también vivía en el mismo barrio: tíos, tías, primos, primas. Todos iban juntos a misa, siempre en la misma parroquia, la misma donde Jorge Mario Bergoglio empezaba a dar sus primeros pasos como sacerdote.
Te podría interesar leer el adelanto de la novela El loco de Dios en el fin del mundo de Javier Cercas sobre su viaje con el papa Francisco.
Bergoglio, antes de ser el papa de Roma, fue muchas cosas: confesor, rector, arzobispo. También fue un muchacho de barrio con un pulmón menos, un técnico químico y un lector voraz. Creció en una familia de clase media, en una casa de una sola planta en el barrio de Flores. Era el mayor de cinco hermanos. No era especialmente carismático, dicen algunos. Pero tampoco era un hombre severo ni distante. Tenía ese tipo de presencia que no pide atención, pero la retiene. Sabía cuándo callar, cuándo mirar y cuándo dar la palabra. Eso puede resultar más elocuente que cualquier discurso o cualquier movimiento imprevisto. También por sus palabras fue muy criticado, desde el supuesto reconocimiento de la comunidad LGBTQ+ hasta sus silencios vinculados con la última dictadura militar. Algunas personas sostienen que Bergoglio cambió mucho durante sus últimos años; que su abanico de opiniones se enriqueció enormemente, incluso que leía a Borges y a Perón.
Se convirtió en papa en 2013, después de ser el cardenal más votado del cónclave, tras la renuncia de Benedicto XVI. Ese día, Jorge Mario Bergoglio tomó el nombre de Francisco, en honor a San Francisco de Asís. Alcanzó fama instantánea por ser el primer pontífice proveniente del sur global, del fin del mundo, y por su austeridad: por llevar zapatos negros, por no querer limusina y por pagar su hotel como cualquier hijo de vecino. Pero en mi familia mucho de esto no fue una sorpresa, y en Flores, tampoco. Ya lo conocían y sabían quién era, se sabía quiénes lo querían, quiénes lo criticaban, incluso; también, se conocía su caligrafía, filosa como su mente.
Desde Roma, intercambió algunas cartas con algunos miembros de la familia. Hoy, mi abuela las guarda en una caja de madera sobre el escritorio de su habitación. La caja es blanca y tiene una inscripción que parece salida de una postal kitsch: la palabra París, con la Torre Eiffel dibujada de fondo. Aquel domingo de Pascua, el último, se levantó con la ayuda del andador y caminó despacio por el pasillo. Buscó la caja y la trajo a la mesa. La abrió como quien abre un tesoro. “Esta es la primera carta que me respondió”, dijo seria.
El remitente muestra: Ciudad del Vaticano. La fecha: 2014. Me quedé helada. La letra, casi indescifrable, avanzaba entre frases cortas. Decía que estaba bien, aunque lo habían trasladado de la diócesis a los 76 años. Lo contaba como quien cuenta que dio un volantazo y tuvo que viajar, casi literalmente, con lo puesto.

Mientras el papa Francisco hacía su última aparición pública entre la gente, mi abuela apagó el televisor y, entre anécdotas, lanzó: “Aunque no lo creas, él pensaba que yo era la chica más linda del barrio”, dijo sonriendo. Y enseguida agregó: “Por supuesto, tu abuelo también lo pensaba. El día que nos casamos, San José de Flores estaba repleta de gente”.
Mi abuelo Juan Alberto también creció en Flores. Era el mayor de cuatro varones, estudió Derecho y trabajó durante casi toda su vida. Era serio y distante. Después le siguieron Horacio, que fue médico; Jorge, que falleció siendo muy joven; y Eduardo, que fue dentista. Eduardo y Bergoglio fueron amigos en su adolescencia. Juntos vendían libros a la salida de misa, en esos tiempos en que las calles del barrio todavía conservaban la esencia de lo simple, de lo cercano, y juntos se divertían.
Mi abuela abrió otra carta, la sacó del sobre y dejó que todo se vaya acumulando arriba de la mesa. El remitente muestra: Ciudad del Vaticano. La fecha dice 2022. Esa carta no está especialmente dirigida a ella, sino a otro de mis tíos, que hoy es sacerdote: “Hociquear en los recuerdos hace bien. Y hociqueando y recordando me metí en tu familia”, dice la primera línea.
En esa carta Francisco habla de los desayunos en el Café Asia, de conversaciones con Eduardo. De la presencia de mi abuelo:
A Juan Alberto, solemne, mesurado. Nos daba, a los jóvenes de Acción Católica, clases de moral. Tenía autoridad. Nunca nos hubiéramos imaginado que enamorara a la chica más linda de la parroquia, Susana Floria. Y lo de linda no es una apreciación personal, todo el mundo lo decía. La última vez que los vi fue en el San Camilo: viejitos, sentados, esperando turno, cuando yo salía de hacerme una radiografía. Ya era obispo. Me quedó esa imagen: sentaditos juntos, como protegiéndose el uno al otro.
Mi abuela hizo una pausa, contó con los dedos de la mano fechas perdidas en algún calendario de su memoria.
Esa fue la última vez que lo vi. Estábamos en el sanatorio. Fuimos porque tu abuelo se atendió allí después de la operación de corazón. Íbamos regularmente. Creo que era el año 2000, un día de semana, por la mañana. Estábamos esperando a que nos atendieran y Bergoglio fue a hacerse una radiografía. Cuando pasó junto a nosotros, le dije ‘Adiós, padre’, y él, muy contento, nos saludó. Nos quedamos unos conversando por varios minutos.
Tres meses antes de morir, el papa Francisco publicó Esperanza. La autobiografía, la primera autobiografía escrita por un pontífice. En esas páginas, de tono íntimo y sobrio, cuenta sus problemas de salud, incluidos los severos trastornos respiratorios que tuvo en su juventud, y momentos decisivos de su vida. Entre ellos, contó también la muerte de su padre, Mario José Bergoglio, un inmigrante italiano, contador, empleado en el ferrocarril. Cuando su padre falleció, en septiembre de 1961, Jorge Mario Bergoglio tenía 25 años. A partir de entonces —escribió— pasó a ocupar un rol paterno dentro de su familia.
Te recomendamos leer: La muerte del papa Francisco, ¿cuál será su legado?
Horacio, el hermano de mi abuelo, estuvo a su lado en la madrugada en que murió su padre. Con él, Bergoglio mantenía una relación más formal, más profesional. Horacio fue el médico de su padre. Fue quien lo atendió en sus últimos minutos, cuando el aire ya no alcanzaba y el corazón no daba más. Esa escena, en medio de una crisis cardiaca, quedó en la memoria del futuro papa Francisco como una marca imborrable. Dice en su carta de 2022: “La imagen que más arraigo fue a la madrugada del 24 de septiembre de 1961, cuando —en plena crisis cardiaca de papá— hizo todo lo posible por sacarlo a flote”.
En esa carta, hay un recuento extenso de recuerdos que dejaron una marca en varios familiares. Aparte de las cartas, algunas escritas a mano y otros correos enviados a un mail, hay fotos y objetos.
Después de leerme esas líneas, mi abuela me pidió que fuera a su habitación a buscar una cajita blanca donde guardaba un rosario. Me acerqué a la mesa de luz y, al abrirla, encontré un rosario de perlas. En la tapa de la caja, una inscripción: “Enviado especialmente a Susana por el papa Francisco”.
El año: 2019. Se lo puse en la mano. Lo sostuvo con una sonrisa que brillaba:
Ese viaje fue especial. Tu tío fue al Vaticano, lo vio a Francisco, y él le pidió que espere un minuto, me quería mandar un rosario. Pidió uno y el secretario le dio uno de madera. Él se dio vuelta y dijo: ‘No, no. Tráeme uno de los buenos’. ¿Podés creer?
Ella contó esa historia como un gesto enorme. Me dijo que esa anécdota sirve también para entender a una persona transparente, capaz de proponer caminos diferentes, no los que le fueron impuestos. El papa —siendo papa— le pidió a su secretario un cambio de último momento. Quería otra cosa. Lo quería así. E incomodó. Mi abuela detesta los imprevistos, esquiva las situaciones incómodas como si quemaran. Pero eso, esa escena inesperada la hizo reír.
El papa Francisco falleció al día siguiente, el lunes 21 de abril, después de una última aparición pública el domingo de Pascua y después de que repasamos parte de su historia sobre la mesa del comedor. Mi abuela me llamó por la mañana para contarme la coincidencia. A la tarde, escuchamos por la radio que Francisco quería ser enterrado fuera del Vaticano, como si buscara devolverle al rito algo de su sentido original. Como quien manda una carta de despedida a un grupo de amigos antiguos.
“Francisco vivía en una búsqueda de normalidad casi todo el tiempo”, me dijo mi abuela, mientras sostenía su rosario de perlas. Después caminó hacia el sillón en su living y miró las fotos con una sonrisa. El 8 de mayo, por la tarde, volvimos a hablar. Horas previas al llamado se anunciaba la elección del nuevo papa y las imágenes del humo blanco circulaban por todos los canales de televisión.
La elección del nombre no es casual —dijo apenas atendí—. Viste que Francisco eligió el suyo por Francisco de Asís, por su humildad. Y ahora, León XIV parece que lo eligió para conmemorar a otros papas más que también se llamaron León, fueron líderes e invitaron a la participación de la sociedad. Parece que Francisco lo nombró obispo en Perú. Después se lo llevó a Roma.
Para ese momento, ya se había empapado de toda la información sobre el nuevo papa que, según ella, va a continuar el camino de Francisco. Deslizó esa idea y me cortó, como si ya no hiciera falta decir nada más. Solo buscar en la memoria alguna otra cosa que todavía no me hubiera contado.

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Cartas de puño y letra del pontífice cuyo contenido muestran un carisma apostólico que no debe olvidarse, ahora que hay un nuevo papa.
En la mesa del comedor, durante el domingo de Pascua, una mujer en un barrio céntrico de Buenos Aires recupera memorias de juventud y revive la cercanía profunda que mantuvo con Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco.
Apenas cerré la puerta del ascensor, me acordé: era domingo de Pascua y no llevaba casi nada para sumar a la mesa. Solo un queso rallado —el que me pidió mi abuela esa mañana, por teléfono— y, en la otra mano, un ramo de flores, el detalle que suelo llevar cuando la visito. La fecha: el 20 de abril pasado. Como todos los domingos que voy a verla, las horas pasan como agua, en conversaciones que entrelazan la actualidad con retazos del pasado. Una pizca del mundo que no vi y el presente del que soy parte. Sobre la mesa, las grandes verdades y los temas incómodos no se anuncian: se cuelan entre recetas repetidas, se instalan en las pausas de un bocado o se deslizan mientras se acomodan las flores arriba de un mantel.
Mi abuela Susana tiene 93 años y, como muchas familias argentinas con raíces italianas, los domingos come pastas caseras. Es una costumbre que viajó en barco y se instaló en la mesa. Aunque ella nació en Argentina y vivió en el barrio de Flores durante la mayor parte de su vida, esa tradición se mantiene. Hasta hace pocos años, los domingos caminaba hasta la iglesia de San José de Flores para ir a misa. Pero ya casi no sale de su casa, casi no camina. Escucha la misa por radio o televisión y después espera visitas de sus hijos y nietos. A veces al mediodía, a veces a la hora del té.
Poco tiempo atrás se mudó a Caballito, el barrio que sigue a Flores si uno avanza hacia el centro de la ciudad. Pero para ella, viva donde viva, Buenos Aires ya no es su Buenos Aires. No lo es desde hace décadas.
Cuando recuerda Flores, lo hace con precisión: un barrio de casas bajas, con muchos árboles y chicos en la calle, pateando pelotas, dibujando rayuelas, intercambiando figuritas. Las casas eran el escenario de bailes y reuniones. Todos los encuentros eran puertas adentro, en livings con cortinas pesadas, en patios o terrazas enormes, todos y todas usando vasos de vidrio grueso.
“Por las tardes, los fines de semana, íbamos a Acción Católica”, dijo esa tarde, mientras levantábamos la mesa. Y entonces, entre una risa y otra, lanzó una anécdota como quien tira una piedra al agua: “Quizás ahí, en Acción Católica, o en San José de Flores, me vio Bergoglio. Qué raro. Él se acuerda de mí, pero yo no me acuerdo de él. Yo le llevo cinco años. Y, honestamente, a mis 20 no les prestaba atención a los adolescentes de 15”.

Hoy, lo primero que uno ve en el living del departamento de mi abuela son fotos del papa fallecido. No del hombre que alguna vez fue Jorge Mario Bergoglio, ese que conoció mi familia, cuando era apenas un cura, sino del hombre de blanco. El de Roma. Las fotos descansan sobre la biblioteca con naturalidad, como si siempre hubieran estado ahí. En una aparece con el hermano mayor de mi papá. En otra, con el menor, que fue religioso. En esa, mi tío le entrega una carta en mano; él está esperando del otro lado de la valla en la Plaza de San Pedro, Francisco está de pie saludando a los fieles, y el gesto es íntimo, como si compartieran un secreto. Ambos se miran y se ríen. El pasa de mano en mano.
Los recuerdos están a la vista, desplegados como un altar en la casa de una mujer que ahora vive sola. Algunas fotos están enmarcadas; otras solo están posadas sobre una repisa de madera con manteles de crochet, junto a un televisor apagado y a una luz cálida filtrándose por la ventana. Nada está ahí por azar: son objetos, sí, pero también símbolos. De cercanía, de orgullo. Marcas que sostienen, con firmeza, ciertas formas de pensar.
La memoria precisa del obispo
Ese domingo, mientras Francisco saludaba por última vez en la plaza de la Basílica de San Pedro, mi abuela esperaba (siempre espera a que algo pase). Me contó que empezó a ir a Acción Católica a los 13. Mi abuelo, siete años mayor, también formaba parte del grupo. Se conocieron allí, siendo “juniores”, como se les decía a los adolescentes del movimiento. Era comienzos de los años cincuenta. Compartían tiempo juntos, pero recién se enamoraron seis o siete años más tarde. Durante ese tiempo, se reunían cada semana en salones parroquiales con el estómago vacío, entraban a misa y después desayunaban en el bar de la esquina.
Acción Católica no era una congregación, ni una orden. Tampoco era un club. Era un movimiento laico internacional dentro de la Iglesia, pensado para formar a los fieles, niños, jóvenes, hombres y mujeres, en una fe activa, disciplinada, comprometida, siempre bajo la guía de la jerarquía eclesiástica. Mis abuelos se encontraron ahí, entre charlas y tareas comunitarias. Se enamoraron, y al año siguiente se casaron en, claro, la iglesia de San José de Flores. Tuvieron cuatro hijos varones y los domingos se repetían como una liturgia: una mesa larga, llena de platos caseros y voces que se cruzaban, con la familia que también vivía en el mismo barrio: tíos, tías, primos, primas. Todos iban juntos a misa, siempre en la misma parroquia, la misma donde Jorge Mario Bergoglio empezaba a dar sus primeros pasos como sacerdote.
Te podría interesar leer el adelanto de la novela El loco de Dios en el fin del mundo de Javier Cercas sobre su viaje con el papa Francisco.
Bergoglio, antes de ser el papa de Roma, fue muchas cosas: confesor, rector, arzobispo. También fue un muchacho de barrio con un pulmón menos, un técnico químico y un lector voraz. Creció en una familia de clase media, en una casa de una sola planta en el barrio de Flores. Era el mayor de cinco hermanos. No era especialmente carismático, dicen algunos. Pero tampoco era un hombre severo ni distante. Tenía ese tipo de presencia que no pide atención, pero la retiene. Sabía cuándo callar, cuándo mirar y cuándo dar la palabra. Eso puede resultar más elocuente que cualquier discurso o cualquier movimiento imprevisto. También por sus palabras fue muy criticado, desde el supuesto reconocimiento de la comunidad LGBTQ+ hasta sus silencios vinculados con la última dictadura militar. Algunas personas sostienen que Bergoglio cambió mucho durante sus últimos años; que su abanico de opiniones se enriqueció enormemente, incluso que leía a Borges y a Perón.
Se convirtió en papa en 2013, después de ser el cardenal más votado del cónclave, tras la renuncia de Benedicto XVI. Ese día, Jorge Mario Bergoglio tomó el nombre de Francisco, en honor a San Francisco de Asís. Alcanzó fama instantánea por ser el primer pontífice proveniente del sur global, del fin del mundo, y por su austeridad: por llevar zapatos negros, por no querer limusina y por pagar su hotel como cualquier hijo de vecino. Pero en mi familia mucho de esto no fue una sorpresa, y en Flores, tampoco. Ya lo conocían y sabían quién era, se sabía quiénes lo querían, quiénes lo criticaban, incluso; también, se conocía su caligrafía, filosa como su mente.
Desde Roma, intercambió algunas cartas con algunos miembros de la familia. Hoy, mi abuela las guarda en una caja de madera sobre el escritorio de su habitación. La caja es blanca y tiene una inscripción que parece salida de una postal kitsch: la palabra París, con la Torre Eiffel dibujada de fondo. Aquel domingo de Pascua, el último, se levantó con la ayuda del andador y caminó despacio por el pasillo. Buscó la caja y la trajo a la mesa. La abrió como quien abre un tesoro. “Esta es la primera carta que me respondió”, dijo seria.
El remitente muestra: Ciudad del Vaticano. La fecha: 2014. Me quedé helada. La letra, casi indescifrable, avanzaba entre frases cortas. Decía que estaba bien, aunque lo habían trasladado de la diócesis a los 76 años. Lo contaba como quien cuenta que dio un volantazo y tuvo que viajar, casi literalmente, con lo puesto.

Mientras el papa Francisco hacía su última aparición pública entre la gente, mi abuela apagó el televisor y, entre anécdotas, lanzó: “Aunque no lo creas, él pensaba que yo era la chica más linda del barrio”, dijo sonriendo. Y enseguida agregó: “Por supuesto, tu abuelo también lo pensaba. El día que nos casamos, San José de Flores estaba repleta de gente”.
Mi abuelo Juan Alberto también creció en Flores. Era el mayor de cuatro varones, estudió Derecho y trabajó durante casi toda su vida. Era serio y distante. Después le siguieron Horacio, que fue médico; Jorge, que falleció siendo muy joven; y Eduardo, que fue dentista. Eduardo y Bergoglio fueron amigos en su adolescencia. Juntos vendían libros a la salida de misa, en esos tiempos en que las calles del barrio todavía conservaban la esencia de lo simple, de lo cercano, y juntos se divertían.
Mi abuela abrió otra carta, la sacó del sobre y dejó que todo se vaya acumulando arriba de la mesa. El remitente muestra: Ciudad del Vaticano. La fecha dice 2022. Esa carta no está especialmente dirigida a ella, sino a otro de mis tíos, que hoy es sacerdote: “Hociquear en los recuerdos hace bien. Y hociqueando y recordando me metí en tu familia”, dice la primera línea.
En esa carta Francisco habla de los desayunos en el Café Asia, de conversaciones con Eduardo. De la presencia de mi abuelo:
A Juan Alberto, solemne, mesurado. Nos daba, a los jóvenes de Acción Católica, clases de moral. Tenía autoridad. Nunca nos hubiéramos imaginado que enamorara a la chica más linda de la parroquia, Susana Floria. Y lo de linda no es una apreciación personal, todo el mundo lo decía. La última vez que los vi fue en el San Camilo: viejitos, sentados, esperando turno, cuando yo salía de hacerme una radiografía. Ya era obispo. Me quedó esa imagen: sentaditos juntos, como protegiéndose el uno al otro.
Mi abuela hizo una pausa, contó con los dedos de la mano fechas perdidas en algún calendario de su memoria.
Esa fue la última vez que lo vi. Estábamos en el sanatorio. Fuimos porque tu abuelo se atendió allí después de la operación de corazón. Íbamos regularmente. Creo que era el año 2000, un día de semana, por la mañana. Estábamos esperando a que nos atendieran y Bergoglio fue a hacerse una radiografía. Cuando pasó junto a nosotros, le dije ‘Adiós, padre’, y él, muy contento, nos saludó. Nos quedamos unos conversando por varios minutos.
Tres meses antes de morir, el papa Francisco publicó Esperanza. La autobiografía, la primera autobiografía escrita por un pontífice. En esas páginas, de tono íntimo y sobrio, cuenta sus problemas de salud, incluidos los severos trastornos respiratorios que tuvo en su juventud, y momentos decisivos de su vida. Entre ellos, contó también la muerte de su padre, Mario José Bergoglio, un inmigrante italiano, contador, empleado en el ferrocarril. Cuando su padre falleció, en septiembre de 1961, Jorge Mario Bergoglio tenía 25 años. A partir de entonces —escribió— pasó a ocupar un rol paterno dentro de su familia.
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Horacio, el hermano de mi abuelo, estuvo a su lado en la madrugada en que murió su padre. Con él, Bergoglio mantenía una relación más formal, más profesional. Horacio fue el médico de su padre. Fue quien lo atendió en sus últimos minutos, cuando el aire ya no alcanzaba y el corazón no daba más. Esa escena, en medio de una crisis cardiaca, quedó en la memoria del futuro papa Francisco como una marca imborrable. Dice en su carta de 2022: “La imagen que más arraigo fue a la madrugada del 24 de septiembre de 1961, cuando —en plena crisis cardiaca de papá— hizo todo lo posible por sacarlo a flote”.
En esa carta, hay un recuento extenso de recuerdos que dejaron una marca en varios familiares. Aparte de las cartas, algunas escritas a mano y otros correos enviados a un mail, hay fotos y objetos.
Después de leerme esas líneas, mi abuela me pidió que fuera a su habitación a buscar una cajita blanca donde guardaba un rosario. Me acerqué a la mesa de luz y, al abrirla, encontré un rosario de perlas. En la tapa de la caja, una inscripción: “Enviado especialmente a Susana por el papa Francisco”.
El año: 2019. Se lo puse en la mano. Lo sostuvo con una sonrisa que brillaba:
Ese viaje fue especial. Tu tío fue al Vaticano, lo vio a Francisco, y él le pidió que espere un minuto, me quería mandar un rosario. Pidió uno y el secretario le dio uno de madera. Él se dio vuelta y dijo: ‘No, no. Tráeme uno de los buenos’. ¿Podés creer?
Ella contó esa historia como un gesto enorme. Me dijo que esa anécdota sirve también para entender a una persona transparente, capaz de proponer caminos diferentes, no los que le fueron impuestos. El papa —siendo papa— le pidió a su secretario un cambio de último momento. Quería otra cosa. Lo quería así. E incomodó. Mi abuela detesta los imprevistos, esquiva las situaciones incómodas como si quemaran. Pero eso, esa escena inesperada la hizo reír.
El papa Francisco falleció al día siguiente, el lunes 21 de abril, después de una última aparición pública el domingo de Pascua y después de que repasamos parte de su historia sobre la mesa del comedor. Mi abuela me llamó por la mañana para contarme la coincidencia. A la tarde, escuchamos por la radio que Francisco quería ser enterrado fuera del Vaticano, como si buscara devolverle al rito algo de su sentido original. Como quien manda una carta de despedida a un grupo de amigos antiguos.
“Francisco vivía en una búsqueda de normalidad casi todo el tiempo”, me dijo mi abuela, mientras sostenía su rosario de perlas. Después caminó hacia el sillón en su living y miró las fotos con una sonrisa. El 8 de mayo, por la tarde, volvimos a hablar. Horas previas al llamado se anunciaba la elección del nuevo papa y las imágenes del humo blanco circulaban por todos los canales de televisión.
La elección del nombre no es casual —dijo apenas atendí—. Viste que Francisco eligió el suyo por Francisco de Asís, por su humildad. Y ahora, León XIV parece que lo eligió para conmemorar a otros papas más que también se llamaron León, fueron líderes e invitaron a la participación de la sociedad. Parece que Francisco lo nombró obispo en Perú. Después se lo llevó a Roma.
Para ese momento, ya se había empapado de toda la información sobre el nuevo papa que, según ella, va a continuar el camino de Francisco. Deslizó esa idea y me cortó, como si ya no hiciera falta decir nada más. Solo buscar en la memoria alguna otra cosa que todavía no me hubiera contado.

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